15

Apenas una semana después, el doctor Rabel, el charlatán de salón que había conocido en casa de los Bachimont, vino a hurtadillas a la casita de la calle del Pont-aux-Choux para que le hiciera una interpretación. Tenía buenos motivos para querer saber qué le deparaba la fortuna: la primera imagen me mostró que envenenaba a sus pacientes por dinero. Busqué otra imagen y vi que era encarecido consejero de un extranjero adinerado. Le dije que tendría que abandonar precipitadamente el país pero que se haría rico en una corte extranjera.

—Sí, sí, sé en cuál… reconozco la descripción: es la del rey de Inglaterra. La recompensa… ¡la fortuna! —exclamó, mirándome con inusitado respeto—. Y vos… Decididamente el demonio está en este mundo y estáis coligada con él. ¡Cómo, si no, ibais a aparecer en mi vida, tan negra, tan misteriosa, para hablarme que la recompensa a mis… hazañas! —A tus felonías, pensé yo, asqueada de su cara de satisfacción. Ya no me serviría para mis experimentos en adivinación, porque no le interesaría cambiar la imagen en el agua—. El demonio… —repitió en un susurro—. ¿Cuándo se os apareció? ¿Podéis hacer que se me revele? ¿Tuvisteis que vender el alma a cambio de vuestro don?

Me estaban empezando a parecer repulsivas sus tonterías.

—No, que yo sepa —respondí a la ligera, tratando de distanciarme—. Soy sólo el producto de la ciencia alquímica; una dama corriente de buena familia… producto de un amor infiel… un experimento frustrado. —Vi que parecía abatido; se marchará, pensé, pero paga bien y no debo decepcionarle del todo—. Naturalmente —proseguí—, no puedo asegurar que mi examante, el abate, no estuviera asociado con el demonio cuando preparó el ungüento.

—Ah, claro, claro —musitó—. Casi todos los abates tienen relación con él. Es lógico. Una mujer ¿qué puede saber? De cualquier modo, estar relacionado con el maligno, aún por terceros… Sí, el duque… Mi apreciada marquesa, debéis permitirme que os presente en un círculo selecto… de personas que os interesarán enormemente… ¡Ah, vos y yo… asombraríamos al mundo!

¡Uf! Primero monederos falsos, después envenenadores y ahora nigromantes enriquecidos. Aunque nigromantes de la corte, con una influencia que los hacía temibles, aun sin ayuda del maligno. El negocio se iba haciendo cada vez más complicado; menos mal, pensé, que cuento con una mujer con experiencia que puede aconsejarme. Consultaré con La Voisin lo antes posible. No quiero acabar siendo la sacrificada en una ridícula ceremonia satánica.

5 de marzo de 1675. ¿Por qué la gente se empeña en querer tratos con el diablo? Si no hay Dios, tampoco hay diablo, y todo eso son patrañas y tonterías. Si hay Dios, ¿por qué una persona sensata va a querer tratos con un ser de segunda categoría como el diablo? No sólo es un insulto a la lógica, sino que además es de mal gusto.

El resto de la página la llené con esbozos del rostro de Lamotte.

—Yo no me preocuparía lo más mínimo, querida —dijo la bruja de la calle Beauregard, acariciando la cabeza de gato de ámbar.

Envolvía el jardín una fría niebla de primavera, pero en la habitación el vivo fuego daba un calor casi excesivo. Notaba el sudor corriéndome por la espalda, de pie ante el escritorio de La Voisin, que me miraba como si yo fuera en cierto modo un engorro.

—Lo que se sacrifica en una misa negra, como mucho, es un niño pequeño, y la mayoría de las veces se trata de un animal o de un poco de sangre humana. Tú eres demasiado mayor. Como mucho te pedirán que sirvas de altar; para invocar al demonio es preferible una muchacha virgen. Ahora bien, si la misa se hace por cuenta de alguien, y esta persona es mujer, se le suele pedir que haga de altar, a menos que por algún motivo ella quiera una sustituta. Un hombre, desde luego, requiere que oficie una mujer. Pero es algo totalmente voluntario… si no, ¿cómo iba él cáliz a estarse quieto?

