—Bien, mademoiselle, veamos si eres rápida. Hay tres cartas: el diez, la reina y el rey. Ahora las pongo en orden boca abajo. ¿Dónde está la reina? —Señalé la carta de la reina, puesta boca abajo en la gran mesa oscura del comedor. La lluvia azotaba los cristales con tal fuerza que el cuarto recubierto de grandes tapices y con el fuego chisporroteante resultaba doblemente acogedor—. ¡Mal! ¡Prueba otra vez!… ¡No, has vuelto a equivocarte! ¡Mira bien!
Las manos del quiromante, suaves y ágiles, movían rápidamente las cartas. Otro amante de La Voisin, aunque uno de los principales, a juzgar por las idas y venidas que yo observaba en aquella complicada casa. El individuo, de aspecto ajado y envejecido, con peluca color orín, que se hacía llamar Le Sage, parecía un torpe desgraciado hasta que le veías los ojos astutos y observabas aquellas manos tan ágiles y tan curiosamente blancas, que solía llevar enguantadas.
—Necesitas anteojos, mademoiselle… Ah, mira, una reina en tu manga.
La mano blanca rozó rápida la mía y, con un molinete, exhibió la reina.
Barajar de mentira, cortar, fingir que se corta, obligar; todo eso lo había aprendido, y ahora la carta deseada se deslizaría en la parte de arriba de la baraja que tenía entre las manos. Eran conocimientos muy valiosos para una quiromante y Le Sage era un maestro. Ahora introducía las tres cartas en la baraja y volvía a barajar los naipes, que saltaban entre sus manos como si fueran líquidos.
—Enseñadme eso, Le Sage —supliqué.
—Otra tontería, mademoiselle —replicó—. Una quiromante no debe barajar con excesiva habilidad; es muy importante una cierta sinceridad ingenua. Intensidad. Examinar despacio cada uno de los naipes, como si se escrutara un oráculo fatal. La próxima vez que madame se las eche a una clienta, obsérvala por la mirilla.
Y, como para demostrar su argumentación, volvió a barajar las cartas con una sola mano.
La casa de madame Montvoisin era un auténtico centro de engaño: orificios para mirar detrás de los tapices, un tubo acústico para hablar entre el comedor y el vestíbulo, poleas engrasadas en el techo qué se accionaban desde el piso de arriba. En los pocos días que llevaba allí había visto una sesión en la que aparecía una fantasmagórica mano blanca, debidamente suspendida de un cordel negro. Pero aun así yo sabía que había cosas que no me dejaban ver. Estaba la mujer enmascarada, pálida y amedrentada, que mostraban en el piso superior no sé con qué propósito; el horno humeante del pabellón del jardín y el despacho de Madame con sus extraños armarios siempre estaban cerrados con llave. A veces, bromeando, madame hacía callar a los que vivían en la casa, dirigiéndoles una sombría mirada y diciendo: «Aunque entendáis mis poderes nunca lo digáis en mi presencia».
Pero, en general, yo estaba demasiado ocupada para preocuparme por los otros grandes misterios de la casa de la calle Beauregard. Me abrumaba todo un mundo de instrucciones: los signos del zodíaco, las líneas de la mano, la interpretación de las gotas de cera echadas en un recipiente de agua, el desciframiento de signos y presagios y el estudio de objetos, como pudieran ser piedras; aprenderme de memoria cuáles de ellos servían para recuperar la salud, dar suerte o proteger contra el veneno. Tenía que aprendérmelo todo si quería impresionar a mis nuevos clientes, ya que la mayoría de las personas de la aristocracia que consultaban a adivinantes estudiaban por su cuenta las artes del ocultismo y fácilmente descubrían a los aficionados.
—Bien, Adam, ¿qué tal progresa? ¿No te dije que era muy lista? —dijo La Voisin, saliendo del salón de consultas tras una larga sesión con sucesivos clientes.
—Tenías razón, como de costumbre, amor mío. Tus poderes de descubrimiento no han disminuido. Y es genial tu idea de hacerla hablar con los labios fruncidos y alargando las palabras. ¡Una maravilla! ¿Quién no va a creerse que es centenaria?
La Voisin se mostraba satisfecha de su elección y no escatimaba nada para demostrar mis nuevas habilidades. Pidió a la cocina vino y una bandeja de pastelillos y se sentó en su sillón a la cabecera de la mesa.
