—Monta —dijo la quiromante—, ¿o prefieres seguir adelante con tu intento? —Su lacayo había abierto la puerta del carruaje, un discreto vehículo pintado siniestramente de negro, con cenefa roja y dorada. Una pareja de hermosos caballos castaños con arneses guarnecidos de latón lanzaban el vapor de su hálito en la fría atmósfera. Podía verla perfectamente en el interior, cubierta con una gruesa capa con orla de cordoncillo de seda y tocada con un amplio sombrero sobre un pañuelo de lana que le tapaba casi todo el rostro. Sobre las piernas, una manta forrada de pieles dejaba ver sus pies, calzados con botas de cuero, descansando sobre una caja metálica llena de brasas. Me señaló el asiento de enfrente, en el que había otra manta igual—. Tengo previsto hacer tu fortuna, si quieres… a menos que tengas deseos de unirte a los otros ahogados que yacen en los sótanos del Châtelet.
—No merezco vivir —dije con voz desmayada.
—Ni más ni menos que todos los habitantes de esta ciudad —replicó ella en tono displicente—. ¿De qué se trata? ¿Asesinato? ¿Estupro? ¿Chantaje? ¿Incesto? Asuntos baladíes de lo más corriente en esta gran capital. ¿Qué te hace pensar que vas a estar por encima de los demás retorciéndote las manos y acabando con tu vida en ese río sucio y helado? —Yo miraba el interior del carruaje de brocado acolchado, cálido y acogedor, y volví la vista al pretil del puente, lleno de nieve—. ¿Quién eres para juzgarte a ti misma? —prosiguió ella, persuasiva—. Dios nos ha dado la vida a todos y sólo Él puede juzgarnos. Pero seré yo quien te dé fortuna y dicha si montas y escuchas lo que quiero decirte —añadió, inclinándose para observarme, cual si pudiese adivinar por mi desastroso aspecto todo lo que había sucedido—. Decídete de una vez —insistió con gesto de impaciencia— que hace frío. No me gusta la gente débil e indecisa. Vete o monta.
Monté.
—Bien —añadió muy amable en cuanto la carroza reanudó el traqueteo de la marcha por las estrechas calles de detrás del Quai de Gèvres—, ¿no es fantástico que la fortuna haya hecho que nos encontremos de este modo? Tengo un negocio que proponerte.
Ya lo creo que es la fortuna, pensé, dada mi gran inclinación por la lógica; si era una extraña coincidencia que hubiese dos mantas dispuestas para aquel encuentro casual, ¿quién habría podido prever la precipitada sucesión de horrores que se habían producido en la casa de la calle de los Marmousets, o el momento exacto en que yo iba a acudir al puente? Era evidente que me había vuelto loca. Pensar que podía emprender un negocio lo corroboraba; era imposible. Un despropósito. Pero no dejaba de ser un despropósito con cierto peso, porque la quiromante seguía mirándome y volvió a decir:
—Tú eres Geneviève Pasquier, la jovencita que lee en el agua y dice largas frases cultas como un viejecito sabio.
—Mi padre me ha enseñado filosofía.
—Vaya, vaya; cosa singular para una jovencita. La primera vez que nos vimos eras más pequeña, pero sigues siendo la misma. Coja y con la espalda encorvada y torcida. ¿Qué edad tienes? Tendrás unos quince años… —Ahora me miraba detenidamente con sus calculadores ojos negros—. Ah, y lamento lo de tu padre. Ha sido una lástima.
Sonreía levemente de un modo misterioso y dulce, frunciendo los labios por el centro. Era algo regordeta, pero muy elegante, y muy simpática conmigo sin apenas conocerme. Todo muy extraño.
—Bien —dijo con aquella sonrisa misteriosa—, me imagino que pensarás que soy absurda, pero soy una mujer de negocios y sé lo que me hago.
La carroza había aminorado la marcha hasta casi detenerse y el cochero trataba de abrirse paso en medio de una multitud de mujeres cargadas con cestas y carros llenos de mercancías, que hacían intransitables los alrededores de Les Halles. Al interior llegaba el guirigay de gritos, voces y cantinelas anunciando la mercancía.
—Yo no sé nada de negocios.
