10

Monique miró a David indignada.

—Esto es una locura. Estamos perdiendo el tiempo.

Volvían a estar en la ranchera, pero ahora discutían en vez de besarse. El coche estaba aparcado en una gasolinera de Victory Drive, medio kilómetro al sur del Night Maneuvers Lounge, mientras Elizabeth Gupta realizaba una llamaba desde la cabina de la gasolinera. Graddick hacía guardia cerca del coche, con una taza de café del Dunkin’ Donuts en la mano, y David, Monique y Michael esperaban dentro.

—No es ninguna locura —insistió David—. Tiene todo el sentido del mundo.

Monique negó con la cabeza.

—Si Kleinman quería evitar que la teoría cayera en manos del gobierno, ¿por qué habría de esconderla en un ordenador del ejército?

—Los ordenadores militares son los sistemas más seguros del mundo. Y escondió las ecuaciones en un juego de guerra que ya nadie utiliza.

—¡Pero el ejército todavía tiene acceso a él! ¿Qué pasa si un día algún capitán o coronel de la oficina de Combate Virtual se aburre y se pone a jugar al Warfighter?

—Para empezar, no puedes conseguir la teoría a no ser que llegues al nivel más alto. Lo cual no es fácil, a no ser que te pases todo el día jugando, como Michael —David señaló al adolescente, que estaba agachado en el asiento trasero con la Game Boy en las manos—. Y en segundo lugar, incluso en el caso de que domines el juego y encuentres las ecuaciones, no podrías comprender su significado a no ser que fueras físico. Las tomarías por meras tonterías y las ignorarías.

Ella no parecía muy convencida.

—No lo sé, David. Tienes que admitir que es mucho suponer. Y seguro que tú…

Antes de que pudiera terminar la frase, Elizabeth salió de la cabina telefónica y regresó a la ranchera a grandes zancadas. Ahora llevaba unas medias Spandex y una camiseta, pero seguía teniendo aspecto de prostituta.

—No contestan —le dijo a David por la ventanilla del coche—. Seguramente Sheila se ha ido a pasar el fin de semana fuera.

David frunció el ceño. Esperaba que Sheila —una amiga de Elizabeth que todavía trabajaba de secretaria en la oficina de Simulación de Combate Virtual— pudiera ayudarles a entrar en Fort Benning.

—¿No conoces a nadie más que todavía trabaje ahí?

—No, a nadie —contestó Elizabeth—. Casi todos los tíos de la oficina eran unos friquis informáticos. En todo el tiempo que estuve ahí, no llegaron siquiera a decirme hola.

Mierda, pensó David. Sin la ayuda de alguien que trabajara en la base sería imposible sortear la seguridad de la entrada de Benning, y todavía más llegar hasta la oficina SCV.

—Es curioso —prosiguió Elizabeth—. Tampoco he visto a esos friquis en el club. Deben pajearse mirando porno en internet.

A David se le ocurrió una idea.

—Beth, ¿tienes clientes fijos que trabajen en la base? Me refiero a tíos a los que veas de forma regular.

—Joder, claro —contestó a la defensiva, como sintiéndose cuestionada—. Por supuesto que tengo clientes semanales. Muchos.

—¿Alguno es de la policía militar?

Lo pensó unos segundos.

—Sí, conozco a un sargento de la PM, el sargento Mannheimer. Hace años que lo conozco, desde que empecé a trabajar en el club.

—¿Tienes su número de teléfono?

En vez de responder metió el brazo por la ventanilla y chasqueó los dedos delante de la nariz de Michael. El adolescente levantó la mirada de su Game Boy. Elizabeth se lo quedó mirando severamente.

—Guía telefónica de Columbus —dijo—. Mannheimer, Richard.

706-544-1329 —recitó Michael—. Luego bajó la cabeza y volvió a su juego. Elizabeth sonrió.

—¿No es increíble? Memorizó la guía telefónica de Columbus cuando vivía conmigo. La de Macon también.

