—Tu primera visita a la corte —dijo la bruja, contenta. Los gatos se frotaron con su falda al sentarse ella en el silloncito del gabinete. A mí me había ofrecido un escabel. Voy progresando, pensé. Algún día me ofrecerá un sillón—. Leo en tu futuro que llegarás lejos. ¿Otro mazapán? —Yo cogí uno grande y ella sonrió; en aquel momento habría preferido cambiarlo por otro pequeño, pero ya era demasiado tarde. Además, el mazapán me gustaba—. Naturalmente, yo puedo asesorarte porque conozco la corte en Saint-Germain, Fontainebleau y Versalles. Pero, visitar a la reina… sí que has progresado, y rápido. Me siento satisfecha.
Apenas había dado cuenta del mazapán cuando ya estaba pensando en otro, pero me dije que no debía mirar la bandeja.
Ella se levantó de pronto y atizó el fuego, que languidecía.
Aprovechando que estaba de espaldas, cogí otro mazapán; uno pequeño que no se notaba. La bruja sacó un libro del armarito y lo hojeó, y mientras volvía a ponerlo en su sitio se volvió hacia mí.
—Diviértete en casa de los grandes, querida; entérate de sus secretos y que te hagan confidencias. Y no olvides que siempre puedes contar conmigo para ayudarte a ti y a ellos con mis «servicios confidenciales»… —Volvió a sentarse y entornó los ojos al observar la bandeja—. Bueno, ¿cuándo vas a Versalles? —añadió, como si no hubiese notado la falta del mazapán—. Tengo un paquetito que quisiera que entregases. Y una cosa que quiero recordarte, pues casi me considero tu madre y sólo deseo tu bien, es que nunca les demuestres debilidad. Esa gente son como lobos y si notan la más leve indecisión se lanzan sobre ti y te devoran en un abrir y cerrar de ojos. ¡Audacia! ¡Descaro! A ellos lo que les gusta es que los deslumbren. Tú confía en tu ingenio y no confíes en la amistad de nadie. La corte del Rey Sol es peor que un nido de víboras.
Teniendo en cuenta de quién venían, aquellos consejos me impresionaron.
—Necesitarás un vestido adecuado para la corte —prosiguió—, aunque el que tienes servirá de momento hasta que ganes más dinero. —Se echó a reír—. ¿Quieres ver el mío? Los bordados son exquisitos, y no es para menos pues sin ellos ya cuesta quinientas libras.
Yo me preguntaba a qué iría ella a la corte. No sería, desde luego, para ver comer al rey en público, como una simple visitante.
Arriba, en su dormitorio, La Voisin abrió el armario cerrado con llave en que guardaba su vestuario, bien tapado en fundas de muselina; de una de las fundas extrajo un vestido de seda del color de la aurora forrado en verde claro, y de otra funda surgió una colección de enaguas de vivos colores.
—¡Qué maravilla! —exclamé yo, fingiendo un suspiro, sin dejar de advertir su mirada calculadora. Estaba incitando mis deseos de gran lujo.
—Nuestra profesión es bien acogida en todas las cortes del mundo, a condición de que no seamos groseras como la vulgar La Bosse. Cuida tus modales y recuerda mis enseñanzas y tendrás una docena de vestidos como éste.
—¿Y ése? El de terciopelo rojo… —inquirí, señalando uno de rica tela bordada con águilas bicéfalas que asomaba un poco de su funda de muselina.
—Ése no —respondió ella, volviéndolo a tapar con cuidado, pero yo atiné a ver el encaje color turquesa antes de que lo ocultara completamente—. Es un traje imperial. Sólo podrías ponértelo si llegaras a ser reina —añadió, ladeando la cabeza y mirándome con sus negrísimos ojos como si fuese la primera vez—. Hay que ver qué ojos grises tan calculadores tienes, querida. No te falta inteligencia para llegar a ser reina, algo muy poco frecuente, pero careces totalmente de carácter para ser una buena bruja. Me parece que me voy a pasar la noche entera preocupada —apostilló, cerrando el armario con un movimiento de la llave.
Yo pensé en los estoicos, y en monsieur Descartes. Me sentía ofendida porque había dicho que no era lo bastante chiflada para ser una auténtica bruja. Mi padre, a quien encantaba la ironía, se habría echado a reír.
Una llamada en la puerta del dormitorio rompió el encanto del momento.
—Madame, ha llegado la muchacha que mandasteis llamar, y vuestro esposo ha regresado ya con el paquete.
—Ah, estupendo. Margot, ¿cuántos le ha entregado Samson?
