25

El revuelo suscitado el verano anterior por mi predicción de que madame de Montespan recobraría el favor real me había abierto las puertas de los mejores salones parisinos. En el año que siguió, apenas había comido o dormido en mi casa, y era huésped disputada en todos los eventos sociales por mi celebrado ingenio. Y así fue como en la luminosa tarde de verano del 16 de julio de 1676 me encontraba en estrecha compañía con media docena más de personas asomada a una ventana, alquilada a enorme precio por una de mis protectoras, que daba a la plaza de Grève. Asistíamos a la ejecución de la temporada, y ventanas y balcones con vista al patíbulo —o situadas sobre el itinerario de la carreta—, estaban más solicitadas que de costumbre. En la propia plaza y en las calles que en ella confluían no cabía un alfiler, y la gente de la nobleza que no había alquilado a tiempo un sitio en las ventanas se veía obligada a asistir al espectáculo desde sus carrozas, con lo que tenían una visión muy deficiente del acto.

—Y todo por envenenar a su aburrido esposo —comentó mi anfitriona con un suspiro—. Verdaderamente ese La Reynie es un bruto… ¡Ah, mirad, ahí está la princesa de Carignan en su carroza! —añadió, saludándola con el pañuelo.

Todo el mundo se hacía lenguas de la marquesa de Brinvilliers durante las últimas semanas, y la condesa de Soissons en persona se había unido a un grupo de curiosos que acudió a la Conciergerie para ver cómo llevaban a la condenada a oír su última misa. Pero la marquesa, impenitente, se había vuelto hacia la condesa para burlarse de su morbosa curiosidad, momentos antes de volver a desaparecer por la puerta de la prisión. Y ahora todo Versalles invadía París para asistir al edificante espectáculo de su decapitación y la ulterior quema del cadáver, como frívolo exutorio a la rutina de jugar a las cartas, acudir al teatro y recrearse en festivales acuáticos.

—Respiraré más tranquilo cuando hayan quemado a esa malvada mujer —dijo el abate, que formaba parte de nuestro grupo.

—Pues respiraréis su esencia —repliqué con voz amarga, los hipócritas me cargan, mientras mi anfitriona lanzaba un gritito de regodeo.

—¡Ah, qué ingenioso, marquesa! Es cierto que posiblemente respiremos todos un poquitín de su maldad. Vos incluido, apreciado abate.

Qué sandez. Sin duda otro comentario ingenioso que circularía entre los corrillos de la corte. Estaba cada vez más harta de escuchar mis propios bon mots en boca de terceros, desnaturalizados y atribuidos a otra persona.

El rugido de la multitud bajo la ventana nos anunció la llegada de la carreta desde Notre Dame, donde la condenada acababa de hacer la amende honorable. Debilitada por la tortura del agua aplicada al amanecer, la marquesa de Brinvilliers yacía en el montón de paja que serviría para quemar su cadáver, aferrando un crucifijo sobre el pecho, con los ojos muy abiertos por el terror; vestía la camisola de los condenados, con gorro de muselina blanca sobre la melena, que llevaba suelta. Detrás de ella, en la carreta, iba el verdugo con el gran espadón oculto para que no lo viera la víctima, sobre la que se inclinaba el confesor exhortándola, aunque no se oían sus palabras. Una guardia de arqueros escoltaba a la carreta abriendo paso entre la muchedumbre, pero a pesar de ello el cortejo avanzaba despacio. Moviendo la cabeza de un lado a otro, la marquesa atisbo a un jinete, medio oculto por los arqueros, que acompañaba a la carreta y le hizo la señal de los cuernos del diablo. El confesor redobló sus esfuerzos y ella apartó la vista del jinete.

—Vaya, Desgrez la acompaña a caballo… Él siempre sigue los casos hasta el final, ¿no es cierto? —comentó uno de los caballeros de nuestro grupo.

—¿Desgrez? Ah, sí, creo que fue él quien la capturó en su escondite del extranjero. Llevaba años buscándola. Me han dicho que se disfrazó y así descubrió la confesión escrita que había hecho.

