26

Aquella noche, cuando la carroza de la condesa de Soissons me dejó en casa, sentí una presencia amenazadora en el aire, cual si la oscuridad fuese a cerrarse sobre mí. La espontánea imagen del espejo me había trastornado y no sabía interpretarla. ¿A quién iba destinada? Uno de los jinetes de escolta alumbró con la antorcha la puerta mientras los lacayos llamaban a mi criado, armado, para que me acompañase. Las sombras parecían tener vida. Vi moverse una figura siniestra en la calle de atrás. Alguien me vigilaba; estaba segura.

—Estáis temblando, madame. ¿Tenéis frío? Os traeré la bata de invierno. ¿No estaréis enferma? —dijo Sylvie con tono de preocupación.

—Sylvie, creo que va a suceder algo horroroso. No sé dónde ni cuándo, pero es un temible desastre. ¡Oh, Dios mío, corre, tapa el espejo del tocador!

Sylvie cubrió con una enagua el espejo antes de que las figuras comenzasen a surgir del lienzo de sangre que llenaba la superficie. Toqué con recelo la tela para comprobar que lo de la sangre era una alucinación y que no la empapaba.

—¿Qué hacéis? ¿Qué es lo que habéis visto? —inquirió Sylvie, inquieta.

—Sangre. He visto extrañas figuras en la mansión de Soissons… sin que las hubiera evocado. Cubre todos los espejos de la casa; no puedo mirarlos. Me encontré con Brissac; creo que tiene un plan con Nevers y me temo que quieran secuestrarme para llevar algo a cabo. Y ahora, al entrar, he notado como si me siguieran y espiasen desde la calle…

Me metí en la cama tiritando de un modo extraño y me abracé las rodillas.

—¡Bah!, Brissac es un borracho, pero no es de temer mientras le mantenga a raya alguien con más poder. Brissac es peligroso si vuelve a tener dinero. Mientras esté arruinado, no hará más que deshacerse en lisonjas. De todos modos, taparé los espejos y me aseguraré de que puertas y ventanas quedan atrancadas.

—No te vayas, Sylvie; tengo miedo de quedarme sola —dije, sirviéndome una dosis de cordial en una copita de plata que a tal efecto tenía en el tocador.

De pronto, Sylvie se volvió hacia mí, mirándome con ojos suspicaces.

—¿Cuánto licor de ése habéis tomado hoy?

—Un poco, después de la ejecución. Me dolía la espalda…

—Y anoche otro poco para dormir, y también ayer por la mañana después de un viaje por el Marais en el que el traqueteo os produjo dolor de espalda. Madame, lo que os sucede es culpa de ese cordial. Me dijo La Dodée que os vigilara. Estoy segura de que os hace alucinar.

—¿Por qué tiene ella que entrometerse? ¡Todo el mundo me vigila! Pero, tú, ¿para quién trabajas, para La Dodée, para La Trianon o para mí? —repliqué, sentada en la cama, fulminándola con la mirada.

—Para vos, madame —respondió Sylvie—, pero sabéis perfectamente que La Dodée os dio la tintura de opio en contra de las órdenes de madame Montvoisin, y si con eso estropeáis vuestros poderes, se vengará de La Dodée y de mí por no decírselo. En vuestro lugar, yo me andaría con mayor cuidado respecto a Madame que de apariciones imaginarias en la oscuridad. ¿Qué haréis si os visita y os encuentra con los espejos tapados? Yo quiero tener mi sopa asegurada, sin ninguna preocupación.

Fue al otro lado de la cama, abrió el embozo y mulló las almohadas. Yo tenía muchas almohadas del mejor plumón de oca con preciosas fundas de lino bordadas con el escudo de Morville, a juego con las sábanas; las cortinas del lecho eran de grueso brocado azul, color del mar en verano. Todo me lo había comprado yo y me gustaba recrearme mirándolo.

—No tomo tanto. Sabes que sólo lo hago cuando me duele la espalda.

—Me lo creeré cuando me demostréis quién os ha seguido.

—Cuando te siguen con cautela no se aprecia bien —repliqué entornando los ojos. ¿Cómo se atrevía a ofenderme? Ella debía ser la primera en darse cuenta del cuidado con que yo tomaba el cordial. No era como esas mujeres ricas que no tienen otra cosa que hacer más que procurarse ensoñaciones con el opio.

—Y más si son imaginaciones. Espejos con sangre… ¡hay que ver!

