—Ahora —exclamó La Voisin— ya te puedes quitar las manos de los ojos y mirar por la ventana. Es esa casita del medio. Quedarás admirada de lo ideal que resulta.
Su carruaje, que acababa de doblar la esquina de la calle Charlot, se detuvo, y vi una casita de dos pisos con fachada de piedra y tejado empinado de pizarra con una buhardilla.
—Y tiene muebles igual de bonitos. Los propietarios tuvieron que salir precipitadamente de la ciudad y se la compré encantada. Por supuesto me gustaría que estuviese en una calle de más «tono», esta zona es de tiempos de Maricastaña, pero no se puede negar que, en general, es un barrio elegante.
El lacayo de La Voisin nos ayudó a descender del carruaje ante la puerta de roble macizo con remaches de bronce, como para resistir los arietes. Una extraña y delicada aldaba en forma de lazo de cuerda entre dos ramos absurdos de flores de hierro fundido destacaba en el centro de aquel portón de fortaleza. Las ventanas de los dos pisos que daban a la calle estaban provistas de gruesos postigos metálicos y hacían tal contraste con la airosa ligereza de la amarillenta piedra labrada, el empinado tejado y las altas chimeneas, que hicieron que Sylvie y yo nos mirásemos mutuamente.
—Esa aldaba hay que quitarla, desde luego —dijo la bruja ladeando la cabeza y examinándola detenidamente—. No conviene a tu reputación. Lo ideal sería un dragón… una calavera… humm, no, no es de buen gusto, y mejor evitarlo por la paz de tu espíritu. El antiguo propietario se retiró repentinamente del negocio del contrabando… pero tienes la ventaja de los postigos, algunos añadidos en el sótano, un estupendo compartimento forrado de hierro en la ruelle[14]…
Introdujo la llave en la cerradura y nos llegó olor a polvo. En el vestíbulo había señales de marcha precipitada, por el batiburrillo de cosas esparcidas por el suelo y los rincones.
—No hay puerta de carruajes —prosiguió La Voisin—; ésa es de la casa de al lado. Pero detrás tiene un jardincito. En cualquier caso, tendrás que alquilar el carruaje por lo cómodo que es que te cuiden los caballos en un establo. —Vimos en el suelo un zapato de hombre con un agujero en la suela, que la bruja apartó de un puntapié—. Esta habitación tendrás que arreglarla. Yo la decoraría al estilo oriental… mucho adorno, oscura, misteriosa. Te hará falta una alfombra de primera, si pones una barata la clientela lo nota. Allí puedes poner… una mesa de lectura, y… las paredes, pintadas de negro, ¿no crees?
—De rojo sangre al estilo antiguo con dibujos perfilados en oro —repliqué, al tiempo que Sylvie sonreía encantada.
—¡Ah, qué detalle tan bonito! —exclamó la bruja—. Muy al estilo Enrique IV. Da gusto trabajar con una persona que no es tonta. Me lo dije la primera vez que te vi: esta chica tiene capacidad.
Las habitaciones eran pocas pero amplias y de techos altos, incluidas las de la servidumbre. En el amplio salón había una chimenea inmensa con repisa ricamente labrada, que se elevaba hasta el techo y constituía el centro de interés. La luz entraba por las ventanas de la parte trasera que daba a un trocito de jardín descuidado y lleno de vegetación. Detrás de este salón había una cocina con fogón alto y un asador que funcionaba merced a una rueda dentada y pesas como las de un reloj. Arriba, el amplio dormitorio y la alcoba estaban revueltos: la mesa había quedado derribada y las puertas del armoire abiertas, los arcones de las mantas, también abiertos, sobresalían de debajo del lecho, las cortinas de éste se hallaban descorridas y el edredón de plumas, caído en el suelo. El que vivía aquí escondía algo debajo del colchón, pensé.
—Ah, mira esto. Una ruelle estupenda —dijo la bruja, retrocediendo un paso y mirándome con sus profundos ojos.
El pasamanos primorosamente tallado del lecho delimitaba el espacio, y en la alcoba de detrás, con un ventanuco alto, había, además de un escritorio, una magnífica librería colgada encima de éste. Un estudio de filósofo. Yo estaba encantada, pero la miré con gesto impasible, aunque sabía que ella estaba segura de haberme ganado para sí nada más enseñarme la estantería.
—Supongo que lo añadiréis a mi contrato —dije.
