Lo más extraño del vicepresidente, pensó Lucille, era que parecía un maldito comunista. Ese pecho fuerte y grueso, esa calva y ese traje azul demasiado holgado le daban un aire de comisario soviético. No se había dado cuenta de esta similitud cuando lo había visto por televisión, pero resultaba difícil no advertirla ahora que estaba sentada en su oficina del Ala Oeste. Con la boca hacía una asimétrica mueca desdeñosa mientras miraba los periódicos que tenía sobre el escritorio.
—Así pues, agente Parker —empezó a decir—. He oído que esta mañana ha tenido un pequeño problema.
Lucille asintió. A estas alturas todo le daba igual. Ya había escrito su carta de dimisión.
—Asumo toda la responsabilidad, señor. En medio de la confusión para capturar a los sospechosos, no supimos coordinarnos debidamente con el Departamento de Defensa.
—¿Qué salió mal, exactamente? ¿Cómo consiguieron escapar?
—Seguramente por una de las carreteras de tierra que se dirigen hacia el oeste. Se suponía que el ejército iba a acordonar el perímetro, pero no se desplegaron con suficiente rapidez.
—Y esto ¿en qué situación nos deja?
—De vuelta al principio, desafortunadamente. Necesitamos más recursos, señor, más botas en el suelo. Tenemos que atrapar a estos hijos de puta antes de que compartan la información con alguien más.
El vicepresidente frunció el ceño e hizo una mueca con sus labios sin sangre.
—La Fuerza Delta se ocupará de ello. El secretario de Defensa y yo hemos decidido que la misión ya no requiere la ayuda del FBI. A partir de ahora la operación será estrictamente militar.
Aunque ella ya se lo esperaba, la destitución le dolió de todos modos.
—¿Y por eso estoy aquí? ¿Para que me eche del caso?
Él intentó sonreír pero no le salió del todo. Se le torció la sonrisa hacia la derecha de la cara.
—No, en absoluto. Tengo una nueva misión para usted. —Cogió un ejemplar del New York Times y señaló el titular de la portada: «Periodista asesinada a tiros en Brooklyn»—. Tenemos un problema de contención. El Times acusa al FBI de haber asesinado a una de sus periodistas, la que protegía a la esposa de Swift. Al parecer tienen un testigo según el cual el asesino parecía ser un agente. Es una afirmación absurda, pero merece la pena prestarle cierta atención.
—Me temo que podría ser cierto. Uno de nuestros agentes ha desaparecido, y hay pruebas que indican que trabaja para los otros. Puede que haya disparado a la periodista para atrapar a la esposa de Swift.
Lucille supuso que al vicepresidente le diría algo cuando se enterara, pero no le hizo el menor caso.
—Eso es irrelevante. Ya he convocado una rueda de prensa. Quiero que niegue esta historia con contundencia. Siga con lo de las drogas. Diga que su equipo está investigando la posibilidad de que los socios narcotraficantes de Swift secuestraran a su esposa y asesinaran a la periodista.
Lucille negó con la cabeza. Estaba harta de estas tonterías.
—Lo siento, señor, pero no puedo hacer eso.
El vicepresidente se inclinó sobre su escritorio. Su rostro volvió a adoptar su característica mueca desdeñosa.
—Esto es tan importante como encontrar a los sospechosos, Parker. Necesitamos herramientas para luchar contra los terroristas. Y el Congreso está intentando quitarnos estas herramientas. Lo último que necesitamos es una revelación de esta magnitud.
Ella suspiró y se puso en pie. Había llegado la hora de regresar a Texas.
—Será mejor que me vaya. He de limpiar mi escritorio.
El vicepresidente también se puso de pie.
—Bueno, he de admitir que esto es toda una decepción. El director del Bureau me aseguró que era usted una mujer con pelotas.
Lucille se lo quedó mirando.
—Créame, la decepción es mutua.
La furgoneta se detuvo. Como tenía las manos atadas a la espalda, Karen no pudo mirar la hora, pero supuso que debían de haber dejado el bosque de pinos unas seis horas atrás. Temblando, se acercó a rastras a Jonah. «Dios, por favor, Dios», susurró, «no dejes que esos cabrones se lo vuelvan a llevar». La última vez que se habían llevado a su hijo, Karen casi se vuelve loca, y aunque Brock lo había traído de vuelta a la furgoneta veinte minutos después, luego el niño lloró durante horas.
Brock bajó del asiento del conductor y rodeó la furgoneta. Cuando abrió las puertas traseras, a Karen le llegó un tufo a humedad y vio un garaje grande y oscuro con las ventanas rotas y las paredes medio desmoronadas. Estaban en una especie de almacén destartalado o muelle de carga, un viejo edificio que había sido abandonado años atrás. Tres camiones blancos de reparto estaban aparcados cerca y una docena de jóvenes permanecía de pie junto a los vehículos. Tenían el aspecto inconfundible de estudiantes universitarios: delgados, pálidos y pobremente vestidos. Se quedaron con los ojos abiertos al ver a Jonah y Karen y a las otras dos prisioneras, todos atados y amordazados y tumbados sobre el suelo de la furgoneta. Luego Brock les gritó:
—¿A qué diablos estáis esperando? —Y los estudiantes se acercaron.
Jonah se revolvió frenéticamente cuando dos de ellos subieron a la furgoneta para cogerlo. Karen gritó «¡No!» por debajo de la mordaza mientras otro par de estudiantes iban a por ella. Dobló el cuerpo, pero ellos la cogieron con fuerza, la sacaron de la furgoneta y la llevaron al otro lado del garaje.
Se acercaron a uno de los camiones de reparto. En los laterales tenían impresas las palabras «Acelerador del Laboratorio Nacional Fermi». Un estudiante desgarbado que iba particularmente desaliñado —llevaba una camiseta raída con la tabla periódica— levantó la puerta elevadora del compartimento de carga. El par de estudiantes que sostenían a Jonah metieron al niño en el camión, y luego el par que sostenía a Karen hizo lo mismo. Ella sollozó aliviada cuando la colocaron al lado de su hijo. Todavía estaban juntos. Al menos de momento.
Desde el suelo del compartimento de carga vio cómo transportaban a las otras dos prisioneras, la tranquila mujer negra y su nerviosa compañera, a otro camión. Éste debe de ser un punto de encuentro, supuso Karen, donde los cabrones vienen a buscar nuevos vehículos y suministros. Examinó el lugar en busca de algún signo distintivo, alguna pista que le revelara dónde diantres estaban, pero no vio nada. Y entonces advirtió que había cierta conmoción en el otro extremo del garaje. Dos estudiantes más estaban de pie junto a una camioneta pickup, y llevaban con mucho esfuerzo a otro prisionero atado. A Karen se le hizo un nudo en la garganta: era David. Se resistía y retorcía con tanta violencia que a los estudiantes se les escapó y se cayó al suelo. Karen volvió a gritar por debajo de la mordaza. Luego un tercer estudiante se acercó a los otros y juntos levantaron a David y lo llevaron al último camión de reparto.
Era tarde, bien pasada la medianoche. Los camiones avanzaban despacio por una carretera sinuosa. Aunque no podía ver el exterior, Monique oía el retumbar de las ruedas y sentía las curvas en el estómago. Seguramente iban por carreteras secundarias para evitar los controles que pudiera haber en la interestatal.
A su izquierda, el profesor Gupta y sus estudiantes rodeaban un ordenador que habían colocado en la esquina opuesta del compartimento de carga. Michael estaba sentado en el suelo a unos metros, jugando de nuevo al Warfighter en su Game Boy. (Alguien le había recargado las pilas). Gupta se había acurrucado con su nieto durante varias horas, susurrándole preguntas mientras los estudiantes tomaban notas, pero al parecer ahora el profesor ya tenía todo lo que necesitaba. Sonrió triunfante ante la pantalla del ordenador, luego se apartó del grupo y se dirigió hacia donde Monique estaba tumbada. El primer instinto de ésta fue estrujarle la garganta al cabrón, pero desafortunadamente todavía estaba atada y amordazada.
—Quiero que vea esto, doctora Reynolds —dijo—. Para un físico se trata de un sueño hecho realidad. —Y se volvió hacia un par de estudiantes de gruesas gafas, pálidos y desgarbados—. Scott, Richard, ¿podríais acompañar a la doctora Reynolds al terminal?
Agarrándola por los hombros y los tobillos, los estudiantes la llevaron al otro lado del compartimento de carga y la depositaron en una silla plegable que había delante de la pantalla del ordenador. Gupta se inclinó sobre su hombro.
—Hemos desarrollado un programa que simula la creación de un rayo de neutrinos extradimensional. Después de que Michael nos desvelara las ecuaciones de campo, hemos calculado los ajustes necesarios para el Tevatron. Ahora podemos hacer pruebas en el ordenador y cuando lleguemos a Fermilab ya sabremos cómo proceder. —Presionó el botón ENTER del teclado y señaló la pantalla—. Observe con atención. Lo primero que verá es una simulación de la colisión de partículas en el Tevatron.
Ella no tuvo más remedio que mirar. En la pantalla apareció un entramado tridimensional, una cuadrícula rectilínea de tenues líneas blancas que parpadeaban ligeramente. Obviamente se trataba de la representación de un vacío, una región exenta de espacio-tiempo con leves fluctuaciones cuánticas. Pero no permaneció vacía mucho rato. Unos segundos después, Monique vio cómo de los laterales izquierdo y derecho de la pantalla surgían enjambres de partículas.
—Es una simulación de rayos de protones y de antiprotones que se desplazan a través del Tevatron —observó Gupta—. Vamos a hacer oscilar las partículas en ondas convexas para que colisionen en un patrón esférico perfecto. ¡Observe!
Mientras Monique miraba con atención las partículas advirtió que en realidad eran diminutos racimos replegados, cada uno de los cuales se deslizaba a través del entramado espacio-temporal como un nudo corredizo en una cuerda. En el momento del impacto, las colisiones iluminaron el centro de la pantalla y todos los nudos se deshicieron simultáneamente, combando violentamente el entramado circundante. Luego la cuadrícula de líneas blancas se rompió y una descarga de nuevas partículas salió disparada a través de la brecha. Los neutrinos estériles.
Gupta señaló con excitación las partículas.
—¿Ve cómo se escapan? Las colisiones combarán el espacio-tiempo lo suficiente como para propulsar un rayo de neutrinos estériles fuera de nuestra brana y hacia las dimensiones adicionales. Mire, deje que amplíe la imagen.
Tecleó de nuevo y la pantalla mostró una lámina arrugada y ondulante de espacio-tiempo sobre un fondo negro. Era la brana de nuestro universo, alojada en el bulk de diez dimensiones. El enjambre de neutrinos surgió de una pronunciada curvatura de la lámina.
—Tendremos que configurar el experimento con una precisión absoluta —dijo—. El rayo ha de apuntarse para que regrese a nuestra brana, preferiblemente a un punto a unos cinco mil kilómetros por encima de América del Norte. De este modo todo el continente podrá ver el estallido.
Las partículas siguieron un camino recto a través del bulk, iluminando y acelerando a medida que surcaba las dimensiones adicionales. El rayo cruzó el espacio vacío entre los dos pliegues de la brana y luego volvió a entrar en la lámina espacio-temporal, que se retorció, sacudió y se puso al rojo blanco en el punto de impacto. Obviamente, se trataba del estallido al que había hecho referencia Gupta. Éste le dio unos golpecitos a la pantalla del ordenador con una de sus largas uñas.
—Si lo hacemos bien, al volver a entrar, el rayo debería liberar varios miles de terajoules de energía en nuestra brana. Esto viene a ser el equivalente de una explosión nuclear de un megatón. Como apuntaremos el rayo a esas alturas de la atmósfera, no causará daño alguno en la tierra. Pero será una visión espectacular. ¡Durante varios minutos brillará como si fuera un nuevo sol!
Monique se quedó mirando la sección brillante de la brana, que gradualmente se apagaba al disiparse la energía a través del espacio-tiempo. Dios, pensó, ¿por qué diantres quiere Gupta hacer esto? Al no poder formular la pregunta en voz alta, se volvió hacia el profesor y le lanzó una mirada de desprecio.
Él interpretó su mirada y asintió.
—Tenemos que realizar una demostración pública, doctora Reynolds. Si nos limitáramos a intentar publicar la teoría unificada, las autoridades impedirían que la información se publicara. El gobierno quiere la teoría para sí, y poder de este modo construir sus armas en secreto. Pero la Einheitliche Feldtheorie no pertenece a ningún gobierno. Y es mucho más que un plano para construir nuevas armas.
Gupta se inclinó sobre el teclado y, tras pulsar unas pocas teclas, en la pantalla del ordenador apareció el dibujo arquitectónico de una planta de energía.
—Al explotar el fenómeno extradimensional podremos producir cantidades ilimitadas de electricidad. Ya no harán falta más generadores de carbón ni reactores nucleares. Aunque esto no será más que el principio. Podremos utilizar los rayos de neutrino para lanzar cohetes y propulsarlos a través del sistema solar. ¡Podremos incluso hacer que las naves espaciales viajen casi a la velocidad de la luz! Se alejó de la pantalla y se quedó mirando a Monique. Había lágrimas en los ojos de ésta.
—¿Es que no lo entiende, doctora Reynolds? Cuando la humanidad se despierte mañana por la mañana, podrá ver la teoría unificada en su máximo esplendor. ¡Nadie podrá ocultarla nunca más!
Monique ya había oído suficiente. No dudaba de la verdad de lo que decía Gupta. La teoría unificada lo abarcaba todo, y podía conducir a muchas invenciones maravillosas. Pero había un precio, un precio terrible. No podía dejar de pensar en el estallido al rojo blanco del centro de la pantalla del ordenador. El profesor había dicho que sería una demostración, un gran anuncio escrito en el cielo, pero Monique se preguntaba qué pensaría al respecto la gente que lo viera desde abajo. Hiroshima también había sido una demostración.
