11

—Dios mío, qué flema —dijo el cochero al ayudarme a bajar del carruaje para acompañarme a la puerta del pequeño laboratorio de La Trianon—. Le has alejado de esta casa como si estuvieras acostumbrada a hacerlo de toda la vida. Además, hablabas igual que una dependienta de la calle Aubrey-le-Boucher. Ahora entiendo lo que Madame ha visto en ti. Sigue, sigue así y llegarás a ser reina.

¿Reina? ¿Reina de qué?, me pregunté, quedándome con esas palabras en la cabeza.

La noticia no agradó a mis anfitrionas, que se retorcieron las manos.

—Tienes que decírselo a ella para que actúe de inmediato —gimió La Dodée—. ¡Has estado a punto de traer hasta aquí a Desgrez en persona!

—Calla; no hables más de lo necesario —musitó tajante La Trianon, mirando hacia mí.

—Bah, calmaos. Ya os digo que ha sabido despistarle; se hizo pasar por una aprendiza de lingère. Lo juro por la cruz. Vaya si es lista —añadió el cochero.

—Supongo que hemos de creerle —dijo La Trianon, taciturna aquella noche mientras hacíamos una cena fría.

—Dentro de unos días lo sabremos. La Reynie nunca deja eternizarse las cosas. Incluso pueden presentarse aquí mañana. Y de la detención, tratándose de él, a los pocos días a la horca.

El nombre que había copiado en mi dietario del trozo de papel que tenía en la mano mi difunta abuela era La Reynie.

—¿Quién es La Reynie? —inquirí.

—¿La Reynie? —repitió La Trianon—. Pues el nuevo teniente general de policía; el hombre más temible de París, por ser el más incorruptible. La Reynie despacha directamente con Louvois y el rey.

Mi mente se puso en marcha aceleradamente en varias direcciones. La abuela había redactado una misteriosa carta momentos antes de morir; había escrito al jefe de policía de París y la carta le había sido arrebatada y destruida. ¿Qué le había sucedido a la abuela, sola en su habitación? Intenté recordar algún detalle chocante, pero no encontraba nada, salvo aquel frufrú de tafetán en el pasillo cuando yo entraba en el dormitorio y me la encontraba muerta de un ataque. ¿Qué es lo que hacían mis anfitrionas que tanto sabían del misterioso La Reynie? No cabía duda de que era algo más que destilar aquellas pociones y leer la fortuna. Tenía que averiguarlo.

—… una persona honrada ya no puede ni ganarse la vida en esta ciudad —se quejaba La Dodée—. Menos mal que la detención de mendigos y prostitutas tiene lo bastante ocupado u ese policía para que se preocupe de nosotras. Pero, de todos modos, ¿a cuento de qué rapar la cabeza a esas chicas y encerrarlas por hacer lo que hacen las grandes damas, que además reciben recompensas? Las putas del rey viven con todo lujo y sus hijos obtienen títulos. ¿Qué derecho tiene él a ser el censor de la moral de la nación?

—Privilegio real, querida —replicó La Trianon—; no lo olvides.

—Pues debemos estar agradecidas a la familia real —dijo La Dodée—, sobre todo a Monsieur.

Monsieur el duque de Orleans era el hermano del rey; Monsieur se pintaba los labios, se ponía postizos bajo la ropa y asistía a bailes vestido de mujer, y sus amantes habían envenenado a su primera esposa; pero en vida de Monsieur el rey no osaba aplicar la ley y ejecutar a los asesinos que convivían con él. Era un escándalo. Miré a mis anfitrionas con nuevos ojos. Así que era eso: una simple palabra de un indiscreto desconocido podía constituir su condena a muerte por el modo de vida que llevaban juntas. Aun así, casi me sentí decepcionada al ver que eran tan normales, pues, por las historias que yo había oído, casi habría cabido esperar que tuviesen barba o vistiesen prendas raras.

—¿Es que sois…?

—Las chicas buenas no saben esas cosas. Creí que estabas mejor educada —me espetó La Trianon.

—No me educaron para que fuese una buena chica. Eso mi hermana, que es guapa y rubia.

—Siempre la misma historia —dijo La Dodée—. Vaya, qué cara pones. ¿Quieres preguntarnos algo?

