2

Mi aparición en el mundo fue pálida sombra del esplendor que alcanzaría como marquesa de Morville. Para mi gusto, debería haber sido visible algún cometa o al menos un fuego fatuo. Yo, por supuesto, he corregido este defecto añadiendo en mi biografía oficial una tempestad de truenos y un terremoto; pero en el relato que os ofrezco tendréis que contentaros con la verdad. En realidad, nací una mañana invernal muy gris en París a principios del año 1659. Mi madre había estado de parto desde la noche anterior y se temía por su vida; pero en el último momento, cuando el médico ya sacaba de su maletín el largo garfio con el que, como último recurso, se salvaba a la madre, la comadrona que le ayudaba lanzó un grito y, metiendo la mano, extrajo el menguado producto del parto prematuro, mirando impresionada la sangre que manchaba las sábanas.

—Madame Pasquier, es una niña sana —dijo el médico, escrutando con mirada severa a la pequeña causante de tanto trabajo, mientras la comadrona tiraba de mí, sin que yo cesara de berrear, para que me viese mi madre. Tenía un pie torcido y el pelo negro.

—Dios mío, qué fea es —exclamó mi madre, volviendo su bello rostro hacia la pared y echándose a llorar, llanto que no cesó durante un par de días. Así, aquella misma semana estaba envuelta en pañales con otros tantos recién nacidos parisinos en un carro camino de Fontenay-aux-Roses. No volvería a casa hasta cinco años después, y sólo a causa de un accidente. Lo único que de mí recordaba mi padre era que tenía los ojos grises.

Cuando acababa de cumplir cinco años llegó una enorme carroza, negra y reluciente, con adornos dorados y grandes ruedas rojas. En aquellos tiempos en que los carruajes eran menos abundantes, incluso en París, ni un elefante habría causado tanta expectación en aquel pueblecito. La gente se asomaba a las ventanas y hasta el cura acudió a curiosear; tiraban del carruaje dos enormes caballos bayos enjaezados con tintineantes arneses de latón; al pescante iba un cochero con un largo látigo y detrás tres lacayos con librea azul de botones dorados, una doncella con cofia y delantal blanco y mi padre, de rostro ceniciento y apenado. Una carta dirigida a mi madre había llegado a manos de sus banqueros, reclamando más dinero para cuidarme, y el hombre venía a recogerme. Me reconoció en seguida por el pie torcido. Me dijeron que el pelo negro lo había perdido a las pocas semanas de nacer. Me señaló con su bastón entre el grupo de niños que habíamos acudido corriendo y saltando a ver la carroza. La criada se apeó de un salto, me lavó y me vistió con ropas caras traídas de la ciudad y mi padre entregó una bolsa de monedas a la nodriza, la tía Jeannot, quien se echó a llorar.

Dentro de la incómoda carroza hacía calor. Me escurría en los asientos de cuero y la nueva ropa me oprimía y me arañaba. Acababa de perder a la tía Jeannot y aquel desconocido de anticuadas ropas de viaje y sombrero amplio con plumas, sentado solo frente a mí, no paraba de mirarme. Tenía los ojos bañados en lágrimas, cosa que yo, por entonces, interpreté como añoranza por la tía Jeannot. Finalmente me habló en estos términos:

—Y tu madre me había dicho que habías muerto —dijo, moviendo despacio la cabeza como si no pudiera creerlo. Yo miré aquel rostro entristecido un buen rato—. Soy tu padre, Geneviève. ¿Es que no me conoces?

—Te conozco —respondí—. Eres el mejor padre del mundo. Me lo ha dicho la tía Jeannot.

Las lágrimas corrieron por sus mejillas y me dio un abrazo, aún a riesgo de estropear el magnífico bordado de su casaca.

—Vaya cosita insensible que me has traído —dijo mi madre, mirándome severa con sus verdes ojos de porcelana.