—Mira eso —dijo, descorriendo la cortina de la ventanilla—. Eso es negocio: comprar y vender. La gente quiere cosas y si les vendes lo que quieren te haces rico; mientras que si te empeñas en venderles lo que no quieren, te arruinas. No lo olvides; escucha a la gente y harás fortuna igual que yo, que empecé sin nada. Esa gente tiene una cosa en común: el deseo de saber su futuro —añadió con un gesto de su mano perfectamente cuidada y adornada con costosos anillos—. Es una suerte para mí, y para ellos, que gracias a mis conocimientos del arte de la fisiognomía, de la quiromancia y del horóscopo sea capaz de darles respuestas que les complacen. A cambio de ello me he hecho rica. Y lo que quiero es ayudarte a que tú también lo seas. —Lo decía de un modo tan agradable y razonable que, pese a su evidente locura, yo seguía escuchándola—. Y ahora, mi pequeña filósofa —dijo, sacando un recipiente con agua de un saquito que llevaba debajo de la manta de viaje—, dime que ves aquí.
Los vivos colores de su atavío y del interior del carruaje se reflejaban distorsionados en la vasija de cristal.
—Reflejos… como todo el mundo —respondí yo decidida, mirándola imperturbable, como un ser racional mira a otro—. La ficción de leer la fortuna en el agua, en espejos y en los naipes no es más que superstición. Para desentrañar las leyes de la naturaleza hay que seguir las reglas de la lógica; según monsieur Descartes…
—Vaya —me interrumpió—, ¿estás segura de que es lo único que ves? En ese caso, el viaje será más corto de lo previsto. Inténtalo otra vez, querida —dijo, haciendo parar el carruaje justo detrás del cementerio de los Inocentes para que no se moviese el agua—. Vamos —añadió—, cógela con las dos manos… eso es… mira al agua… vamos… —Y se puso a recitar las palabras que yo ya conocía—. Dime qué es lo que ves en el agua respecto a mi persona. —Su voz era muy dulce y apacible—. Dímelo, dímelo… Deja que se forme la imagen en el agua como si fuese una burbuja.
Yo sentía una especie de debilidad y calor dentro de mí y noté que se me revolvía el estómago cuando se formaron imágenes que se deslavazaban en ondas concéntricas.
—Veo… una mujer bien vestida, de pelo negro, con máscara, que se os acerca. Lleváis un vestido verde con falda roja acolchada y cuello de encaje. La conducís… al armarito raro… Hay aparadores taraceados y dorados y una ventanita en el rincón con cuadrados de cristales y una silla debajo. Abrís una puerta del aparador y veo anaqueles… Sacáis un frasco verde y se lo dais.
—Ajá, lo que me imaginaba —dijo ella, impasible—. Ya lo creo que ves. Suerte tienes de haber caído en mis manos —añadió con voz enérgica y llena de interés—. Otra persona te habría explotado en lugar de ayudarte a hacer fortuna. Arranca, Joseph… ¿Qué decía? Ah, sí. ¿De qué sirve tener un don sin la formación debida? ¡Pues de nada! Es como oro en bruto en una roca. Es gracias a artificio, a artificio, querida, con lo que se obtiene una joya deslumbrante. No lo olvides.
El carruaje arrancó y estuve a punto de caer del asiento.
Volví a sentarme bien y dije:
—Sigo sin entenderlo.
Siempre es mejor aparentar necedad ante las personas con propósitos ocultos para incitarlas a que los desvelen.
—Vaya, qué torpe eres, con tantos estudios como tienes. Bueno, entérate, Geneviève Pasquier; mi negocio consiste en ayudar a la gente. Sobre todo a las mujeres. Y a ti quiero ayudarte del mismo modo —dijo con voz cálida y persuasiva; yo la miré a la cara, pero mantenía una expresión enigmática.
—Al fin y al cabo —continuó—, ¿qué puede hacer una mujer honrada que se encuentra en apuros? ¿Una viuda… único soporte de un montón de pequeños? Si hace de lavandera, zurcidora, incluso de prostituta, poco puede ganar para llenar el estómago de sus hijitos. Ah, sí, puede hacer exquisita agua de rosas… o rojo para labios a partir de una antigua receta familiar. Yo me entero… Le pago el alquiler, llevo comida para sus hijos y le alquilo una preciosa caseta en la Galerie, o una tiendecita en el Pont de Notre Dame; arreglo el asunto con las autoridades… y voilà. Se convierte en perfumista de moda, en vendedora de elegantes guantes italianos perfumados y deja de ser pobre; ella me corresponde pagándome interés y me ayuda un poco por agradecimiento, ¿me entiendes? Las dos nos beneficiamos. ¿Comprendes el funcionamiento? ¿Quién va a ayudar a una pobre mujer abrumada por la desgracia? ¿Los sacerdotes? ¿Los banqueros? ¿El rey? Por ese lado sólo se acaba en la cárcel por deudas, recluida a perpetuidad en la Salpêtrière. Cambia mucho la situación cuando una mujer es amiga mía.
