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En aquella época en que comenzó mi prosperidad vivía en una habitación amueblada de una pensión en la calle del Pont-aux-Choux. La dueña de aquella vivienda, modesta pero muy respetable, estaba convencida de que yo acababa de abandonar un austero convento de ursulinas a causa de haber recibido una modesta herencia. Su excepcional cocina y los magníficos colchones de pluma eran un progreso no menos encomiable, y mis fortuitas predicciones respecto al matrimonio de su hija mayor me habían ganado a tal extremo su admiración, que a partir de entonces hice sombra a su huésped más prestigioso, un abate que tomaba rapé y de ojos marrones tristes de perro de aguas, y que suplía su escaso peculio haciendo traducciones de obras pornográficas italianas.

Como consideración especial, se me permitió recibir visitas y clientes en un saloncito delimitado por un biombo torpemente pintado por su segunda hija, la incasable. Mi patrona ingresó una pequeña suma complementaria delatando mi presencia a la policía, que investigó mi negocio y constató que era lícito, por cuanto engañar a los crédulos es legal, aunque no encomiable.

A las clientas más importantes las visitaba a domicilio, y daban una propina al pinche de la viuda para que me encargase una silla de manos o un coche, según la distancia que hubiera o el tiempo que hiciese. Al cabo de apenas una semana ya había pasado por tres salones de poca monta, remitiendo a La Voisin dos damas con amantes infieles y un hombre que buscaba un tesoro enterrado por su tío-abuelo durante la Fronda. Comenzaba a estar en situación de poder comparar los méritos culinarios de varias casas nobles, y me sentía casi como un personaje importante. De todos modos, aunque comenzaba a recuperar mi vida en muchos aspectos, solía evitar los lugares en que habría podido tropezarme con mi tío o con mi hermano, capaces de reconocerme y —dado que eran familiares varones— de quedarse con todo lo mío, libertad incluida.

A finales de enero descubrí que había reunido la sustanciosa suma de treinta y ocho escudos, lo que no estaba mal para una principiante. Así, una mañana fría y nublada de febrero, fui a ver a La Voisin el domingo después de misa para informarle de cómo funcionaba mi primer trabajo en la vida y hacer cuentas.

El tibio sol acababa de abrirse paso en la espesa niebla matinal y todavía resonaban las campanas en las callejas de Villeneuve cuando se abrió la modesta puerta de Notre Dame de la Bonne Nouvelle para que saliera el tropel de fieles entre cuchicheos y empellones. Me abrí paso entre la multitud que se dispersaba y vi que me precedía una vieja encorvada que se cubría con un amplio mantón negro y un sombrero con estrambóticos adornos, que avanzaba apartando a los lentos o descuidados con un inmenso cayado con adornos de oro. Iba maquillada sobremanera y sus ojos irradiaban un destello maligno. Otra bruja, pensé; ya comienzo a reconocerlas. ¿Y ésta quién será?

Mi protectora, elegante con una chaqueta entallada con capucha con forro de pieles, que acababa de recoger hacia atrás su precioso manto bordado, deteniéndose en la puerta de la iglesia para enfundarse sus guantes de piel perfumada, alzó la vista al reparar en aquella estrambótica figura que se acercaba a ella como un galeón a toda vela, y vi que un gesto de profundo desagrado cruzaba su rostro. La cara pintarrajeada de la vieja se contrajo en aviesa sonrisa.

—¿Qué tal está hoy La Voisin? —oí que decía—. Bien, supongo. ¿Y el marido? ¿Aún vive? —añadió, cacareando una risotada mientras La Voisin fruncía los labios y se alejaba sin contestar. La vieja continuó abriéndose paso hacia la iglesia, adónde sin duda se encaminaba por algo concreto, y mi protectora, aún con el gesto torcido por aquel inesperado encuentro, al verme a unos pasos de ella me hizo un gesto para que diera la vuelta a la esquina y hablásemos al abrigo de las miradas indiscretas de quienes salían de misa.

—Qué mujer más repugnante. Te aconsejo que rehúyas su compañía. ¿A santo de qué habrá venido aquí? Sigue andando; nos veremos junto a mi casa.