—Por supuesto. Pero con los éxitos que cosechas lo tendrás pagado muy pronto. Al fin y al cabo —añadió, alisándose la falda— todas las que están en el negocio necesitan casa propia. Y te he encontrado el lacayo ideal: muy fuerte y muy discreto. Te prestaré a Margot un par de días… de balde, para que te ayude antes de que te traslades.
—De acuerdo —dije—. Hablemos del precio. ¿Qué interés vais a cargarme?
La bruja sonrió enigmática.
El traslado fue rápido, pues en casa de la viuda Bailly poco tenía; pero poner la casa en condiciones de habitabilidad fue una ardua empresa, que requirió la ayuda de madame de Montvoisin y el nuevo lacayo que puso a mi disposición. De la «sociedad filantrópica», fue mi primer pensamiento al ver a aquel hombretón en la puerta. Por las fuertes manos y hombros y la manera de ocultar su cabeza rapada bajo el sombrero deduje que Gilles era un evadido de galeras, la escoria de Francia. Durante el resto de sus días se valdría de cualquier medio para ocultar la marca a fuego bajo la camisa, no podría trabajar en ningún oficio honrado y si le capturaban volvería a galeras con un pie amputado. No era de extrañar que supiese guardar secretos. Yo habría debido sentirme nerviosa en su presencia, pero había algo tan pacífico en la manera en que encendió la pipa una vez que, trasladados los muebles, éstos quedaron por fin colocados como yo quería, que me tranquilizó.
—Uno no es suficiente —comentó.
—¿Cómo dices, Gilles? ¿A qué te refieres?
Acababa de colocar mis libros en la estantería, cambiándolos varias veces para ver el modo de que la encuadernación destacara.
—Le he dicho a Madame que no es suficiente. Uno para guardar la casa y otro para viajar con vos. Dos. Una casa con mujeres es mala cosa —añadió, aspirando la pipa como rematando la afirmación. El humo azulado ascendía, rodeando su cabeza, mientras miraba por la ventana.
—Madame, hay… alguien… en la puerta. Dice que le envía madame Montvoisin —nos interrumpió Sylvie, que acababa de ordenar la cocina y parecía distraída. Gilles se volvió despacio y la miró con una extraña sonrisa morosa.
—Ésta no vale —dijo.
—¿Cómo que no valgo? ¡Vaya si valgo! Te recuerdo que soy la confidente de Madame y que llevo con ella mucho más tiempo que tú. Que no valgo… ¡vamos!
—Sylvie, creo que no es eso lo que dice. Se refiere a un guardaespaldas. ¿No será esa persona que envía madame Montvoisin?
—Pues no sé, madame. Es un hombre muy raro.
—Anda, hazle pasar, Sylvie. Madame nunca hace las cosas sin un buen motivo.
Pero cuando al fin volvió a abrir la puerta del dormitorio, el espacio a sus espaldas que debía haber ocupado un robusto matón apareció vacío.
—Madame… éste es monsieur… Mustafá.
Miré estupefacta y decepcionada. Monsieur Mustafá era más bajito que yo, un enano de apenas un metro de estatura; tenía aspecto de niño libertino, perverso y decadente; sus patillas, muy crecidas, y unos negros ojos de anciano era lo único que le distinguían de un niño canijo de cinco años. Llevaba un hatillo a la espalda como si hubiese pensado en trasladarse. Yo le miraba hipnotizada.
—No sigáis mirándome así, no sea que se os salgan los ojos —dijo con una extraña voz de viejo.
—Perdonad, monsieur Mustafá; me dijeron que iba a venir un guardaespaldas, que yo esperaba más… grande.
Él se sentó tranquilamente en mi mejor silla y cruzó las piernas, balanceándolas porque no le llegaban al suelo.
—Debo decir que yo también esperaba alguien más grande —replicó, mirándome de forma impertinente—. ¿Rapé?
—Sois muy grosero —dije yo, sin ocultar mi disgusto.
—Mi grosería me hace grande, pues así no paso inadvertido.
—Muy razonable —dije—. Yo también tengo mis experiencias en ese sentido. Bien, aparte de grosero, ¿qué cualidades tenéis?