—Menudo diablo está hecho. A una envenenadora así no la captura cualquiera. Suelen quedar impunes casi todas.

—Ellas y los médicos… si no, viviríamos más que Matusalén, ¿no os parece? —dijo con una risotada el conde de Longueval, esposo de mi anfitriona.

—Es probable… Decid, ¿creéis que la decapitará de un solo tajo? Apuesto cinco luises a que tiene que dar dos.

—Acepto. No penséis que ese Sansón es un simple ayudante; es capaz de cortar de un solo golpe la cabeza a un buey. No pienso desaprovechar el regalo de cinco luises.

El verdugo condujo a la condenada escaleras arriba del cadalso y, por un instante, la marquesa permaneció mirando a los curiosos de las ventanas, a tal extremo que me pareció que nuestras miradas se cruzaban; después apartó la vista y el verdugo le cortó la larga cabellera, para dejar el cuello al descubierto, y le vendó los ojos. Yo cerré los míos y no los abrí hasta que oí un golpetazo sordo. Los arqueros se abrieron paso con las alabardas para despejar un espacio donde amontonar madera, paja y aceite y hacer una hoguera. Arrojaron los trozos del cadáver a la pira y le prendieron fuego con una antorcha.

—He ganado cinco luises fácilmente. Sansón nunca falla, ¿no te lo dije? Cuentan que antes de las ejecuciones manda decir una misa para tener la mano firme.

Se oyó el tintineo de monedas cambiadas de mano y una exclamación malhumorada de madame de Longueval.

—Queridos amigos, nada de discusiones. Tengo el apetito a punto para una buena cena. Bien, ya no hay nada interesante que ver; supongo que arderá toda la noche.

El interés de la condesa era versátil y de los que no se detienen mucho en una misma cosa. Lo último que vi desde la ventana fue a Desgrez, que seguía a caballo, dando órdenes a la guardia que rodeaba la pira funeraria. La veleidosa multitud comenzaba a decir que era una mártir, y Desgrez tendría que estarse allí la noche entera para evitar que la gente se apoderara de algún fragmento para venderlo como reliquia. La justicia real exigía que las cenizas fuesen arrojadas al Sena, y Desgrez, además de tenaz, era un cumplidor a rajatabla.

La muchedumbre dispersándose nos impedía llegar a nuestro carruaje, que aguardaba en una bocacalle. Cuando nos abríamos paso entre ella, un aprendiz de impresor vendía coplas de ciego sobre los acontecimientos de la jornada y los numerosos crímenes de la víctima de la hoguera. De pronto me acordé de la abuela y me dije que compraría un libelo en memoria suya.

—¡Eh, muchacho! ¿Qué vendes? —dije alzando el bastón para llamar su atención.

Los execrables crímenes y la ejecución de madame de Brinvilliers ilustrado, por sólo dos céntimos, abuela. Satisfacción garantizada —replicó el pilluelo.

—Ah, yo lo compro —exclamó una dama a mi lado.

—¡Eh chico, ven aquí! —dijo un caballero, al tiempo que la multitud rodeaba al vendedor, disputándose los panfletos; cuando se llegó a mí había agotado la mercancía.

—No os preocupéis, abuela, tengo una caja en un portal ahí al lado. En seguida os lo traigo.

Al volverse para reponer el artículo, vi que tenía una pesada caja llena de coplas, panfletos y libros usados en un soportal; la vigilaba un hombre envuelto en una capa negra con sombrero ancho también negro que le tapaba la cara. Extraño atavío para una noche cálida como aquélla. Era evidente que no deseaba ser reconocido.

—¡Ah!, ¿también tienes libros?

—Unos pocos, abuela. Miradlos vos misma.

Miré en la caja y vi varios ejemplares de un Parnasse Satyrique a diez céntimos. Me recogí el velo para ver mejor, y, ¡oh maravilla!, había un libelo en ingenioso verso sobre los amores de la corte con toda clase de detalles. Noté que me ruborizaba; el de la capa había dado un paso atrás hacia las sombras y yo notaba su mirada a mi espalda. Me sentí violenta; volví a ponerme el velo para ocultar mi turbación y cogí otro libro para tapar el salaz librito que ansiaba.