Continué a pie, ofendida, el trozo que nos separaba de su casa. Allí me abrió la puerta el marido, ataviado con su viejo batín. Por lo visto era el único de la casa que no había ido a misa.

—Pasa —me dijo, echando a andar delante de mí con su caminar cansino, seguido por la gata amarillenta y dos crías ya algo crecidas—. Supongo que querrás sentarte —añadió, al tiempo que él se acomodaba en su habitual sillón y uno de los gatos saltaba a su regazo, secundado por otro que se subió a su hombro.

—Tienes buen aspecto —dijo tras una larga pausa, mirándome mientras yo me sentaba en la silla que él me había señalado—. Se ve que ganas dinero —añadió, acariciando a la gata amarillenta, que se puso a ronronear—. Eres muy distinta a la rata mojada del día en que viniste.

No contesté; me sentía ofendida. A Geneviève Pasquier no se la podía comparar con una rata mojada; una persona de buena familia nunca tiene semejante aspecto, por muy adversas circunstancias en que se halle. Y un espeso silencio cayó sobre aquellas sillas de brocado y los oscuros y labrados muebles que llenaban el salón de altos techos.

—Pues sí, cuando yo la conocí, era la mujer más bella del mundo; y me enamoré locamente de ella. ¿Te imaginas? Locamente enamorado —repitió, y se quedó mirando a la pared un buen rato, como si los tapices fuesen a contestarle.

Yo no me lo imaginaba; adusto, sin afeitar, enclenque, no tenía figura de amante, de hombre capaz de musitar palabras galantes o de cantar acompañado a la mandolina.

—Mandé hacer un anillo de perlas y esmeraldas. ¡Cómo brillaban sus ojos negros al verlo! Las esmeraldas eran lo suyo; es el tono de su piel. Tú… no debes llevarlas; no darán realce a tu piel. No… a ti te iría bien un collar de zafiros. Zafiros y diamantes. Así tu piel será nívea, y los ojos recogerán el color… el gris adopta un tinte azulado.

Había no sé qué repulsivo en todo aquello; lo decía como si estuviera somnoliento y hablase en sueños. Sentí pasos en el piso de arriba, algo que rodaba y gritos de niños.

—Los acreedores… pusieron a los niños en la calle… —continuó en el mismo tono de adormecido, como un sonámbulo—. Cuando me llevaban a la cárcel, vieron el anillo en su mano, se lo pidieron y se lo arrebataron. Sus ojos fulguraron como negros pozos ponzoñosos, como nubes nocturnas de tormenta cargadas de mortíferos rayos. «Lo pagaréis», les dijo con voz de hielo, y ellos se echaron a reír. Hoy están todos muertos, mademoiselle. Muertos todos. Y ella me ha absorbido la esencia vital; estoy seco. Soy una hoja marchita, una manzana seca…

Se oyó abrirse de golpe la puerta principal y entró La Voisin por el vestíbulo negro, al tiempo que Margot, Nanon, la cocinera y otros miembros de la servidumbre lo hacían por la puerta trasera que daba a la cocina.

—Antoine, no aburras más a la marquesita. Vamos, mademoiselle, pasa a mi gabinete. ¿Traes todas las cuentas?

—Naturalmente, Madame —contesté, siguiéndola.

No estaba encendido el fuego y ella siguió con la gruesa capa puesta, aunque se quitó los guantes italianos dedo a dedo. La piel tenía un exquisito tono oscuro azulado y el perfume invadió el cuartito.

—Ese Antoine es más inútil que el gato. No caza ratones, no hace gatitos y yo los mantengo a los dos, aunque ni sé por qué… —dijo, abriendo con la llave el armario, rebuscando entre los libros y sacando el de la P.

—Treinta y ocho escudos —dijo, brillándole los ojos al ver el oro—. Vaya, vaya, sí que prosperas rápido. No te habrás quedado con nada, ¿verdad? —añadió, mirándome con ojos que me traspasaban.

—No, Madame; aquí están las cuentas. Papel, pluma y tinta, transporte y un par de medias gruesas porque el zapato me hacía ampollas.

