Dejé la corte poco antes de Pascua y regresé a París, pues, aunque durante la Semana Santa desaparecía en Versalles el negocio de la adivinación, en la capital seguía siendo tan próspero como siempre, ya que allí la austeridad de esos días no era óbice para ello. La noche en que hicimos el equipaje, Sylvie dio en ver el montón de luises de oro de mi cofre y se quedó pasmada.
—Dios mío, ¡qué fortuna! —exclamó con su aguda vocecilla—. Con eso me retiraría.
—Es para La Voisin —repliqué yo, cerrando el cofre con llave.
—¿Y nada para nosotras, para que podamos comprarnos bonitas prendas nuevas o ir a Vichy a tomar las aguas y conocer hombres atractivos? Vaya estafa. Quién fuera ella. Calculo, por lo que sé de los que trabajan para Madame, que debe de ganar cien mil escudos limpios al año.
Sylvie entornó los ojos pensando en la suma; una renta superior a la de la mayoría de las familias nobles del reino, al lado de la cual la suma del cofre era una nimiedad pues equivalía al ingreso anual de una familia aristocrática corriente de provincias.
—El contrato es el contrato —dije conforme descendíamos la desvencijada escalera exterior.
—A veces pienso que sois un poco simple para ser tan vieja —insistió ella, acarreando con esfuerzo los bultos detrás de mí.
Llegamos después de la misa del lunes de Pascua a la villa de la calle Beauregard. La mezcla de aromas de docenas de platos para romper el largo ayuno religioso llegaba desde la cocina a todos los cuartos. Habían limpiado toda la casa con motivo de las fiestas, y la pesada vajilla de plata, recién pulimentada, brillaba en el aparador; alfombras y muebles se veían limpios de polvo y tiradores y tallas relucían. Marie-Marguerite llevaba un vestido nuevo con gorro y un limpísimo delantal de lino y encaje que habría suscitado exclamaciones de admiración en mi hermana. El único que no llevaba ropa nueva era Antoine Montvoisin, que se encontraba arriba, enfermo en cama. Sylvie me siguió al gabinete de La Voisin llevando el cofre.
—Tienes mala cara. ¿Qué, no era agradable la vida allí? Pues piensa que puedes vivir siempre así si te dejas guiar. No olvides que eres obra mía —apostilló la bruja, contando el dinero en su escritorio y abriendo el libro mayor. La cara de gato me hacía guiños desde un montón de papeles con dibujos cabalísticos—. ¿Está todo? —añadió en tono suspicaz.
—Todo. Tengo las cuentas hechas, si queréis. —Sylvie le presentó el cofre abierto y La Voisin cogió bruscamente el librito con gesto preocupado, que se trocó rápidamente en satisfacción al pasar las hojas.
—En clave; muy bien —comentó—. A veces, después de todo, tienes un buen instinto. Mis libros nunca salen de este armario forrado de hierro y con las mejores cerraduras del reino. Recuerda que nuestra primera obligación es proteger a los clientes. Nos vamos a la tumba sin decir una palabra. Es la garantía del negocio.
—¿El negocio de la adivinación o el negocio del aborto? —inquirí.
—Vaya, probar la buena vida y volverse rebelde es todo uno, ¿no? A quienes más ensalzamos son quienes más desagradecidos se vuelven. Has de tener en cuenta que tú eres joven y sin ninguna obligación, mientras que yo doy de comer a diez bocas.
—Ganáis más que casi todos los ministros del Estado.
—Pero con mucho mayor esfuerzo y dificultad, querida. Aprende de mí y te enseñaré a ser dueña de grandes empresas. Algún día serás tan rica como yo —añadió, cerrando el libro y levantándose para guardar el dinero en la caja de caudales.
Uno de los gatos que dormitaba junto al fuego se levantó y se frotó en sus tobillos, y no sé por qué pensé que no tenía ningún gato negro, a pesar de que los había atigrados, marrones, rubios, grises, blancos e incluso uno que era como rosado. De gatos negros ni rastro, si es que alguna vez los había tenido. Y en aquel momento se volvió hacia mí, como si hubiese recordado algo, pero sólo era un gesto forzado.