David anotó el número en un trozo de papel. La hazaña mnemónica de Michael no lo sorprendió especialmente; sabía que muchos niños autistas tenían una sorprendente capacidad mnemotécnica, y recordó las guías telefónicas que estaban almacenadas en el ordenador del Retiro de Carnegie. Lo que lo inquietó fue ver el modo en que Elizabeth había hecho uso de la habilidad de su hijo. Estaba claro que ya había hecho antes lo del chasquido de dedos. Debía de ser una forma práctica de seguirles la pista a sus clientes.

Le dio a ella el trozo de papel.

—Llama al sargento y pídele un favor. Dile que unos amigos han venido a visitarte y que necesitarían unos pases para entrar en la base. Dile que queremos ir a los barracones para visitar a nuestro hermano pequeño, pero que nos hemos dejado los carnés de identidad en casa.

Ella miró atentamente el número de teléfono y luego negó con la cabeza.

—Mannheimer no hará esto porque sí. Querrá un polvo gratis. Quizá dos.

David ya se lo esperaba. Cogió la cartera que llevaba en el bolsillo y sacó de la billetera cinco billetes de veinte.

—No te preocupes, yo me ocupo de eso. Cien ahora, doscientos cuando hayamos terminado. ¿Te parece bien?

Elizabeth se quedó mirando los billetes de veinte dólares. Abrió la boca y se pasó la lengua por los labios, que seguramente todavía le sabían a metanfetamina. Luego cogió el dinero que le ofrecía David y regresó a la cabina.

David miró a Monique, pero ésta volvió la cara. Estaba cabreada, no había duda alguna, pero permanecía callada, lo cual era peor que si le gritara. Ambos observaron en silencio como Elizabeth marcaba el número y empezaba a hablar. Al final, David estiró el brazo y tocó el hombro de Monique.

—Eh, ¿qué ocurre?

Ella encogió el hombro.

—Lo sabes perfectamente. Le estás haciendo de chulo.

—¡No, de ningún modo! Yo sólo…

—¿Qué piensas que va a hacer con el dinero? Se lo gastará todo en metanfetamina y en juergas. Y luego de vuelta al club de striptease, de vuelta al motel.

—Mira, necesitamos su ayuda para encontrar la teoría. Si se te ocurre una idea mejor, por qué no…

De repente Monique agarró el brazo de David.

—Algo va mal —dijo, señalando hacia la cabina. Graddick estaba al lado de Elizabeth, gritándole. Ella lo ignoraba y seguía hablando por el auricular. Un momento después Graddick la cogió por la cintura y empezó a arrastrarla hacia la ranchera. David no entendió nada hasta que miró Victory Drive abajo y vio media docena de todoterrenos aparcados delante del Night Maneuvers Lounge. Un montón de hombres vestidos con traje gris descendieron de los vehículos y rodearon el club.

Graddick abrió la puerta trasera de la ranchera y metió a Elizabeth dentro.

—¡Arranca, hermano! ¡Satán nos pisa los talones!

Karen estaba en el salón del apartamento de Gloria Mitchell, mirando el tráfico de la calle 27 Este por entre las persianas de la ventana. Dos hombres fornidos vestidos con sudaderas holgazaneaban por la acera junto a un camión de reparto que no se había movido en las últimas doce horas. Cada pocos minutos, uno de los hombres se colocaba la mano delante de la boca y simulaba que estornudaba. En realidad hablaba por un micrófono que tenía en la manga.

Jonah estaba sentado en el sofá, hojeando un libro de astronomía que había encontrado en la librería de Gloria. Por su parte, ésta se encontraba en el otro extremo de la habitación, hablando por el teléfono móvil con su editor del New York Times. Era una mujer pequeña, de pelo negro, piernas delgadas, barbilla afilada y ojos oscuros en constante movimiento. Cuando terminó de hablar, cerró el teléfono móvil y se acercó rápidamente a Karen.