Ella miró satisfecha el montón de monedas de la mesa y el papel con las cuentas.

—¿Y qué es este pago a La Trianon? —inquirió.

—Una droga para dormir. Me hace daño el corsé.

—¿Daño? Claro que duele. Eso te viene bien, endurecerá tu voluntad para hacerte rica. Deja el opio. Refuerza tu mente con el odio y la venganza. Recuerda que se trata de ti o de él. El opio acabará contigo —añadió, tachando de un plumazo la partida en cuestión.

Yo estaba decidida a retener un poco de dinero de los ingresos la próxima vez para comprarlo a escondidas. Necesitaba el opio; paliaba mi dolor, desvanecía las pesadillas y era el único remedio contra el recuerdo y la aflicción. Y estaba segura de que La Dodée no me delataría por la cuenta que le traía, al fin y al cabo era una buena clienta. Mi protectora volvió a alzar la mirada hacia mí, que seguía de pie mientras ella anotaba las partidas en el libro.

—Una dama como tú no debe estar sin criada —dijo con voz calculadora y falsa sonrisa—. ¿Quién te ayuda a ponerte el corsé? ¿Una sirvienta de esa viuda boba?

—Su hija menor.

—A ver esa prestancia… Humm, aún estás torcida. Se ve que no tiene fuerza para apretártelo. Sigues durmiendo con él puesto, ¿no?

—De no ser así no habría necesitado la droga —respondí con sarcasmo, y ella me sonrió, pero mostrando demasiado los dientes.

—Apriétatelo bien y pronto podrás dormir sin él. Creo que conozco la sirvienta que te iría bien…

No me gustó el tono con que lo dijo. Seguro que era una espía para tenerme a raya, por temor a que me independizara. Cambié de tema.

—¿Quién es la mujer que os saludó? —inquirí—. ¿Es de las nuestras?

—Una de las nuestras, imagino, en términos generales —respondió La Voisin, despectiva—. Es Marie «Joroba». No es la clase de persona que pueda agradarte; una mujer completamente iletrada, que cuenta con los dedos. Practica las viejas artes, pero no tiene talento para el negocio. Y, naturalmente, me tiene envidia. Pero ¿cómo va a tener clientes si es una descuidada y una borracha? Además, estuvo casada con un tratante de caballos.

Había pronunciado lo último en tono petulante, y yo pensé que era muy positivo que La Voisin hubiese elevado la profesión de brujería a un nivel tan elegante. A mí, desde luego, no me animaba intención alguna de hacer amistad con la viuda de un vulgar tratante de caballos.

—Madame no debe guardar luto perenne por un esposo muerto hace tanto tiempo. Mi apreciada marquesa, pareceríais mucho más joven si vistieseis los alegres colores de la primavera —dijo el viejo abate provenzal adicto al rapé, acercándome de tal modo el rostro al hablar que sentí su hálito en el cuello.

Al otro lado de la mesa, la viuda Bailly dejó de servir la sopa y le dirigió una mirada de censura.

—Soy demasiado vieja para que me preocupen las vanidades de este mundo —repliqué despectiva.

Pero sentía la primavera en el corazón, y por primera vez en mi vida ansiaba tener un vestido nuevo y bonito.

—¿Incluso las vanidades que hacen que la gente venga a diario, cada vez en mayor número, a sentarse tras ese biombo?

La voz del abate era cansina y resabiada; había gesticulado morosamente hacia el biombo del rincón del salón de madame Bailly, que hacía las veces de recibidor y comedor. Era un hombre repulsivo. Los provenzales andan siempre detrás de las mujeres; por costumbre. Son hombres que en el lecho de muerte hacen proposiciones a las que los atienden.

—Se trata de un trabajo caritativo, monsieur. Dedico mis días a ayudar a los demás —contesté, fingiendo concentrarme en partir un panecillo.

—Madame la marquesa hace milagros, milagros. Qué suerte ha tenido mi Amélie; lencera con tienda propia y dependientes. Tal como madame había dicho —terció la viuda, aprestándose en mi defensa. Amélie miró a la mesa, ruborizándose ante la perspectiva de su inminente boda. Brigitte, la menor, sin dote, taciturna y con granos, la miró con rencor, mientras los demás huéspedes (una serie de extranjeros y provincianos sin fortuna) soportaban molestos y callados aquella interrupción de la comida.

