Simon se echó al coleto otro vaso de Stoli. Estaba sentado en el salón de una modesta casa de Knoxville que pertenecía a Richard Chan y Scott Krinsky, dos antiguos alumnos del profesor Gupta. Mientras éste hablaba por teléfono en la cocina, Richard servía nerviosamente vodka a Simon, y Scott le ofrecía un repugnante sándwich de atún. Al principio, Simon supuso que eran amantes, pero después de la segunda copa se dio cuenta de que ahí había algo raro. Richard y Scott trabajaban como físicos en el laboratorio Oak Ridge, donde construían equipos para generar rayos de protones de alta intensidad. Eran pálidos, desgarbados, de aspecto juvenil y llevaban gafas. Se dirigían al profesor Gupta con una reverencia que rayaba en el fanatismo. Lo curioso era que no les había sorprendido lo más mínimo que Simon y Gupta aparecieran inesperadamente en su puerta. Estaba claro que los dos jóvenes físicos eran co-conspiradores, reclutados tiempo atrás por Gupta. Aunque no resultaban demasiado intimidantes, Simon vio en ellos la cualidad esencial del buen soldado: harían todo lo que su superior les ordenara. Su devoción a la causa era tan fuerte como la de un yihadista.
En cuanto Simon dejó el vaso en la mesilla de centro, Richard se puso en pie y lo volvió a llenar. No estaba mal, pensó Simon mientras se reclinaba de nuevo en su silla. Se podía acostumbrar a ello.
—Así que trabajáis con rayos de luz, ¿no? Guiáis protones para que den vueltas y más vueltas por el acelerador, ¿es así?
Ambos asintieron, pero ninguno de los dos dijo una palabra. Estaba claro que les incomodaba un poco charlar con un mercenario ruso.
—Debe de ser un trabajo complicado —prosiguió Simon—. Asegurarse de que todas las partículas dan en el blanco. Determinar las condiciones ideales para el impacto. Cuando los protones chocan pueden ocurrir cosas extrañas, ¿no?
Richard y Scott dejaron de asentir y se miraron el uno al otro. Había sorpresa en sus rostros, y también un poco de confusión. Seguramente se estaban preguntando cómo era que este asesino a sueldo sabía de física de partículas.
—Sí, muy extrañas —prosiguió Simon—. Y quizá muy útiles. Si uno contara con una teoría unificada que le indicara exactamente cómo llevar a cabo determinadas colisiones de partículas, se podrían obtener unos resultados interesantes, ¿no?
Ahora sus ojos mostraban alarma. A Richard casi se le cae la botella de Stolichnaya.
—Lo…, lo siento —tartamudeó—. No sé de qué estás hablando…
—No te preocupes —dijo Simon mientras reía entre dientes—. Vuestro profesor confía en mí. Al principio de la misión me contó todas las posibles aplicaciones de la Einheitliche Feldtheorie. De otro modo no hubiera podido saber qué información tenía que obtener de los colegas de Herr Doktor.
Este reconfortante comentario no consiguió tranquilizar a los físicos. La mano de Richard agarró todavía con mayor fuerza la botella de Stoli y Scott se frotó las manos. Quizá preferían no conocer los métodos que empleaba su querido líder.
En aquel momento Gupta terminó su llamada telefónica y entró en el salón. Richard y Scott volvieron simultáneamente las cabezas y se quedaron mirando a su amo como un par de leales setters irlandeses. El profesor los premió con una sonrisa, y luego señaló a Simon.
—Ven conmigo. Tenemos que hablar de algo.
Simon tardó unos segundos en ponerse en movimiento para dejar claro que no era el perrito faldero de nadie. Luego se levantó de la silla y siguió a Gupta a la cocina. Era un cubículo feo y estrecho con los armarios combados y una nevera prehistórica.
—¿Era Brock con quien hablaba por teléfono? —preguntó Simon.
El profesor asintió.
—Ya tiene en su poder a la esposa y al hijo de Swift. Ahora se dirige hacia el sur tan rápido como puede. Podrían ser una buena moneda de cambio.
—Eso en el caso que Swift tenga la teoría unificada. No lo sabemos seguro.
—Por supuesto que tiene la teoría. No seas estúpido.
De nuevo, Simon sintió el impulso de decapitar al anciano.
—Ha borrado todos los archivos del servidor, ¿no? Quizá ésa fue siempre su intención, borrar la teoría. Quizá es lo que Kleinman le dijo que hiciera.
Gupta negó con la cabeza.
—No, imposible. Ésa es la última cosa que Kleinman hubiera querido. Estoy seguro de que dio instrucciones a Swift de preservar la teoría.
—Bueno, quizá Swift se pensará mejor si seguir esas instrucciones cuando vea las ecuaciones.
El profesor siguió negando con la cabeza. No parecía estar preocupado.
—Créeme, tiene la teoría. Y no podría destruirla aunque quisiera. El siguiente peldaño en el ascenso de la humanidad es inevitable. Nada podrá impedir que llevemos a cabo nuestra demostración.
Simon dejó escapar un resoplido. Se estaba cansando de los discursos mesiánicos de Gupta.
—Está bien, supongamos que Swift tiene la teoría. Todavía tenemos que encontrarlo antes de que lo hagan los soldados norteamericanos.
Gupta hizo un gesto desdeñoso con la mano, como apartando a un lado toda posible dificultad.
—Eso también es inevitable. Dentro de pocas horas sabremos dónde están Swift y sus acompañantes.
—¿Y exactamente cómo sucederá eso?
El anciano sonrió.
—Mi hija va con ellos. Es adicta a la metanfetamina. Y a estas alturas estoy seguro que ya debe de estar algo desesperada.
En un remoto claro del Bosque Nacional Cherokee, Graddick recogió hojas muertas y ramas para hacer una hoguera. Este montañero resultó ser el guía perfecto para los fugitivos; todos estos años de contrabando de serpientes por los estados de la cordillera de los Apalaches lo habían convertido en un experto a la hora de eludir la ley. Tras escapar de Fort Benning, David quiso ir hacia México o Canadá, pero Graddick les había advertido de que entre ellos y las frontera habría demasiados subordinados de Satán. En vez de eso los llevó al norte de Alabama. Subieron con su ranchera las sinuosas carreteras de la meseta Sand Mountain, y al anochecer llegaron a la cordillera de las Great Smokies.
Graddick parecía conocer cada colina y cada hondonada de la zona. En un cruce llamado Coker Creek cogió un polvoriento sendero que subía una boscosa cresta. Aparcó la ranchera detrás de un matorral cubierto de kudzu y comenzó a preparar la hoguera, silbando Amazing Grace mientras recogía maderos. David no pudo evitar sentirse maravillado por la generosidad de este hombre. Se habían conocido la noche anterior, y ahora estaba arriesgando su vida por ellos. Aunque David no le había dicho ni una palabra sobre Einstein o la teoría del campo unificado, estaba claro que Graddick sabía que algo gordo estaba en juego. Veía su situación desde una perspectiva religiosa: habían entablado una lucha apocalíptica, una batalla contra un ejército demoníaco que intentaba derrocar al Reino de Dios. Y lo cierto era que esta perspectiva, pensó David, no estaba demasiado alejada de la realidad.
La luna creciente, un poco más grande que el día anterior, iluminó pálidamente las colinas que los rodeaban. David se sentó en el claro con Michael, que dejó apoyada su Game Boy en el tocón de un árbol. Su madre estaba durmiendo en la ranchera; durante el largo viaje por las montañas su nerviosismo había ido en aumento, y no había dejado de maldecir, temblar y pedir que la dejaran salir del coche, pero finalmente se había tranquilizado y se había quedado dormida. Monique se había pasado la mitad del viaje tranquilizando a Elizabeth y la otra mitad estudiando lo que veía en el ordenador portátil que había sisado del laboratorio de SCV.
Las buenas noticias eran que la memoria USB sí contenía un artículo científico escrito por Albert Einstein más de cincuenta años atrás. Las malas, que el artículo estaba escrito en alemán. Su título era «Neue Untersuchung über die Einheitliche Feldtheorie», que más o menos David había entendido y podido traducir por: «una nueva interpretación de la teoría del campo unificado». Pero no llegaba más allá. El artículo contenía docenas de páginas de ecuaciones cuyos símbolos y números y subíndices resultaban tan incomprensibles como las palabras alemanas que los rodeaban. Estas ecuaciones no tenían nada que ver con las que David había visto en otros artículos de Einstein. Estaba claro que Herr Doktor se había aventurado en una dirección completamente nueva, empleando para ello un nuevo tipo de matemáticas. Era devastadoramente frustrante: tenían la respuesta en sus manos, pero no podían interpretarla.