Estaba sentada en un sillón de su salón, con una bata amplia de seda amarilla, examinando unas muestras de tela que le había enviado su sastre. Recién llegada del viaje, yo no cesaba de mirarla desde el otro extremo del salón. Era muy guapa, pero recuerdo que no me apetecía tocarla. Las chimeneas estaban apagadas y hacía frío en aquel salón de techo alto y paredes blancas y azules. Pasé varios años sin advertir, hasta que me lo señalaron, el suelo de parquet desnudo, sin alfombra, y los rectángulos claros de las paredes, ocupados anteriormente por cuadros de Vouet y Le Sueur.

La casa a donde me había llevado mi padre era una vieja mansión construida en la época de Jean le Bon, situada en el Quartier de la Cité, el centro de París. Sobre el salón de recepción que hacía las veces de comedor, reformado según la moda, las reducidas habitaciones se repartían en torno a un patio que tenía una torre en una esquina y un pozo en el centro. En la planta baja, la cocina y el establo daban paso al patio, en el que César y Brutus, los caballos de tiro, asomaban la cabeza al sol, perros y gatos se revolcaban en el estiércol, rebuscaban en la basura, y el cocinero lanzaba improperios contra la criada de la cocina cuando ésta arrojaba agua sucia por la ventana. Encima estaba el piso elegante con paredes de paneles dorados y pinturas con ninfas en los techos, y en él se oía el sonido de los violines cuando mi madre recibía. Lo demás era antiguo y destartalado; extraños cuartos de distinto tamaño distribuidos casi al azar sobre el eje de dos escaleras, además de una maraña de cámaras interconectadas.

La fachada de la casa, un ancho arco del bajo gótico con robusta puerta, poco daba a entender de la compleja vida del interior: las criadas, arrodilladas, quitando el polvo a los pesados muebles, mientras mi madre cerraba con llave los aparadores llenos de objetos de plata, el criado descolgaba la lámpara del techo para cambiar las velas, mi hermana tocaba el clavicordio, el ayuda de cámara de mi padre subía a toda prisa la escalera con un tazón de chocolate y el loro de la abuela se paseaba graznando mientras la dama leía las breves noticias de la Gazette de France. El arco de la puerta tenía talladas figuras góticas grotescas llamadas marmousets[1], por lo que no sólo se la denominaba la casa de los Marmousets sino también a la calle de detrás, que iba desde la calle de la Juiverie hasta el claustro de Notre Dame.

Mi padre, como yo sabría mucho después, se había labrado una rápida fortuna como financiero bajo la protección de Nicholas Fouquet, el surintendant des finances, fortuna que perdió de consuno con la libertad a la caída de Fouquet. Su rostro conservaría para siempre la palidez de la Bastilla, y su corazón el rencor hacia la corte y sus intrigas. Obligado a vender sus cargos, la única renta de que disponía era una modesta propiedad rural heredada de un tío suyo. Los años pasados en la cárcel le habían alejado de todo, con excepción de la filosofía, y no tenía deseo alguno de volver a las altas finanzas. Corrían fuertes rumores de que había ocultado dinero en el extranjero, a salvo de Colbert, el contrôleur général des finances del rey, pero mi padre nunca reveló su secreto.

Mi madre se había hecho varios horóscopos que indicaban el regreso de la buena suerte, pero no regresaba lo rápido que ella hubiese deseado y seguía lamentando que el perdón real a mi padre no hubiese servido también para recuperar la fortuna, devorada por el codicioso Colbert. El rey, decía ella, habría debido tener en cuenta el hecho de que ella era, por así decir, una Matignon por parte de madre y haberle otorgado una subvención.

—Después de todo —decía—, es inaceptable que una familia como la mía, por muchos apuros en que se hallara, conviniese el matrimonio con un hombre pobre de tu apellido, y que ahora por tu mal gobierno me encuentre en semejante situación. Es inconcebible que una Matignon viva así. Merezco una vida mejor. Y, además, me has dejado sin mi miércoles.