—Cuatro esta vez, Madame. ¿Los va a secar aquí como de costumbre?
—Naturalmente. Entra el paquete —añadió, volviéndose hacia mí con fría mirada escrutadora—. No tengo secretos para la marquesita —dijo—. Ya hace rato que está encendido el horno.
Luego yo no me engañaba al advertir una especie de calor detrás del tapiz de la pared del lecho.
Al salir Margot, La Voisin se volvió hacia mí.
—Te he encontrado una sirvienta encantadora que sabe mucho de la corte y puede informarte sobre la gente que conozcas, evitándote así muchos apuros. Supón, por ejemplo, que llamas a una puerta en lugar de rascar; algo imperdonable. Pues ella sabrá decirte a qué puerta llamar y en qué puerta rascar… cuándo entreabrir la puerta a una visita y cuándo abrirla del todo. Es cuestión de jerarquías. Jerarquía y protocolo cortesano. Y es muy importante no equivocarse. Sí, sí; y debes comenzar a dejarte crecer la uña del meñique de la mano izquierda, como todos los cortesanos, para rascar en las puertas. —Hizo una pausa, satisfecha consigo misma—. Ha sido una suerte conseguirla… Servía en casa de la Grande Mademoiselle hasta que llamó la atención de quien no debía; unas semanas en la Salpêtrière la hicieron arrepentirse de su vida y solicitar mi ayuda. Y yo, movida por mi generoso corazón, conseguí su libertad y voy a darle una nueva oportunidad.
Interesante. La única manera por la que una muchacha como aquélla podía esperar salir de la cárcel era ser enviada a colonias; así que la influencia de La Voisin se extendía hasta las prisiones y los hospitales de París. ¿Cómo habría logrado que se fugara? Ya tenía otra leal servidora y una espía para guiar todos mis pasos. ¡Ah, la filantropía se convierte en un modo de vida!
—Sois muy generosa —dije, y ella me dirigió una severa mirada, antes de volverse hacia su marido, que acababa de entrar.
—Ah, por fin llegas. ¿Puede saberse por qué has tardado tanto? ¿Tanto tiempo para ir a la otra punta de la calle? ¡Ni que Samson viviera al otro extremo de París!
Por una vez, Antoine Montvoisin no vestía su habitual batín, sino un traje de lana gris de confección casera, gastado, y un sombrero de fieltro de ala ancha sin reborde puesto toscamente sobre una apolillada peluca de pelo de cabra.
—Me ha hecho… hip… esperar… mucho rato —respondió Montvoisin con una vocecilla, mientras su esposa apartaba el tapiz y dejaba al descubierto la puerta del horno en la pared de piedra. Montvoisin permaneció algo inclinado, soltando de vez en cuando un hipido.
—Desenvuélvelas y ponías a secar; y que no goteen como la última vez. Por Dios bendito, ¿no puedes dejar de hipar de esa manera?
—Eres tú… quien… hip… lo causa, así que si te molesta… hip… la culpa es tuya. La próxima vez deja tus polvos de sapo… hip… para tus clientes.
—¿Cómo te atreves a insultar a mi profesión cuando vives de ella? Ah, están chorreando; tardarán una eternidad en secarse. ¿No podía Samson servírnoslas menos recientes?
La Voisin se afanaba como un ama de casa en época de preparar conservas. Yo, con una sensación cada vez mayor de náusea, reconocí los objetos que su amante Samson, verdugo de París, le había enviado: manos humanas.
—¿No os molesta el olor, aquí en la casa? —Lo dije en tono distanciado, como algo natural, como si estuviera acostumbrada a ver con frecuencia cosas así, pero la voz me salió más timorata que de costumbre. Quizá no tuviera realmente dotes para ser una bruja.
—¿Esto? —replicó La Voisin—. Es como si cortaras jamón. Además, es el olor de la riqueza, lo cual a mí no me molesta. Eh, te estás poniendo verde. ¿Quieres sentarte?
Yo caí sentada en la cama.
—No vayas a ensuciarme la alfombra. Ahí está la cubeta. Huy, ¿tú en la corte? Te encuentro aún muy acobardada.
—¿Para… para qué son?
—Manos de gloria. Detectan tesoros ocultos a sus propietarios. La mitad de los cortesanos tienen una. Las damas las llevan cosidas a las faldas y los hombres en el bolsillo, pues aseguran la suerte en el juego. No tengas tantos remilgos. Una vez secas, quedan muy compactas y sin porquería. Pero se crispan, ¿ves? Se las compro al verdugo una vez que las víctimas han sido ajusticiadas. No es como si las hubiese matado yo. Es obra del rey, de la corte. ¿Por qué no ha de poderse sacar algún beneficio? Para mí esto es como crear un bien a partir del mal, y me gano un dinero con algo que de otro modo sería desaprovechado… Es la ventaja de entender la economía doméstica. No hay que desaprovechar nada. Aprende de mí y sabrás obtener provecho personal de la maldad ajena.
