27

—Madame —musitó Sylvie, despertándome apenas había amanecido—, hemos limpiado la sangre del umbral. Ahora el reguero va desde el centro de la calle hasta la esquina, y parece que es por allí por donde se fue y no por donde vino.

—Muy bien, Sylvie. Alquilaremos una silla, le enviaremos esta tarde con su gente y aquí no ha pasado nada.

Comenzaba a dolerme la cabeza y un malestar extraño me contraía el estómago.

—Buena idea… arriesguémonos, entonces, a llamar a un médico y esperemos que la policía no haga caso de lo que digan los caballeros que arrestaron y no investiguen en el vecindario, o nos detendrán por ayudar a un fugitivo.

—Es una lástima que La Reynie se tome tan en serio sus nuevas farolas —dije yo con un suspiro—. Aunque, si no fuera así, las calles estarían tan oscuras como antes en menos de un mes.

Encorsetada y vestida de negro, aguardaba sentada abajo a mi primer cliente cuando llamaron a la puerta. No sé por qué no me pareció la llamada habitual; oí pasos precipitados arriba y comprendí que habían visto algo desde la ventana. Volvieron a llamar.

—Abran a la policía —exclamó una voz.

Lo que me había figurado.

—Mustafá, abre la puerta, pero sin prisas —dije yo, disponiéndome en la mesa detrás de mi bola de cristal, tapándome el rostro con el velo, mientras el turco, ataviado con su turbante de plumero, pantalones bordados y babuchas rojas, descorría el cerrojo.

—Adelante —dije yo con voz fría, distante, en el momento en que Mustafá les dirigía una reverencia que los sorprendió en extremo.

Bien, pensé yo; cuanto más tarden en reaccionar, mejor.

—Una adivina; puede que esté en esta casa —musitó un policía al sargento de medias rojas.

—Soy la marquesa de Morville y ésta es mi casa. Sed bien venidos, pero en primer lugar os ruego que me digáis qué os trae por aquí.

La frialdad, el formalismo y la ausencia de temor los hicieron dudar. Menos mal que estaba sentada, porque las piernas me temblaban.

—¿Una marquesa? ¿No deberíamos…?

—Desgrez ha dicho que todas las casas.

—Buscamos a un fugitivo. Anoche hubo un altercado, y un tercer hombre…

—Lamento no haber oído nada. La verdad es que a las ocho tomo siempre una poción para dormir.

—Es curioso la cantidad de vecinos que toman una pócima a las ocho para dormir. ¿Podéis alzaros el velo para que os veamos?

—Naturalmente, señores.

Adulados por mi deferencia, no salían de su asombro ante la extraña atmósfera, el enano turco y el gesto dramático con que me quité el velo. Noté cómo ahogaban una exclamación al ver mi rostro, blanco y cadavérico, cosa que me satisfizo.

—Supongo que querréis registrar la casa. Aprecio vuestra diligencia, señores, porque soy una mujer sola. Sola hace siglos. Y cualquier bellaco podría introducirse en el sótano. Pero vos ahuyentaréis todo peligro.

Se miraron, asintieron con la cabeza y se acercaron a mí. Saqué la llave del sótano de la bolsita que llevaba a la cintura y se la entregué; salieron por la puertecita lateral y oí cómo se abría de golpe la puerta del sótano y resonaban los pasos en la estrecha escalera de piedra que conducía a la polvorienta cueva de debajo de la casa.

—Mustafá, ve corriendo arriba. Yo estaré aquí para entretenerlos cuando vuelvan a subir.

Mustafá asintió con la cabeza y ascendió raudo y sin hacer ruido la escalera. Yo me puse en pie despacio y lancé un suspiro. Me dolía terriblemente la cabeza, mi estómago era una bola de fuego y sentía escalofríos por todo el cuerpo. Bajé la vista y en el dibujo rojo de la alfombra turca vi un leve reguero de gotas de sangre reseca que iba hasta la escalera, lugar en que cesaban porque habían sido limpiadas. Maldición. Me situé imperturbable sobre las manchas más visibles y volví a retraer el velo, adoptando un gesto impasible de máscara blanca.