Ahora Monique estaba sentada en una zona del claro cubierta de hierba, con la mirada todavía puesta en la pantalla del ordenador. David se había pasado un rato mirando por encima de su hombro, pero cuando ella se quejó de que la desconcentraba, él había tenido que retirarse al otro lado del claro. ¡Mierda!, pensó él, ¡ojalá supiera alemán! Pero habría tenido problemas con las matemáticas aunque hubiera sido nativo. No, era mejor que Monique se encargara de esto. Era experta en varias ramas de las matemáticas, y le había dicho a David que algunas ecuaciones le resultaban familiares.
Después de meter unos pocos fajos de periódicos en la pila de madera, Graddick la prendió con una cerilla. Fue a la ranchera y regresó con cinco latas de estofado Dinty Moore, que abrió y colocó cerca del fuego. Luego se sentó en la hierba cerca de David y Michael.
—Hemos tenido suerte —dijo, señalando el cielo estrellado—. Esta noche no va a llover.
David asintió. Michael seguía jugando al Warfighter. Graddick se inclinó hacia delante y señaló la luna, que estaba justo encima del horizonte.
—Mañana iremos en esa dirección —dijo—. Hasta Haw’s Knob. Conduciremos por la carretera Smithfield hasta donde termina y luego subiremos la montaña a pie.
—¿Por qué ahí? —preguntó David.
—Es un buen lugar para esconderse. Hay cuevas de piedra caliza y un manantial no muy lejos. Y desde lo alto se pueden ver los alrededores, lo que nos permite estar avisados de si alguien viene a por vosotros.
—Pero ¿qué comeremos cuando se nos termine el Dinty Moore?
—No te preocupes, yo me encargaré de las provisiones. A mí los hombres de Satán no me buscan, así que puedo ir y venir. Podéis esconderos en Haw’s Knob hasta el final del verano. Para entonces los paganos os habrán dejado de buscar y os será más fácil llegar a Canadá o México o donde sea que queráis ir.
David intentó imaginarse un verano metido en una cueva de piedra caliza con Monique, Michael y Elizabeth. El plan no es que fuera poco práctico; era inútil. Daba igual cuánto tiempo se escondieran en las montañas, el ejército y el FBI no dejarían de buscarlos. E incluso si entonces, por algún milagro, lograban eludir a sus perseguidores y cruzar la frontera, tampoco estarían a salvo. Tarde o temprano el Pentágono los localizaría, tanto si huían a Canadá o a México como si se escondían en la península Antártica.
Unos minutos después, Graddick se puso en pie y se acercó al fuego, que ahora ardía bien. Envolviendo la mano en un pañuelo gris, retiró las latas de Dinty Moore y las repartió entre David, Michael y Monique. También les dio unas cucharas de plástico que había encontrado en la guantera del coche. El estofado no estaba muy caliente pero David se lo empezó a comer de todos modos, esperando poder olvidarse un rato de sus problemas mientras engullía la viscosa carne de la lata. Antes de que pudiera darle un segundo mordisco, sin embargo, levantó la mirada y vio que Monique venía hacia él con el portátil y la memoria USB bajo el brazo. Incluso en la oscuridad pudo advertir su nerviosismo. Tenía la boca abierta y jadeaba.
—He descubierto algo —dijo—. Pero no te va a gustar.
David dejó a un lado la lata y se puso de pie. Llevó a Monique hasta un pino mustio que había en el lindero del claro, a unos seis metros de Michael y Graddick. Había supuesto que cuando llegara este momento estaría exultante, pero en vez de eso sentía aprensión. La parpadeante luz de la hoguera iluminaba la parte izquierda del rostro de Monique, pero la derecha quedaba a oscuras.
—¿Está ahí? —preguntó—. ¿Es la teoría unificada?
—Al principio pensaba que no. Las ecuaciones me parecían un galimatías. Pero luego recordé lo que hablamos la otra noche. La teoría de los geones.
—¿Quieres decir que hay algo de ésta?
—Me ha llevado un rato ver la conexión. Pero cuanto más miro las ecuaciones, más me recuerdan las fórmulas de la topología. Ya sabes, las matemáticas de superficies, formas y nudos. Y esto me hizo pensar en los geones, los nudos espacio-temporales. Mira, deja que te lo enseñe.
Monique abrió el portátil y se puso al lado de David para que éste pudiera ver bien la pantalla. Entornando los ojos, vio una página con una docena de ecuaciones, cada una con una larga cadena de letras griegas y símbolos extraños: horquillas, el símbolo de la libra, círculos con cruces. Efectivamente, parecía un galimatías.
—¿Qué diablos es esto?
Ella señaló la parte superior de la página.
—Es la ecuación de la teoría del campo unificado, expresada en el lenguaje de la topología diferencial. Es parecida a las ecuaciones clásicas de la relatividad, pero también abarca la física de partículas. Einstein descubrió que todas las partículas son geones. ¡Cada partícula es un tipo diferente de pliegue en el espacio-tiempo, y las fuerzas son las ondas de la tela!
Alzó la voz y se agarró a la manga de David. Lo acercó para que pudiera inspeccionar las ecuaciones, pero todavía no lo veía nada claro.
—Un momento, un momento. ¿Estás segura de que es auténtico?
—¡Mira, mira aquí! —Ella señaló con el dedo el final de la página—. Ésta es una de las soluciones de la teoría de campo, la descripción de una partícula fundamental con carga negativa. Es un geón, un agujero de gusano minúsculo con curvas cerradas de tipo tiempo. La solución incluso especifica la masa de cada partícula. ¿Reconoces este número?
Justo debajo de la uña de Monique ponía esto:
M = 0.511 MeV/c2
—¡Dios mío! —susurró David—. La masa del electrón.
Aunque esas matemáticas lo superaban, sabía que uno de los sellos distintivos de la Teoría del Todo era que podía predecir las masas de todas las partículas fundamentales.
—Y esto no es más que el principio. Hay al menos veinte soluciones más para partículas de diferente carga y espín. La mayoría de estas partículas no fueron descubiertas hasta mucho después de que Einstein muriera. Predijo la existencia de los quarks y del leptón tau. Tiene incluso soluciones para partículas que todavía no han sido descubiertas. Pero me apuesto lo que quieras a que existen.
Monique fue bajando el archivo, mostrando páginas y más páginas de ecuaciones topológicas. Mientras David observaba la pantalla del portátil, una creciente alegría le llenó el pecho y empezó a propagarse por todo su cuerpo. Lo único que se le podía comparar era la euforia que había sentido cuando nació Jonah. Se trataba del triunfo definitivo de la física, una teoría clásica que incorporaba mecánica cuántica, una serie única de ecuaciones que podía describir cualquier cosa, del funcionamiento interno del protón a la estructura de la galaxia. Apartó los ojos de la pantalla y sonrió a Monique.
—¿Sabes qué? En realidad esto no es tan diferente de lo que intentáis hacer los teóricos de cuerdas. Con la diferencia de que las partículas son bucles espacio-temporales en vez de cuerdas de energía.
—Hay otra similitud. Échale un vistazo a esto. —Monique avanzó unas cuantas páginas más y señaló con el dedo una ecuación que destacaba entre las demás:
S ≤ A/4
—¡Es la ecuación que vi en el Warfighter!
Monique asintió.
—Se llama principio holográfico. La «S» es la cantidad máxima de información que puede abarcar una región espacial, y la «A» la superficie de esa región. Básicamente, el principio dice que toda la información en cualquier espacio tridimensional —la posición de cada partícula, la intensidad de cada fuerza— puede estar contenida en una superficie espacial bidimensional. De modo que puedes imaginar el universo como un holograma, como los que se ven en las tarjetas de crédito.
—Espera un momento. Yo ya conozco esto.
—Los teóricos de cuerdas llevan años hablando de este principio, porque de este modo simplifican la física. Pero resulta que a Einstein se le ocurrió medio siglo antes. Su teoría unificada está construida en base a ello. Utilizó el principio holográfico para trazar toda la maldita historia del universo. Está en la segunda sección del artículo, aquí.
Señaló otra ecuación extraña. Al lado había una secuencia de gráficos informáticos; al parecer, el doctor Kleinman había reproducido tres croquis que Einstein había dibujado a mano tiempo atrás. La primera imagen mostraba un par de láminas planas que se atraían mutuamente. En la segunda imagen, las láminas se combaban y ondulaban al colisionar, y en la tercera se alejaban, ahora salpicadas de galaxias recién nacidas.
