3

En el verano de mi duodécimo cumpleaños el destino y la ambición de mi madre me pusieron en el punto de mira de la bruja más poderosa de París. Fue en aquel momento que la mente más tortuosa de aquella enrevesada ciudad concibió el plan de crear la marquesa de Morville. La adivina de moda que mi madre eligió como asesora para su cambio de fortuna era, sin que ella lo supiera, la inteligente y torva reina de las brujas parisinas, y fue ella quien descubrió que yo tenía dotes innatas para leer la bola de cristal. Aún recuerdo el brillo de sus ojos al descubrirlo y su sonrisa taimada y posesiva; una sonrisa de coleccionista entendida que ve un jarrón único en manos de una tonta. Y como la bruja era ingeniosa, decidida y tan paciente como una araña en el centro de su tela, fue simple cuestión de tiempo que yo cayera en sus manos.

Recuerdo bien aquel día; un caluroso día casi veraniego de aquel invierno en que acababa de cumplir doce años.

—Mademoiselle, ¿has dejado el frasco de la Galerie en mi tocador?

Era la levée matinal de mi madre. Supongo que no seguiría el protocolo de la corte, pero en el dormitorio estaban presentes varios domésticos, mi tutor de entonces y un hombre al que había encargado el retrato en miniatura de Marie-Angélique.

—Sí, madre, está aquí detrás, junto al espejo.

Mi madre miró con ojo escrutador hacia donde le había indicado y se volvió con tal brusquedad que la doncella que le cepillaba el pelo dejó caer el cepillo.

—¿Y el cambio; dónde lo has puesto? —Yo se lo entregué y ella lo contó minuciosamente antes de dejarlo a un lado—. ¿Y la factura? —Saqué de la manga la factura de su parfumier con domicilio en la calle Beauregard y se la entregué—. No se la habrás enseñado a nadie, ¿verdad? —inquirió con voz chillona. Yo negué con la cabeza.

Omití decirle que había probado el perfume por el camino, cuando regresaba del recado la tarde anterior. Hacía tiempo que había aprendido a volver a sellar el frasco sin que mi madre advirtiera que había sido abierto, y así probaba todo perfume que me apeteciera. La mujer de la parfumerie en la Galerie du Palais surtía de toda clase de artículos a mi madre: tinte para el pelo, pintura de labios y ahora un nuevo perfume con algún producto de encantorio que hacía irresistible a quien lo usara. Ideal para probarlo en mi persona, pensé; no tiene tanto mérito hacer irresistible a una mujer guapa, pero si lo logra en una muchacha fea, coja, delgada y pequeñita, entonces sí será poderoso. Así que me rocié a discreción y el resto del día me mantuve fuera del alcance de mi madre.

Antes había ido al cuarto de la torre en el que guardábamos la ropa vieja, los almohadones roídos por las ratas y los muebles que necesitaban arreglo, y saqué mi libro secreto. Y escribí la fecha: 18 de abril. Perfume irresistible; primera prueba. Luego estuve fuera toda la tarde, cosa que a mi hermana le estaba prohibido; pero la fealdad conlleva libertad y a mi madre le tenía sin cuidado lo que pudiera sucederme; y mi padre nunca se enteraba de que anduviera fuera de casa hasta que llegaba la hora de hablar de los romanos.

Apestando a perfume de mi madre, entré en la calle de Marmousets como quien se echa a un río, llevada a empujones por la multitud de vendedores y pilluelos que rodeaba a algunos grupos de respetables damas que compraban, con los sirvientes cargados a la zaga, y algún que otro avocat o notario que caminaba apresuradamente hacia el Palais de Justice con una cartera de cuero bajo el brazo. Flotaba a veces en aquel río humano una silla de manos, con el empolvado rostro de su ocupante mirando por encima del espacio que dejaban las espaldas sudorosas de los porteadores. El río desembocaba en la corriente principal que discurría hacia el Pont Neuf, y yo, una niña pálida y coja, me fui haciendo a un lado como un cangrejo en medio de aquella masa. Era un día estupendo para una prueba científica; el puente estaba lleno de mendigos, cómicos, buhoneros y casetas en las que vendían baratijas y publicaciones ilegales.

