—Ven, Geneviève, mira. Está enfrente otra vez —dijo Marie-Angélique descorriendo la cortina de su dormitorio y haciéndome señas. Dejé mi cuaderno de dibujo y juntas escrutamos la mañana nublada. Los frutales llenos de brotes estaban a punto de florecer y alzaban sus ramas por encima de las altas tapias del jardín de enfrente. Allí, agazapado en una puerta, frente a nuestra casa, se veía la figura de un hombre—. Viene todos los días. ¿Qué crees que querrá? —añadió Marie-Angélique ruborizada de placer, pretendiendo que yo dijera lo que ella pensaba.
—Imagino que estará enamorado de ti. Todos acaban por enamorarse.
Pobre hombre. Era a principios del año 1674 y había centenares de pretendientes antes que él. El fuerte aroma de los narcisos en el jarrón junto al lecho de Marie-Angélique llenaba el cuarto. Junto al jarrón, en la mesilla, había un ejemplar de Clélie con un lujoso ex libris bordado. A Marie-Angélique le encantaban las novelas; eran para ella el reflejo de la vida, y una escena de la realidad la juzgaba según lo bien que se adaptase a una escena en que Aronce declara su amor a Clélie o Cyrus rapta a Mandane en un lujoso barco. «Marie-Angélique, imagínate que Cyrus tiene una barca vieja y destartalada, ¿qué te parecería?», le dije en cierta ocasión. «Oh, Geneviève, mademoiselle Scudéry sería incapaz de imaginar una situación tan poco romántica», me contestó. Pobre realidad, siempre salía malparada en comparación con las tonterías que ella leía. Por entonces, yo estudiaba Herodoto con mi padre.
—Oh, ¿de verdad crees que está enamorado? —inquirió, pestañeando—. ¿Cuántos días hace que viene? ¿Tres?
—No, casi una semana.
—¡Ah, qué romántico! Oye, parece guapo, ¿verdad?
Debe de ser la primavera, pensé. En primavera todos se enamoran de Marie-Angélique. Volví a mirar afuera por si se apreciaba, y en aquel momento el galán salió de bajo el portón y se me encogió el corazón al reconocer su rostro. Llevaba botas altas, una casaca corta bordada y festoneada con cintas, una espada con fajín bordado y una capa corta airosamente echada hacia atrás; el sombrero levemente inclinado sobre el enjuto rostro, y le había crecido un bigote desde la última vez que le vi. Era mi paladín, André Lamotte, pero ya no era mío ni por imaginación.
—¿Quién crees que será? —inquirió Marie-Angélique, soñadora—. No se le ve ningún encaje… Oh, ¿no te parece que lleva un anillo? No… A lo mejor va disfrazado —añadió ella, sin perder la esperanza.
—Yo lo tengo visto de una vez que nuestro padre me llevó al parque del Luxemburgo. Estaba leyendo —dije yo.
—Ah… un estudiante —añadió Marie-Angélique un tanto decepcionada—. Aunque a lo mejor es un príncipe que aprende de la vida antes de recibir el título.
—Creo que se llama Lamotte.
—Dios mío —replicó Marie-Angélique—, corre, corre la cortina, Geneviève, que a nuestra madre no le gusta que miremos a desconocidos.
Corrí la cortina y cogí mi cuaderno; entre las flores que me había encomendado copiar el maestro de dibujo tracé el atractivo perfil de Lamotte; debajo escribí: No mirar a desconocidos y se lo enseñé a Marie-Angélique, que se echó a reír.
—¡Hermana, eres tremenda! —exclamó—. ¡Debes guardar el decoro!
—Vamos, vamos, mademoiselles, ¿a qué esperáis? —dijo nuestra madre irrumpiendo en el cuarto con capa y un cesto de bollos, frutas y patés al brazo—. No perdáis el tiempo, que ya no sois unas niñas. Ya es hora de que aprendáis la responsabilidad cristiana.
No, ya no éramos niñas; yo acababa de cumplir quince años y Marie-Angélique tenía diecinueve, edad suficiente para casarse de haber dispuesto de una buena dote. Nuestra madre estaba muy seria; las buenas obras eran una de sus últimas ocupaciones entre visitas a la quiromante, y ahora acudía semanalmente a hacer caridad a los enfermos pobres del Hôtel Dieu, el hospital que había en la plaza junto a la catedral de Notre Dame. Era la última moda, y a nuestra madre le encantaba seguir la moda. Además, se veía a damas de alta alcurnia vendando heridas y repartiendo dulces en las vastas salles de piedra del Hôtel Dieu. Después de Saint-Germain de Versalles era lo que mejor visto estaba, y resultaba mucho más cómodo.
