5

A principios de setiembre mi padre cayó enfermo con un extraño mal de estómago. El médico diagnosticó un exceso de humor bilioso, y, tras una serie de fuertes purgas, su estado empeoró. Mi madre se mostró muy solícita; ella misma le hacía la comida y le lavaba las camisas y la ropa interior. Yo, para animarle y que se recuperase, le leía todos los días durante varias horas en voz alta. Pero, a pesar de todos los cuidados de mi madre, el pobre continuó debilitándose. A veces creo que ni entendía lo que se le hablaba, pero de pronto volvía la cabeza y decía:

—Hija, tu presencia es un sostén y un consuelo para mí. Volvamos de nuevo con el libro décimo. A ver, ¿cómo define Aristóteles la auténtica felicidad?

—Padre, nos dice que la verdadera felicidad se halla en la contemplación, mientras que la idea corriente de felicidad en el sentido de diversión placentera la fomentan las cortes de los tiranos.

—Hija, qué rápido aprendes; continúa leyendo.

Y seguí leyendo la Ética a Nicómaco relativa al fundamento de la felicidad en las actividades virtuosas, mientras él asentía complacido cuando llegaba a algún párrafo de su preferencia, y sonreía irónico cuando leía que los esclavos sólo aprecian los placeres carnales pero no se los podía considerar felices. Yo en aquel entonces no acababa de entenderle, pero hoy, ya mayor, entiendo perfectamente cuán claramente veía él el mundo.

—Bueno, ma petite, ¿qué pasa por ahí fuera? Mi hijo ya debe estar recuperado.

Estaba a la vista que en las últimas semanas la abuela se había encogido notablemente como una manzana que se seca. La lluvia de otoño azotaba la ventana de su cuarto y las cortinas corridas olían a húmedo a pesar del fuego encendido. Dejó en la cama la biblia abierta por las páginas de las Revelaciones.

—Abuela, no sigue nada bien, a pesar de que mi madre se encarga personalmente de cuidarle. Ni los romanos le animan ya como antes.

—¿Personalmente? —inquirió la anciana, suspicaz de pronto—. ¿Ella le hace la comida? ¿Le lava las camisas?

—Pues claro, abuela; y también las sábanas y las vendas.

—¿Vendas? No me habían dicho que le ponían vendas. Decían que iba mejorando.

—Oh, no; se te partiría el corazón si vieras sus llagas, abuela.

El rostro arrugado y pálido de la abuela se puso aún más lívido y sus ojillos negros destellaron bajo el gorro de dormir.

—Es a causa del jabón —musitó—. Lo he leído —añadió, y con esfuerzo se incorporó en el lecho—. Dame el bastón, Geneviève, y mi mejor vestido negro del armario. Y ayúdame a vestirme, que voy a levantarme.

No me habría sorprendido más si me hubiese dicho que el Sena se había convertido en vino. Le traje el bastón y la ayudé a sentarse en el borde de la cama; lanzó un gemido al erguirse y luego apretó los labios. La abuela se vestía al antiguo estilo Luis XIII, sin corsés y con ropas gruesas de luto de viuda bordadas en negro con cuentas negras. Tenía unos pies muy pequeños, último vestigio de su otrora célebre belleza, y sonrió cuando le calcé las zapatillitas negras sobre las medias de lana negra. Una vez vestida, apoyada con fuerza en mi brazo, se acercó a su viejo sillón y se sentó resoplando.

—Ahora —dijo— tráeme la pluma y tinta. Tengo que escribir. Tú sal y, sin decir nada a nadie, trae un carruaje de alquiler. Recuerda: no digas nada a nadie y vuelve lo antes posible.

Yo le acerqué al sillón la mesita de escribir y dejé en ella pluma, tinta, papel y arena.

Al abrir la puerta del cuarto de la abuela creí oír un frufrú y pasos rápidos y cautelosos; di un respingo y los nervios se me pusieron en tensión. La abuela parecía ajena a este mundo, tan arrugada y frágil en el sillón, pero una fuerza interior le hacía escribir con suma concentración rasgando rauda con la pluma el papel. Envié a un muchacho a la parada de carruajes y volví corriendo al cuarto de la abuela.

Seguía sentada en el sillón, con la cabeza caída hacia atrás y presa de convulsiones. La mesita se había caído y el tintero se había volcado en la alfombra formando una mancha negra semicircular salpicada de arena. Enloquecida, pedí auxilio, y el loro, graznando, voló hasta la barra de la cortina, en el momento en que los criados irrumpían en la habitación. Mi madre, con un pañuelo en la mano, dio un grito de horror. Detrás de ella venía Marie-Angélique, lívida. Los criados llevaron al lecho a la anciana moribunda, y el loro voló hasta su trapecio graznando: «¡Bebe, bebe, viejo monstruo! ¡Fuego y azufre!».