Por supuesto, no podía exponer todo con una mordaza sobre la boca. En vez de eso se quedó mirando a Gupta fijamente, negando con la cabeza.
El profesor enarcó una ceja.
—¿Qué ocurre? ¿Tienes miedo?
Ella asintió enérgicamente.
Gupta dio un paso hacia ella y le puso la mano sobre el hombro.
—El miedo puede ser una emoción muy debilitadora, querida. Herr Doktor también tenía miedo, y mire lo que ocurrió. Kleinman y los demás mantuvieron la Einheitliche Feldtheorie oculta durante medio siglo. ¿Y acaso su reserva ayudó a alguien? No, fue una pérdida de tiempo, una lamentable pérdida de tiempo. Tenemos que superar nuestros miedos antes de que podamos entrar en una nueva época. Y esto es lo que he hecho. El mundo nos aclamará como salvadores cuando desvelemos la teoría. Nos perdonarán todo en cuanto vean…
Un crujido de estática interrumpió a Gupta. Éste descolgó una radio de su cinturón, murmuró «perdone», y se fue al otro extremo del compartimento de carga. Unos veinte minutos después regresó con sus estudiantes y alzó los brazos en un gesto de bendición.
—Caballeros, haremos otra parada antes de llegar a Fermilab. Tenemos que recoger unos equipos para modificar el Tevatron.
David estaba sentado con la espalda apoyada en la pared del compartimento de carga. El camión se había detenido hacía quince minutos y los estudiantes habían cargado una docena de cajas de madera. Como estas cajas ocupaban casi todo el espacio del compartimento, los estudiantes se habían trasladado a otro camión del convoy y ahora David iba solo con el maníaco calvo de los pantalones de camuflaje, que alternaba la limpieza de su Uzi con los tragos de una botella de Stolichnaya.
Por enésima vez, David intentó rotar las muñecas para aflojar la cuerda que se las ataba en la espalda. Tenía las manos dormidas pero seguía intentándolo de todos modos, girando las manos hasta sentir que los tendones se tensaban y crujían. El sudor le corría por las mejillas y humedecía la mordaza, que ya estaba empapada. Mientras forcejeaba con la cuerda, David fijó la mirada en el mercenario calvo, el hijo de puta que había sostenido un cuchillo contra el cuello de Jonah, y por un momento la furia fortaleció sus tendones. Un minuto después, sin embargo, David cerró los ojos. Era culpa suya. Debería haberse rendido a los agentes del FBI cuando tuvo la oportunidad.
Cuando volvió a abrir los ojos vio que el tipo calvo estaba de pie junto a él. El mercenario le ofrecía la botella de vodka.
—Relájese, camarada. Dele un respiro a sus valerosos esfuerzos.
Asqueado, David intentó apartarse, pero el tipo calvo se arrodilló a su lado y le puso la botella de Stoli debajo de sus narices.
—Venga, tómese un trago. Tiene pinta de necesitar uno.
David negó con la cabeza. El olor del vodka le resultaba nauseabundo.
—¡Que te jodan! —gritó por debajo de la mordaza, pero lo que se oyó fue un balbuceo desesperado.
El mercenario se encogió de hombros.
—Muy bien. Pero me parece una pena. Tenemos toda una caja de Stolichnaya y no nos queda mucho tiempo para beberlo. —Sonriendo, inclinó la botella y le dio un largo trago. Luego se limpió la boca con el dorso de la mano—. Me llamo Simon, por cierto. Quiero felicitarle, doctor Swift. El libro que escribió sobre los ayudantes de Einstein me resultó muy útil. Lo he consultado a menudo desde que empecé este trabajo.
David se esforzó para controlar su rabia. Respiró hondo a través de la fétida mordaza y focalizó toda su atención en la voz del asesino. A pesar de su fuerte acento ruso, tenía un gran dominio del inglés. Al contrario de lo que parecía, este tipo no era un matón descerebrado.
Simon tomó otro trago de vodka, y luego metió la mano en el bolsillo.
—Las últimas horas han sido un poco aburridas para mí. Antes de la última parada iba en el camión del profesor, que va delante de nosotros, pero estaba demasiado ocupado hablando con su nieto y dándoles órdenes a sus estudiantes. Para pasar el rato he charlado con la hija de Gupta, y he descubierto algo que le puede interesar.
Sacó un objeto circular del bolsillo de sus pantalones y lo sostuvo en su palma. David lo reconoció de inmediato: era el medallón dorado que Elizabeth llevaba alrededor del cuello. Simon lo abrió y se quedó mirando la fotografía que había dentro.
—En su línea de trabajo supongo que esto se consideraría una prueba. Una adición tardía a su investigación histórica, ¿no? Desde luego explica algunas cosas.
Le dio la vuelta al medallón para que David pudiera ver la fotografía. Era antigua, un retrato en sepia de una madre y una hija. La madre era una belleza de pelo negro y largo; la niña tenía unos siete años. Ambas miraban inexpresivamente a la cámara, sin sonreír.
—Esta foto fue tomada en Belgrado antes de la guerra —indicó Simon—. A finales de los años treinta, seguramente. Elizabeth no estaba segura de la fecha. —Primero señaló a la hija—: Ésta es Hannah, la madre de Elizabeth. Vino a Estados Unidos después de la guerra y se casó con Gupta. Una elección desafortunada. —El dedo pasó ahora a la madre de pelo negro—. Y ésta es la abuela de Elizabeth. Murió en un campo de concentración. Era medio judía, sabe. Mire, se lo enseñaré.
Extrajo la fotografía del medallón y le dio la vuelta. En el reverso de la fotografía, alguien había garabateado «Hannah y Lieserl».
Simon volvió a sonreír.
—Reconoce ese nombre, ¿no? Le puedo asegurar que no es una coincidencia. Elizabeth me lo ha contado todo. Su abuela era la hija bastarda de Herr Doktor.
En otras circunstancias, David se habría quedado boquiabierto. Para un historiador de Einstein, esto era el equivalente de encontrar un nuevo planeta. Como la mayoría de los investigadores, David había supuesto que Lieserl murió de pequeña; ahora sabía que no sólo había sobrevivido, sino que tenía descendientes con vida. En su estado actual, sin embargo, David no sintió alegría alguna por la revelación. No era más que otro recordatorio de lo ciego que había estado.
Simon volvió a meter la fotografía en el medallón.
—Después de la guerra, Herr Doktor descubrió lo que le había sucedido a su hija. Entonces mandó a buscar a su nieta Hannah, que había estado escondida con una familia serbia, pero nunca reconoció su parentesco con la niña. Como usted bien sabe, el viejo no era un hombre de familia, precisamente. —Cerró el medallón y se lo volvió a meter en el bolsillo del pantalón—. Pero Hannah sí se lo contó a Gupta. Y también a Kleinman. Por eso se pelearon. Los dos se querían casar con la nieta de Herr Doktor.
Echó otro trago de vodka, inclinando la botella hasta que quedó en posición casi vertical. Ya se había bebido más de la mitad y empezaba a arrastrar las palabras.
—Probablemente se estará preguntando por qué le estoy contando todo esto. Pues porque es un historiador. Debería conocer la historia que hay detrás de esta operación. Cuando Gupta se casó con Hannah pasó a ser el protegido de Herr Doktor, su asistente más cercano. Y cuando Herr Doktor confesó que había descubierto la Einheitliche Feldtheorie, Gupta supuso que el viejo judío compartiría el secreto con él. Pero Herr Doktor debió de notar que, ya entonces, había algo raro en Gupta así que el viejo judío le reveló la teoría a Kleinman y los demás. Y eso volvió loco a Gupta. Pensaba que la teoría tenía que ser suya.
Simon hablaba cada vez más alto. David se inclinó hacia delante y estudió al tipo con atención, en busca de más signos de vulnerabilidad. Quizá se presentara una oportunidad. Quizá el hijo de puta hiciera algo estúpido.
El mercenario se volvió y se dirigió hacia la parte delantera del camión. Permaneció callado durante más o menos medio minuto, mirando fijamente las paredes del compartimento de carga. Entonces se volvió hacia David.
—Gupta lleva años planeando esta demostración. Se ha gastado millones de dólares en armar su pequeño ejército de estudiantes. Está convencido de que van a salvar el mundo, de que la gente comenzará a bailar por las calles en cuanto vea el destello del rayo de neutrinos en el cielo. —Hizo una mueca de disgusto y escupió en el suelo—. ¿Se puede creer que alguien se trague estas tonterías? Gupta sí, y ahora sus estudiantes también. Como puede ver, está loco. Y los locos pueden resultar muy persuasivos.
Simon tomó otro trago más de Stoli y luego le volvió a ofrecer la botella a David.
—Tiene que beber algo, no aceptaré un no por respuesta. Tenemos que brindar. Por la demostración de mañana. Por la nueva era de ilustración de Gupta.
Empezó a deshacer torpemente el nudo que apretaba la mordaza que tapaba la boca de David. El vodka le había entorpecido los dedos, pero finalmente consiguió aflojar la tela. David sintió una oleada de adrenalina. Era la oportunidad que había estado esperando. Ahora que ya no estaba amordazado podía gritar pidiendo ayuda. Pero ¿de qué serviría eso? Con casi toda probabilidad iban conduciendo por carreteras desiertas, a través de los bosques y campos de Kentucky o Indiana. No, gritando no conseguiría nada. Tenía que hablar con Simon. Tenía que convencer al mercenario de que lo liberara. Era su única oportunidad.
Al quitarle la mordaza, David notó lo mucho que le dolía la mandíbula. Dio una boqueada de aire fresco y miró a Simon a los ojos.
—¿Y cuánto te paga Gupta por tus servicios?
Simon frunció el ceño. Durante un segundo, David temió que el mercenario cambiara de opinión y volviera a amordazarlo.
—Ésa es una pregunta descortés, doctor Swift. Yo no le he preguntado cuánto dinero ha ganado con su libro, ¿no?
—Esto es distinto. Sabes muy bien lo que va a pasar después de que todo el mundo vea la explosión. El Pentágono comenzará a investigar y…
—Sí, sí, ya lo sé. Todos los ejércitos del mundo intentarán desarrollar esta arma. Pero nadie investigará nada en el Pentágono. Ni en ningún otro sitio cercano a Washington, D.C.
Desconcertado, David se quedó mirando al mercenario.
—¿Qué? ¿Qué quieres decir?
Simon todavía tenía el ceño fruncido, pero en sus ojos había un destello de satisfacción.
—La demostración del profesor Gupta será más impresionante de lo que espera. Voy a modificar la orientación del rayo de neutrinos para que vuelva a entrar en nuestro universo hasta el interior del Monumento a Jefferson. —Señaló la parte trasera del camión con la botella de Stoli y cerró un ojo, como si apuntara con el cuello de la botella—. No es que le tenga especial manía a Thomas Jefferson. He escogido este objetivo porque su localización resulta convenientemente central. Equidistante del Pentágono, la Casa Blanca y el Congreso. Los tres quedarán completamente incinerados por la explosión. Junto con todo lo demás en un radio de diez kilómetros.
Al principio, David pensó que el mercenario bromeaba. Tenía un extraño sentido del humor. Pero el rostro de Simon pareció endurecerse al mirar dentro del cuello de la botella de vodka. Torció el labio superior, y al observar la maliciosa mueca del tipo, a David se le secó la boca.
—¿Quién te paga para hacer esto? ¿Al Qaeda?
Simon negó con la cabeza.
—No, esto lo hago por mí. Por mi familia, en realidad.
—¿Tu familia?
Muy lentamente, Simon dejó a un lado la botella de vodka y volvió a meter la mano en el bolsillo. Esta vez sacó un teléfono móvil.
—Sí, yo tenía una familia. No muy distinta de la suya, doctor Swift. —Encendió el teléfono y lo sostuvo para que David pudiera mirar la pantalla. Un par de segundos después apareció una fotografía: un niño y una niña sonreían a la cámara—. Éstos eran mis hijos. Sergéi y Larissa. Murieron hace cinco años en Argun Gorge, al sur de Chechenia. Supongo que habrá oído hablar del lugar.
—Sí, pero…
—¡Cállese! ¡Cállese y mire! —Se inclinó hacia delante y le puso el teléfono delante de la cara—. Mi hijo, Sergéi, tenía seis años. Se parece un poco al suyo, ¿no? Y Larissa sólo tenía cuatro. Fueron asesinados junto su madre en un ataque con misiles. Un misil Hellfire lanzado por un helicóptero de la Fuerza Delta que operaba cerca de la frontera chechena.
—¿Un helicóptero norteamericano? ¿Qué estaba haciendo allí?
—Nada útil, se lo puedo asegurar. Otra chapucera operación de contraterrorismo que asesinó más mujeres y niños que terroristas. —Volvió a escupir al suelo—. Pero me dan absolutamente igual cuáles fueran las razones. Voy a eliminar a todos aquellos implicados en el mando y despliegue de esa unidad.
Por eso mi blanco es el Pentágono y los líderes civiles. El presidente, el vicepresidente, el secretario de Defensa. —Cerró el teléfono de un golpe de muñeca—. Sólo tendré una oportunidad, así que necesito que la zona de la explosión sea bien amplia.
David sintió ganas de vomitar. Esto era exactamente lo que Einstein había temido. E iba a ocurrir en unas pocas horas.
—Pero parece que lo que le pasó a tu familia fue un accidente. ¿Cómo puedes…?
—¡Ya se lo he dicho, me da igual! —Cogió al botella de Stoli por el cuello y empezó a blandiría como si fuera un bate—. ¡Es intolerable! ¡Es imperdonable!
—Pero vas a matar a cientos de miles…
David sintió un fuerte golpe en la mejilla. Simon le había golpeado en la cara con la botella. David se cayó de lado y se dio con la frente en el suelo del camión. Se hubiera desmayado, pero Simon lo cogió del cuello y lo volvió a levantar.
—¡Sí, van a morir! —gritó—. ¿Por qué deberían seguir con vida si mis hijos están muertos? ¡Van a morir todos! ¡Los voy a matar a todos!
