En una cálida tarde de un sábado de octubre era difícil imaginar un sitio mejor para estar que el patio de recreo de la calle 77 oeste. En un rectángulo de asfalto de cincuenta metros de largo unas dos docenas de niños lanzaban pelotas de fútbol, driblaban con pelotas de baloncesto, agitaban palos de lacrosse y empujaban discos de hockey sobre hierba. La mayoría de los padres estaban sentados en los bancos del parque que había a lo largo del perímetro, leyendo periódicos o comiendo pollo a la barbacoa del local de comida rápida que había al otro lado de la calle.
Tras mirar atrás, David lanzó la pelota de béisbol, muy alta, al menos a quince metros de altura. Jonah atrapó la pelota en su guante y se la tiró baja a Michael, que la cogió y rápidamente la lanzó de vuelta a David. La pelota hizo un satisfactorio golpetazo en su guante. No está mal, pensó. Los chicos habían estado jugando a béisbol cada fin de semana desde el pasado agosto y se notaba. Si uno juega a algo el tiempo suficiente, pensó, al final termina por ser bueno. Lo mismo valía para el ajedrez, el piano o la física.
Karen se sentó en uno de los bancos del parque con Ricardo, su nuevo novio. Ricardo era bajista de un grupo de jazz que actuaba en varios clubs pequeños de Manhattan. Llevaba el pelo largo a lo Jesucristo, nunca se ponía calcetines y no tenía prácticamente un centavo, pero Karen estaba loca por él. Y lo cierto era que a David le gustaba mucho más Ricardo que su antiguo novio, el abogado de la tercera edad, Amory Nosequé-nosecuántos. David ya ni se acordaba del nombre del vejestorio.
Monique estaba sentada en un banco cercano, leyendo el New York Times. Ella y Michael solían venir a la ciudad con frecuencia desde que había obtenido la custodia del adolescente. Monique había establecido vínculos afectivos con el muchacho durante las dos semanas que pasó en el Centro Médico de la Universidad de Chicago, recuperándose de las heridas de bala. El FBI había permitido a David y Michael visitarla todos los días; por aquel entonces los agentes todavía se comportaban bien, con la esperanza de sonsacarles información. Cuando el Bureau finalmente se rindió, los agentes intentaron devolver a Michael a su madre, pero Beth Gupta no lo quiso. Después de dos semanas en detención, se moría por volver a Victory Drive. Así pues, la jefa del destacamento del FBI —Lucille Parker, la misma mujer que había interrogado a David— sorprendió a todo el mundo recomendando que el muchacho viviera con Monique en Princeton.
David le lanzó otra bola alta a Jonah. Cuanto más pensaba en ello, más se daba cuenta de la suerte que habían tenido. La agente Parker podría haberles tenido detenidos durante meses, agotándolos con interrogatorios diarios, pero en vez de eso los trató bien. A David le dio la impresión de que lamentaba todo lo que había pasado y quería olvidarse de ello cuanto antes. Pero también puede ser que intuyera los riesgos de hurgar demasiado hondo. De las pruebas de Fermilab probablemente debía de haber supuesto que la teoría de Einstein había caído en las manos de un loco que casi provoca una catástrofe. El hecho de que ni David ni Monique dijeran una palabra acerca de la teoría indicaba lo peligrosa que era. Y quizá la agente Parker llegó a la misma conclusión a la que Einstein había llegado medio siglo atrás: la Teoría del Todo debía estar oculta. No se le podía confiar ni siquiera al gobierno.
Mientras jugaban al béisbol, David lanzó una mirada a los bancos y vio que Karen y Ricardo se iban. Iban al centro, a un concierto de Ricardo; Jonah pasaría la noche en el apartamento de David. Karen se despidió con la mano, lanzándole besos a Jonah y recordándole que se lavara los dientes. Y entonces, justo antes de marcharse, se inclinó para darle un beso a Monique. Para David, lo más sorprendente de todo era que su exesposa y su nueva novia se hubieran convertido en amigas íntimas. El horrible episodio de Fermilab había acercado a las dos mujeres, y ahora Karen aconsejaba a Monique sobre cómo manejar las neurosis de David. Desde luego el universo era un lugar extraño y asombroso.