—Claro que sí, no puedo por menos de dar crédito a las palabras de tan encantadora anfitriona —dijo melifluo el abate.

Madame Bailly enrojeció satisfecha y siguió sirviendo la sopa, reanudándose el tintineo de cucharas. Monsieur Dulac, el notario, volvió al tema del escándalo de la feria de Saint Germain, que acababa de ser inaugurada antes del domingo de Ramos.

—… y cuando llegamos a la calle de la Lingerie había un gran revuelo. Los puestos destrozados, una vendedora de limonada con un brazo roto, os lo juro, y toda su mercancía desparramada por el suelo. Un joven vizconde y otro que le acompañaba, los dos borrachos perdidos, habían entrado a caballo y a galope tendido entre los puestos de la feria, derribándolos a estocadas. A mí por poco me matan. ¡Habrase visto! ¡Casi me matan!

—Monsieur Dulac, no debéis salir más que por la tarde, cuando pasea la gente bien después de la ópera —comentó madame Bailly, mientras la criada retiraba los platos de sopa.

—Como si tú supieras algo de eso —terció Brigitte, malévola.

—Pero todo cuesta el doble, madame Bailly —replicó el notario—, y tendría que contentarme con mirar. Mientras que hoy he visto un ser maravilloso por sólo dos céntimos. Una rareza procedente de las Indias… un mapache.

—Ah, ¿cómo era? ¿Como un dragón? —inquirió Amélie.

—No, es un animal peludo, como el lobo, con una inmensa cola a rayas. Dicen que son venenosos como serpientes. Desde luego, las Indias son muy peligrosas. Dicen que hay enredaderas carnívoras capaces de triturar a un hombre y sorberle la sangre con sus largos zarcillos.

Todos se estremecieron.

—¡Oooh! —exclamó Brigitte—. ¿Y eso también lo tienen a la venta? ¡Debe de ser estupendo verlo comer!

En resumen, que decidimos ir en grupo aquella misma tarde a contemplar el mapache y ver a la gente fina, en un coche alquilado por la generosa marquesa de Morville, cuyos caritativos trabajos cada vez le procuraban mayores ganancias.

—¡Ah, me encanta ir en un carruaje de verdad! —exclamó entusiasmada Brigitte cuando salíamos al atardecer hacia la pradera de Saint Germain, en la orilla izquierda del Sena. Amélie le dirigió una mirada de desprecio.

El pañero, un tipo rechoncho de mediana edad, que iba apretujado entre su prometida y la hermana, dijo:

—Cuando estemos casados tendrás siempre un carruaje a tu disposición, mi querida mademoiselle Bailly. Tus delicados pies no pisarán la tierra.

—¡Qué enternecedor, qué devoción tan fina! —dijo la madre con un suspiro—. ¡Monsieur Leroux, sois muy galante!

—¿Cómo no iba a serlo con una joven tan encantadora? —terció el abate, que, aplastado entre la viuda Bailly y yo, aún no había decidido qué cintura sobar. Por mi lado encontraba frialdad y varillas de hierro, y en el de ella, cosquillas y chillidos. Y el hombre acabó optando por el lado más favorable.

—¡Ah, mirad, encienden las farolas de la calle! —dijo el pañero—. Dentro de poco todo París será tan seguro de noche como vuestros dormitorios, señoras. Han aumentado la vigilancia y pronto no quedará ni un solo mendigo ni ladrones que desprestigien nuestra gran ciudad. Vivimos una época de prodigios…

Nuestro carruaje se había detenido para dejar paso en el cruce a una gran carroza con profusión de escudos nobiliarios y llena de damas y caballeros con antifaz, que se dirigían a la feria. Era la salida de la ópera; bajo la nueva iluminación, un cartel recién pegado sobre otros viejos llamó mi atención: era la lista de los últimos libros prohibidos por la policía, en la que se declaraba ilegal su posesión, impresión, compra o venta bajo graves sanciones, etc. Mis ojos buscaron algo interesante: La Défense de la Réformation, protestantismo aburrido; Philosophical Reflections on Grace, jansenismo aún más aburrido; Reflexiones sobre la salud del Estado, de autor desconocido, con el seudónimo de «Catón». La obra de d’Urbec, el amigo de Lamotte, el erudito. Así que ahí había acabado el tratado de reforma; la teoría geométrica de las finanzas del Estado te han llevado a la horca, si es que no estás ya en el exilio. Me sentí como si acabara de asistir a un entierro.

