7

—¿Qué es eso que te han dado? —inquirió Marie-Angélique al pie de la escalera del patio, mirando en derredor para asegurarse de que nadie nos oía.

—Una carta para ti y un libro en latín que… le gustará a nuestro padre. Ven conmigo y ayúdame a leer, que a veces se me cansa la voz —contesté, entregándole la carta, que ella se guardó en el escote.

—Es muy deprimente sentarse a su cabecera, y yo no leo bien. Seguro que yo no le animo ni la mitad que tú, Geneviève. Además, la habitación huele muy mal. ¿Por qué no vienes cuando hayas acabado la lectura y nos entretenemos juntas? He visto un cuello de encaje en la tienda de los soportales de la Galerie que me ha encantado; en cuanto me quite el luto voy a arreglarme el corpiño del vestido a la última moda y me quedará precioso. El caballero de la Rivière me admira cuando llevo encaje. Estoy segura de que nuestra madre permitirá que Jean me lleve la cola.

—Pues que te acompañe Jean, Marie-Angélique. No estoy estos días para cuellos de encaje ni hebillas de plata.

El cuarto de mi padre olía a medicamentos y a enfermedad. Las ventanas estaban cerradas y las cortinas corridas para evitar que entrase el aire nocivo, y hasta las paredes verde oscuro parecían tener el color de un frasco de medicamento, del mismo modo que el gran lecho, si se corrían las cortinas, parecía el esqueleto de un hipopótamo. Mi padre descansaba con camisón y gorro, puesto que estaba demasiado débil para ponerse la bata. En el tocador estaban sus pelucas, colgadas de sus respectivos soportes, a guisa de fantasmagóricas cabezas sin rostro, testigos de su penoso combate antes de abandonar este mundo. Junto a la cama, la librería estaba abierta; me llegué hasta ella de puntillas y cogí un libro de Séneca, me senté en la silla recta a su cabecera y comencé a leer. Pero al cabo de unas líneas vi que se mostraba demasiado fatigado para escuchar; estiró el brazo y me cogió la mano sin poder alzar la cabeza de la almohada.

—Geneviève, antes de morir debemos confesar y arrepentimos. Te he hecho un flaco servicio.

—No, padre, ni mucho menos.

—Sí, Geneviève, te he educado con arreglo a mis gustos y no para que te adaptes a las reglas del mundo. Ahora comprendo que he sido un egoísta.

—Padre, no digáis eso. Sois el padre más bueno y cariñoso del mundo.

—Pero un necio, ¿entiendes, Geneviève? Nunca pensé que fuese a morir y creí que gozaría de tu compañía y tu conversación mucho más tiempo. ¡Qué egoísta he sido! Ahora me doy cuenta. No te he educado para el claustro, hija mía; te he enseñado la verdad en lugar de la superstición. La ciencia, la geometría, las nuevas ideas… ¿Qué va a ser ahora de ti? Tú no tienes dotes para ser monja o esposa. Te ruego que me perdones, hija.

—Padre —repliqué, pugnando con las lágrimas—, no hay nada que perdonar. Me habéis dado un hogar, cuidados y habéis formado mi criterio, que es el mejor tesoro.

—Sí, el mayor tesoro. Aunque, evidentemente, eso no sirve para comer o para alejar la adversidad —asintió, al tiempo que se desvanecía su habitual sonrisa irónica—. Sí, el mejor tesoro, y menos frecuente de lo que te imaginas.

—Tengo que interrumpir —dijo mi madre, que había entrado despacio en el cuarto, observando cómo mi padre caía en un sueño espasmódico—. Geneviève —añadió volviéndose impasible hacia mí—, es hora de que venga un sacerdote. No pasará de esta noche.

Mi padre fue apagándose en cuestión de horas. Hice llamar al sacerdote, que llegó con el birrete espolvoreado por las primeras nieves del invierno. Los familiares permanecimos a la cabecera del moribundo y los criados dolientes, a los pies del lecho. No derramé una sola lágrima cuando murió. Afuera, los blancos copos caían silenciosos bajo el cielo gris, y dentro de la casa sólo se oía el sonido monótono de las plegarias. Me parecía oír retumbar en el cuarto la risa burlona de mi padre, la risa de un librepensador al descubrir el universo una vez abandonado el cuerpo. ¿La oía también mi madre? Vi que alzaba de pronto los ojos hacia el techo, palidecía y apretaba las manos para sobreponerse. Ah, monsieur Descartes, no podéis saberlo todo.

«Una mente ordenada resuelve todos los problemas», oía resonar pausadamente en mi cabeza a la voz de mi padre.