—¿Y bien, señores? ¿Habéis disipado el temor de esta casa y del vecindario?

El sargento alzó los ojos bajo el gorro lleno de telarañas y me dirigió una mirada furibunda.

—Vamos arriba —bramó, y yo los seguí despacio, abandonando el lugar manchado cuando ya subían por las escaleras.

—Pasad, señores, aquí no hay secretos —dijo Sylvie con respetuosa reverencia.

Me congratulé de no estar en una habitación alquilada, pues la casa de una marquesa, aún de una falsa marquesa, siempre se registra con más respeto. Miraron en el armario entre las ropas con la espada desenvainada, abrieron el arca del dormitorio y vieron que sólo había mantas, sacaron el catre plegable de Sylvie de debajo de mi lecho y se agacharon a mirar.

—¿Qué es eso que hay debajo?

—Otra arca con mantas, señores. Si quieren diré al criado que lo saque.

Sylvie ponía cara de inocente. El sargento golpeó el arca con la espada, al tiempo que hacía ademán indicando que no merecía la pena.

—Mira esto.

Estaban en el cuarto de la criada y se produjo un revuelo cuando uno de ellos sacó un cubo de trapos sanguinolentos de debajo del camastro de Gilles. Sylvie irrumpió en el cuarto, roja hasta la raíz de su pelo teñido.

—Es de mi menstruación… Madame no me ha dado tiempo para lavarlos…

El hombre dejó el cubo con gesto de asco.

—No hay nada… Vamos a la casa de la esquina…

—Señores, os agradezco vuestro exquisito cuidado con la porcelana y los muebles.

El sargento se embolsó con celeridad de prestidigitador mi propina. Los acompañé al piso de abajo y los despedí situada sobre la mancha de sangre al pie de la escalera.

Una vez cerrada la puerta temblaba de pies a cabeza, me dolían los huesos y me sentía mortalmente enferma.

—Madame, se han ido; no hace falta…

—Sylvie, me encuentro mal. Ayúdame a subir. ¿Dónde le habéis escondido? —pregunté, una vez que me dejé caer en la cama.

—Ahí debajo; en el arca de las mantas.

—¡Dios mío! Sacadle ahora mismo; le habréis matado.

—No creo, madame. Pero le hemos amordazado, porque se quejaba mucho. No quiso tomar el opio por temor a perder el dominio. Es un valiente. Ahora comprendo que sea del agrado de una mujer como vos. A mí me gusta bastante…

—Calla la boca y dame el cordial. Y saca a ese hombre de debajo dé mi cama.

Tiritando, vertí lo que quedaba en el frasco. En seguida noté que aquel fuego interior amainaba, y me di cuenta de que el cordial era más que un recurso. Ahora era una necesidad, y no podía prescindir de aquel elixir de La Trianon; ni tampoco podía prescindir de la sociedad filantrópica de La Voisin. Lógico. Estaba bajo el poder de la reina de las tinieblas, como la Montespan, o como mi madre, con sus frustrados sueños de codicia. La oía reír como si estuviese allí mismo. «Marquesita, ¿cómo es que una muchacha lista como tú tarda tanto en entender las cosas?». Maldición, maldición. Mil veces maldición. Gilles acababa de sacar el arca y la abría.

—Los encajes, madame, la gorguera.

Ya estaba medio desvestida, y la gorguera en su estuche, cuando Gilles y Mustafá sacaban a la desmayada figura del arca y la sentaban.

—Vaya, vaya —dijo, una vez que le sacaron de la boca un segundo pañuelo, uno de los más finos que yo tenía—, esto sí que es un nuevo método para entrar en el gabinete de una dama. Pero temo que la calidad de mi conversación no podrá minar la fama gloriosa del salón de la Rambouillet. Maldición, veo que habéis vaciado el frasco de cordial, Atenea.