Yo reflexionaba sobre lo que harían los romanos cuando sentían náuseas; probablemente nunca vomitaban llevando corsé.
—Antoine, sujétale la cabeza, no vaya a manchar ese vestido que le compré. ¡Ah, qué poca entereza tienes, mademoiselle! ¿Y tú quieres venganza? Si serías incapaz de matar un ratón. No sé por qué habré encontrado una muchacha tan pusilánime. Menos mal que he conseguido una criada con más agallas que tú, porque de lo contrario no durarías ni una semana en casa de los grandes.
Nada más cerrar la puerta, Antoine Montvoisin me ofreció el brazo para acompañarme al piso de abajo.
—Se hace la dominante, pero… hip… por mucho que lo intente no me hace perder el ánimo. Existe virtud en… hip… soportar el poder, pero te aconsejo que… hip… no provoques su enfado; o, si lo haces, no se te ocurra tomar… hip… comida o bebida en esta casa. Y cuando te marches… hip… te será útil saber unas cuantas cosas. Guárdate… hip… este contraveneno, o a falta de ello, bebe mucha… hip… leche si la sopa sabe… hip… rara. He comprobado… hip… que es muy eficaz, aunque me… hip… ha dejado este… hip… maldito hipo. Te digo esto porque… hip… tú pareces ser una persona… hip… más decente.
Aquella noche tuve terribles pesadillas. El cuarto se convirtió en un inmenso y deslumbrante comedor; yo estaba sentada con unos elegantes invitados en una gran mesa con mantel de lino blanco. Entre las bandejas de plata cargadas de manjares había preciosos candelabros, también de plata, y se oían ingeniosas conversaciones. En una de las bandejas había un paté estupendo; un hombre estiró el brazo para cortarlo con el cuchillo y ofrecer un trozo a la dama que tenía al lado y el paté gimió con voz humana.
—¡Ah, qué ultraje! —exclamó la dama, al tiempo que el caballero se apresuraba a retirar el cuchillo al ver que aquella cosa horrible sangraba por el corte.
—Deberían abstenerse de invitar a cenar cosas así —comentó un caballero cubierto de encajes, al tiempo que un sirviente llenaba mi vaso con un cordial verdoso.
—Ah, basta —dije—, ya he bebido demasiado.
Demasiado, demasiado. ¿A quién conocía yo en aquella mesa? Miré a un lado y a otro y mis tres amigos de la calle de los Marmousets estaban sentados a derecha e izquierda de mí; Lamotte, lleno de cintas; el Grifo, con un traje de terciopelo color gamuza, y d’Urbec, más pálido que un fantasma, ataviado con seda negra.
—Decidme, ¿el paté publica? —dijo el Grifo.
—¿No basta con que hable? —replicó d’Urbec con su habitual énfasis. Sus negros ojos, algo hundidos, brillaban con un sarcasmo y una crueldad como yo nunca había visto.
—Monsieur Lamotte, sacadme de aquí. Estoy cansada —supliqué; al parecer él me había traído.
—Oh, no podéis marcharos —exclamó uno que comía ostras—. Hay que pagar la cena.
—Es que yo no puedo…
Mi acongojada respuesta fue interrumpida por los chillidos indignados de una mujer:
—Estáis obligada. ¿Qué os pensáis?
Tras lo cual, los comensales comenzaron a discutir a propósito de quiénes debían pagar, cada vez en voz más alta y enfurecida.
—Mademoiselle Pasquier, ahora no puedo marcharme —me dijo Lamotte en voz baja—. Estoy llenándome los bolsillos para el desayuno de mañana. Privilegio de los poetas —añadió, cogiendo más panecillos y haciéndolos desaparecer bajo la mesa; a continuación, colocó una enorme sopera de porcelana dentro de una servilleta doblada y se la metió debajo de la camisa, mientras d’Urbec me miraba fijamente como si lo estuviera advirtiendo todo.
—Os ofende —dijo, tapando el paté con su servilleta—. Aunque si habéis leído el capítulo sexto de mis Observaciones sobre la salud del Estado con más detenimiento, no os habríais sorprendido en absoluto. Vamos, salgamos antes de que estalle la pelea y todo arda.