—Tengo que irme —le informó—. Doble homicidio en Brooklyn. Quédate aquí hasta que vuelva.

Karen sintió una punzada en el estómago. Señaló la ventana.

—Esos agentes todavía están ahí fuera. —Hablaba en voz baja para que Jonah no pudiera oírla—. En cuanto te vean salir del edificio subirán aquí a por nosotros.

Gloria negó con la cabeza.

—¿Un allanamiento ilegal del apartamento de una periodista? No se atreverán.

—Tirarán la puerta abajo y la volverán a arreglar antes de que hayas regresado. Parecerá que Jonah y yo hemos decidido salir de casa. Eso es lo que el FBI te contará cuando les preguntes qué nos ha pasado.

—¿De veras crees que…?

—¿No le puedes pedir a tu editor que envíe a otra persona?

Gloria dejó escapar un sonoro «¡Ja!».

—Olvídate de ello. Ese tipo es un tocapelotas.

Karen miró a su hijo, que estudiaba minuciosamente una fotografía del cinturón de asteroides. En modo alguno iba a permitir que esos cabrones le tocaran un pelo.

—Entonces iremos contigo. No nos arrestarán si tú estás ahí para verlo.

Gloria se encogió de hombros.

—Muy bien, como quieras.

De haber sido éste un trabajo cualquiera, Simon ya habría matado a este cliente. El profesor Amil Gupta, alias Henry Cobb, era el tipo más arrogante y exasperante para el que había trabajado nunca. Tan pronto como el profesor reveló su identidad empezó a vilipendiar a Simon en términos más bien poco agradables. Aunque Gupta tenía razones legítimas para estar molesto, en realidad la culpa era toda suya: no habría habido confusión alguna si no hubiera insistido en utilizar ese absurdo alias. Simon intentó explicárselo mientras volvía a vendarle la herida de bala, pero Gupta siguió insultándolo. Luego, en cuanto el profesor pudo caminar, empezó a darle órdenes. Había esbozado un nuevo plan: él y Simon cogerían la camioneta pickup e irían a Georgia en busca de los objetivos mientras el agente Brock viajaba hasta Nueva York con la furgoneta Dodge del doctor Jenkins. Cuando Simon le preguntó por qué Brock regresaba a Nueva York, Gupta le dijo bruscamente que se callara y que buscara las llaves de la furgoneta. Inmediatamente, a Simon la mano se le fue hacia la Uzi, pero se contuvo de esparcir los sesos de Gupta por la habitación. Sé paciente, se dijo. Céntrate en el objetivo.

Como la casa de Jenkins estaba a pocos kilómetros del cordón que habían establecido las fuerzas norteamericanas, Simon no encontró resistencia alguna en las carreteras secundarias del suroeste de Virginia. A las 11.00 de la mañana llegaron al pueblo de Meadowview, donde Brock cogió la I-81 hacia el norte y Simon y Gupta siguieron hacia el sur. El profesor iba reclinado en el asiento del acompañante con la pierna herida apoyada en el salpicadero, pero desafortunadamente no se durmió. En vez de eso no dejó de mirar el reloj cada cinco minutos y despotricar acerca de la intensidad de la estupidez humana. Cuando tras cruzar la frontera estatal llegaron a Tennessee, Gupta se inclinó hacia Simon y señaló una señal de tráfico que indicaba «SALIDA 69 BLOUNTVILLE».

—Sal de la autopista —ordenó.

—¿Por qué? Está despejada. No hay ni militares ni policía.

Gupta torció el gesto.

—No llegaremos a tiempo a Georgia. A causa de tu incompetencia, Swift y Reynolds nos llevan una ventaja de diez horas. Seguramente ya se han puesto en contacto con mi hija.

—Razón de más para ir por la interestatal. Por las carreteras secundarias iremos más despacio.

—Hay otra alternativa. Hice unos trabajos para Mid-South Robotics, una empresa contratista de defensa situada en Blountville. Les construí unos cuantos prototipos, de modo que ahora forman parte de mi red de vigilancia.