Me acerqué a la ventana y abrí los postigos.

—¿Y eso qué es? ¿Imaginación mía?

La noche oscura sin luna cubría la ciudad. Se veía aquí y allá el parpadeo tenue de un candil por las ranuras de las ventanas cerradas de las casas de piedra. Pero en el umbral de una puerta de enfrente, alumbrado por la débil llama de una de las farolas nuevas de La Reynie, se veía una figura inmóvil, envuelta en una capa negra con un sombrero también negro y sin plumero echado sobre la frente.

—¡Oh! —exclamó Sylvie, atónita—. ¿Le habíais visto alguna vez?

—Esta tarde, después de la ejecución. Y estoy segura de que me estaba espiando. Más tarde se situó al acecho delante de la mansión de Soissons y me vio en la ventana.

—¿Quién creéis que le envía?

—Tal vez el duque de Nevers, es un hombre sin entrañas que tiene tratos con asesinos, bravucones y secuestradores. Es un personaje que hace lo que se le antoja y no hay ley divina ni humana que le detenga.

—No, vos habéis dado suelta al diablo, y a ése le temen todos esos libertinos; no se atreverá a ofender a Madame, al menos directamente, ya que ella es su mayor adicta. Mañana enviaré a Mustafá con un mensaje para ella; vos no debéis salir de casa hasta entonces. Escuchad… llega gente.

Se oyó a lo lejos el tintineo de una farola, cascos de caballos en el empedrado y una desafinada voz de borracho cantando una copla obscena.

—¡Buen golpe! ¡Cuenta doble si la apagas a la primera!

—Serán caballeros —musitó Sylvie—; si no, echarán a correr antes de que los detenga la ronda por romper farolas.

—¡Eh, mira, otra! —gritaba una arrogante voz en la oscura calle—. Y con un guardián debajo de ella como un gnomo. Eh, palurdo, aparta si no quieres que te atropelle por entorpecernos el juego.

—El espíritu de las tinieblas en lucha con la luz de la civilización, ¿eh? Inútil pugna: los gamberros que apagan luces siempre serán más que los que las encienden —replicó el interpelado.

La voz me resultaba conocida, pero no acababa de saber de quién era.

—¡Cómo te atreves a hablarme de esa manera, basura callejera!

Vi cómo el jinete desenvainaba la espada y echaba el caballo contra la farola, pero ya la figura de negro se había esfumado en las sombras.

—Madame, apartaos de la ventana no sea que os citen como testigo —dijo Sylvie, tirándome de la manga de la bata. Las demás ventanas de la calle continuaban cerradas.

—¡Chis! —musité, apagando la vela para que no se viera luz.

Se oyó un estruendo y un grito animal en el momento en que el de la capa negra salía de la oscuridad y daba un brutal tirón con una mano al bocado del caballo, lo que hizo que éste se encabritara y cayera sobre el jinete. Algo había golpeado la farola, lanzando la mecha y un chorro de cera ardiendo sobre caballo y jinete. El segundo caballero desmontó y se aprestó a ayudar a su compañero.

—¡Philippe, estás ardiendo… cuidado! —exclamó, tratando de ahogar las llamas con el sombrero.

—Maldición… estoy enredado en el estribo —gritó el otro.

—¿Dónde se ha metido ése? Le encontraré aunque tenga que pasarme toda la noche buscándole —se oyó decir al primero con voz amenazadora, al tiempo que sonaba el raspar metálico de una espada al ser desenvainada.

—Se me han estropeado las plumas… Y… ¡uf!, debo tener roto el tobillo. Pero te juro que lo ensarto. No debe andar lejos…

Oía el jadeo de uno tratando de ayudar a montar al otro y ruido de pasos que se acercaban.

—¡Alto, señores; quedáis arrestados!

—Vaya… la ronda… No, arqueros de la policía. Deteneos. Nosotros somos los agredidos. Nos ha atacado un bribón…

—Madame, ¿adónde vais? —susurró Sylvie.

—Sylvie, creo que conozco a ese hombre —respondí; bajé las escaleras, con ella y con Gilles pisándome los talones.

Desde el pie de la escalera se oía un jadeo a través de la gruesa puerta. Había alguien oculto en el lado oscuro, agazapado contra la madera. Quité la barra y el hombre cayó hacia el interior; Gilles lo arrastró hacia dentro y yo volví a atrancar cautelosamente la puerta.