—¡Por Dios bendito, estrangulad a ese bicho! —exclamó mi madre, y los criados se sumaron a la algarabía del pájaro persiguiéndolo por el cuarto, por el que volaba de un sitio a otro mientras Marie-Angélique gimoteaba retorciéndose las manos: «¡Oh, no! ¡Pobre pajarito, él no entiende nada!».

—¡Abuela, abuela, no te mueras! ¡Por favor, no puedes morirte! —decía yo sujetando con mis manos el puño apretado de la anciana, pero notaba que su cuerpo se iba enfriando y se quedaba desmadejado. Ni siquiera oí a mis espaldas el roce suave de las zapatillas de mi tío al acercarse.

—Conmovedora escena —dijo con una voz tan fría como el hielo.

—Que venga el sacerdote —dijo mi madre, volviéndose hacia mí con ojos de odio—. Tú tienes la culpa de esto, mademoiselle. Levantándola, la has matado.

Y se apresuró a salir del cuarto del brazo de su hermano, mientras yo me quedaba sola con el cadáver de la abuela, vestido con su mejor atuendo de antaño.

La estuve contemplando durante lo que me parecieron varias horas; miraba aquel rostro pétreo mientras la lluvia azotaba los cristales. ¿Cómo podía haber muerto tan de repente, ella que había resistido a la muerte durante tantas décadas? Oí un leve graznido sobre el dosel de la cama y levanté la vista. Era el loro, triunfante y libre, que andaba por el dosel emitiendo esos gorgoritos ventrales tan propios de esos pájaros. Bajé la vista hacia la mano de la abuela, que descansaba en la mía, y advertí que en ella había un papel arrugado. Lo extraje como pude y lo alisé: era la carta que escribía cuando le sorprendió la muerte. Se la habían arrancado y el trozo había quedado asido en su mano. Le di la vuelta y vi que sólo había escrito el nombre de un desconocido. «Monsieur de La Reynie», decía el papel. Eso era todo. ¿Dónde habría ido a parar la carta? Miré por el sillón por si había caído allí, y sólo su vaso de cordial rodó hasta la pata plateada en forma de garra; pero no había ninguna carta. Dejé el vasito en la mesilla junto a la frasca de cristal tallado. Ojalá no la hubiese ayudado a levantarse, pensé afligida. Era culpa mía.

En ese momento apareció mi madre en la puerta con el cura y los que iban a adecentar el cadáver.

—Ah, ¿estás ahí todavía? —dijo con voz fría, aunque su boca se torcía en un rictus de sonrisa maléfica y misteriosa—. Vergüenza debería darte.

Abandoné corriendo el dormitorio, bañada en lágrimas.

Al salir al pasillo vi que habían llamado a mi hermano a la universidad. Bajo y rechoncho, mostraba ya indicios de la papada y los ojillos severos y fríos de los magistrados. Allí estaba, envarado y petulante, el futuro heredero de los Pasquier, condenándome con la mirada. Un avocat en ciernes. Tal vez si le correspondía el dinero suficiente en el testamento de la abuela compraría un modesto despacho como primer peldaño de la carrera; y una esposa anodina con buena dote. Y amueblaría la mansión Pasquier en un estilo más respetable. Lo leía en sus ojos. Él no sería un alocado, un especulador, un fracasado como mi padre.

—Geneviève, sé que en realidad no ha sido culpa tuya —dijo Marie-Angélique, abrazándome—, diga lo que diga nuestra madre. —Me llevó en un aparte a un rincón recogido del salón dorado, junto a una de las grandes ventanas con cortinaje de brocado—. Vamos, no llores de ese modo, la abuela se entristecerá en el cielo —añadió, sacándose el pañuelo de la manga y enjugando mis lágrimas con gesto apenado—. Además, tienes que pensar en nuestro padre y mostrarte animada en su presencia para que se cure. Si hablas con él de esos textos que lee se pondrá mejor.

—¿Mejor? Pero… ¿y si… no mejora, Marie-Angélique?