Contuvo la risa y me miró a los ojos, como si pensara en otra cosa. Luego, me dirigió su curiosa sonrisa picuda.

—No, no tendrás ningún apuro. Tú, hagan lo que hagan, actúa con displicencia, como si hubieses asistido a otras mucho mejor oficiadas. Tu negocio se acrecentará a varios niveles. El satanismo hace furor actualmente en los círculos de la alta sociedad; la nobleza está aburrida de bailar, jugar y hacer la guerra. La novedad es lo que cuenta —añadió, dejando la cabeza de gato, lo que significaba que la visita había concluido. Al levantarse de la butaca de brocado para marcharse se volvió a mirarme. Yo permanecía de pie ante el escritorio lleno de objetos; la cabeza de gato de ámbar parecía hacerme guiños encima de un montón de horóscopos medio acabados; sobre uno de los libros de cuentas había una serie de frasquitos de colores amontonados junto al diablillo que hacía de soporte del tintero. Se detuvo en la puerta y me dijo por encima del hombro, como si acabara de recordarlo en aquel momento:

—Ah, si ves al padre Guibourg, dile que me debe el último pago.

De este modo, vencidos mis recelos, a la semana siguiente el famoso doctor me presentó en el vasto y elegante hotel del duque de Nevers, miembro de la influyente familia Mancini y sobrino del cardenal Mazarino. Me había enterado de que Nevers era un aficionado a la magia cuyo máximo anhelo era ver al diablo en persona. El personaje era famoso entre la propia nobleza, ya que no es frecuente conocer a alguien que ha bautizado a un gorrino. Aquel día había una reducida concurrencia, no por ello menos interesante. Entre los invitados estaba el duque de Brissac, un adepto que dedicaba gran parte del tiempo a hablar de Paracelso y de La clavicule de Salomón, temas que sólo suscitaban el interés de los otros alquimistas de la reunión. Por Rabel supe que Brissac había dilapidado toda su fortuna en el juego y había llevado una vida desenfrenada, por lo que en aquel entonces era simple huésped del duque de Nevers. Somnolienta y aburrida, tomé asiento en el salón junto a Rabel y el parlanchín Brissac y escuché al duque de Nevers hacer preguntas a un adivino italiano —un tal Visconti, favorito del rey— sobre la posesión diabólica en Italia.

—… se ven allá cosas extraordinarias, cosas que no hay aquí en París. En Italia están más cerca del diablo. Decidme…, ¿vale la pena viajar a Roma en esta época del año?

—No, en Italia lo que está más cerca es la Inquisición, no el diablo, excelencia —replicó impávido el italiano—. A la Inquisición le conviene que se dé crédito a cualquier historia fantástica, y, dada la imbecilidad del ser humano, los italianos creen cualquier cosa que la Inquisición diga. En eso se fundamenta la fama de Italia. No, monsieur, si queréis ver al diablo, igualmente podéis hacerlo en París.

—Pero quiero mostraros otros prodigios y que me deis vuestra opinión. Vuestra opinión me es muy preciada; y más ahora que habéis vaticinado la victoria de su majestad contra Holanda con tal exactitud. Tengo aquí en mi morada un fenómeno, la hija de una devineresse capaz de leer en un espejo los más secretos pensamientos. Y he descubierto un prodigio aún mayor… esa anciana de negro que veis ahí… —Su voz se hizo un susurro mientras hablaba de mí; la mirada glacial del italiano se posó en mí. Era delgado, de piel olivácea, tendría unos veinticinco años e iba muy elegantemente vestido. Sentí arder mi rostro y me alegré de que el velo y la espesa capa de polvos de arroz ocultasen mi rubor. Así que de eso se trata, me dije; un torneo de adivinos. Le venceré, pensé, llena de confianza en mi juventud y por mis últimos éxitos. No son más que necios supersticiosos, incluido el italiano.