Otro problema para mi librito. Cuando se marchó el cura escribí debajo de Monsieur de La Reynie:

El cuerpo, la mente, el alma… ¿cómo están conectados? Averiguar según el método de prueba.

—Y ahora, mademoiselle, dinos dónde está.

Era medianoche, mi padre estaba aún de cuerpo presente en la habitación de al lado, con cirios a la cabecera y a los pies, como para dispersar las tinieblas eternas; me habían sacado de la cama en camisón y me tenían acosada en el rincón sin ventanas del despacho de mi padre. Habían abierto todos los cajones del escritorio y se veían por el suelo montones de libros sometidos a un minucioso registro entre sus páginas. Vi una arqueta vaciada sobre un anaquel y mi tío daba golpecitos en los paneles y en los muebles tratando de descubrir algún hueco secreto. Tenía ante mí a mi madre, y a mi hermano detrás de ella, mirándome con aspecto de conjurados.

—¿Dónde está, el qué?

—No te hagas la inocente —replicó mi madre con voz áspera—. Tú sabes dónde está la cuenta del extranjero; el dinero que escondió a Colbert y al rey. Dijo dónde estaba el tesoro antes de morir, se lo oí musitártelo. Habló «tesoro»; no pienses que vas a ocultar la herencia de mi hijo para aprovecharte. Dilo inmediatamente o te juro que no vivirás para disfrutarlo.

—A mí no me ha dicho nada de eso. No hay tal tesoro.

—Hermano, ya te dije que era obstinada.

Mi tío abandonó la tarea de destrozar la biblioteca y clavó en mí sus ojillos calculadores.

—¿Permitís, monsieur? —dijo volviéndose hacia mi hermano, nuevo cabeza de familia de los Pasquier, quien, con la actitud flemática de su nueva condición, asintió con la cabeza. En ese momento vi que mi tío cogía la larga estaca.

Los días que siguieron los pasé en compañía de los ratones, encerrada en el cuarto de la torre. Enviaron a Marie-Angélique a susurrarme a través de la puerta:

—Geneviève, hermana, siempre hemos sido amigas, ¿no? Díselo y no te pasará nada.

Pero yo oía las pesadas botas del tío, subiendo por la escalera.

—Hermana, no hay nada. Lo que me dijo nuestro padre es que me legaba el tesoro de la filosofía.

—Oh, hermana, entonces estamos apañadas —replicó, y oí que sollozaba.

Luego, una tarde en que había perdido el sentido de la hora, se abrió la puerta y mi tío, en el umbral, se agachó con el bastón bajo el brazo y una vela en la mano. Llevaba la camisa abierta y fuera del jubón; su aliento apestaba a vino y sus ojos eran amenazadores.

—Dímelo a mí —dijo en tono torpe e íntimo—. Haces bien en callártelo. Tu madre no se ha preocupado de ti. Yo soy amigo tuyo. —Tú no tienes ningún amigo, pensé yo asqueada—. Sobrina querida, ¿dónde vas a ir sin un hombre a tu lado? Compártelo conmigo e iremos a medias —añadió, dejando la vela a un lado y acercándoseme. Yo me alejé hasta el rincón y él me aplastó contra la pared y comenzó a manosearme los senos, cubriéndome con su repugnante hálito—. Dímelo, dímelo y los dos compartiremos la fortuna. —Dios mío, pensé, cree que con la cópula me hará decírselo. Estaba aterrada—. Vamos —añadió—, sé que te gusta. A todas las mujeres les gusta.

—No hay ningún secreto, tío. Nunca ha habido secreto —respondí, tratando de rechazarle y apartando la cara. ¿Es que no lo entendía?

—Tiene que haberlo. ¡Lo hay! —exclamó, sujetándome con fuerza mientras me revolvía la ropa, cual si yo tuviese el dinero oculto en ella.

—¿Qué hacéis? ¿No veis que no tengo nada? —grité.

—Tiene que haber un papel. Tienes que tener un papel con el nombre del banquero —dijo con voz torpe, tratando de introducir la mano en el vestido.

—¡Dejadme! No tengo nada —grité, intentando apartar sus manos.

—¡Muy rápido lo has escondido, putilla! ¡Dámelo!

Me cogió por la garganta e intentó golpearme la cabeza contra la pared, pero le sacudí en la cara con todas mis fuerzas y él retrocedió. Cuando intentaba escapar, me agarró de la falda y la desgarró hasta la cintura, ruido que le volvió como loco.

—¡Nada, nada! ¡No hay nada! ¡Me has engañado! ¡Me habéis engañado! —exclamaba.