—Estos dos y las coplas —dije precipitadamente, arrojando un luis de oro al muchacho, y uniéndome apresuradamente a los demás.

—¡Qué horror, la tinta me ha manchado las manos! —exclamó madame de Corbon, tomando asiento en el carruaje—. Amigo mío, dobladme este pliego de coplas y guardáoslo en el bolsillo.

Mientras su compañero cumplía sus deseos, yo doblé mi ejemplar y lo guardé con los libros en la bolsita que llevaba, Una velada de lectura interesante.

—¡Qué buena idea, madame de Morville! ¡Lleváis una verdadera botica en esa bolsa! ¿Para qué son esos frasquitos de veneno?

Madame de Corbon no era precisamente la discreción personificada, pero cuando se ha asistido a la ejecución de una envenenadora, lo mejor es no levantar sospechas gratuitas.

—Los ancianos tenemos que recurrir a remedios más artificiales que los jóvenes para poder movernos en sociedad —respondí con mi mejor voz de oráculo—. Además del pañuelo y un frasco de esencia, llevo un cordial y una cajita de carmín para contrarrestar la palidez propia de una vida trágicamente prolongada más allá de las tinieblas y el descanso de la tumba.

Mientras madame de Corbon examinaba el carmín, ofrecí el cordial a los presentes, quienes lo rehusaron.

—A cada cual lo suyo, madame de Morville, ¿no creéis? —comentó el conde Longueval, pasando su cajita esmaltada de rapé—. Yo prefiero algo un poquito más enérgico que un cordial para ancianos.

Tomaron rapé el conde y madame de Corbon. Si supierais en qué consiste el cordial cambiaríais de idea, pensé mientras tomaba una dosis y mis acompañantes desplegaban sus pañuelos.

—Tenéis aspecto soñador, madame de Morville.

En efecto, aquella sensación de morosa somnolencia iba borrando los horrores de la jornada.

—Estoy recordando mi juventud. ¿Sabéis que asistí a las justas en que murió nuestro rey Enrique II? Era apenas una chiquilla. Ah, qué rey tan apuesto y romanceresco… aunque, naturalmente, lo es más nuestro actual monarca.

La conversación derivó agradablemente hacia la cuestión de cómo evaluar la galantería en las grandes figuras de la historia. Mi placentero estado por efecto de la droga se mezclaba a una especie de música etérea apaciguante, hasta el punto que casi lamenté que el carruaje se detuviera en el gran cour d’honneur de la mansión de Soissons.

—¿No jugáis, madame? —inquirió la condesa de Soissons enarcando una ceja a guisa de saludo. Vestía de satén azul celeste con un escote adornado por una cuádruple sarta de perlas entremezcladas con diamantes; estaba sentada a la cabecera de la mayor mesa de juego con incrustaciones de marfil de su salón dorado en un sillón de brocado, al pie del cual jugueteaban o dormían más de una docena de perritos. Diré que los jugadores apostaban con oro en vez de fichas, y en las mesas se veían montones de escudos. Conforme los montoncillos cambiaban de manos, damas y caballeros lloraban o mostraban su euforia; no solía ser el estoicismo la actitud habitual de los tahúres. Sólo el marqués de Dangeau permanecía impasible, observando a los jugadores con ojos de lince y barajando con destreza; era uno de los personajes que vivían del juego, aunque eso era algo que no se comentaba. Jugaba con estrategia y sin pasión, y no necesitaba trucos, cartas en la manga ni dados marcados. Se veían aquí y allá hombres de menor alcurnia, banqueros y financieros, de pie junto a sus protectores, prestos a avalar sus apuestas, dado que a un hombre bien vestido y con cierto aspecto de relevancia social se le permitía sentarse a las mesas de juego si era capaz de apostar las inmensas sumas con la misma indolencia que los aristócratas.