—Pues, hum… es… es cierto que… bueno, si es verdad que se pueden tener hijos sin un hombre.

Las dos se echaron a reír.

—Eso sólo lo hizo la Virgen —respondió La Dodée.

—Sí, es todo pura mentira, ¿sabes? Que nos llamen hermafroditas no quiere decir que estemos hechas de una forma rara, anormal. Somos, simplemente, mujeres que podemos prescindir de los hombres, ¡y eso los pone furiosos! Toma otro huevo duro. Te veo algo pálida por todo lo que te han hecho esta mañana.

—Es el corsé que me han puesto; tengo la espalda que me arde. Y me tiene tan estirada que tengo miedo de caerme y romperme un hueso.

—Desde luego se te ve mucho más derecha. Sí que has mejorado —dijo La Trianon.

—Cierto, lo habíamos comentado antes, pero no queríamos que se te subiese a la cabeza —añadió La Dodée.

—Me han dicho que tengo que dormir con él puesto y he tenido que jurar que lo haría. Haría cualquier cosa por ser guapa como las demás, pero me duele tanto que habría preferido no ser elegida.

Había sido una jornada difícil, llena de impresiones, y noté que las lágrimas corrían por mis mejillas.

—Vamos, procura no dejarte llevar. Nosotras preparamos una cosa que te ayudará a dormir. Pero promete que no lo tomarás durante el día. Ella no nos lo perdonaría nunca si estropeara tu talento para leer en el agua —dijo La Dodée con su habitual afabilidad.

—Oye, has hecho una pregunta y yo voy a hacerte otra —dijo La Trianon—. Hablas tan bien que debes de ser de una buena familia. ¿Por qué estás sola? ¿Qué te ha impulsado a padecer dolor y deshonrarte, entrando en un mundo del que no sabes nada? Podrías estar leyendo a tu anciano padre o bordando en uno de esos cómodos conventos para jóvenes ricas…

El efecto de sus palabras fue que lo recordara todo y permaneciera un instante incapaz de contestar. Luego miré su rostro grave y estrecho, su pelo bajo la cofia blanca y sus ojos oscuros ya viejos.

—La venganza —contesté—. Odio a un hombre, y ella me ha prometido hacerme poderosa para que pueda destruirle.

—¿Sólo a uno? —comentó La Trianon—. Hay que ver lo joven que eres.

Después de cenar hicieron una pócima con varios frascos de las estanterías y la trasvasaron a una frasca de cordial. Sentada allí en su saloncito, entre las tablas de astrología, noté el efecto que ejercía la sustancia y una deliciosa languidez invadió todo mi cuerpo; sentí que se me obnubilaba el cerebro y los pensamientos se hacían lentos y fantasiosos. Y el dolor desapareció como si no hubiera existido.

—¿Qué tal te sientes ahora? —me dijeron.

—Estupendamente. ¿Qué era?

—Un poco de esto y un poco de lo otro, pero sobre todo opio. Recuerda que no hay que tomarlo durante el día.

—No me había fijado en… lo bonito que era el salón. Las velas tienen todas un halo alrededor de la llama… parecen caras…

—¿Y ésta es la muchacha que supo evitar que Desgrez la siguiera a casa? Qué distinta…

—¿Quién es realmente Desgrez?

—¿Desgrez? El jefe de los agentes secretos de policía y mano derecha de La Reynie, pero La Reynie no se ocupa directamente del hampa, él da las órdenes y Desgrez detiene a los sospechosos. Ten cuidado con él si vuelves a encontrártelo. Y ten en cuenta que a lo mejor ha cambiado de aspecto; dicen que suele disfrazarse —dijo La Trianon muy seria.

—Mirad cómo sube el humo como una fina hebra de seda azul. Las velas deberían estar colgando; y si pusierais guirnaldas en el salón… lo harían más alegre. El negro es muy soso.

—Nuestro negocio no es que las cosas parezcan alegres. El ambiente de aquí tiene que ser tenebroso; es lo que hace que los clientes vuelvan y compren nuestras pócimas y horóscopos. Que sientan una especie de frisson, de estremecimiento, al entrar en otro mundo, el mundo de lo oculto. Nos haría falta una calavera; o un esqueleto. Sí, un esqueleto daría buen tono a la pieza. Daría mucho realce al negocio —dijo La Dodée, mirando inquisitiva hacia un rincón desnudo junto a un nicho tapado con una cortina, lugar ideal para un esqueleto.