Y nada más comenzar a caer platos al suelo y derribarse los candelabros salpicando cera en los manteles, me cogió del brazo y salimos sin que nos vieran a la noche oscura.
Sudorosa y aterrada, permanecí acostada y helada esperando el amanecer. ¿Qué significaría aquel sueño? ¿O no significaba nada?
Y así fue como a la semana siguiente me encontré a bordo del rápido carruaje, tirado por seis caballos grises, de madame la mariscala, camino de Versalles. Mi criada, descarada y con el cabello teñido, iba sentada enfrente de mí en el asiento de espaldas al cochero, sujetando mi sombrerera, colocada entre la doncella de la mariscala y una de sus parientas pobres que hacía de dama de compañía. La propia Madame y mademoiselle d’Elbeuf ocupaban el asiento a mi lado. No muy lejos del palacio, en el cruce de la carretera que conduce a Marly, oímos gritos y restallar de látigo a nuestras espaldas.
—¿Cuántos caballos llevan? —inquirió Madame; mientras su doncella se asomaba por la ventanilla a ver qué carruaje era, pues a uno de cuatro caballos no íbamos a cederle el paso.
—Seis, Madame —contestó la criada.
—¿Y de qué color es la librea?
—Azul y plata, la de madame de Montespan.
—Ah, pues dile al cochero que pare o nos tirará al arcén.
Mientras nuestra carroza se detenía en un espacio herboso al borde del camino, el pesado carruaje nos adelantó, con los caballos espumeantes a medio galope, salpicando barro con sus cascos. Atisbé a tres mujeres y un blanco rostro de niño. Volvimos al camino tras su paso, pero una milla más adelante volvimos a detenernos. La veloz carroza estaba parada en medio del camino y los postillones de azul y plata discutían con el cochero, mientras, en el suelo, dos de las mujeres lloraban y se lamentaban junto al cadáver de un podador de vides atropellado; tenía desparramado encima el pesado haz de sarmientos con que iba cargado y junto a la carretera se había congregado su familia, que miraba la escena en silencio; una mujer rubia regordeta, con gran nariz y breve barbilla, se asomó a la ventanilla de la carroza.
—Vamos, os digo que montéis. ¿De qué valen esos lloros sentimentales? ¡Pura hipocresía! Si no lo hubierais visto os tendría sin cuidado. No pueden decir que los postillones no les habían avisado… Todo el mundo sabe que una mujer de mi rango viaja de prisa. —Una de las mujeres en tierra se limpió la nariz y la otra comenzó a chillar con más fuerza—. ¡Vamos, calla ya! —exclamó la del coche—. Ha sido una imprudencia suya por no apartarse del camino. Dadas las circunstancias tenemos derecho a proseguir el viaje.
—Ésa es madame de Montespan —musitó mi criada.
Ah, la nueva maîtresse en titre[7] del rey, ascendida de su posición de maîtresse en delicat por el retiro forzoso de la anterior querida oficial, La Vallière, quien tras innumerables humillaciones se había recluido en un convento.
—Es culpa de tus criados, ¿y ni siquiera los reprendes? —dijo una de las mujeres, la que vestía de negro y aún lloraba de pie junto al cadáver—. ¡Si fueseis criados míos ya os arreglaría yo! —añadió, dirigiéndose a los postillones de azul y plata.
—Ése es el duque de Maine, el hijo mayor de madame de Montespan, y la otra de negro y gris, que está en tierra, es madame de Maintenon, institutriz de los niños; la otra es la marquesa de Hudicourt —añadió mi criada.
La marquesa de Hudicourt seguía dando gritos y retorciéndose las manos, mientras los curiosos que se habían ido acercando aplaudían las palabras de madame de Maintenon.
—¡Viva madame de Maintenon! —gritaban.
—Haced el favor de montar, mesdames. ¿O es que queréis que me apedreen? —insistió la de la carroza.
Pero las otras no accedieron hasta que la querida del rey les dio una bolsa para que se la entregaran a los familiares del pobre muerto; tras lo cual volvieron a subir al carruaje y éste partió disparado, salpicando barro.
—Oh, Dios mío —dijo la dama de compañía—, ese pobre hombre tenía los ojos totalmente desorbitados. Cuando lleguemos tendré que tomar una taza de chocolate.
—Mademoiselle, encuentro fuera de lugar ese sentimiento por un desconocido. Al fin y al cabo no ha sido un asesinato premeditado —comentó fríamente madame d’Elbeuf.
Yo no abrí la boca durante el resto del viaje.
En Versalles fui conducida a presencia de la reina por mademoiselle d’Orléans, princesa de Montpensier.