—… la imputación es romper tres farolas, no finjáis ignorancia…

Afuera continuaba la discusión a voces.

—Bribón, ¿sabes con quién estás hablando?

—… si no os entregáis sin resistencia, se os helarán los pies en la Bastilla una buena temporada, os lo prometo…

—Bien, monsieur d’Urbec —dije yo, inclinándome sobre la postrada figura—, habéis elegido una hora poco prudente para salpicar de sangre mi puerta.

—Es evidente que mis heridas son mortales —replicó a mis pies la voz familiar—, ya que sólo se encuentra a los muertos en la otra vida, Geneviève Pasquier.

Mientras afuera la guardia detenía a caballeros y caballos, oí que Sylvie decía:

—Seguro que mañana están libres y vuelven a las andadas.

Había metido la cabeza casi entre la mía y la de d’Urbec para oír mejor.

—Basta, Sylvie, apártate un poco. Cuando estés segura de que se han ido, sal con Gilles y con una linterna sorda y limpias las manchas de sangre. No quiero que sigan el rastro hasta aquí si vuelven por la mañana.

—Entendido, madame.

—Bien, monsieur d’Urbec, imaginé que estabais herido cuando lanzasteis la piedra contra la farola, pues al no poder alejaros mucho, necesitabais la oscuridad. Y supuse que os encontraría en la puerta. ¿No es así?

—Siempre domináis con excelencia la lógica, mademoiselle Pasquier. Claro que yo no estaba seguro de que me hubierais reconocido —replicó él, esforzándose por incorporarse.

—¿Podréis subir la escalera solo?

—Creo que… puede que no. Me parece que me he dado un golpe en la cabeza cuando abristeis la puerta tan de prisa.

—Apoyaos en Gilles y tened cuidado con los peldaños.

Arriba, a la luz de los candelabros, Gilles le cortó la camisa y yo traté de taponar la herida; d’Urbec hizo una mueca de dolor cuando apreté fuerte con las compresas de paños en la doble herida. Pero la hemorragia no cesaba y la sangre me corría entre los dedos y manchaba mi bata; él respiraba entrecortadamente, pero sin quejarse. La anaranjada luz de las velas parpadeaba en la marca a fuego de su hombro. ¿Se habría quejado entonces?, pensé. Gilles contemplaba la escena impávido.

—La herida es fea pero no grave. Le ha atravesado limpiamente, pero la costilla ha impedido que fuese más profunda. Las he visto peores cuando estaba en el ejército. Si no se presenta gangrena no tardará en estar bien.

—¿En el ejército? ¿Has estado también en el ejército, Gilles? —inquirí sorprendida.

—Sí, varias veces —contestó con toda naturalidad—. En granaderos, mosqueteros e infantería; aunque sólo unas semanas cada vez. Es muy aburrido y pagan una miseria; lo que ganas no te da ni para emborracharte un mes. El patriotismo debería estar mejor pagado. En vez de darme las gracias por mi dedicación militar, me enviaron a hacer una cura al mar al aire libre.

D’Urbec se encogió sobre el costado, agarrándose crispado a mis manos ensangrentadas para contener la risa.

—Suerte tuviste que no te dispararon con un mosquete, amigo —barbotó—. Ése es el pago al patriotismo excesivo como el tuyo.

Gilles esbozó una sonrisa, mientras d’Urbec miraba las molduras doradas del cuarto y los tapices y dejaba que Gilles le vendase el costado.

—No aprietes tanto —dijo.

Había cambiado mucho; estaba más delgado, más endurecido. Su mentón era más severo, los pómulos más prominentes; tenía el negro cabello muy corto y llevaba semanas sin afeitar. No era ya el estudiante de antaño, sino un hombre más fuerte, sombrío y amargado.

—Hay que apretar para que no vuelvan a abrirse —replicó Gilles, examinando su obra.

Noté los ojos de d’Urbec clavados en mí cuando Sylvie trajo una palangana para que me lavase las manos.

—Os pido excusas por haber irrumpido de esta manera —dijo.

—Menos mal que habéis acertado conmigo, monsieur d’Urbec. ¿Y si os hubieseis equivocado?

—Yo nunca acierto, mademoiselle. Calculo. Consideradlo como una prueba geométrica.

Sus ojos se cruzaron con los míos: a la luz de las velas parecían de azabache, y yo me apresuré a apartar la vista.

—Bien, si tan bien calculáis, ¿para qué necesitabais seguirme?