Los presentes hicieron un círculo nada más entrar una preciosa niña de unos doce años que se situó ante un espejo. Pero tras una serie de ensalmos y varios intentos fallidos de leer en el espejo las elucubraciones de varios de aquellos nobles, la pequeña rompió a llorar.

—Habríais debido saber que era inútil el intento —dijo Visconti—, ya que sólo las vírgenes pueden leer en el espejo y esa jovencita ha sido violada en vuestro palacio. —Y miró desvergonzadamente al señor duque, quien, impasible, ni parpadeó.

—Pero eso no es aplicable al fenómeno de revirginización ocurrido a una edad avanzada —terció Rabel en tono petulante.

—¿Re… virginización? —repitió el italiano, echándose a reír—. Es un secreto que encantaría a la mitad de las prometidas de París.

Adivino italiano presumido, pensé. Ya te ajustaré las cuentas.

—Ése es mi otro fenómeno, descubierto por el doctor Rabel: la marquesa de Morville, que vivía en la pobreza en un convento de ursulinas. Tiene más de cien años por efecto de un horrible accidente alquímico. ¿Qué os parece? —añadió el duque de Nevers, inclinándose hacia el italiano.

—Señora marquesa, vuestro servidor —dijo el italiano, con una exagerada reverencia.

—Me complace conocer a tan distinguido sabio, monsieur Visconti —respondí, al estilo de mi abuela.

—Tenéis la voz joven —dijo él— y si levantarais el velo…

No esperé más. Levanté el velo despacio con gesto teatral, imperturbable ante su irónica mirada, y los presentes contuvieron una exclamación. Incluso en los ojos de Visconti advertí un destello de admiración. Me había maquillado con polvos blancos, untándome levemente los labios con un púrpura azulado, aproximadamente como los tendría una mujer recién muerta. El efecto fue estupendo, pues parecía que acabara de salir de la tumba.

—Vuestro rostro es joven… y hermoso —dijo el italiano con voz queda—, si bien vuestro modo de andar y de hablar son antiguos. —No podía por menos que complacerme con alguien que me consideraba hermosa, y nuestras miradas se cruzaron—. Pero los ojos son vetustos —apostilló.

—¿Y bien? —inquirió el duque de Nevers.

—Es una farsante —contestó Visconti, y la concurrencia ahogó un grito. Te apunto en la lista negra, italiano, me dije—. No es tan vieja como dice. Sea cual sea el accidente que le ha conservado el rostro, no tendrá más de noventa o cien años.

Bien, primer enfrentamiento: empate. Veamos el segundo.

—Ah, pero sus predicciones son extraordinarias, extraordinarias —terció Rabel.

Pedí que me trajeran agua purificada cinco veces. El agua destilada no era difícil de obtener en casa de los adeptos, y ya la tenían preparada. El duque hizo sonar una campanilla y un sirviente trajo un cantarillo. Me senté ante una mesita del salón y saqué mis artilugios, disponiéndolos con suma teatralidad. Notaba clavada en la nuca la mirada de Visconti.

—Bien, monsieur Visconti, voy a leeros la fortuna y vos me diréis si acierto.

Hice las salmodias, removí el agua y dirigí miradas siniestras a los presentes. La imagen apareció casi inmediatamente: el oscuro interior de una iglesia. En ella entró una mujer enmascarada, mirando presurosa hacia atrás; se quitó la máscara y se detuvo un instante a mojarse los dedos en la pila de agua bendita, sin ver al italiano de gesto anhelante oculto en las sombras.

Afortunadamente reconocí la iglesia.