—Estupendo —comentó—. Pero tú, mademoiselle, ¿por qué pones esa cara? ¿Dónde está la gratitud por los valiosos conocimientos que te estoy inculcando?
—Yo creía que habíamos acordado convertirme en un hermoso objeto de deseo, no en una bruja echadora de cartas —repliqué, provocando su risa.
—Todo a su tiempo, señorita mimada. Mira, ya he hecho los preparativos. De todos modos, ya es hora de que vivas en otro sitio; no quiero arriesgarme a que mis clientes te vean aquí antes de que estés hecha.
—¿Hecha? ¿Como un asado?
—Hecha como una obra de arte. Serás mi obra perfecta.
—Nuestra obra perfecta, amor —comentó el mago, apurando el vino—. ¿Has visto ya a Lemaire?
—Sí, todo está dispuesto. Consulta con Lemaire y luego con la modista. Bouchet ha tardado mucho en hacer la genealogía; dice que las cosas de palacio van despacio últimamente. Yo le he recordado su… deuda con nosotros, y gracias a eso se espabiló.
—¿Bouchet el genealogista? —interrumpí yo—. ¿El que mejora los antepasados de la gente cuando quieren medrar en la corte?
—Bouchet el genio, querida. Mira, no he escatimado gastos para que tengas un título que te enaltezca. Además, un título abre muchas puertas, y quiero que tengas una clientela selecta. Ya verás cómo te gusta tu nueva identidad, te lo aseguro. ¿Qué te parece el título de marquesa de Morville? ¿Verdad que es elegante? Acostúmbrate a oírlo.
—Pero… pero… seré guapa, ¿verdad? ¿Igual que las otras jóvenes? Me lo prometisteis.
La Voisin y Le Sage intercambiaron una mirada.
—Querida —respondió la hechicera—, prometí hacerte hermosa y deseable, pero no prometí hacerte como las demás jóvenes. Una adivinadora no puede ser como las demás. Tienes que adoptar un aire de misterio… un distanciamiento como sobrenatural de todo lo corriente. Adam, ¿has traído el libro?
Con airoso gesto, Le Sage extrajo del bolsillo un librito encuadernado en piel de becerro. Me puse a hojearlo y vi que era un manual de buenos modales de la época de Enrique IV.
—Lo estudias esta tarde —dijo La Voisin—, después de la lección de lectura del agua. Quiero que parezcas un ser del siglo pasado. La marquesa de Morville es una dama muy vieja.
—Yo no quiero ser vieja —repliqué.
—Vieja, no. Conservada en eterna juventud por las artes ocultas de la alquimia.
Y tras sus palabras hizo un movimiento grotesco con las cejas. Estaba claro y no necesitaba decirme más. Misterio, magnetismo. Los aristócratas que en ningún caso habrían aceptado recibir al financier Pasquier, aun en su época de favor y fortuna, rivalizarían por acoger a la farsante más absurda e inimaginable. Es el precio que se paga por ser rico y aburrirse. Delicioso.
Aquella noche escribí en mi dietario:
12 de diciembre de 1674. El gran Platón dice que las masas no son aptas para gobernar debido a su credulidad. Pero ¿qué hemos de decir de las familias de Francia, igual de crédulas? Cómo me gustaría hablar de esto con mi padre; estoy segura de que, a él, la marquesa de Morville le parecería también una broma espléndida.
Al día siguiente por la tarde, tras una alegre celebración en la que se hicieron no pocos brindis por mi magnífica nueva carrera, me introdujeron en una carroza con destino desconocido para transformarme como una crisálida antes de hacer mi aparición en sociedad.
Me desperté en un país extranjero. La luz invernal se filtraba por los postigos de la ventana del cuartito, haciendo brillar el dibujo del entarimado junto al lecho. Ramos y flores en repetida sucesión ornaban las paredes pintadas de amarillo bajo las vigas inclinadas; la pequeña pieza abuhardillada olía a ropa limpia. Notaba la almohada como si estuviera llena de ladrillos y el edredón de plumas pesaba una tonelada; sentía un terrible dolor de cabeza. Volví la cara y vi que mis ropas colgaban de una clavija y mis dietarios estaban al lado de los zapatos. Me habían puesto un camisón y me hallaba en una cama. A condición de no mover la cabeza, me dije, no está mal el negocio de adivina. Oí que llamaban a la puerta, y una joven de generosa pechera, con cofia y delantal, entró en el cuarto, al tiempo que irrumpía también un lejano aroma a chocolate. Lancé un gemido.