—Quiero saber si lo que llevo en las entrañas será niño o niña —dijo la reina con su fuerte acento español.
Yo me la quedé mirando. Estaba sentada en un gran sillón tapizado de brocado con flecos dorados y patas plateadas, con un abanico de marfil a medio abrir en la mano. Tendría unos cuarenta años, con ese aspecto de vejez prematura propio de las naturalezas de constitución congénita débil. En aquella mujer de baja estatura, cetrina y rubia, de ojos saltones y rasgos extraños —casi de gárgola— que omitían sus halagüeños retratos, convergían numerosos linajes reales. La acompañaban varias damas españolas austeras y vestidas de negro, tres de sus enanos preferidos —dos hombres más bajos que yo pero muy fornidos, cabezudos, y una mujercita bien formada y arrugada— y media docena de perritos falderos chatos y peludos, feísimos.
—Ruego a Dios todos los días para que me dé otro hijo —añadió.
A mí no me parecía que estuviera embarazada, pero como no tenía experiencias en esas cosas, tendría que confiar en la bola de cristal. Miré en torno al inmenso y ventilado salón buscando una mesa apropiada. Todo era dorado, recubierto con paneles de maderas exóticas incrustadas, muebles pesados de elaboradas formas y metales preciosos; pero, pese a tanto lujo, parecía un espacio vacío y sin alma. Finalmente advertí el por qué: era un salón por el que no circulaba el ingenio y la cultura. La reina española era una de las mujeres más bobas del reino y su conversación era triste y necia. Vi una mesa de plata maciza bajo un enorme tapiz español e hice gesto de que la acercaran; cosa que hicieron, y trajeron también un pesado escabel de oro macizo con incrustaciones de plata y un almohadón. Yo saqué una de mis mejores bolas y pedí que la llenasen de agua; desplegué mi tapete cabalístico y coloqué una serie de removedores. Mientras yo salmodiaba y removía el agua, su majestad miraba con gesto aprobador. De pronto comprendí el porqué; las damas que me rodeaban vestían todas miriñaques españoles pasados de moda muy parecidos al mío, la mitad de los presentes eran más bajos que yo y el resto no mucho más altos: no desentonaba de los monstruos de su corte española que ella seguía conservando después de tantos años en Francia.
La imagen era clara. No estaba embarazada, pero no me atreví a decírselo. Efectué una segunda lectura, haciéndole poner la mano en el cristal, y vi uña enfermedad y un jarrón de flores de finales de primavera en el cuarto. Mi mente entró en acción rápidamente.
—Majestad, lamento deciros que a fines de primavera, tendréis una grave enfermedad y perderéis la criatura.
—¿Perderé la criatura? ¿La criatura? Tengo que tener otro hijo. Esa mujer horrenda, la odiosa Montespan, le subyuga con su juventud y sus hijos. Soy yo la reina, no ella, y, sin embargo, es ella quien manda. Ah, Dios mío, ahora lamento que se haya marchado La Vallière, que por lo menos se avergonzaba de lo que hacía. Pero ahora él peca con una mujer casada… una prostituta desvergonzada de lengua de víbora… Ah, esta meretriz me llevará a la tumba…
Y comenzó a farfullar en español cosas que no entendí, mientras sus damas acudían a consolarla. Allí nunca haría fortuna, pensé. No podía darle buenas noticias, y con refinado protocolo me retiré de su real presencia.
Salí de los aposentos reales con paso majestuoso, procurando que fuese lo más espectacular posible, marcando cada paso con el largo bastón. Mi traje negro hacía frufrú y revoloteaba al descender la imponente escalera de mármol multicolor que desembocaba en el ancho corredor también de mármol del piso inferior, lleno de una plétora de lacayos, sillas de mano y paseantes, cual si fuese la calle mayor de una ciudad. La única diferencia es que estaba en Versalles y allí las avenidas tenían el suelo de mármol con adornos de oro, como las calles del paraíso.
