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El secretario de monsieur de La Reynie había hecho pasar al inspector Legras a la inmensa mansión de La Reynie, centro de la recién reorganizada policía de París. Legras miró incómodo aquellos muebles oscuros y pesados del siglo anterior. ¿Cómo es que no se había fijado hasta ahora en su aspecto vagamente amenazador? Aquellos anaqueles de libros de leyes, alineados como soldados contra las paredes, parecían filas de mudos testigos de cargo. El jefe pasaba páginas de un librito y su rostro, aunque sereno, era frío, mundano y duro. Una cara implacable, pensó Legras. La nariz, demasiado larga y arrogante; las arrugas del entrecejo y en torno a los ojos, siniestras; el negro bigote no acababa de ocultar la increíble sensualidad de la boca. Y la sotabarba comenzaba a acusar los efectos de excesivos banquetes. Eso tampoco le agradó a Legras. Un hombre que llevaba aquella vida no podía comprender sus apuros.

La luz del sol de primavera caía en raudales dorados sobre el antiguo escritorio y las páginas abiertas del libro. El malhadado libro. ¿Por qué un librito como aquél tenía que poner en peligro la carrera de una persona? Legras cambió el peso del cuerpo de una pierna a otra y aferró con fuerza el registro encuadernado.

—Legras, refrésqueme la memoria a propósito de este imprimátur… el sello del Grifo que Lee —dijo La Reynie, levantado su fría mirada del libro y sin invitar al inspector a tomar asiento.

—Monsieur de La Reynie…

El inspector del Gremio de Libreros notaba que le temblaban ligeramente las rodillas. Dios mío, ya que no una silla, al menos le hubiera podido ofrecer una banqueta. Estar de pie acabaría por traicionarle. Advertía que el jefe le miraba las rodillas con una especie de distanciado interés profesional. La Reynie era un interrogador capaz de extraer por terror una confesión a un sospechoso sin necesidad de que le aplicasen el potro en los sótanos del Châtelet.

—El… Grifo que Lee, impresor de repugnantes obscenidades y libelos sobre ciudadanos distinguidos y magistrados, es una oficina de propaganda sita en La Haya, sin lugar a dudas financiada por el traicionero Guillermo de Orange…

—Y a pesar de que —le interrumpió La Reynie— se han registrado todos los cargamentos de mercancías que llegan a la ciudad, la leña, los forrajes… —El inspector detectó algo inhumano en aquella mirada implacable—. Legras, ¿se ha detenido a pensar en algo tan evidente como es que las obras prohibidas circulan por París tan libremente como si fueran impresas aquí…?

—¿Obras prohibidas? Oh, no. ¿Cómo puede ser, monsieur? Os aseguro que con el nuevo plan de inspección no se nos puede escapar ninguna obra prohibida.

—Legras, tiene que hacer gala de imaginación. Imagínese un taller legal que imprime a diario folletos religiosos, por ejemplo…, o una prensa portátil montada en un carro que va de una cuadra a otra. Creo que cualquier otro lo haría mejor. ¿O es que ha recibido un soborno del Grifo?

La voz de La Reynie era suave y amenazadora. Maldito hijo de perra, pensó Legras. Con lo poco que cuesta ser un poco humano, y no hace daño a nadie… Pero, en aquel asunto, él se sentía más limpio que un recién nacido; aunque hubiese comprendido el peligro de aquel librito encuadernado en cuero que estaba encima del escritorio del jefe. Si el secretario monsieur Louvois no hubiese hallado el primer ejemplar… Louvois, el ministro de la Guerra con quien despachaba La Reynie en su calidad de jefe de policía. Sí, el terror de los Países Bajos había enviado directamente el librito a La Reynie con una nota sarcástica: «¿Así es como mantenéis la paz en la capital del Reino?». Y esa nota sería su ruina, pensó Legras. Falta de atención en el servicio.

—¿Ha traído el registro?

La voz del jefe le hizo regresar al meollo de la cuestión. Era el momento que más temía Legras. El registro de los autores de París: desde el más célebre hasta el más ínfimo; con direcciones, obras y evaluación de los afectos o desafectos que eran. Legras estaba orgulloso de aquel repertorio. O mejor dicho, se había sentido orgulloso, porque cualquiera que escribiese una obra de teatro, un soneto o un simple epigrama quedaba inscrito para siempre en su libro. Salvo uno.

—¿Habrá visto esta obra, verdad, Legras? —inquirió La Reynie, dando una palmadita en el libro que había estado leyendo línea por línea.

—Monsieur de La Reynie, acaban de ponerme al corriente. Observaciones sobre la salud del Estado… un título maligno. En seguida me he percatado de que hay que prohibirlo.

Ahora sentía las rodillas más seguras, pero las manos comenzaban a temblarle. Agarró con más fuerza el libro de registro para disimularlo, mientras se reconcomía viendo cómo los fríos ojos de La Reynie advertían su movimiento. Era como si en ellos se reflejasen las galeras, la horca.

—Alta traición, Legras. Propugna la eliminación de la exención de impuestos a la aristocracia y propone la sustitución de todos los tributos por una tasa proporcional a las rentas.

—Inaudito… absurdo —atinó a exclamar Legras.

—Este… Catón… aporta cálculos matemáticos por los que prevé el hundimiento del Estado a causa de insolvencia fiscal. Escuche: «Aunque sea verdad que su majestad es la cabeza del cuerpo político y los estamentos más bajos son los miembros, ¿no padecerá la cabeza si los miembros sufren gangrena? Pues a tal extremo se ha abrumado a los campesinos que crean la riqueza del Estado mediante la agricultura. Y cuando la podredumbre alcance a la cabeza, el cuerpo morirá». Está claro, Catón propugna la destrucción de la monarquía so pretexto de reformas. El denominado método geométrico no es más que un enmascaramiento de su traición. No es de extrañar que actúe en la clandestinidad. Deme el registro, Legras. Quiero saber quién es este Catón.

—Pues… no… no lo he descubierto aún, pero hay varias posibilidades… Éste… y éste… —Legras había abierto el libro sobre la mesa del jefe de policía y señalaba con dedo tembloroso diversas líneas. La Reynie miró las páginas con interés, destapó el tintero y anotó varios nombres y direcciones.

—Posible pero no probable —comentó La Reynie lacónico, haciendo un gesto al secretario—. Entréguelo a Desgrez —dijo—. Que los traigan para someterlos a interrogatorio. Y usted, Legras —añadió al salir el secretario—, quiero que me traiga una lista más sustanciosa. Mire, ya tengo la lettre de cachet[3] de su majestad para este Catón —añadió, señalando un folio sellado que había sobre la mesa—. Condena de por vida a galeras. Sólo falta añadir el nombre junto al seudónimo. Y no quiero que la orden se me llene de polvo, inspector. Encuéntreme a ese tal Catón.

—Así se hará, monsieur de La Reynie, os lo aseguro. Tengo un confidente en la Pomme de Pin…