—Ah, ¿por fin te despiertas? ¿Qué se siente cuando se tienen ciento cincuenta años?
—Lo mismo que cuando se tienen quince; pero me duele mucho la cabeza.
—Es lo menos que se puede esperar. No había visto a nadie tan bebido como tú cuando te trajeron anoche. Ten, unos polvos para el dolor; los hago yo y son estupendos. Tómalos y después te vistes, te espera un día muy atareado. Hoy vas a la consulta de monsieur Lemaire y luego a la modista para que te tome medidas para un vestido nuevo. ¡Arriba, vamos! Sí, sí, te lo bebes. Y a ver si aprendes la lección. Si quieres ser una buena adivinadora tienes que saber dominarte. No vuelvas a tocar el vino o estás perdida.
Miré el repugnante brebaje del vaso, motivo más que suficiente para dejar el vino si aquél era el remedio. Lo bebí y advertí un sabor horrible, como a fango recogido del fondo del río en verano.
—Bien, eso es. Si pudiera darle un mejor sabor haría fortuna —dijo la joven—. Cuando estés lista, baja. Hemos preparado chocolate para celebrar tu llegada.
Ya se me estaba pasando el dolor de cabeza; me levanté, me toqué con cuidado brazos y piernas, vi que no me faltaba nada, me vestí y bajé por la estrecha escalera. La amplia habitación de abajo era sorprendente. Medio cocina, medio botica, en mi vida había visto nada igual. Había un horno en la pared de la enorme chimenea y una estufa alta y extraña, con una torre para el carbón al lado, y tan bien adosada que el carbón iba entrando en ella poco a poco para mantenerla encendida días seguidos. Había largos bancos de trabajo contra la pared llenos de curiosos frascos y tarros sellados. Dos niñas de unos diez o doce años llenaban hileras de frasquitos verdes con un embudo y un cucharón, vigiladas por una mujer que sostenía un recipiente de cobre lleno de una misteriosa sustancia. Una cocinera con cofia y delantal, tras remover en la chimenea un puchero con un extraño brebaje de olor dulzón, situado junto al caldero de la sopa, se puso a echar leña al horno, del que brotó un raro aroma acre mezclado con el apetitoso olor a chocolate. Había cajas y fardos de Dios sabe qué amontonados en los rincones, y, ordenados en anaqueles, una serie de extraños animales globulares doblados y conservados en tarros como si fuesen pepinillos. Por encima de todo ello, colgada del techo, se veía una increíble obra del arte de la taxidermia, un animal peludo de cuatro patas rematadas en garra de cigüeña, un bicho con alas de pluma abiertas y una especie de cara humana hecha de escayola y algo parecido a piel de cabra. En la extraña estufa se calentaba una cazuela con chocolate, y a su lado, en un pequeño anaquel, vi una bandeja de gruesa cerámica llena de bollos recién hechos cubierta con un paño.
—¿Qué, te gusta nuestra arpía? ¿A que es bonita? —dijo la mayor de las dos mujeres, que se había vuelto a mirarme. Era alta y delgada, con el cabello gris recogido en un gorrito sobre su cara pálida. Me miraba con gesto sagaz, como si hubiese visto muchas cosas y estuviese de vuelta. Se había presentado diciendo llamarse Catherine Trianon, y la gente la llamaba La Trianon. Las niñas dejaron el embudo—. Vamos, vamos, a lavarse las manos antes de tocar la comida. Es una regla en las aprendizas del oficio.
¿Serían sus hijas? ¿Aprendizas? ¿Y de qué oficio se trataba? ¿Alquimia? ¿Farmacia? No lo sabía. Las niñas echaron a correr hacia una palangana que había debajo del grifo del enorme depósito de la cocina, en un rincón.
—¿Cómo se sabe que es hembra? —pregunté yo sin dejar de mirar al extraño ser por debajo. El taxidermista había cubierto su vientre con un discreto manto de plumas iridiscentes de pato.
—Porque todo lo que hay en esta casa es hembra. No puede haber otra cosa —dijo la joven bajita y atractiva que había visto arriba, a quien llamaban La Dodée, y que estaba cogiendo tazas de un estante y poniéndolas en uno de los bancos de trabajo.