—Ah, la teoría científica exige la verificación. Y debéis admitir que no es frecuente ver un cuerpo corrupto salido de la tumba y que ha vuelto a la vida en tan espectaculares circunstancias.

—¿Vos… estuvisteis en mi entierro?

—Que fue muy mísero. Os arrojaron envuelta en un simple sudario a la fosa común de los suicidas con una breve plegaria. Sólo acudió vuestra hermana, acompañada de un sacerdote muy raro.

De pronto me sentí conmovida. ¿Por qué precisamente él había asistido a mi entierro?

—Madame, sabía que erais vieja… pero… ¿estabais muerta además? —inquirió Sylvie estremecida.

—Desde luego —contesté, mientras d’Urbec me miraba con ojos cínicos.

—No hay nada que la alquimia moderna no pueda. Vivimos una época de milagros —dijo en un tono menos tajante.

—No me extraña que ocultéis vuestro pasado… Ese abate debió ser un poderoso nigromante —añadió Sylvie, espantada.

—No, con toda sinceridad, fue Madame quien me devolvió la vida, aunque de eso no quiero hablar.

—Decidme, madame —musitó Sylvie con los ojos muy abiertos y las pupilas dilatadas, negras como carbones; luego, los entornó y ladeó la cabeza—, ¿es doloroso morir?

—Es lo más tranquilo del mundo, una vez que se han marchado los deudos… No, lo difícil es la resurrección. Y la ropa mohosa de la tumba huele muy mal.

Los ojos de d’Urbec brillaron, al tiempo que fruncía la comisura de los labios. A pesar de ello, a la luz de la vela se le veía cada vez más pálido.

—Monsieur d’Urbec, ¿estáis seguro de encontraros bien? —inquirí.

—El gozo de haber burlado a la aristocracia y a la policía se me ha pasado, Atenea, y ahora el dolor aumenta. Decidme, ¿tenéis sitio para que pase aquí la noche?

Sus últimas palabras apenas fueron un susurro.

—Eso y más, monsieur d’Urbec. Tengo un cordial que os quitará el dolor inmediatamente.

Cogí el frasco de la mesilla y bebió un buen trago del vaso que le ofrecí.

—Ah, muy bueno —comentó, mirando el vaso cual si se estuviera metamorfoseando en serpiente—. Noto mi cerebro como algodón y como si las paredes se movieran. Imagino que eso anima a los muertos.

Le dirigí una severa mirada, pero en vano. Ya había cerrado los ojos y se dejaba caer en una silla. Seguramente me había excedido en la dosis; su rostro en reposo adoptó un aire muy melancólico, y, de pronto, como una tonta, sentí inmensa pena por él.

—Gilles —dije, mirando a mi criado.

No tuve que decir nada más.

—Para un exgaleote sí tenemos sitio. A bordo de La Fidelle estábamos mucho más apiñados —comentó él, tomando en brazos al dormido y tumbándole en su propio lecho con los pies hacia la cabecera para que le quedase sitio a él—. Ese cordial le ha dejado como un tronco —añadió—. Debéis de ser más fuerte que el hierro, madame, para tomar tanta cantidad en un solo día.

—Lo soy, Gilles. En ese aspecto, los muertos son más fuertes que los vivos.

Gilles me dirigió una mirada taimada, miró también con gesto extraño a la espantada Sylvie y me dio las buenas noches.

—Madame, ¿sucede algo para que sigáis levantada? No os sentiréis mal de nuevo, ¿verdad?

La voz de Sylvie llegó flotando desde la camita portátil al pie de mi gran lecho con dosel. Yo estaba mirando la llama desnuda de una vela en el candelabro de plata de mi mesilla. Una inmensa oscuridad crecía desde el espacio negro de las cortinas hasta el cielo, el universo. ¡Qué círculo tan nimio de luz en aquellas tinieblas! Un diminuto zarcillo tembloroso, frágil como la esperanza.

—Me late muy fuerte el corazón, Sylvie; dame el cordial.

—No toméis más; no os hace falta.

—Quiero tomarlo. ¿Quién manda aquí?

—Vos, madame. Pero ¿sabéis que os habéis olvidado de escribir en los libros de cuentas con todo lo que ha sucedido esta noche? —añadió como para distraer a un niño o a una anciana senil—. Siempre lo hacéis, y eso os daría sueño. Yo, si llevara cuentas, me apagaría como una vela.