Primero compré un libelle estupendo para la abuela a un buhonero de folletos religiosos que ocultaba la mejor mercancía bajo la capa; era una ganga, recién pasada de contrabando desde Holanda, donde imprimían los mejores panfletos. En La vida escandalosa de Luis, rey de los franceses se decía que era natural que el soberano rompiese repetidamente el vínculo sagrado del matrimonio pues era hijo natural del cardenal Mazarino, que había tenido relaciones con la reina. Naturalmente, escondí la hoja, pues su lectura era tan ilegal como la edición y la venta, y me uní a la muchedumbre de mirones y rateros en torno a un improvisado escenario en el que varios actores con máscara contaban chistes obscenos mientras que uno de ellos, que encarnaba al amante de la mujer, sacudía en la cabeza con una cachiporra de cuero relleno al marido cornudo. Me retiré cuando comenzaron a pasar el gorro porque no me quedaba nada. Un charlatán con un gran sombrero viejo de fieltro y un arca de medicinas hacía elogio de sus virtudes: ungüentos para la sífilis y las fiebres intermitentes, los forúnculos y la peste; si los compran, sanarán y llegarán felices a viejos. Tenía un mono atado a una cadena, vestido de satén como un hombre; el animal se irguió y me tocó la mano con su manita marrón, mirándome con sus tristes ojillos brillantes.

Hecho número 1: el perfume irresistible atrae a los monos.

Noté que tiraban de mi capa; un ladrón de capas viejas, pensé. Pues a mí no me la quitas así como así; y me la sujeté de tal manera que la manaza del ladrón, al tirar, me alzó en el aire. Pero no cedí.

—¡Socorro! ¡Asesino! ¡Ladrón! —grité.

—¡Eh, no corras tanto!

Era un joven de llamativa vestidura, con capa corta y no menos de dos docenas de cintas y un amplio sombrero gris con plumero, que amedrentaba al ladrón poniéndole la punta de la espada en el harapiento jubón. El rufián me soltó y echó a correr, amenazando con regresar acompañado de sus compinches.

Hecho número 2: el perfume irresistible atrae a los ladrones.

—¿Qué hace aquí una niña como tú, sin escolta? ¿No sabes que pueden matarte? Te acompañaré a casa. ¿Verdad que has salido hace poco de la casa de los Marmousets?

Mi defensor sabía de dónde venía. ¿Era un cazafortunas o un héroe?

Hecho número 3: el perfume irresistible atrae a los cazafortunas.

—Ji, ji —exclamó el mendigo ciego del extremo del puente—, lo he visto todo. Muy divertido, muy divertido, monsieur Lamotte.

Hecho número 4: el perfume irresistible hace que los ciegos vean.

Lamotte, dije para mis adentros. No es un apellido distinguido; un cazafortunas debería llevar el «de» antepuesto. Con el corazón aún latiéndome con fuerza, alcé la vista hacia mi defensor y bajo el ala de su sombrero vi un par de magníficos ojos azules, el perfil de un Adonis y rizos castaños que le caían hasta los hombros y brillaban a la luz del sol. Pensándolo retrospectivamente, supongo que no debería tener más de dieciséis años. Por su expresión me di cuenta de que se había percatado de mi rubor y, al mismo tiempo, de mi fealdad. El rostro me ardía y en aquel momento no sabía a quién de los dos odiaba más: si a él porque no me veía tal como yo a él, o a mí por haber perdido la capacidad de la palabra al extremo de ni siquiera darle las gracias. Vi a mi caballero alejarse tranquilamente por la calle de los Marmousets, sintiendo dentro de mí algo doloroso y extraño que decidí erradicar cuanto antes.

Mi padre me había dicho que una mente disciplinada es el mejor atributo de una persona. Aquella noche habíamos prescindido de los estoicos y leíamos el Discurso del método para bien conducir la razón y la búsqueda de la verdad en las ciencias de monsieur Descartes.

—Ahora continúa la lectura donde la dejamos en el cuarto discurso —dijo mi padre— y explica lo que significa.