—¿Qué es un miércoles, abuela? —pregunté semanas después de mi llegada, un día que subí la escalera desde la cocina hasta el cuarto del que nunca salía mi abuela y en el que siempre estaba acostada en un enorme lecho cerrado por pesadas cortinas.

Siempre que llamaba a la puerta, el loro de la abuela chillaba «¡Adelante!», balanceándose sin cesar en la barra con sus patas secas y amarillas, mirándome con sus ojillos negros por encima del curvado pico color naranja. Si hubiese tenido la cara rosa en lugar de verde, con un gorrito, no habría parecido muy distinto a la abuela.

—Ah, me has traído la achicoria, ¿verdad? Pasa y siéntate aquí en la cama y cuéntame qué pasa abajo.

La habitación tenía las paredes pintadas al estilo antiguo en rojo oscuro, color sangre seca, con dibujos geométricos dorados en los bordes, y las cortinas de las ventanas siempre estaban corridas porque la abuela decía que el sol era insano.

—Abuela, ¿por qué mi madre dice su miércoles si son de todos?

—Miércoles. ¡Ya, ya…! Pues es la tarde en que la puta de mi nuera enseña la pechera a todo el mundo y coquetea con desconocidos en lo que ella llama su «salón» y exige que le llamen «Amerinte» en lugar del nombre cristiano que la pusieron en el bautismo. Muy bonito… No hacen más que jugar a las cartas y cotillear sobre la corte. A veces acude algún poeta fracasado incapaz de ganarse la vida de otro modo. ¡Oh, en qué aciago día aquella arruinada familia de parásitos se unió a mi hijo! Geneviève, dame esa biblia de la mesilla y te leeré la historia de Jezabel y lo que sucede con las malas mujeres.

Y así aprendí una historia curiosa y horripilante de la Biblia y cómo los perros devoraron enteramente a Jezabel, salvo manos y pies. La abuela había sido hugonote antes de que obligasen a su familia a convertirse, pero ella conservaba la biblia protestante y la costumbre de leerla, ante el escándalo de toda la familia.

Al bajar, crucé por el cuarto del tío, que llevaba durmiendo toda la mañana porque nunca se acostaba de noche. Vi su cabeza y a una extraña mujer que asomaba por entre las sábanas. El hermano de mi madre se hacía llamar caballero de Saint Laurent, si bien la abuela siempre decía que era un título tan falso como él y que era lo que cabía esperarse de un gusano que se ganaba la vida pecando en las mesas de juego y pidiendo dinero prestado a mujeres. Mi tío tenía fama de guapo entre muchas de ellas, pero había algo que a mí no me gustaba de su rostro alargado, zorruno y arrogante y de sus ojos claros sobre aquellos pómulos oblicuos tan marcados. Pero las mujeres lo juzgaban arrebatador.

Así, los miércoles me asomaba al gran salón dorado para ver alguna pecadora interesante como Jezabel, y las manos y pies, pero no había más que personas mayores llamándose por nombres ficticios, diciéndose agudezas y bebiendo en bellas copas, mientras mi madre reía con aquella risa argéntea especial que reservaba para los miércoles. Lucía su traje ajustado de seda violeta de escote muy bajo y se ponía las pulseras de oro con diamantes. Los miércoles miraba de lado entornando las pestañas a los hombres que elogiaban sus verdes ojos y que a veces improvisaban un verso a propósito de su nariz o de sus labios. Había pocas damas, todas menos atractivas que ella, y muchos hombres vestidos como mi tío, con pantalón hasta la rodilla y encajes cayendo sobre las espinillas, jubones bordados y casacas cortas de seda. Hablaban mucho de la suerte en la bassette o la hoca, de a quién había mirado el rey el viernes, y fingían interesarse por mi madre hasta que, cuando ella hacía una señal, mi hermana mayor Marie-Angélique entraba tímidamente, ruborizándose, y a partir de ese momento tan sólo la miraban a ella. Todos sabían que no tenía dote porque mi padre no tenía dinero, o, mejor dicho, tenía que ahorrarlo para que mi hermano Étienne pudiese estudiar en el Collège de Clermont, ser abogado y hacerse rico para el bien de la familia. Pero mi madre abrigaba esperanzas de que mi hermana «conociese a alguien importante» en uno de sus miércoles, alguien que la introdujera en sociedad gracias a su belleza.

