18

—Señora, tened mucho cuidado con la condesa de Soissons —dijo Sylvie mientras me apretaba el corsé—. Uf, ¿de verdad que lo queréis tan apretado? Yo os veo muy derecha sin necesidad de… Bueno, lo que quiero decir es que no se os ocurra ofenderla. Estas damas italianas son todas envenenadoras. El vicio italiano… no es una simple enfermedad, os lo digo yo. Y el conde de Soissons murió hace dos años en circunstancias muy misteriosas; por no hablar de otras personas allegadas a ella. Y su hermana, la duquesa de Bouillon, es otra que tal, os lo digo yo. Por muy de moda que esté su salón, es una Mancini, y se dice que está deseando quedarse viuda. No, no os sorprendáis. Creedme a mí, que sé de qué hablo. Ellas son clientas ideales para las adivinas, aunque ya estáis de moda desde que le leísteis el porvenir a la reina. Seguro que la condesa es una clienta habitual. Complacedla y haréis vuestra fortuna con todas esas damas ambiciosas e intrigantes. Muerta, por el contrario, de poco nos serviríais. No deis un paso en falso.

La condesa de Soissons, una mujer morena de rostro alargado y astuto y nariz respingona infantil pero avejentada, me recibió en sus aposentos de palacio. Eran muy reducidos en comparación con lo habitual en París, pero advertí lo amplios y bien situados que estaban tratándose de Versalles, donde los cortesanos de más alto rango viven como sardinas en canasta. Y, desde luego, los muebles dorados y taraceados, las mullidas alfombras y los tapices de seda eran de un lujo fabuloso.

—Quiero saber si un… amante… de ilustre apellido… se volverá contra mí —musitó con discreción, sin que la oyeran sus servidores.

Dios mío, pensé, otra que quiere acostarse con el rey. Me llegaban a docenas y de toda condición; los nobles provincianos de pocos recursos reunían esforzadamente hasta el último céntimo para poder presentar a la hija más guapa en la corte; grandes damas, casadas o no, sobornaban a quien hiciera falta para obtener un puesto entre las sirvientas de honor de la reina o en cualquier lugar en el que el rey las viera con frecuencia. Hacían toda suerte de planes, consumiéndose de inquietud y comprando toda clase de hechizos; donde se posaban los ojos del rey siempre había negocio, y una noche con él era como ganar un premio a la lotería. Dos o tres noches con el rey y la corte te hacía reverencias al pasar. «Es la nueva favorita», cuchicheaban, mientras las otras volvían despechadas sus empolvados rostros. Era una especie de transformación mágica que sólo duraba hasta que la augusta mirada del Rey Sol se detenía en otra, pero era la posición suprema durante un tiempo y la familia de la afortunada cosechaba los beneficios: pensiones, cargos, títulos. Sólo había una ex querida a la que nadie envidiaba, pues todos sabían la desgracia de mademoiselle de La Vallière, que había sido nombrada duquesa y que ahora estaba recluida en un convento de carmelitas, con la cabeza rapada y privada de sus hijos. Un cambio de vida muy edificante, decían los predicadores.

La imagen en la bola era muy clara, pero su significado era ambiguo.

—No me resulta claro lo que quiere decir —manifesté con toda sinceridad—. Os veo en una carroza de ocho caballos, viajando a toda velocidad de noche a la luz de antorchas portadas por jinetes.

—Un viaje nocturno a Marly, sin duda. Recobraré su amor —añadió ella.

Si ella lo dice…

—Con un vaticinio tan favorable, tal vez deseéis potenciar la imagen de la bola con algo más potente. Conozco a una mujer en la calle Beauregard que podría…

—¡Ah, Dios mío, eres otra acolita de La Voisin! ¡Y yo sin sospecharlo! ¡Vaya gracia! —exclamó, arrellanándose en el sillón con risa fingida, como si no lo considerase divertido—. Es asombroso; tiene gente por todas partes. Bien, dime —añadió, inclinándose hacia adelante, con el tono discreto y contenido de la cortesana—, ¿qué ves en la bola respecto a madame de Montespan? Te pagaré bien este segundo vaticinio.