—Mira, he estado pensando —dijo con voz algo forzada— que conforme progresas necesitas un domicilio mejor. El cuarto exterior de una pensión barata de Versalles no es lo más adecuado para este negocio. ¿Qué te parece un pisito elegante? O, mejor, ¿una casa en la ciudad? Cuanto más discreta mejor; a los clientes de postín les gusta la intimidad. A mis clientes de mayor alcurnia sólo les complace mi pabellón del jardín. En el Marais[13] va a quedar libre una casita…
¿Una casa tan pronto?, pensé. No será a beneficio de inventario. ¿Temerá que me largue porque voy prosperando mucho?
—Es algo pequeña —prosiguió La Voisin—, pero está muy bien situada y tiene una salida trasera muy discreta. Y lacayo; sí, necesitas un lacayo, y estoy segura de que te conseguiré uno estupendo. Bien, ¡estás a punto de mudarte! Yo había previsto esperar un año, pero estás muy dotada. Y, además, la Pascua es como el inicio de un nuevo año, ¿no? Bien, ahora celebrarás tu ascenso almorzando con nosotros.
Había algo en su actitud que me estremecía. La he ofendido, pensé; está enfadada y no viviré para ver esa casa que dice. Todo esto no es más que una artimaña para que me quede a comer aquí. ¿No me había prevenido el anciano Montvoisin? ¿Por qué no me habría callado en espera del momento propicio? ¿Por qué me había dado por decir —como una tonta— que sabía lo de los abortos? Unos años más y habría sido libre. Y ahora me invitaba a comer. Un sudor frío bañó mis sienes mientras respondía:
—Muy bien, celebrémoslo.
Tranquila y natural, Geneviève; sonríe y finge no saber nada. Tal vez la cosa no llegue a mayores, quizá se le olvide y se le pase el enfado.
Por entonces ya habían comenzado a llegar los invitados, apiñándose en el negro vestíbulo y en el contiguo comedor, ricamente amueblado, entre saludos y voces. Le Sage, el mago, con su capa gris; las especialistas en farmacopea, La Trianon y La Dodée, con vistosos vestidos recién estrenados rebosantes de cintas por las costuras; La Lépère, quejosa y llorosa por un resfriado de nariz; el abate Mariette, en elegante y juvenil atavío de sociedad; la Pelletier, vestida de tafetán violeta de igual calidad que el que usaba para sus saquitos afrodisíacos; la Debraye, la Delaporte, la Deslauriers, brujas todas ellas, y otros tantos hombres y mujeres, curas, comerciantes, nouvellistes, satanistas, alquimistas y toda clase de gente con título de dudoso origen. El último fue un anciano extraño y giboso, con sotana y rostro de vicioso y una nariz chata llena de venas moradas, acompañado de su querida, una mujer de rostro arrugado y ojos hundidos. Era el abate Guibourg, oficiante de misas negras, quien pagaba en oro los fetos de las que abortaban y los recién nacidos de las inclusas de París. Al verle, la gente retrocedió para dejarle paso, como si un gélido viento acompañase a la pareja.
—¿Ha ido a verte madame Brunet? —preguntó la Pelletier echándose a reír—. ¡Quiere a Philibert, el flautista, cueste lo que cueste!
—Se cotiza mucho en París… yo tengo dos clientas que también le quieren. Supongo que hemos vendido a las tres el mismo poudre d’amour. Bueno, alguien saldrá beneficiado. Aquí entre nosotras, eso nos sirve para ganarnos cierta fama —dijo La Trianon conteniendo la risa.
—Puede, pero tal vez el mío resulte más potente —replicó la Pelletier con orgullo profesional.
—No lo esperes mientras recurras tanto a esencia de testículos —replicó La Trianon con desdén.
—Mira, querida, habría debido protegerse con una máscara de vidrio… no me extraña que se asfixiase… el proceso provoca fuertes emanaciones… —oí decir al otro extremo de la habitación.
—Hace un buen negocio con poudres de succession, pero no creo que le dure; es descuidada y muy vulgar…
Los comentarios revoloteaban en mi cabeza sin que los entendiera, mientras mi terror iba en aumento.
—Bueno, es que La Bosse pierde facultades… Debería retirarse…
—… todo depende del espectáculo. Es la estrategia fundamental, querida.
Di un respingo al advertir que La Trianon se dirigía a mí.
—Ah, sí, sí, desde luego —contesté, con la esperanza de no decir un despropósito. Tenía la voz quebrada de miedo estaba convencida de que todos oían los fuertes latidos de mi corazón.