Los miércoles, mi padre se encerraba en su despacho y leía textos sobre los romanos. Además de tomar rapé de una cajita de plata que le había regalado monsieur Fouquet. Y nunca hablaba con nadie, excepto, a veces, conmigo.

—¿Por qué lees a los romanos, padre? —le pregunté una tarde.

—Hija, porque nos enseñan a soportar la adversidad en este mundo injusto en el que no hay fe —contestaba—. Mira, ¿ves? Epícteto nos muestra que el principio que gobierna el mundo es idéntico a Dios —añadía, señalando una frase del texto latino que leía.

—No sé leer, padre.

—Ah, sí, es verdad —añadía con aquel aire ausente y distraído propio de él—. Nadie se ha preocupado de tu instrucción; supongo que tendré que hacerlo yo. La educación moderna se reduce a contar simples fábulas que esclavizan la mente. Mira tu hermana, una cabeza de chorlito según la última moda; borda, hace tintinear el clavecín y se sabe treinta rezos de memoria. En su cabeza no hay más que novelas. Y tu hermano no hace otra cosa que aprender de memoria precedentes legales; aprende precedentes en vez de lógica, y leyes en vez de virtudes. Es mucho mejor aprender de los romanos.

Me decía que el hallazgo racional de la verdad era la más alta actividad del intelecto humano, y me regaló su propio diario, un librito con pastas de cuero, para que anotara mis pensamientos y me acostumbrase a ser más ordenada para el profesor de latín.

Y así fui educada, con arreglo al excéntrico plan de mi padre, por una serie de abates sin oficio ni beneficio y estudiantes sin un céntimo que me daban clase a cambio de comida, hasta que estuve lo bastante instruida para hablar con él de los romanos, y en particular de sus admirados estoicos.

Mis días no tardaron en transformarse en una agradable rutina, pese a ser notablemente anormales para una niña. Por la mañana estudiaba lo que el profesor de turno juzgase más conveniente: trozos escogidos de Descartes, los epicúreos, la cuestión de la prueba en geometría o los nuevos descubrimientos fisiológicos de Harvey, el médico inglés. Todo lo supervisaba mi padre, partidario de que las mentes fuesen educadas para la nueva era en que la ciencia y la razón darían al traste con las supersticiones de antaño.

Por las tardes me congraciaba con mi madre haciéndole recados confidenciales. Me regaló tres enaguas que a mi hermana se le habían quedado pequeñas, un peine viejo, y me prometió comprarme un vestido nuevo en Navidad si no desvelaba sus secretos. A pesar de que mi madre me descuidaba y no me enseñaba nada de cuestiones femeninas, de ella aprendí mucho indirectamente, pues durante aquellas misiones vespertinas supe dónde comprar filtros de amor, tintes para el pelo y cremas para las arrugas; cómo cambiar dinero y distinguir las monedas falsas. Aprendí dónde adquirir los mejores libelos ilegales para la abuela y supe que mi madre recibía en secreto cartas con gruesos sellos de lacre. No era la mejor formación para una jovencita de buena familia, pero mi cuerpo deforme y mis modales desenvueltos me eximían de toda regla, del mismo modo que me impedían acceder a las ventajas de mi cuna.

Por las noches, cuando mi madre recibía al delicioso monsieur Courville, al divino marqués de Livorno, al encantador caballero de la Rivière o a cualquier otro poseur, yo hablaba con mi padre sobre las reglas de la lógica y en particular de los romanos. Me encantaba escucharle leer con su voz pausada y profunda y ver cómo escrutaba por encima de sus anteojos comentando trozos del texto. A continuación le exponía lo que había aprendido por la mañana y él me correspondía con su escueta sonrisa irónica. Era una situación ideal y una vida que me encantaba.