Preparé mis instrumentos para una segunda interpretación y miré fijamente al agua.

—Ah, muy interesante —dije—. Veo a madame de Montespan abandonando la corte. Va enfurecida en su carroza, a toda velocidad hacia París. Va cargada de cajas. —Advertí en la imagen los charcos de la carretera y los brotes de los árboles—. Sí, la han despedido y por lo que veo será pronto.

—¡Ah, qué maravilla! —exclamó la condesa—. Caerá en desgracia y yo tendré su poder —añadió con un esbozo de sonrisa—. ¿Con quién es tu próxima consulta? —inquirió como sin darle importancia.

Algo en mi mente me hizo barruntar el peligro y, para eludir el tema de mi clientela, dije:

—En esta estación de santa penitencia, voy a renunciar a vaticinar para dedicar mi tiempo a prácticas devotas hasta la resurrección del Señor.

Se acercaba la Semana Santa y me pareció una buena excusa. Nada de adivinanzas hasta después de Pascua, ¿no era encomiable acaso? Además, en la corte, a diferencia de París, era conveniente hacer profesión de piedad para seguir la moda. Y lo cierto es que me vi asistiendo a más misas que mi hermana Marie-Angélique. Ajá —parecía decir la condesa con la mirada—, no quieres decírmelo. Nos entendíamos bien.

Al domingo siguiente, después de misa, cuando salía con los aristócratas y sus sirvientes de la capilla de Versalles, se me acercó un desconocido.

—Madame —dijo, adelantando a un lacayo que portaba un cojín para el duque de Conde—, ¿podemos hablar? Creo que me es necesario un… vaticinio. —Le miré con detenimiento y no me pareció un noble, aparte de que hablaba con acento provinciano—. Tenéis influencia, os he visto en compañía de grandes señores y observo que os asedian en los pasillos de palacio casi todos los malditos días que llevo aquí. Vuestra criada me ha dicho que gozáis de familiaridad con la duquesa de Vivonne.

Dirigí una furibunda mirada a Sylvie, que iba detrás de mí con el misal. ¿Cuánto habría cobrado a aquel hombre a quien yo no podía ayudar?

—Mucho me temo que la duquesa de Vivonne no esté dispuesta a utilizar su influencia por menos de mil pistoles, y exclusivamente a cambio de presentar una solicitud; pero sin garantía de que el rey os reciba. Mejor sería que intentaseis presentar la petición directamente al rey.

Aquel hombre no podía alimentar esperanzas; tenía el aspecto de un noble provinciano arruinado, rústico y anticuado: tacones demasiado bajos y hebillas de imitación; cuello y bocamangas sin encaje, una peluca grande sobre su frente curtida por el sol y unas plumas en el sombrero lacias y desangeladas. Un risible hobereau[11].

—Me resta bien poco tiempo y os aseguro que llevo días aguardando la llegada del rey en carroza a la capilla para oír misa y a la puerta de su cabinet de conseil. No tengo la ropa ni el aspecto de cortesano y siempre me desplazan, impidiendo que me vea. Pero tiene que oírme; tengo que entregar al rey mi memorial o mi hijo estará perdido.

Seguramente trataba de conseguir un cargo o asegurar una herencia, y suscitó mi curiosidad. Además, me daba lástima. La mayoría de los solicitantes pasaban meses y gastaban miles de escudos para poder entregar al rey una petición. Algunos sobornaban a los criados para averiguar por dónde pasaría el rey; otros lo hacían con los cortesanos, por su influencia; había quienes se compraban vestimenta cortesana; otros alquilaban una buhardilla de elevado precio en el mismo Versalles y muchos de ellos acababan con los zapatos desgastados. Sólo un provinciano podía ignorar la situación.

—¿Cuál es vuestra petición al rey, monsieur…?

—Honoré d’Urbec, de los Urbec de Provence, a vuestro servicio —dijo, quitándose el sombrero con airoso ademán y obsequiándome con una profunda reverencia.