—«Pero inmediatamente después me percaté de que, optando por pensar que todo era falso, de ello se seguía necesariamente que yo, el que piensa, ha de ser algo; y considerando que esa verdad de pienso, luego existo era tan cierta y evidente que todas las suposiciones más extravagantes de los escépticos no podían refutarla, juzgué y acepté sin escrúpulos como primer principio de la filosofía que buscaba» —leí—. Significa —añadí— que, de acuerdo con el método geométrico de la prueba…

—Snif, snif… ¿Qué es ese olor abominable? Huele a casa de putas.

—No tengo ni idea, padre.

Hecho número 5: el perfume irresistible no causa efecto en personas con gran discernimiento.

Antes de acabar el día había escrito en mi libro secreto a la luz de un cabo de vela: Este perfume es adecuado para mi madre, pero yo no volveré a usarlo.

Volviendo a la levée de mi madre aquel día que cambió mi existencia, señalaré que, después de ungirse con el irresistible perfume, comprobó la dirección del billete; era el domicilio de la famosa adivina cuyos vaticinios no eran nada baratos. Mi madre estaba nerviosa; se guardó la nota en el escote y se puso a rebuscar aquí y allá, en el guante viejo que tenía bajo el colchón, en la caja lacada del tocador y en el cofrecito que guardaba en el armario: todos vacíos por gentileza de su hermano. Finalmente, sacó ocho cucharas de plata de la abuela, que habían desaparecido del aparador, y me envió a empeñarlas a casa de la sastra de la calle Courtauvilain, donde las damas en apuros empeñaban sus trajes de seda.

Pensando en ello mientras regresaba, me pareció más que justo retener dos francos como parte de aquellas cucharas que la abuela de todos modos me habría dejado en herencia, y fui a la Galerie du Palais, que estaba muy cerca de casa. Allí, en un puesto de papelería, compré otro diario rojo. El papelero vendía también un estupendo libelo, que guardaba en una caja escondida, y cuyo título era El repugnante secreto de los envenenadores papistas. Un buen número de páginas, comparado con el precio, explicaban con todo detalle los métodos de que se valían los ambiciosos italianos de la antigüedad para deshacerse de sus rivales, asegurando que la reina italiana los había importado a Francia; era de excelente calidad e impreso en Holanda. Lo compré para la abuela.

A la abuela le encantó el nuevo ejemplar a añadir a su colección de panfletos escandalosos; estaba en aquel momento sentada y feliz en la cama, releyendo la destrucción de Sodoma y Gomorra.

—Geneviève, no olvides que así son castigados los malvados: con fuego y azufre. —Y sus ojillos negros relucían de placer mientras el loro graznaba meneando su verde cabeza: «¡Fuego, fuego! ¡Fuego y azufre!». Y ella guardaba el libelo bajo la almohada para leerlo más tarde.

Aquella tarde, mi madre hizo enjaezar los caballos y, cruzando el Pont Neuf y pasando por el mercado de Les Halles y el Cimitière des Innocents, fuimos hasta más allá de las murallas de la puerta de Saint-Denis, para cruzar después un barrio formado en su mayor parte por bonitas villas rodeadas de extensos jardines, donde mi madre mandó al cochero detenerse ante una casa de la calle Beauregard, de la que vimos salir furtivamente a una dama con antifaz, que montó en un carruaje de ocho caballos con lacayos de librea y que, en la portezuela, llevaba pintado lo que desde lejos parecía un escudo ducal. La dama dio una orden y la carroza arrancó a toda velocidad, y a punto estuvo de arrollar a un grupo de porteadores de las sillas de manos que aguardaban la salida de otras clientes de la adivina. Mi madre puso cara de satisfacción: a ella le gustaba acudir a donde hubiese clientela numerosa y elegante. Y así, casi inconscientemente, cruzó la frontera invisible del reino de las sombras.