—¿Qué son estas cosas? —preguntó David—. Parecen láminas de papel de aluminio.
—En la teoría de cuerdas se les llama branas. En los diagramas parecen bidimensionales, pero en realidad cada una representa un universo tridimensional. Todas las galaxias, estrellas y planetas de nuestro universo están incluidos dentro de una de esas branas. Sería más un papel matamoscas que de aluminio, porque casi todas las partículas subatómicas se quedan pegadas a él. La otra brana es un universo completamente distinto, y ambos se mueven en un espacio mayor llamado bulk, que tiene diez dimensiones en total.
—¿Y por qué chocan?
—Una de las pocas cosas que puede viajar entre las branas es la gravedad. Una brana puede atraer a otra gravitatoriamente, y cuando chocan se comban y generan un montón de energía. Yo misma he trabajado en esta idea, por eso reconocí inmediatamente algunos de los diagramas, pero nada de lo que he hecho se acerca a esto. Einstein calculó las ecuaciones exactas de nuestra brana, así como su evolución. La teoría unificada que desarrolló explica cómo empezó todo.
—¿Quieres decir el Big Bang?
—Eso es lo que muestran estos diagramas. Dos branas vacías colisionan y la energía del choque da lugar a nuestro universo, convirtiéndose en átomos y estrellas y galaxias, todo ello precipitándose hacia el exterior en una onda gigantesca —Monique volvió a cogerlo de la manga y lo miró a los ojos—. Es esto, David. La respuesta al misterio de la Creación.
David estudió los dibujos, apabullado.
—¿Pero dónde está la prueba? Quiero decir, es una idea interesante, pero…
—¡La prueba está aquí! —Monique señaló las fórmulas que había debajo de los diagramas—. Einstein predijo todas las observaciones que los astrónomos han realizado en los últimos cincuenta años. La velocidad de la expansión del universo, el colapso de la materia y la energía, ¡está todo aquí!
Abrumado, David se quedó mirando las ecuaciones topológicas. Deseó poder leerlas con la misma facilidad que Monique.
—Entonces ¿cuál es el problema? —preguntó—. ¿Por qué has dicho que no me iba a gustar?
Ella respiró hondo y pasó varias páginas del documento hasta llegar a otra página repleta de símbolos esotéricos.
—Hay otra cosa que puede viajar fuera de la brana hacia otras dimensiones del bulk. Recuerdas lo que es un neutrino, ¿no?
—Claro. Es como el hermano pequeño del electrón. Una partícula que no tiene carga y muy poca masa.
—Bueno, pues algunos físicos han especulado que puede existir una partícula llamada neutrino estéril. La llaman estéril porque normalmente no interactúa con ninguna otra partícula del universo. Los neutrinos estériles podrían ir a través de las dimensiones y atravesar nuestra brana como las moléculas de agua un colador.
—Deja que lo adivine. La teoría unificada también contiene la ecuación para esta partícula.
Ella asintió.
—Sí, está en el artículo. Y la ecuación predice que al combar el espacio-tiempo de nuestra brana puede provocar que las partículas revienten. Si la brana se comba demasiado, los neutrinos estériles pueden salir disparados de un punto determinado de nuestro universo y viajar a otro lado tomando un atajo a través del bulk. Mira esto.
Señaló una reproducción de otro diagrama dibujado por Einstein:
David reconoció el dibujo.
—Es un agujero de gusano, ¿no? Un puente que conecta regiones distantes del espacio-tiempo.
—Sí, pero sólo los neutrinos estériles podrían tomar este tipo de atajo. Y según la teoría unificada, mientras se desplazan a través de las dimensiones adicionales, las partículas podrían aumentar su energía. Una grandísima cantidad de energía si el rayo de neutrinos se orienta en la dirección adecuada.
David negó con la cabeza. Esto empezaba a tener mala pinta.
—¿Y qué ocurre cuando estas partículas fortalecidas regresan a nuestro universo? ¿Dice la teoría algo al respecto?
Monique cerró el portátil y lo apagó. No iba a permitir que David viera las ecuaciones finales del artículo.
—Al volver a entrar, esas partículas podrían desencadenar una violenta deformación del espacio-tiempo local. La cantidad de energía liberada depende de cómo se lleve a cabo el experimento. Bajo las condiciones adecuadas, se podría utilizar este proceso para generar calor o electricidad. Pero también se podría utilizar como arma.
La brisa hizo susurrar las hojas del pino que tenían al lado. Aunque el aire todavía era cálido, David sintió un escalofrío.
—¿O sea que se puede escoger el punto en el cual las partículas vuelven a entrar en nuestro universo? Es decir, disparar el rayo de neutrinos estériles desde Washington y hacer que rebote a través de las dimensiones extra para que impacte en un búnker de Teherán.
Ella volvió a asentir.
—Ésa es la idea básica. Se tendría un control extremadamente preciso sobre las coordenadas del objetivo y el tamaño de la explosión. Se podría destruir algo tan pequeño como un coche o tan grande como un continente.
David se volvió y se quedó mirando la hoguera. Ahora sabía por qué el FBI los había perseguido por medio país. Si el Pentágono tuviera en su poder una arma como ésta, podría deshacerse de todos los portaaviones y de los misiles balísticos. Un único disparo de neutrinos estériles podría eliminar un laboratorio nuclear en Irán o en Corea del Norte, aunque las instalaciones estuvieran escondidas medio kilómetro bajo tierra. También sería una herramienta extraordinariamente útil en la guerra de guerrillas de Iraq. Pero ¿qué ocurriría cuando los chinos, los rusos o los norcoreanos se hicieran con la tecnología (cosa que finalmente sucedería)?
—Mierda —murmuró—. No me extraña que Einstein no quisiera publicarla.
—Sí, está claro que previó las implicaciones. En la última parte del artículo incluyó las fórmulas para generar los rayos extra-dimensionales. Para ello habría que deformar un diminuto pedazo del espacio-tiempo siguiendo un patrón completamente esférico. No es algo fácil, pero podría conseguirse haciendo chocar protones en un colisionador.
El corazón de David comenzó a latir con fuerza.
—¿Quieres decir que hoy día ya se podría construir esa arma?
La brisa desplazó la llama de la hoguera y durante un segundo el rostro de Monique pareció desaparecer.
—Los aceleradores de los laboratorios nacionales ya están diseñados para maximizar el número de colisiones de partículas. ¿Conoces el Tevatron, el colisionador de Fermilab? Los físicos que trabajan ahí son capaces de comprimir tanto los rayos de partículas que pueden disparar miles de millones de protones a un punto del tamaño del núcleo del uranio. Por supuesto, se tendría que ajustar el colisionador de forma adecuada para poder deformar el espacio-tiempo y generar los neutrinos estériles. Pero las ecuaciones de Einstein permiten calcular los ajustes necesarios.
Sus últimas palabras resonaron a través de la oscuridad del claro. David miró con inquietud por encima del hombro y vio a Graddick tirar una lata vacía de Dinty Moore al fuego. Luego el montañero cogió otra lata, ésta llena, y se dirigió al matorral donde había aparcado su ranchera. Iba a despertar a Elizabeth para ver si quería cenar.
David se volvió hacia Monique.
—Muy bien, tenemos dos opciones. Podemos pasar a escondidas la memoria USB a través de la frontera y ponernos en contacto con Naciones Unidas, el Tribunal Internacional, alguna organización en la que confiemos para salvaguardar la teoría. O bien podemos esconderla nosotros. Quizá encontremos un lugar mejor…
—No, no podemos esconderla. —Monique retiró el dispositivo USB del puerto del portátil. El pequeño cilindro relució en la palma de su mano—. Tenemos que destruirla.
Los músculos de David se tensaron. Sintió el impulso de quitarle a Monique la memoria USB.
—¿Estás loca? ¡Es la Teoría del Todo!
Ella frunció el ceño.
—Sé muy bien lo que es. Me he pasado los últimos veinte años trabajando en ello.
—¡Entonces deberías ser consciente de que no podemos tirarla! ¡Tenemos que protegerla, no destruirla!
Monique cerró los dedos alrededor del cilindro.
—Es demasiado arriesgado, David. Einstein no pudo mantener escondida la teoría, ¿qué te hace pensar que tú podrás?
Él negó con la cabeza, rebosando frustración.
—¡El doctor Kleinman me pidió que la mantuviera a salvo! Ésas fueron sus últimas palabras: «Mantenía a salvo».