La manía de la caridad había surgido en ella poco después de que los acreedores de mi padre confiscasen la carroza y los caballos. Al principio, a mí me pareció poco creíble en ella, que solía torcer el gesto al ver mendigos y daba unas limosnas míseras; pero como era la moda, en seguida se entregó a aquella misión de caridad con la misma energía con que organizaba su salón. Para acallar los rumores de la pérdida de fortuna, se aseguraba de que a las mujeres de la familia Pasquier se nos viese bien vestidas, con cestas bien cargadas y musitando plegarias de cama en cama al lado de los otros misericordiosos ángeles de la aristocracia.
Todas sacábamos algo de provecho de aquellas incursiones. Marie-Angélique pasaba los días feliz, recordando las preciosas cintas de la marquesa de tal o el nuevo peinado de la condesa de cual, y yo lo anotaba todo en mi librito. Por aquel entonces me dedicaba a verificar la validez de la religión valiéndome del método de la prueba en geometría para evaluar la eficacia del rezo. Primero anotaba la enfermedad y las heridas y la posibilidad de recuperación de los enfermos que veíamos; luego, mediante ingenuas preguntas, trataba de calcular las plegarias que se habían efectuado en cada caso concreto. Esto lo hacía multiplicando el número de familiares por una cifra entre uno y cinco, según el afecto que tuviera la familia al enfermo, y después anotaba si éste superaba el pronóstico. Era una tarea que me entretenía mucho. Al fin y al cabo, el dedicarse a pensar ordenadamente para descubrir la verdad es la más alta ocupación humana.
La caridad le sentaba bien a mi madre, además de calmarla. El día en que se llevaron la carroza anduvo corriendo por la casa dando chillidos, aporreó la puerta del despacho de mi padre, donde él y yo leíamos a Séneca, y le dijo de todo. Él la miró de abajo arriba muy despacio con ojos que nunca olvidaré, y le contestó:
—Madame, yo os dejo con vuestras infidelidades. Dejadme a mí con mis filósofos.
—Vuestros… vuestras estupideces y falta de ambición… Vuestra negativa a hacer acto de presencia en la corte y entregar una solicitud… vuestros romanos, me han degradado, monsieur. Por todo ello me encuentro en esta situación insoportable.
Mi padre replicó con gran calma:
—El día que me presente en la corte será para pedirle al rey que os recluya en un convento por vuestra vida escandalosa. Salid, madame, y no volváis a interrumpirme.
Y volvió a abrir el libro de Séneca por la señal de la página en que lo había dejado.
Ella permanecía inmóvil, pálida y con los ojos medio cerrados, hasta que volvió a replicarle.
—Sois absolutamente fastidioso —dijo con voz glacial, y salió del cuarto de techo bajo atestado de libros, sujetándose la cola de su bata mañanera de seda verde claro.
Él permaneció quieto en su sillón con el libro abierto en el regazo, mirando por encima de sus anteojos cómo se iba, con el mismo gesto de quien ve desaparecer un insecto en una grieta de la pared.
Después, ella se fue en una silla de mano alquilada y no la vimos en todo el día; fue tras aquel incidente cuando descubrió la caridad y se apaciguó de nuevo.
Pero volvamos a nuestra visita al hospital. André Lamotte, desvergonzado y pobre, saludó a mi hermana quitándose airosamente el sombrero a nuestro paso.
—No respondas al saludo —dijo mi madre, apartando la vista—, no tiene fortuna y no me gusta que alientes a semejantes personajes.
Cuando doblábamos la esquina de la calle Saint-Pierre-aux-Boeufs, yo volví la cabeza para mirarle. Continuaba con el sombrero sobre el corazón en galano gesto, y, al ver que le miraba, me sonrió y creo que me hizo un guiño.
Cruzamos el Parvis de Notre Dame, con mi madre mirando a derecha e izquierda para no perderse a nadie importante.
—Ah, ¿ésa que llega no es la condesa d’Armagnac? —comentó—. Un poco más despacio, Marie-Angélique, así la saludaremos al pasar.