Tras una breve espera en la antesala, donde aguardó abanicándose para combatir el calor mientras el sudor chorreaba por su cuello, una doncella uniformada nos hizo pasar al salón de la adivina. Techo y paredes estaban pintados de negro y la débil iluminación procedía de unas velas que parpadeaban ante un grupo de imágenes de santos de escayola que había en un rincón. Las ventanas estaban cerradas por el calor, pero tenían descorridas las gruesas cortinas negras; en el rincón opuesto había una imagen de la Virgen con manto azul y un gran cirio encendido a sus pies, además de un jarrón con flores que desprendían un agobiante aroma. En una vitrina abierta, junto a un armario, vi una serie de ángeles de porcelana, cuyo rostro resultaba malévolo a la tenue luz de la pieza. Una tupida y lujosa alfombra cubría el suelo, y en el centro había una mesa ricamente labrada. Detrás de la mesa tenía su sillón la devineresse, y, delante, un escabel con almohadón para la clientela. Aguardamos sentadas en unas sillas, debajo de la vitrina con los ángeles.

—Estoy segura de que será una bruja —musitó a mi oído Marie-Angélique, con sus ojazos azules y su hermoso pelo rubio en copudo peinado a guisa de halo sobre su hermoso rostro—. Ah, no sé qué voy a confesarle al padre Laporte, que no aprueba las artes adivinatorias.

Yo no apruebo tener un confesor en lugar de conciencia, pensé yo, que tan orgullosa estaba de la mía, moldeada por el descubrimiento de las leyes de la virtud merced al uso de la razón.

Pero la mujer a quien la doncella abrió la puerta interior no era como Marie-Angélique suponía. Tenía aspecto de gran dama, con su atuendo de seda color verde esmeralda sobre una falda negra bordada; llevaba el pelo negro rizado y adornado con brillantes a la última moda de la corte, y su rostro era pálido y elegante con una amplia frente, nariz larga clásica y una barbilla pequeña y delicada. Nos sonrió discretamente con las comisuras fruncidas y en seguida me di cuenta de que su persona agradaba a mi madre y a Marie-Angélique, y pensé que debía de ganar mucho dinero con aquel negocio.

La miré detenidamente mientras tomaba asiento, pues, como me había explicado uno de mis tutores, la fisiognómica permite a la gente instruida discernir el carácter de la persona a través de sus rasgos y su porte. La adivinadora tendría unos treinta años, un gran aplomo, y sus ojos, sombríos y negros, parecían saberlo todo y considerarlo casi con humor. Todo en ella dimanaba una especie de intensidad melancólica; se había sentado en el sillón con pose regia, cual si fuera la reina de aquel mundo misterioso al que se diera entrada a solicitantes de un mundo inferior. A ver qué dice y qué inteligencia demuestra, pensé.

—Buenos días, madame Pasquier. Habéis venido para saber qué fortuna matrimonial tendrán vuestras hijas.

Mi madre quedó impresionada y cesó el abaniqueo, mientras yo me decía: conclusión lógica cuando una mujer acude con sus dos hijas; muy astuta. Tras una serie de cumplidos intercambiados, Marie-Angélique se sentó ante la mesa frente a la adivinadora. La pitonisa más famosa de París cogió su mano.

—La familia ha sufrido reveses —dijo pasando los dedos por la palma de la mano de mi hermana—. Habéis vuelto a casa desde… ah, sí… un colegio de monjas, por falta de dinero. La dote ha… disminuido, pero lograréis que el sueño de vuestra madre se haga realidad. Un amante del más alto rango… de fortuna. Pero guardaos del hombre de la casaca azul celeste, el que lleva peluca rubia.

Bravo, perfecto. La mitad de los nobles de París llevan casaca azul celeste y peluca rubia.

Mi madre sonreía con gesto triunfal, pero Marie-Angélique rompió a llorar.

—¿No veis un matrimonio con hijos? Mirad más detenidamente. ¡Mirad de nuevo!

Muy lista, pensé yo. Primero halaga a quien paga; pero ahora veremos cómo solventa esa pregunta.

—No siempre veo el futuro completo —replicó la adivinadora con voz suave e insinuante—. ¿Un hijo? Sí, creo que sí. Y puede haber matrimonio después del hombre de la casaca azul celeste. Pero por ahora no veo más. Tal vez debáis volver a consultarme dentro de unos meses, cuando surja con más claridad el futuro.

Muy sagaz. Marie-Angélique volverá a escondidas antes de Navidad con todo el dinero que pueda sacar o lograr prestado, a pesar de todas las admoniciones del padre Laporte.