—Créeme, yo no quiero hacerlo. Pero tenemos que pensar en la seguridad de todo el mundo. Los terroristas quieren esta teoría tanto como el gobierno, y de hecho han estado a punto de conseguirla. ¿No te acuerdas el soldado del Warfighter, el del número 3 en el casco?
Ella cerró con fuerza el puño en torno a la memoria USB y se quedó mirando la hoguera. Mientras David la miraba a ella, visualizó mentalmente las ecuaciones de Einstein. Todavía seguían siendo un galimatías, pero recordaba varias fórmulas.
—Es demasiado tarde —dijo él—. Nosotros hemos visto la teoría. Ahora la tenemos en nuestras cabezas.
Monique siguió mirando el fuego.
—No te he enseñado todas las ecuaciones —dijo ella—. Y mi memoria no es tan buena como la tuya. Cuando destruyamos la memoria USB, deberíamos entregarnos al FBI. Nos interrogarán, pero no podrán obligarnos a decir nada. Prefiero vérmelas con ellos antes que con los terroristas.
David torció el gesto al recordar el interrogatorio del FBI en el complejo de la calle Liberty.
—No será tan fácil. Mira, por qué no…
Un grito lejano los interrumpió. Era la voz de Graddick. Venía corriendo al claro, sudoroso y con los ojos desorbitados.
—¡No está en el coche! —gritó—. ¡Elizabeth se ha ido!
¡Joder, aquí no hay nada más que árboles!, pensó Beth. Descalza, caminaba a tropezones por la carretera de tierra, intentando encontrar el camino de vuelta a la autopista estatal. El bosque era tan espeso que no podía ver nada, sólo retazos de luz de luna aquí y allá, y no dejaba de golpearse los dedos de los pies con las raíces y las rocas. Se había dejado los zapatos en la ranchera del jodido gordo y ahora tenía las plantas de los pies llenas de cortes, pero le daba igual. Lo que necesitaba ahora era un buen colocón de metanfetamina, y aunque llevaba trescientos dólares en los pantalones, estaba segura de que no iba a encontrar ningún camello en medio del maldito bosque.
Finalmente vio una luz que parpadeaba entre las hojas. Corrió hacia ella y llegó a la Ruta 69, una franja de asfalto de un carril que relucía débilmente a la luz de la luna. Muy bien, pensó, de vuelta al curro. Tarde o temprano algún tipo con ganas de marcha pasará por aquí. Se quitó a manotazos el polvo de los pies, se apartó el pelo de los ojos y se metió la camiseta por dentro de los pantalones para marcar más las tetas. Pero la carretera estaba vacía. No pasaba ni un jodido coche. Diez minutos después se puso a caminar por la carretera con la esperanza de encontrar una gasolinera. No hacía demasiado frío pero los dientes le empezaron a castañar. «¡Mierda!», gritó a los árboles. «¡Necesito colocarme!». Pero la única respuesta que oyó fue el enardecido canto de las cigarras.
Beth estaba a punto de desfallecer cuando, al doblar una curva, vio un edificio largo y bajo. Era un pequeño centro comercial: había una tienda de regalos, una oficina de correos, un proveedor de propano, cosas así. ¡Aleluya, civilización al fin!, pensó. Ahora lo único que necesitaba era un camionero que quisiera llevarla a la ciudad más cercana. Pero mientras corría hacia el edificio advirtió consternada que todas las tiendas estaban cerradas y el aparcamiento, vacío. Empezó a sentir náuseas y se llevó la mano al estómago. Y entonces la vio, delante de la oficina de correos: una cabina de teléfonos BellSouth.
Al principio se limitó a quedarse ahí, paralizada. Tenía un número al que llamar, pero no movió un músculo. De todas las personas en el mundo, ese cabrón era la última con la que quería hablar. Pero le había dicho tiempo atrás que siempre podía contar con él en caso de emergencia, y había memorizado su número de teléfono móvil por si acaso.
Beth se acercó al teléfono. Con dedos temblorosos marcó el número de la operadora y solicitó una llamada a cobro revertido. Poco después, oyó la voz del cabrón al otro lado de la línea.
—Elizabeth, querida. Qué sorpresa más agradable.
Gracias a Dios, Jonah se había quedado finalmente dormido. Durante las últimas tres horas, Karen lo había visto forcejear con las cuerdas que le ataban los tobillos y las muñecas. Ese monstruo de Brock también lo había amordazado para amortiguar sus gritos, cosa que, claro está, había conseguido asustar a Jonah todavía más. Karen también estaba atada y amordazada, pero podía notar cómo temblaba su hijo, que yacía tumbado a su lado en el suelo de la camioneta de Brock. Lo que peor llevaba, sin embargo, era no poder consolarlo, no poder rodearlo con sus brazos y susurrarle «no pasa nada, todo va a salir bien». Lo único que podía hacer era acariciarle la frente e intentar hacer un susurro tranquilizador a través del trapo húmedo que le tapaba la boca.
Después de viajar así durante cientos de kilómetros, Jonah dejó de gritar. El cansancio venció al terror y se quedó dormido con la cara mojada apoyada contra el cuello de su madre. En cuanto se quedó dormido, Karen se puso de lado para poder ver algo a través del parabrisas de la camioneta. Vio una señal de tráfico: Salida 315, Winchester. Ya estaban en Virginia, se dirigían al sur por la I-81. No tenía la menor idea de adónde diablos iban, pero hubiera apostado lo que fuera a que no se trataba de la oficina central del FBI.
Brock iba en el asiento del conductor, comiendo patatas fritas de una bolsa de tamaño familiar y escuchando una reposición del programa de Ruch Limbaugh. Incluso la parte posterior de su cabeza era fea, con ronchas rosas debajo del nacimiento del pelo y detrás de las orejas. Karen cerró un momento los ojos, recordando la fría sonrisa del agente antes de disparar a Gloria Mitchell y apuntarles con su arma a Jonah y a ella. Luego volvió a abrir los ojos y los entrecerró, mirando con furia silenciosa al feo hijo de puta. Estás muerto, susurró bajo su mordaza. Antes de que esto termine, voy a matarte.
Enfadada, Lucille golpeó con el puño una de las esferas transparentes del laboratorio de Simulación de Combate Virtual. Después de dieciséis horas diseccionando los servidores y terminales del laboratorio, un equipo de expertos informáticos del Departamento de Defensa había concluido que la información almacenada en el software del juego de guerra se había perdido irremisiblemente. Ahora eran las ocho en punto de la mañana y Lucille estaba más histérica que un jabalí en un campo de melocotones. El ejército la había cagado a base de bien en la búsqueda de los sospechosos; después de dejarlos escapar de la base, el comandante había tardado dos horas en alertar a la policía estatal de Georgia y Alabama. La Fuerza Delta había instalado controles en algunas de las carreteras más importantes de salida de Columbus, pero al menos en la mitad de las carreteras de la zona no había vigilancia alguna. La pura verdad era que no contaban con tropas suficientes. Los militares habían enviado tantos soldados a Iraq que ahora no podían defender su propio patio trasero.
Lucille se apartó de las esferas y se desplomó en una silla que había detrás de la terminal. Mientras los friquis informáticos del Pentágono recogían su equipo, ella se metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó un paquete de Marlboro. Afortunadamente, quedaban dos cigarrillos y no estaban demasiado torcidos. Cogió uno y empezó a buscar su Zippo, pero no lo encontró ni en los pantalones ni en la chaqueta. ¿Joder, dónde diablos está? Pensó. Era su encendedor favorito, el que tenía la bandera de Texas en relieve.
—¡Maldita sea! —gritó, y asustó a los friquis informáticos.
Iba a pedir perdón cuando el agente Crawford entró en el laboratorio con la misma apariencia chulesca de siempre. Fue directamente hacia la silla en la que ella estaba sentada para poder hablarle al oído.
—Siento interrumpirle, señora, pero he recibido algo de Washington.
Lucille frunció el ceño.
—¿Ahora qué? ¿El secretario de Defensa quiere reasignar el caso a los Marines?
Crawford le mostró una grabadora digital del tamaño de la palma de su mano.
—Alguien le ha dejado un mensaje de voz en su contestador de la oficina central. Uno de nuestros asistentes administrativos me lo ha reenviado.
Ella se irguió en el asiento.
—¿Otro avistamiento? ¿Han reconocido a alguno de los sospechosos?
—No, todavía mejor —sonriendo, señaló un despacho privado contiguo al laboratorio—. Vayamos a esa habitación para poder escucharlo.