Las velas. ¿A qué encenderlas si la oscuridad es tan densa y, de todos modos, hemos de dormir? Oí un frufrú: era Sylvie que se había levantado y buscaba algo.

—Madame, aquí tenéis el cofre, la bolsa y la llave. Nunca dejáis de anotar las cuentas…

—Muy bien, las haré.

Suspiré hondo y vacié la bolsa encima de las sábanas para buscar la llave que siempre llevaba encima. Oí la respiración acompasada de Sylvie; qué afortunada ella que dormía en cualquier circunstancia. No tenía conciencia y carecía de preocupaciones. Hallé el cordoncillo de la llave enredado entre los libros que había comprado aquella tarde. La palabra Catón en el lomo de uno de ellos llamó mi atención. Claro, no había adquirido la obra del romano sino las elucubraciones clandestinas del Grifo. Observaciones sobre la salud del Estado, el libro del que d’Urbec había renegado. Miré el Parnasse Satyrique, supuestamente impreso en Rotterdam: las mismas es torcidas y efes caídas; eran inconfundibles los defectuosos tipos de impresión del Grifo. Abrí el panfleto y vi que tenía los mismos tipos. El Grifo seguía dedicado a la impresión y d’Urbec le confiaba sus escritos. Libelos, porque se vendían mejor, pensé. A nadie le interesa la salud del Estado, pero sí la vida sexual de la nobleza, sobre todo si se trata de perversiones. Mi mente dio un salto atrás, en el momento en que había adquirido los textos; él estaba para cuidar la caja por si había que huir, porque aquello le habría valido la horca. Me reconoció al alzarme el velo y me había seguido. ¿Por qué lo habría hecho? D’Urbec nunca hacía las cosas por puro impulso. Además, había asistido a mi entierro, cosa que no había hecho mi propio hermano. Claro que monsieur Respetable, el avocat en ascenso, no iba a empañar su reputación asistiendo al entierro de una suicida. Mi entierro, ¿habría sido antes o después de que d’Urbec se convirtiera en libelista? Debía de guiarle algún interés profesional; eso era. Qué tonterías razonas, Geneviève. Ni siquiera sabes cuándo fue tu entierro. ¿Habría llorado d’Urbec?, me pregunté de pronto. ¿Por qué me parecía importante saberlo? No podía imaginarme a d’Urbec llorando. No, seguramente habría tomado notas como un frío autómata. Qué tonta eres, Geneviève. Es evidente que él ya no trata a Lamotte; ahora Lamotte anda metido en sociedad y es demasiado conocido para dejarse ver con un libelista excondenado. Lamotte era amante de mujeres ricas y seguramente haría lecturas en los salones; me lo imaginaba bebiendo vino en el gabinete de alguna dama de moda, riendo sus gracias y adulando a sus amigos. El hermoso y encantador Lamotte, fuera de mi alcance para siempre.

Geneviève, a veces te pasas de lista y de qué manera. Aún no has podido acercarte a Lamotte, por muy inteligente y soñadora que seas, y, por ende, tienes a ese calculador de d’Urbec en casa en vez del guapo galán. Y lo que es peor, sientes mala conciencia de despedirle porque lamentas que le hayan herido en el umbral de tu casa. Y él lo sabe. Ah, maldición, maldición. Él lo ha planeado todo. Y, por lo que sabes, debía de estar preparando un nuevo libelo. Estaba tan segura como si ya lo hubiese comprado; un libelo impreso por el Grifo, con tipografía imperfecta, con la letra e corrida y grabados insultantes con serpientes y calaveras. Los secretos de la infame adivina, la marquesa de Morville, revelados; Horrores demoníacos de la calle de Charlot. Seguro que mañana mismo pretende largarse para ir directamente a la imprenta. Eso es lo que cosechas por abrir tus puertas, Geneviève. Y él lo tenía todo bien pensado. ¡Ah, maldición! Me mortificaba sentirme engañada, y más por un hombre.