Mi madre tenía tanta impaciencia porque le leyera la mano a ella, que casi apartó a Marie-Angélique de un empujón del asiento para escuchar a la quiromante, quien en tono confidencial para que yo no lo oyera musitó:

—Vuestro esposo no os comprende. Hacéis mil economías por su bien y él no las aprecia. Es un hombre sin ambición que se niega a acudir a la corte y buscar el favor real con el que recuperaríais la felicidad. Pero no os preocupéis: hay una alegría próxima. —Un extraño gesto de placer cruzó el rostro de mi madre—. Si queréis apresurar esa felicidad… —su voz se hizo más apagada—… más joven —volví a oírle decir, al tiempo que sacaba un frasquito del cajón de la mesa y mi madre se lo guardaba en el corsé.

Magnífico, pensé. Ella jamás había rechazado cualquier remedio con el que pretendidamente pudiera recuperar su ajada juventud. Si todas aquellas cremas diesen resultado, a juzgar por la cantidad de gente que las vendía, todo París tendría que tener un rostro más terso que el culo de un recién nacido.

—Si continúa arisco e indiferente… traedme su camisa… una misa en San Rabboni…

Fascinante. Un viaje que se multiplicaba, con sus correspondientes pagos.

—Y, ahora, esta cruz que padezco a diario —dijo mi madre acercándome al asiento—. Decidme qué será de esta muchacha con un corazón tan retorcido como su cuerpo.

La quiromante miró primero a mi madre y luego a mí con ojo escrutador.

—¿Lo que realmente deseáis saber —inquirió con frialdad— es si esta niña heredará dinero… dinero oculto en un país extranjero?

No era lo que yo esperaba y la miré a la cara. Ella también me observaba atentamente, como analizándome. Luego, los ojos negros examinaron la palma de mi mano.

—Esto es muy poco frecuente… —dijo, al tiempo que mi madre y Marie-Angélique se acercaban a mirar—. ¿Veis esta línea de estrellas? Una indica fortuna, pero tres… es algo excepcional. Es un signo muy poderoso.

Incluso la adivinadora se mostraba impresionada, y yo me sentía ufana.

—Fortuna, una inmensa fortuna —musitó mi madre—. Lo sabía; pero tengo que saber en qué país está oculta la fortuna. ¿Podéis usar vuestras artes para averiguar el nombre del banquero?

—Las estrellas de la palma de la mano nunca indican qué clase de fortuna ni dónde se encuentra, sólo que hay grandes cambios con buen resultado final. Tendría que hacerse una adivinación más precisa para contestar a esa pregunta. Una adivinación con agua. El preparado del agua os costará un suplemento.

—Muy bien —dijo mi madre frunciendo la boca, ofendida.

La quiromante hizo sonar una campanilla y, al aparecer la doncella, añadió:

—El don de la adivinación con agua es muy raro y sólo suele darse en jóvenes vírgenes, por lo que en este mundo perverso… dura poco.

La risa sarcástica y cortante de la adivinadora fue secundada por la risa argéntea de compromiso de mi madre. Yo ya estaba deseando marcharme.

Volvió la criada con una bandeja en la que traía una vasija redonda de cristal y una varilla también de cristal para remover el agua. La acompañaba una muchacha de mi edad, bien vestida, de pelo castaño peinado hacia atrás y expresión taciturna. La hija de la quiromante.

La adivinadora removió el agua con la varilla, recitando una cantinela parecida a «Mana, hoca, nama, nama», y volviéndose hacia mí, dijo:

—Pon las palmas de las manos en el cristal. No… así no. Eso es. Bien. Ahora apártalas.

La niña miró en el recipiente, en el que habían quedado marcadas mis manos, y el agua volvió a quedar quieta.

Algo curioso habían hecho con el agua, pues en el fondo comenzó a formarse una especie de imagen, clara y nítida como el reflejo de un objeto invisible. Era un rostro. El rostro desconocido y lindo de una joven de veinte años con ojos grises, que me miraba; tenía rizos de pelo negro sobre la frente y el viento azotaba una gruesa capa gris con la que se ceñía. Estaba apoyada en la borda de un buque que flotaba en un mar invisible. ¿Cómo habría logrado la bruja que apareciese aquella imagen? Mi madre y Marie-Angélique miraban a la adivinadora, pero yo no apartaba la vista de la pequeña imagen. La adivinadora dijo a su hija:

—A ver, Marie-Marguerite, ¿qué ves?