—Calla —añadió la mayor—, yo no hablaría tanto hasta no ver el signo. ¿Eres de las nuestras? —inquirió, volviéndose hacia mí. Yo hice el signo que me habían enseñado—. Una de las nuestras, y sin embargo no lo es. ¿Cuánto hace que has dejado el otro mundo?
Yo sabía lo que quería decir.
—Dos semanas —contesté.
—Caramba, qué cambio. ¿Y qué hacías antes, hace dos semanas? —inquirió La Trianon.
—Pensar en suicidarme, pero ahora estoy aquí —contesté flemática; pero ellas no parecieron sorprenderse como habrían hecho otras personas. Di otro sorbo al excelente chocolate.
—¿Por un hombre? —preguntó la bajita, llamada La Dodée—. Es lo más corriente. No estarás embarazada, ¿verdad? —Qué idea tan horrible; de repente el chocolate me supo a polvo. Ellas vieron mi expresión e intercambiaron una mirada—. No te preocupes —añadió La Dodée—, ahora estás con nosotras. En nuestro mundo, eso no es problema. Aunque no creas que no nos buscan las vueltas. Me refiero a los hombres; no aguantan que unas mujeres tengan su propio negocio: «¿Y la licencia? ¿De quién es la casa? ¿Dais albergue a malhechores o fugitivos? ¡No podréis vivir sin un hombre en casa!». «Claro que sí, monsieur policía, y tenemos todos los papeles en regla. Somos respetables viudas que continuamos el oficio que nos dejaron nuestros llorados esposos, destilando perfumes y medicinas». Nos enjugamos una lágrima y les regalamos un poco de agua de rosas para la esposa o la novia. «Tómese una copa con nosotras, sargento; sabemos que cumple con su deber». Y, desde luego, la influencia cuenta. La influencia de La Voisin. Podemos vivir como queremos, sin hombres.
—Ella nos ha dicho que has estudiado —dijo la otra—. Y cuando nos pidió que te ayudásemos, le dijimos: «Estupendo, si sabe leer y escribir, nos ayudará a ordenar los apuntes».
Miré los montones de pedazos de papel que había por todas partes y me puse mohína; aquello no iba a ser el proceso de la crisálida que se transforma en hermosa mariposa.
—Últimamente —prosiguió La Trianon— el negocio nos ahoga al ir tan bien. Exportamos a toda Europa, porque nuestros productos son de gran calidad. Una calidad que garantizamos; y nunca hemos tenido la menor queja. Los clientes nos tienen confianza. Bien, serás una buena ayuda. Nosotras nos ocupamos de ti y tú te ocupas de nosotras. Formamos una empresa filantrópica. Bien venida a la sociedad. Haz bien y no mires a quién, como decía mi madre.
Otra vez la filantropía. En toda mi vida no había vista tantas gentes caritativas como en aquellos dos últimos días. Nos interrumpió el tintineo argénteo de una campanilla en la pieza delantera, que en realidad era una tienda en forma de gabinete ocultista con signos del zodíaco.
—Ah, debe de ser monsieur Jourdain, el boticario, con la entrega —dijo La Dodée, apresurándose a salir—. Menos mal, porque no nos quedaba nada y tenemos muchos pedidos.
Regresó con un anciano de mirada benigna que llevaba unos tarros colorados, atados con bramante, que dejó en el banco de trabajo mayor.
—Vaya, señoras, ustedes siempre frescas y animadas. ¿Qué es lo que huelo, chocolate?
—No queda nada —le espetó La Trianon, cortando el bramante y husmeando huraña en uno de los tarros para juzgar la calidad de la mercancía. Yo no pude evitar echar una ojeada.
Eran tarros llenos de sapos vivos.
Mi transformación culminó tras una serie de visitas a la trastienda de una coiffeuse-bouquetière de moda junto a la puerta de Saint-Denis, otro de los establecimientos vinculados a la «sociedad filantrópica» de Madame. Allí me sobaron, pincharon y examinaron hasta hacerme llorar. Mi rostro, mi modo de andar y mi poca apostura resultaban inolvidables para una modista. Un frustrado maestro de ballet, deudor de Madame, fue consultado y dictaminó que una pierna era más corta que la otra y encargó a un zapatero un zapato con alza; luego me inspeccionó la columna vertebral y mandó venir a una corsetière, y la mujer hizo con arreglo a sus instrucciones un horrible aparato con varillas de metal que me llega hasta los hombros.
