Las noticias de la corte hicieron que mi calle se llenase de carruajes y sillas de mano; estuve toda la mañana recibiendo clientas y por la tarde hice visitas a los mejores barrios a solicitud de mujeres que nunca salían, mujeres que estaban enfermas o locas, pero mujeres ricas.
Mi última visita fue a una nueva clienta, una desconocida que vivía en una casa bijou de las afueras, en la carretera de Versalles. Me recibió en la puerta una criada que me condujo a la entrada trasera, un tanto temblorosa ante mi misterioso e impresionante aspecto. Otra de esas casas en las que un celoso esposo no consiente que su mujer reciba visitas, pensé. Fui tras la criada escaleras arriba hasta un dormitorio de techo alto y bien ventilado con paredes blancas y oro, una rica chimenea de mármol, valiosos tapices y espléndidas alfombras. En el inmenso lecho carmesí con dosel estaba sentada, de espaldas a mí, una mujer con una bata primorosa y el pelo rubio recogido en moño. Frente a una de las ventanas había, en una alta varilla cascando pipas, un loro que se parecía mucho al de la abuela.
—¡Aaak! ¡Infierno y condenación! ¡Fuego y azufre! —gritó el pajarraco.
Sí que parecía el loro de la abuela.
—¡Calla, bicho horrible! —dijo la mujer, volviéndose hacia mí y mirándome con ojos enrojecidos. Era Marie-Angélique.
—Ah, por fin habéis venido. Vos, que a tantas habéis leído el futuro y a tantas habéis salvado, os suplico que me salvéis, madame. Soy la mujer más desgraciada del mundo.
Sin decir palabra, dejé mi caja junto a su tocador y me quité el velo, al tiempo que ella se volvía y se quedaba mirándome.
—Yo os conozco —dijo perpleja—. Dios mío, sois exacta a mi hermana muerta. Pero ella tenía el cuerpo torcido y vos estáis derecha.
—Si me desabrochas este maldito corsé volveré a estar torcida, Marie-Angélique.
—¡Vives! ¡Ah, lo sabía, lo sabía! —exclamó, levantándose y abrazándome sin ceder en su asombro—. Figúrate, dicen que tienes más de ciento cincuenta años, y estaba impresionada, igual que todo París. Estás de moda, ¿sabes? Lo más elegante en París es conseguir que tú vaticines la fortuna… Eres igual que el mejor modisto o la mejor bordadora. ¿Cómo has llegado a esto?
—Pues, estudiando, hermana… he pasado por un aprendizaje.
—Oh, Geneviève —dijo, echándose a reír—. De tantos líos como te he sacado yo, y ahora otra de tus travesuras… No, no diré nada; te lo prometo —añadió, poniendo las manos en mis hombros y mirándome detenidamente, sin acabar de creer que yo pareciera tan vieja—. ¿No has ido a casa? —añadió ya seria—. ¿No te has enterado?
—No he vuelto a casa desde la mañana en que me escapé.
—¡Ah!, ¿te escapaste? Lo que me imaginaba. Al ver que habían desaparecido los libritos que escondías en la buhardilla pensé que te habías marchado. Además, no vi tu vestido en ninguno de los cadáveres colgados de ganchos del Châtelet. Se lo dije a un tal monsieur Desgrez y él pareció muy interesado. No podía creer que fueses tú por mucho que dijeran. El pie no era igual… También se lo dije al capitán. Estaba convencida de que volvería a verte. Así eres tú, siempre reapareces.
Nos sentamos en la cama.
—Y tú ¿cómo has venido a parar aquí, Marie-Angélique? —inquirí—. ¿Es cierto eso que dicen de que el duque de Vivonne te tiene prisionera?
De pronto, Marie-Angélique se mostró inquieta.
—Ah, Geneviève, estoy en la misma situación que Isabelle, que al ser raptada por el sultán de Constantinopla halla el verdadero amor a costa de sufrimiento —dijo con un suspiro—. Y eso después de pagar todas las deudas de la familia, o, mejor dicho, pagadas por el querido y encantador monsieur de Vivonne a petición mía —añadió, moviendo entristecida la cabeza—. Y pensar que no lo entendía… He maldecido la belleza, Geneviève, igual que en la novela. —Y comenzó a enjugarse las lágrimas con el dorso de la mano—. ¿Sabes que nuestro hermano Étienne me declaró muerta y hasta celebró mi funeral? —prosiguió, suspirando—. Qué burgués por su parte y qué humillante.
Se levantó y comenzó a pasear arriba y abajo, retorciéndose las manos.