—¡Papá! —gritó Jonah—. ¡Tira la pelota de una vez!
David había estado distraído repasando las costuras de la pelota de béisbol. Se la tiró por lo alto a Jonah y se quitó el guante.
—Juega con Michael un rato, ¿vale? Yo voy a descansar un poco.
Se acercó al banco en el que estaba Monique. Leía con gesto concentrado un artículo de la sección internacional del periódico. David se sentó junto a ella y miró la portada: «EL SECRETARIO DE DEFENSA DIMITE» era el titular. Y justo debajo, en letra más pequeña: EL «VICEPRESIDENTE ELOGIA SU TRAYECTORIA».
—¿Estás leyendo sobre el secretario de Defensa? —preguntó David—. Escuchamos el final de su discurso en Fort Benning, ¿recuerdas?
Monique negó con la cabeza. Extendió las páginas del periódico y señaló una noticia que había casi al final de la página 14. El titular decía «FÍSICOS DESCUBREN UNA NUEVA PARTÍCULA».
—Conozco a estos investigadores —explicó—. Trabajan en el Gran Colisionador de Hadrones de Suiza. Han encontrado un bosón con una masa invariante de 184 de miles de millones de electronvoltios.
—¿Y eso qué significa exactamente?
—Según las teorías clásicas, esta nueva partícula no debería existir. Pero la teoría del campo unificado la predice. Einstein la predijo.
—Todavía no…
—Es una pista, David. Y cuando los físicos ven pistas, empiezan a hacer teorías. —Cerró el periódico y lo tiró a un lado. Tenía el ceño fruncido por la preocupación—. Unos pocos descubrimientos más como éste y empezarán a juntar las piezas. Es sólo una cuestión de tiempo que alguien la formule.
—¿Te refieres a la teoría unificada? ¿Alguien la va a volver a descubrir?
Ella asintió.
—Ya se están acercando. Por lo que sabemos, algún estudiante de posgrado de Princeton o Harvard podría estar calculando las ecuaciones ahora mismo.
David la cogió de la mano. No podía hacer otra cosa. De momento el secreto de Herr Doktor estaba seguro en la cabeza de Michael, pero todas sus precauciones serían en vano si otro físico descubría la teoría y la publicaba. Cuando ese día llegara ya sólo les quedaría la esperanza. David se sentó temblando junto a Monique y se quedó mirando el patio lleno de niños frenéticos. Es todo tan frágil, pensó. Todo podría desaparecer en un instante.
Entonces puso la mano sobre la barriga de Monique, extendiendo los dedos sobre el suave algodón de su blusa. Ella se volvió hacia él y le sonrió.
—Es demasiado pronto para notar nada. Nuestra hija no empezará a dar patadas hasta el cuarto o quinto mes.
David le devolvió la sonrisa.
—¿Hija? ¿Por qué estás tan segura de que será niña?
Monique se encogió de hombros.
—No es más que una sensación. Tuve un sueño la otra noche en el que la llevábamos del hospital a casa. La sentaba en el cochecito, la sujetaba en el asiento con la correa y de repente empezaba a hablar. De hecho se me presentó. Me dijo que se llamaba Lieserl.
—Vaya. Un sueño bastante extraño. —Le acarició la barriga por encima del ombligo—. ¿Ése es el nombre que quieres ponerle? ¿Lieserl? ¿Y quizá Albert si es un niño?
Ella hizo una mueca.
—¿Estás loco? Lo último que necesita el mundo es otro Einstein.
David se rió, y aunque sabía que era absolutamente imposible, hubiera jurado que sintió que algo se movía bajo la palma de su mano.
Fin