—El mar, madre.

—Pero ¿cómo habéis hecho que parezca una cara? —inquirí yo sin pensar.

Los ojos profundos y de espesas pestañas de la quiromante se clavaron en mi durante lo que me pareció una eternidad.

—¿Ves también una imagen? —inquirió.

—¿Es un espejo? —añadí, y advertí en sus negros ojos un brillo codicioso, al tiempo que apartaba la vista de mí cual si acabase de adoptar una decisión.

—La fortuna llega de un país al que hay que ir cruzando el mar —dijo la adivinadora a mi madre—. Pero tardará muchos años.

—Pero ¿qué significa el rostro? —la interrumpió Marie-Angélique.

—Nada. Lo que ha visto es su propio reflejo —replicó ásperamente la adivinadora.

—¿Muchos años? —repitió mi madre con su risa argéntea—. Yo ya habré desaparecido, mi pobre desgraciada —añadió tras una pausa, dándome con el abanico para hacer ver que lo decía en broma.

Aquella noche anoté en mi librito:

12 de agosto de 1671. Catherine Montvoisin, calle Beauregard, adivinadora, prueba número 1.

Marie-Angélique. Un amante rico, cuidado con el hombre de casaca azul celeste y peluca rubia; tal vez un hijo.

Mi madre. Crema rejuvenecedora. Examinar las rayas de la mano las tres próximas semanas. Gran alegría pronto.

Yo. Dinero de un país extranjero. Pensamiento: las mujeres hermosas temen más a la vejez que las feas. Cuando sea vieja compraré libros en vez de cremas para las arrugas.

Aquella tarde, después de hablar de Séneca con mi padre, le pregunté qué pensaba de las adivinadoras.

—Mi querida niña, son el recurso de crédulos y supersticiosos. Me gustaría decir de las supersticiosas, pero hay muchos hombres que acuden a ellas. Todos son necios.

—Lo mismo creo yo, padre. —Y él asintió con la cabeza, complacido—. Pero dime una cosa, ¿es posible ver imágenes en el agua como ellas dicen?

—Oh, no. Son simples reflejos. A veces logran hacer que brillen fuera del agua en una bola de cristal o algo así, por medio de espejos. La mayoría de las adivinaciones son trucos de prestidigitación como los de los magos del Pont Neuf.

—¿Y cuando descubren los secretos de la gente y su escritura?

—Vaya, se diría que has estudiado el tema. Me encanta que apliques la luz de la razón a los ardides de la bellaquería y la superstición. En cuanto a lo que me preguntas, te diré que los adivinos son gente taimada que suelen disponer de una red de informantes que les tienen al tanto de las idas y venidas de su clientela. Por eso sorprenden a los crédulos.

—Eso lo explica todo perfectamente, padre —dije, y él me miró complacido—. Pero quiero hacerte otra pregunta… una pregunta filosófica… —Él enarcó una ceja—. ¿Qué dicen los romanos que es mejor, ser listo o ser hermoso?

Se lo había preguntado con voz trémula, y mi padre me miró un buen rato antes de contestar.

—Listo, desde luego, hija mía. La hermosura es huera y engañosa y se marchita en seguida. Los romanos —añadió mirando altanero— consideraban que la mujer virtuosa no necesita más adornos.

—Pero, padre, eso lo decían de Cornelia, cuyos hijos eran la niña de sus ojos, pero ¿no crees que debía de ser cuando menos algo hermosa para casarse y tener hijos? Quiero decir que si la virtud no es en una muchacha corriente algo que pasa inadvertido…

—Mi querida hija, ¿estás de nuevo comparándote con tu hermana? Ten la seguridad de que para mí tú eres muchísimo más hermosa como eres. Tus rasgos son los míos y es la única prueba que tengo de mi paternidad.

Su amargo gesto me impresionó, pero durante unos días mi corazón estuvo cantando: «No soy guapa, pero sí especial. Mi padre me quiere más a mí».

Era mi secreto y nadie podía robármelo. Ni siquiera necesitaba anotarlo en mi diario.