Dicho lo cual, me miró magnánima y efusiva, como si yo fuese un precioso objeto de porcelana que se disponía a comprar para ampliar su colección.
Por la ventanilla vi a un grupo de mendigos tiritando en la nieve; entre ellos había una ciega y otra mujer cubierta de repugnantes llagas.
—¿Ves esa gente? —inquirió, señalándolos—. Eso es lo que sucede cuando no se tiene una profesión para ganarse decentemente la vida. Seguro que la policía los detendrá.
Me estremecí pensando en que yo podía haberme visto entre ellos, tiritando y cubierta de harapos. Se me habían quitado las ganas de arrojarme al río.
—Mientras que yo —prosiguió tras unos fuertes zarandeos del carruaje sobre unos baches— te ofrezco más que el rey: riqueza, independencia, dicha. No me mires con esa cara; no creas que soy una estúpida… Dios mío, a cuántas no habré ayudado. Compro casitas preciosas, alquilo pisos, encuentro buenos empleos de doncella para huérfanas o, si son de buena cuna, de damas de compañía con damas de la aristocracia. Y todas ellas son amigas mías y me ayudan. ¡Son muy agradecidas y yo me siento muy feliz! Sí, tenemos que ayudarnos unas a otras y hacernos ricas. Así que ya ves que soy filantrópica —añadió con un amplio ademán hacia la estrecha y larga calle llena de apretados edificios antiguos, como si fuese la dueña del mundo—. Soy filantrópica con las mujeres. Consigo que hagan fortuna a la par que yo me enriquezco. Y a ti también puedo procurarte fortuna.
Yo estaba más convencida que nunca de que era una locura escuchar los desvaríos de aquella demente; pero no dejaba de ser agradable, y la idea del suicidio comenzó a perder terreno en mi mente conforme el rompecabezas de aquel ser extraordinario sentado frente a mí comenzaba a atraer mi interés.
—Pero acabáis de decir que la gente sólo compra lo que quiere, y, aunque mi padre me ha dejado el tesoro de la filosofía, como él decía, nadie querrá comprar eso… y ni siquiera podré regalarlo. Además, yo no sé de negocios.
—¡Ah, querida, pero tienes talento! Y, por suerte para ti, tal como eres, sin duda permanecerás virgen toda tu vida, y juntas haremos buenos negocios y no como esa tonta de Marie-Marguerite, que ya ha echado a perder su porvenir. —Se interrumpió y me miró fijamente. Yo debía tener un extraño aspecto, porque estaba pensando en mi tío—. Dime una cosa —añadió, mirándome de arriba abajo—. Sigues siendo virgen, ¿verdad?
—Ya no —contesté yo, mirándola resentida. Ella me cogió la mano y me dio unas palmaditas con una simpatía casi comercial; en cualquier caso, últimamente yo no había sido objeto de simpatía, comercial o no. Además, tenía una carroza estupenda, y sentí que correspondía a su simpatía.
—Vaya… es muy interesante. Pues mejor. Sí, mejor. Tú y yo haremos negocios duraderos. Te enseñaré todo lo que se necesita, te colocaré y ya hablaremos de cómo me reembolsas. Pronto serás rica… buenos vinos, hermosos vestidos, carroza propia…
—¿De qué sirve el dinero en una persona como yo? ¡No quiero esas cosas! Quiero… quiero… No sé lo que quiero —dije, restregándome con rabia los ojos para evitar que asomaran a ellos las necias lágrimas.
Yo acababa de pensar en suicidarme y ella me hablaba de un vestido nuevo como si con eso fuese a arreglarse todo; la ofensa a mi inteligencia, añadida a todo lo demás, me resultaba insoportable. ¿Acaso pensaba que yo era una fémina idiota y vulgar a la que se compra con un cuello de encaje o con una sarta de abalorios? Observé el mirar de sus negros ojos al inclinarse otra vez y tocarme la rodilla.