—A veces la criada de nuestra madre se escapa para venir a verme. Dice que Étienne llamó a nuestra madre alcahueta y la ha encerrado en la habitación de la abuela como a una presa; perjura que lavará la ofensa de monsieur de Vivonne con sangre, y mil impertinencias más. ¡Se ha atrevido a enviarle una carta insultante! Al principio, monsieur de Vivonne se reía, diciendo que si Étienne fuese un hombre mundano estaría complacido de gozar de una relación tan importante; pero la semana pasada, cuando celebraba un jolgorio con sus amistades en el palco de la ópera, justo en plena aria de mademoiselle Lenoir, oí que uno de sus amigos se echaba a reír por el jaleo que Étienne está organizando; en ese momento él me dirigió una severa mirada y comentó que está empezando a cansarse de esta aventura. ¿Y qué voy a hacer, Geneviève? Tengo que saber qué me reserva el futuro. Mis amistades no me dirigirán la palabra… él no me deja salir de visita… este último mes ni siquiera me ha comprado un nuevo par de zapatos… Hasta el loro de la abuela me riñe…
Y volvió a sentarse a mi lado, rompiendo en histéricos sollozos.
—¡Hermana, escucha! —dije con firmeza—. ¡Escucha! A pesar de todo lo que me dices, no estás en tan mala situación. ¡Levanta esa cabeza! Aunque no seas la maîtresse en titre, sigues siendo la querida de un hombre rico, uno de los grandes de Francia. ¿Pensabas que iba a durar mucho su amor con la fama que tiene? ¡Escucha! Tienes que mostrarte encantadora, pedirle joyas y hacer acopio de sus regalos para cuando te deje. Vende esa ridícula cajita de oro para rapé que tienes en la cama, esos cachivaches de la mesilla y ve haciéndote una renta. Así, cuando seas anciana, tendrás independencia.
—Pero se trata de amor, Geneviève. Algo muy sagrado para tratarlo como… una cosa despreciable.
—No seas tonta, hermana. Sigues siendo guapísima. Abre los ojos; ya verás cómo encuentras a otro.
—¡Ah!, ¿cómo puedes pensar que voy a ser tan mercenaria? Ah, sería como una… ¿Y adónde iría? No podría pisar la iglesia. Los ángeles, los santos, me lo reprocharían. No podría comulgar. Si pierdo este amor, me veré en la calle… ¿Quién va a quererme? Sin este amor me moriré…
—Puedes vivir conmigo, Marie-Angélique.
—¿Contigo? ¿Y el que te sustenta a ti lo consentiría? ¿TÚ no tendrías celos?
—Yo me sustento sola, Marie-Angélique; con lo que gano.
—¿Cómo? —replicó ella—. ¿Prediciendo la fortuna? ¿Y no te turba una cosa tan vergonzosa? ¡Qué bajo has caído, haciendo de adivina para ganarte la vida!
—Marie-Angélique, ¿qué es más vergonzoso, estar sentada en un desván muerta de hambre, esperando que venga un príncipe a salvarme como en los cuentos de hadas, o ganarme la vida? Es duro admitir que soy la hijastra fea y no Cenicienta, pero eso me ha servido para ser más realista respecto a mis posibilidades. Para mí no hay príncipes.
Pero, mientras lo decía, la imagen del bigotudo galán André Lamotte bailaba en mi mente.
—¿Y no deseas alhajas ni tener hijos? —inquirió Marie-Angélique, perpleja.
—Deseo ser yo misma —dije con voz truculenta, y ella sonrió entre lágrimas.
—Oh, hermana, siempre has sido muy rebelde. Tú nunca has entendido a lo que debe aspirar una muchacha… una mujer. Yo siempre he querido tener un hogar, hijos… —añadió, levantándose para acercarse al loro y ponérselo en la mano; el pájaro subió por su brazo profiriendo un suave gorgojeo y prendió con el pico un cabello que tenía en el hombro.
—Y joyas —dije yo.
—No puedo evitar que me criasen en el gusto por las cosas bonitas. ¿No te educaron a ti para que te gustasen los libros escritos por romanos muertos? Además, la seda tiene mejor tacto que la muselina —dijo, sacando del bolsillo un dulce, que dio al loro.
—Ah, Marie-Angélique, nunca cambiarás. A ver, ¿quieres que te lea la fortuna?
—¿Tú? ¡Qué vas a leerme! Serás una falsaria.
—No creas, hermana. ¿Recuerdas cuando fuimos a casa de la adivina de la calle Beauregard, cuando hizo leer en el agua a aquella niña? Pues yo también vi la imagen; tengo un don. La quiromante me encontró en el Pont Neuf el día que me fugué y me adiestró en el negocio.
Me puse en pie para coger la bolsa que había dejado en un cojín bordado encima de un dorado escabel y la abrí.
—Y pensar el dinero que habré gastado en astrólogos y adivinas… —dijo ella moviendo la cabeza, mientras yo colocaba la bola en el tocador y en seguida apareció la imagen.