—Madame se ha sentido mal de repente —replicó Sylvie con desdén.

D’Urbec se sujetaba el costado con las dos manos; la herida había vuelto a abrirse y la sangre le corría entre los dedos. Se había puesto pálido, pero no me quitaba los ojos de encima.

—Os faltaba la dosis de hoy, ¿verdad?

—No es asunto vuestro, d’Urbec —dije, alzando la cabeza de la almohada y mirándole; pero tenía el rostro pegajoso por las lágrimas y los polvos. Otra impresión desastrosa. ¿Cuándo iba a aprender a hacer las cosas bien?—. Sylvie, dale el coñac y no dejes que salpique de ese modo mi arcón.

Tenía las horquillas y el velo esparcidos en la cama, estaba medio desvestida con el corsé ya aflojado y sentía la boca amarga. Me había puesto en evidencia delante de un extraño, y no de un extraño cualquiera, sino de un libelista.

—D’Urbec, si osáis escribir sobre esto, juro que os mataré —musité.

—Difícilmente sería el modo de corresponder al riesgo que habéis asumido dándome hospitalidad, ¿no creéis? —replicó él en voz baja—. Creedme con más cortesía a pesar de que me haya dedicado a escribir libelles dada mi situación de… dificultades financieras. Además, no estoy en condiciones para apartarme del arcón y menos de echar a correr a la imprenta. Considerad los hechos, Atenea: los vecinos estarán pendientes de esta casa y contarán las visitas y los carruajes. Una recompensa de la policía despierta siempre el interés de cualquier vecindario. Hasta que pueda alejarme de aquí por mi propio pie una vez que anochezca, tendréis un huésped inoportuno.

—D’Urbec, estoy convencida de que lo habéis planeado todo —dije con un suspiro, mientras le apartaban del arcón y yo daba órdenes a Sylvie para que al oscurecer, mediante la red de Madame, trajeran un colchón y un médico por la puerta trasera.

—Planeado pero excediéndome, como siempre —me pareció oírle musitar mientras le trasladaban al cuarto de los criados.

—Así pues, mademoiselle, por fin se ha producido. Imagino que eso explica la disminución de ingresos. Supongo que le estarás haciendo regalos a hurtadillas.

La reina de las tinieblas se rebulló en el sillón. La luz tenue del amanecer comenzaba a penetrar por el ventanuco del gabinete; oía el ajetreo de cazuelas en la cocina y, a lo lejos, llorar a un niño de pecho. No estaba aún vestida y el turbante y la bata de algodón indio le conferían un exótico aspecto. El gatazo gris se subió de un salto al respaldo del sillón y luego quiso pasar cauteloso al hombro de ella, y, cuando lo ahuyentó, vi que, sin el corsé, su figura ya no era tan esbelta. Pero sus ojos negros seguían siendo dos carbunclos.

—Nada de por fin, porque no es mi amante, y hasta ahora no le he regalado más que alimento y medicinas. Y no puedo echarle. Os aseguro que el único momento en que no me incomoda es cuando duerme. La casa es muy pequeña para que haya una boca de más. Y más una boca tan parlanchina como la de él.

—Sí, ahora intentas engañarme despotricando de él. No creas que soy tan tonta. Primero Marie-Marguerite y ahora tú. Al menos a ella he podido encauzarla y lograr que esté con alguien un poco más rentable que un simple pastelero; con ese mago tengo esperanzas de que mejore su porvenir. Pero, en tu caso, ponerte a vivir con lo más bajo de la escala social, un libelista, un galeote, y mantenerle… Créeme, podrías aspirar a más, a mucho más, si te dejases orientar por mí. Bueno, diviértete, y cuando te canses de ese parásito ven a verme y te buscaré alguien mejor que te sirva para hacer fortuna. Entretanto, no se te ocurra deducir sus gastos de lo mío —añadió, cerrando de golpe el libro de registro—. Y si te quedas embarazada, ya sabes mi tarifa. Me disgusta ese d’Urbec, pero me imagino que tendré que esperar a que te canses de él.