La sopa era clara. Bueno. Si tuviera algo, estaría turbia, ¿no? Margot la trajo de la cocina en una gran sopera y fue sirviéndola en el aparador, muy cerca de su ama. ¿Vi su mano un instante sobre uno de los tazones cuando pasaban por su lado?
—Tómate la sopa, querida. Estás pálida; la sopa te irá bien —dijo la anfitriona.
Sí, claro que me irá bien; elimina la palidez junto con cualquier otro achaque que puedas tener… Tomé una cucharada.
—Riquísima —dije, pero mi sentido gustativo estaba hiperactivo. ¿Qué era aquel regusto metálico? ¿Sal?
El primer guisado llegó de la cocina ya servido: conejo en salsa de vino, cebollas y —sin lugar a dudas— setas. ¿No envenenaron a un emperador romano con una seta? Sí, claro, obra de Mesalina.
—Ah, qué sabor tan exquisito —dijo con un suspiro el abate Mariette, que estaba enfrente de mí—. Vuestra cocinera es una artista.
Yo me sobresalté y La Voisin clavó en mí sus ojos. Todo menos las setas, pensé. Hay qué ver cómo el miedo potencia los sabores de un guiso. En mi vida había saboreado con tal precisión la equilibrada mezcla de ajo y especias y el sutil aroma del vino. Confería al gusto una sazón increíblemente deliciosa, casi intoxicante. ¿Intoxicante? ¿Habría algo en la salsa? Bueno, ya daba igual. Disfruta de los sabores, Geneviève, puesta a ello. Tal vez sea tu última cena.
—Las setas… chanterelles… tan delicadas… —decía alguien.
Cabezas de muerto. ¿Serán ellas las que dan ese sabor tan sutil y especial a la salsa? No me extraña que no lo haya notado nunca.
—Prueba las setas, querida marquesa. Las hemos hecho especialmente en tu honor.
¿Había realmente un deje burlón en sus palabras? ¿No era excesivamente fría su sonrisita?
—Oh, sí; exquisitas.
Decididamente tenían que ser las setas. Era un sabor exquisito, sublime, indescriptible. ¿Cuáles eran las preces que oía en ensueños durante la misa? Habían volado de mi cabeza. ¿No empezaban por el Paternóster? ¿Estaba segura de que existía el alma? Ah, ojalá tuviese alma, o al menos creyese que la tenía aunque no fuese así. No quería morir. Vino. Un brindis por las artes de Le Sage; por mis éxitos. Bebe, bebe, es tu última noche en este mundo.
—Vaya, el éxito se te ha subido a la cabeza, madame. Le Sage, Mariette, llevadla arriba.
Me dejaron en el lecho del gran dormitorio del siniestro tapiz. El pesado dosel de rico brocado verde y oro daba vueltas en círculos sobre mi cabeza; la pared rojo oscuro se balanceaba y giraba. Bien; que me sorprenda aquí la muerte. No podía levantar la cabeza, se me cerraron los ojos y me sentí caer como en un pozo, al tiempo que musitaba la única plegaria que me vino a la mente: Dios, si existes, recibe mi alma, si es que la tengo.
Me desmayé cuando anochecía. En un rincón del cuarto ya en penumbra oí susurros.
—Calla, no sea que nos oiga —cuchicheaba una voz áspera.
—Está borracha perdida; no oye nada —replicó Le Sage.
—Mi marido está cada día más débil, tiene los ojos hundidos y no para de toser. No puedo aguantar más.
—Un poco de paciencia, mi amor, y estaremos casados.
—Te digo que no lo aguanto; estoy deshecha.
—¿De amor y anhelo por mí, oh sublime reina, o de lástima por el miserable alfeñique con el que estás casada? ¿Qué sucede? ¿Por qué te acobardas ahora? ¿No lo deseabas? Pues así lo hice.
—Es un hechizo tan horrible… Tienes que deshacerlo.
Por fin reconocí la voz; era La Voisin.
—¿Deshacer el hechizo de una cabeza de carnero? Nunca se ha hecho.
—Desentiérrala; te digo que la desentierres. ¡No aguanto más verle consumirse de ese modo!
El tono de desesperación me hizo abrir los ojos. Felizmente tuve la suficiente presencia de espíritu para volver a cerrarlos y permanecer tendida sin moverme.
—Si no haces ese pequeño esfuerzo es que no me amas. Me han amado mujeres mucho más decididas que tú. Juntos podríamos ser dueños de Europa, pero tú sola, ¿qué eres?