—Bah, no puede ser. Ya verás cómo mejora —replicó Marie-Angélique, pálida y nerviosa. Tenía ojeras—. Sin él, no sé qué sería de mí. No tenemos nada; estaríamos en la indigencia. Se llevarían los muebles, nos quitarían la casa… ¿Qué sería de nosotros? Nuestro tío no tiene nada, la familia de nuestro padre ha muerto y Étienne tiene que seguir estudiando. Pero cuando se cure aún puede salvarnos, Geneviève. Anímale tú, haz que se cure. Hemos decidido —añadió en voz baja, en ese tono conspirativo que se usa con los enfermos— no decirle nada de la muerte de la abuela hasta que esté mejor y pueda soportarlo.

No podía decirle a Marie-Angélique que había advertido el siniestro color ceniciento en el rostro de mi padre; ese color que es indicio de un final inevitable. Era el inconveniente de haberme fijado en los enfermos del Hôtel Dieu en vez de hacerlo en las vestiduras de las damas elegantes. Anotación para mi diario aquella noche:

¿Es siempre buena la verdad? Inventar un método para equilibrar el placer transitorio que procura la falsedad bien intencionada frente a la impresión de una mala noticia dicha a la ligera.

—Oh, ojalá no me sentase tan mal el negro —dijo Marie-Angélique mirándose en el espejo del tocador.

Durante las semanas de luto obligado por la muerte de la abuela, Marie-Angélique había dispuesto aligerar el agobiante ambiente de la casa haciendo que le leyese Célinte mientras ella probaba nuevos peinados y transformaba sus vestidos de luto añadiéndoles galones y cintas alforzadas. Aunque a mí me daba vergüenza confesarlo, me resultaba insoportable el olor a enfermo y el ambiente de aflicción y pena que reinaban en el cuarto de mi padre. Las novelas tontas de mi hermana me resultaban una distracción.

—Ah, qué sentimiento tan delicado expresa mademoiselle de Scudéry[2] en ese párrafo. ¡Qué maravilla estar enamorada! —dijo Marie-Angélique con un suspiro.

—No me extraña que te guste… también te gustó cuando lo utilizó en Clélie, si no me equivoco. Por lo visto se ahorra el esfuerzo de redactar otro nuevo en esta obra.

—Ah, hermana, no estás en lo cierto. Los personajes son totalmente distintos.

—Menos mal —repliqué, y seguí leyendo la larga conversación sostenida en la palaciega mansión de Cléonime, en la que los interlocutores llegan a la conclusión de que el vicio de abrir a escondidas las cartas de los demás acaba por inducir a hacer trampa en los naipes y a la depravación de desear saber el futuro y, por consiguiente, a enredarse con astrólogos.

—Mademoiselle de Scudéry es muy terca —comentó Marie-Angélique, molesta—. Al fin y al cabo, es algo natural desear conocer el futuro. Yo nunca hago trampa en las cartas. —Había terminado de peinarse y cogió el cesto de labor—. Ah, hermana, descorre las cortinas, no soporto esta penumbra… Ah, qué indiscreta eres. ¿Qué es lo que miras?

—Ha vuelto Lamotte, hermana; y se ha traído a un amigo para que le dé ánimos.

Tras marcar la página del libro, miré a la calle desde el centro de la ventana. El cielo estaba oscuro, amenazando lluvia, y parecía tocar los aleros de las estrechas fachadas del otro lado de la calle. Y allí enfrente, arropado en una larga capa, estaba André Lamotte, alias Petronio, fingiendo una profunda conversación con Florent d’Urbec, por sobrenombre Catón el Censor.

—¿Un amigo? ¿Tiene aspecto de ser alguien importante?

—No, es un filósofo…

—¿Y tú conoces a gente como ésa? Hermana, qué poco práctica eres.

D’Urbec, cubierto con un amplio y deforme capote de Brandeburgo y con su amplio y aplastado sombrero negro, asentía con la cabeza en respuesta a la gesticulación de Petronio, mirando de vez en cuando hacia la ventana. El capote tenía bolsillos enormes en los que bien cabría un libro. Le saludé con la mano y él tiró a Petronio de la manga y le señaló la ventana; luego, sacó el libro del bolsillo y ambos lo señalaron mientras él lo alzaba para que yo lo viera. Yo les hice ademán de que guardasen silencio y les indiqué la puerta del patio.

—Hermana, no irás a hablar con ellos… —dijo Marie-Angélique dejando la costura y mirándome con ojos severos.

—Claro que sí. Me han traído un libro para… nuestro padre.

Cuando llegué al porche de la entrada de carruajes me los encontré a ambos muy animados.

—Lo hemos traído —dijo Lamotte en tono triunfal—. Nos ha costado un buen dinero y mucho esfuerzo; es más difícil que conseguir las manzanas de oro del jardín de las Hespérides.