Yo estaba segura de que detrás de toda aquella farsa de tolerancia estaba el temor a la policía. En su red se había introducido un desconocido, y si nos peleábamos, si se marchaba y yo me indisponía con ella y el amor me hacía prescindir de toda prudencia, o si el vecindario le veía, podía acabar en manos de la policía y desbaratar su oculto imperio por efecto de la tortura. Pero ella era un lince que había adquirido el poder con suma cautela, y no pude por menos de admirar su gran dominio, su taimada sonrisa, su enfado, sus maneras de madre resignada. Alcé la vista hacia los armarios cerrados con llave en cuyas estanterías guardaba los frasquitos de veneno perfectamente etiquetados. No era el momento; necesitaba que me ayudase con d’Urbec. Cuando me lo hubiese quitado de encima emprendería aquella batalla. Además, tenía que estar segura de lo que aún no era más que una sospecha, antes de decidir qué es lo que haría. Ella sabía esperar y yo también había aprendido. Sonríe, Geneviève, que no sospeche que lo sabes.

—El problema en este momento nada tiene que ver con un embarazo. Estos dos últimos días ha empeorado, y Gilles dice que hace falta un médico. ¿Hay alguien de los nuestros…?

—Hay varios. Vamos a ver… Dubois, no. Humm… creo que Chauvet sería el mejor. La mayoría de los nuestros están especializados en ayudar a la gente a dejar este mundo y sería muy difícil hacer desaparecer un cadáver en tu casa. Tienes un jardín muy pequeño y los vecinos lo verían. Si lo entierras en la cueva, te llegarán las moscas al salón, y eso es muy sospechoso. Los clientes pensarían en lo peor… como siempre. No, que vaya Chauvet. Mejor que d’Urbec mejore y te deje por otra.

El médico vino después de la hora del teatro, bien vestido y elegante, y con un ayudante de librea. Una idea perfecta, porque parecía un cliente. Una vez arriba, se quitó la chaqueta y la costosa camisa y se puso un grueso delantal. Miró al cuerpo crispado por la fiebre y examinó la herida.

—Lo que pensaba —dijo—. Hay que abrir y drenar el absceso. Estas heridas de los duelos son siempre igual —añadió con un bufido, mirando en derredor—. ¿Tenéis en la cocina una mesa lo bastante grande para tumbarle, madame?

—Creo que sí, Monsieur.

—Bien; le operaré en seguida.

Bajó y dio una serie de órdenes.

—Más candelabros, de prisa. Encended fuego, que no haga frío. Acolchad las ventanas, hay casas muy cerca. Arriba con él. He prometido a la vieja bruja de la calle Beauregard que no le mataría.

—Atenea, Atenea, escucha —musitó d’Urbec angustiado, y me incliné sobre él—. No me enterréis en vuestro maldito jardincillo, ¿oís? Enviad mis cenizas a mi familia. Siempre dijeron que carecía de sentido del decoro, y quiero que mi fin sea decente.

—D’Urbec, os lo juro por vuestro padre y por el mío.

—Y otra cosa, Atenea. No puedo morir sin deciros la verdad. Mi padre me dijo que una viuda influyente de la corte le había ayudado a trasladar su solicitud al rey. Yo… estuve pensando largo tiempo en los motivos. La seguí, Atenea… la seguí y observé los movimientos de la marquesa de Morville y descubrí que era inteligente, calculadora y que todo lo hacía con lógica. Pero hasta que no os vi, casi por casualidad, sin ese absurdo velo, no comprendí quién debía de ser la que había escrito anónimamente a las autoridades denunciando al que había robado las cucharas y su virginidad.

—No tiene ninguna importancia, d’Urbec.