A David le pitaban los oídos. Le salía sangre del corte de la mejilla y pequeños puntos verdosos nublaban la periferia de su visión. Lo único que podía ver era el enfurecido rostro del mercenario e incluso esa imagen se emborronaba poco a poco, mezclándose con virutas rojas, rosas y negras. Mientras sostenía a David con una mano, Simon levantó la botella de Stoli con la otra. Sorprendentemente, no se había roto y todavía quedaba un poco de vodka. Se la metió a David en los labios y le vertió el alcohol en la boca.
—¡Por el final de todo! —gritó—. ¡El resto es silencio!
El vodka le escoció la parte posterior de la garganta y le encharcó el estómago. Cuando la botella quedó vacía, Simon la tiró a un lado y soltó el cuello de David. Entonces éste cayó al suelo y lo envolvió la oscuridad.
El lunes por la mañana, Lucille llegó a la oficina central del FBI a primera hora para no tener que encontrarse con ninguno de sus colegas. Sin embargo, cuando llegó, descubrió que los tontainas de la Agencia de Inteligencia de la Defensa ya habían limpiado su escritorio. Sus expedientes sobre Kleinman, Swift, Reynolds y Gupta ya no estaban. Ni tampoco su ejemplar de Sobre hombros de gigantes. Lo único que habían dejado eran sus efectos personales: el talonario de sus nóminas, sus certificados de recomendación, un pisapapeles de cristal con la forma de un revólver tejano y una fotografía enmarcada en la que le está dando la mano a Ronald Reagan.
Bueno, pensó, rae han hecho un favor. Así no me llevará tanto rato recogerlo todo.
Lucille cogió una caja de cartón y en medio minuto metió todo dentro. Era increíble; todo junto no llegaba a los tres kilos. Durante treinta y cuatro años se había entregado en cuerpo y alma al Bureau, pero nadie lo diría. Observó con resentimiento el anticuado ordenador que había sobre el escritorio y la barata bandeja de plástico de entrada de documentos. Era deprimente.
Y entonces vio la carpeta en la bandeja. Uno de los agentes del turno nocturno la debía de haber dejado después de que pasaran por ahí los tontainas de la AID. Durante varios segundos Lucille se la quedó mirando, diciéndose a sí misma que lo dejara estar. Pero al final la curiosidad pudo con ella. La cogió.
Era un listado de las llamadas telefónicas del profesor Gupta. Lucille había solicitado la información desde su teléfono móvil tres días atrás, pero los idiotas de la compañía telefónica se habían tomado su tiempo. El registro era escaso: Gupta no utilizaba mucho su teléfono, sólo dos o tres llamadas diarias. Mientras pasaba las páginas, sin embargo, advirtió algo inusual. Cada día de las últimas dos semanas había realizado una llamada al mismo número. No era el número de Swift, ni el de Reynolds, ni tampoco el de Kleinman. Lo sospechoso era que Gupta siempre hacía la llamada a las 9.30 en punto de la mañana. Ni un minuto antes o después.
Lucille se recordó a sí misma que ya no trabajaba en el caso. De hecho, ya había rellenado los formularios de su jubilación.
Pero todavía no los había enviado.
Simon conducía el camión a la cabeza del convoy que se dirigía a toda velocidad hacia a la Puerta Este del laboratorio. Eran las cinco en punto de la mañana, había amanecido hacía apenas unos minutos, y la mayoría de las casas de Batavia Road todavía estaban a oscuras. Una mujer solitaria vestida con unos pantalones cortos de color rojo y una camiseta blanca hacía footing por los caminos de entrada y el césped de los patios delanteros. Simon se la quedó mirando un momento, admirando su larga melena rojiza. Luego se pellizcó el puente de la nariz y bostezó. Todavía estaba un poco atontado de la borrachera de anoche. Para despertarse, metió la mano dentro de la cazadora y agarró el mango de su Uzi. El día de la venganza había llegado. Muy pronto todo habría terminado.
Justo al pasar el cruce con Continental Drive, el camión pasó por encima de un paso a nivel y de repente el paisaje se despejó a ambos lados de la carretera. En vez de casas suburbanas y patios con césped, lo que ahora veía Simon eran amplios campos verdes, una muestra de la pradera virgen de Illinois. Ya estaban en propiedad federal, en la frontera oriental de los terrenos del laboratorio. Más adelante había una pequeña caseta, y sentada dentro una mujer extremadamente gorda con un uniforme azul. Simon negó con la cabeza. Era difícil de creer que el laboratorio contratara a una persona tan obesa para realizar tareas de vigilancia. Estaba claro que nadie en estas instalaciones esperaba que hubiera ningún problema.
Mientras Simon reducía la velocidad del camión, la mujer salió trabajosamente de la caseta y se acercó a la ventanilla del camión. Él le ofreció una sonrisa y le dio los papeles que el profesor Gupta había preparado, un grueso fajo de formularios y solicitudes.
—Aquí tienes, cariño —dijo, intentando sonar como un camionero norteamericano—. Hoy tenemos una entrega temprana.
La mujer no le devolvió la sonrisa. Examinó cuidadosamente los papeles, comparándolos con la lista de su portafolio.
—No está en la lista.
—No, pero tenemos el visto bueno.
Ella siguió estudiando los papeles. O leía muy lentamente o disfrutaba haciéndole esperar. Finalmente levantó su enorme cabeza.
—Muy bien, salga del camión y abra la puerta trasera. Y dígales a los conductores de los demás camiones que hagan lo mismo.
Simon frunció el ceño.
—Ya te lo he dicho, tenemos el visto bueno. ¿No has visto las solicitudes?
—Sí, pero he de inspeccionar todo lo que entra. Apague el motor y…
Él la interrumpió metiéndole dos balas en el cráneo. Luego se dirigió a la parte trasera del camión y dio tres golpes a la puerta.
—Abra, profesor —gritó—. Tenemos que cargar algo más.
Uno de los estudiantes abrió la puerta y ayudó a salir a Gupta del camión. El profesor pareció alarmarse cuando vio a la guarda de seguridad en el suelo.
—¿Qué ha pasado? ¿No te había dicho que no debía haber más víctimas?
Simon lo ignoró y se volvió hacia los estudiantes.
—¡Vamos, meted el cuerpo en el camión!
En medio minuto escondieron el cadáver en el compartimento de carga y limpiaron los restos de sangre del asfalto. Si alguien pasaba por ahí pensaría que la mujer simplemente había abandonado su puesto. Simon regresó al asiento del conductor y Gupta se metió en la cabina del camión y se sentó en el asiento del acompañante. El profesor lanzó una dura mirada al ruso.
—Basta de asesinatos, por favor —dijo—. Yo trabajé con algunos de los físicos de aquí en los ochenta, cuando todavía estaban construyendo el Tevatron.
Simon cambió de marcha. No tenía ganas de hablar, así que no dijo nada. El convoy prosiguió su camino hacia el este, pasó cerca de un estanque y de una serie de pequeñas estructuras de un piso.
—De hecho, yo soy uno de los que sugirió el nombre del colisionador de partículas —continuó Gupta—. «Teva» por un trillón de electronvoltios. Es la cantidad de energía más alta que los protones del acelerador pueden conseguir. A esa energía se mueven a un 99,9999 por ciento de la velocidad de la luz —el profesor describió un círculo con el puño y luego lo golpeó con el otro puño, simulando una colisión de partículas. Estaba tan excitado que no podía dejar las manos quietas—. Ahora, claro está, el Gran Colisionador de Hadrones de Suiza puede alcanzar cantidades de energía más elevadas. Pero el Tevatron funciona mejor a la hora de comprimir los protones en el rayo. Eso es lo que hace que sea ideal para nuestros propósitos.
Simon apretó los dientes. No podría soportar esta cháchara nerviosa mucho rato más.
—Todo eso no me importa lo más mínimo —gruñó—. Hábleme de la sala de control. ¿Cuánta gente habrá?
—No te preocupes, sólo habrá el personal mínimo indispensable. Cinco o seis operadores, como mucho. —E hizo un gesto desdeñoso con la mano—. Es por culpa de todos los recortes de presupuesto. Al gobierno ya no le interesa la física. Los laboratorios nacionales necesitan donaciones privadas para mantener los aceleradores en funcionamiento. —El anciano negó con la cabeza—. El año pasado mi Instituto de Robótica donó veinticinco millones de dólares a Fermilab. Quería asegurarme de que no cerraban el Tevatron. Algo me decía que podía terminar resultándome útil.
La carretera torcía a la izquierda y Simon vio un edificio de forma extraña en el horizonte. Parecía como si hubieran colocado un par de colchones de hormigón sobre uno de los extremos y los hubieran inclinado uno contra otro. Cerca del edificio divisó un dique bajo que recorría la pradera en un gran círculo.
Gupta señaló primero el inusual edificio.
—Eso es el Wilson Hall, donde están las oficinas centrales del laboratorio. Yo tenía una oficina en la planta dieciséis. Las vistas eran maravillosas. —Bajó ligeramente el brazo y señaló el dique—. Bajo ese montículo se encuentra el túnel acelerador de Tevatron. La pista de las partículas, lo llamábamos. Un anillo de seis kilómetros con miles de imanes superconductores que guían los rayos. Los protones van en la dirección de las manecillas del reloj. Los antiprotones en la opuesta. Cada rayo tiene potencia suficiente para agujerear una pared de ladrillos. —Luego señaló otro edificio que estaba más cerca de la carretera. Era una anodina estructura sin ventanas, muy parecida a un almacén, situada directamente encima de una sección del túnel acelerador—. Y eso es el Collision Hall. Ahí los protones y los antiprotones colisionan unos con otros. Y desde ese lugar lanzaremos los neutrinos hacia las dimensiones adicionales.
El profesor calló y se quedó mirando las instalaciones a través del parabrisas del camión. Agradecido por el interludio, Simon siguió conduciendo y pasaron por delante de una hilera de tanques cilíndricos con el cartel «PELIGRO: HELIO COMPRIMIDO». Luego llegaron a una alberca alargada situada enfrente del Wilson Hall y en la que se reflejaba la extraña silueta del edificio.
—Gira por aquí y dirígete a la parte posterior de ese edificio —indicó Gupta—. La sala de control se encuentra al lado del Acelerador de Protones.
El convoy avanzó por el camino de entrada que circunvalaba Wilson Hall hasta llegar a un aparcamiento situado delante de una estructura baja con forma de U. La estimación que había hecho Gupta de la cantidad de gente que podía haber en las instalaciones resultó ser acertada: había menos de media docena de coches aparcados. Este número seguro que aumentaría en las próximas tres horas o así, cuando empezara la jornada laboral, pero con un poco de suerte para entonces ellos ya habrían terminado su trabajo.
Simon aparcó el camión y empezó a dar órdenes. Un equipo de estudiantes descargó las cajas de equipo electrónico mientras otro llevaba a los rehenes al camión que conducía el agente Brock. Simon había decidido que sería mejor mantener a Brock alejado de la sala de control para que no descubriera qué estaba pasando. Al antiguo agente del FBI le habían dicho que la misión era robar materiales radioactivos del laboratorio. Simon se acercó a grandes zancadas al camión de Brock y se dirigió a éste.
—Lleva a los rehenes a un lugar seguro —ordenó—. No quiero tenerlos en medio. Hay unas estructuras desocupadas un kilómetro al oeste. Ve a una y quédate ahí un par de horas.
Brock le lanzó una mirada beligerante.
—Tenemos que hablar cuando esto haya terminado. No me pagas suficiente para todo el trabajo de mierda que hago.
—No te preocupes, serás debidamente recompensado.
—¿Y para qué narices mantenemos vivos a los rehenes? Tarde o temprano los tendremos que matar. A todos menos a la hija del profesor, quiero decir.
Simon se le acercó y bajó la voz.
—Al profesor le divierte mantenerlos con vida, pero a mí me da igual. Cuando nadie te vea, puedes hacer lo que quieras con ellos.
Los estudiantes habían dejado a David al lado de Monique y Elizabeth en el compartimento de carga, pero en cuanto el vehículo empezó a moverse otra vez, se arrastró hacia Karen y Jonah. Mientras se retorcía por el suelo del camión, su hijo se lo quedó mirando con los ojos abiertos y su exesposa se puso a llorar. Habían vuelto a amordazar a David, de modo que no podía hablar; en vez de eso simplemente se acurrucó junto a su familia. Todavía se sentía mareado por el vodka y la paliza que Simon le había dado, pero por un momento sintió en el pecho una oleada de alivio.
Un par de minutos después el camión se volvió a detener.
David prestó atención y oyó un chirrido disonante, el sonido del metal retorciéndose. Luego Brock abrió la puerta trasera del camión y David vio un montículo con forma de cúpula y cubierto de hierba. Hacía unos cinco metros de altura y unos veinte de ancho, un altozano artificial situado en lo alto de una estructura subterránea, una especie de sótano o búnker de grandes dimensiones. El camión había aparcado enfrente de una entrada cavada en un lateral del montículo. Sobre una persiana que Brock ya había abierto, un letrero indicaba «Acelerador del Laboratorio Nacional Fermi, Detector nº 3».
Mientras Brock subía al compartimento de carga, metió la mano en su americana y sacó un cuchillo Bowie, idéntico al que Simon había sostenido contra el cuello de Jonah. Con una amplia sonrisa, el agente se acercó a la familia Swift. David gritó «¡No!» por debajo de la mordaza e intentó proteger a su hijo, pero con las piernas y los brazos atados apenas se podía sentar, mucho menos eludir un ataque. Brock se quedó ahí de pie unos segundos, girando el cuchillo para que le diera la luz. Luego se inclinó y cortó la cuerda que ataba los tobillos de David.
—Vas a hacer exactamente lo que yo te diga —susurró—. O me cargo a tu hijo, ¿comprendes?
Brock cortó las cuerdas que ataban los tobillos de Jonah, y luego hizo lo mismo con Karen y Monique. Ignoró a Elizabeth, que se había desmayado en un rincón. En una mano sostenía la Uzi, cuya tira le colgaba del hombro, y con la otra ayudó a los demás a incorporarse.