—Estáis enamorado de una hermosa mujer que habéis visto orando en una capilla de la izquierda de la nave de San Eustaquio. La habéis estado esperando con la esperanza de volver a verla. Está casada y la seguís escandalosamente.

Ahora le tocaba a él quedarse desconcertado. Volví a mirar el agua y vi que había sucedido algo muy extraño; la imagen había cambiado sin que yo lo ordenara. Qué curioso, pensé; no es así el proceso. ¿Estaba perdiendo el dominio de mis poderes? ¿A qué se debía? ¿Al cansancio? ¿El opio? No importa, me dije, mirando más detenidamente la imagen. Y era divertida. Alcé la vista y vi a todos en vilo.

—Cuidaos, monsieur Visconti —dije, alzando el dedo en broma hacia su sorprendido rostro—, va a concertar una cita amorosa en los jardines de las Tuilleries y enviará a su criada vestida con sus ropas. Recordad mi advertencia y ya me diréis si he hecho una predicción verdadera.

El joven se puso rojo como un tomate mientras los presentes estallaban en carcajadas.

—Fantástico —dijo el duque de Brissac riendo—. Primi, debéis admitir que ha dado en el blanco.

Pero al ver la cara que ponía el italiano, pensé de inmediato que no me interesaba hacerme enemigos en la corte. Le daría la oportunidad de quedar en tablas.

—Monsieur Visconti, he oído decir que hacéis prodigios. Creo que es de justicia pediros que leáis mi destino y nos mostréis vuestra habilidad.

—Muy bien. Primero describiré vuestro carácter mediante la ciencia de la grafología y después vuestra fortuna merced al arte de la fisiognómica, en el que soy maestro.

—Cierto, cierto —musitó una mujer—. Estaba en casa de la condesa de Soissons cuando vaticinó al caballero de Roñan que llevaba el cadalso pintado en el rostro. Madame de Lionne, que estaba enamorada de él, adujo que tenía el rostro más galano del mundo, pero Visconti tenía razón.

Escribí en el trozo de papel que me entregaron: La razón es la reina de todas las artes de la mente.

Visconti lo leyó con gesto risueño.

—La señora marquesa tiene un cerebro agudo y ha refinado su mente con muchas lecturas de filosofía…

—Cierto, cierto —dije con un suspiro—. Si la gente supiera el agobio que es vivir ciento cincuenta años lo comprendería. Hace décadas que no sé qué leer.

—Va a misa con muy poca frecuencia para ser una anciana que ha residido tanto tiempo en un convento.

Ahora era yo la que se veía en apuros.

—Continuad —dije, y él me examinó el rostro desde distintos ángulos.

—La frente —dijo, asintiendo reflexivamente con la cabeza— es amplia, lo que denota inteligencia. La nariz, decisión y orgullo. Tiene la nariz de los conquistadores, de los cesares; yo diría, en este caso, nariz de un antiguo linaje, la noblesse de l’epée. La barbilla, sin embargo, es demasiado estrecha; un punto vulnerable. El sentimentalismo, mi apreciada marquesa, será vuestra ruina. El rostro en forma de corazón… la marquesa está destinada al amor pero el orgullo la aleja de él. Supongo que vendéis el ungüento que ha preservado vuestra belleza.

—Monsieur Visconti, ¿cómo podéis infligir semejante insulto al honor de mi esposo? ¡Comercio! Pensad en vuestra madre cuando digáis una cosa horrenda como ésa —repliqué con mi más refinado disgusto de anciana centenaria.

—El resto —añadió él— se lo diré a ella en secreto, ya que no es de mi agrado poner en evidencia a venerables damas. Pero por las líneas de vuestro rostro, señora marquesa, me permitiré daros un consejo: cuidado con las compañías.

—Ah… —exclamaron los presentes, impresionados.

—Y cuidaos de aceptar comida y bebida de extraños.