De hecho, el palacio de Versalles era igual que una ciudad y sus pasillos hacían las veces de calles. Los porteadores trasladaban a los cortesanos en sillas de un lugar a otro, ya que las mujeres, cuando menos, eran incapaces de recorrer veinte pasos con sus pesados vestidos de corte encorsetados y sus frágiles zapatitos de satén. Además, aquellos corredores no estaban siempre tan limpios como para arriesgarse a recorrerlos con un vestido equivalente a las rentas anuales de mil familias de campesinos, dado que los cortesanos impacientes a veces se aliviaban en los rincones o contra las paredes; las sillas tenían que abrirse paso por entre una variopinta multitud de lacayos, de mirones y extranjeros que acudían a visitar los salones públicos del palacio, de solicitantes, de soldados y de saltimbanquis. Costaba imaginar que todo aquello —muebles, enjambres de cortesanos, curiosos, sirvientes, cocineros y grupos de teatro— pudiera empaquetarse en un abrir y cerrar de ojos para echarlo a la carretera camino de otro palacio real cuando al monarca le venía en gana cambiar de residencia. Pero el Rey Sol, a pesar de su habitual movilidad, no había regresado a París, la antigua capital, en la que había cedido el palacio real a su hermano. Motivo por el cual los mozos de cuadra de París daban alimento especial a la nueva raza de los fuertes y resabiados caballos capaces de tirar raudos de los pesados carruajes hasta Versalles, Saint-Germain, Marly o Fontainebleau. Mi abuela decía que aquello era un pecado, que los reyes debían vivir en el Louvre, entre la gente de la capital, como hacían los monarcas de antaño. Pero era una idea anticuada que como marquesa de Morville no asumí.
La marquesa se convertiría en una buena amiga; vivía en mi cabeza y me ofrecía comentarios de mi vida cotidiana, molestándome por la noche cuando estaba desvelada. Era una vieja dama taimada y de genio vivo que recitaba aforismos y me mentía sobre su juventud. Me molestaba con espantosas observaciones sobre mi carácter y mis actividades, abominaba sin compasión de los cortesanos y se reía de mi turbación. Cuando me ponían el férreo corsé y me metían por la cabeza los aros del guardainfantes y las anchas enaguas, hacía callar a Geneviève sin contemplaciones: «Vamos, a ello. Te vendrá bien hacer salón. En mi época hacíamos mucho más salón que las jóvenes de hoy. ¡Y, además, lo hacíamos con gran cortesía!».
Y echaba a andar con paso majestuoso, haciendo sonar su largo bastón para decir cuatro frescas al mundo, y sin pelos en la lengua.
Ahora avanzaba con paso regio por los pasillos de Versalles; era una figura marchita de expresión reprensora, con vestido negro de un siglo atrás y un velo misterioso tapándole el rostro. Abominaba del olor de los pasillos, escrutando a través de aquel velo con gesto conminatorio los escotes de las cortesanas que pasaban apresuradas a su lado y torciendo el gesto ante los grupos de caballeros rurales de aspecto provinciano, al extremo de hacerlos enrojecer.
—En mi época, los hombres se quitaban el sombrero cuando pasaba una mujer de alcurnia, no se limitaban a llevarse la mano a él como si lo tuvieran pegado a la cabeza —espetó a un caballero de piel olivácea con pantalones anchos de terciopelo negro y casaca de seda gris bordada.
El hombre se la quedó mirando fijamente. Era Visconti el adivino. Pero a la marquesa no le molestaban los adivinos, y menos Visconti, a quien le faltaban por lo menos ciento veinticinco años de experiencia.
—Buenos días, monsieur Visconti. Con vuestro esfuerzo habéis crecido en mi estima.
Visconti se había descubierto con un florido ademán y una reverencia cortesana.
—Mi apreciada marquesa, es un placer volver a veros por esta feliz coincidencia. Mis poderes me dicen que acabáis de ser consultada por la reina a propósito de su embarazo.
—Qué curioso; mis poderes me dicen lo mismo respecto a vos. Imagino que le habréis vaticinado el varón que desea.
—No, porque pretendo conservar mi fama después de que aborte en abril.
—Muy prudente. Llegaréis lejos, Visconti.
—Ya he llegado, picaruela. Anoche estuve en el petitcoucher[8] del rey. Consumíos de envidia. Aunque no sé por qué los grandes del reino pagan cien mil escudos por el privilegio de ver al rey sentarse en su chaise percée[9] antes de retirarse a su dormitorio. Los franceses sois un país de locos, ¿no creéis? Y el rey está obligado a sentarse en ella, tenga necesidad o no, porque es lo que se espera de él. Así lleva los asuntos de Estado.
—Monsieur Visconti, presumís de ser extranjero. Sabed que todo lo que nuestro monarca hace es la perfección misma, hasta sentarse en la chaise percée en la ceremonia del petit coucher.
—No he dicho que no sea la perfección. Decidme, ¿seguís vendiendo vuestro ungüento de juventud ahora que habéis alcanzado estas inefables alturas?
Nuestra conversación nos había llevado al corredor de la cour des princes, al fondo del cual unas inmensas puertas daban al jardín, y vimos dos lacayos manteniéndolas abiertas mientras su señor acompañaba a una dama hasta una calesa para dar un paseo por el parque.