—Llamadme Florent, por favor. Había pensado… algún día… pediros… un favor muy distinto… Si os dignabais aceptar a un hombre marcado para toda la vida… pero ahora…

—Por favor… ya veréis como todo sale bien… —repliqué yo, avergonzada. Cuán ruines y egoístas parecían mis motivaciones, comparada con él que me abría su corazón; pero yo no osaba abrirle el mío. Era repugnante.

—Al menos, gracias a vos no muero a bordo de La Superbe. Aunque mi tío no me hubiera repudiado, dice que la Bastilla es respetable y en ella se encuentra a gente de las mejores familias, mientras que en las galeras no hay más que chusma, Geneviève. —Su voz se había tornado un ronco murmullo—. Me dijo que más valía que me colgase yo mismo, pues ni siquiera me arrestarían dignamente. —Hizo una pausa; el sudor producido por la fiebre le corría por el cadavérico rostro—. Prometedme que no me enterraréis en el jardín ni en la cueva. Y que no me echen al río. Lamotte tiene dinero mío, que os encomiendo entreguéis a mis padres para que me ofrezcan una misa, pues ellos están en la ruina. Llamadle si no salgo de ésta; se ha trasladado a la mansión Bouillon. Juradlo.

—Lo juro, Florent.

—¿Juramento romano?

—Juramento romano.

Cuando el ayudante del cirujano y Gilles le hubieron llevado a la cocina, me senté y me eché a llorar. Sólo vería a Lamotte a costa de perder a d’Urbec. Era un calamitoso desastre.

—¿Dónde está esa vieja tonta? —oí que decía el médico abajo—. He dicho que necesito a las dos mujeres sosteniendo los candelabros porque los hombres me hacen falta para sujetarle. —Yo entré en la cocina, enjugándome las lágrimas—. ¿Dónde estabais? No parecéis una de esas asociadas de Madame capaces de cortar la cabeza a un hombre sin perder la sonrisa, como he podido testificar. Tomad —añadió, tendiéndome el candelabro de plata que había cogido de la mesa del comedor—. Se os están corriendo los polvos —añadió, mirándome a la luz de más de una docena de velas—, y esa cosa negra de los ojos —espetó, pasándome un dedo por la cara y examinando el producto.

A continuación se inclinó y me dijo al oído:

—Ciento cincuenta años, ¿eh? Ya me extrañaría que tuvieseis más de dieciséis. Bueno, seguid, seguid así, terror de los salones. Os admiro. Jamás había visto a una muchacha capaz de hacer fortuna como no fuera tumbándose. No me olvidéis cuando seáis la reina; soy persona competente y discreta y todo el mundo necesita un cirujano en alguna ocasión. —Yo lancé un bufido de indignación y él se echó a reír—. Señora, me distraéis y el tiempo apremia, que poco le queda de vida —añadió, cortando el vendaje al tiempo que d’Urbec lanzaba un alarido—. Callad, maldito. ¿Acaso queréis que se nos eche encima la policía? Pásame ese escalpelo. Esta semana no he parado; llevo tres heridas iguales. Será cosa de un minuto. —El escalpelo se hundió en el absceso como una serpiente, haciéndolo estallar y esparciendo sangre y pus—. ¡Estupendo! —exclamó el cirujano, al tiempo que d’Urbec perdía el sentido.

El escalpelo volvió a hundirse en aquella masa sanguinolenta y monsieur Chauvet lo retiró una vez más, limpiándoselo en el delantal. A continuación vertió en el boquete líquido de un frasco, y el olor a alcohol invadió el cuarto.

—¿Qué es eso? —inquirí.

—Coñac de la mejor calidad. Es preferible a la cauterización al rojo vivo y al aceite hirviendo —dijo, escupiéndose en las manos y limpiándoselas en el delantal—. Bien —añadió mientras su criado le ayudaba a ponerse la camisa adornada con encajes—, siempre cobro en metálico, nada de notas bancarias.

Pagué lo que me decía.

—¿Vivirá? —inquirí.

—Ahora mismo no puedo decirlo. Viva o muera, de momento no puedo hacer más. Bien, Jacques, vámonos… tenemos más trabajo.