Lucille se puso en pie de un salto y siguió a Crawford hacia el despacho. Una oleada de energía renovada había revitalizado sus cansados miembros, como le sucedía siempre que tenía un golpe de suerte. Crawford cerró la puerta del despacho.
—Creo que reconocerá la voz —dijo. Presionó un botón de la grabadora digital y unos segundos después se oyó el mensaje:
«Hola, Lucy. Soy David Swift. He leído en los periódicos que me estás buscando. Supongo que quieres continuar con la conversación que empezamos en Nueva York. He estado un poco liado estos últimos dos días, pero creo que esta mañana podría tener un hueco para ti. Dejaré encendido mi teléfono móvil para que puedas encontrarme. Sólo tengo una petición: no vengas con soldados. Si veo un solo helicóptero o un Humvee, haré pedazos lo que cogí en Fort Benning. Estoy dispuesto a cooperar, pero no quiero ningún comando de gatillo fácil apuntándome con sus armas, ¿está claro?».
A esta cordillera de montañas la llamaban Great Smokies[21] a causa del vapor de agua que emanaba de sus laderas cubiertas de árboles. Mezclado con los hidrocarburos que exudaba el bosque de pinos, el vapor se espesaba formando una niebla azulada que cubría el escarpado paisaje. Esta mañana, sin embargo, una fuerte brisa había despejado la niebla y David podía ver kilómetros y kilómetros de colinas y valles iluminados por el sol, extendiéndose hasta el horizonte como una gran sábana arrugada.
Estaba de pie en lo alto de Haw Knob, mirado hacia la carretera de un carril que serpenteaba a lo largo de la empinada ladera oriental, unos doscientos metros por debajo. Todavía no había visto ningún todoterreno negro por la carretera, pero era pronto. El FBI necesitaría algo de tiempo para obtener las coordenadas GPS de su teléfono móvil, que habían sido transmitidas a la torre más cercana cuando encendió el aparato. Y luego los agentes tenían que formular su plan de asalto y reunir a sus equipos de asalto. Desde la cumbre David tenía unas vistas excelentes del camino que más probablemente utilizarían los agentes, un sendero que salía de la carretera a medio kilómetro hacia el sur. Los vería venir mucho antes de que llegaran.
Graddick había dejado su ranchera en una carretera de tierra, a unos pocos kilómetros hacia el oeste. Los había llevado a Haw Knob y tenía planeado regresar al coche antes de que los agentes se abalanzaran sobre ellos, pero ahora que se acercaba la hora parecía renuente a marcharse. Permanecía de pie delante de Michael, con sus grandes manos sobre la cabeza del muchacho y murmurando palabras ininteligibles, seguramente una bendición. Las pilas de la Game Boy se habían agotado pocas horas antes, pero el adolescente había aceptado el hecho con ecuanimidad y era mejor así: parecía estar más alerta de lo habitual, volviéndose de un lado a otro, aunque totalmente indiferente al hecho de que su madre ya no estuviera con ellos. Mientras tanto, Monique miraba con inquietud a David, a la espera de que diera la orden. Aunque ya se habían deshecho del portátil y habían tirado sus restos en el río Tellico, ella todavía guardaba la memoria USB en el puño.
David le estuvo dando muchas vueltas la noche anterior. La Einheitliche Feldtheorie era uno de los mayores logros de la ciencia, y borrar sus ecuaciones parecía un acto gratuito, un crimen contra la humanidad. La desaparición de Elizabeth, sin embargo, les había dejado claro que no se podrían esconder para siempre. Tarde o temprano algo más saldría mal y los soldados los encontrarían. Entonces el Pentágono conseguiría la teoría y nada en el mundo impediría que la utilizaran. En pocos años el ejército construiría aparatos que dispararían neutrinos estériles a las dimensiones adicionales y destruirían todos los escondites terroristas de Oriente Medio. Durante un tiempo los generales conseguirían mantener en secreto la teoría, esa nueva arma secreta en la guerra contra el terror. Pero ninguna arma podía permanecer en secreto demasiado tiempo. Al final, el secreto se propagaría de Pekín a Moscú, pasando por Islamabad, y las semillas de la destrucción del mundo se habrían plantado. No, David no podía permitir que eso sucediera. Tendría que romper la promesa que le había hecho al doctor Kleinman y eliminar hasta el último rastro de la teoría. Hasta ahora se había resistido a tomar ese paso irrevocable, pero no podía demorarlo mucho más.
Dio un paso hacia un afloramiento irregular, gris y semicircular que sobresalía de la cumbre como una tiara gigante. Estiró el brazo hacia el saliente de roca y cogió un trozo suelto de cuarcita. Una herramienta de piedra, pensó, lo que hubiera utilizado un hombre de las cuevas prehistórico. Se volvió hacia Monique.
—Muy bien, estoy preparado.
Ella se acercó a él y sin decir una sola palabra colocó la memoria USB sobre el saliente, que era prácticamente plano. Tenía la cara tensa, casi rígida. Apretaba los labios con tanta firmeza que a David le dio la impresión de que intentaba no gritar. Debía de ser insoportable sacrificar aquello que se había pasado buscando toda la vida. Y sin embargo era su decisión. Si Einstein hubiera podido ver el futuro y comprobar el espantoso inicio del siglo XXI, hubiera hecho lo mismo.
David levantó la pesada roca. Mientras la sostenía sobre la memoria USB, volvió a mirar las deslumbrantes montañas verdes que los rodeaban, plegadas y replegadas en una miríada de formas, como arrugas espacio-temporales. Luego dejó caer el brazo y golpeó el cilindro plateado con la roca tan fuerte como pudo.
La carcasa de plástico se hizo añicos y la placa de circuitos que había dentro se rompió en una docena de pedazos. El segundo golpe de David alcanzó directamente el chip de memoria y el silicio se desintegró en cientos de fragmentos negros, cada uno de los cuales era más pequeño que la punta de un lápiz. Lo siguió golpeando hasta que el chip quedó reducido a polvo y los pins, circuitos e interruptores que lo rodeaban no fueron más que una maraña de piezas metálicas. Luego recogió los restos con la palma de la mano y los tiró por la ladera oriental de Haw Knob. El fuerte viento esparció el polvo y las piezas por el bosque de pinos.
Monique forzó una sonrisa.
—Bueno, ya está. De vuelta a la pizarra.
David tiró la roca por la ladera y luego cogió de la mano a Monique. De repente le sobrevino una extraña mezcla de emociones, una combinación de tristeza, simpatía, gratitud y alivio. Quería agradecerle todo lo que había hecho por él, que hubiera viajado más de mil kilómetros a su lado, que le hubiera salvado el culo cientos de veces. Pero en vez de pronunciar las palabras, se llevó impulsivamente su mano hacia los labios y besó su morena piel entre los nudillos. Ella lo miró extrañada, sorprendida pero no contrariada. Luego vio algo por encima del hombro de David y se le volvió a tensar la cara. Él se dio la vuelta y vio el convoy de todoterrenos que se acercaba serpenteando por la carretera desde el sudeste.
Se apartó del borde del acantilado y empujó a Monique detrás del afloramiento.
—¡Venid aquí! —le gritó a Graddick, que inmediatamente se llevó a Michael a la sombra del saliente de roca. Arrodillado en el polvo, Graddick echó un vistazo por encima del saliente y torció el gesto.
—¡La bestia escarlata! —susurró—. ¡Llena de abominaciones!
Los coches aminoraron la velocidad al llegar al principio del sendero. Estaba claro que los agentes habían estudiado los mapas topográficos de la zona y habían averiguado la forma más rápida de llegar a la cumbre de la montaña. El plan de David era permanecer escondido hasta que el equipo de asalto hubiera ascendido el sendero, de modo que los hombres del FBI no tuvieran tentaciones de dispararles tiros al azar; una vez que los agentes estuvieran suficientemente cerca para oírles, David daría un grito para revelarles dónde estaban escondidos. Entonces, presumiblemente, el líder del equipo les ordenaría que salieran lentamente, con las manos en alto. Parecía la forma más fácil de rendirse. Por supuesto, a los agentes no les haría mucha gracia descubrir el destino de la teoría unificada. Pero a ese respecto no se podía hacer nada.
Mientras los todoterrenos aparcaban en el arcén de la carretera, David se volvió a Graddick. Con cierto retraso se dio cuenta de que desconocía su nombre de pila.
—Esto…, ¿hermano? Ha llegado el momento de que te vayas.