—Aquí hago interpretaciones del oráculo del agua, que tiene mayor demanda… Oh, ¿quién es?
Me alegré de ir con velo; la marquesa de Morville huyó turbada, dejando a Geneviève con la boca abierta.
—El duque de Vivonne, hermano de la Montespan. Le ha convertido en un hombre con gran poder. No dudo de que le conocéis. ¿O… quizá os referís a la joven a quien acaba de ayudar a montar en la calesa? Es preciosa, ¿verdad? Es la Pasquier, su última querida no oficial. Buen hallazgo, ¿no creéis? Me han dicho que es una plebeya; hija de un panadero, dicen algunos. Pero será por despecho. ¿Os habéis enterado de cómo se la robó al caballero de la Rivière? Un escándalo. Se la ganó a las cartas, y yo sé bien que hizo trampa. Supongo que la habrá traído a mostrarle las vistas de palacio; es un hombre que tiene fama como admirador de la belleza y dicen que le ha regalado un coche con caballos y una pequeña villa en la calle de Vaugirard.
Era Marie-Angélique, mi hermana. La Voisin lo había predicho hacía tiempo, aquel tórrido día de verano en su gabinete. Pero lo que más me había impresionado era que el duque vistiese chaqueta de brocado azul cielo y una inmensa peluca rubia de rizos.
Después de haber predicho el porvenir a la reina, mis consultas comenzaron a proliferar en la corte. Los aburridos, los preocupados, los ambiciosos, de uno y otro sexo, todos me solicitaban, desde camareras hasta condes. Me enteraba de sus temores, de sus pasiones, de su avaricia. Comenzó a difundirse el rumor de que conocía el secreto para ganar a las cartas, y me asediaron. «El secreto conlleva una maldición, y revelarlo causa la muerte». Musitaba unas palabras misteriosas y contemplaba asombrada cómo perjuraban que empeñarían las alhajas y estaban dispuestos a correr el riesgo de morir. También corrió el rumor de que yo era inmortal y había nacido en tiempos del imperio romano. Tal vez fuese porque había citado en exceso a Juvenal; ahora, siempre que cruzaba los pasillos oía extraños cuchicheos, y en cuanto veían mi figura pequeñita vestida de negro con el largo bastón, incluso los soldados curtidos en mil batallas retrocedían. Hasta mi descarada y fisgona criada había entrado en el juego y caminaba respetuosamente detrás de mí con mis utensilios, como si temiera mis poderes, y, a espaldas mías, aceptaba sobornos de gente ansiosa de obtener mis secretos. Era una suerte que yo tuviese ciento treinta años más que ella, pues de otro modo habría querido dirigirlo ella todo. Mis dietarios de anotaciones filosóficas y el dinero los guardaba en un arca bajo llave de la que nunca me desprendía, y corrió el rumor de que poseía la llave de una cámara secreta de un castillo en Tierra Santa en la que se guardaba la fórmula de la piedra filosofal.
No revelaba a nadie ningún secreto, y todas las noches, en la pequeña habitación abuhardillada que había alquilado en Versalles, aumentaba la lista, en clave, de clientes y predicciones, tratando de desentrañar el auténtico significado de las imágenes de la bola de cristal llena de agua.
—¿Por qué todas las noches os sentáis a escribir cuentas? —preguntaba Sylvie, mi criada, cuando me cepillaba el pelo—. Si yo tuviera un negocio como el vuestro no me sentaría a escribir; me iría a bailar o a hacer crujir la cama con ése tan guapo que vino ayer a veros para que le dijeseis el secreto para ganar a las cartas.
—Eso sería precisamente lo que echaría por tierra mi fama. Mi negocio depende del misterio y el terror. Las que van a bailar y a coquetear carecen de lo uno y de lo otro.
—Pero ¿qué escribís?
—Quiero ser muy rica algún día y hay que comenzar por los cimientos adecuados: archivos y lógica. Los romanos…
—Ah, dejad los romanos; a veces creo que sois tan vieja como dicen. ¿Quién si no una vieja dama iba a venir a un lugar lleno de hombres jóvenes y guapos y de viejos ricos para pasarse las noches haciendo cuentas? La mejor manera de hacerse rica es muy fácil: casarse con un hombre con dinero. O encontrar un tesoro. Una mujer no puede hacerse rica sola; es una ley de la naturaleza.