—Créeme, querida, di que sí y podré ofrecerte tu sueño: la belleza…
Alcé la mirada y vi que su expresión era totalmente normal y que Sus ojos mantenían aquel mirar apasionado pero no eran los de una demente.
Miradme, ¿estáis ciega?, pensé yo. No podéis tentarme con un imposible.
—¿Imposible? Para mí, no —dijo ella, contestando a mi pensamiento—. Puedo hacer de ti una persona totalmente nueva y, con mis poderes, lograr que te desee cualquier hombre con el que sueñes. Seguro que una chica como tú tiene alguien que le gusta. Pues será tuyo, querida, si te unes a mí. He hecho eso con muchísimas damas agradecidas.
Por un instante recordé al hermoso André Lamotte, pero luego me vino a la mente su mirada cuando observaba a mi hermana. ¡Qué fantasía por mi parte!
—No quiero ningún hombre —dije, y la quiromante me dirigió una mirada y asintió levemente con la cabeza.
—Vamos —replicó—, todos tenemos algún deseo profundo. Dime lo que ansias y lo tendrás. Ten en cuenta que puedo conseguir lo que quieras. Vamos, confiesa. Habrás pensado en algo, ¿no?
Advertía cómo observaba las emociones que se reflejaban en mi rostro conforme iba rememorando los acontecimientos y el juramento que había hecho en el cuarto de la torre; el odio y la ira impotente eran como un veneno contenido.
—Quiero venganza —dije.
—¿Venganza? —repitió la quiromante con una risita—. Nada más fácil para mí, querida. Soy especialista en venganzas.
—Dijo que nadie me creería, que nadie me escucharía…
—Pues yo te escucho. A mí acuden muchas damas. ¿Qué hombre va a escuchar a una mujer? Mientras que yo… yo soy el oído de París. Considérame como la Justicia.
—Le dije que me las pagaría y se echó a reír y…
—Ah, querida e inteligente niña. No me digas más. Ven conmigo y tendrás venganza: sanguinaria, satisfactoria, a rebosar. Nada hay en la vida tan satisfactorio como la destrucción de un enemigo, créeme.
—Quiero su ruina; su muerte.
—Bien —dijo ella, reclinándose en el asiento; habíamos llegado a la puerta de Saint-Denis, una imitación en piedra amarillenta de un arco triunfal romano, dedicada a la gloria de Luis el Grande—. Ahora sí que nos entendemos —apostilló.
El carruaje giró a la izquierda y siguió por las estrechas y largas calles de Villeneuve hasta llegar a la calle Beauregard; a un lado y a otro se alineaban villas nuevas de tamaño medio recién construidas, de dos o tres pisos, separadas por amplios espacios con altas tapias por las que asomaban las ramas desnudas de los árboles de ocultos jardines. Las amplias entradas con arco daban a entender que tras las tapias había cocheras y establos; las sirvientas comenzaban a abrir las pesadas contraventanas de las fachadas y ya se veían los primeros vendedores ambulantes.
—¡Pedernal y eslabón! ¡Pedernal y eslabón! —gritaba un hombre harapiento y con un sombrero raído.
—¡Mueran las ratas! ¡Mueran las ratas! —gritaba otro que arrastraba unas ratas muertas atadas a un palo, ofreciendo veneno.
La adivinadora le miró y lanzó una risita despectiva.
—Aquí no venderás nada —añadió, conteniendo la risa—. Ah, un simple comentario jocoso del vecindario —añadió al ver mi gesto de sorpresa.
El carruaje se detuvo; la nieve comenzaba a hacerse fango. El cochero saltó del pescante y abrió la entrada de coches de la villa.
—¿Ves esa casa y el precioso jardín? Ahora está helado y desnudo, pero en verano es delicioso… lleno de verdor; doy fiestas en el pabellón, con tiendas de seda a rayas para los refrescos. Voy a encargar unos cupidos italianos para adornar la fuente, ¿no crees que resultará elegantísimo?
¿Por qué sería que simples expresiones sensibleras sonaban vagamente siniestras en su boca? El carruaje nos dejó al pie de la escalinata. Estuve a punto de resbalar en los escurridizos peldaños, pero ella me agarró del brazo y me ayudó a alcanzar la puerta de la vivienda, detrás del salón para las visitas. Se detuvo y buscó la llave en los bolsillos de la capa, mientras se quitaba la nieve de las botas.