—¿Más trabajo? —inquirí, tendiéndole el bastón.

—La próxima visita es fácil: parto secreto de una mujer rica. Y tengo que darme prisa porque nos aguarda un carruaje a medianoche en la plaza Royale. Me imagino que nos vendarán los ojos, es lo que hacen las aristócratas. Arrancan los embozos de las sábanas y tapan el escudo nobiliario del dosel para que no averigüemos nada. Y al día siguiente las ves en su carroza, pálidas como muertas, camino de la ópera… fingiendo no conocerte. Vivimos en un curioso mundo, como supongo que vos misma habréis comprobado… ¿no, anciana?

—Así es, monsieur, aunque, por supuesto, en la época del buen rey Enrique estas cosas no sucedían.

El hombre me dirigió una aguda mirada socarrona y se despidió con un arabesco de su emplumado sombrero.

—Id con Dios, monsieur; y… andad con prudencia.

—Perded cuidado, anciana, llevo en este negocio mucho más tiempo que vos.

Y cruzó la puerta hacia la oscura noche para subir al carruaje que le aguardaba.

Cuando aquella noche me senté a la cabecera de d’Urbec estuve reflexionando sobre cómo cumplir la promesa que le había hecho sin suscitar la ira de la reina de las tinieblas. Mirando su rostro dormido, tan profundamente en reposo, y escuchando su agitada respiración, no podía por menos que preguntarme una y otra vez: Geneviève, ¿qué has hecho? Con lo previsora que tú eres, lo único que has conseguido es que este desgraciado que no te ha hecho ningún mal se busque la muerte. Geneviève, eres peor que necia; eres un monstruo por haberle enamorado. Me maldije, y permanecí allí largo rato llorando.

—Madame está muy afectada, ¿verdad? —oí que musitaba Sylvie cuando ya los ojos se me cerraban de cansancio.

—Déjala que duerma —replicó Gilles con voz tan baja que apenas se le oía—. Yo pensaba que era de hielo. Un poco de corazón no le irá mal a esa máquina cerebral. Así me siento mucho mejor a su servicio.

Dos días seguidos estuvo durmiendo, y yo pensé que se moría; el médico no volvió, pero no me extrañó. Seguí recibiendo clientes y asistiendo a recepciones como si nada sucediera, y a la mañana del tercer día abrió los ojos y dijo en voz baja:

—Llamad a Lamotte.

Envié a Mustafá vestido a la turca a la mansión Bouillon y, por la tarde, cuando estaba descansando sin el corsé, con una amplia bata de algodón bordado de la India, Sylvie irrumpió a despertarme.

—Madame, madame. El hombre más guapo del mundo está abajo esperándoos. Ah, si vierais su mostacho, su capa de terciopelo… y con qué gracia la lleva echada al hombro. ¡Y qué medias de seda! Ah, sólo con verle las pantorrillas me estremezco…

—Es Lamotte, Sylvie. Ayúdame a ponerme la capa.

—¡Oh, no puedo alisaros los rizos de la nuca! —exclamó, mientras, con horquillas, me hacía un moño que se adaptara a la cofia de encaje; y abajo se fue, revoloteando, para traerlo a mi presencia.

Lamotte había madurado con la buena vida, y su alocada galantería se había transformado en una deslumbrante elegancia caballeresca. Y estaba más hermoso que nunca, si cabe. El encanto natural que antes irradiaba de su persona se había vuelto consciente y artero, pero no menos eficaz. Se detuvo en la puerta, enarcó las cejas mientras me contemplaba, y una extraña sonrisa cruzó su rostro.

—Así, vos sois la famosa marquesa de Morville. Pues sí, es perfectamente lógico en este mundo absurdo —dijo, dirigiéndome una reverencia palaciega, acompañada de una floritura con el sombrero de plumas—. Mis saludos, madame de Morville.