—Mucho más que tú, hombre desagradecido e inconsecuente. ¿Por influencia de quién te libraste de galeras? ¿Sabes de algún condenado que saliera vivo de una condena igual? ¡Tú, el único! Gracias a mi influencia en la corte te desembarcaron en Génova. ¿O crees que fue por casualidad? ¡Yo te he creado y puedo destruirte! Vamos, ve ahora mismo a desenterrarla y la traes aquí, yo misma desharé el maleficio. ¿Qué ha hecho ese hombre que tanto desprecias, aparte de decepcionarme? Tú sí que me has sido infiel repetidas veces… y yo siempre transigiendo para que tú vuelvas a engañarme. No me dirás que eso no es amor ciego… Adam, no me busques las vueltas o lo lamentarás amargamente.
Ruido de una silla al moverse y pasos.
—Muy bien, si tan poco represento para ti, te la traeré. Pero no esperes ayuda de mis asociados para tus… aprovisionamientos.
—Hay otras maneras de proveerse en París… No te necesito… saltimbanqui.
Seguía obnubilada, entre nieblas, y las paredes se volvían grises y borrosas.
Me desperté a oscuras. Un candelabro al fondo del cuarto arrojaba una débil luz que no llegaba a los rincones; del horno oculto por el tapiz salía olor a podrido y quemado. En la mesa, junto al candelabro, vi abierto el grimoire, el libro de hechizos de las brujas.
—Ah, por fin revives. Nunca he visto a nadie tan ebrio. Creías que iba a envenenarte, ¿verdad? No temas; el día que piense hacerlo no te percatarás.
La Voisin iba ataviada con un vestido negro sombrío que nunca le había visto; sentada junto al candelabro, la luz reverberaba en su rostro y sus rasgos regulares adquirían una siniestra belleza bajo los negros rizos del cabello.
—Tú representas para mí una fortuna y no es cuestión de destruir una fuente de ingresos —añadió, cruzando las manos en el regazo—. Así que seremos amigas. La amistad sólo es posible entre mujeres porque sabemos ayudarnos unas a otras. Si hay amistad entre un hombre y una mujer, el hombre se aprovecha de la mujer porque tiene que alimentar su orgullo, engrosar su portamonedas. Es muy distinto con nosotras, ¿no crees? Las que no tenemos nada debemos saber encumbrarnos. Aunque es cierto que sólo son las mujeres quienes se declaran enemigas, ya que los hombres piensan que no merece la pena molestarse por una mujer. Y ése es su punto débil, ¿no? Así gobernamos nosotras, las brujas, en el mundo de los nombres. Atacándolos en sus puntos débiles. ¿Te duele aún la cabeza?
Las sutiles espirales de humo de las velas ascendían hacia la fantasmagórica oscuridad del techo. Me encontraba fatal.
—Me siento como si fuese a morir.
—Me alegro. Así aprenderás a no beber con exceso en público. ¿Cómo habrías estado en condiciones de tomar el contraveneno si hubieran querido envenenarte? Hasta un gato sabe por instinto resguardarse de la lluvia. —Al oír que lo mencionaban, el gato más grande saltó a su regazo—. Ya veo que no te has repuesto.
Creo que eso es lo último que le oí decir, secundado por un ronroneo en altibajos del gatazo.
Me desperté por la mañana sobre un camastro en un cuarto gris y abuhardillado de las dependencias de los criados. Sylvie me zarandeaba.
—¡Despertad, despertad! ¡Todo París anda revuelto por la noticia, os habéis hecho famosa con la predicción! Hoy tenemos tres citas en París y otra en la corte. ¡Ah, hay docenas de clientes ansiosos, y todos de alcurnia! ¡Y pagarán bien! Consultas con vos, polvos de madame… ¡Nos haremos ricas!
—Jesús, no grites así. Me estalla la cabeza. ¿De qué noticia hablas?
—¿No lo sabéis, habiéndolo anunciado vos? El rey ha expulsado de la corte a madame de Montespan, que se ha venido a París a restañarse las heridas, mientras sus rivales afilan las uñas.
Lancé un gruñido y me incorporé. Notaba la cabeza como la vejiga hinchada de un cerdo.
—¿Qué… cómo? —atiné a balbucir.
