La semana que siguió, decidida a probar mi nuevo yo, me vi inmersa en la sociedad de nobles indigentes y extranjeros sórdidos que infectan París, arrimados a la corte y en constante pugna por obtener el favor. En este mundo todo está en venta y todo se puede transformar en mercancía para lucro personal. Desde los terratenientes más afortunados y las herederas más codiciadas hasta el más desgraciado vendían sus pertenencias o informaban a la policía a cambio de dinero en espera de mejores tiempos. Los buenos modales y la habilidad para relacionarse constituían el pago de la entrada, pero para escalar puestos era necesario más. Una buena figura o un rostro bien parecido, ya fuera en una mujer o en un hombre, se consideraban una ventaja, aunque pequeña; rumores sobre una herencia o buena suerte en las mesas de juego, mayor ventaja. Pero un vínculo con el rey, por tenue que fuese, era lo mejor. En aquella justa por destacar, por tener algo que diese que hablar cinco minutos, constituía una gran ventaja ser una mujer de ciento cincuenta años que leía el futuro en el agua y de la que podía obtenerse un tarrito del ungüento de la eterna juventud para la piel.
—La eterna juventud es una maldición que no deseo a nadie —dije a la condesa de Bachimont, mientras su doncella, que además era cocinera, ama de llaves y recadera a la casa de empeños, retiraba los restos del ragoût para traernos el plato siguiente—. Además, la fórmula es de hace más de un siglo, y no sé si seguirá surtiendo efecto.
—Pero vos tenéis la piel tan tersa, tan blanca… —replicó ella, pasando la mano por mi mejilla sin poder contenerse.
—No es más que la palidez de la muerte, madame. He vivido más de lo que me corresponde, pero me alegro que el marqués, mi querido esposo, no haya vivido la corrupción de esta época —dije, llevándome la mano a los ojos con cuidado de no correr el polvo de hollín que les daba aquel interesante aspecto de hundidos.
Me compró un tarro.
—Me han dicho que leéis el futuro en recipientes con agua —terció con voz profunda el conde de Bachimont, cuando ya se consumían las velas y la sirvienta retiraba los platos.
La tenue luz disimulaba las desnudas paredes de su vivienda alquilada. Al ritmo con que vendían los muebles, calculé que tendrían que regresar a Lyon antes de que concluyese el año. Tenía que trabajar de prisa. El conde intentaba introducir la mano por debajo de mi falda, al amparo de la mesa. Pero yo no aprovecharía aquel atajo.
—Mi querida marquesa —terció otro invitado, el doctor Rabel, inclinándose sobre la mesa—, ¿no es un don generalmente propio de las doncellas?
—Querido doctor Rabel, pasados los noventa una pierde interés por el sexo… completamente… —repliqué, apartando la mano del conde—, es como si una… volviese a recobrar la virginidad. Fue a partir de esa edad cuando me surgió el don.
—Humm, sí, decididamente; eso lo explicaría —replicó él en tono docto—. Pero, decidme. ¿La fórmula surte efecto de un modo uniforme? Es decir… ¿sois o no totalmente joven en toda vuestra fisiología? Quiero decir cuando el abate adquirió la fórmula a Nicholas Flamel, ¿no la bebisteis de inmediato recién hecha?
—Lamento tener que confesar un pecado por el que hace mucho tiempo recibí la absolución, pero la fórmula era un ungüento que el abate usó casi por completo y egoístamente en su persona sin pensar en mí, pese a que yo había sacrificado por él mi esperanza del paraíso. Cuando me aplicó lo que quedaba, comenzó por arriba, pero no había bastante —volví a llevarme la mano a los ojos—, y os podéis figurar que el segundo que hicimos no resultó tan potente como el primero…
Estaba satisfecha del artificioso embellecimiento de la historia del ungüento para la piel. Desde luego la creatividad es la mejor satisfacción de la mente. Para más impresionarles, adopté una expresión trágica y distante.
Mis interlocutores contenían la risa encantados. Qué hombre tan egoísta dejar a una bonita muchacha como yo joven eternamente sólo a medias. Estaba reflexionando en la manera de ampliar el cuento para hacerlo más interesante, cuando Rabel me interrumpió para requerirme una adivinación.
—Tiene que haber absoluta quietud —repliqué yo con voz de oráculo, puesta en situación— y hay que colocar las velas a igual distancia en torno a la vasija para no enturbiar la imagen.