—Decidme —me aventuré a decir, ya cálida e indolente—, ¿La Voisin sabe lo de vuestro… hermafroditismo?

—¿Ella? Difícilmente —respondió La Dodée con una risita—. Ella cambia de hombre a diario. Los coge como quien elige melones en el mercado y los lleva a casa sin tapujos delante de ese marido tonto. Desde gente con título hasta plebeyos. Ahora le gustan los magos, antes eran los alquimistas, y tiene una aventura con el verdugo; aunque me imagino que eso será por razones del negocio…

—Deberías tener un poco más de respeto —terció La Trianon—. Tiene oídos por todas partes —añadió, mirándome y quedándose más tranquila al ver no sé qué en mi rostro—. Si no te has dado cuenta aún, pronto lo harás. Todas pertenecemos a una gran sociedad, pero no todas somos elegidas para la iniciación a los auténticos misterios. Algunas permanecen siempre en el círculo externo, son simples pordioseras que comen las migajas que caen de nuestra mesa. Pero ella te ha elegido y te protege, te lo digo yo. Nosotras las brujas mandamos en la vida y en la muerte en París, y Catherine Montvoisin es la mayor entre todas. Nuestra reina —dijo La Trianon con rostro tenso y exaltado por lo último que había expresado, y yo, de pronto, me sentí arrastrada a una vorágine demencial. Mis dietarios, débil balsa en aquel remolino, no impedirían que me ahogase.

Aquella noche tuve extraños sueños. Soñé que me perseguía un hombre sin rostro; mi madre intervenía en ello de algún modo, pero se había hecho enorme y repugnante. Las calles de París se retorcían en una maraña inextricable y yo corría enloquecida, buscando algo precioso que había perdido; el hombre sin rostro me iba a la zaga para quitármelo si lo encontraba. Cuando estaba en un lugar —no sé si era una casa— me volví y vi al hombre sin rostro mirándome con un cuchillo en la mano; temblaba y me esforzaba en abrir los ojos para escrutar la oscuridad y me percataba de que me hallaba tendida sobre unas barras de hierro, fuertemente atada; el dolor corroía mis huesos como un ácido. Palpé junto a la cama y di con el frasco medio lleno que me habían proporcionado y volví a sumergirme en aquel mar de sueños fantásticos.

Por la mañana, un carruaje de La Voisin me condujo a un nuevo domicilio, en el que debía permanecer cosa de una semana hasta que mi protectora estuviese segura de que Desgrez había perdido la pista.

—Ten en cuenta, querida —dijo La Dodée, ayudándome a hacer un hatillo con mis dietarios y un buen tarro del jarabe para dormir—, que tú aún no eres una de las nuestras. Nosotras hemos hecho un juramento de sangre y nos hemos acostumbrado a la tortura para no delatarnos, mientras que tú no eres capaz ni de aguantar un corsé muy prieto.

Era cierto. Sentía un dolor difuso en todo el cuerpo, de pie o sentada; el zapato con alza me provocaba ampollas en el pie torcido, y me ardían los músculos de las piernas, no acostumbrados al nuevo equilibrio.

El lugar al que me llevaron era un cuarto con grandes vigas de una casa vieja del Faubourg Saint-Antoine; allí tuve que estar con una tenebrosa bruja vieja llamada La Lépère, dedicada a unas misteriosas actividades que realizaba en el piso de abajo. No volví a ver al cochero tuerto, pero después me enteré que le habían enviado fuera de París y que se había establecido en Ruán con una concesión de sillas de mano. Vino una costurera con otro vestido usado de lana color verde botella con vulgares guarniciones de satén amarillo, más adecuado para la comedia italiana que para pasear. Lo detestaba sobremanera; la costurera me lo arregló y el comprometedor vestido gris desapareció. La Lépère, que asistía a la prueba; comentó:

—Vaya, sí que ha puesto empeño en ti la poderosa y gran señora. Ella cada vez más rica y con más y más clientes de la nobleza, y yo, venga trabajar y sin un céntimo. Rezo una plegaria por todos y pago algo al sepulturero para que los entierre en el camposanto. ¡Y ella convierte en dinero todo cuanto toca! —añadió, dirigiéndome un guiño cuando la costurera se arrodillaba para marcar por dónde había que meter el dobladillo—. Al menos me paga bien por esconderte, ¡señorita elegancia! ¿De dónde eres, tú que hablas tan bien pese a tu aspecto de plebeya?