—Oh, no, madame, me recreo admirando los magníficos vestidos que impone la moda actual. —En una esquina, un hombre profirió un grito, tirándose de los pelos, y abandonó precipitadamente el salón—. En mi época —añadí—, el trato social no estaba tan avanzado como ahora; entonces los hombres retaban al vencedor y las calles de las mansiones nobles en que se jugaba a las cartas aparecían regadas de sangre.

—Gran prudencia la de nuestro rey prohibiendo el duelo —replicó la condesa—, así el placer del juego aumenta al estar asegurada la continuidad de los jugadores.

—Efectivamente —asentí con el mismo tono contenido.

—La marquesa es muy discreta —terció la condesa de Longueval para no ceder su parte en la conversación—. Como ella puede leer el futuro y el azar de las cartas, rehúye con gran tacto participar en el juego. ¿No es cierto? —añadió, volviéndose hacia mí.

—Por estricto pundonor —respondí, asintiendo concisamente con la cabeza; pero los cuchicheos que oía a los advenedizos, al deambular entre las mesas, me valían más que cualquier apuesta ganada, ya que me servían para elaborar las imágenes, a menudo sin sentido, que veía en mi bola.

Madame de Soissons me dirigió una sonrisa irónica y volvió a enfrascarse en el juego. Al fondo del salón reconocí al derrochador duque de Vivonne, centro vital de mi hermana, deslumbrante con su traje verde de pesado brocado, jugando a la bassette en la misma mesa que la duquesa.

Una voz de mujer se elevó de entre las mesas.

—… Y el rey estaba tan enojado que puso fin a la fiesta.

—Y todo por los favores a las damas.

—Fue culpa de ellas por precipitarse a los puestos del mercado de palacio para averiguar cuánto se había gastado en abanicos. Los favores de un rey no deben evaluarse…

—Bueno, a mí me han dicho que no le costaron mucho y que eran de marfil y ébano.

Una conversación trivial; seguí mi ronda. El salón dorado de altos techos me pareció de pronto asfixiante; se me van a correr los polvos, pensé, y no puedo dejar que se vea mi piel rosada. Miré el reflejo de mi imagen en uno de los enormes espejos y una escena fantasmagórica me trastornó interiormente. Los jugadores de cartas que veía no eran los mismos que llenaban el salón; las mesas estaban dispuestas de un modo distinto y los caballeros no vestían calzones amplios, casacas con cintas y largas pelucas negras. Las mujeres no lucían mangas abullonadas vueltas con bocamanga. No, aquella extraña concurrencia vestía lujosas prendas ajustadas con encajes, y tanto hombres como mujeres llevaban pelucas blancas; los hombres, más reducidas que las de los criados y con lazos por detrás. Yo no había convocado la imagen ni había sentido su llegada, pero allí estaba.

Estremecida, aparté mis ojos del espejo. Una mujer con lunares postizos reía en una de las mesas próximas; a su lado tenía una copa de vino blanco, y en ella veía su rostro reflejado en parte. De pronto, el reflejo se transformó en una calavera. Se me agitaba la respiración. ¿Qué sucedía? Desde el espejo nos miraba la extraña concurrencia y la calavera de la copa rompió a reír. Yo sentía un gran sofoco y oía retazos de la conversación de la mesa situada bajo el espejo.

—… y apenas había entrado madame de Lionne en la casa cuando se sienta a que la peinen y ve que del techo caen gusanos sobre el tocador. Hizo que los obreros derribaran el techo y se esclareció el misterio.

—¿Qué hallaron?

—Una cabeza humana podrida. Ella lo comunicó a la policía y ésta fue a hacer una visita al receveur général du clergé, el señor de Panautier, que era el último que había vivido en la casa.

—Una pérdida de tiempo.

—Sí, éste dijo que era un espécimen anatómico que estaba estudiando y que cuando se cansó de él lo enterró en el suelo del cuarto que daba encima del tocador. Y claro, nada pudieron hacer, porque su palabra vale más que la de un arribista como La Reynie. Pero ¿sabéis lo que se dice en París?

—No será…

—Claro que sí. Cuando envenenó al receveur général del Languedoc para poder comprar su cargo al quedar vacante, desapareció el criado que trajo el veneno…

—Y era la cabeza del criado.