Me desabrochó el corsé y me ayudó a ponerme el camisón. Era una delicada prenda; una cascada de lino y encaje con finos bordados, sutil y blanco como si estuviera hecho de tela de araña. Ahora mi vestuario era bonito, aunque lo cierto era que la ropa de madame de Morville me tenía sin cuidado, con tal de tener mis libros, pero La Voisin me animaba a llevar prendas lujosas; impresionaban a mis clientes y eran el cebo con que iba progresando en el negocio de decir la fortuna. Ella nunca entendió que para mí el mejor cebo era observar la extraordinaria variedad de personajes que se me revelaban a diario. Era el premio a mi solitaria infancia, en la que había estado obligada a esconderme por los rincones cuando recibíamos visitas.
El único vestido que realmente quería me lo estaba haciendo a escondidas; el pañero, monsieur Leroux, me había procurado la seda a buen precio. Pero no era un vestido para la vieja marquesa, y por eso tenía que hacérmelo en secreto, a espaldas de los espías dé La Voisin. Era un vestido de muchacha de menos de veinte años, con corpiño rosa y falda que dejaba ver las enaguas de tafetán color marfil y un remate en punta del corpiño, bordado con flores como un jardín en primavera. A La Voisin le habría desagradado y yo quería pasear con André Lamotte por la orangerie[10]. Quería oler las perfumadas flores y oírle decir: «No me había dado cuenta, pero eres preciosa. No he hecho más que mirar en una ventana el rostro que no era». Sabía que era una boba, pero no podía evitarlo y estaba convencida de que aquello sucedería. Con la magia y con dinero, haría que sucediera.
—¿Y cuán rica pretendéis ser?
La voz de Sylvie me sacó de mis reflexiones.
—Increíblemente rica. Quiero desmentir esa ley de la naturaleza que tú dices.
Lo bastante rica para vengarme de mi tío y del mundo por haberme condenado a ser lo que soy, pensaba en silencio.
—Bueno, pues podéis empezar mañana con la condesa de Soissons. Ésa seguro que es una clienta que repite, porque no hace más que consultar con adivinas; ayer tarde, cuando estabais fuera, envió a un paje delicioso, todo lleno de cintas. ¡Si hubieseis visto cómo se ruborizó cuando fingí que me subía el portaligas!
De Olimpia Mancini, condesa de Soissons, otra de las sobrinas del cardenal Mazarino, se decía que era viuda por obra propia.
—No te busques complicaciones dando lecciones de anatomía.
—¿Complicaciones? No hay peligro; madame Montvoisin sabe arreglarlo.
—Espero que no te refieras a lo que pienso.
—Por Dios, pero ¿en qué mundo vivís? ¿En la luna? Madame Montvoisin tiene el mejor servicio de París. Yo se lo recomiendo a todas. Es una mujer que no falla, y discreta, y no como otras que lo hacen mal… y voilà, acabas cadáver, flotando en el río. Madame lo hace de maravilla y en sus manos una está más segura que con el cirujano privado del rey. A su organización pertenecen los mejores médicos de París, y trabajan en equipo. Todas las damas de alcurnia recurren a ella. Si no, ¿cómo iban a llevar esa vida galante de la corte? Bien que debíais saberlo, con tantas clientas como le enviáis.
Ah, Geneviève, ¿cómo has podido ser tan boba? La Voisin no es como tú, que te encanta ese juego del fingimiento. ¿Cómo puedes haber pensado un solo instante, con todo el dinero que gana, que lo que ofrece es puro truco y no un servicio de lo más real? Acababan de confirmármelo; lo había tenido delante de las narices y no me había enterado. La Voisin era una fautora de angelitos, abortista de la alta sociedad, y lo de adivina era una tapadera. Ella, sus socios y las mujeres que recurrieran a sus servicios incurrían en el castigo de tortura y la pena capital. De repente lo veía todo claro: las señales secretas, los rostros aterrorizados. Una red secreta de mujeres, vinculadas por el terror y el riesgo de chantaje, oculta tras la atractiva fachada de la galantería y las joyas, de los vestidos elegantes y los antifaces de terciopelo. Peluqueros, perfumes, modistos formaban parte de una organización comercial clandestina por toda la ciudad. «¿Estás en apuros, querida? Yo conozco una mujer estupenda que puede arreglártelo». Y yo era el centro de esa red. Al apagar la vela de un soplo, pregunté:
—¿Y La Bosse?
—Es una sucia. A ella sólo acuden las putas.
Aquella noche no pude dormir, a pesar de la medicina. Dando vueltas y más vueltas entre las sábanas, notaba el calor siniestro del horno detrás del tapiz y veía los ojos desesperados de las mujeres en la antesala; y oía las risotadas de mi tío porque él era hombre y podía hacer lo que quisiera.