—Salid del camión —ordenó—. Vamos a entrar en esa nave.
Llevaban las manos atadas a la espalda, pero consiguieron descender del compartimento de carga y avanzar en fila india hacia la persiana. El corazón de David latía cada vez con más fuerza a medida que se acercaban a la entrada; estaba claro que el agente los llevaba a un lugar oculto en el que pudiera asesinarlos a su conveniencia. Mierda, pensó David, ¡tenemos que hacer algo rápido!
Entraron en una habitación oscura iluminada únicamente por unos LED parpadeantes. Brock cerró la puerta y les dijo que siguieran avanzando. Al fondo de la habitación había una escalera de caracol descendente. David contó treinta escalones mientras bajaban hacia la oscuridad. Luego Brock encendió una luz y vieron que estaban en una plataforma con vistas a un enorme tanque esférico. Descansaba sobre un foso de hormigón, como si fuera una pelota de golf en una copa, sólo que en este caso la pelota tenía unos doce metros de diámetro. La plataforma estaba al mismo nivel que la parte superior de la esfera de acero, y a ésta la coronaba un panel grande y circular, como la tapa de una boca de alcantarilla gigante. Mientras David miraba el tanque, se dio cuenta de que había leído sobre él en Scientific American. Formaba parte de un experimento para el estudio de los neutrinos, unas partículas tan elusivas que los investigadores necesitaban grandes aparatos para detectarlos. En el tanque había un millón de litros de aceite mineral.
—¡Sentaos! —gritó Brock—. ¡Contra la pared!
Ya está, pensó David mientras se encogían en el suelo. Ahora es cuando el cabrón nos dispara. Brock se acercó, apuntando cuidadosamente con su ametralladora. Monique se apoyó en David mientras que Karen cerró los ojos y se inclinó sobre Jonah, que había enterrado la cara en la barriga de su madre. Sin embargo, en vez de disparar, Brock le arrancó la mordaza a David y la tiró al otro lado de la habitación.
—Muy bien, ahora podemos empezar —dijo—. Tenemos cosas pendientes, ¿no?
Brock volvió a sonreír, claramente saboreando el momento. No iba a matarlos rápidamente. Iba a alargar la situación el máximo posible.
—Vamos, Swift, grita —dijo—. Grita tan alto como quieras. Nadie te puede oír. Estamos bajo tierra.
David abrió y cerró la boca para revitalizar los músculos de su mandíbula. Probablemente Brock no lo dejaría hablar demasiado, así que tenía que hacer esto rápido. Respiró hondo un par de veces y luego miró al agente directamente a los ojos.
—¿Sabes lo que sucede en el Tevatron? ¿Tienes alguna idea de lo que están haciendo?
—Para serte sincero, me importa una mierda.
—Pues deberías, especialmente si tienes amigos o parientes en Washington, D.C. Tu socio ruso va a destruir la ciudad.
Brock se rió.
—¿De veras? ¿Como en las películas? ¿Con una nube de hongo?
—No, tiene una nueva tecnología. Va a cambiar el objetivo del rayo de neutrinos de Gupta. Pero el efecto será el mismo. Adiós a la Casa Blanca, adiós al Pentágono. Adiós a la oficina central del FBI.
Monique se asustó y se quedó mirando fijamente a David, pero Brock seguía riendo.
—Espera, deja que lo adivine. Ahora te tengo que liberar, ¿no? Eres el único que puede detenerlo, ¿verdad? ¿Es eso lo que intentas decirme?
—Lo que estoy diciendo es que no vivirás mucho tiempo si tu socio logra su objetivo. Si el gobierno desaparece, el ejército asumirá el poder del país, y lo primero que harán será ir en busca de los cabrones que destruyeron Washington. Si tu plan era cruzar la frontera y desaparecer, olvídate de ello. Te encontrarán y te colgarán.
David habló con la mayor seriedad posible, pero el agente no lo creyó. Parecía divertirle muchísimo.
—Y todo esto sucede por culpa de un… ¿Cómo lo has llamado? ¿Rayo neutral?
—Rayo de neutrinos. Mira, si no me crees ve a hablar con el profesor Gupta. Pregúntale qué…
—Sí, sí, me aseguraré de hacerlo. —Riendo entre dientes Brock se apartó y se quedó mirando el tanque esférico gigante. Entonces avanzó a grandes zancadas hacia la cubierta del tanque y empezó a pisotear el panel de acero. El ruido resonó contra las paredes.
—Y aquí qué hay, ¿más neutrinos?
David negó con la cabeza. Era inútil. Brock era demasiado obtuso para comprender lo que le decía.
—Aceite mineral. Para detectar las partículas.
—¿Aceite mineral? ¿Y para qué narices lo necesitan?
—El detector necesita un líquido transparente con carbono. Cuando los neutrinos impactan en los átomos de carbono, emiten destellos de luz. Pero como has dicho, ¿qué más da?
—El aceite mineral también va bien para otras cosas. Es un buen lubricante.
Brock empezó a manipular los cierres del panel. En pocos segundos logró entender cómo se abrían. Entonces apretó un botón rojo con el pie y un motor eléctrico comenzó a zumbar. El panel se abrió como la concha de una almeja, dejando a la vista una piscina del tamaño de un jacuzzi, llena de un líquido claro.
—Fíjate en esto. Hay suficiente para mucho, mucho tiempo.
Arrodillándose en el borde de la piscina, Brock metió la mano en el aceite mineral. Luego se puso en pie y sostuvo la mano reluciente en el aire. Miró fijamente a David mientras se frotaba los dedos.
—Tenemos cuentas que arreglar, Swilt. En esa cabaña de Virginia Occidental me cogiste desprevenido y me destrozaste la cara. Ahora te voy a joder vivo.
A David se le cerró la garganta. Durante un momento no pudo respirar. Intentó tragar.
—Adelante —consiguió decir—. Pero no les hagas daño a los demás.
Brock se quedó mirando a Karen unos segundos, luego a Monique. El aceite mineral le resbalaba de los dedos.
—No, a ellas también les voy a hacer daño.
La toma de la sala de control del Tevatron fue fácil. En cuanto Simon entró por la puerta con su Uzi, todos los operadores sentados en sus consolas se apartaron del panel de pantallas de ordenador y pusieron las manos en alto. Mientras los estudiantes del profesor Gupta ocupaban sus sitios, Simon escoltó a los empleados de Fermilab a un cuarto de almacenaje cercano y los encerró dentro. A cuatro de los estudiantes les dio una radio y una Uzi y les asignó tareas de vigilancia. A dos de ellos los envió al aparcamiento, mientras que el otro par patrullaría las entradas del túnel acelerador del colisionador. Si aparecían más empleados, Simon había planeado detener a los recién llegados y encerrarlos en el cuarto de almacenaje con los demás. Las autoridades no se darían cuenta de lo que sucedía hasta dentro de al menos dos o tres horas, tiempo más que suficiente para que Gupta y sus estudiantes prepararan su experimento en el Tevatron.
El profesor permanecía en el centro de la sala y dirigía a sus estudiantes como un director de orquesta. Sus ojos estudiaban minuciosamente el embrollo de interruptores, cables y pantallas, supervisando todos los indicadores. Cuando algo en particular llamaba su atención, se abatía sobre el estudiante que manejaba esa consola y le pedía un informe de la situación. La intensidad de Gupta era tan extrema que le tensaba la piel alrededor de los ojos y la frente, borrando todo signo de edad y fatiga. Simon tenía que admitir que era una representación impresionante. Hasta el momento todo salía de acuerdo con el plan.
Al cabo de un rato, uno de los estudiantes dijo:
—Iniciando inyección de protones.
A lo que el profesor replicó:
—¡Excelente! —y pareció relajarse un poco. Miró por encima del hombro y sonrió a su nieto autista, que permanecía sentado en un rincón de la sala de control, jugando con su Game Boy. Luego, todavía sonriendo, Gupta echó atrás la cabeza y se quedó mirando el techo.
Simon se le acercó.
—¿Ya queda poco?
Gupta asintió.
—Sí, muy poco. Hemos tenido suerte. Los operadores ya estaban preparando una nueva carga de partículas cuando hemos llegado. —Volvió a supervisar las pantallas de ordenador—. Ahora hemos hecho los ajustes necesarios y empezaremos a transferir los protones del Inyector Principal al anillo del Tevatron. Tenemos que mover 36 racimos, cada uno de los cuales contiene doscientos miles de millones de protones.
—¿Cuánto tardará?
—Unos diez minutos, más o menos. Normalmente los operadores insertan los racimos alrededor del anillo, pero tenemos que alterar la colocación para producir el patrón esférico de colisión. También hemos modificado alguno de los imanes del anillo para crear la geometría adecuada para los enjambres de protones. Ésa es la finalidad del equipo que hemos traído en cajas.
—¿O sea que en diez minutos empezarán las colisiones?
—No, cuando terminemos de transferir los protones tenemos que inyectar los antiprotones. Ésta es la parte más complicada del proceso, así que puede que tardemos más, quizá veinte minutos. Hemos de tener cuidado con provocar un enfriamiento.
—¿Un enfriamiento? ¿Qué es eso?
—Algo a evitar como sea. Los imanes que dirigen las partículas son superconductores, lo cual significa que sólo funcionan si se enfrían hasta los 450 grados bajo cero. El sistema criogénico del Tevatron mantiene fríos los imanes bombeando helio líquido alrededor de las bobinas.
Simon empezó a sentirse intranquilo. Recordó los tanques de helio comprimido que había visto al pasar al lado del túnel acelerador con el camión.
—¿Y qué puede salir mal?
—La energía de cada partícula del rayo es de diez millones de joules. Si erramos el tiro, el rayo podría atravesar el tubo. Aunque el error sea muy pequeño, las partículas podrían rociar uno de los imanes y calentar el helio líquido de su interior. Si se calienta demasiado, el helio se convierte en gas y explota. Entonces el imán dejaría de ser superconductor y la resistencia eléctrica derretiría las bobinas.
Simon frunció el ceño.
—¿Y podrías arreglarlo?
—Posiblemente. Pero llevaría unas cuantas horas. Y otras cuantas horas más recalibrar la trayectoria del rayo.
Joder, pensó Simon. Debería haber tenido en cuenta que esta operación tenía más riesgos de los que el profesor había admitido previamente.
—Debería habérmelo dicho antes. Si el gobierno descubre que estamos aquí enviará un equipo de asalto. ¡Podría contenerlos un rato, pero no durante varias horas!
Algunos estudiantes se volvieron y lo miraron con nerviosismo. Gupta, sin embargo, le puso la mano en el hombro.
—Ya te lo he dicho, tendremos mucho cuidado. Todos mis estudiantes tienen experiencia en el manejo de aceleradores de partículas, y hemos llevado a cabo docenas de simulacros en el ordenador.
—¿Y qué hay de la trayectoria de los neutrinos? ¿Cuándo introducirá las coordenadas del estallido?
—Lo haremos cuando inyectemos los racimos de antiprotones. La trayectoria de los neutrinos dependerá del momento exacto en el que… —Se detuvo a mitad de la frase y se quedó con la mirada perdida. Abrió la boca y por un momento Simon pensó que al anciano le había dado un ataque. Pero pronto volvió a sonreír.
—¿Oyes eso? —susurró—. ¿Lo oyes?
Simon prestó atención. Oyó un pitido leve y rápido.
—¡Esto significa que los protones ya circulan por el tubo acelerador! ¡La señal empieza en un tono bajo y va subiendo a medida que lo hace la intensidad del rayo! —Por el rabillo de los ojos del profesor asomaron unas lágrimas—. ¡Qué sonido más glorioso! ¿No es bello?
Simon asintió. Parecía un latido inusualmente rápido. El frenético latido de un músculo antes de morir.
Brock se acercó a Karen y Jonah. Aunque el cable se le clavaba en las muñecas, David hizo un último intento desesperado de soltarse las manos, retorciendo frenéticamente los brazos que tenía sujetos a la espalda. Todas las horas que se había pasado la noche anterior forcejeando en el compartimento de carga del camión habían conseguido aflojar unos milímetros el cable, pero no lo suficiente. Gritó de frustración cuando el agente se acercó a Karen, que estaba encorvada sobre Jonah, cubriéndolo con su cuerpo. Inclinándose sobre ella, Brock la agarró por la parte posterior del cuello. Iba a apartarla del niño de un empujón cuando David se puso en pie y se abalanzó sobre ellos.
Su única esperanza era coger suficiente impulso. Bajó el hombro derecho y cargó contra el agente como un ariete, con el torso en paralelo al suelo. Pero Brock lo vio venir. En el último momento se apartó y puso el pie en la trayectoria de David para que tropezara. David salió volando y se dio de frente contra el hormigón. Empezó a salirle sangre de la nariz y se le metía en la boca.
Brock se rió.
—Buen intento, payaso.
La habitación se oscureció y empezó a dar vueltas. David se desvaneció unos segundos y cuando volvió a abrir los ojos vio a Monique corriendo hacia el agente. Su intento también resultó fútil. En cuanto estuvo cerca, Brock le dio un puñetazo en el pecho. Monique cayó hacia atrás y el agente se volvió a reír. Tenía la cara sonrosada alrededor de los moratones y la mirada exultante. Mientras se acercaba a ella, Brock se pasó la Uzi a la mano izquierda y se metió la derecha en el bolsillo de los pantalones. Parecía que iba a sacar otra arma, una navaja, un garrote o un puño americano, pero Brock dejó la mano dentro del bolsillo y comenzó a moverla arriba y abajo. El cabrón se estaba tocando.
De repente Brock se dio la vuelta y regresó al tanque de aceite mineral. Esta vez dejó la Uzi colgando del hombro y metió ambas manos en la piscina.
—¡Vamos, Swift! —exclamó—. ¿Ya no quieres pelear más? ¿Te vas a quedar sentado ahí, mirando?
