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—¿Quién podría creerlo? —dijo La Reynie, moviendo la cabeza—. Está emparentada con la mitad de las familias de la magistratura de París… con su cuna, su belleza, su delicadeza… y también esto… —En la mesa de despacho tenía las pruebas contra la marquesa de Brinvilliers: un cofrecito rojo con documentos de familia y varios frasquitos de arsénico con la confesión escrita firmada de su propia mano, y que Desgrez había traído del convento de Liège.

Cogió una hoja al azar y leyó la lista de crímenes que reseñaba. El bochorno del verano hacía agobiante el despacho, oscuro y forrado de madera; el sudor corría por el cuello de La Reynie y regaba su nuca bajo la pesada peluca. Y a Desgrez, que estaba de pie ante la mesa de su superior, le bajaba por el cuello y humedecía las axilas de su uniforme azul.

—Aparte de eso, Desgrez, no tenemos nada más. Después de tres meses de interrogatorios sigue negándolo todo. A veces, a juzgar por los informes, pienso que es una perfecta lunática. El abate Pirot ha estado a su lado las últimas veinticuatro horas, y mire su informe.

Desgrez cogió la hoja que le tendía La Reynie y leyó:

La marquesa conserva su altivez y arrogancia, pero hay momentos en que sus ojos brillan como los de una endemoniada y lanza gruñidos guturales. Aún no me ha confesado nada, aunque la he conminado a que se asegure la salvación… Supongo, monsieur de La Reynie —dijo Desgrez, interrumpiendo la lectura—, que estará más que harta de clérigos.

Pero el rostro duro de La Reynie permaneció impasible ante el chiste y continuó hojeando la confesión, verificándola con algunas notas que había tomado en su librito encuadernado en cuero rojo.

—No os preocupéis, monsieur de La Reynie, no escapará al verdugo —comentó Desgrez.

—No es eso lo que me preocupa —replicó La Reynie con voz de preocupación—, sino unos interrogantes sin respuesta. ¿Quién le suministró los venenos? ¿Quiénes son los cómplices de esos crímenes espeluznantes? Corren toda clase de rumores por París y lo único que tenemos entre manos es la punta de un complot mucho más amplio. Y ella sigue sin confesar, cuando mañana ya no podrá contestar a nada.

—¿He de suponer, pues, que vos mismo dirigiréis la question extraordinaire?

—Es deseo expreso de Louvois. Su majestad tiene interés personal, y he preparado una lista de preguntas a partir de este… documento… que tan brillantemente os procurasteis.

En los profundos sótanos las paredes rezumaban humedad. A pesar que era el mes de julio, en aquel cuarto siempre hacía frío. Ardía el fuego en la chimenea, y junto a ella había un colchón para reanimar a la víctima y proseguir otra sesión de interrogatorio, en presencia de un médico provisto de coñac y reconstituyentes, sentado en un banco junto a la mesa en la que un funcionario efectuaba la transcripción oficial del interrogatorio.

Troisième coin —ordenó La Reynie con voz desapasionada, y el ayudante del verdugo vertió por tercera vez un gran jarro de agua en un embudo introducido en la boca de la marquesa, que, desnuda y tendida sobre un potro, aparecía hinchada e irreconocible.

—Vuestro amante, Saint-Croix, ¿a quién más proveía de veneno? —inquirió el teniente general de la policía, mientras la pluma del funcionario anotaba la pregunta.

La marquesa de Brinvilliers lanzó un gemido y el médico le tomó el pulso.

—Continuad —dijo.

—¿A qué otras personas, varones o hembras, suministró veneno? —insistió La Reynie.

—¿Cómo voy a saberlo? Sólo sé que él me amaba sólo a mí. Ah, docenas… docenas, sí. Pero está muerto y no me dijo quiénes eran.

—Sabéis los nombres. Decid esos nombres.

—Haréis que reviente. Son muchos cubos de agua para mi pobre cuerpo. Infamáis a mi linaje y eso nunca os lo perdonaré, canaille.

Su voz era débil y La Reynie se inclinó hacia ella para preguntarle de nuevo.

—Los nombres, madame.

—Ah, conozco a tantos que podría arrastrar a medio París conmigo si quisiera, pero no os los daré. Vuestra policía no busca otra cosa que degradar a la nobleza, y no os daré esa satisfacción. ¿Ignoráis quién soy? ¡Una d’Aubray! —exclamó con un esporádico destello de ira en sus ojos.

Quatrième coin —ordenó el jefe de policía con rostro impasible.

En el huitième coin la marquesa seguía sin revelar nada.