—Es lo más probable, ¿no? La policía no puede identificar un cadáver sin cabeza aunque salga a la superficie del río.

Me ahogaba y abandoné el salón precipitadamente. Me volví y vi que el espejo se había convertido en un lienzo sanguinolento.

—Ah, madame, ¿también vos habéis comprendido la futilidad de jugar sin dinero?

Una cansina voz de hombre me hizo dar un respingo al tiempo que veía una figura pesada y taciturna emerger de una oquedad en la oscuridad. Era el libertino Brissac, que me empujó contra la pared abalanzándose sobre mí y acercó a mi cara su rostro prematuramente arrugado y deshecho por el vicio.

—Haremos buena pareja los dos —añadió, echándome un aliento a pescado podrido que me hizo girar la cabeza.

—¿A qué os referís? No tenemos nada en común.

—Oh, sí lo tenemos. Yo necesito dinero y vos podéis saber anticipadamente los números de la lotería.

Yo intentaba zafarme de su acoso, mirándole con desprecio, pero notaba que resbalaba y perdía el equilibrio en el escurridizo suelo de mármol del pasillo.

—Si lo que necesitáis es suerte en el juego, sé de una mujer que os puede…

—¡Ja, ja! ¿Creéis que no lo he probado todo? Misas negras y evocación de los espíritus del mal… —añadió riendo y lanzándome su asqueroso hálito—. Os diré un secreto, marquesa. Esas cosas sirven menos que las preces del padre Bossuet ante el altar en la misa de los domingos. Dios nos ha abandonado, y el diablo también. Ni el abate Guibourg es capaz de convocar para mí al demonio. Su satánica majestad va donde quiere. Pero sé que vos sois capaz; os he seguido en vuestras predicciones y he visto que se cumplen.

Yo no me reprimía en mostrar la repugnancia que sentía.

—Uníos a mí y os daré más placer del que hayáis podido conocer… —prosiguió, aplastándome contra la pared con su cuerpo, y estaba a punto de intentar abrazarme, cuando la culta y untuosa voz del duque de Nevers le hizo soltarme y girar sobre sus talones.

—Madame, se os ha caído el bastón —dijo el duque con una reverencia y una floritura con el sombrero, tendiéndome el bastón que había perdido durante el forcejeo.

Brissac se dirigió a su protector con la misma displicencia que si no hubiese sucedido nada.

—Madame estaba considerando las ventajas de asociarse conmigo bajo vuestro ilustre patrocinio.

—Brissac —dijo el duque, enarcando una ceja—, me alegro mucho de que no queráis monopolizar el futuro.

Y esbozó una sonrisa condescendiente; su mirada, los ojos traicioneros de los Mancini, quedaba medio oculta bajo sus párpados caídos.

Brissac respondió con sonrisa aduladora.

—Me había ofrecido a revivir la primavera de la pasión de madame para que su corazón prisionero se derritiera en mi ardiente llama.

—Monsieur de Brissac —dije yo—, la vida amorosa pondría fin a lo que vos más deseáis: las visiones proféticas. Debéis ofrecer otra cosa si queréis conseguir mi favor. Buenas noches, y gracias, monsieur de Nevers.

Me alejé altiva, pero aún pude oír a Brissac diciendo en voz baja:

—… no deja que nadie la posea…

—No… y tiene toda la razón, Brissac. Desvelar las vidas y secretos de los demás… Es mejor que el futuro continúe velado.

Otro enemigo poderoso. De pronto, el aire era frío. Me acerqué a una ventana abierta y me apoyé en el alféizar para recobrar la respiración. Afuera, en la calle, unos perros rebuscaban en el arroyo; pasó un carruaje con un anciano y dos lacayos en el pescante. Frente a la mansión, en una puerta, había un hombre arropado en una capa negra, con el negro sombrero echado sobre el rostro. El mismo de antes. Vi que miraba hacia la ventana, y nuestras miradas se cruzaron un instante. Cerré la ventana y regresé al salón dorado.