Traspusimos las enormes puertas góticas del Hôtel Dieu y nos recibió un novicio que nos condujo a la larga salle de Santo Tomás, y, conforme nos deteníamos ante las camas con grandes cortinas para ofrecer consuelo a aquellos desventurados, mi madre le fue preguntando por la suerte de los que habían sido agraciados con su liberalidad la semana anterior.
—No veo al pobre enfermo del lecho número ochenta y seis de la derecha… ¿monsieur Duelos se llamaba?… al que tanto le gustaban mis pastelitos. Mirad, le he traído los que más le gustan… —El tono piadoso de mi madre revelaba una leve decepción.
—Por desgracia, madame Pasquier, sus padecimientos terrenales cesaron poco después de vuestra última visita.
—Le echaré de menos. Era tan ingenioso pese a sus sufrimientos…
Se llevó el pañuelo a los ojos y continuó por la otra fila de camas, obsequiando a los enfermos con dulces, palabras de ánimo y una ocasional plegaria. Yo lo anotaba todo: días de hospitalización y número calculado de plegarias. Las plegarias iban perdiendo la partida.
Cerré mis anotaciones con diez casos. Dos, a quienes mi madre no había dedicado asistencia alguna, mejoraban. De los otros ocho, cinco habían fallecido a pesar de la generosa dosis de plegarias y los pastelitos, y los otros dos habían adquirido ese peculiar color ceniciento que precede a la muerte. Aquella noche, anotándolo en mi librito, sentí desahogo. Si algún día tenía una hija, no la llevaría a los hospitales.
Un pensamiento: ¿habrá servido la prueba geométrica de la eficacia de la plegaria sólo para evaluar los efectos nocivos de la buena alimentación en los enfermos? Aquella noche repasé mis anotaciones a la luz de la agonizante vela; conté y reconté. Sí, eso era. Por poner un ejemplo, todos los que han comido los patés y las frutas en dulce de mi madre han fallecido, haya rezado o no por ellos. Aplicar otra prueba. Dios no puede estar oculto en el paté. Hice una pausa y alcé la pluma. ¿No sería que ella hacía algo? No, tenía que ser simple coincidencia.
—¿Adónde vas por ahí tú sola?
Había salido por la puerta trasera y rebasaba la del jardín de enfrente, con una cesta en la que llevaba lo que había quedado de nuestra caridad en el hospital.
—A la calle de la Licorne. ¿Y a ti qué te importa?
—Escucha, hasta esta mañana no había sospechado que fueses hija de la casa. Creía que… Bueno… como siempre andas por ahí sola…
André Lamotte seguía paseando por la calle; yo seguí rápida mi camino con la barbilla muy alta, ofendida porque me hubiese confundido con una sirvienta.
—¿Qué creías, que era una señorita de compañía?
—Espera… No vayas así cargada. Te lo llevo yo.
Tenía un encanto despreocupado, pero instintivamente me dije que, igual que el sol, sonreía a todos y no quería decir nada. Era el encanto igualitarista que me ofendía más que la grosería.
—Porque no ande como Dios manda no pienses que soy floja —repliqué—. Además, te diré para disipar dudas que ni mi hermana ni yo tenemos herencia; así que ahorra tus esfuerzos para alguna más prometedora.
Él se echó a reír y continuó siguiéndome descaradamente.
Tras dejar el cesto en su destino, me volví hacia él y le dije furiosa:
—Bueno, monsieur Lamotte, decidme por qué me seguís.
Él estiró la pierna en medio del barro del callejón y efectuó con el sombrero un airoso gesto digno del palacio de Saint-Germain.
—Mademoiselle Pasquier, yo, André Lamotte, alma poética y de buenos modales, estoy a vuestro servicio. No os sigo, sino que os escolto. Y lo hago para congraciarme con vuestra hermana, el divino ángel de la ventana superior.
—Es lo que me figuraba —dije con despecho, y seguí cojeando sin mirar hacia atrás. Pero él me adelantó y, antes de que alcanzase la esquina, volvió a hacerme una reverencia con el sombrero. La gente miraba y yo me sentía humillada.
—Mademoiselle, os impediré el paso si no me concedéis un favor.
En ese momento salió una mujer de una tienda que tenía colgados en la fachada pollos y gansos desplumados y, limpiándose las manos en el delantal, se echó a reír.
—No digáis bobadas —repliqué yo, mirándolos a los dos y echando a correr en dirección contraria. Volvió a ponerse el sombrero y me adelantó a grandes saltos, deteniéndose en la otra esquina.