—¿Cualidades? Docenas; cientos. Tengo un magnífico traje turco, cortesía de la marquesa de Fresnes, a la que llevé la cola del vestido cuando los enanos moros hacían furor. Ah, aquélla sí que era una buena época. Con un poco de tinte oscuro y un turbante tenía uno un empleo cómodo por demás; comida, bebida, sesiones en la ópera y en el teatro de la corte… —Hizo una pausa y se puso a recitar versos de Corneille con voz de actor dramático—. Sois désormais le Cid; qu’à ce grand nom tout cède; Qu’il comble d’épouvante et Grenade et Tolède… —Y gesticuló ampulosamente estirando los brazos—. Yo, por el tamaño de mi espíritu, estaba destinado a representar reyes en escena, madame; pero mi cuerpo me obliga a hacer otros papeles. Voy de feria en feria vestido de morito precoz. ¡Ja, ja! Lo contrario que vos, anciana dama. «El pequeño Jean-Pierre, niño precoz…».
—¿Y por qué dejaste a la marquesa? —inquirí yo, plantándome delante de él con los brazos cruzados, mientras Sylvie iba de acá para allá, fingiendo estar ocupada, como hacía cuando quería escuchar.
—No la dejé. Me echó inesperadamente su esposo. La reina tuvo un niño negro y la demanda de enanos berberiscos decayó notablemente. Habría podido darme a la bebida como los demás, pero contaba con mis habilidades carnavalescas como recurso.
—¿Y cuáles son?
Aquel pequeño ser tan parlanchín comenzaba a irritarme sobremanera.
—Esto —dijo, y las manitas se movieron con tal rapidez sobre el cuerpo, que apenas vi los cuchillos que me pasaron rozando la nariz para ir a clavarse en la madera de la pared como puntas de un compás—. Si me pongo turbante, puedo llevar seis más —añadió con voz pausada, mientras Sylvie abría unos ojos como platos y Gilles se quitaba la pipa de la boca.
—Quedas a mi servicio —dije.
—Muy bien. Os llevaré la cola del vestido cuando salgáis y daré gran relieve y estilo a vuestra apariencia. Y cuando no os haga falta, se me da muy bien esconderme en rincones y escuchar cosas. Puedo llevar cartas sin que se percaten y extraer el contenido de las bolsas desde abajo. Todo ello a vuestro servicio, madame.
—Mustafá, perdona que te haya subestimado.
—¿Una marquesa cortés? Madame, se os nota el origen…
—Mustafá, eres un personajillo horrendo, pero yo también lo soy. Creo que nos llevaremos bien.
A la mañana siguiente llamó a mi puerta un paje vestido de azul y plata para entregar una misiva en papel grueso con escudo. Era una invitación para ir al día siguiente a la calle Vaugirard a la casa de la marquesa de Montespan, la querida oficial del rey y la más preciada clienta de La Voisin. Era una demanda ineludible y no me atreví a decírselo a La Voisin, que habría podido morir de celos al pensar que podía arrebatarle su mejor clienta. Mientras Sylvie me peinaba me estuvo dando información: la mansión de la calle Vaugirard era donde vivían desde hacía años en secreto los hijos que tenía madame de Montespan con el rey, aunque ahora lo hacían abiertamente. La viuda Scarron, una amiga pobre de madame de Montespan, hacía las veces de institutriz y había sido ascendida a la categoría de marquesa de Maintenon.
—Figuraos que tuvo que fingir que vivía en otro lugar —dijo Sylvie— todo el tiempo que estuvo en la calle Vaugirard criando a los niños.
En aquella casa de París se había recluido madame de Montespan con sus hijos, cuando el rey la había despedido, el mes anterior. Me miré en el espejo y observé que mis desordenados mechones habían quedado transformados en el anticuado peinado propio de la marquesa de Morville, al tiempo que reflexionaba sobre mi delicada posición.
—Sylvie, no le digas nada de esta visita a La Voisin. Sé que ella pensaba hacer una visita a madame de Montespan, y ya sabes cómo se enfada si cree que alguien le quita parte del negocio. Tú sabes bien que yo no me lo he buscado, sino que me han llamado.
—Ah, ayer, cuando se lo dije, estaba a rabiar, pero añadí que era preferible que fuese mi señora que no esa horrible La Bosse con sus cartas o alguna desconocida de ésas que leen la palma de la mano. Así todo quedaba en familia, por así decir, y ella obtenía su ganancia; y en seguida se calmó. Ya veis que miro por vuestros intereses. Cuanto más alto llegáis, mejor actúo yo. Ojalá tuviese vuestro don; no seguiría de criada ni un solo día, podéis estar segura. Pero La Voisin me leyó la palma de la mano y mi destino es hacer de sirvienta. Algún día seré señora de centenares de personas, como ella, y viajaré en coche y comeré y beberé lo mejor de lo mejor. Así que ahora os ayudo a cuenta del día en que sea poderosa. He aprendido de ella a hacerlo; ayudar a la gente para que te ayude. ¿Os pongo las peinetas de diamantes?