—Los libros prohibidos son los mejores objetos de colección, señora marquesa —comentó el abate con toda naturalidad, mirando el cartel.

Bien debes de saberlo, viejo réprobo, pues con ello te ganas la vida, pensé yo.

—La semana pasada descoyuntaron en el potro a un traidor a la luz de las antorchas en la plaza de Grève —terció Brigitte—. Dicen que estuvo muy bien, pero mi madre no me dejó ir a verlo.

—No está bien que una joven vaya sola a ejecuciones nocturnas —replicó la madre.

—Una mujer de cierta posición debe ir siempre acompañada a las ejecuciones. Yo, naturalmente, acompañaré siempre a mi esposa a esos espectáculos tan dignos de alabanza —añadió monsieur Leroux, tomando la mano de Amélie.

—Es evidente que con los libros prohibidos puede ganarse mucho dinero —insistió el abate con malicia, pues había estado observando detenidamente al pañero durante el trayecto.

—¿Dinero…? —inquirió monsieur Leroux con interés—. Pero no mucho… —se apresuró a añadir.

—Oh, cuando prohibieron Le colloque amoureux, el precio subió de veinte sueldos a veinte libras, y ahora no se encuentra un solo ejemplar. Puede que alcance las treinta libras o más —dijo el abate con irónica sonrisa.

—¿Veinte… o treinta libras? Es asombroso; deja un buen rédito de capital… —comentó el pañero, haciendo mentalmente sus cálculos.

—Tenemos el caso del padre Dupré, que escribió un anónimo a la policía para denunciar su propio tratado de ataque al jansenismo. Una obra aburrida y poco original de la que no habría vendido un solo ejemplar; pero al cabo de un mes se vendió toda la edición a un precio diez veces superior al de salida. Naturalmente —musitó el abate, inclinándose hacia el pañero con una sonrisa maliciosa—, conviene tener un protector influyente.

—¡Qué escándalo! —exclamó el pañero—. Si bien es una ambición encomiable; mucho mejor que ser un lamentable fracasado —dijo con complacencia monsieur Leroux, que no se consideraba en absoluto un fracasado y que a su juicio el patrocinio de alguien famoso justificaba cualquier empresa.

Ya habíamos cruzado el Pont Neuf, aunque muy despacio por la muchedumbre que se apiñaba en torno a la tarima de un sacamuelas que operaba a la luz de antorchas. Pero en seguida alcanzamos la fila de los que aguardaban pasar al recinto de la feria y a continuación descendimos los doce peldaños que daban entrada a los paseos cubiertos de la vieja feria, de tal antigüedad que se hallaban a nivel más bajo del suelo cual si los hubieran hollado millones de pies a lo largo de los siglos. Hileras de casetas, iluminadas por miles de candiles, brillaban acogedoras bordeando aquellos corredores llamados «calles» con el nombre de los diversos artículos que en ellas se vendían. Vendedores de limonada, chocolate y confites voceaban su mercancía, y de las casetas de comida brotaban apetecibles olores. Muchos de los puestos, preparados para la elegante clientela de la noche, disponían de mesas con manteles de lino y elegantes candelabros.