Bueno, eso es muy general, pensé. Triunfo para Visconti; así no estará enojado. A continuación, se levantó e, inclinándose sobre la mesita, me dijo al oído:

—Pícamela, no tengo ánimos para desenmascararte. Creo que ya estoy medio enamorado de ti. Y eso que prefiero mujeres altas de cabello dorado; quiero que lo sepas. Pero tú eres una chiquilla tan desvergonzada como un caballero que osara apoderarse de un trono.

Noté que enrojecía bajo mi capa de polvos y oí a la concurrencia reír a carcajadas pensando que me había hecho una proposición indecente.

—Vivimos en un mundo de ignominia, un mundo de pecadores —exclamé, esgrimiendo mi largo bastón ante Visconti.

—¿Por qué las personas ancianas esgrimen siempre ese malhumor? —inquirió él con artera sonrisa—. ¿De qué sirve un ungüento alquímico para la piel si no hay otro para el malhumor?

Aquella noche leí varias fortunas y aconsejé a la madre de una muchacha, que había quedado embarazada por su amante antes del compromiso con el hombre que la familia había elegido para el matrimonio, que fuese a consultar con La Voisin. No sabía lo que mi protectora hacía exactamente en esos casos, pero comenzaba a sospechar que sería algo más que dar talismanes y polvos hechos de corazón seco de palomo, aunque lo cierto es que ignoraba qué hacía a aquellas mujeres nerviosas, pálidas y enmascaradas que rehuían mirarse unas a otras en la sala de espera.

Al final de la velada, el duque de Nevers me entregó una bolsa de monedas de plata en pago de mis servicios. El sirviente que me la entregó quería su parte, Rabel también, pero aún quedó un poco, gracias a que yo había escamoteado la mitad antes de que las contasen. No me sorprendió en absoluto recibir una semana más tarde recado para que acudiese al palacio real a consulta con madame la mariscala de Clérambaut, institutriz de los hijos de Monsieur, el hermano del rey, y con un astrólogo de cierta fama.

«Estoy harta del color negro», me dije aquella tarde, mirándome en el espejito cuadrado de mi tocador. Estaba cansada de fingir ser una anciana, de examinar el agua del recipiente hasta escocerme los ojos y de decir mentiras. Podía ser bonita, pensé, si me ponía un vestido de color primaveral. El vestido adecuado, con un buen corte, dejando ver una enagua bordada que me tapara los zapatos. Las damas de moda no eran todas bonitas; lo principal era las ropas que vestían. Y yo me veía ya casi enderezada y erguida a la luz tenue de la vela del tocador. No era tan delgada ni tan pequeña; claro que no.

Ahora es cuando más echo de menos a Marie-Angélique, pensé. «¿De verdad que quieres un vestido nuevo, hermana?», diría. «Pues vamos a mirar los dibujos de modas de Au Paradis, en el Pont au Change. Allí tienen las mejores telas y los más preciosos vestidos. Cuando sea rica me compraré allí una bata de algodón pintado de la India y unas babuchas de terciopelo como las que he visto en un comercio de enfrente». Aun sin tener dinero, no pensaba más que en comprarse cosas. Si ella estuviera aquí me entretendría contándome las novedades y me haría olvidar las preocupaciones metafísicas. «Hermana, te agobias en exceso. Una muchacha se siente totalmente nueva con unos bonitos pendientes», me diría si estuviera a mi lado. Quizá hubiera algo de razón en la filosofía de la vida de Marie-Angélique. Me la imaginaba en casa, tocando el clavicordio y suscitando la admiración de los hombres. Qué suerte haber nacido hermosa y disponer del lujo de su irreflexiva felicidad.

Por efecto del cansancio de aquella velada leyendo la fortuna tenía los huesos como molidos. Tomé una cucharada de mi medicina para dormir y volví a mirarme al espejo. Cuidado, decía mi conciencia; recuerda la advertencia de la bruja.