Quedé muda un instante. Se trataba del amigo de Lamotte; no había error posible con un extraño apellido como aquél. Pero el amigo de Lamotte tenía acento parisino.

—¿Una familia de raigambre? —inquirí cortésmente.

—Un linaje de los más antiguos —replicó él con elocuente gesticulación y acento meridional aún más notorio—. Los d’Urbec proceden de la época de Julio César, aunque entonces el apellido se escribía de forma distinta; luego, estuvieron los d’Urbec de la época carolingia y de las cruzadas. Si nuestra hacienda estuviese en proporción con lo ilustre del apellido, seríamos de las primeras familias de Francia, como lo somos en el sentido moral para quienes saben apreciarlo justamente.

Un soñador, pensé, un cuentista, un provenzal. El caballero, de cierta edad, se quedó inmóvil y avergonzado al advertir que le miraba con frialdad.

—Os diré, madame, para que decidáis si debemos o no proseguir la conversación, que nuestra familia perdió su condición nobiliaria en vida de mi abuelo por dedicarse al comercio, y nos vemos reducidos a pagar la taille[12], como los rústicos.

—Proseguiremos la conversación, monsieur d’Urbec, pero no en este pasillo. Además, tengo un compromiso ineludible. Nos veremos después de comer en el bosquecillo de los pabellones, donde podremos sentarnos y estar a gusto. En esta época del año no lo frecuentan los cortesanos y estaremos tranquilos.

—¿A qué hora? —inquirió él, sacando del bolsillo un reloj antiguo pero muy elaborado, en forma oval, que mostraba las fases de la luna además de la hora; un artilugio inopinado en manos de un personaje ataviado como él.

—¿A las tres, por ejemplo, monsieur d’Urbec? Lamento no estar libre antes de esa hora.

Y fui en busca del almuerzo gratis en alguna mesa, pues me había convertido en una desvergonzada cherchemidi, como la mayoría de los residentes de Versalles.

Una fresca brisa primaveral bamboleaba las ramas recién floridas de los árboles del bosquecillo de los templetes, y me alegré de llevar el grueso chal al apearme de la silla y dirigirme al encuentro del caballero d’Urbec, que me esperaba al pie del arco de mármol del primer pabellón. El hombre se quitó su viejo sombrero negro a guisa de saludo.

—Ahora puedo escuchar cuanto tengáis que decir, monsieur d’Urbec —dije, mientras nos sentábamos en un banco de piedra labrada.

Debo confesar que lo que me dijo me pareció interesante, como cualquier información que arrojase luz sobre alguna parte de la vida de Lamotte y sus amigos. El caballero me explicó que el juego era la locura que había acabado con la fortuna de la familia; habían hipotecado las propiedades y así las habían perdido, a la par que un abuelo excéntrico había convertido la pasión familiar por los telescopios y artilugios mecánicos en próspero negocio de cronómetros navales y relojes de lujo para la aristocracia, con la consiguiente reprobación de los miembros más tradicionalistas del apellido.

—Mis hijos heredaron el talento por la mecánica, pero en Florent yo vi algo más. ¿Me equivoqué creyendo que él sería nuestra salvación? Cierto que era impetuoso, como todos nosotros, pero llegar a esta desgraciada situación…

Un tío del muchacho había advertido su valía y, como él sólo tenía hijas, le había pagado los estudios de leyes en París.