—¡Basta ya! —exclamé, y él volvió a saludarme con el sombrero, al tiempo que una pandilla de niños que estaban jugando se nos quedaba mirando.
—Mujer cruel —declamó con voz de actor profesional—, decid que sí o moriré de pena en plena calle.
—Callad de una vez. Me estáis humillando a posta —dije entre dientes.
—Si muero, mademoiselle, vuestra será la culpa, y el mundo vestirá luto por una víctima más de la indiferencia femenina —añadió, llevándose el sombrero a la altura del corazón.
—¡Tonta, dile que sí! —gritó una mujer desde una ventana.
—¡Hazlo, sí, que es muy guapo! —gritó otra, y a ésta siguieron otras:
—¡Dile que sí, corazón de piedra! ¡Vaya si se lo diría yo…!
—Si morís aquí en la calle, será un oprobio para vuestra familia —dije yo, tratando de hacer caso omiso a los que se iban congregando.
—Ah, estoy solo en la vida… Vos sois mi única esperanza —añadió, enjugándose una fingida lágrima.
Los curiosos que iban formando grupo le animaban y él les hizo una reverencia, agradecido.
—Cesad en vuestra burla, monsieur —exclamé yo, dando una firme patada en el suelo y notando que el rostro se me encendía.
—¡Mujer sin corazón! —exclamó uno de los curiosos.
—Ya basta. Acompañadme a casa —dije yo, rompiendo a llorar de rabia.
—¡Eso, eso, acompáñala a casa! —gritaron los curiosos, mientras él volvía a ponerse el sombrero.
—Bien; si os empeñáis —dijo él, dirigiéndose a los curiosos y cogiéndome del brazo con florido ademán. Ya por entonces, Lamotte embelesaba a la gente; les dirigió una inclinación de cabeza y sonrió al grupo de granujas, que parecían dispuestos a seguirnos hasta mi puerta. Conforme avanzábamos por calles y callejas su número iba en aumento.
Mientras mi furia crecía igualmente, se oyó una exclamación:
—¡Ahí llega el gran Ciro al frente de sus tropas!
El grito había surgido de la puerta de la Pomme de Pin, el famoso figón en que se reunían todos los autores de panfletos y futuros dramaturgos, y al que a veces acudía la policía a la busca de escritores clandestinos, pues la gente de tal ralea carecía de domicilio fijo. En definitiva, se trataba de una guarida de plumíferos, una taberna de la peor reputación. Los pilluelos se juntaron en grupo tras mi acompañante en el momento en que éste se detenía a contestar a la voz que salía del establecimiento.
—E igual que Ciro, llevo el trofeo —replicó Lamotte con todo desparpajo al joven atezado de pelo negro que asomaba a la puerta; no era muy alto, ligeramente cargado de hombros a causa del estudio y vestido de negro con ropa anticuada.
—¡Ja, ja! —replicó el de negro, saliendo a la luz en compañía de un amigo más alto—. Y pensar que hasta este momento había creído que el misterioso ángel era rubio…
—Cierto, el amor es una locura que cambia el color del pelo de la amada —dijo el alto y desharrapado.
—Es su hermana —replicó mi acompañante con airoso ademán—, el camino hacia la amada, la artífice de mi dicha… o desdicha. Mademoiselle Geneviève, os presento a dos compañeros del viaje de la vida: éste con cara de bueno y gabán raído es Jean-Baptiste Gillet, más conocido por su imprimátur como el Grifo. Pronto alcanzará la fama como editor de mis obras completas, cuando las escriba.
El alto de rostro divertido hizo una reverencia a guisa de asentimiento.
—Y el de elegante atuendo que le acompaña no es ni viudo ni un cura jansenista, sino Florent d’Urbec, llamado Catón el Censor por sus íntimos. Lo entiende todo y todo lo desaprueba; cree en la aplicación universal del método geométrico de la prueba, ya sea utilizado para la fortuna del Estado, el juego de naipes o el cortejo de las jóvenes.
El joven moreno de atuendo provinciano de descuidada hechura me dirigió una profunda reverencia, acompañada de un gesto florido con su sombrero de ala ancha.
—¿El método geométrico? —inquirí yo, intrigada.
—Es irrefutable —añadió él, mirándome con sus impúdicos e inteligentes ojos negros—. Me propongo crear a partir del método geométrico una ciencia de predicción universal.