—No soy de París —le repliqué enojada.

—Eso dicen todas. No sé por qué a ti te tratan distinto, ahora que lo pienso.

Fue un gran alivio escapar de los refunfuños de la bruja más indigente de París y verme de nuevo bajo el cielo claro de diciembre, en una vinaigrette, con el horrible vestido verde y amarillo decentemente oculto bajo una vieja capa casera. El cierzo silbaba entre las casas de las callejas y hacía traquetear las chimeneas. Sujetaba con una mano el hatillo de mis modestas pertenencias y con la otra inclinaba un gran sombrero que, con un gran pañuelo, me cubría el rostro y preservaba mi anonimato. El que tiraba del carricoche iba calzado con zapatos, y su mujer, que lo empujaba, llevaba las faldas remangadas dejando al descubierto sus fuertes pantorrillas, pero los pies los tenía envueltos en harapos; los mendigos que se acercaban caminando sobre el helado suelo enguijarrado eran rechazados por su mordaz retahíla de insultos, que siempre remataba con un: «¿Por qué no trabajas para ganarte la vida, piojoso?». Las calles estaban llenas de mujeres con cestas y sirvientes de librea, pues se avecinaban fiestas y había que comprar velas y leña y enviar mensajes e invitaciones. De vez en cuando nos cruzábamos con un carruaje que hacía apartarse a la gente contra las paredes de aquellas callejuelas. Las sillas de mano se usaban mucho en invierno, pues los porteadores las subían por la escalera de las casas y así los clientes no se ensuciaban de barro los zapatos de satén.

Al cruzar Saint-Nicholas-des-Champs, vi salir de la iglesia a un hombre con traje de pieles, tras los pasos de una dama que lucía una capa escarlata con manguito de piel blanca; se acercó un carruaje, y la dama, sin ni siquiera volver la vista atrás, montó ayudada por un criado. Mientras el carruaje se alejaba, reconocí el arrogante perfil del caballero de Saint Laurent. Mi tío, el monstruo. Ah, si hubiera un Dios justo le habría debido fulminar allí mismo. Mi tío volvió sobre sus talones y por un instante su mirar despectivo se posó en la vinaigrette. Yo volví la cabeza y nuestras miradas apenas se cruzaron un segundo, pero el miedo y la humillación invadieron mi ser. No seas tonta, me dije, no te reconoce; es imposible. Cuando volví a mirar había desaparecido.

—Vaya, pero si es la hija de madame Pasquier, la pequeña que no cree en el demonio; sí que has crecido… ¿Y cómo es que a una jovencita como tú se le hace un vestido por cuenta de La Voisin?

La Vigoureux, la esposa del sastre a cuya tienda tantos encargos había llevado yo de parte de mi madre, había hecho la señal secreta y me había hecho pasar al conocido establecimiento de la calle Courtauvilain. En el taller ardía un buen luego y un aprendiz estaba hilvanando una bastilla de pelo de caballo en un vestido de satén color burdeos. Cintas de medir, acericos y tijeras llenaban la inmensa mesa de cortar. Mathurin Vigoureux estaba a punto de regresar del Marais, a donde había ido a entregar un vestido de Navidad.

—Estoy aprendiendo a ganarme la vida —contesté, mientras ella me ayudaba a despojarme de la capa y la colgaba de una percha. Al ver el horrendo vestido, se echó a reír.

—Espero que no sea vestida así —dijo—, a menos que piense abrirte una caseta en la feria de Saint-Germain.

—Es que se me estropeó mi vestido —repliqué, molesta.