David apretó los dientes. Levántate, se dijo a sí mismo, ¡levántate! Logró ponerse en pie y avanzó tambaleante, pero ahora parecía moverse a cámara lenta. Brock lo volvió a esquivar y agarró el trozo de cable que ataba las muñecas de David, le hizo dar la vuelta y lo obligó a ponerse de rodillas. El agente tenía las manos aceitosas y frías.
—La negra estará bien —susurró—. Pero no tanto como tu esposa. Le quitaré la mordaza para que la puedas oír gritar.
Brock lo tiró al suelo. David se golpeó la cabeza con el hormigón por segunda vez y el dolor le atravesó el cráneo. Sin embargo esta vez no se desmayó. Se clavó las uñas en las palmas de las manos y se mordió el labio inferior hasta sangrar, intentando permanecer consciente como fuera.
Mareado, con náuseas y aterrado, vio como Brock apartaba a Karen de Jonah y la arrastraba hacia el tanque de acero. El agente le arrancó la mordaza y David pudo oír como ella dejaba escapar un gimoteo apenas audible, más desgarrador que cualquier grito. El sonido puso histérico a David, que se retorcía en el suelo intentando ponerse otra vez en pie. Y mientras se esforzaba, la mano derecha se soltó al fin de la atadura del cable. Sin querer, Brock la había mojado con aceite mineral.
David se quedó tan sorprendido que permaneció en el suelo unos segundos, con ambas manos a la espalda. De repente su mareo se disipó y pudo volver a pensar con claridad. Sabía que estaba demasiado débil para pelear. Si intentaba quitarle la Uzi a Brock, el agente lo empujaría y le dispararía. Tenía que incapacitar al cabrón, y, gracias a su renovada claridad mental, supo exactamente cómo conseguirlo. Se metió la mano en el bolsillo y cogió el encendedor que le había cogido a la agente Parker, el Zippo con la bandera de Texas en relieve.
Simulando que todavía tenía las manos atadas, David se puso en pie. Brock sonrió y soltó a Karen.
—Así me gusta —cacareó, mientras se apartaba de ella y se ponía en guardia—. ¡Vamos, tío duro! ¡Demuestra qué es lo que sabes hacer!
Esta vez no corrió. Se acercó tambaleante hasta quedar delante del agente. Brock negó con la cabeza, decepcionado.
—¿Sabes? No tienes buen aspecto. Pareces…
David encendió el Zippo y se lo tiró a la cara. En un acto reflejo, el agente levantó los brazos para protegerse del golpe, con lo que las dos manos aceitosas prendieron.
Con todas las fuerzas que le quedaban, David agarró a Brock por la cintura y lo empezó a empujar hacia atrás. El agente agitaba las manos, pero esto no hizo más que avivar las llamas. David contó dos pasos, tres pasos, cuatro. Y entonces tiró a Brock dentro del tanque de aceite mineral.
La llamas se propagaron por la piscina en cuanto las manos de Brock tocaron la superficie. Pero independientemente del fuego, el agente habría estado perdido de todos modos. Se hundió en el líquido como una piedra y desapareció inmediatamente. Además de ser altamente inflamable, el aceite mineral es menos denso que el agua. Y como el cuerpo humano está básicamente compuesto de agua, le resulta imposible nadar en un fluido que es mucho más ligero. David se había olvidado de gran parte de la física que había estudiado en la escuela, pero afortunadamente no de esa parte.
La señal de la sala de control ya no parecía un latido. El tono de cada pitido había ido subiendo hasta convertirse en un estridente chillido inhumano. Sonaba como una alarma, una advertencia automática de algún fallo mecánico, pero el profesor Gupta no parecía preocupado. Volvió a levantar la mirada al techo, y cuando se volvió hacia Simon, en su rostro había una boquiabierta sonrisa de éxtasis.
—El rayo está listo —declaró—. Lo sé tan sólo oyendo la señal. Todos los protones están en el anillo.
Maravilloso, pensó Simon. Ahora terminemos la misión.
—¿Entonces estamos listos para introducir las coordenadas del objetivo?
—Sí, ése es el siguiente paso. Y luego cargaremos los antiprotones en el colisionador.
El profesor se acercó a la consola que manejaban Richard Chan y Scott Krinsky, los pálidos físicos con gafas del Laboratorio Nacional de Oak Ridge. Pero antes de que Gupta pudiera darles las instrucciones, Simon lo agarró del brazo y le puso la Uzi en la frente.
—Espere un momento. Tenemos que hacer un pequeño ajuste. Tengo unas nuevas coordenadas para la explosión.
Gupta lo miró boquiabierto, sin comprender.
—¿Qué estás haciendo? ¡Suéltame!
Richard, Scott y todos los demás estudiantes volvieron las cabezas. Algunos se levantaron de sus asientos cuando vieron lo que estaba ocurriendo, pero a Simon no le preocupaban. Nadie en la sala de control iba armado.
—Si valoráis la vida de vuestro profesor, os sugiero que os sentéis —dijo tranquilamente. Para dejar claro este punto, apoyó el cañón de la Uzi en la sien de Gupta.
—¿Para qué me llama? Ya no trabaja para mí.
Lucille casi no reconoció la voz del director del Bureau en el bramido que oyó al otro lado del auricular del teléfono.
—Señor —empezó otra vez—, tengo nuevas…
—¡No, no quiero oírlo! Ya se ha retirado. Entregue su arma y su placa y salga del edificio.
—¡Por favor, señor, escuche! He identificado un número de teléfono móvil que puede pertenecer a uno de los…
—¡No, escúcheme usted a mí! ¡He perdido mi trabajo por su culpa, Parker! ¡El vicepresidente ya ha elegido mi sustituto y ha filtrado su nombre a las noticias de la Fox!
Ella respiró hondo. La única forma de hacer que la escuchara era soltarlo deprisa.
—Este sospechoso podría estar trabajando con Amil Gupta. Su número de teléfono está registrado con un alias, el señor George Osmond. Una identidad falsa, una dirección falsa. De acuerdo con los registros de la compañía telefónica, durante las últimas dos semanas ha encendido su teléfono una vez al día, para recibir una llamada de Gupta, y luego inmediatamente lo apagaba. Pero creo que este tal Osmond cometió un error. A la una en punto de la mañana encendió el teléfono y lo dejó encendido, y desde entonces ha estado dejando constancia de su posición.
—¿Sabe qué, Lucy? Ése ya no es mi problema. Esta tarde volveré a estar en el sector privado.
—Tengo información de los movimientos del portador del teléfono móvil. Parece que el sospechoso viajó a través de carreteras secundarias hasta Batavia, Illinois. Ahí es donde está ahora, en el Laboratorio Nacional Fermi…
—¿Y por qué me cuenta a mí todo esto? Debería hablar con Defensa. Ahora son ellos quienes están al mando.
—¡Lo he intentado, señor, pero no escuchan! ¡Esos idiotas de la ADI no dejan de repetir que ellos no necesitan la ayuda de nadie!
—¡Pues que se las apañen! ¡Por mí como si se van todos al infierno!
—Señor, si pudiera…
—No, ya he tenido suficiente. ¡Que le den al Pentágono, que le den a la Casa Blanca, que le den a toda la administración!
—Pero lo único que tiene que hacer es…
Oyó un clic. El director del FBI le acababa de colgar el teléfono.
David condujo a Karen, Jonah y Monique fuera del laboratorio subterráneo y de vuelta al camión. Aunque el sistema aspersor del laboratorio ya había extinguido el incendio en el tanque de aceite mineral, estaban impacientes por salir de ahí. En cuanto llegaron fuera, David desató las ataduras de sus muñecas. Karen y Jonah se abrazaron a él, llorando, pero Monique volvió corriendo al laboratorio.
—¡Espera un momento! —exclamó David—. ¿Adónde vas?
—¡Tenemos que encontrar un teléfono! ¡Se llevaron nuestros móviles!
Desligándose delicadamente de su exesposa y su hijo, David regresó a la entrada del laboratorio. Monique cruzó la sala, en busca de un teléfono entre los largos paneles de ordenadores.
—¡Joder! —gritó—. ¿Dónde está el teléfono? ¡Tienen equipos de millones de dólares, pero no un maldito teléfono!
David permaneció en la entrada, reacio a entrar.
—Vamos —apremió a Monique—. Ese cabrón ruso puede enviar refuerzos en cualquier momento.
Monique negó con la cabeza.
—Antes tenemos que llamar y pedir ayuda. Gupta ya ha hecho todos los preparativos para la ruptura espacio-temporal. Si ahora están direccionando el tiro a Washington, van a… ¡Eh!, ¿qué es esto? —Señaló un panel de metal que había en la pared, no muy lejos de la entrada—. ¿Es un interfono?
A su pesar, David entró en la sala para verlo de cerca. Efectivamente parecía un interfono, con una hilera de botones de colores bajo la rejilla de un altavoz. Los botones estaban etiquetados: SALA DE CONTROL, ACELERADOR, INYECTOR PRINCIPAL, TEVATRON Y COLLISION HALL.
—No presiones SALA DE CONTROL —le advirtió David—. Probablemente es ahí donde se encuentra Gupta.
—Quizá podamos ponernos en contacto con una oficina que no hayan tomado todavía. Si encontramos a uno de los ingenieros de Tevatron, podríamos convencerle para que cortara la electricidad del colisionador. —Estudió un momento la hilera de botones y luego apretó el que tenía la etiqueta TEVATRON—. ¿Hola? ¿Hola?
No obtuvo respuesta alguna. Pero cuando David acercó la oreja al panel oyó un pitido rápido y agudo.
—Mierda —susurró Monique—. Conozco esta señal —agarró del brazo a David para tranquilizarse a sí misma—. Los rayos ya casi están a punto.
—¿Qué? ¿Qué vamos a…?
—¡No hay tiempo, no hay tiempo! —Y se dirigió a la entrada, llevándolo consigo—. ¡Tenemos diez minutos, quince como mucho!
Corrió hacia el camión y agarró la manecilla de la puerta del asiento del conductor. Desafortunadamente, estaba cerrada. Probablemente, las llaves todavía estaban en el bolsillo de los pantalones de Brock, en el fondo del tanque de aceite mineral.
—¡Maldita sea! —exclamó—. ¡Tendremos que ir corriendo!
—¿Adónde? ¿Adónde hemos de ir?
—¡Al túnel acelerador! ¡Por aquí!
Mientras Monique se adelantaba y empezaba a correr hacia el sur en dirección al anillo del Tevatron, David se acercó a Karen, que estaba arrodillada en el suelo junto a Jonah. Le aterraba dejarlos solos, pero lo que estaba pasando en el colisionador daba todavía más miedo.
—Tenemos que separarnos —dijo—. Tú y Jonah deberíais salir de aquí lo más rápido que podáis —señaló una franja de asfalto a unos doscientos metros hacia el norte—. Id a esa carretera y torced a la izquierda. Si veis a algún guarda de seguridad o un policía decidle que hay un incendio en el túnel acelerador y que corten la electricidad. ¿Lo has entendido?
Karen asintió. A David le sorprendió lo tranquila que estaba. Ella lo cogió de la mano y la apretó; luego lo empujó hacia el túnel acelerador.
—Ve, David —dijo ella—. Antes de que sea demasiado tarde.
Simon tenía un dilema. Había intentado llamar a Brock por radio, pero no había obtenido respuesta. Lo había intentado tres veces más pero no oía nada más que estática. Era difícil imaginar que un hombre armado con una Uzi hubiera podido ser reducido por un puñado de rehenes atados y amordazados. Pero eso es lo que había.
Simon todavía sostenía a Gupta a punta de pistola, y los estudiantes de la sala de control seguían monitorizando el Tevatron, ajustando obedientemente los rayos de protones y antiprotones para que se adaptaran a las nuevas coordenadas del tiro. En unos diez minutos los rayos de partículas estarían listos y tras dos minutos de aceleración empezarían las colisiones. Pero si Swift y Reynolds se habían escapado de Brock, lo más probable era que se dirigieran al túnel acelerador e intentaran interrumpir el experimento. Ahora Simon tenía que elegir entre ir a por ellos o quedarse en la sala de control.
Después de pensárselo unos segundos, apretó el cañón de la Uzi contra el cráneo de Gupta y lo empujó hacia delante. El anciano tenía tanto miedo que apenas se tenía en pie. Sosteniéndolo por el cogote, Simon se dirigió a los estudiantes.
—El profesor Gupta y yo vamos a observar el experimento desde otro sitio, no muy lejano. Espero que todos cumpláis las órdenes que os he dado. Si la demostración fracasa, asesinaré a vuestro profesor de la forma más dolorosa imaginable. Y luego volveré aquí y os mataré a cada uno de vosotros.
Los estudiantes asintieron y volvieron a sus pantallas. Eran débiles y se les asustaba e intimidaba fácilmente, por lo que Simon estaba seguro de que cumplirían. Fue al fondo de la sala de control y abrió el armario donde estaban las llaves de los puntos de acceso al túnel acelerador. El nieto autista del profesor se lo quedó mirando un momento, sin comprender qué pasaba. Luego bajó la cabeza y volvió a centrar su atención en la Game Boy mientras Simon arrastraba al profesor fuera de la sala.
Había casi un kilómetro hasta el Tevatron. David y Monique corrieron varios cientos de metros por una carretera pavimentada y luego atravesaron un campo embarrado. Pronto verían el montículo cubierto de hierba que recorría el túnel acelerador y la estructura baja hecha de bloques de hormigón y con una alambrada en la entrada en vez de una puerta. No había ningún vehículo aparcado cerca ni nadie a la vista.
Monique señaló la estructura.
—Ésa es una de las entradas al túnel. El punto de acceso F-Cero.
—Mierda —dijo David, resollando—. Seguramente la entrada estará cerrada. ¿Cómo diablos vamos a entrar?
—Con un hacha contra incendios —contestó ella—. Hay una en cada punto de acceso, por si hay una emergencia en el túnel. Recuerdo haberlas visto la última vez que realicé un experimento aquí.