—Ahora que somos amigas, querida, considérame simplemente eso. Patrona y protectora suena muy frío… En cuanto te haya pulido un poco vendrás a mis cenas de invierno amenizadas por una orquesta de violines. Recibo a gente intelectual de los mejores círculos —dijo, introduciendo la elaborada llave en la cerradura de la pesada puerta de roble, abriéndola y haciéndome pasar. De inmediato apareció una sirvienta con cofia y delantal que recogió su capa—. ¿Podrás creer que mi esposo fracasó dos veces en los negocios? —continuó, señalando la preciosa habitación a la que acabábamos de entrar—. Perdió dos joyerías. Fue a la cárcel por deudas y acabamos en la ruina. Ah, he pasado lo mío. ¿Y qué iba a hacer? Al fin y al cabo me gustan las cosas bonitas, y gracias a las artes que aprendí de mi madre, puedo alimentar a diez bocas y hacer lo que me place.
Las habitaciones posteriores al oscuro y acortinado recibidor no eran en absoluto misteriosas sino acogedoras y confortables. Del patio, en el que se amontonaba la nieve, habíamos pasado a una sala de estar calentada por el fuego de una enorme chimenea con repisa de mármol; el suelo estaba cubierto por una alfombra turca y el centro de la habitación lo ocupaba una pesada mesa de patas talladas, con mantel de brocado, rodeada de muchas sillas altas y ricamente labradas y tapizadas en terciopelo oscuro. Entre los enormes armarios que flanqueaban las paredes había dos espléndidos tapices que representaban el arrepentimiento de la Magdalena y la presentación de Jesús niño en el templo. Sobre la alfombra jugaban con la nodriza dos niños, con poco más de un año de diferencia, y tras la puerta se oían otros gritos infantiles. Junto a la chimenea dormitaban varios gatazos, y, también somnoliento en un sillón, estaba Antoine Montvoisin, su segundo esposo, un hombre pálido, ojeroso, con una servilleta, batín y zapatillas. No deseaba ser presentado.
De la cocina llegaban apetitosos olores, el griterío de las criadas y el tintineo de cacerolas. De pronto recordé que estaba muerta de hambre. El lujo y aquel fuego sin limitación de leña me impresionaban. Recuerdo que pensé: es una casa en la que no hay apuros de dinero. Hasta más tarde, al conocer mejor a mi protectora, no comencé a preguntarme la cuantía de sus rentas: mayor que la de los aristócratas más ricos y similar a la de un ministro del Estado. La muchacha que yo recordaba, Marie-Marguerite, hija de su anterior marido, y más alta que yo, se nos cruzó con una taza de chocolate para su padre. En aquel momento habría vendido mi alma por una taza de chocolate. Madame Montvoisin, a cuyos inquisitivos ojos nada pasaba inadvertido, sonrió al ver mi gesto de deseo.
Sin decir palabra, me condujo hasta su despacho, y reconocí el cuarto que había visto en el agua. Estaba lleno de armarios cerrados, y las pesadas cortinas rojas estaban descorridas y dejaban ver la ventanita cubierta de escarcha. En la pared opuesta había una chimenea encendida y unos morillos en forma de gatos llenos de hollín. En un rincón tenía un elaborado escritorio cubierto de extraños objetos: un horóscopo a medio acabar, una manita de plata, un tintero en forma de sátiro y, en medio de un revoltijo de papeles, una cara de gato de ámbar que parecía irradiar un misterioso fulgor.
—Siéntate aquí —dijo, señalándome un escabel con un cojín junto al escritorio. Yo me decía que ojalá no oyese las protestas de mi estómago; consciente de la intensidad del momento, no quería estropearlo con un ruido tan vulgar—. Antes de comenzar, tenemos que llegar a un mutuo entendimiento. —Menos mal que no lo había oído—. El primer año te daré cama y alimentación, ropa, instrucción y una pequeña suma para tus necesidades. Todo lo que ganes me lo entregarás. —Sacó una llavecita del escote y abrió la puerta de uno de los armarios. Dentro, en un anaquel, vi una serie de libros verdes, etiquetados con las letras del alfabeto; cogió el de la P y una carpeta cerrada con una cinta, en la que se leía Contratos, y se volvió hacia mí.