—Ya me imagino. La hija del difunto monsieur Pasquier desaparecida cuando se abría su testamento… La policía estuvo aquí para que les diésemos una descripción detallada del vestido de luto. Fue un desahogo cuando supimos que habían identificado tu cadáver en el Châtelet. Final de la historia. Suicidio por efecto de la aflicción, dijeron, alegando que sentías mucho cariño por tu padre. Bien, me dije, ya no se entrometerá la policía. Pero volvieron otra vez. ¡Son peores que las ratas de cocina! Por lo visto no había aparecido el vestido entre las ropas de las víctimas que cuelgan en unos ganchos del depósito. Después de ver una muestra de la tela que guardaba yo, dedujeron que el vestido era muy caro y alguien lo habría robado del Châtelet.

La mujer se me quedó mirando inquisitiva.

—Te veo muy distinta a la última vez. Más delgada; mayor. Y más derecha. No sé qué te habrá hecho en la cara. Cuando entraste, no te reconocía. ¿Cuál es su plan? No se tomaría tantas molestias si tú no tuvieses… dones.

—Voy a entrar en el negocio —contesté yo, cautelosa.

—Y dejar a tu querida familia, ¿eh? Es evidente que eres una muchacha con deseos de vivir… y mucho más lista que la mayoría. ¿Y qué clase de negocio? No irás a dedicarte a destilar agua de rosas… con un vestido de seda negra que cuesta mil escudos.

—Voy a hacerme adivinadora. Puedo leer las imágenes del agua.

Su risa resonó en el pequeño probador, y el aprendiz, un jovenzuelo poco agraciado y picado de viruelas, alzó la vista. Pero debía de estar acostumbrado a sus estallidos de humor porque en seguida reemprendió el trabajo.

—Tú, que ni siquiera eres creyente —añadió ella, mirándome con recelo—. La niña que en cierta ocasión me dijo sin ambages que todas las artes adivinatorias eran una falsedad… Vaya sorpresa para todos. Mira que no sospecharlo, a pesar de que te he visto crecer.

Esto me dio bastante que pensar mientras ella me tomaba las medidas y me mostraba la tela, y ni el original corte del vestido, con su miriñaque español y su golilla, logró sacarme de mis reflexiones.

Ante lo ilógico, hay que ampliar la esfera de la lógica para establecer leyes lógicas para lo que no lo es. Es la única posibilidad en un mundo que se rige por las leyes de la racionalidad.

—Bueno, mírate en el espejo. ¿Qué te parece?

La voz de La Voisin era jovial y comunicativa. Era la tarde de Nochebuena y su casa comenzaba a llenarse de miembros de la «sociedad filantrópica». El aroma de la magnífica cena que se preparaba me sacaba de quicio, pues habíamos iniciado el ayuno previo a la comunión de la misa de medianoche. Porque debéis de saber que en aquella época de corrupción, en que los libertinos sólo se confesaban en su lecho de muerte y soldados y librepensadores casi nunca, las brujas de París eran devotas asistentes a misa; sólo el rey y la corte las igualaban en regularidad practicante, aunque tanto unas como otros ignoraban las Sagradas Escrituras y creían más en el demonio que en Dios. Pero, como sin Dios no hay demonio, las brujas cumplían con el Ser Supremo y se ganaban la vida con los seres de abajo.

Así, todos los presentes se habían confesado con el padre Davot, de la modesta iglesia de la calle Bonne Nouvelle en la esquina de la calle Beauregard, y, tras la misa de medianoche, todos reunidos devoraríamos los apetitosos manjares cuyos efluvios llegaban desde la cocina. Entretanto habían entregado mi vestido, tras frenéticos esfuerzos que exigieron contratar tres costureras más para acabarlo y el concurso de una de las mejores bordadoras de París. Verdaderamente se notaba que estábamos en Navidad.

—No está mal, nada mal —comentó La Trianon a La Dodée, mirándome ante el espejo rectangular en el dormitorio de los tapices.