—Dentro del túnel hay interruptores de cierre manuales, pero probablemente Gupta los habrá inutilizado. Seguro que es una de las primeras cosas que ha hecho.
Con un esprint final llegaron al edificio de bloques de hormigón y rápidamente localizaron el armario contra incendios, que colgaba de una pared exterior. Monique cogió el hacha y corrió hacia la entrada del edificio. A través de la alambrada, David vio una escalera que bajaba al túnel. Agarró el codo de Monique.
—¡Espera un segundo! ¿Cómo vas a apagar el acelerador si han inutilizado los interruptores?
Monique levantó el hacha.
—Con esto. Un corte limpio a través del tubo de aceleración servirá.
—¡Pero si el rayo ya está en funcionamiento, los protones se propagarán por todas partes! ¡Quedarás impregnada de radiación!
Ella asintió apesadumbrada.
—Por eso te vas a quedar aquí arriba a vigilar la entrada. No tiene sentido que nos friamos los dos.
La mano de David apretó con fuerza el codo de Monique.
—Déjame hacerlo a mí. Yo iré.
Ella enarcó una ceja. Se lo quedó mirando como si hubiera dicho una estupidez.
—Eso es ridículo. Tienes un hijo, una familia. Yo no. Es un cálculo sencillo. —Liberó el brazo de su presa y se colocó delante de la entrada.
—¡No, espera! Quizá podamos…
Ella levantó el hacha por encima de su cabeza e iba a dejarla caer sobre la cerradura de la entrada cuando una bala le alcanzó. David oyó el disparo y vio que del costado de Monique salía sangre, justo por encima de la cintura de sus pantalones cortos. Ella dejó escapar un «Uhhh» de sorpresa y dejó caer el hacha. Él la cogió por los hombros cuando se desplomó y rápidamente torció la esquina del edificio con ella a rastras.
—¡Dios santo! —gritó él—. ¡Monique!
Su rostro se contraía de dolor y se aferró al bíceps de David mientras éste la tumbaba en el suelo y le levantaba la camiseta. Había un agujero de entrada a la izquierda del abdomen y otro de salida a la izquierda. La sangre salía profusamente de ambos.
—¡Joder! —dijo ella entrecortadamente—. ¿Qué ha pasado?
Él echó un vistazo por la esquina. A unos cincuenta metros divisó a uno de los estudiantes de Gupta pegado a la pared de otro edificio de bloques de hormigón. Aunque ambos llevaban Uzis, los estudiantes se quedaron ahí, inmóviles, sin duda traumatizados por su primera experiencia con una arma. Uno de ellos hablaba por radio.
David se volvió a Monique.
—Son dos, pero ahora vendrán más —le informó—. Arrodillado junto a ella, deslizó un brazo por debajo de su espalda y otro por debajo de las rodillas.
—Voy a sacarte de aquí. —Pero ella soltó un grito cuando él intentó levantarla y la sangre salió a borbotones del agujero de salida, empapándole los pantalones.
—¡Bájame, bájame! —gimió ella—. Tendrás que hacerlo tú. Hay otro punto de acceso a medio kilómetro al sur.
—No puedo…
—¡No hay tiempo para discutir! ¡Coge el hacha y vete!
Simon encerró al profesor Gupta en un cuarto de almacenaje del Collision Hall. En cuanto estuvieron fuera del alcance del oído de la sala de control podría haberlo matado fácilmente sin que nadie se enterara, pero decidió que sería justo que el profesor viviera para ver los resultados de su experimento.
Justo cuando Simon salía del Collision Hall, recibió una transmisión de radio del par de estudiantes a los que había asignado patrullar el túnel acelerador. Dos minutos después, Simon llegó a la entrada del túnel. Los estudiantes estaban de pie a diez metros de Reynolds, ambos apuntándola nerviosamente con sus ametralladoras a pesar de que estaba claro que no estaba en condiciones de devolver el fuego. Yacía tumbada sobre la espalda en un charco de sangre, todavía viva, pero no por mucho tiempo.
—¿Estaba sola? —les preguntó Simon—. ¿Habéis visto a alguien más?
El estudiante gordo negó con la cabeza, pero el delgado no estaba tan seguro. Se secó el sudor de la frente y se colocó bien la montura de las gafas en el puente de la nariz.
—Después de que Gary le disparara estoy seguro de que alguien la ha llevado a rastras al otro lado de la esquina. Pero no lo vi bien.
Simon dio un paso hacia el zoquete miope.
—¿En qué dirección se ha ido?
—No lo sé, no lo volví a ver. Estaba ocupado llamándote por radio, y para cuando hemos…
Simon apretó el gatillo y silenció al tontaina. Luego se volvió sobre los talones y ejecutó al gordo. Estos niños grandes eran menos que inútiles. Ahora Swift andaba suelto por ahí, probablemente corriendo hacia otra entrada al túnel, y Simon no tenía ni idea de a qué punto de los seis kilómetros del anillo se dirigía. Enfurecido, pateó la cara del primer estudiante al que había disparado y le rompió las gafas.
Luego la mujer herida dejó escapar un gemido, un gutural y quebrado, «Daaaaavid». Entonces a Simon se le ocurrió que quizá no estaba todo perdido. Podía ser que Reynolds supiera adónde se dirigía Swift.
Simon sacó su cuchillo de combate de su funda y con grandes zancadas se acercó a ella. Tenía los ojos cerrados pero todavía estaba consciente.
Karen no podía creer su buena suerte. Mientras corría con Jonah por la carretera que David le había señalado, se cruzó con tres camiones de bomberos y un Jeep blanco y rojo que iban en su dirección. Agitó frenéticamente los brazos para que se detuvieran. Los camiones pasaron de largo con las sirenas encendidas, pero el Jeep, que tenía las palabras «Jefe de Bomberos de Fermilab» escritas en la puerta del asiento del acompañante, sí se paró. Un hombre calvo de cara redonda y jovial bajó la ventanilla.
—¿Puedo ayudarle en algo, señora?
Ella se quedó quieta un segundo para recuperar el aliento.
—¡Hay fuego! ¡En el túnel acelerador! ¡Tienen que cortar la electricidad!
El jefe de bomberos sonrió, imperturbable.
—Tranquila, tranquila. Nos han informado de que se ha activado el sistema de rociadores del Detector Número Tres. Ahí se dirigen los camiones.
—¡No, no, ese fuego ya se ha extinguido! ¡Tienen que ir al túnel acelerador! ¡Tienen que cortar la electricidad antes de que lo hagan saltar por los aires!
La sonrisa del jefe se apagó un poco. Miró a Karen de arriba abajo y luego a Jonah, que todavía lloraba.
—¿Perdone, señora, tiene su pase de visitante de Fermilab?
—¡No! ¡Nos han traído en un camión!
—Me temo que no puede estar en los terrenos del laboratorio sin un pase. Tiene que…
—¡Por el amor de Dios! ¿Un grupo de terroristas ha tomado el lugar y a usted lo que le preocupa es un maldito pase de visitante?
La sonrisa desapareció del todo. El jefe movió el Jeep para aparcarlo y abrió la puerta.
—Está usted infringiendo la ley, señora. Creo que será mejor que venga…
Karen agarró la mano de Jonah y salió corriendo.
David corría por una hilera de robles que le proporcionaban cierta protección mientras seguía la curva del montículo que había sobre el túnel acelerador. No miró hacia donde había dejado a Monique. Había avanzado casi un kilómetro, así que tampoco podría verla ya, pero aun así no quería mirar atrás. Tenía que apartar todo de su mente excepto el rayo.
Con el hacha en la mano, corrió hacia la entrada E-Cero, una estructura de bloques de hormigón idéntica a la anterior. Una voluminosa carretilla eléctrica de color amarillo estaba aparcada junto al edificio; probablemente lo utilizaban los trabajadores de mantenimiento para remolcar material de un punto de acceso a otro, pero los trabajadores todavía no habían llegado. Lo único que oía era el canto de los pájaros y un leve zumbido que provenía de la escalera que bajaba hacia al túnel acelerador.
Rápidamente examinó la entrada que había en lo alto de las escaleras. Estaba cerrada con una cadena y un candado Master, pero la cadena era fina y barata. David cogió el mango del hacha como si fuera un bate de béisbol e hizo un par de movimientos de práctica. Luego la echó hacia atrás del todo y golpeó con la hoja los débiles eslabones de la cadena. La sacudida del impacto en las manos fue tremenda y casi se le cae el hacha, pero cuando volvió a mirar la cadena estaba partida en dos.
Abrió la puerta y bajó corriendo las escaleras. Al final de los escalones, sin embargo, tuvo que detenerse: había otra puerta cerrada que bloqueaba la entrada al túnel. A través de los barrotes de la puerta podía ver el tubo de aceleración, largo, curvado y plateado, a medio metro del suelo del túnel. Esto también lo había leído en Scientific American. Los imanes superconductores encajonaban casi todo el tubo, y quedaban ensartados como cuentas en un collar gigante, con la diferencia de que cada imán medía casi tres metros de largo y tenía forma de ataúd. Los imanes mantenían la dirección de los protones y antiprotones, guiaban su recorrido dentro del tubo de acero. Al encender el interruptor, estos mismos imanes harían chocar los rayos y darían inicio al apocalipsis.
David volvió a levantar el hacha, pero la segunda puerta era un obstáculo más duro que la primera. Estaba cerrada con dos cerrojos de seguridad que salían de las jambas. Cuando las golpeó, la hoja del hacha no les hizo mella. Decidió entonces golpear el centro de la puerta, pero no consiguió siquiera abollar los barrotes. Parte del problema era que el pasillo era demasiado estrecho; no tenía espacio suficiente para golpear bien. Frustrado, volvió a intentar romper los cerrojos, pero esta vez lo que se rompió fue la cabeza del hacha. David dejó escapar un «¡Joder!» y aporreó la puerta con el mango roto. Estaba a dos pasos del tubo de aceleración, pero no podía acercarse más.
No se le ocurrió nada mejor, así que volvió a subir la escalera. Aunque probablemente podría encontrar otra hacha en algún lugar de las instalaciones, sabía que no serviría de nada. Quizá conseguía abrir una brecha en la puerta si se pasaba media hora golpeándola, pero como mucho tenía unos pocos minutos. Al salir fuera miró alrededor en busca que algún tipo de ayuda —una llave, una sierra, un cartucho de dinamita—. Y entonces sus ojos se posaron en el cochecito eléctrico.
Afortunadamente, el motor del cochecito se arrancaba presionando un botón. David se sentó en el asiento del acompañante y condujo el vehículo hacia la entrada del túnel, que parecía ser suficientemente ancha. Pisando el pedal al máximo, aceleró el cochecito hasta los treinta kilómetros por hora. Luego saltó del vehículo y vio cómo bajaba los peldaños a toda velocidad.
El choque fue fortísimo, lo cual hizo que aumentaran las esperanzas de David. Bajó a toda prisa la escalera y vio el cochecito amarillo en equilibrio sobre un montón de escombros. La parte frontal del vehículo estaba dentro del túnel, mientras que la trasera colgaba fuera de la puerta. Las ruedas traseras daban vueltas frenéticamente en el aire —el motor del cochecito todavía funcionaba y seguramente el pedal del acelerador había quedado atascado— pero David consiguió subirse al chasis y cruzar la brecha.
Se deslizó hasta el suelo de hormigón del túnel, que estaba repleto de trocitos de cristal de los faros del cochecito. El tubo de aceleración, sin embargo, parecía intacto. A unos metros David vio un panel de control en la pared. Tras murmurar una rápida oración, abrió el panel y tiró del interruptor de cierre manual. Pero no pasó nada. La larga hilera de imanes superconductores siguió zumbando. Gupta había inutilizado los interruptores, tal y como Monique había predicho.
David cogió un escombro del choque, una pesada barra de acero que había salido despedida de la puerta. Era la única opción que se le ocurría. Era imposible inutilizar los imanes superconductores —las bobinas estaban situadas detrás de gruesas columnas de acero— y los cables eléctricos del colisionador iban por el arqueado techo del túnel, fuera de su alcance. No, la única forma de apagar el Tevatron era abrir una brecha en el túnel de aceleración. Tenía que aporrearlo con fuerza suficiente para interrumpir el flujo de partículas, que luego impregnarían su cuerpo como si de un trillón de dardos diminutos se tratara. David empezó a notar un escozor en los ojos. Bueno, pensó, al menos será rápido.
Se frotó los ojos y susurró «Adiós, Jonah». Luego levantó el barrote de acero por encima de su cabeza. Pero al avanzar hacia una sección del tubo de aceleración entre dos imanes, advirtió que había otro tubo justo por encima, en el que ponía «HE» en letras negras. Era el tubo que suministraba el helio líquido ultrafrío a los imanes. El helio era lo que convertía en superconductores a los imanes; bajaba la temperatura de sus bobinas de titanio hasta que podían conducir la electricidad sin ninguna resistencia. Mientras David lo observaba, se dio cuenta de que había otra forma de detener los rayos de partículas.
Agarró bien el barrote de acero y apuntó al tubo de helio. Sólo necesitaba una grieta. Una vez expuesto al aire, el helio líquido se convertiría en gas y escaparía; entonces, los imanes se sobrecalentarían y el Tevatron se apagaría automáticamente. David golpeó con todas sus fuerzas directamente sobre el «HE» negro. Un agudo sonido metálico resonó por todo el túnel. El golpe hizo una abolladura de un par de centímetros; estaba bien, pero no era suficiente. Golpeó el tubo otra vez en el mismo punto, aumentando el tamaño y la profundidad de la abolladura. Un golpe más bastaría, pensó mientras levantaba una vez más el barrote de acero. Entonces alguien le cogió el barrote de las manos y lo apartó del tubo de aceleración.
—No, señora, no pasa nada. Otro maravilloso día más en el laboratorio. Veinticinco grados y ni una sola nube en el cielo.