Si pierdes el dominio de las imágenes, ellas se apoderarán de ti y perderás el juicio. En el fondo del recipiente las figuras se movían sin que yo las convocase, pero seguí mirando.

Quería anegarme en aquellas formas; veía a Lamotte, sentado en camisa junto a un enorme lecho con colcha de brocado; tenía la camisa abierta y se le veían la piel blanca y las palpitantes venas del cuello; se inclinó y se quitó la camisa. Dios mío, qué hermoso. El fino vello del pecho, el ritmo acompasado de la respiración… Aproximé el rostro al espejo, empañándolo con el aliento. En la cama se movía algo y vi el níveo brazo de una desconocida, un hombro redondo y un mechón de pelo rubio. ¿Por qué tenía que ver eso? ¿Era así como las imágenes causaban la ruina, partiéndole a una el corazón al mostrarle la realidad?

Notaba las lágrimas abriendo regueros en la gruesa capa de polvos de mi rostro. ¿Le habría atemorizado aquel día al mostrarme tan docta? ¿Habría pretendido algo más que condescender galantemente del modo que lo había hecho? Yo no era más que la hermana; ¿qué más habría podido ser? Le has servido de medio para acceder al rostro hermoso e inalcanzable que él veía en la ventana. ¿Y si volvía a verle ataviada como una reina? ¿Y si le echaba en la copa un poudre d’amour de La Voisin? Supongamos que me río y parloteo de cosas frívolas y pongo los ojos en blanco como las otras mujeres… Ah, supón lo que quieras, tonta Geneviève. André Lamotte jamás será tuyo por mucho que hagas. Tomé otra cucharada del cordial y la imagen se desvaneció.

—Madame —dijo Brigitte desde la puerta, dispuesta a ayudarme a desvestirme.

Las hileras de botoncitos, las horquillas del corpiño y el aparatoso guardainfantes eran demasiado para mí sola. Por fin llegamos al duro corsé, la rejilla plana delantera abrochada en el centro y la espalda con varillas y encajes hasta la nuca.

—Brigitte, desabróchalo; quiero quitármelo.

—Madame, si lleváis semanas apretándolo cada vez más…

—Quítamelo, he dicho, o me muero. Quiero volver a ser yo misma cueste lo que cueste.

Al quitármelo, en la sutil camisa que llevaba debajo vimos las marcas de la corrosión del hierro por efecto del sudor.

—¡Ay, válgame Dios! —exclamé, cayendo al suelo. La rigidez del hierro había debilitado los músculos del tronco y no podía mantenerme erguida; tenía una espina dorsal de gusano. Brigitte, asustada y con los ojos muy abiertos, llamó a su madre y entre las dos pudieron tumbarme en la cama. Y allí me quedé, mirando al techo a oscuras, mientras la fiebre atenazaba mi cuerpo y en el aire se formaban imágenes del pasado, del presente y del futuro.

—He visto caracoles con una espalda más fuerte. —Sufría una pesadilla; La Voisin, de una altura de cientos de metros, estaba a la cabecera de mi cama con su capa de viaje polvorienta y un sombrero ancho gris con plumas—. Apenas me apeo de la diligencia de Lyon me entero de que todo es un desastre. La Filastre se ha quedado dinero y Guibourg aumenta su honorarios. Pero ¿quién se cree que es? ¡Fui yo quien le introdujo en el negocio! Y el desagradecido de Le Sage intenta robarme los clientes. Al menos la Pasquier ha conservado el sentido común, me digo, y ¿qué me dicen?, que estás hecha un ovillo, muriéndote por un amor no correspondido. Cirujano, ¿cuántas sangrías más harán falta para reducir la fiebre?

—Con otra más creo que bastará —oí que respondían muy lejos.

—Bien. Esta vez, hacédsela en el talón. No quiero que le quede señal en las muñecas. —Yo notaba que levantaban las sábanas y sentía pasos de otras personas por la habitación—. Y ahora, mademoiselle, dime el apellido del hombre que echa a perder mis inversiones.