—Sed bien venido, monsieur Lamotte. Vuestro amigo monsieur d’Urbec yace en la antecámara y os necesita urgen mente.

—D’Urbec, el desafortunado; aunque, vive Dios, afortunado al fin. Ni a mí se me habría ocurrido echarme de esta manera en brazos del ángel de la ventana.

—Yace agonizante, monsieur.

—Dios mío, no lo sabía. No lo decíais en vuestro mensaje. —Un gesto de auténtica preocupación cruzó un instante hermosos rasgos, al tiempo que se precipitaba a la cabecera de su amigo, quedando atónito al ver el horrible decaimiento de su rostro—. ¿Es que no habéis hecho nada por él? —añadió, volviéndose hacia mí furibundo—. ¡Por Dios bendito, enviad un criado a buscar un médico antes de que sea tarde!

—No puedo, Lamotte. Cualquier médico legal daría parte de la herida, y lo que es más, tenéis que darme vuestra palabra de que no me habéis visto. Debéis jurarlo o moriré dos veces. No habéis visto más que a la marquesa de Morville.

—Mademoiselle Pasquier —dijo, mirándome despacio—, ¿cómo habéis llegado a esto?

—Creedme que no es asunto vuestro, monsieur Lamotte. No insistáis. Él os necesita y yo ya he corrido demasiado riesgo.

Me equivocaba porque volveríamos a encontrarnos, pero en tristes y lamentables circunstancias.

—Lamotte, al fin has venido —dijo d’Urbec sin lograr alzar la cabeza.

—Viejo amigo, ¿cómo has podido pensar que no vendría? He acudido nada más recibir el aviso.

—¿Tienes aún el dinero que te confié?

—Lo he duplicado.

—Estupendo. Quiero que lo envíes a mis padres. Pero no a la casa de Aix; en esta época del año, mi madre estará en casa de su hermana, en Orleans. Envíalo allí a la calle de Bourgogne, al domicilio de la viuda Pirot. Y encárgate de que me den un entierro decente, te lo ruego. Aunque sólo sea por mi madre. —Lamotte rompió a llorar—. Vamos, no llores —susurró d’Urbec—. Esto es el fin de mi mala suerte. ¿Quién habría pensado que fuera a ser víctima de la necia casualidad de tropezarme con unos pendencieros nocturnos? Ni siquiera eran enemigos míos. Di al Grifo que no volveré. Al menos mademoiselle Pasquier se ha preocupado de que no muriera en galeras y pasara a ser el eterno baldón de mi familia.

—Yo les diré que has muerto noblemente —dijo Lamotte, cogiendo la mano de su amigo y sentándose en el bajo lecho; y allí permaneció hasta que d’Urbec cerró los ojos, escuchando su respiración, con las lágrimas corriéndole silenciosas por las mejillas.

D’Urbec permaneció varios días en el mismo estado, ni moría ni mejoraba, y aunque la fiebre había disminuido, yacía incapaz de todo movimiento, mirándome con los ojos semicerrados siempre que yo entraba en el cuarto. Después, una bochornosa mañana de agosto, cuando yo no tenía apenas visitas y estaba sentada reconcomiéndome por no poder seguir a la corte a Fontainebleau por culpa de él, oí qué llamaban a la puerta principal. Dejé debajo de la mesa el volumen de Tácito que estaba hojeando, por si se trataba de un cliente, me cubrí con el velo y quité el polvo de la bola de cristal, al tiempo que ordenaba a Mustafá que abriese.

—Apartaos, niño… ¡Ah, criatura horrible, tenéis patillas! ¡Ah, hela ahí, la diabólica, sentada y vestida de negro! ¿No te dije, Marie-Claude, que nos apresurásemos a venir?

—¡Qué razón tenías, Jeanne-Marie! Ya te decía yo que sospechaba algo. Y no me engañaba.

Las dos mujercillas, con ropa de viaje llena de polvo, se abrieron paso como anguilas hasta mi gabinete, mientras un joven sirviente que las seguía, cargado con el equipaje, lo dejaba de golpe junto a la puerta.