Con los puños cerrados, Graddick se quedó mirando los todoterrenos. Uno a uno abrían sus puertas y hombres de traje gris salían de ellos.
—Sí, son tan numerosos como la arena del mar —recitó—. ¡Pero el fuego bajará del cielo y los devorará!
A David le preocupaba Graddick. No había ninguna razón para que siguiera con ellos. El FBI no sabía su nombre. Si se iba ahora, podría salir de ésta indemne.
—Escucha, hermano. Debemos dar al César lo que es del César. Pero tu lugar es la montaña, ¿comprendes? Tienes que irte.
El hombre hizo una mueca. Seguramente hubiera deseado tener unas cuantas serpientes de cascabel más para tirárselas a los agentes. Pero después de un momento le dio a David una palmada en el hombro.
—Me iré, pero no muy lejos. Si hay algún problema, volveré.
Antes de irse le puso la mano en la frente y pronunció otra bendición ininteligible. Luego se dio la vuelta, se dirigió hacia la ladera occidental de Haw Knob y desapareció por entre las densas sombras de las ramas de los pinos.
Los agentes federales habían comenzado a subir el sendero en fila india. El camino era empinado, estrecho y rocoso, lo cual obligaba a algunos hombres a escalarlo a cuatro patas. David supuso que debían de estar a unos diez minutos. Se volvió a agachar detrás del afloramiento y miró a Michael, que estaba estudiando tranquilamente las fracturas en paralelo del saliente de roca, inconsciente del peligro que se acercaba. Aunque, para ser honestos, David estaba más preocupado por Monique. Como era experta en física teórica, era a ella a quien los agentes interrogarían más duramente. Tomó de nuevo su mano y la apretó.
—Nos separarán para interrogarnos. Puede que no nos veamos en un tiempo.
Ella sonrió y lo miró burlonamente.
—Oh, quizá no. Puede que nos encontremos en Guantánamo. He oído decir que las playas están bien.
—No les tengas miedo, Monique. Sólo siguen órdenes. No…
Ella se inclinó sobre él y le puso el dedo índice en los labios.
—Shhh, deja de preocuparte, ¿de acuerdo? No pueden hacerme daño, porque no tengo nada que decir. Ya he olvidado las ecuaciones.
Él no la creyó.
—Venga ya.
—De verdad. Se me da bien olvidar cosas —se puso seria—. Crecí en uno de los peores agujeros de Norteamérica, un lugar que normalmente te marca de por vida. Pero olvidé todo eso y ahora soy profesora en Princeton. El olvido puede ser una habilidad muy útil.
—Pero anoche tú…
—Ni siquiera recuerdo el título del artículo. ¿Untersuchik qué? Recuerdo que estaba en alemán, pero eso es todo.
Michael dejó de examinar el saliente de roca y se volvió hacia Monique.
—Neue Untersuchung über die Einheitliche Feldtheorie —dijo en un alemán impecable.
David se quedó mirando fijamente al muchacho. ¿Cómo podía ser que conociera el título del artículo de Einstein?
Monique se llevó la mano a la boca y miró a David. Los dos estaban pensando lo mismo. La noche anterior Michael no pudo ver el documento en el portátil, de modo que debía de haber visto el título en algún otro lugar.
David agarró al muchacho por los hombros. Intentó hacerlo de forma suave pero las manos le temblaban.
—Michael, ¿dónde has oído esas palabras?
El adolescente notó el miedo en la voz de David. Entonces volvió los ojos a la izquierda, evitando el contacto. David recordó las habilidades mentales del adolescente, su capacidad para memorizar guías telefónicas completas. Dios, pensó, ¿cuánto sabía?
—Por favor, Michael, esto es importante. ¿Leíste el artículo mientras jugabas al Warfighter?
Las mejillas de Michael se sonrojaron, pero siguió sin contestar. David apretó con más fuerza los hombros del muchacho.
—¡Escúchame! ¿Llegaste a descargar el archivo del servidor? ¿Quizá hace mucho tiempo, cuando todavía vivías con tu madre?
Michael negó con la cabeza en movimientos rápidos, como si estuviera temblando.
—¡Era un lugar seguro! ¡Hans me dijo que era un lugar seguro!
—¿Cuánto leíste? ¿Cuánto, Michael?
—¡No tuve que leerlo! —gritó—. ¡Ya me lo sabía! ¡Yo lo pasé al ordenador y lo subí al servidor! ¡Hans me dijo que era un lugar seguro!
—¿Qué?, pensaba que fue Kleinman quien puso el archivo ahí.
—¡No, me hizo memorizarlo! ¡Ahora suéltame!
El muchacho intentó liberarse de su presa, pero David lo tenía bien agarrado.
—¿Qué quieres decir? ¿Memorizaste toda la teoría?
—¡Déjame en paz! ¡No tengo que decirte nada a no ser que tengas la clave! —Entonces, con un tremendo tirón, Michael liberó el brazo y le dio a David un puñetazo en el estómago.
Fue un buen puñetazo, firme y suficientemente fuerte como para dejarlo tumbado. David perdió el equilibrio y cayó de espaldas. El cielo azul pareció dar vueltas encima de él. Y mientras permanecía tumbado en el suelo, intentando respirar, una cadena de números pasó lentamente ante sus ojos. Eran los dieciséis dígitos que el doctor Kleinman le había susurrado en su lecho de muerte, la secuencia que llamó «la clave». Los doce primeros eran las coordenadas del Instituto de Robótica en la Carnegie Mellon; los últimos cuatro eran la extensión telefónica de la oficina del profesor Gupta. Pero David recordó que esa extensión no era la del teléfono directo de Gupta; era el número de la recepción, el escritorio en el que Michael se sentaba. En el mismo momento en el que el aire conseguía regresar a sus pulmones, David se dio cuenta de la verdad. La secuencia de Kleinman no señalaba a Gupta.
Señalaba a Michael.
David se quedó tumbado inmóvil durante varios segundos. Monique se inclinó encima de él y le sacudió el brazo.
—Eh, ¿estás bien?
Él asintió. Mientras se le pasaba el mareo, se arrastró hasta el saliente de roca y miró por encima. Los agentes ya estaban a pocos cientos de metros, recorriendo a toda prisa el tramo final del sendero. Seguramente habían oído los gritos de Michael y ahora se daban prisa para averiguar qué sucedía.
El adolescente estaba encorvado, apoyado contra el afloramiento, mirando fijamente el suelo. David no lo tocó. En vez de eso, empleó la misma técnica que Elizabeth había utilizado para obtener números de teléfono del muchacho: chasqueó los dedos delante de su nariz y recitó los números que el doctor Kleinman le había dado:
—Cuatro, cero…, dos, seis…, tres, seis…, siete, nueve…, cinco, seis…, cuatro, cuatro…, siete, ocho, cero, cero.
Michael levantó los ojos. Todavía tenía las mejillas sonrojadas, pero su mirada ya se había tranquilizado.
—Neue Untersuchung über die Einheitliche Feldtheorie —empezó—. Die allgemeine Relativitatstheorie war bisher in erster Linie eine rationelle Theorie der Gravitation und der metrischen Eigenschaften des Raumes…
Era el texto del artículo de Einstein, recitado con un acento alemán idéntico al del doctor Kleinman. El viejo físico había encontrado un escondite increíblemente astuto. Michael podía memorizar fácilmente toda la teoría, pero a diferencia de un científico, él nunca tendría la tentación de comprobar las fórmulas o compartirlas con sus colegas, porque no comprendía una sola palabra o símbolo. Y en circunstancias normales, a nadie se le ocurriría buscar las ecuaciones dentro de la mente de un adolescente autista. Sin embargo, las circunstancias ahora eran todo menos normales.
David agarró el brazo de Monique.
—¿Oyes esto? ¡Se sabe toda la puta teoría! ¡Si el FBI nos detiene, interrogarán al chaval, y estoy seguro de que descubrirán que esconde algo!
Mientras Michael seguía recitando de tirón la teoría, David oyó un ruido familiar. Echó un vistazo por encima del saliente de roca otra vez y vio que un par de helicópteros Blackhawk se cernían sobre la carretera. Asustado, cogió el teléfono móvil del bolsillo y lo lanzó al suelo. Luego tiró de Monique y Michael para que se pusieran en pie.
—¡Vamos! —gritó—. ¡Salgamos de aquí!
