La reunión del consejo real acababa de terminar; su majestad se había retirado por una puerta interior para eludir la plétora de solicitantes en la antecámara del salón de reunión. En el momento en que el cortejo de ministros, con peluca y sombreros emplumados, salió al pasillo, se alzó un murmullo de decepción entre los grupos. Un delicado tira y afloja en la puerta del salón desembocó en que Colbert cediese el paso al marqués de Louvois, el implacable personaje que mandaba en el ejército real y en la policía, y cuya extravagante indumentaria suscitaba risas disimuladas en la corte. Un hombre con rostro de rasgos toscos como los de un carretero.
—Monsieur de Louvois… —dijo La Reynie adelantando un paso cual si acabase de llegar, en vez de aguardar a que su superior le hiciera comparecer.
—Ah, estupendo que estéis aquí —espetó Louvois en el brusco tono de mando que solía usar—. He hablado personalmente del asunto con su majestad y ha elogiado a la policía por la rapidez en localizar a esa mujer. Su majestad desea manifestaros que se interesa mucho por este caso y no debe permitirse que madame de Brinvilliers escape a la justicia real. Ya ha sido condenada in absentia, por lo que procede que hagáis lo necesario para traerla a Francia para que sea ejecutada.
—Entendido, excelencia.
Se habían apartado de los demás; Louvois con su bastón profusamente adornado y sus vulgares zapatos de tacón alto, y La Reynie con el sobrio atavío de jefe de policía en acto oficial en Versalles. Llegados a una de las antecámaras oficiales, lejos de oídos indiscretos, se detuvieron.
—Hay otra cosa —añadió Louvois con voz pausada—. Cunden persistentes rumores de que algunos de los nombres más ilustres de Francia están implicados en un tráfico clandestino de venenos y a su majestad le preocupa que esa historia empañe la gloria de su reinado. Hasta el momento, la marquesa es la única dama vinculada a semejante delito, y su majestad desea que se amplíe la investigación para descubrir a los posibles conjurados. Sólo si demostramos satisfactoriamente que es ella la única culpable en este asunto podremos poner coto a los rumores.
—Totalmente de acuerdo, monsieur Louvois —replicó La Reynie—. Pero ¿y si no es así?
Pero Louvois le dio la espalda y se alejó en silencio.
Aunque su carroza no llegó a París hasta el anochecer, La Reynie envió previamente un mensajero a casa de Desgrez.