Adam Ronca, el jefe de seguridad de Fermilab, hablaba con un divertido acento de Chicago. Mientras hablaba con él por teléfono, Lucille se imaginó su aspecto: fornido, rubicundo, de mediana edad. Un tío de trato fácil que había encontrado un trabajo no demasiado estresante.
—¿Y qué hay de los informes de incidentes? —preguntó ella—. ¿No hay ninguna señal de actividades inusuales en las últimas horas?
—A ver, veamos —Hizo una pausa y le oyó pasar unas hojas—. A las 4.12 de la madrugada, la guarda de la Puerta Oeste vio algo moviéndose entre los árboles. Resultó ser un zorro. Y a las 6.07, el Departamento de Bomberos respondió a una alarma en el Detector Número Tres.
—¿Una alarma?
—Probablemente no es nada. Suelen tener problemas con el sistema de rociado. La maldita cosa siempre… —Un crepitar de estática lo interrumpió—. Esto, perdone, agente Parker. El jefe de bomberos me llama por radio.
—¡Espere! —gritó Lucille, pero ya la había puesto en espera. Durante casi un minuto ella tamborileó con los dedos en el escritorio mientras miraba los informes de seguimiento del teléfono móvil de George Osmond. Fermilab era un objetivo terrorista muy improbable; en ese laboratorio se guardaba muy poco material radiactivo y ningún diseño de armamento. Pero quizá el señor Osmond estaba interesado en otra cosa.
Finalmente, Ronca volvió a ponerse al teléfono.
—Lo siento, señora. El jefe de bomberos necesitaba mi ayuda en algo. ¿Qué estaba usted…?
—¿Por qué necesitaba su ayuda?
—Oh, ha visto una pareja de intrusos. Una loca que iba con su hijo. Sucede más a menudo de lo que se imagina.
Lucille apretó con fuerza el auricular del teléfono. Pensó en la exesposa de Swift y el hijo de ambos, que llevaban dos días desaparecidos.
—¿Era una mujer de treintaitantos, rubia, uno setenta y cinco de altura, más o menos? ¿Con un niño de siete años?
—¿Oiga, cómo sabe…?
—Escúcheme atentamente, Ronca. Puede que estén sufriendo un ataque terrorista. Tiene que cerrar el laboratorio.
—Eh, Eh, un momento. No puedo…
—Mire, conozco al director de la oficina del Bureau en Chicago. Le diré que envíe unos agentes. ¡Usted asegúrese de que nadie abandona las instalaciones!
El profesor Gupta sabía exactamente dónde estaba. El cuarto en el que lo habían encerrado no quedaba muy lejos del detector del colisionador, la joya de la corona de Fermilab. Sentado con la espalda contra la pared podía oír el leve zumbido del artefacto y sentir las vibraciones en el suelo.
El detector tenía la forma de una rueda gigante, de más de diez metros de altura, y el tubo de aceleración estaba colocado en su eje y rodeado de anillos concéntricos de instrumentos —cámaras de difusión, calorímetros, contadores de partículas—. Durante el funcionamiento normal del Tevatron, estos instrumentos siguen las trayectorias de los quarks, mesones y fotones que se desprenden de las colisiones de alta energía. Pero hoy no saltarían partículas del centro de la rueda. En vez de eso las colisiones provocarían un agujero en nuestro universo, desde el que los neutrinos estériles escaparían a las dimensiones adicionales, y ningún instrumento en el planeta podría detectar su presencia hasta que regresaran a nuestro espacio-tiempo. Gupta había podido oír las coordenadas del nuevo blanco que Simon les había dado a sus estudiantes, así que podía prever el punto en el que los neutrinos volverían a entrar en nuestro universo. Aproximadamente a mil kilómetros al este. En algún lugar de la Costa Este.
El profesor bajó la cabeza y se quedó mirando el suelo. No era culpa suya. Él nunca quiso hacerle daño a nadie. Desde el principio fue consciente de que el esfuerzo podía requerir algún sacrificio, claro está. Sabía que Simon tendría que ejercer cierta presión a Kleinman, Bouchet y MacDonald para extraerles la Einheitliche Feldtheorie. Pero eso era inevitable. En cuanto las ecuaciones estuvieran en manos de Gupta, él hubiera evitado todo acto violento que pudiera echar a perder su demostración de la teoría unificada. Él no tenía la culpa de que sus órdenes no se hubieran cumplido debidamente. El problema era la mera perversión humana. El mercenario ruso lo había engañado desde el principio.
Mientras Gupta permanecía sentado en la oscuridad oyó un nuevo ruido, una vibración lejana. Era el sonido del sistema RF, que estaba generando un campo magnético oscilante para acelerar los protones y antiprotones. Cada vez que las partículas daban la vuelta al anillo, 50.000 veces por segundo, el campo magnético les daba un nuevo impulso. En menos de dos minutos, los enjambres de protones y antiprotones llegarían a la energía máxima y los imanes superconductores harían que los dos rayos chocaran. El profesor levantó la cabeza y escuchó atentamente. Puede que no pudiera oír la ruptura del espacio tiempo, pero sí se enteraría de si el experimento había funcionado.
David estaba tumbado en el suelo del túnel de aceleración. Simon se acercó amenazante y le puso un pie sobre el pecho, haciéndole difícil respirar e imposible ponerse en pie. Mareado y jadeante, David se agarró a la bota de piel del tipo e intentó apartarla de su caja torácica, pero el mercenario se limitó a hacer todavía más presión y a clavarle el talón. Por si acaso, Simon también apuntaba con su Uzi a la frente de David, pero no parecía particularmente inclinado a disparar. Quizá le preocupaba que una bala perdida pudiera impactar en el tubo de aceleración. O quizá simplemente quería regodearse. Mientras aplastaba con el talón de su bota el esternón de David, el volumen del zumbido de los imanes superconductores era cada vez más alto y el suelo del túnel comenzó a vibrar.
—¿Oye eso? —preguntó Simon mientras una amplia sonrisa le cruzaba la cara—. Es la aceleración final. Sólo quedan dos minutos.
David se retorció, pataleó y golpeó con los puños la pierna de Simon, pero el cabrón permaneció ahí, impertérrito. Parecía un hombre enajenado por la pasión, mirando boquiabierto a la víctima que mantenía inmóvil en el suelo. Después de un rato, las fuerzas de David comenzaron a menguar. Sentía punzadas en la cabeza y le salía sangre de los cortes de la cara. Iba a llorar, a llorar de dolor y desesperación. Todo era culpa suya de principio a fin. Pensó que podría echarle un vistazo a la Teoría del Todo sin sufrir las consecuencias, y ahora estaba siendo castigado por su pecado de orgullo, esta absurda tentativa de querer leer la mente de Dios.
Simon asintió.
—¿A que duele? Y sólo lleva unos pocos segundos. Imagine lo que es vivir así durante años.
A pesar de la presión en el pecho, David consiguió aspirar algo de aire. Aunque fuera completamente inútil, iba a seguir plantándole cara a este cabrón.
—¡Cabrón! —dijo jadeante—. ¡Puto cobarde!
El mercenario se rió entre dientes.
—No me va a estropear el humor, doctor Swift. Ahora soy feliz, por primera vez en cinco años. He hecho lo que mis hijos querían que hiciera. —Miró por encima del hombro el tubo de aceleración—. Sí, lo que querían.
David negó con la cabeza.
—¡Eres un loco de mierda!
—Puede que sí, puede que sí. —Tenía la boca abierta y la lengua le colgaba obscenamente del labio inferior—. Pero de todas formas lo he hecho. Como Sansón y los filisteos. Voy a derribar los pilares de sus casas y hacer que caigan sobre sus cabezas.
Simon cerró el puño de la mano que tenía libre. Volvió un momento la mirada hacia la pared del túnel.
—Nadie se va a reír en mi tumba —murmuró—. Ni risas, ni compasión. Nada excepto… —Su voz se fue apagando. Parpadeó unas pocas veces y se pellizcó el puente de la nariz. Luego, retomando el hilo, miró con odio a David y le volvió a clavar el talón—. ¡Nada más que silencio! ¡El resto es silencio!
David sintió una sacudida en el pecho, pero no a causa de la bota de Simon. Miró atentamente el rostro del mercenario. El bastardo parecía estar adormilado. Arrastraba la mandíbula y se le caían los párpados. Entonces David miró el tubo de helio líquido que había intentando perforar. La sección cercana al «HE» todavía estaba intacta, pero el tubo estaba ligeramente torcido en el empalme, unos metros más a la izquierda. Parecía como si hubiera una pequeña filtración en la juntura; no suficientemente grande para sobrecalentar los imanes, pero quizá sí para reemplazar parte del oxígeno del túnel. Y como el helio era el segundo elemento más ligero, se habría propagado más rápidamente por la parte superior del túnel que en el espacio cercano al suelo.
Simon parpadeó unas pocas veces más.
—¿Qué hace? ¿Qué mira? —estiró el brazo derecho, acercando la Uzi a medio metro de la frente de David—. ¡Debería dispararle ahora mismo! ¡Debería enviarlo al infierno!
El mercenario respiraba jadeante. Era uno de los síntomas de la falta de oxígeno. Otro era la pérdida de coordinación muscular. David levantó los brazos como si se rindiera. Puede que aún tuviera una oportunidad.
—¡No, no dispares! —gritó—. ¡Por favor, no!
Simon torció el gesto.
—¡Maldito gusano! Es…
David esperó a que Simon volviera a parpadear, entonces le golpeó con el brazo derecho y de un manotazo le quitó la Uzi de las manos. Cuando la subametralladora saltó volando por encima del suelo de hormigón, Simon levantó la pierna que estaba aplastando el pecho de David. Agarrándole la bota con ambas manos, David se la retorció como si fuera un sacacorchos y Simon cayó al suelo.
El arma, pensó David. He de conseguir el arma. Quedaba menos de un minuto. Se puso en pie pero permaneció agachado para no respirar demasiado helio. Le llevó un par de segundos divisar la Uzi, que había resbalado hasta quedar debajo del tubo de aceleración, a casi seis metros. Empezó a correr para cogerla, pero había esperado demasiado. Antes siquiera de tres pasos, Simon lo atrapó y lo cogió de la cintura. El mercenario lo tiró contra la pared y corrió hacia la Uzi.
Por un momento, David se limitó a mirarlo aterrorizado. Luego se dio la vuelta y empezó a correr en dirección opuesta, de vuelta al túnel de entrada. Corría por instinto, pensando únicamente en huir, pero no había escapatoria a menos que consiguiera apagar el colisionador. Mientras Simon se arrodillaba en el suelo y cogía su Uzi, David miró frenéticamente entre los escombros de la entrada, buscando algo pesado para tirar al tubo de aceleración. Luego levantó los ojos y vio el cochecito eléctrico. Había quedado en medio de la brecha, con el chasis en precario equilibrio sobre la puerta destrozada y el motor todavía impulsando las ruedas en el aire.
Al llegar al cochecito oyó pasos detrás de él. Simon avanzaba por el túnel con su Uzi. Pero no apretó el gatillo; disparar de lejos era demasiado arriesgado por si una bala salía perdida. El cabrón esperó hasta llegar un poco más cerca y David tuvo un precioso segundo más para reaccionar. Agachándose delante del cochecito amarillo, tiró de él con todas sus fuerzas. Pero no se movió. Pesaba mucho, al menos ciento ochenta kilos, y los bajos descansaban sobre un montón de metales retorcidos. David volvió a tirar, pero no sirvió de nada. El maldito bicho estaba atascado.
Cuando Simon estuvo a tres metros de distancia levantó la Uzi y apuntó. David dejó escapar un grito animal, un aullido de desafío. El mercenario disparó, pero David se agachó para hacer un último esfuerzo y las balas le pasaron silbando por encima de la cabeza. En ese mismo instante el cochecito finalmente cedió y se deslizó dentro del túnel.
El vehículo corcoveó como un toro en cuanto sus ruedas traseras tocaron el suelo. Simon dejó caer la Uzi y se abalanzó hacia delante. Se lanzó sobre el cochecito, intentando alcanzar el volante, pero en el último momento una de sus botas resbaló en un trozo de cristal roto. Se cayó delante de la trayectoria del vehículo justo cuando se precipitaba contra el tubo de aceleración.
David saltó por encima de la puerta rota y se echó a un lado, detrás de la pared de hormigón. Luego hubo un flash de luz blanca y una ensordecedora explosión.
El profesor Gupta oyó una explosión lejana. Un momento después el zumbido de los imanes superconductores cesó. En unos pocos segundos el Collision Hall quedó en silencio. El Tevatron se había apagado.
Agachado en un rincón del cuarto de almacenaje, Gupta pudo oír los latidos de su corazón. Cerró los ojos y vio una lámina arrugada, ondulante, la misma que había aparecido en la simulación de ordenador que había creado. Vio un enjambre de neutrinos estériles liberarse de la lámina y recorrer sus pliegues como si fueran un billón de cenizas al rojo blanco. Luego se desmayó y no vio nada más que oscuridad.
Le despertaron los agudos gritos de sus estudiantes. Estaban bastante cerca, y gritaban «¡Profesor, profesor!» con voces angustiadas. Incorporándose, Gupta gateó hasta la parte delantera del armario y golpeó la puerta con el puño.
Las voces se acercaron.
—¿Profesor? ¿Es usted?
Alguien encontró la llave y abrió la puerta. Los primeros estudiantes que Gupta vio fueron Richard Chan y Scott Krinsky, que entraron a toda prisa en el armario y se arrodillaron a su lado. Los demás llegaron justo detrás de ellos y abarrotaron el pequeño espacio. Gupta tenía la boca tan seca que apenas podía hablar.
—Richard —dijo con voz ronca—. ¿Qué ha ocurrido?
Richard tenía las mejillas mojadas por las lágrimas.
—¡Profesor! —dijo entre sollozos—. ¡Pensábamos que había muerto! —Y con abandono infantil rodeó a Gupta con sus brazos.
El profesor lo apartó.
—¿Qué ha ocurrido? —volvió a decir, esta vez más alto.
Scott se acercó, llevaba las gafas torcidas y la Uzi le colgaba del hombro.