—Tras el año de aprendizaje, si muestras capacidad, te pondré en un establecimiento propio, que me reembolsarás durante los cinco años siguientes a partir de tus ingresos más el veinticinco por ciento de la renta total —dijo, sacando una hoja de la carpeta y dejándola en el escritorio. Estaba redactada en términos legales, con espacios en blanco para rellenar; recuerdo que me impresionó su previsión y organización. Aunque su negocio era la superstición, lo trataba como un abogado o un mercader importante, no como una vieja en una buhardilla. Alzó la vista del contrato y me dirigió su característica sonrisa picuda.
—También llevarás a cabo ciertos… servicios profesionales de información para mí, y alguna vez llevarás mensajes o paquetes. Después de ello, nuestra asociación se basará estrictamente en la información. Nos regiremos por mi convenio básico, una tarifa equivalente al porcentaje del pago del cliente. Y, naturalmente, seguiré facilitándote la ayuda y el servicio de consulta que necesites totalmente de balde. —Se sentó, cogió una pluma y quitó el tapón del tintero con forma de sátiro—. ¿Cuál es tu nombre de pila completo, querida? —inquirió, y entornando levemente los ojos procedió a llenar el primer espacio en blanco del contrato; tras lo cual alzó la vista como si acabase de recordar algo. Después supe que nunca olvidaba nada; era una mujer que pensaba que todo debía presentarse como era debido, a la manera de un plato preparado por un cocinero de categoría. Levantó un dedo y ladeó ligeramente la cabeza.
—Ah, sí —añadió—, antes de seguir has de jurar guardar secreto sobre nuestro acuerdo y de cuanto oigas en esta casa durante tu aprendizaje.
Yo estaba desfallecida de hambre, me temblaban las manos y noté que se me iba la sangre del rostro.
—¿Nerviosa? —dijo riéndose—. No pensarás que tienes que firmar el contrato con sangre… No, nerviosa debías haber estado allí en el puente. ¿No sabes lo que conlleva el suicidio? ¿De verdad que querías que tu cadáver fuese expuesto en los sótanos del Châtelet hasta que lo identificaran, y que luego lo colgasen de una pierna en un patíbulo hasta que no quedasen más que los huesos? Eso sí que es para ponerse nerviosa. En vez de eso formarás parte de mi familia secreta —añadió pasando hojas del libro marcado con la P hasta llegar a unas páginas en blanco. En la parte superior de la primera escribió: Pasquier, Geneviève, 10 de diciembre de 1674, y se inclinó hacia mí con gesto confidencial—. Una familia secreta exige… lealtad, gratitud… discreción. En nuestro negocio escuchamos muchos secretos… Es como una especie de confesión; somos casi sacerdotes. La gente acude a nosotros con sus pequeñas tragedias; a veces distintas personas quieren lo mismo y no podemos decírselo. Debes comprender que el secreto es esencial en la profesión de la adivinación…
Yo estaba a punto de caerme del escabel y ella me miró más fijamente.
—Ah, me parece que tienes hambre; te tiemblan las manos y estás pálida. Pasemos al juramento y luego lo celebraremos.
Tenía tanta hambre que habría jurado lo que fuese; pero conforme se desarrollaba el juramento, invocando al poderoso príncipe Radamanto, a Lucifer, a Belcebú, a Satanás y a una serie interminable de poderes infernales, pensé que caería desmayada en el pebetero con patas hendidas. A mi entender, los juramentos, infernales o no, deberían ser breves.
Rebuscó en un armario y sacó una caja grande con mazapán moldeado en artísticas figuritas, una botella de vino dulce y dos copas.
—Ya te imaginarás —dijo a guisa de excusa—. Tengo que guardarlo fuera del alcance de los niños porque si no me encontraría sin nada. No, no comas tan de prisa o te sentará mal. Cuatro figuritas bastan y sobran. —Me volvió a llenar el vaso y retiró la caja—. Si comes más no almorzarás —añadió, mirándome.
El vino había penetrado en mis entrañas como fuego líquido y comenzaba a verlo todo doble. Las dos La Voisin alzaron las copas, yo alcé las dos mías y brindamos por el viejo arte de la adivinación.
—¡El arte de la adivinación! —exclamó—. ¡Agradable, rentable y absolutamente legal! Fíjate la suerte que tienes. El rey, por decreto, ha declarado obsoleta la superstición. Se acabaron los juicios por brujería y la hoguera. Ahora pertenecemos a un mundo nuevo, al mundo de la ciencia, de la ley, del racionalismo. Pero aun en este mundo nuevo los hombres deben consentir a las mujeres sus pequeñas… aberraciones, porque nosotras, pobres criaturas simples, no podemos prescindir de ellas.