Y los puse a todos en movimiento, haciéndoles cambiar el mantel y traer la extraña bolsa negra en que guardaba el recipiente redondo de cristal con pedestal. Sabía que no necesitaba ver ninguna imagen para dar un oráculo favorable. Me bastaba con la red informativa de La Voisin y sus enseñanzas de fisiognómica. Si además surgían imágenes, tanto mejor; así concretaría mis predicciones.
Extendí un tapete rojo con signos cabalísticos y puse el recipiente sobre él; pedí agua «absolutamente pura» para llenarlo, que la cocinera, con gran respeto, filtró con cinco capas de estopilla antes de que yo la vertiese con un embudo decorado que parecía de plata. Dediqué un buen rato a elegir la varilla para remover el agua. ¿La de cristal? ¿La de cabeza de dragón? ¿La de cabeza de serpiente? Notaba sus miradas atentas clavadas en mi persona; en mí. Por fin atraía la atención y me miraban tal como había prometido la bruja. No cabía en mí de gozo.
Recité la salmodia mientras removía el agua y, de pronto, sentí aquella habitual sensación extraña y etérea de lasitud mientras la imagen comenzaba a surgir.
—Qué interesante, monsieur Vanens. En la imagen se os ve con monsieur de Bachimont. Vendéis algo… ah, parece un lingote de plata… sí, a un funcionario de la Corona. Humm… ahora firma un papel.
¿Era plata falsa alquímica, vendida a la ceca real como auténtica, o era robada? No sabía qué clase de transacción era y dejé que ellos mismos interpretasen la imagen.
—Salió bien —dijo la condesa, inclinándose tanto que su aliento empañó el vidrio.
—Un éxito, vive el cielo. La fórmula funcionó —comentó el caballero de Vanens.
Vaya, vaya, así que era cierto que se trataba de monederos falsos; y seguramente irían a parar a la cárcel una buena temporada. Pero no me pidieron que hiciera otra lectura, ni yo quería leer una imagen de mal augurio. La dificultad de los reflejos era ésa: su significado no está nunca claro del todo. Era como mirar por una ventana a un cuarto en el que entra y sale gente hablando sin que el observador pueda oírla. ¿Qué decían? ¿Qué había sucedido previamente? ¿Qué significaba? Se prestaba a mil interpretaciones. La gente piensa que es fácil leer el futuro y que puede preverse cualquier cosa: ganar al juego, abandonar la casa antes de que arda o especular con terrenos; pero no es así. Si muchas personas no entienden siquiera el presente, ¿cómo van a entender visiones del futuro?
Aquella noche me senté junto a una vela, catalogando las últimas imágenes con arreglo a las fechas en que las había visto y las personas afectadas y calculé el tiempo que tardarían en cumplirse. También las visiones requieren un análisis racional. Escribí:
Las imágenes plantean un interesante problema. ¿Cómo, exactamente, se relacionan con el futuro? O bien: 1) representan el futuro real, que es concreto e inmutable, o 2) representan un futuro probable si los acontecimientos siguen el curso actual. En el caso 1, Dios ha determinado el futuro del mundo en origen y no hay libre albedrío.
Me detuve y releí lo escrito. Allí, sobre el papel, era muy bonito, estructurado racionalmente como la geometría euclidiana; ordenado y lógico, rigiendo lo desconocido.
Subconclusión 1 A: Dios puede haber creado el mundo, abandonándolo para que funcione solo como un reloj.
1 A i Si Dios no puede intervenir en el mundo, no es tan poderoso. Pero Dios es omnipotente por definición y, por consiguiente, si 1 es cierto, según 1 A i no hay un Dios que corresponda a nuestros conocimientos y definición de ese término. Si Dios existe pero opta por no intervenir (1 A ii), es evidente que 1 A i a también es cierto.
La postura de los libertinos, pensé. Hacer lo que se quiera porque da igual.
A continuación me centré en el análisis del aserto 2:
Si 2, Dios permitiría el libre albedrío para determinar el futuro. Esto sucede porque Dios no es omnipotente (1 A i) y sucede en consecuencia, o debido a 2 B, porque existe la gracia y, por lo tanto, Dios.
Esta conclusión me causaba estupor, porque la racionalidad debe conducirnos a la verdad. Y de ahí deduje la única prueba razonable que podía observar y catalogar:
Prueba:
1. Suscitar imagen de mi propio futuro.
2. Crear mediante el libre albedrío actos que modifiquen la imagen.
3. Verificar si la imagen se modifica.
Pero por más que lo intentaba no lograba suscitar una sola imagen relacionada con mi futuro.