El espejo estaba enmarcado como un cuadro y mi imagen se veía en el claroscuro como un retrato antiguo. Era un atavío negro con guarniciones de terciopelo bordadas en seda negra con cuentas de azabache, cual si fuese una viuda de la nobleza antigua. Bajo la golilla almidonada que me cubría el cuello, lucía un crucifijo de plata —prestado hasta que yo pudiera comprarme uno— que resaltaba notablemente sobre el negro; me habían peinado al estilo de un antiguo retrato de María de Médicis, y retiré hacia atrás el velo transparente unido al sombrerillo negro con cuentas, para verme la cara. Pálida y tensa por el dolor que me causaba el ajustado corsé, el espejo reflejaba un rostro etéreo y fantasmagórico sobre el encaje con un fondo oscuro. Era una cara extraña apenas reconocible bajo el polvo blanco, con aquellas cejas altas y artificiosamente arqueadas: la imagen de una edad extrema bajo la máscara de la juventud, de una belleza especial y totalmente inesperada. Mi espalda, contraída por las varillas de hierro que trataban de mantenerla recta, parecía vencida por la edad. Un largo bastón de ébano, casi tan alto como yo y adornado con un anillo de plata y cintas negras, daba remate al personaje y me ayudaba a mantener el equilibrio, ocultando mi cojera. Parecía salir de un siglo atrás; una vieja conservada por sus artes de encantamiento, con las que se había procurado el rostro de la eterna juventud. Me encantaba el efecto dramático que causaba. Una mujer misteriosa, una nueva personalidad.

—Increíble —dijo Le Sage, el mago, meneando la cabeza, mirándome a mí y a La Voisin sucesivamente, perplejo por el cambio. Los negros ojos de la hechicera brillaban de orgullo contemplando su obra.

—Ya te lo dije. Lo supe desde el principio. Perfecto. ¿Lo has preparado todo?

—Sí, ayer visité al conde de Bachimont y le dije que la he encontrado recluida en la buhardilla de un convento de ursulinas, medio muerta de hambre. Me dijo que se la llevase inmediatamente, antes de que tú te enterases, porque si no se la arrebatarías para cobrar fama. Está arruinado y cree que puede valerse de ella para tener acceso a círculos en que pueda pedir dinero prestado.

—Excelente. Bien, recuerda —añadió, dirigiéndose a mí— que no debes decir al conde ni a la condesa una sola palabra de que me conoces. Ellos no son de los nuestros, ¿comprendes? Son gente vinculada al caballero de Vanens y su círculo, unos alquimistas con laboratorio en Lyon. Y es muy posible que sean monederos falsos, si mis sospechas son ciertas. Una vez que te hayan introducido en círculos de alcurnia, los das de lado, pero sin estridencias para no despertar sospechas.

Su discurso orientativo fue interrumpido por un estrépito en el piso de abajo.

—¡Maldita sea, ha vuelto a las andadas! —exclamó, corriendo escaleras abajo, seguida de Le Sage.

—¡No! —oí gritar a Margot, al tiempo que unos niños lloraban y se oían nuevos golpes.

La Trianon y La Dodée descendieron también por la estrecha escalera y yo las seguí pisando con cuidado los peldaños, ya que las escaleras eran el máximo riesgo para mi precario equilibrio. Cuando llegué abajo, la riña continuaba a más y mejor; las puertecillas del armarito del gabinete de la bruja colgaban abiertas con los pestillos forzados, el suelo estaba lleno de libros y antiguos diagramas y de frascos destapados.

Antoine Montvoisin, con varios libros aferrados a su escuálido pecho, recibía sañudos bastonazos de Le Sage, mientras Marie-Marguerite trataba de apartarle de su padre.

—Pero ¿qué ibas a hacer? —chillaba La Voisin, lívida de ira.

—Quemarlos. Quemar toda esta basura. Estoy harto de este sucio negocio. Más vale un mendrugo de pan honrado que el festín producto del diablo.

—Bien que comes del festín cuando es otro quien lo procura. ¿Quién te libró de la prisión por deudas, llorón? Doy de comer a diez bocas, y la más grande es la tuya. ¿Qué has hecho tú por mí que no sea arruinarte en los negocios? Y ahora que yo tengo un buen negocio, tú no lo aguantas. Deja mi grimoires[4] o te juro que no llegas vivo a mañana.

—¿Crees que no sé lo que haces con toda tu cháchara exquisita y tus amigos de la nobleza? ¿Y el horno de detrás del tapiz? ¿Y el repugnante pabellón del jardín? Esas damas de tanta alcurnia, cuando vienen a tus fiestas del jardín bailan sobre cadáveres. Son monstruos con purpurina, como tú.