—Vamos, Marie-Claude, debe de estar arriba, herido en una intriga de la corte, como nos dijo aquel hombre…

Y las dos echaron a andar hacia la escalera.

—¿Y qué hombre era ése? —inquirí yo, impidiéndoles el paso.

—El caballero de La Motte, que trajo a casa de mi hermana un mensaje diciendo que mi hijo se estaba muriendo por efecto de una grave herida recibida por defender el honor de una dama de alcurnia —respondió la más bajita—. Y nos entregó dinero, que dijo que era de mi hijo.

Las dos hablaban el francés áspero del sur. Santo Dios, tenían que ser la madre y la tía de d’Urbec. Qué catástrofe No faltaban más que el padre y el perro.

—¿El… caballero de La Motte?

—Sí, el hombre más guapo que he visto en mi vida. Un hombre muy importante, amigo de mi sobrino —añadió la tía de d’Urbec—. Yo me di cuenta en seguida de que se trataba de una de esas intrigas palaciegas como las que he leído los libros. ¡Enredos, duelos! Claro, eso de las intrigas es propio de él, le dije a mi hermana. A saber si no lleva una máscara de hierro. Lo más probable, me dijo ella, es que sea él quien ha descubierto quién lleva la máscara de hierro; conozco a mi hijo y sé que siempre se entromete en asuntos ajenos. El dinero no puede ser suyo, porque no tiene; es dinero para comprar nuestro silencio. Y, decididas a descubrirlo todo, con el dinero del soborno tomamos la diligencia de París.

—¿Y queréis decirme cómo habéis dado con mi casa? —dije yo con voz fría, aunque sentía la rabia subirme por la nuca.

—Reconocí el escudo de Bouillon en la carroza en que vino el caballero —contestó la tía— y luego hicimos discretas averiguaciones en la remise[15] de la mansión Bouillon nada más llegar a París.

Sí, tan discretas, pensé yo indignada.

—Así pues, lasciva desvergonzada, condúcenos a él o te denunciamos con gran escándalo a la policía. Hay un lugar para las mujeres como tú, de notoria mala vida, que arrastráis a los jóvenes a la ruina —añadió la madre de d’Urbec, con mirada severa. Yo entorné los ojos.

—Si hacéis eso —repliqué sin levantar la voz—, el que yace arriba morirá en prisión por haber tomado parte en una pendencia callejera ante mi puerta, al pie de la cual yo le recogí.

—Bah. Ahí arriba yace Florent d’Urbec, amante tuyo al que has llevado a la perdición —replicó la tía.

De repente todo se me hizo claro. Que el diablo se lleve a ese Lamotte. Eso es lo que sucede por confiar una misión a quien escribe dramas para el teatro. A saber por qué habría hecho aquello —por ganar tiempo, o no faltar a algún maldito compromiso en París, una velada en la mansión Bouillon—, apresurándose a entregar el dinero antes de que d’Urbec muriese. Lo veía tan claramente como si hubiese sido testigo de la escena. Lamotte, autoennoblecido en La Motte, con su encanto, dejándose llevar por un arrebato de imaginación para que la madre de d’Urbec conservase un noble recuerdo de su hijo. Se habría enjugado las lágrimas, convenciéndose, mientras hablaba, de que era cierto cuanto decía; había exagerado la mentira de su amigo, añadiendo un duelo y una historia amorosa y Dios sabe qué; quizá un tesoro escondido y una conjura real. Y aquél era el resultado.

—Antes de que sigáis hablando, debéis saber un par de cosas. El… caballero de La Motte, no os dijo la verdad completa.

—Nunca lo hacen cuando se trata de esas enrevesadas intrigas de la corte —replicó la madre—. Pero yo pienso pinchar como un erizo hasta desentrañar toda la verdad.

Mientras esgrimía ante mi faz el índice amenazador, sentí con desmayo que probablemente lo conseguiría.