Tenía una fiera nariz aquilina, cejas tupidas y graves y rizos negros que le caían caóticamente sobre las orejas, cual si acabara de cortárselos al albur con unas tijeras para ahorrarse el precio del barbero. Pero lo que más me molestaba era aquella sonrisa: una sonrisa maligna, perezosa y arrogante, como si él fuese la única persona inteligente del mundo. Ya te enseñaré yo, pensé.
—Ah, vos sois Catón —repliqué yo—. Autor de las Observaciones sobre la salud del Estado. Yo os hacía un anciano caballero gotoso.
—Mademoiselle, es indicio de la frivolidad de los tiempos que corren pensar que sólo los viejos son capaces de propósitos serios —replicó él, mirándome con ojos burlones. Yo estaba furiosa por su condescendencia.
—¿Y creéis realmente que es adecuado —contesté yo, elevando la voz— argumentar tan rotundamente por analogía con el cuerpo en el caso de una entidad tan distinta en composición como es el Estado? Por ejemplo, las funciones del corazón, según los descubrimientos del inglés monsieur Harvey, no son las que anteriormente se atribuían a…
Monsieur Lamotte retrocedió y se me quedó mirando cual si hubiese visto una víbora bajo la almohada.
—Vaya, Lamotte, has encontrado otra sabionda. Creí que habías roto con las précieuses —terció el Grifo.
—Monsieur Gillet, no soy ninguna précieuse. Yo llamo a cada cosa por su nombre y no con florituras, señor impresor de panfletos procaces.
—Por favor, mademoiselle, no me ofendáis. Yo divulgo pura ilustración —replicó el Grifo, llevándose la mano al pecho.
—¿Con el sello del Grifo Leyente? ¿Supuestamente impreso en La Haya? ¿El grifo de Los repugnantes crímenes del abate Mariette? ¿El de Los horribles actos de las monjas posesas de Loudon y La puta errante? ¿A eso llamáis ilustración? En ese caso, qué duda cabe de que el précieux sois vos.
D’Urbec se volvió a mirarme, admirado; luego miró a su amigo el impresor y se echó a reír.
—¡Bueno, Gillet, tienes que admitir que has encajado un tanto! ¡Te ha puesto en tu lugar esta jovencita más que leída! —exclamó Catón, dando una palmada al Grifo en el hombro—. Y tú, pobre amigo, leo en tus ojos que temes que la hermana esté también corrompida por tener un cerebro. Considera, querido amigo, que el hablar franco en una mujer es encomiable, por ser la más rara de las virtudes femeninas —añadió, cruzando los brazos y mirándome de arriba abajo con ojos sarcásticos. Yo le fulminé con la mirada y él se echó a reír de nuevo—. Mademoiselle, debo informaros que una mujer inteligente me emociona. Y más una que, por voluntad propia, ha leído mi tratado de salvación del Estado mediante la reforma fiscal. De no haber tanto barro, me arrodillaría ante vos y me declararía, oh perspicaz Atenea de ojos grises.
—Sois todos unos burlones. Me voy a mi casa. Estoy segura de que mi madre reprobaría verme en semejante compañía. —Y me di la vuelta, dispuesta a irme. Los pilluelos ya habían desaparecido.
—Pues os acompañaremos para ayudar a nuestro querido amigo Lamotte a activar su empresa… y protegeros de la canalla que suele frecuentar las tabernas —dijo el Grifo.
—Grifo, aparta, que me estorbas —gruñó Lamotte.
—Pues no esperes que imprima tu próximo libro de sonetos —replicó Gillet.
—Cuando mis obras de teatro sean famosas ya me procuraré otro impresor que publique mis obras completas y se haga rico en tu lugar —contestó Lamotte con desdén.
—Calma, calma, messieurs. Habéis llegado a un punto muerto en el que sólo la filosofía política puede resolver vuestras diferencias —añadió Catón, uniéndose a los dos que me pisaban los talones.
—¿Filosofía política? ¿Cuándo no han sembrado los filósofos políticos disturbios y sediciones? Las guerras las causa la filosofía política —replicó el Grifo.
Di la vuelta a la esquina de la calle de los Marmousets con tanta rapidez que casi me pierden enfrascados en su disputa, pero Catón se interpuso decidido ante mí en pose clásica, con una mano en el corazón y la otra extendida para declamar.
—A vos recurro, Atenea. Me han herido en lo más vivo. Defended a un pobre filósofo y a sus obras.
Era un discurso sarcástico, pero vi un destello extraño en el fondo de sus ojos que me atemorizaba, y huí. Estábamos ya en la puertecita anexa al portón de carruajes que daba entrada al patio.