—Eso es —dijo cuando me lo ajustaron con tal fuerza que las lágrimas saltaron de mis ojos—, cambia tanto que no la reconocerá ni su propia madre.
Es lo que había dicho la vieja bruja, y así era, en efecto.
—¿Y cómo me lo quitaré? —inquirí desesperada.
—No te lo quitarás —replicó el viejo, impasible—. Todas mis alumnas llevan el corsé día y noche hasta que adquieren la postura de la corte. Pierde cuidado, tus huesos aún son flexibles.
—Uf, tus cejas… parecen matojos —dijo la coiffeuse-bouquetière depilándomelas en el puente de la nariz.
—¿No podéis hacerme algo que no sea doloroso? —inquirí, pensando en mi espalda y mis pobres costillas.
—¿No conoces el viejo proverbio «hay que sufrir para ser hermosa»? Suerte que tienes un cutis estupendo, sin señales de viruela. Aunque, en los hombres, unas señales son signo de distinción. El rey, por ejemplo, tiene señales de viruela y es el modelo de la elegancia.
El asunto no dejaba de tener su gracia. Lo que en una persona corriente se considera una falta, en la aristocracia es un detalle picante. De pronto fui consciente de que la marquesa de Morville, si alcanzaba suficiente fortuna y poder, podría dar la nueva pauta de belleza. Era el truco de La Voisin. No tenía pócimas mágicas para volverme guapa; simplemente haría que la gente modificase la visión que tenía de mí. Era una idea magnífica; como un truco de ilusionista.
El mismo destartalado carruaje que siempre me traía y llevaba a todas partes me esperaba para devolverme al establecimiento de La Trianon. Me había hecho a la idea de que el cochero, un tuerto con capa negra astrosa, nunca me cobraba el viaje, pero aquella tarde sucedió algo extraordinario: el tuerto dudaba en ayudarme a montar en el carruaje, mirándome de arriba abajo como si fuera una extraña.
—Vaya, vaya —graznó el viejo servidor—, el mismo vestido… pues debe de ser la misma muchacha. Ya no te pareces tanto a una gárgola. No está mal, no está mal —le oí musitar mientras arreaba al caballo para ponerlo en marcha.
Pero en el cruce tuvimos que detenernos de pronto ante los gritos de unos postillones de una enorme carroza con adornos dorados de la que tiraban seis caballos a buen trote y que a su paso salpicó de barro a los viandantes, provocando una desbandada.
—¡Paso! ¡Paso!
Oíamos los gritos de un segundo carruaje que venía por la estrecha calle en dirección contraria, éste tirado por cuatro fuertes caballos bayos al galope. Relinchar de caballos, juramentos y un fuerte crujido al quedar encajadas las ruedas de las dos carrozas, mientras los lacayos de ambas saltaban a tierra dispuestos a vengar la ofensa causada a sus respectivos señores.
—Vaya, qué divertido —farfulló el cochero—. Ahora nos tendrán aquí plantados hasta que despejen la calle.
Los lacayos uniformados acababan de desenvainar la espada y se oían sus gritos insultantes atacándose. A continuación se oyeron vítores entre la multitud de curiosos al saltar a tierra el amo del primer carruaje y abrir a la fuerza la portezuela de la otra carroza, haciendo bajar a su ocupante para darle una buena tunda con el bastón.
—¡Necio, esto lo pagarás! Soy el embajador inglés —musitó el del segundo carruaje.
—Pues toma, inglés traicionero —oímos gritar al primero al tiempo que descargaba un bastonazo. Pronto se perdieron de vista entre el barullo de los criados enfrentados, entremezclados con los gritos de «A moi! A moi!» y «Damned lunatic!» y con el batir de espadas.
—Oh, Dios mío, la policía —exclamó mi cochero—. Y nosotros sin poder movernos. Corre la cortina.
Vi cómo el cochero se encogía bajo la capa y se bajaba sobre la frente el viejo sombrero. Yo, mirando por un resquicio de la cortina, observaba los uniformes azules desgalichados y los sombreros con penacho de plumas blancas de la policía de París; el sargento, que se diferenciaba por las medias rojas, corría detrás de los agentes, que ya se disponían a separar a los contendientes. Mientras se abrían paso, un hombre nervudo y moreno no muy alto, de nariz ganchuda y vestido como un burgués de buena posición, se acercó a las carrozas con gesto autoritario, descubriéndose con gesto humilde y haciendo una reverencia a los dos enzarzados caballeros, uno de los cuales, de jubón de corte extranjero y capa costosa pero provinciana, parecía llevar la peor parte. Como suele suceder en ese tipo de pendencias, los dos contendientes se volvieron al unísono hacia el recién llegado con gesto amenazador. El nervudo inició un apresurado retroceso, y dejó que los policías redujeran a los lacayos.