Era un sueño muy extraño. No estaba en mi cama de la casa de madame Bailly. ¿Dónde estoy?, pensé que decía.

—No empieces a fastidiarme haciendo que te cuente las molestias que he pasado para traerte aquí sin que la policía fuese a fisgar a casa de la viuda para saber a dónde habías ido. El apellido, el apellido, mademoiselle. Sé que se llama André. André ¿qué? Habla. ¿Lamotte? ¿Lamotte el dramaturgo? ¡Ah, qué boba! ¡No harás fortuna con él! ¡Es un don nadie! Escucha, coneja boba y enferma, y sigue mi consejo. Brissac está maduro. Se pelea con Nevers, tiene un título y servirá a tus intereses. Además, lo está deseando y, cuando vea el dinero que puedes ganar, se juntará contigo en un santiamén. Él puede darte tan buenos revolcones como Lamotte, sin duda. Es alquimista y puede facilitarnos… ¡Bah!, te has enamorado del chulo más ambicioso de París. Enamórate de Brissac, hazme caso. ¡De eso sacaremos algo!

—Brissac es repugnante —musité.

—¿Acaso crees que puedes elegir? Escúchame bien, marquesita, en este negocio no hay sitio para remilgos. Una vez dentro de nuestro mundo no puede una echarse atrás. Si te descubren, tu pariente varón más cercano tiene derecho de vida y muerte sobre ti, y, si él quiere, irás inmediatamente a la prisión-convento por lo que has hecho. ¿Una muchacha de familia respetable viviendo su vida y ganando dinero como adivina? Las autoridades se escandalizarán. Mientras la gente crea que eres viuda y estés bajo nuestra protección, te dejarán en paz. Y no te creas que vas a poder escapar; en cuanto te apartes de nuestro amparo, te aseguro que no volverás a ver la luz del sol.

Sentí que me invadía una debilidad cuando el cirujano recogía la sangre en un cuenco; debilidad y salud al mismo tiempo. A través de un ventanuco veía un trozo de cielo azul; el techo inclinado llegaba casi hasta el suelo junto a la cama. Estaba en un cuartito abuhardillado de casa de La Voisin.

—Mañana te levantas, te vuelves a poner el corsé y acudes a la cita al palacio real. Y no olvides esto: si haces fortuna, puedes comprarte a Lamotte por una bagatela. Pero si fracasas, tu tío se meará en tu tumba. No te queda otro remedio que levantarte.

—Lo detesto; no puedo continuar —musité a aquella figura gigantesca.

—¿Que no puedes? Esa palabra no existe. A partir de ahora te lo quitas por las noches. Necesitas que se te fortalezca la columna vertebral. Aparte de que, aun sin él, ahora estás más derecha.

¿Más derecha? Los ojos me pesaban y parecía que el cuarto iba a hundirse. Me veía como una dama, erguida, en el jardín de un castillo, cogiendo rosas. Oía la voz de un caballero llamándome. Podía ser hermosa, podía ser rica, podía ser amada. Rosas, sí. Me hacía falta un vestido color de rosa.

La luz de centenares de velas se reflejaba en los espejos y brillaba en las paredes doradas del saloncito de recepción del Palais Royal. Los invitados de mayor rango estaban sentados en sillones tapizados de brocado, los personajes menos importantes se contentaban con escabeles de profusos flecos y la gente inferior se distribuía entre los sillones, escuchando con deferencia y ofreciendo las adulaciones de rigor. Oía la risa liviana de la mariscala tras su abanico, ya que, en invierno o en verano, ninguna dama de la corte prescindía del mismo, comentando jocosamente:

—… pero, mi apreciada condesa, dicen que el marqués de Seignelay está locamente enamorado de vos.

—Yo no tengo la culpa de que mire; la cuestión es si yo le miro a él. Y debéis admitir que el marqués tiene un indudable je ne sais quoi de bourgeois[5].

