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—¡Cielos!, pero ¿qué es eso?

El embajador milanés en la corte de su majestad Luis XIV, rey de Francia, se llevó el monóculo al ojo para escrutar mejor la estrambótica figura que acababa de aparecer en el salón. La mujer que hacía su entrada era como una aparición, aun en el extravagante ambiente de aquel año de las victorias de 1676. Sobre un guardainfantes estilo español pasado de moda llevaba un vestido negro de brocado de la época de Enrique IV, rematado por una cerrada gorguera blanca. Y todo ello complementado con un bastón de ébano, casi tan alto como ella, adornado con cintas negras de seda y rematado por una cabeza de lechuza de plata. Cubría su rostro con un velo de viuda. El murmullo de las conversaciones de aquella fiesta de la mariscala cesó un instante y la hierática figura ataviada a la moda del siglo anterior se retiró el velo, dejando al descubierto un bello rostro fantasmagóricamente pálido por efecto de varias capas de polvos blancos. Mientras se detenía un momento mirando distraídamente a los presentes, consciente de la expectación que había causado, y un nutrido grupo de mujeres se aprestaba a saludarla, el elegante personaje que acompañaba al embajador milanés, el teniente general de la policía de París, se volvió hacia éste para hacer un comentario.

—Mi querido embajador, es la mujer más insolente de París.

—Evidentemente, monsieur de La Reynie, nadie más idóneo que vos para hacer semejante apreciación —replicó cortésmente el italiano, apartando con cierta renuencia los ojos de aquel bello rostro altanero—. Pero, decidme, ¿a qué viene esa lechuza del bastón? Le da aspecto de bruja.

—Justamente lo que se propone. Esa mujer busca llamar la atención para que todo París se haga lenguas de la marquesa de Morville —añadió el jefe de la policía sonriendo irónico, aunque sus ojos claros permanecían impasibles.

—Ah, se trata de la mujer que ha predicho la fortuna a la reina. La condesa de Soissons dice que es infalible; yo mismo había pensado consultarla para que me enseñara el secreto de los naipes.

—La fórmula secreta para ganar a las cartas. Otra de sus imposturas. Cada vez que alguien se hace con una buena suma al lansquenet corre el rumor de que la marquesa comparte las ganancias a cambio del secreto para ganar. El secreto… —reiteró el jefe de policía—. Todos los escándalos de París giran en torno a la persona de esa insolente aventurera. Para mí el famoso secreto es tan ilusorio como su falsaria pretensión de que tiene más de doscientos años merced a las artes de la alquimia.

Turbado al oír aquello, el embajador milanés, avergonzado, apartó el monóculo.

La Reynie enarcó una ceja.

—No iréis a decirme, querido embajador, que estabais pensando en comprarle también el secreto de la inmortalidad…

—Ah, claro que no —se apresuró a contestar el diplomático—. Vivimos en la época moderna, y en nuestro siglo sólo los incautos creen en supersticiones como ésa.

—Pues la mitad de los habitantes de París son unos incautos en esta época científica que decís. Los que pierden un pañuelo, un anillo o un amante se desviven por acudir a la marquesa para que les eche las cartas o consulte su famosa bola de cristal. Y lo increíble es que suelen quedar contentos. Hay que admitir que se requiere una inteligencia algo sospechosa para mantener tal impostura. Os aseguro que si la adivinación fuese ilegal, la marquesa de Morville sería la primera persona a quien yo encarcelara.

La marquesa de Morville avanzaba por el salón de altas bóvedas como si de un desfile triunfal romano se tratara. Seguía sus pasos, llevándole la cola del vestido, un enano vestido de berberisco y una criada con un chillón vestido verde a rayas, portadora del pañuelo de su ama. A su paso se le iban acercando diversos solicitantes, convencidos de que ella podía cambiar su fortuna: condesas indigentes, abates y caballeros arruinados, libertinos nobles devastados por el mal italiano, el médico de la alta sociedad Rabel, el famoso nigromante duque de Brissac y sus siniestros compañeros.

—Ah, ahí hay una persona que puede presentárnosla —exclamó el embajador al ver a un joven esbelto de tez olivácea que se acercaba a la mesa de las bebidas—. Primi, mi amigo y yo quisiéramos saludar a la inmortal marquesa.

—Cómo no; la marquesa y yo nos conocemos hace tiempo —replicó el joven italiano moviendo las cejas, y minutos después el jefe de policía se encontraba cara a cara con la protagonista de tantos informes secretos, escrutándola casi con precisión matemática con sus grises y fríos ojos. Había algo en aquella hierática figura que le irritaba sobremanera.

—Bien, ¿qué tal le va a la más famosa curandera de París? —inquirió dejando que el enojo aflorara en su habitual e impecable cortesía.

—Pues no menos bien que al ostentoso jefe de policía de París —replicó la marquesa sin inmutarse.

La Reynie había advertido su perfecto acento parisino, aunque a la vez cierto formalismo y precisión en la forma de hablar, como si, efectivamente, fuese una persona de otra época. ¿Sería extranjera? No faltaban aventureros en París; pero, por lo que sabía la policía, no se dedicaba al espionaje.

—Supongo que habréis venido a vender el secreto de los naipes —añadió entre dientes; sorprendido de hasta qué extremo era capaz de encolerizarle por el mero hecho de mirarle de aquel modo arrogante, como si un hombre de su posición fuese para ella algo irrisorio.

—Oh, no; eso no puedo venderlo —replicó la adivina—. A menos, por supuesto, que fueseis vos mismo quien pretendiese comprarlo… —le espetó la marquesa con una maligna sonrisa.

—Ah, bien, porque de lo contrario os acusaría de fraude —replicó La Reynie, sorprendido de sus propias palabras; él, Nicholas Gabriel de La Reynie, que se preciaba de su perfecto dominio en cualquier situación, de sus impecables modales, de su exquisita cortesía en los interrogatorios a los presos en las mazmorras del Châtelet.

—Oh, pícaro monsieur de La Reynie, yo nunca defraudo —respondió la interfecta, mientras él reparaba en aquella mano pequeña y firme, apoyada en el largo bastón negro. Lucía un absurdo anillo en forma de dragón y otro en forma de calavera, y otros dos, uno de ellos con un gran rubí rojo sangre. Era la mano de una niña precoz, recargada de anillos, no la de una anciana, se dijo La Reynie.

—Excusadme, marquesa —añadió el jefe de policía, al tiempo que se volvía a contestar a la acuciante solicitud de un anciano caballero a propósito de una audiencia privada—. Me gustaría saber de dónde sois, aventurera —apostilló para sus adentros.

Cual si no se hubiese perdido una sola palabra, a pesar de estar terciando en otras conversaciones, la marquesa volvió la cabeza por encima del hombro para contestarle.

—¿De dónde? —replicó riendo—. Pues de París; ¿de dónde, si no?

Mentira, pensó La Reynie. Él conocía todos los secretos de la capital y era imposible que aquella mujer portentosa hubiese surgido de la nada sin que sus agentes lo advirtieran. Aquello era un reto que estaba dispuesto a resolver por el bien del orden público. Era inadmisible que una mujer fastidiara así al jefe de la policía de París.