La vela iba consumiéndose; me serví un poco de cordial y aguardé a que me reconfortase el cuerpo, mientras cogía las coplas sobre madame de Brinvilliers, dobladas entre los libros. La tinta se había corrido y el grabado de la ejecución, mostrando a Sansón esgrimiendo la espada, se había marcado en otro trozo del papel: dos sansones y dos mujeres arrodilladas. El cadalso flotaba en el aire, dibujado sin patas, para grabar con mayor facilidad los guardias a caballo que lo rodeaban. Dos ejecuciones en siniestro duplicado. La realidad y la fantasía cara a cara. Ah, el cordial hacía su efecto. Las coplas al pie de la estampa apenas eran legibles. «… por orgullo y codicia de oro, envenenó marido, hermano y anciano padre…», y cuñadas y su propia hija, con una rima espantosa. Aquello no lo había escrito d’Urbec; él no podía versificar tan mal. La marquesa había tenido un amante, un alquimista llamado Saint Croix, que la abastecía de toda clase de exóticos venenos. Buena entereza debía tener aquel Saint Croix… casándose con una mujer que se había enriquecido echando en la sopa el arsénico que él mismo le había proporcionado.

Una visión se abrió paso en mi pensamiento. Músicos de librea tocando el violín en una cena; la marquesa, esbelta, elegantísima y vestida de seda amarilla con gran escote, inclinándose en la mesa para decir algo tierno a Saint Croix, espléndido en su atavío de seda azul y encaje, con una enorme peluca cortesana rizada que le confería un rostro alargado y refinado.

—¿Un poco más de vino, tesoro? —le decía, y hacía un delicado gesto de su blanco dedo al criado situado junto al trinchero; y con su propia mano le pasaba la copa.

—Creo que tiene trocitos de corcho; da un sorbito a ver qué crees —replicaba Saint Croix con mirada de adoración rendida, tendiéndole la copa de plata.

—Ah, me siento algo desmayada. Por la alegría de la boda; compréndelo. Primero voy a tomar mis gotas, mi amor.

Y una mano blanca buscaba el frasquito del contraveneno.

—Qué raro; yo también me encuentro sofocado. Debe de ser por el calor que hace. Criado, abre la ventana.

Y su mano llena de encaje se introduce en un bolsillo interior.

Abuela, quiero que oigas esto. Voy a carcajearme para oírte cacarear e imitar tu voz. Y tu loro también graznará y chillará con tu voz: «¡Infierno y condenación! ¡Fuego y azufre!», mientras tú comentas: «¿No te lo digo yo, Geneviève? Sólo los malos se enriquecen hoy día. No es como en la época de la Fronda. Entonces sí que había héroes. ¿Has leído el párrafo de las Revelaciones sobre la condenación?». Y cogía la biblia de la mesilla y se ponía a leer lo del fuego del infierno, mientras el loro se balanceaba chillando: «¡Condenación!».

Pero el loro había gritado «¡Bebe, bebe!» en la habitación de la muerta.

Sentí un escalofrío. Ahora veía mentalmente muy clara aquella idea que había rehuido. La copa de cordial cae rodando, ataque cardíaco, el loro imitando a alguien que había dicho «¡Bebe, bebe!». Alguien que pensaba que la abuela era una vieja loca; alguien con mucha prisa que abrió a la fuerza la mandíbula fuertemente cerrada de la abuela para hacerle tragar la copa de cordial mientras la anciana se debatía en vano. Alguien que había arrebatado de su mano crispada una carta dirigida al teniente general de la policía. Alguien que sabía que abajo aguardaba el carruaje, que oyó mis pasos en la escalera y se escabulló precipitadamente entre un frufrú de tafetanes.

La abuela; con su mirada taimada y su rostro marchito. La abuela, postrada en cama, rodeada de sus libelles, coplas de ciego y gacetas cortesanas, había descubierto lo que a todos había pasado inadvertido. La enfermedad de mi padre no era natural; le habían ido envenenando poco a poco. La abuela sospechaba el método y quería comunicar sus sospechas a la policía. Y la prueba de que la abuela estaba en lo cierto era que alguien —alguien con miriñaque de tafetán— la había obligado a beber veneno para ocultar el crimen. Mi mente ahuyentó aquellos pensamientos, pero la imagen del cuarto de la muerta, el loro saltando enloquecido de la cortina al dosel del lecho permaneció fija ante mí como una pesadilla. ¿Cuántos viales de arsénico blanco, de eléboro, de acónito, de mort aux rats tenía mi madre entre sus cajitas de carmín y de polvos de belleza en el armarito de su ruelle? Alto, alto. Lógica. La mente racional debe operar con lógica. Pero sólo había una pregunta a resolver por medio de la lógica. ¿Se había procurado mi madre el veneno en la calle de Beauregard? Sentí un escalofrío. No osaba indagar.