—Ah, ha sido increíble. En Pascua el padre Bossuet ha denunciado desde el púlpito el pecado del rey con madame de Montespan y le ha negado la comunión la víspera de su partida a la guerra de Flandes. Y como no puede ir a la guerra sin estar en gracia de Dios, se dice que ha solicitado la simple separación, como ya hizo antes para poder comulgar, aunque eso fue en tiempos del padre Lachaise, que no era tan severo. Monsieur Bossuet ha seguido en sus trece y ha dicho: «Dejad a esa mujer, pues cometéis doble adulterio al estar casada ella también». Y ahora todas las damas solteras esperan su oportunidad. ¡Si yo estuviera cerca del rey, seguro que se fijaba en mí! Pero no tengo ninguna oportunidad, a menos que…
Vaya, otra consumidora de filtros de amor y amuletos. Cabía esperar que quienes trabajan en el negocio se dieran cuenta de que son absurdos, y, sin embargo, son los mejores clientes.
Una vez vestida y a punto de salir, advertí que mi patrona no se mostraba tan entusiasmada como Sylvie. Sus dos hijos pequeños se peleaban por una pelota, el hermano mayor, de diez años, tenía que ir a recoger un paquete en el laboratorio dé La Trianon, y la hijastra, Marie-Marguerite, le dirigió una mirada furibunda al cruzar el salón llevando en una bandeja el desayuno para su padre.
—¡Vaya, la marquesa ha decidido por fin levantarse! —dijo en tono sarcástico—. Felicidades, ilustre adivina. Por fin tu estrella va en ascenso.
—¿Qué bicho os ha picado esta mañana? —repliqué yo; las cefaleas no endulzan mi carácter.
—¡Cómo te atreves! —me espetó malévola con mirada asesina—. Cuando te introduje en sociedad para aumentar el negocio no era mi intención que me enemistases a la clientela.
Me dolía demasiado la cabeza para andarme con reparos.
—Hice exactamente lo que me dijisteis. Si no os gusta, más vale que me tengáis mejor informada en vez de mostraros siempre tan taimada —repliqué.
—La condesa de Soissons es clienta mía hace años. ¿Cómo te has atrevido a quitármela?
—Fue ella quien me llamó, y cuando la recomendé a vos se echó a reír.
La Voisin me miraba con los labios apretados.
—No tenías por qué predecir la caída de madame de Montespan.
A pesar de mi fuerte cefalea comprendí lo que insinuaba: la marquesa de Montespan era también clienta suya. Eran dos personajes a temer.
—Ella me lo pidió, y lo vi en la bola de cristal.
—¿En la bola de cristal, verdad? ¿Es que no recuerdas lo que te enseño? ¡No hay que leer a un cliente la fortuna de otra persona! ¡Tonta estúpida, ahora las dos se te echarán encima!
Encima de ti, pensé. La Voisin estaba sombría como una nube de tormenta. En circunstancias normales me habría atemorizado, pero habiéndome considerado envenenada, ya no me amedrentaba. Sostuve con tal firmeza la mirada, que la obligué a ella a desviarla.
—¡Robarme las clientas! ¿Así que te estás estableciendo por tu cuenta? ¿Quién te sacó del arroyo, di? ¡Contesta! ¡Contesta!
Todos se habían detenido frente al cuarto para escuchar la discusión.
—Del río… De todos modos, no me había tirado —repliqué yo con la mayor entereza posible.
—¡Ah, claro, has estudiado filosofía! No eres una mujer pobre que se ha abierto camino por sí sola. Sabes latín y griego, igual que un hombre. ¡No eres corriente! Casi una Matignon por parte de madre. ¡Cómo no! ¡Hay que hacer reverencias a la sangre de Matignon de esa lagarta, si es que aparece por alguna parte!
—¡No oséis insultar a mi madre… horrenda y vieja bruja!