—Seguíamos las instrucciones de Simon, pero unos segundos antes del impacto ha habido una explosión en el sector E-Cero del túnel de aceleración.
—¿O sea que las colisiones no han empezado? ¿No ha habido ninguna ruptura espaciotemporal?
—No, la explosión ha perturbado el desarrollo del rayo y el Tevatron se ha apagado.
Gupta sintió una oleada de alivio. Gracias a Dios.
—Hemos empezado a buscarlo después del apagón —añadió Scott—. Temíamos que Simon hubiera cumplido su palabra y lo hubiera asesinado. —Se mordió el labio inferior—. Ha matado a Gary y Jeremy. Hemos encontrado sus cuerpos fuera de la entrada al túnel F-Cero. Yo he cogido una de sus Uzis.
Gupta echó un vistazo a la fea arma negra.
—¿Dónde está Michael? —Miró por detrás de Scott y Richard, buscando la cara de su nieto—. ¿No ha venido con vosotros?
Se miraron el uno al otro nerviosamente.
—Esto…, no —contestó Scott—. No lo he visto desde que hemos salido de la sala de control.
El profesor negó con la cabeza. Sus estudiantes lo rodeaban como una banda de niños indefensos. Le habían fallado miserablemente y ahora esperaban su perdón y sus siguientes instrucciones. El enfado que Gupta sentía hacia ellos proporcionó fuerzas renovadas a sus extremidades. Estiró el brazo hacia Scott.
—Ayúdame a levantarme —le ordenó—. Y dame esa arma.
Sin vacilar, Scott lo ayudó a ponerse en pie y le dio la Uzi. Gupta se la llevó a la cadera mientras salía del armario.
—Muy bien, volvamos a la sala de control —anunció—. Vamos a encontrar a Michael y reiniciaremos el experimento.
Richard se lo quedó mirando consternado.
—¡Pero el túnel está dañado! ¡Según los indicadores hay media docena de imanes que no funcionan!
Gupta hizo un gesto desdeñoso con la mano.
—Podemos reparar los daños. Tenemos todo el equipo necesario.
Cruzó el Collision Hall hacia una de sus salidas, mientras sus inquietos estudiantes lo seguían rezagados. No era demasiado tarde para realizar otro intento. Puede que les llevara varias horas arreglar el túnel, pero con un poco de suerte podrían acumular otra carga de partículas hacia el final del día. Esta vez los neutrinos estériles apuntarían a las coordenadas originales, cinco mil kilómetros por encima de Estados Unidos. Los preciosos rayos de la explosión iluminarían el cielo justo al caer la noche.
Al salir fuera del edificio, Scott se acercó a él y lo cogió suavemente del codo.
—Hay otro problema, profesor —dijo—. Los guardas de seguridad del laboratorio saben que estamos aquí. Hemos visto a tres dirigiéndose hacia la sala de control justo cuando nosotros nos íbamos.
Gupta, que en aquel momento cruzaba un aparcamiento a grandes zancadas en dirección al montículo que recorría el túnel acelerador, no se detuvo.
—No importa. Cumpliremos con nuestro destino. Vamos a rehacer el mundo.
—¡Pero los guardas tienen armas! ¡Y vendrán más!
—Ya te lo he dicho, no importa. La humanidad lleva más de medio siglo esperando. La Einheitliche Feldtheorie no puede permanecer más tiempo oculta.
Scott apretó con mayor fuerza el codo de Gupta.
—¡Profesor, escuche por favor! ¡Tenemos que salir de aquí o nos arrestarán!
El profesor se zafó de la mano de Scott y levantó la Uzi, apuntando el pecho del tonto con el cañón. Los demás estudiantes se detuvieron de golpe, desconcertados. ¡Imbéciles! ¿Es que no se daban cuenta de lo que había que hacer?
—¡Dispararé a quien intente detenerme! —gritó—. ¡Ahora nada en el mundo me podrá parar!
Scott levantó los brazos pero no se apartó. En vez de eso el tontaina dio un paso adelante.
—Por favor, sea razonable profesor. Puede que lo podamos intentar en alguna otra ocasión, pero ahora debemos…
Gupta lo calló disparándole al corazón. Luego disparó a Richard, que cayó de espadas al asfalto. Los demás se quedaron inmóviles, con los ojos abiertos. Ni siquiera tuvieron la sensatez de huir corriendo. Enfurecido por su estupidez, el profesor siguió disparando, moviendo su Uzi de un lado a otro ante sus caras de pasmo. Caían como marionetas mientras morían. Gupta disparó unas cuantas ráfagas más para asegurarse de que estaban muertos. De todas formas eran unos inútiles, un malgasto de oxígeno. Tendría que regresar y cumplir él solo su destino.
Se dirigió hacia el Wilson Hall, caminando junto al montículo, pero entonces un todoterreno negro aparcó en la carretera y tres hombres vestidos con traje gris bajaron del coche. Se agacharon detrás del vehículo, le apuntaron con sus pistolas y le gritaron tonterías indescifrables. Más estupidez, pensó el profesor. Hoy había raciones extra.
Molesto, Gupta se dio la vuelta hacia los hombres y levantó su Uzi, pero antes de poder apretar el gatillo vio que la boca de una de sus pistolas emitía un destello amarillo. Una bala de nueve milímetros cruzó el aire, en una línea tan recta como la de un protón de alta energía aunque sin su rapidez. La colisión hizo trizas el cráneo de Gupta, eyectando partículas de piel, sangre y hueso. Y entonces la mente del profesor se liberó de nuestro universo y se fundió con el cielo sin nubes.
Una ambulancia y un camión de bomberos estaban parados con el motor en marcha junto a la entrada al túnel F-Cero. David apretó el paso, cojeando tan rápido como podía hacia el edificio de hormigón. Se había desmayado después de la explosión en el túnel acelerador, de modo que no tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado desde que dejó a Monique. ¿Veinte minutos? ¿Treinta? Recordó las terribles heridas en su estómago, la sangre que salía a borbotones de ambos agujeros. Esperaba que los paramédicos la hubieran encontrado a tiempo.
Cuando estaba a unos veinte metros vio un cuerpo en el suelo cubierto con una sábana. Dos bomberos con todo el equipo estaban al lado de pie, mirando al cadáver. David se detuvo tambaleante, con las piernas temblando. Sintió una presión en el pecho al ver que a unos pocos metros a la izquierda había un segundo cadáver cubierto con una sábana. Y entonces, todavía más a la izquierda, vio a dos paramédicos vestidos con monos azules transportando una camilla hacia la parte trasera de la ambulancia. Alcanzó a vislumbrar una cara morena con un respirador de oxígeno sobre la boca.
—¡Monique! —gritó mientras se acercaba dando saltos a la camilla. ¡Todavía estaba viva!
Un tercer paramédico, un muchacho alto con un bigote negro, lo interceptó antes de que llegara a la ambulancia.
—¡Eh, tranquilízate, colega! —dijo el muchacho, cogiéndolo del brazo y mirándolo de arriba abajo—. ¿Qué te ha pasado?
David señaló la camilla.
—¿Cómo está ella? ¿Se pondrá bien?
—No te preocupes, la hemos estabilizado. Ha perdido mucha sangre, pero se pondrá bien. —Se quedó mirando con evidente preocupación los cortes que David tenía en la frente—. Pero a ti parece que te vendría bien algo de ayuda.
David se puso tenso, echó un paso hacia atrás y se zafó del paramédico. Estaba tan preocupado por Monique que se había olvidado de sí mismo. Aunque se había escondido detrás de una gruesa pared de hormigón antes de que el tubo de aceleración explotara, sabía que los protones de alta energía podían generar todo tipo de feas partículas secundarias.
—No me toques —le advirtió—. Estaba en el túnel acelerador, puede que esté contaminado.
Un tic nervioso contrajo el bigote del muchacho. Se apartó de golpe y se volvió hacia uno de los bomberos que estaban con los cadáveres.
—¡Alex! ¡Necesito una lectura de radiación, rápido!
Alex llegó corriendo con un contador Geiger, un grueso tubo de metal conectado a un monitor de mano. Si David había estado expuesto a la ducha de partículas del tubo de aceleración, el contador detectaría material radiactivo en la ropa y la piel. Contuvo la respiración mientras el bombero movía el tubo delante de él, siguiendo un enrevesado patrón, de la cabeza a los pies.
El tipo finalmente levantó la vista.
—No detecto nada —informó—. Estás limpio.
David silbó aliviado. Debía de haber absorbido algo de radiación, pero no la suficiente para matarlo. Gracias a Dios por la protección de hormigón.
—Deberíais enviar una unidad a la entrada E-Cero —le dijo al bombero—. Ese sector del túnel se debería acordonar. Hay otra víctima mortal. Aunque no queda mucho de ella.
Alex negó con la cabeza.
—¡Dios mío! ¿Qué diablos sucede esta mañana? La gente se dispara con Uzis, a un adolescente pirado le da un arrebato, y ahora nos dices que hay otro cadáver en…
—Un momento. ¿Un adolescente?
—Sí, en el aparcamiento al lado de la sala de control. No deja de gritar y aporrear todo el equipo que hay dentro de los camiones… Eh, ¿adónde te piensas que vas?
David empezó a correr. Mientras los bomberos le gritaban y cogían sus radios, él rodeó el edificio de hormigón. Era el último tramo de su viaje, los últimos quinientos metros. Estaba solo y cansado hasta la extenuación, pero aún le quedaban fuerzas suficientes para recorrer la curva que hacía el montículo, pasar por delante del Inyector Principal, la Fuente de Antiprotones, el Acelerador y el Acumulador, hasta llegar al extenso complejo que albergaba la sala de control del Tevatron.
Entró a toda velocidad en el aparcamiento en el que estaban estacionados los camiones de Gupta. Lo primero que advirtió fueron los Suburbans negros situados en ambas salidas para evitar que nadie saliera. Entonces, para su alegría, vio a Karen y a Jonah sentados en el capó de uno de los todoterrenos. Una pareja de agentes del FBI estaba al lado, ofreciéndole a Jonah una barrita de desayuno y a Karen un vaso de agua. Estos agentes parecían bastante mansos; ninguno de los dos sacó su arma cuando David se les acercó corriendo. Uno de ellos incluso sonrió cuando Jonah saltó del capó y se echó a los brazos de David.
Después de esperar que padre e hijo terminaran de abrazarse, los agentes llevaron a David a un lado y lo cachearon. Luego su comandante, un caballero de pelo gris con un pin de Notre Dame en la solapa, vino y le dio la mano.
—Soy el agente Cowley —informó—. ¿Está usted bien, doctor Swift?
David se lo quedó mirando con recelo. ¿Por qué diablos era tan amable?
—Sí, estoy bien.
—Su exesposa ya nos ha contado la terrible experiencia por la que han pasado. Es usted un hombre muy afortunado. —Luego el agente se puso serio y bajó la voz—. Casi todos los demás están muertos, me temo. El profesor Gupta y todos sus estudiantes. Ha sido un baño de sangre.
—Así que conoce a Gupta. ¿Sabe lo que quería hacer?
—Bueno, sí, en líneas generales. La agente Parker me ha hecho un resumen cuando veníamos de camino. Todavía hay cosas que no tenemos claras. Le estaríamos muy agradecidos si pudiera venir a nuestra oficina y ayudamos a clarificar algunas cuestiones. Después de que lo hayan vendado, quiero decir.
El agente le ofreció a David una sonrisa paternal y le puso la mano sobre el hombro. No lo engañaba, claro está; el FBI seguía siendo la misma cosa. Esta falsa educación no era más que un cambio de táctica. Sus intentos previos habían fracasado, de modo que ahora probaban otra cosa.
David le devolvió la sonrisa.
—Está bien, puede contar conmigo. Pero antes me gustaría ver a Michael.
—¿Michael? ¿Se refiere al nieto del profesor Gupta?
—Sí, quiero ver si está bien. Es autista, ¿sabe?
El agente Cowley lo pensó un segundo.
—Sí, claro, puede verlo. Aunque el muchacho no es muy hablador. Cuando lo hemos encontrado no dejaba de gritar, pero ahora no dice una palabra.
Colocándole la mano en la espalda, el agente guió a David hasta uno de los camiones de reparto. Al acercarse, David vio un montón de equipos informáticos rotos que parecían haber sido tirados desde el camión. Los agentes del FBI habían acordonado el área con cinta amarilla, pero no parecía muy probable que pudieran recuperar nada útil de los escombros. Michael había abierto todos los ordenadores de Gupta y les había extraído los discos duros. Por el suelo del aparcamiento había esparcidas astillas brillantes de los discos duros, que habían quedado incrustadas en grietas del pavimento y mezcladas con arenilla de la carretera.
Michael se encontraba a unos tres metros, flanqueado por dos agentes más. Tenía las manos esposadas a la espalda, pero no parecía perturbado. Miraba sonriente a la pila de equipos destrozados como si fuera un regalo de cumpleaños. David nunca había visto al chaval tan feliz.
Cowley los hizo una señal a los agentes que vigilaban a Michael y se apartaron un par de metros.
—Aquí está, doctor Swift. Ha puesto las cosas un poco difíciles, pero ahora ya está tranquilo.
David se quedó mirando maravillado los restos de los circuitos, chips y discos que habían contenido, al menos durante un rato, la teoría del campo unificado. Se dio cuenta de que había subestimado a Michael. Aunque el muchacho había sido presa de las artimañas de su abuelo, David estaba seguro de que Michael nunca revelaría la teoría al FBI, por mucho que lo interrogaran. Él era, después de todo, el bisnieto de Einstein. Del mismo modo que Hans Kleinman había mantenido la promesa que le había hecho a Herr Doktor, Michael mantendría la que le había hecho a Hans.
David sonrió al muchacho y señaló el montón de escombros.
—¿Has hecho tú esto, Michael?
El adolescente se inclinó hacia delante y acercó sus labios al oído de David.
—Tuve que hacerlo —susurró—. No era un lugar seguro.