Comenzamos a pasear por la calle de la Mercerie para ver los muebles y las exóticas porcelanas de Asia y de las Indias. Amélie, encantada, pasaba el tiempo comentando lo que le gustaría tener en su casa cuando se casara. Había carteles anunciando pièce à écriteaux, uno de los subterfugios con el que los comediantes de la feria superaban el monopolio oficial de las obras habladas de los teatros de París; a aquellos mudos actores no se les podía acusar de hablar, dado que los diálogos aparecían en unos grandes letreros en cada escena respectiva. Nos detuvimos para observar a dos caballeros elegantemente vestidos de seda blanca que regateaban el precio de un jarrón. Uno de ellos, de espaldas, me pareció mi tío, y me sobresalté; pero recapacité: él no tenía un traje de aquel color… Se volvió y di un suspiro de alivio. No, no era el caballero de Saint Laurent. Mientras los demás seguían contemplando maravillados alhajas, encajes, objetos de plata y montones de confites y naranjas, a mí me invadió un frío repentino, como si algo desagradable fuese a surgir de las sombras en cualquier momento.

Hombres con extraños atavíos voceaban las bondades de varios garitos de juego, incitándonos a entrar, y por encima de los gritos de los vendedores se oía el sonido apagado del canto acompañado de música de clavicordio y flauta procedente de uno de los teatros. ¿Por qué he venido aquí?, me dije. Pueden verme y lo habré perdido todo. Y seguí caminando en una especie de trance sin apenas fijarme por dónde iba.

Un caballero muy bien vestido, seguido de cuatro criados de librea, se abría camino entre la multitud.

—Vaya —musitó el abate—, es evidente que la gente de más alcurnia sale de noche.

Su tono comedido y desvergonzadamente confidencial me sacó de mis cavilaciones y me puse a observar con atención; y al poco vi una mano blanca con bocamanga de encaje introducirse como una exhalación en el bolsillo de un grueso caballero que acompañaba a dos viejas damas.

—¡Oooh, qué pendientes tan divinos! —exclamó Amélie, dirigiendo a monsieur Leroux y al resto de nosotros hacia la larga y bien alumbrada calle de las Orfèvreries en la que estaba expuesta toda suerte de joyería. Elegantes mujeres con antifaz paseaban con sus galanes, y se detenían a señalar alguna pieza con su mano enguantada.

—Oh, amigo mío, qué broche tan delicioso —oíamos decir a voces con el tono refinado de las damas de la corte.

—Amor mío, vuestro es —respondía el caballero entregando el objeto deseado a su amada con gesto airoso y una reverencia.

—Ah, qué gran dicha, amigo mío; me siento fatigada.

—Permitid que os ofrezca un refresco. El duque de Vivonne dice que hay que probar la nueva bebida de la caseta turca, un licor que estimula increíblemente los sentidos.

—¡Oh, monsieur Leroux, vamos nosotros también! —exclamó Amélie.

Seguimos a la pareja enmascarada hasta la caseta turca, donde nos sentamos junto a la puerta en una de las mesas con limpios manteles de lino que llenaban el local. Estaba cubierto con un gran techo rudimentario del que colgaban relucientes candeleros. Los camareros, con voluminosos turbantes y amplios pantalones, iban y venían con unas curiosas bandejas de latón cargadas de copas de metal esmaltado. Un extraño olor como a corcho quemado flotaba en el ambiente —sin duda el del brebaje turco—, pero ya era demasiado tarde para irse.

—Desde luego, querido mío —decía la dama con voz penetrante en medio de la barahúnda—, no deberían habernos sentado tan cerca de estos pelagatos.

Madame Bailly y sus hijas estaban demasiado extasiadas comentando los encajes y peinados de las damas de las mesas cercanas y no oyeron el comentario, pero el abate me dirigió una mirada sardónica.

Volvió a oírse la voz aguda de la dama:

—Aquella mujer de allí, por ejemplo, no puede ser más que mademoiselle de Brie, la actriz del teatro de la calle Guénégaud, a juzgar por ese horroroso vestido con cola. Debe de ser del vestuario de la compañía, o tal vez lo haya comprado de segunda mano.

Dirigí la vista a la mesa de la parte más elegante del local en la que se hallaba la del vestido en cuestión. Era una mujerona con antifaz de terciopelo negro, muy bien vestida, que conversaba con un galán de espaldas a nosotros; llevaba el sombrero con plumas ladeado sobre los rizos, que le llegaban al hombro, y tenía el manto de terciopelo azul descuidadamente caído sobre la espalda de manera que dejaba ver el forro de satén carmesí. Aunque la mujer ya no era joven, la máscara dejaba entrever rasgos de una gran belleza.