—Bruja, ¿eh? Existe más honradez entre las brujas que entre los Matignon, ¿sabes? Tú eres obra mía, ¿entiendes? ¡Obra mía! ¡Yo te busqué, te salvé y te creé! ¡Eres mía! ¿Por qué crees que no estaba echada la llave de la puerta la mañana en que te fuiste de casa? ¿Por qué crees que aparecí yo para que no te lanzaras al río? Tu querida madre tenía mejores planes. Nada más leer el testamento vino corriendo a mi casa. «¿Y por qué vais a pagar un entierro?», le dije. «Echadla de casa y os la quitáis de encima. No la encontrarán y nunca os relacionarán con su muerte». Y vi cómo le brillaban los ojos de avaricia. «No me paguéis; no hace falta lo que me pedís. Podéis conseguir de balde lo que os proponéis», le dije. De balde; eso es lo que hizo que le brillasen los ojos de aquel modo. El dinero es lo que impulsa a obrar a una Matignon. Dinero, dinero y dinero. Ella no se detendría ante nada por hacerse con el dinero que te dejó tu padre. Y con mayor motivo si la solución es una ganga. ¡Menuda madrecita ahorrativa tienes! Un linaje honorable, los Matignon, como todos los grandes que vienen a consultarme. ¡Ya lo creo! Pero tú tienes un talento natural, comes, bebes y te vistes a costa mía…
Me quedé helada. Todo concordaba, como cuando aparece la pieza que falta de un rompecabezas. Se me encogió el corazón.
—Demostradlo —dije.
La bruja permanecía quieta, mirándome con sus ojos negros.
—Ven a mi gabinete y te mostraré los pagos de tu madre en el libro de cuentas —replicó con voz suave y amarga.
Yo la seguí, cada vez más obnubilada, hasta el armarito dorado. Era el segundo asiento de una página en la que no había más anotaciones: «Desea comprar polvo de herencias para su hija». El día después de la muerte de mi padre. «La despido sin vendérselo», última anotación; mi madre no había vuelto más.
—No sabía… no sabía nada… —musité, apoyándome contra la pared para no caer. Ah, qué horrible eres, vista así descarnadamente; ojalá no te hubiera conocido.
—No —añadió la bruja, bajando la voz y mirándome con sus ojos astutos, casi malignos—, no lo sabías, ¿verdad? Dime —prosiguió con voz melosa y persuasiva— ¿qué le leíste en la bola a la condesa de Soissons?
—Fue ella… quien me preguntó qué iba a ser de madame de Montespan; yo miré y la vi abandonando la corte a toda prisa en una carroza con cuatro jinetes en el camino de París.
Me sentía tiritar, me escocían los ojos y tenía las mejillas mojadas.
—Por la que llegó ayer… humm. Sécate la nariz con esto y léeme la bola —dijo, tendiéndome el pañuelo bordado que llevaba metido en la manga.
Sacó del aparador un recipiente redondo y tocó la campanilla para que viniese Nanon y lo llenase de agua. Miré en el interior y se fue formando una imagen brillante en el fondo. Madame de Montespan, vestida de brocado bordado en hilo de oro y diamantes, sentada regiamente en un sillón acompañada de otras damas, incluida la institutriz que yo había visto, todas de pie o sentadas en escabeles. Un hombre ricamente vestido, de rostro oscuro español, marcado de viruela, entró en el cuarto. El rey.
—Veo a madame de Montespan, vestida de oro y diamantes, hablando con el rey ante las damas de la corte.
—Bien, eso está mejor —dijo ella mirándome—. Ahora, sobreponte, tienes citas y yo tengo que hacer; en la calle hay una fila de carruajes. ¡Ah, maldita sea, Lucien no está! Tendré que enviar a Philippe.
Tras lo cual, llamó a su grosero hijo de trece años, el que estaba excesivamente gordo y nunca hacía nada, y le habló en voz baja; pero yo le oí porque tengo buen oído.
—Ve inmediatamente a casa de mademoiselle Des Oeillets, en la calle Vaugirard, y le dices que tengo poderes para resolver el futuro de su señora de un modo brillante. Y si no has vuelto a la hora de comer, te dejo sin dulces durante un mes. Ése es de Antoine —añadió nada más salir el muchacho—, un gandul. Mis hijos son un desastre, pero de ti espero más; no olvides que yo te elegí y eres obra mía. Sin mí no eres nada. Ve a lavarte la cara, pareces una boba. A partir de ahora —añadió con voz pausada cuando me disponía a salir— finge no poder leer el futuro de los que no toquen el cristal. Eso te impedirá verte forzada a leer la fortuna de enemigos distantes de los clientes, dado que pueden convertirse a su vez en clientes. Tú no tienes inteligencia para evitarte las intrigas que resultan de leer la fortuna de un tercero. Quiero verte aquí dentro de una semana. Creo que para entonces tendré buenas noticias para ti. Pronto tendrás al alcance de la mano la venganza que te prometí.