—Debéis entender que mi cuñado no es como nosotros. Es un hombre tosco, con un buen cargo de recaudador de impuestos, que ansiaba un heredero a quien dejar el empleo. Pero a pesar de sus ingresos, no tenía hijos. Yo dejé a Florent en sus manos porque ello suponía para el chico estudios en París y dinero, mientras que con nosotros no habría pasado de ser un relojero toda su vida. Siempre he soñado —añadió con un suspiro— que alcanzara altos puestos y fortuna para poder solicitar la rehabilitación de la familia. ¿Qué padre no querría lo mismo para su hijo? Pero después me enteré de que había dado en malas compañías y descuidaba los estudios. Supongo que pasaba el tiempo con mujeres y en tabernas de baja estofa llenas de escritores sin oficio ni beneficio. Su tío estaba furioso y le amenazó con romper con él, y yo fui a París dos semanas atrás para reprenderle y amonestarle para que obedeciese a su tío en todo, pero ¿qué me encontré? Su cuarto sellado por la policía y él arrestado. Acudí a la policía y a los magistrados, pero no pude saber de qué le acusan. Después encontré a un amigo suyo, protegido de la duquesa de Bouillon, y me dijo que se acusa a mi hijo de haber escrito un libro con el seudónimo de «Catón». Cosa que me extraña mucho en él, porque, como yo, es incapaz de avergonzarse de expresar sus opiniones con su propio nombre. ¡Un d’Urbec no se oculta en las sombras para oponerse a la maldad! Mi padre, en su época…

El caballero calló de pronto, y yo pensé que era cosa de familia; un clan de locos meridionales, revolucionarios y seguramente librepensadores.

—Es evidente que se trata de una confusión de identidades —apostilló el caballero— y comprendí que, a menos de poder dar con el auténtico «Catón», no había nada que hacer. En París la justicia actúa con celeridad y las indagaciones estaban hechas. Estuve yendo día tras día al Châtelet y por fin pude saber que le habían condenado a galeras de por vida. ¡Monstruoso! ¡Monstruoso! ¡Un error judicial que sólo el rey puede subsanar! Pero cada día que pasa se agrava la situación de mi hijo; los presos han salido ya de Marsella, pero ¿cuántos sobrevivirán a la marcha encadenados al remo en el duro banco? Señora, yo he estado en Marsella y conozco el destino de los galeotes; mueren por docenas, madame, como ganado. Y él, que es un simple estudiante, no lo resistirá. Preferiría que fuese un curtido vagabundo o un salteador de caminos, que son personas con poder en el mundo penitenciario y forman alianzas en detrimento de los otros presos. Debéis ayudarme, madame. Si pudiese llegar hasta el rey o el duque de Vivonne, que es capitán general de galeras, o incluso hasta una mujer de influencia que pudiera mediar ante ellos…

—Monsieur, me temo que cada paso de ese proceso que decís exigirá más dinero del que vuestro acaudalado cuñado recauda en un año para el Estado. Sois un idealista si pensáis que la justicia funciona sin dinero.

Consideré su petición y comprendí que nunca impresionaría a un magistrado que hubiese visto las pruebas. ¿Qué habían descubierto en el registro? ¿Qué habían obtenido del Grifo o de Lamotte?

—¿Cuál es la prueba que vincula a vuestro hijo con ese libelo difamatorio? —inquirí.

—Ah, ninguna, madame. Lo sé con seguridad, pues soborné a un funcionario del tribunal. Sólo disponen del libro, que fue prohibido por orden del teniente general de la policía, un tal La Reynie, y la denuncia de un confidente de la policía que ronda por las tabernas. Este confidente es un rufián de cuya palabra duda hasta el juez del caso, según me dijo el funcionario. Pero en los casos de traición basta con la sospecha, madame. Y tengo entendido que la obra merece tal calificación, pues predice el derrumbamiento del Estado por corrupción fiscal, aunque tenéis mi palabra de que yo no la he leído —añadió, nervioso, mirando en derredor, para volver a dirigirse a mí, turbado—. El tal Lamotte me ha dicho que consiguió verle en la cárcel y mi hijo le aseguró que no confesó durante el interrogatorio. Lamotte perjura que no encontraron un solo ejemplar ni una nota en su poder. Luego es evidente que se trata de un error de identidad.

—¿No ha confesado? Entonces quizá haya alguna esperanza. Continuad con vuestra reclamación, monsieur d’Urbec, y voy a proponeros una idea. Es la siguiente: debéis situaros en el lugar en que los aposentos del rey desembocan en la sala de guardia, ya que esta dependencia es lo bastante amplia y en ella el cortejo real se dispersa en cierto modo. Así podréis acercaros a él.