—Saca todas las alhajas del cofre, Sylvie, esas damas de la corte no aprecian la modestia y juzgan tu valía por las ropas. Sí, las perlas y el broche, y el crucifijo de plata.
—Ah, qué bonito queda; igual que un retrato antiguo —dijo, retrocediendo un paso para admirar su obra.
La marquesa de Morville se miró críticamente al espejo y replicó:
—Sylvie, la gola de encaje quedaría mejor que la de lino; espero que la hayas almidonado. Contando con que el almidón valga algo. Ah, en mis tiempos sí que había buen almidón…
—Madame, de verdad creo que os gusta ser esa horrible vieja dama —comentó Sylvie.
—Sylvie, déjate de familiaridades. Soy una horrenda vieja dama. La marquesa de Morville es un monstruo temible.
Poco después, la estrambótica vieja dama, que era el terror del vecindario, cruzaba majestuosa con su velo la puerta y avanzaba marcando su paso en el pavimento con su largo bastón. Un enano turco le llevaba la cola del vestido para que no la arrastrara por el barro y un lacayo con aspecto patibulario se apresuraba a abrir la portezuela del carruaje anónimo, que arrancó traqueteando en la niebla primaveral camino de la calle Vaugirard.
Los salones de la mansión del barrio de Vaugirard eran elegantes, como era de rigor en una casa que el rey podía honrar con su presencia. Incluso en las antecámaras había tapices de seda, y sillas y mesas de maderas exóticas taraceadas; en los rincones, enormes torchières doradas con docenas de candelabros. En el piso de arriba observé los cuadros con gruesos marcos dorados del salón principal: Venus ante el espejo, Europa y el toro, y un retrato del rey en el lugar de honor. Ascendimos otra escalera de mármol y cruzamos un aula de altos techos en la que vi dos niños en sus respectivos pupitres; el mayor, de unos seis o siete años, era el que había vislumbrado en la carroza que nos adelantó en mi primer viaje a Versalles. El pequeño, quizá de unos cuatro años, vestía una versión en miniatura de ropas talares, con el crucifijo del abad del gran monasterio cuyas rentas ya le había asignado el padre. Al levantarse el mayor a entregar algo a la preceptora vestida de oscuro, vi que cojeaba.
La madre de aquellos niños y de otros que estaban con las niñeras se hallaba tumbada en un inmenso lecho dorado de un dormitorio en penumbra, como si se hallara postrada por el dolor. Tenía una compresa fría en la frente y su rubio cabello le caía húmedo sobre el cuello.
—Madame, ha llegado la adivina.
—Ah, el monstruo que predijo mi destierro. Que se acerque para que la vea —dijo, incorporándose y quitándose la compresa. Se me quedó mirando un buen rato con sus extraños ojos color turquesa, y advertí en ellos una inteligencia malvada y calculadora, reforzada por el gesto de su boca concisa y desdeñosa sobre una barbilla levemente retraída. Yo le dirigí una reverencia digna de una reina—. ¿Cómo has osado convertirme en un hazmerreír frente a la condesa de Soissons? —añadió, y sus ojos adquirieron una dureza semejante a dos carbunclos en la cabeza de un basilisco.
—Lo lamento profundamente, madame. No era mi intención. Yo me limito a leer en la bola y decir sinceramente lo que veo.
—La condesa de Soissons es una puta celosa y artera; una italiana fea y gastada que se cree capaz de obtener los favores del rey. Una Mancini. ¿Qué son los Mancini sino unos arribistas? Mi sangre, la sangre de los Mortemart, es más antigua que la del linaje de los Borbones; comparados con nosotros, los miembros de la familia real son meros arribistas. ¿Te das cuenta de tu crimen? —añadió, sentándose con gesto airado en el lecho—. Has hecho que una Mortemart sea puesta en ridículo por una Mancini —prosiguió marcando con desdén las palabras—. ¿Cómo has osado seguir su juego? ¿Cómo te atreves a ofenderme? Aún me queda poder para destruirte. ¿Tienes idea de mi poder, miserable mujercilla? ¡Te aseguro que regresaré vestida de oro y diamantes y haré que te quemen viva en la plaza de Grève!