—Mi obra maestra está escrita expresamente como decorado a vuestra belleza y vuestro talento… —oí decir al hombre.

Qué drama más interesante. Una vieja actriz influyente y su protegido el joven autor. ¡Cómo la adulaba!

Acababan de traer el café turco que todos ansiaban probar. Miramos las espléndidas copitas y vimos un líquido negro espeso parecido a la pez. Era poco apetitoso, pero nadie quería parecer poco elegante y darse por engañado; al fin y al cabo ya habíamos visto el mapache —que por desgracia había muerto y había sido sustituido por un dibujo— y el hombre con dos cabezas —una de ellas de madera—, y nadie iba a admitir que la bebida más famosa de la feria fuese un asco.

Monsieur Leroux se llevó la copita a los labios, mientras Amélie le miraba entontecida:

—Extraordinario —dijo—. Algo así como caramelo quemado —añadió, dando otro sorbo.

Amélie alzó la copita con el gesto elegante que había visto hacer a la dama de la mesa cercana a la nuestra.

—Ah, monsieur Leroux, bien decís. Extraordinario… —comentó, pero torciendo el gesto.

—… no veo a nadie distinguido. ¿Cómo podéis decir que es de moda? Seguramente el señor duque se refería a otra caseta… —La voz aguda de la dama volvió a dejarse oír, pero la respuesta de su acompañante quedó ahogada por un ruido de platos—. Ah, aquella mujer con velo, junto al abate, podría ser alguien… si no fuese por esos burgueses increíbles que la acompañan…

Di el primer sorbo al café y noté que ni el azúcar, que lo hacía tan espeso como un jarabe, podía disimular su amargor.

—Vámonos, amor —decía el autor teatral en tono de disgusto por lo que acababa de oír—; la nobleza rural de provincias ha desplazado a la nobleza de la corte. Realmente aquí no se ve a nadie famoso.

Y con un florido gesto tomó del brazo a la actriz, quien se recogió la cola del vestido con la mano enguantada, y, juntos, pasaron altivos junto a la dama del antifaz, antes de llegar a nuestro lado y cruzar la puerta. Reconocí al hombre por su bigote encerado y los rizos castaños que caían sobre su cuello de encaje, sin duda hechos con tenacillas. Era Lamotte, el bello caballero de la calle de los Marmousets, que había hecho fortuna.

—Ah, qué guapo es ese hombre —comentó Brigitte—. Ella es muy mayor para él.

—Es el dramaturgo André Lamotte —dije yo. ¿Qué tendría aquel negro brebaje que me estremecía todos los nervios del cuerpo?

—Lamotte… Lamotte —dijo el abate—. Me suena ese nombre. Estuve en el teatro de la calle Guénégaud antes de Navidad y vi una obra… ¿Cómo se llamaba? Ah, sí, Osmin. Trataba de un príncipe turco que muere de amor por una joven cristiana de la que sólo ha visto el rostro a través de una ventana… —Hizo una pausa para dirigirme una intensa mirada romántica—. Los hombres mueren de amor, ¿sabéis? —añadió, intentando ponerme en la rodilla una mano que yo aparté.

—Ah, qué novelesco —dijo Amélie con un suspiro.

—Seguramente era rubia y con una piel perfecta —comentó Brigitte con amargura—. Todas esas historias son iguales; nadie muere de amor por una muchacha con granos.

Yo me concentré en dar el último sorbo al amargo líquido; me sentía mentalmente alborozada, mis pensamientos discurrían cada vez más de prisa y mis sentidos se agudizaban. Qué bebida tan estupenda, pensé; tengo que descubrir el modo de bebería más a menudo. No sabe muy bien, pero ¡qué efecto tan fantástico! Seguro que ni un mes en un balneario procura a mi cuerpo este vigor y esta claridad de pensamiento. Y en ese momento, de pronto, comprendí que tenía que conquistar a André Lamotte costara lo que costase. Y decidí hacerlo mío con las artes de la brujería.