—Cochero, cochero, ¿vas libre? —inquirió una voz; la del oficial de policía. Yo corrí del todo la cortina.
—Llevo un pasajero.
—Pues que siga a pie. Desgrez, de la policía, requiere tus servicios.
—Es una dama —replicó mi cochero.
—¡Ajá! ¿Una dama, Latour? —añadió el policía, que había reconocido al cochero—. Pues seguro que tu «dama» no tendrá inconveniente en dar un rodeo por el Châtelet.
El destartalado carruaje se bamboleó al subir el policía al estribo.
—Vaya, vaya, ¿conque una dama? Y bonita, por cierto. No es de las que tú sueles llevar, Latour, a juzgar por su rubor. Mademoiselle, me complace presentarme. Soy el capitán Desgrez, de la policía de París. Espero que el rodeo no os aparte mucho de vuestro camino. ¿Adónde os dirigís?
Sin dudarlo un instante, respondí en el mal francés de las aprendizas parisinas:
—Volvía a casa de mi señora, madame Callet. La conocéis, ¿verdad? La que vende ropa blanca fina a la nobleza. Vengo de llevar un encargo a la mansión Tubeuf.
Cuando el coche se puso por fin en movimiento, el policía sacó un librito y un lápiz y se puso a redactar el informe del accidente. Una vez concluido, vi que me miraba minuciosamente.
—Un vestido muy bonito para una aprendiza de lingère —comentó sin darle mucha importancia.
—¿Verdad que es bonito? Lo compré casi nuevo en un puesto de Les Halles —dije yo, que no era tonta, y sabía dónde compraban la ropa los pobres de París.
—¿Recuerdas qué fripier era? —inquirió con voz pausada y siniestra. Apretujada como estaba junto a él en el coche, temí que sintiese los presurosos latidos de mi corazón.
—Sí, el que está junto a la columna con el letrero de un mono y un espejo —contesté.
Él me estuvo mirando un buen rato, y yo sostuve la mirada. Tenía un rostro alargado e inteligente, con ojos oscuros y severos. No tenía peluca en sus negros cabellos, que llevaba cortados hasta el cuello. De no haber sabido que era policía, habría podido tomarle por un seminarista… o un inquisidor.
—Puede que sea verdad —oí que musitaba—. No parece que te siente bien. De todos modos, medio luto con cintas de seda negras y grises…
Continuó observando el vestido y advertí que reparaba en el largo desgarro remendado de la cintura, tapado lo mejor posible con cintas y adornos. Ajá, pensé, un hombre meticuloso. Los más peligrosos. Nos aproximábamos al ala judicial de la enorme prisión-fortaleza de la calle de Pierre-à-Poison, en la que los largos mostradores de los pescaderos, montados bajo las murallas, se veían llenos de gobios, carpas y otros peces de río. Una barahúnda de pescaderos desventraban el pescado, vociferando la mercancía a la clientela que se apiñaba arremolinada a un lado y a otro del carruaje mirando los puestos. El hedor que producían los montones de pescado podrido debajo de los puestos era insoportable, y entre la basura se veía correr las ratas.
—Decidme, mademoiselle, ¿estaba algo mojado cuando lo comprasteis?
—¿Mojado? Oh, no, más seco que un hueso. ¿No veis?, las cintas no están corridas y la lana está limpia —respondí yo, acercándole una manga. Dios mío, me dije, dieron mi descripción a la policía cuando huí. Familia Pasquier, lo bastante importante para que constituya un escándalo y lo recuerde la policía. Pero en mi interior una voz me decía: «No te reconoce; tengo otro aspecto y me ha llamado bonita».
—Hummm, interesante… —musitó cuando el coche entraba en el vasto patio del Châtelet.
—¿Sucede algo con mi vestido? —inquirí con tono de inquietud.
—Oh, en absoluto —respondió Desgrez con voz suave—. Es precioso. Au revoir, pequeña lingère. Tal vez tenga el placer de volver a veros.