La madre que parió al coronel Tarkington, pensó Lucille mientras subía el sendero a toda prisa. El comandante de la Fuerza Delta había prometido mantener a sus soldados en reserva, pero dos de sus helicópteros habían aparecido en el horizonte, a la vista de cualquiera que se encontrara en un radio de ocho kilómetros, y ahora su equipo tenía que subir corriendo hasta la cima de Haw Knob antes de que los sospechosos se asustaran. El último tramo del sendero era una cuesta empinada y resbaladiza, pero Lucille escaló sin romperse los tobillos y consiguió llegar hasta un afloramiento grande y gris que había en medio de un claro con hierba. Una docena de sus agentes movían los brazos de derecha a izquierda, apuntando con sus Glocks en todas direcciones. Sosteniendo su automática con ambas manos, Lucille se acercó sigilosamente al borde del saliente de roca. Nadie se escondía detrás. Luego examinó la ladera occidental de la montaña, y divisó a tres personas que corrían por debajo de los pinos.
—¡Alto ahí! —gritó, pero por supuesto no se detuvieron. Ella se volvió hacia los agentes y apuntó hacia los árboles—. ¡Vamos, vamos, vamos! ¡Están ahí delante!
Los jóvenes agentes se precipitaron ladera abajo, moviéndose al doble de velocidad que Lucille. Ella tuvo la sensación de que su alivio era inminente: de un modo u otro esta misión terminaría pronto. Pero cuando el equipo de asalto llegó al lindero del bosque, el agente Jaworsky soltó un grito y cayó al suelo. Los demás hombres se detuvieron de golpe, desconcertados. Un momento después, Lucille vio que una piedra del tamaño de un puño salía de entre las ramas y alcanzaba al agente Keller en la frente.
—¡Cuidado! —gritó ella—. ¡Hay alguien en los árboles!
Los agentes se agacharon en la hierba y empezaron a disparar a lo loco. No hubo ninguna orden, ni tampoco había objetivo. El eco de los disparos se oyó por toda la ladera y montones de hojas de pino cayeron de las ramas, pero Lucille no vio nada más moviéndose por entre los pinos. Mierda, pensó, ¡esto es ridículo! ¡Todo el equipo permanecía inmóvil porque alguien había tirado un par de piedras!
—¡No disparen! —gritó, pero nadie pudo oírla en medio del estruendo, de modo que atravesó corriendo el claro. Antes de llegar a donde estaban sus hombres, sin embargo, los helicópteros de la Fuerza Delta llegaron a la cumbre.
Los Blackhawks volaban bajo, a sólo sesenta metros del suelo. Los dos helicópteros se colocaron en posición por encima de los agentes agachados y se pusieron en paralelo a la línea de árboles. Luego los artilleros abrieron fuego con sus ametralladoras M-240.
La descarga de fuego, que arrancó ramas de los pinos y astilló sus troncos, duró al menos un minuto. Los agentes del claro se echaron sobre sus estómagos y se taparon los oídos.
Lucille buscó a tientas la radio, pero sabía que era inútil: esas bestias necias no podían ser detenidas. Finalmente vio que caía algo de uno de los árboles. Rebotó contra una rama baja y aterrizó con un ruido seco sobre el suelo del bosque. Las ametralladoras enmudecieron y los agentes salieron corriendo hacia un hombre corpulento y con barba cuyo pecho habían destrozado las ráfagas de ocho milímetros.
Lucille negó con la cabeza. No tenía ni idea de quién era ese hombre.
Monique perdió de vista a David y a Michael poco después de que empezara el tiroteo. En cuanto las Glocks empezaron a disparar y las balas a pasar zumbando por encima de sus cabezas, ella se puso a correr a ciegas entre los árboles, ladera abajo, saltando por encima de las raíces y las piedras y los morones, olvidándose de todo excepto de la necesidad de poner tanta distancia como fuera posible entre ella y el escuadrón de agentes del FBI. Pasó por debajo de ramas de pinos y resbaló sobre pilas de hojas muertas. Cuando llegó a un arroyo poco profundo que había al final de la ladera se metió dentro sin pensárselo dos veces y cruzó al otro lado. Mientras oyera disparos, seguiría corriendo, impulsada por un instinto de supervivencia que creía olvidado, una lección que su madre le enseñó de niña en Anacostia: si oyes disparos, mueve el culo.
Después de lo que pareció una eternidad, el tiroteo cesó. Fue entonces cuando Monique se dio cuenta de que estaba sola. En el bosque no había nadie por ningún lado. Corrió hacia la siguiente cresta, avanzando en la dirección en la que creía que estarían David y Michael, pero cuando finalmente llego lo único que vio fue, delante de ella, una carretera de tierra y, detrás, los dos helicópteros que se cernían sobre los árboles. Estaban a casi dos kilómetros, pero el veloz repiqueteo de sus aspas todavía se podía oír. Rápidamente buscó el abrigo de un matorral y mientras seguía bajando la ladera oyó otro ruido a la derecha, un alarido distante pero familiar. Era Michael.
Monique esprintó hacia el eco de sus gritos, esperando que no estuviera herido. Le resultaba imposible saber lo lejos que estaba, pero, teniendo en cuenta la cantidad de tiempo que había pasado, calculaba que tenía que ser menos de media milla. Pasó por encima de otro arroyo y atravesó un matorral cubierto de kudzu.
Entonces, sin previo aviso, sintió un fuerte golpe en la parte posterior de la cabeza. Su visión se volvió borrosa y se cayó al suelo.
Justo antes de perder el conocimiento vio que dos hombres se le acercaban. Uno era un tipo calvo y corpulento vestido con unos pantalones de camuflaje y que sostenía una Uzi.
El otro era el profesor Gupta.
Simon siempre había creído que uno se buscaba su propia suerte. Cuando la noche anterior Gupta recibió la llamada de su hija, Simon y el profesor fueron inmediatamente a las Great Smokies y recogieron a Elizabeth. A cambio de una pequeña dosis de metanfetamina, ella les dijo dónde habían pasado la noche Swift y Monique. Desafortunadamente, los fugitivos ya habían abandonado el lugar de acampada, anticipando correctamente que Elizabeth los delataría. Sin embargo, Simon sospechaba que todavía estaban cerca. Por la mañana se encontró con el agente Brock y le ordenó que pusiera la frecuencia de emergencia en su radio del FBI. Cuando oyó las transmisiones acerca del asalto a Haw Knob, Simon se puso en marcha. Aparcaron sus vehículos en una polvorienta carretera cerca de la montaña y, cuando se dirigían a toda prisa hacia la cumbre, Gupta oyó los gritos de su nieto. El profesor dijo que el destino estaba de su parte, que su éxito estaba predestinado y que ningún poder en la tierra podría detenerlos. Pero Simon sabía que el destino no tenía nada que ver. Él se había buscado su suerte en cada paso del camino, y la recompensa estaba a punto de llegar.
Después de dejar inconsciente a Reynolds, arrastró su cuerpo inerte a través de los árboles hasta la carretera de tierra. Gupta renqueaba a su lado, todavía parloteando acerca del destino. Brock estaba a unos cien metros al norte, buscando a Swift y al adolescente de los gritos. Cuando Simon llegó a la camioneta pickup, ató rápidamente las muñecas y tobillos de Reynolds con un cable y luego abrió la puerta del asiento del acompañante. Elizabeth ya estaba tumbada en el asiento trasero, atada, amordazada y colocada. Empezó a forcejear cuando Simon arrojó a Reynolds a su lado, y sus sacudidas despertaron a la aturdida física. Reynolds abrió los ojos y también empezó a dar sacudidas.
—¡Me cago en Dios! —gritó—. ¡Hijo de puta! ¡Suéltame!
Simon frunció el ceño. No había tiempo de amordazarla; tenía que conducir hacia el norte tan rápido como pudiera para ayudar a Brock a interceptar a los demás. Se sentó en el asiento del conductor y metió la llave en el contacto.
Gupta iba en el asiento del acompañante. Mientras Simon arrancaba el coche, el profesor miró por encima del hombro a las dos mujeres, que no dejaban de retorcerse.
—Lamento las incomodidades, doctora Reynolds, pero hasta que podamos llevarla a la furgoneta, tendrá que compartir el asiento trasero con mi hija.
Reynolds dejó de forcejear y se quedó mirando boquiabierta.
—Dios mío, ¿qué está haciendo usted aquí? ¡Pensaba que estaba con los agentes del FBI!
—No, tardaron demasiado. Mi socio llegó primero —y señaló a Simon.
—¡Pero él es uno de los terroristas! ¡Es el calvo hijo de puta que conducía el Ferrari!
Gupta negó con la cabeza.