—Devuélvemelos —replicó ella glacial y echando fuego por los ojos, acercándose a él, que se arrodilló y echó a andar a gatas, recogiendo los libros, mientras la hija apartaba la mirada. De pronto, La Voisin se dio la vuelta y me vio en la puerta.

—¿Qué has oído?

—Nada —contesté.

Qué aburrimiento; había salido de una casa de locos para meterme en otra. ¿Es que en aquella ignorante ciudad no había nadie que viviese decentemente? Además, si te elige la bruja más famosa de París cabía esperar un ambiente mejor. Grandiosidad, misterio; no sórdidos conflictos domésticos.

—Bien —comentó ella—; rápido aprendes. Margot, sirve la cena. No voy a consentir que un hombrecillo estropee nuestra estupenda velada —añadió, mirando despreciativa a su esposo, que se limpiaba la nariz con la manga del batín.

Desde entonces me han preguntado muchas veces cómo son las cenas de las brujas. ¿Comen carne humana? ¿Llegan montadas en escobas? Prejuicios de ignorantes. Las brujas llegaron a pie, bien vestidas, con capa y capucha, después de recorrer tranquilamente las pocas manzanas que separaban la iglesia de Notre Dame de la Bonne Nouvelle —donde habían oído misa— de la elegante residencia de La Voisin. Los otros invitados eran gente culta y distinguida, avocats, un arquitecto y varios sacerdotes y abates, de paisano o con hábito. Vino también el padre Davot, confesor de Notre Dame de la Bonne Nouvelle, y el último amante de La Voisin, el mago Le Sage.

Había una espléndida mesa con muchas velas —blancas, no negras— en preciosos candelabros de plata, y jamón ahumado con anises, capones y patos en gustosas salsas, sopas, pasteles y dulces exquisitos. La vajilla era de plata, salvo varias soperas de porcelana delicadamente decorada. Naturalmente, se produjo un pequeño contretemps durante la sopa, cuando Margot tropezó con el brazo de monsieur Montvoisin en el momento en que éste estaba a punto de llevarse la cuchara a la boca, haciendo que la derramase en el elegante mantel blanco; su esposa le dirigió una mirada fulminante, al tiempo que miraba a Margot y a la mancha y ordenaba a la sirvienta que le retirase el plato de sopa.

—Lo dejaré en la cocina para las ratas —dijo Margot, sarcástica.

Aparte de eso, la velada fue perfecta. El padre Davot repitió de todos los platos y Le Sage bebió más vino de la cuenta y se puso a cantar. Yo, que en mi nueva encarnación era invitada de honor, probé el capón relleno de ostras con salsa de alcaparras y comenté que era «demasiado moderno», comparándolo desfavorablemente con los espléndidos platos que se servían en tiempos de Enrique IV, cuando todo se guisaba en la misma cazuela; denosté las modas de nuestra época decadente con un fervor que habría encantado a mi abuela, hice gestos anticuados y hablé con giros idiomáticos de otra época que suscitaron la admiración y el aplauso de la concurrencia. Me sentía infinitamente satisfecha de ser el centro de atención de la mesa. Qué interesantes y divertidas son las brujas, pensé, mientras volvían a llenarme el vaso de vino. ¡Qué vidas tan deliciosas y variadas, comparadas con las de las mujeres corrientes! Y siempre que hablaba me acordaba de la abuela. De hecho me convertí en mi abuela; digamos que asumí su personalidad, y ello me sirvió de consuelo. Fue estupendo. Me compraré un loro en cuanto pueda, me dije.

Aquella noche fue la primera de mis incontables triunfos. Las velas no se habían consumido y aún se cantaba y quedaban botellas de vino al anunciarse el alba; las estrellas se difuminaban y un fulgor rosado comenzaba a verse en el oscuro cielo tras la puerta de Saint-Denis cuando yo abandoné la, casa en una silla de manos. Un nuevo día. Sentía una dicha inenarrable, cuando un noctámbulo borracho como una cuba se detuvo a mirar con admiración a la misteriosa dama de negro con velo.