Se levantó y guardó la botella y las copas en el otro armario, en el que el resto de los anaqueles estaban llenos de extraños frasquitos, todos perfectamente etiquetados. Lo cerró y se volvió a mirarme. ¿Qué guardaba en aquel armario? Una sensación desconocida me revolvió el estómago.
—¿Qué sucede? Tienes la boca un poco verdosa. Vaya, no debería haberte asustado con eso de la hoguera. Pierde cuidado; mis artes han sido juzgadas perfectamente legales por el más alto tribunal de la herejía: los doctores de la Sorbona. Yo misma me defendí. Era más joven, pero ya entonces conocía la impresión que ejercen un vestido elegante y un buen busto sobre los viejos teólogos. ¡Uf, qué prejuicios! Supongo que esperaban ver una vieja atemorizada y estúpida. Yo me limité a decirles que no se me podía imputar nada por recurrir a las artes de la astrología que ellos enseñaban en su facultad. Después, el rector de la universidad en persona me invitó a visitarle y mis acusadores de la Compañía del Santo Oficio tuvieron que desistir. Aún sigo cenando de vez en cuando con el rector, un simpático vejete. ¡Y menuda mesa; para qué contarte!
Yo no podía por menos de estar impresionada por su conocimiento del mundo, y deseaba emularla. ¡Qué aburrido había sido vivir entre libros!
Alargó la mano y cogió el contrato para acercármelo y señalarme el lugar en que debía firmar. Lo veía tan borroso que apenas podía leer las cláusulas, pero pude sujetarlo para estampar mi firma en la parte inferior. Ella volvió a cogerlo, lo miró y se echó a reír.
—Te auguro un espléndido futuro —dijo—. Los que saben leer en el agua triunfan actualmente y se mueven en los mejores círculos. Naturalmente que las imágenes en sí no valen nada; yo te enseñaré el arte de la interpretación, la fisiognómica y la definición oracular. Con tu manera de hablar cultivada llegarás lejos. Y a mí me gusta tener una buena clientela que nos pague bien —añadió, levantándose para ir a atizar el fuego.
Yo deseaba con todas mis fuerzas que volviese a abrir el armario del mazapán; pero no lo hizo.
—Bien; durante tu trabajo escucharás toda clase de historias tristes: maridos crueles y sin sensibilidad, un pequeño… problema en marcha, anhelos por un amante indiferente. Éstos me los envías a mí. Lo que veas en el agua de la bola revelará que en la calle Beauregard pueden hallar ayuda a sus problemas: suerte en los naipes, aumento del busto, remedios para las enfermedades venéreas, protección para el cuerpo de heridas en combate. Ofrezco una serie de servicios confidenciales sin los cuales el mundo de la moda y la cultura no podría florecer.
—Ah, ya entiendo —dije por cortesía, pero mi mente, igual que mi vista, se esforzaba por captarlo todo sin lograrlo.
—Dudo que lo entiendas en este momento —replicó ella, conteniendo la risa—. Haz lo que yo te diga y las dos quedaremos mutuamente satisfechas. Mira, ésta es la señal por la que sabrán que eres una de las nuestras: dedos anular y pulgar juntos con la palma de la mano hacia arriba. ¿Sabes hacerlo o te lo vuelvo a repetir después? Sí, eso es. Ahora ven conmigo, que nos sirvan de comer. No, la puerta está ahí; no lo olvides.
Y eso fue todo en aquella mañana en que me vi inmersa en un mundo oculto que jamás había sospechado que existiera fuera del umbral de mi casa.
Aquel día, ella se ocupó de todo, haciendo que mi turbación se desvaneciera durante una copiosa y excelente comida a mediodía, mandando que me arreglasen el vestido, comentando que era demasiado bonito para tirarlo, pues se trataba de un vestido ligero de estar por casa en lana gris fina con adornos de cintas de seda negra. Por la tarde, somnolienta a causa de la comida, me tumbé en enaguas en uno de aquellos inmensos dormitorios con tapices del piso de arriba mientras me arreglaban el vestido. Eran las horas en que ella recibía a sus clientes y no debía mostrarme por la casa. Las pasé hojeando un aburrido libro religioso que había en la mesilla: Réflexions sur la miséricorde de Dieu; luego, con sumo desparpajo, fisgué en los cajones y tuve la suerte de encontrar un volumen más interesante titulado Les amours du Palais Royal, un frasco de lo que supuse era medicina para dormir, una serie de curiosos instrumentos de hierro en forma de agujas largas y ganchos y una jeringa metálica de punta larga y estrecha. Había un montón de servilletas de lino bien dobladas y un ovillo de lana de oveja. No sabía para qué podía servir, y estaba a punto de deleitarme con el excelente libro sobre el Palais Royal cuando un ruido me sobresaltó y me apresuré a dejarlo todo como estaba.