—Igual que Hipómenes para tentar a Atlanta, lo arrojo a vuestros pies —dijo d’Urbec, y yo me ruboricé al ver su media sonrisa pedante. Sentía unas ganas irresistibles de arrebatárselo y echar a correr.

—Ah, no, codiciosa hermana de la divina Marie-Angélique. Primero una carta —terció Lamotte, extrayendo de la pechera un pliego doblado y sellado y poniéndomelo en las manos.

—Lo dais por supuesto, monsieur Lamotte.

—Sin duda, gracias a vuestros buenos oficios… Oh, perdón. ¿No habré sido harto inoportuno en estos momentos de duelo? Veo que guardáis luto. Mi ardiente amor me ha cegado ante las conveniencias sociales. Espero que vuestro padre no sufriera demasiado.

—No es mi padre, sino la abuela quien ha muerto. Pero ¿cómo sabíais que mi padre está enfermo?

—Yo me esfuerzo por saber todo lo que sucede en casa de mi adorado ángel.

—¿A cuál de los sirvientes habéis comprado? —inquirí yo, y él enrojeció.

—Ah, no habéis comprado… Debía habérmelo imaginado. Se trata de una mujer a la que habéis engatusado con vuestra labia. ¿Quién es?

—Nunca os lo diré —respondió echándose a reír, al tiempo que levantaba la vista hacia la casa y palidecía—. ¿No podéis decirme si puedo abrigar alguna esperanza? ¿Ni siquiera se dignará hablarme? —añadió con voz quejumbrosa.

—Bien conocéis la respuesta. Mi madre ha sabido vuestro nombre y ha hecho averiguaciones.

—¿Y lo ha averiguado… todo?

—Lo suficiente para obligarla a que os cierre las puertas. En esta casa no seréis recibido, monsieur Lamotte.

El pobre parecía muy turbado, y d’Urbec, siempre comedido, le cogió del codo.

—Anímate, Lamotte, llegará un día en que serás recibido en todas partes.

Cuando a mí me reciban por doquier, parecía dar a entender. Me dieron ganas de contestarle: señor provinciano, reconoced la verdad; la sociedad nos asigna casillas muy limitadas de las que no podemos salir. Del mismo modo que no se os recibe en casa de los Pasquier, a los Pasquier no se los recibe en Marly. Porque estéis al tanto de todo, eso no significa que podáis cambiarlo.

—¿No estará prometida a alguien? —inquirió Lamotte con voz de desesperación.

—No —respondí yo, molesta por el súbito escalofrío de envidia que me atenazó el corazón—. Su dote no alcanza para mucho —añadí malévola.

—¿No oyes, d’Urbec? Nada de dote secreta en Amsterdam ni negociaciones de tapadillo con alguna familia de la toga —dijo, dando una palmada en la espalda de su amigo, que torció el gesto—. ¡Aún conservo la esperanza! ¡Mi podre ángel de pelo dorado! Seré yo, yo, André Lamotte, quien os salve de vuestro cruel destino.

—Sois demasiado joven para estar loco, monsieur Lamotte —dije yo en tono mordaz.

—Loco, sí. Loco de amor. ¡Un millón de gracias!

Y se puso a hacer cabriolas como un idiota en medio de la calle.

—¿Actúa así con frecuencia, monsieur d’Urbec?

—Únicamente cuando le emboban un par de ojos azules inalcanzables, mademoiselle —respondió d’Urbec—. Yo, que aún no he logrado fama y fortuna, evito el dolor rehuyendo ir en pos de lo que no está a mi alcance. La lógica debe siempre regir al corazón —añadió, mirándome durante un buen rato con ojos apenados; yo cambié de tema.

—¿De verdad que el libro… —dije— es el Satiricen?

—Sí que lo es, y he de deciros que debéis tener un gusto perverso, por mucho latín que leáis.

Noté que el rostro se me encendía.

—No me imputéis perversidad. Comprended que sentía curiosidad.

—Curiosidad. Un gran vicio que induce a abrir las cartas, a hacer trampas en los juegos de cartas y a consultar a los astrólogos —dijo él, citando a mademoiselle de Scudéry y entregándome el libro, que cogí con ansia.

—No veo bien que un filósofo se rebaje a leer una novela repugnante como Célinte —comenté, y vi que sus ojos se iluminaban como si aprobara mi observación.

—Es deber del filósofo saberlo todo. Y más de los filósofos que se han criado leyendo en voz alta a mujeres mayores de la familia. Pero debo deciros, mademoiselle, que tenéis un rubor precioso.

Se dio la vuelta de improviso y, con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos, siguió a su alocado amigo, que bailaba desenfrenado callejón adelante.