—Eso fue un malentendido. Simon no es un terrorista, trabaja para mí. Le encargué hacer lo mismo que usted está haciendo, doctora Reynolds: ayudarme a encontrar la Einheitliche Feldtheorie.
Reynolds no respondió. En la camioneta pickup se hizo el silencio mientras Simon conducía por la serpenteante carretera de tierra, tan llena de baches y arena que apenas podía pasar de los quince kilómetros por hora. Cuando Monique volvió a hablar, lo hizo con voz quebrada.
—¿Por qué hace esto, profesor? ¿Es consciente de lo que podría pasar si…?
—Sí, sí, lo he sabido durante años. Lo que no sabía eran los términos exactos de las ecuaciones, que son cruciales para el proceso. Pero ahora que tenemos la teoría, podemos dar el siguiente paso. Finalmente podemos desenvolver el regalo de Herr Doktor y dejar que transforme el mundo.
—¡Pero ya no tenemos la teoría! Hemos destruido la memoria USB y era la única copia.
—Sí que la tenemos. La hemos tenido siempre, pero yo he sido tan tonto que no me había dado cuenta. Michael memorizó las ecuaciones, ¿a que sí?
Reynolds no dijo ni una palabra, pero la expresión de su rostro la delató. Gupta sonrió.
—Hace varios años le pregunté a Hans qué iba a hacer con la teoría cuando muriera. No quiso decírmelo, por supuesto, pero tras insistirle un poco me dijo: «No te preocupes, Amil, seguirá en la familia». En ese momento pensé que se refería a la familia de los físicos, algo así. No me di cuenta de la verdad hasta ayer, cuando descubrí que en el Warfighter había una copia de la teoría. —Gupta se reclinó en su asiento y apoyó su pierna herida en el salpicadero—. Hans no pudo haberla puesto ahí. Era pacifista. Meter la teoría de Herr Doktor en un juego de guerra habría sido un anatema para él. Pero Michael adora el Warfighter, y adora hacer copias de todo lo que memoriza. Por eso transcribió todas esas guías telefónicas en el ordenador, ¿recuerda? Y, además, es un miembro de la familia. Tanto de mi familia como de la de Herr Doktor.
Reynolds permaneció callada, aparentemente perdida en su desesperación. Pero Simon apartó la vista de la peligrosa carretera un momento y se quedó mirando al profesor.
—¿Cómo? ¿El viejo judío era su padre?
Gupta volvió a reír entre dientes.
—Por favor, no seas ridículo. ¿Acaso me parezco a Herr Doktor? No, el parentesco viene por parte de mi esposa.
Simon no tenía tiempo para más preguntas. Acto seguido tomó una curva y vio enfrente el vehículo de Brock, la vieja furgoneta Dodge que previamente había pertenecido al doctor Milo Jenkins. Simon aparcó al lado y vio que el asiento del conductor estaba vacío; Brock había dejado aquí la furgoneta para seguir a pie la búsqueda de Swift y del adolescente. Cuando Simon bajó la ventanilla, oyó los alaridos del adolescente con bastante claridad. Provenían de un barranco que había al este de la carretera.
David no podía hacer que Michael dejara de gritar. Había empezado cuando los agentes del FBI abrieron fuego, y siguió aullando en largas y agónicas rachas mientras él y David corrían por el bosque. Después de cada alarido, el muchacho cogía aire frenéticamente, y mientras tanto seguía atravesando la maleza como una bala. David se tenía que esforzar para poder seguir su ritmo: le ardían los pulmones. Unos minutos después, el ruido de los disparos cesó y Michael aflojó el paso, pero los gritos siguieron surgiendo de la garganta del adolescente, cada uno de ellos tan largo y potente como el anterior.
A juzgar por la posición del sol, David supuso que se dirigían hacia el oeste. Había perdido de vista a Monique, pero no se podía detener a buscarla. Temía que los gritos de Michael hicieran que el FBI los encontrara; aunque por alguna razón los agentes se habían detenido en el lindero del bosque, tarde o temprano seguirían adelante. En un arrebato desesperado, David alcanzó al muchacho y lo cogió del codo.
—Michael —dijo jadeante—, tienes que… dejar de gritar. Todos… pueden oírte.
El adolescente sacudió el brazo para zafarse y volvió a gritar. David le tapó la boca con la mano, pero el muchacho lo empujó y huyó a toda prisa por una cresta, descendiendo luego hacia un estrecho barranco con riscos a ambos lados y un claro arroyo en medio. El eco de los gritos resonaba por los riscos, provocando que sonaran todavía más alto. Aunque David estaba al límite de su aguante, descendió a toda prisa la ladera y agarró a Michael por detrás. Luego le volvió a tapar la boca al muchacho, intentando impedir que gritara, pero el chaval le clavó el codo en las costillas y David se cayó hacia atrás, aterrizando sobre el barro del margen del río. Dios, pensó, ¿qué diablos voy a hacer? Y mientras negaba con la cabeza, exasperado, miró río abajo y vio un hombre vestido con un traje gris.
David se quedó helado. Éste no era uno de los agentes del equipo de asalto. Aunque estaba a unos cien metros hacia el sur, David lo reconoció de inmediato porque tenía todavía el rostro marcado con grandes moratones morados. Era el agente renegado, el hombre que había intentado secuestrarlos dos días antes en Virginia Occidental. Salvo que ahora llevaba una Uzi en vez de una Glock.
David cogió a Michael de la mano y empezó a correr en dirección opuesta. Al principio, Michael se resistió, pero cuando oyó una ráfaga de la Uzi empezó a correr. Atravesaron un matorral que David creía al lado del arroyo y que parecía ser el mejor refugio posible, pero al cabo de poco se dio cuenta de que habían cometido un error. Mientras se dirigían hacia el norte advirtió que los riscos que tenían a los lados eran cada vez más altos, y unos cientos de metros después descubrieron que el barranco no tenía salida. Estaban atrapados en una hondonada, en un cañón cerrado por tres sitios; enfrente tenían otro risco, pero era demasiado empinado para poderlo escalar.
Frenético, David examinó la pared de roca. Justo encima de la base vio una grieta horizontal que parecía una boca gigante.
La abertura era del tamaño del parabrisas de un coche, pero la fisura era oscura y parecía profunda. Una caverna de piedra caliza, pensó. Graddick dijo que había muchas en la zona. David se encaramó a la grieta tan rápido como pudo, y luego ayudó a subir a Michael. Mientras el muchacho se introducía en las profundidades de la fisura, David se tumbó boca abajo y miró hacia fuera. Luego metió la mano en uno de los bolsillos traseros del pantalón y sacó su pistola, la que le había cogido al agente que ahora iba detrás de ellos.
Michael seguía gritando, y a pesar de que la caverna amortiguaba el ruido, parte se oía fuera. Más o menos un minuto después, David vio que el agente se acercaba al risco, intentando averiguar de dónde provenían los gritos. Estaba unos seis metros por debajo, de modo que todavía no podía ver dentro de la fisura, pero se estaba acercando. David apoyó la Glock en el borde de la grieta, apuntando hacia el suelo, justo delante del agente. Entonces disparó.
El tipo se dio media vuelta y salió corriendo hacia el matorral. Pocos segundos después comenzó a disparar su Uzi hacia el risco, pero las balas rebotaban inofensivamente contra la roca. David estaba dentro de un búnker natural, una posición defensiva ideal. Podía mantener a raya a este cabrón durante horas. En algún momento los auténticos agentes del FBI ocuparían la zona, junto con unos cuantos regimientos de soldados; y cuando se acercaran, David dispararía para llamar su atención. Entonces él y Michael se entregarían a los hombres del gobierno. No era una perspectiva muy halagüeña, pero sí mil veces mejor que rendirse a los terroristas.
Un rato después, los gritos de Michael comenzaron a disminuir. David echó un vistazo por el borde de la grieta y vio que el agente todavía estaba escondido en el matorral. Entonces divisó a otro hombre, éste calvo, que estaba de pie junto al arroyo, en medio del barranco. Llevaba pantalones de camuflaje y una camiseta negra. Con la mano derecha sostenía un cuchillo Bowie mientras con la izquierda tenía agarrado por el pescuezo a un muchacho que no dejaba de retorcerse. La escena era tan rara que a David le llevó varios segundos reconocer al chico. Cuando lo hizo, el dolor que sintió en el pecho fue tan agudo que dejó caer la pistola y se le encogió el corazón.
—¿Doctor Swift? —gritó el tipo calvo—. Su hijo quiere verlo.