Su rostro se había puesto rosado de ira y cada vez hablaba más precipitadamente. Ah, Dios mío, pensé, el consabido ataque de cólera de madame de Montespan. Además, solía cumplir su palabra. Mi mente comenzó a trabajar a toda velocidad.
—Naturalmente que regresaréis, yo misma he hecho esa profecía. Mi bola de cristal no miente, como bien saben todas las quiromantes de París. ¿No sería mejor que la pusiera a vuestro servicio en vez de acabar en la plaza de Grève?
Vi que dudaba un instante y que su rostro arrogante palidecía.
—¿Conoces a La Voisin? —dijo, llevándose al rostro la mano copiosamente enjoyada.
—Sí, la conozco —respondí, aprovechando la ventaja.
—¿Y la conoces bien? —insistió con voz notablemente aplacada que me hizo barruntar el peligro.
—Soy… una especie de… asociada suya —contesté.
—¿Cuál fue, entonces, su propósito al revelárselo a la condesa de Soissons antes que a mí?
—Propósito, ninguno. Me pidieron que leyera el agua del recipiente y lo hice.
—La Voisin siempre actúa con algún propósito.
—Puedo leérosla ahora, si lo deseáis.
Madame de Montespan se levantó y comenzó a rondar por el dormitorio, arrastrando por la alfombra la cola del salto de cama. De repente se volvió.
—¡Recordarme su poder! ¡Ése era el propósito! Ah, Dios mío, qué sutileza. Me ha hechizado para infundirme el deseo de hacerte venir. Es un hechizo poderoso. ¿Cómo, si no, ibas a obsesionarme tanto, mujercilla insignificante? ¿Por qué si no iba a oír en sueños la risa de la condesa de Soissons? Te envía La Voisin con sus diabólicos encantamientos para que me leas el futuro. ¡Ella sabe tan bien como yo que las tapias del convento esperan a la querida repudiada!
Hizo una pausa y miró por la ventana a la calle, con el rostro descompuesto de pronto como el de una vieja.
—No poder tomar el aire, no poder viajar en mi carroza ni volver a ver a mis hijos. Rapada y sin pelo… este hermoso cabello con el que he puesto de moda tantos elegantes peinados; mis alhajas, mis vestidos, mis cartas… la diversión del teatro. Yo he embellecido la corte con mi buen gusto, el gusto de los Mortemart, el ingenio de los Mortemart —añadió, volviéndose de pronto hacia mí, como si yo fuese la causa de su infortunio—. ¿Cuántos poetas y pintores no habré propiciado? —exclamó—. ¿Cuántas esculturas no habré encargado? ¡He rodeado mi persona y la de él de cosas bellas! ¡Y todo eso va a desvanecerse! En medio de un coro de arpías que dicen que me arrepienta. ¡Arrepentirme! ¿Por qué iba a arrepentirme? ¿Por qué no se arrepiente él también? ¿No hemos pecado los dos? En siete años le he dado cinco hijos, le he facilitado otras mujeres cuando quería variar, le he divertido con mi ingenio cuando estaba aburrido, ¡cosa que le sucede casi siempre! ¿No se le ha ocurrido pensar que a lo mejor se aburre porque es un aburrido? —Se volvió hacia mí otra vez y me miró fijamente, como si yo pudiese saber por qué despreciaba a los hombres sin ingenio—. ¡Si estuviésemos en Turquía y él fuese el sultán, yo sería su segunda esposa y recibiría honores! Debía habérmelo imaginado cuando se negó a nombrarme duquesa. Estoy perdida; destinada a acabar enterrada viva, lo sé. Y La Voisin te ha enviado a que me predigas mi fatal destino. ¡Saca la bola y lee, léelo, horrible cadáver de luto!
—Necesito sentarme —dije. Ella no me había ofrecido asiento; era famosa por ese detalle. En un mundo en el que el rango de las visitas se medía con arreglo a que les ofrecieran un sillón, una silla o un escabel, ella tenía fama de ofrecer escabeles a duquesas y tener en pie a marquesas. Pero ahora no le quedaban más que sus ínfulas.
—Si no hay más remedio… Dios mío, tener que aguantar a un personajillo como tú sentado en mi presencia. ¡Qué bajo he caído!