—Me estáis molestando ante la puerta de mi propia casa. Buenos días, messieurs.
—Dios mío —dijo el Grifo, mirando la casa de arriba abajo—, es la mansión Pasquier. Son gente rica. Petronio, no tienes la menor posibilidad. Escribe cuanto quieras pero no conseguirás jamás una invitación ni para arrimar la nariz a la puerta.
Claro, Petronio. ¿Cómo si no iba a llamarse un joven como aquél, lleno de cintas y preciosos botones? El arbiter elegantorum. Pero el bigotudo sacaba ya de la pechera una carta y me la puso en la mano.
—Mademoiselle, os lo ruego por lo más sagrado, entregad este mensaje al adorado ángel de la ventana.
—¿A Marie-Angélique?
—Marie-Angélique… Ah, ya decía yo que era un ángel. Decidle que muero por ella.
—Eso lo dicen todos.
—¿Todos? ¿Acaso tengo un rival? ¿De quién se trata?
—Bueno, el último fue mi tutor. Languidecía lastimosamente.
—Y ¿qué sucedió? —inquirió Petronio, amoscado de pronto.
—De mutuo acuerdo fue enviado a otro lugar a hacer fortuna vendiendo un plan de entrenamiento memorístico.
—Con el corazón sangrante, supongo —añadió Lamotte, que ya había recuperado su tono frívolo.
—Imagino que sí, pero ahora es el tutor de los hijos bastardos de un conde de provincias y corteja a mademoiselle du Parc, la actriz.
—Entonces es que no era digno de ella. Yo, por el contrario, soy su entero servidor. Entregadle mi carta y quiera el Cielo…
—Os costará algo —dije, pensando en que era de justicia recibir algo a cambio de tanta molestia en plena calle.
—¿No vale más el amor que el burdo dinero?
—No me refiero a eso, monsieur Petronio. Yo os hago un favor… y un favor no muy conveniente… y vos debéis hacerme a mi otro. El caso es que hace tiempo que deseo un ejemplar del Satiricón; así que sería de lo más oportuno…
—Ajá, sois una perversa, mademoiselle. Si a uno le sorprenden comprando la traducción francesa puede pasarse una buena temporada en el Châtelet —terció el Grifo.
—Yo pensaba en la versión latina. Ya sabéis que yo no puedo comprarla, pero estoy dispuesta a pagar lo que cueste.
Catón no dejaba de mirarme.
—Me imagino que también leeréis griego, Atenea —dijo.
—Un poco. Mi último tutor se despidió sin acabar de enseñármelo.
—Pues considerad el prestar graciosamente a Petronio vuestra ayuda para que no languidezca y muera ante vuestra misma puerta y yo me encargaré de procuraros el libro prohibido, aunque tardaré algo.
Un no sé qué en su sonrisa sardónica me azoraba y enfurecía; cogí con rabia la carta y cerré de golpe la puerta a mis espaldas.
—Oh, ¿qué es esto? —dijo Marie-Angélique, cogiendo la carta con cierta sorpresa.
—Otra carta de amor, supongo.
—Así que ahora hasta tú me las traes. ¿Es de ese joven rubio tan encantador que me saludó desde su carroza?
—No, de ése con cintajos y botas que está siempre enfrente.
—Ah, de ése… —añadió Marie-Angélique echando una ojeada a la carta, arrugándola y tirándola a la rejilla de la chimenea—. Oye, Geneviève, ¿qué te parece… eso de ser duquesa?
—Pues me parece muy bien. ¿Qué duquesa?
—A mademoiselle de La Vallière la han nombrado duquesa por ser favorita del rey y darle un hijo.
—Los romanos consideraban que el mejor ornato de una mujer era su virtud. La noble Lucrecia prefirió matarse a sufrir la mancha de su deshonra.
—Pero no somos romanos de la antigüedad, Geneviève. Los romanos ya no existen. Somos franceses y las cosas son distintas en nuestra época.
—Ya lo creo.
—Vaya, qué arisca estás hoy, hermana. ¿No crees en el poder del amor?
—Creo en el poder de la lógica, Marie-Angélique —contesté secamente, abandonando el cuarto.
Aguardé a que se fuera y volví a leer a escondidas la carta hecha un rebullo. Era una poesía escrita la noche anterior, manchada con gotas de cera. La doblé y la guardé entre las páginas de mi libro de Cicerón, donde nadie pudiese dar con ella.