El corazón dejó de latirme apresuradamente al ver que no era más que uno de los gatos de mi protectora, un gran gato atigrado que había saltado desde lo alto de un armario en donde dormía. Subió airosamente de un salto al gran lecho con dosel en el que yo estaba sentada, ronroneando y frotándose la cabeza en mi mano para que le acariciase. Mientras jugaba con el gato no pude por menos de advertir el calor que hacía en el dormitorio aquella fría tarde de invierno, a pesar de que la chimenea estaba apagada; debía de haber una estufa en alguna parte. ¡Qué buena idea mantener tan caldeado el dormitorio, que suele ser una pieza frígida! Me levanté y miré por todo el cuarto examinando los pesados muebles; alcé las gruesas cortinas que impedían el paso del frío en la helada ventana y miré hacia el jardín. Sobre la nieve se veían filas de árboles desnudos por el invierno y en el centro una gruta clásica con columnas griegas y una fuente con unas ninfas formaban un conjunto escultórico helado, blanco sobre blanco, en aquel jardín desierto. En contraste con ello, de la parte de atrás de la gruta surgía una estrecha chimenea. Incluso la construcción fantástica del jardín de madame Montvoisin disponía de todas las comodidades.
Dejé de fisgar y opté por volver a la lectura del interesante libro que había dejado en la mesilla. Al pasar junto al enorme tapiz de detrás del lecho noté que despedía calor y un olor raro; lo levanté y vi que había un horno incrustado en la pared de piedra. Aún irradiaba calor. Me dije que era un extraño lugar para tener un horno y dejé caer el tapiz al oír que llamaban a la puerta. Era la hijastra de la quiromante, Marie-Marguerite, una muchacha de mi edad pero más alta y esbelta, y al alzar la vista hacia ella vi que también era más bonita. Traía una bandeja con galletas y chocolate que me enviaba su madre.
—Prefiero quedarme aquí contigo en vez de bajar —dijo muy animada, relamiéndose como preludio a devorar otra galleta—. Esas señoras enmascaradas tan aburridas diciendo «cuéntame eso, cuéntame lo otro»… Cuando me case con Jean-Baptiste viviremos encima de su pastelería y me pasaré el día tomando chocolate y jugando con los niños. ¡Se acabó el viajar de incógnito por el campo y el que entren desconocidos en casa! Voy a vivir como debe hacerlo una mujer al cuidado de su marido.
—Estupendo si lo aguantas —comenté yo, fastidiada por sus preciosos rizos castaños.
—Bah, no te amargues. ¿Qué se le va a hacer si los hombres no muestran interés? A ti te irá muy bien leyendo el oráculo del agua, cosa que a mí me aburría mucho. ¿Jugamos a las cartas? —añadió, sacando del delantal una baraja usada atada con una tira de seda de un pañuelo—. Mira —dijo, repartiéndolas en un curioso dibujo en forma de estrella sobre la cama en que estábamos sentadas. Eran unas cartas como yo nunca había visto; nada de corazones y mazas, sino espadas, torres, caras del sol, ermitaños, reyes y reinas—. ¡Ah, qué buena carta! —exclamó.
—¿Buena, por qué? ¿Qué juego es ése?
—No es un juego, tonta; es tu fortuna. ¿Ves el sol? Pues es buena suerte, y ésta significa que pronto te llegará dinero. ¿Qué otra cosa podríamos hacer? ¿Y si se las echo al gato? —añadió riendo y volviéndolas a colocar—. Oh, gatito, la calavera. Más vale que no salgas, no sea que el ayudante de jardinero te convierta en guiso para su familia.
Y así pasamos el resto de la tarde entretenidas, leyendo la fortuna de diversos personajes de la aristocracia cortesana.
—Al rey no se le puede leer —dijo—, porque es un delito de traición con castigo a ser descuartizado en la plaza de Grève.
Era evidente que enriquecerse en las artes adivinatorias presentaba más riesgos de los que su madrastra había dicho.