Eché a correr hacia la puerta, pero me alcanzó en dos zancadas y me tiró al suelo.

—Soltadme, por Dios, soltadme —dije yo con un hilo de voz, pues sus manos me oprimían la garganta. Dios bendito, pensé, me va a matar, y todo por ese dinero que no existe.

—¿Que te suelte, que te suelte? Tramposa… —Tenía ojos de loco, muy abiertos—. Sí, claro, te soltaré… mentirosa… tramposa… ladrona, semilla del diablo… —Yo me debatía y él aplastaba su cuerpo sobre el mío—. Te soltaré —añadió jadeante— cuando… me haya… resarcido. —Mis gritos causaron un brillo especial en sus ojos y me sofocó el aliento repugnante que brotaba entre sus amarillentos dientes de lobo, mientras el dolor que sentí era como si me partieran en dos—. Putilla mocosa… me has robado el dinero…

Cuando al fin se levantó, se abotonó los calzones y dijo:

—Deja de lloriquear. Deberías darme las gracias. ¿Crees que alguien iba a hacérselo a un monstruo feo como tú?

Magullada y dolorida, arreglándome el vestido destrozado, noté que el odio me desbordaba.

—Os juro que me las pagaréis —susurré, mientras él reía.

—¿Venganza de mujer? ¿Ya quién se lo vas a contar? Diré que me suplicaste que te lo hiciera. Me lo suplicaste, cono asqueroso. Serás el hazmerreír. Cierra el pico o será tu ruina, sobrinita. No te creería nadie.

La fría luz gris de un amanecer de invierno se filtraba en el cuarto de la torre. Una suave nevada había cubierto los tejados empinados de la calle de los Marmousets, dándoles aspecto de tartas espolvoreadas de azúcar. Abrí el ventanuco de la torre y miré hacia abajo. La calle estaba quieta y blanca bajo el cielo gris en el que sólo comenzaban a insinuarse los primeros claros. Empujé la puerta y se abrió. Mi tío la había cerrado de golpe al marcharse, pero debió olvidarse de echar la llave. Bien, era cosa del destino. Me puse despacio la capa, recogí mis libritos del escondrijo y me los guardé como pude entre mis destrozadas ropas. Sólo había un modo de silenciar la risa de mi tío que resonaba en mi cabeza. Igual que Lucrecia.

Bajé con cautela la larga y tortuosa escalera hasta la maraña de cuartos inferiores, crucé el dormitorio de alto techo y paredes rojas de la abuela, donde el loro permanecía abatido en una jaula tapada. Volví un recodo, atravesé la antecámara de una criada, el dormitorio vacío de mi padre; luego, ya abajo, la sala de estar de mi madre, el comedor y el salón, frío y vacío. Adiós, adiós. Más abajo, en la cocina, al final de la escalera, había gente; oía el ruido de cacharros. Avancé, cojeando y encorvada, hasta la puerta principal, alcé el pestillo y salí a la helada calle. Adiós casa, adiós calle.

Torcí en la calle de la Lanterne, y allí estaba mi viejo amigo el Pont Neuf, azotado por el cierzo y con témpanos flotando en el agua bajo los arcos. No había comediantes, charlatanes con mono, ni casetas con objetos curiosos, saltimbanquis ni vendedores de panfletos. Sí estaban ya los primeros mendigos; mancos, cojos, una mujer con un niño lisiado; soldados viejos. Una anciana avanzaba tambaleante por las rodadas que habían dejado los primeros carruajes. Gritos desde un carro cargado de leña. ¡Apártese mujer!

Estuve un buen rato apoyada en el pretil del puente. El sol iba ascendiendo despacio y era un débil círculo en el cielo color pizarra. El río era oscuro y daba frío mirarlo. Los romanos sí que sabían hacerlo, pensé. Un baño caliente y perfumado; se cortaban una vena, el agua se teñía de rojo, se recostaban y se quedaban adormecidos a los apacibles acordes del arpa. No somos tan civilizados como ellos…

El traqueteo y el estrépito de un carruaje que se aproximaba interrumpieron un instante mi ensueño. Temblaba de forma incontenible. No había otra manera. Al fin y al cabo, ¿qué más daba? Había nacido por error. Y había que poner fin al mismo… Pero el grito de un cochero y el ruido de los cascos y del freno del caballo incidían en mis pensamientos como el granizo.

Y en ese momento oí a mis espaldas una voz que procedía de la ventanilla del carruaje:

—El río está muy frío. Una chica lista como tú debe aspirar a otra cosa.

Era la adivinadora de la calle Beauregard.