Yo saqué mis instrumentos: el tapete cabalístico, el removedor con cabeza de dragón, unas velitas que despedían un extraño perfume y una bola de cristal con tapón llena de agua. Le hice tocar el cristal para que «surgiera la imagen» y efectué todos los trucos agradables que había inventado para dar importancia al acto. Pero la imagen aparecía muy despacio. Un hombre con ropajes religiosos de gala celebraba misa en una capilla desconocida. Sobre su cabeza se veía una cruz… una cruz invertida. Se volvió un poco y vi su rostro de perfil; la horrenda nariz con venillas azules del abate Guibourg, que había ido al festín de La Voisin. Ponía el cáliz sobre un mantel y a la tenue luz de las velas negras que lo enmarcaban advertí que el altar sobre el que se extendía el mantel era la ingle de una mujer desnuda. Varias figuras cuyo rostro no distinguía rodeaban el altar humano y al oficiante. De las sombras salió una mujer con el cadáver de un recién nacido; Guibourg le cortaba la garganta, vertía la sangre en el cáliz y, a continuación, lo desventraba como si fuera un pez y ponía a un lado las entrañas.
—Oh, Dios mío —musité en voz baja—, una misa negra.
La vil escena me había dejado sin respiración y el corazón me latía precipitadamente. La mujer que había salido de las sombras con el cadáver del recién nacido se volvió de espaldas al altar y vi que era La Voisin.
—¿Qué es? ¿Qué es lo que ves?
Su voz ansiosa y apremiante me sacó de mis reflexiones.
—No respiréis sobre el cristal o se enturbiará la imagen —espeté yo, y ella apartó el rostro de mi hombro.
El repugnante abate concluía la ceremonia con una indecente intimidad efectuada sobre la mujer que hacía las veces de altar. Escrutando su cuerpo blancuzco retorciéndose a la luz de las velas, con el pelo alborotado caído hacia atrás, la reconocí. La mujer que había encargado la misa negra y que servía de altar era madame de Montespan.
Alcé la vista del globo y me encontré con la cara de madame de Montespan intentando escrutar en el agua. Sus ojos miraban con ansia y codicia y un rictus empequeñecía su boca en un nudo; sus labios me parecieron más rojos, cual los de un caníbal que acaba de degustar la sangre.
—Madame participa en una ceremonia… —comencé a decir.
—¿Seré duquesa? —inquirió ella.
—… es una… ceremonia… íntima para propiciar su rehabilitación… —proseguí con prudencia, mientras ella asentía con la cabeza.
Lo sabía. No era la primera vez. Di un profundo suspiro. No era nada divertida la adivinación en aquel momento; había ido demasiado lejos. Intrigas de la corte, envenenamientos y ahora misas negras. Me sentía como un conejillo en un nido de serpientes, y me entraron ganas de darme un baño.
—Permitid que siga leyendo —dije, convencida de que se oían en el dormitorio los latidos de mi corazón.
Y volví a ver a madame de Montespan recibiendo al rey, con el corpiño reluciente de diamantes. Luego la vi servir vino de una jarra de plata en un aparador, moviendo delicadamente la mano sobre una de las copas para echar un extraño polvillo. Los dos bebían y reían; de pronto, el rey se ponía encendido de deseo…
—Madame recobrará el favor del rey. Estáis con él en vuestros aposentos. Os abruma con nuevos regalos y favores. Está loco de deseo por vuestro cuerpo…
—Sí, sí —musitó ella con voz siniestra—. ¿Cuándo? ¿Cuánto he de esperar?
—Sólo puedo apuntároslo a causa del follaje y las flores que veo en la imagen… Dejad que vuelva a removerla… Parece ser hacia… mediados de verano, cuando el rey regrese de la campaña de Flan des. —En ese momento ascendió otra imagen a la superficie: madame de Montespan, con la vistosa robe battante, el elegante vestido sin talle que había popularizado y que anunciaba sus embarazos y la renovación de su poder en la corte—. No temáis —añadí—, volveréis a gozar del máximo poder y le daréis al rey un hijo como prueba de vuestra reconciliación.
—Ah, pequeña adivina, eres un mensajero celestial. Mi mejor deseo…
Un mensajero del infierno, queréis decir. El rey de Francia es un pobre desgraciado, esclavo de nigromantes y supersticiosos, que ha situado a una mujer en la cúspide del poder merced a una misa negra, y la ha convencido para que le drogue continuamente con afrodisíacos. Basta con que decidan sustituir los afrodisíacos por algo fatal. La palanca suprema del poder, había dicho La Voisin. Nos valemos de sus debilidades. La bruja de la calle Beauregard tenía en sus manos el reino de Francia.