—Ah, qué duda cabe de que eso le viene de Colbert, su padre. Es una lástima que el rey enaltezca a ministros que proceden de la nada. Pero no me negaréis que es un apuesto joven, y, además, inmensamente rico…

Pero, indudablemente, la menor mácula en su persona, ya fuese hablar a destiempo o un defecto en su prestancia o en su vestimenta, le impedían el acceso a los círculos más selectos. Era una de las buenas cosas que había aprendido en la calle de los Marmousets. El aspecto y el modo de hablar de los de sangre noble ni se compraba ni podía imitarse. La Voisin no podía prescindir de mí y en los salones no me descubrirían. Volvía a trabajar.

—Pese a lo que penséis de Colbert, debéis admitir que Louvois es mucho peor.

Pugna entre ministros de estado.

—¡Ah, ese Louvois! —exclamó la dama riendo—. Tiene aspecto de valet de chambre[6].

—He oído —dijo un caballero vestido de terciopelo verde y con el modelo de zapatos de tacón alto rojo puestos de moda por Monsieur— que intenta desesperadamente mejorar su imagen y se pasa horas vistiéndose y pidiendo consejo a los elegantes respecto a la colocación de cintas y galones.

Las damas se echaron a reír, imaginándose a Louvois ante el espejo. Louvois el vengativo, cuya palabra bastaba para arruinar a cualquiera y cuyo valido La Reynie efectuaba las detenciones inscritas en las secretas lettres de cachet que Louvois obtenía del rey. De estar presente en el salón, con qué irónica finura no le saludarían. ¡Qué profundas reverencias y amplias sonrisas no le dirigirían! Pero como se había ausentado, era el hazmerreír. ¿Acaso no lo sospecharía?

Pero el centro de aquella velada eran los ocultistas, aficionados y profesionales, reunidos allí para asombrarse y admirarse unos a otros.

—Pues me consta que se hacen horóscopos —dijo un caballero anciano que no reconocí— a partir de un fragmento de manuscrito.

—¿Y quién puede haber realizado semejante cosa? —replicó la condesa de Gramont, cuyo leve acento traicionaba su origen inglés. Alta y rubia, se movía con el convencimiento de quien sabe que la mitad de los hombres del salón están locos por ella. Se decía que su marido era un viejo verde con nariz de arlequín, y hombre muy celoso.

—Creo que fue Primi Visconti —respondió el abate de Hacqueville.

—¿Visconti? ¡Bah!, un aficionado —replicó el sacerdote napolitano con su fuerte acento italiano—. No tiene ni idea de las ciencias de la adivinación. Soy yo la fuente y origen de ese arte, y lo demostraré.

—Bravo, padre Prégnani —exclamó el caballero anciano—. ¡Demostrad cómo vuestro arte vence a Visconti!

Así que aquél era Prégnani, el rival de Visconti; un tipo de siniestro aspecto. Se estaba haciendo famoso entre la nobleza prediciendo los caballos ganadores en las carreras. Observé con interés su técnica cuando vi que pedía un papel con una muestra de caligrafía y trazaba el horóscopo, con la mirada de todos los presentes fija en él.

Pero fue la marquesa de Morville quien más atrajo la atención, pues la taimada anciana encantó a las damas partidarias del horóscopo dejándolas que interpretasen las imágenes con los diversos métodos de adivinación en pugna. La disputa en cuanto a los méritos de la quiromancia frente a la quirognomonía fue tan interesante que hasta la condesa de Gramont abandonó el coqueteo con el padre Prégnani para unirse al círculo, y al final de la velada fue ella quien con mayor ahínco solicitó su visita. La condesa quería congraciarse con la reina, cada vez más desesperada, llevándole otra adivinadora de las que su alteza consultaba tan a menudo. La marquesa de Morville, la nueva devineresse de moda en París, iría a Versalles.