—Marie-Angélique… ¡te veo encinta! Estás muy guapa. La melena te cae por la espalda. Sí, pronto quedarás embarazada.
—¡Ah, qué bien! —exclamó ella, dando palmadas—. ¡Monsieur de Vivonne me adorará y recobraré su amor! Me tratará mejor y será más cariñoso. ¡Ah, qué buena noticia! Dime, ¿es niño o niña?
Volví a mirar el fondo de la bola y vi que el agua se teñía de rojo.
—No… veo la imagen. No puedo… anticipar ese hecho futuro —mentí.
—Bueno, ¿qué más da que sea niño o niña?
Nos abrazamos y nos despedimos. Ella juró que volvería a llamarme, y yo, mientras abandonaba la casa, hice votos por modificar la imagen del agua.
La vinaigrette de alquiler me esperaba en la calle y el que tiraba de ella se había reconfortado para el largo viaje de vuelta con una buena ración de vino barato. Cuando llegamos a casa de la viuda Bailly ya casi anochecía. Ante mi puerta esperaba una silla de manos con los porteadores en posición de descanso, pero el usuario no se había apeado. Al bajar de la vinaigrette, salió de la silla un hombre con toga de magistrado rebordeada de lino blanco.
—¿Madame de Morville? Permitid que me presente. Soy monsieur Geniers, conseilleur au parlement, y he venido a solicitaros una audiencia privada —dijo, dirigiéndome una profunda reverencia y tendiéndome una carta sellada.
La abrí y reconocí la escritura de los libros verdes de registro de la calle Beauregard.
Recibe a este hombre y escúchale. Es tu venganza.
LA VOISIN
—Pasad —dije en el momento en que abrían la puerta. El hombre, grueso, de gran nariz y pesada peluca negra, me siguió escaleras arriba hasta mi aposento, donde le hice seña de que se acomodase en el sillón ante la chimenea.
—Madame, soy un hombre desesperado. Para abreviar una larga historia, os diré que me casé con una mujer mucho más joven que yo a quien adoraba y que me amaba. Pero he descubierto que me engaña con un aventurero llamado caballero de Saint Laurent —dijo con un profundo suspiro, haciendo una pausa.
Mi tío.
—¿Y bien…? —tercié yo, sin dejar que mi voz reflejase emoción alguna.
—Yo soy un hombre de leyes, madame, con prestigio en mi profesión, pero no tengo alcurnia ni influencia para retarle. Además, no soy espadachín y a mi edad sería el hazmerreír. La nodriza de mi hija me dijo que había una mujer en la calle Beauregard que podía paliar mi sufrimiento; fui a ver a la famosa devineresse, muy a pesar de que me sentía ridículo, y la quiromante me ofreció unos polvos para recobrar el amor de mi esposa. Pero cuando le pedí… ejem… algo más fuerte, ella se echó a reír. «¿Para qué arriesgaros a quitar la vida a un seductor?», me dijo. «Es mejor una venganza bien administrada». Y a través de sus artes mágicas ha descubierto que el conde de Marsan tiene en su poder los pagarés de las deudas de juego del caballero Saint Laurent; pero aquél sufre presiones por parte de sus propios acreedores y está dispuesto a vender los pagarés del caballero por la mitad de su precio, cinco mil luises, pues sabe que el deudor jamás podrá pagarle. La adivina me dijo: «Compradlos y metedle en la cárcel con las ratas para siempre jamás. Pensad en el prolongado placer que os daréis sabiendo que perece de hambre en una mazmorra». Cinco mil luises es una fortuna, le contesté yo, apenas podría reunir la mitad de la suma. Pero entonces ella me dijo: «Sé de una mujer que no quiere muy bien al caballero y que aportaría la otra mitad, a condición de que mantengáis su nombre en secreto y su honra a salvo». Y aquí me tenéis, madame, con mi propuesta. Ayudadme y os juro que ese hombre no volverá a ver la luz del sol.
—Si lo juráis, os ayudaré. Puedo reunir la suma; pero únicamente con una condición.
—Decid —replicó con profundo apasionamiento contenido.
—Que me informéis periódicamente de sus padecimientos. Yo también gozaré con esa venganza gota a gota —respondí sin alterarme.
—Madame, sois un ángel del cielo.
—No precisamente —repliqué yo—, pero os comprendo.
Y después de convenir hora y lugar para vernos, se marchó con pesado andar y la mirada ardiente llena de furiosa determinación. Yo me arrellané en el asiento y proferí un prolongado suspiro. Por fin iba a vengarme. La Voisin se prestaría de mil amores a adelantarme el dinero; así me tendría en deuda mucho más tiempo. Muy bien, tío; por mi parte os haría mucho más daño, pero es suficiente. A ver si te comen las ratas mientras duermes.