—¡Estupenda idea! ¿Por qué no me lo habrán sugerido? ¡Mil gracias, madame! ¿Qué puedo ofreceros a cambio de vuestra amable intervención?

—Dudo que podáis, pues imagino que mi avariciosa Sylvie ya os habrá hecho suficiente quebranto. Yo actúo exclusivamente por deseo de que se haga justicia.

Volvió a obsequiarme con una profunda reverencia y se alejó, mientras mi criada llamaba a los porteadores de la silla, que estaban jugando a los dados a unos pasos del pabellón.

Pasé toda la tarde en un estado de obnubilación y ensueño: estaba con André Lamotte, en una cena íntima, y bebíamos vino.

—Ha sido una inteligente maniobra para salvar a d’Urbec ¿Cómo no se me habría ocurrido? Admiro a una mujer tan inteligente. No es frecuente que la inteligencia vaya unida t la belleza. Criado, escancia el borgoña que tengo reservado. Geneviève, brindemos por nuestro futuro.

Y en el momento en que alzábamos las copas, el sueño se desvaneció. Basta de tonterías, Geneviève Pasquier, me dije. Las muchachas que ceden a la ensoñación acaban mal; lo decía la abuela. Pero ¿quién era ella para hablar? ¿No había llorado ella con Astrée en su juventud?

22 de febrero de 1675. ¿Qué locura me hace desear a Lamotte, que nunca me querrá? Suficiente es con hacer creer a las personas en demonios que se apoderan del alma. ¿Será porque es hermoso, o porque se prendó de Marie-Angélique, y conquistándole yo es como si fuera tan guapa como ella? Desde luego no es por su inteligencia; tiene que ser por su encanto. Incluso su solo recuerdo me excita. Y me hace ver el mundo de una deliciosa simplicidad. Quiero formar parte de esa vana simplicidad…

Pero conforme escribía di un respingo, como si alguien me hubiese tocado. Alcé la vista hacia la oscuridad detrás de la vela y reparé en un rostro burlón de ojos hundidos que me miraba. Parecía el fantasma de Florent d’Urbec.

Aquella noche, en Versalles, mientras Sylvie cepillaba mis ropas en el cuartito alquilado de la buhardilla, alcé la vista del dietario, que ella llamaba mi «libro de cuentas».

—Sylvie, mañana quiero que lleves esta carta a París y la dejes en el confesonario de la iglesia de los jesuitas de la calle Saint-Antoine.

—¿Qué hay dentro? —inquirió ella con descaro.

—Lo que hay es un luis de plata para ti; pero si quieres puedes leerla, aún no la he sellado.

Sylvie cogió la carta y comenzó a seguir los renglones despacio, marcando las palabras con los labios.

—Caramba, qué cosa. Una denuncia a la policía. ¿Quién es ese Catón que os prometió matrimonio y se largó con las cucharas de plata? ¿Y viajasteis hasta París para dar con él y estaba con otra mujer? Menudo villano… «Alto, pelirrojo, con barba de color castaño, cicatriz en una mejilla, se gana la vida escribiendo libelos con nombre falso y recibe dinero de Guillermo de Orange». ¡Vaya denuncia!

—Sea quien sea, es totalmente distinto a monsieur d’Urbec, que es moreno y de estatura mediana.

—Ajá, sois muy astuta. Error de identidad, ¿verdad? Retrasará algo la acción de la justicia, y si no le han hecho confesar bajo tortura, puede que le pongan en libertad. Siempre que no lo tomen como un desacato. Pero no sabía que conocíais a ese d’Urbec —añadió mirándome taimada—. ¿No estaréis enamorada?

—No le conozco de nada —me apresuré a contestar.

—¿Y cómo sabéis que es moreno y no muy alto?

—Sencillamente, porque supongo que se parece al padre.

—Peor para el pelirrojo —añadió en tono cínico antes de apagar el candil de un soplo.