—¿Vigilancia?

—Sí. Si Swift y Reynolds están donde yo creo, puede que podamos observarlos.

Simon dejó la interestatal y avanzó dos kilómetros por la Ruta 394. Mid-South Robotics estaba situada en un extenso edificio de una planta que ocupaba un gran terreno de la campiña de Tennessee. Como era sábado por la mañana, sólo había un coche en el aparcamiento. Simon aparcó al lado y él y el profesor Gupta se dirigieron a la cabina del guardia de seguridad. Dentro había un hombre demacrado, de pelo blanco, que iba vestido con un uniforme azul y que leía el periódico local. Gupta dio unos golpecitos en la ventana de la cabina para llamar la atención del tipo.

—¿Hola? —dijo—. Soy el doctor Amil Gupta del Instituto de Robótica. ¿Se acuerda de mí? Estuve aquí en abril.

El guarda bajó el periódico y se los quedó mirando fijamente un momento. Luego sonrió.

—¡Oh, sí, el doctor Gupta! ¡De Pittsburgh! ¡Me acuerdo de cuando vino a visitar la planta!

Se puso en pie y abrió la puerta de la cabina para poder darle la mano al profesor.

—¡Es todo un placer volverlo a ver!

Gupta forzó una sonrisa.

—Sí, yo también me alegro de verlo. Dígame, ¿el señor Compton ha venido hoy a la oficina? Tenía problemas con uno de los prototipos y quería que yo le echara un vistazo.

—Oh, lo siento mucho, pero el señor Compton no ha venido hoy. Y no me dijo nada acerca de que fuera a venir usted.

—Supongo que se pasará más tarde, pues. Mientras tanto, ¿podría dejarnos entrar al laboratorio de pruebas a mí y a mi asistente? Sólo me puedo quedar un par de horas, de modo que debería ponerme a trabajar cuanto antes.

El guarda miró a Simon y luego otra vez a Gupta. Empezaba a tener dudas.

—Creo que antes debería llamar al señor Compton. Para hacerle saber que está usted aquí.

—Oh, no, por favor, no hace falta. No quiero interrumpir su fin de semana.

—De todas formas, creo que lo voy a llamar.

Cuando iba a volver a su cabina, el profesor hizo la señal. Simon dio un paso adelante con la Uzi en la mano y disparó al guarda entre los ojos. El tipo murió antes de que su cuerpo llegara al suelo. Simon se inclinó sobre él y le registró los bolsillos.

Gupta se quedó mirando el cadáver.

—Fascinante. Había vivido setenta y seis años sin ser testigo de un asesinato, y en las últimas doce horas he visto dos.

—Se acostumbrará. —Tras coger las llaves del bolsillo del guarda, Simon empezó a desconectar el sistema de alarma del edificio.

El profesor negó con la cabeza.

—Es como el colapso de un pequeño universo. Una infinita serie de probabilidades reducida a una única certeza muerta.

—Si le parece una tragedia, ¿por qué me ha dicho que lo asesinara?

—No he dicho que sea una tragedia. Algunos universos han de morir para que nazcan otros. —Gupta levantó la mirada al cielo y se llevó la mano a la frente para evitar que el sol le diera en los ojos—. La humanidad dará un gran salto adelante cuando presentemos al mundo la Einheitliche Feldtheorie. Seremos los parteros de una nueva era, una época dorada de ilustración.

Simon frunció el ceño. Él era un soldado, no un partero. Lo suyo era la muerte, no los nacimientos.

Era fácil ver por qué el sargento Mannheimer era uno de los clientes regulares de Elizabeth: calvo, narizón y malhablado, probablemente no podía conseguir una cita con nadie más que una prostituta. Se sentó en el asiento trasero de la ranchera rodeando a Elizabeth con el brazo, agarrándola por la cintura y echándole miraditas al escote, pero también lanzó miradas lascivas a Monique, que estaba sentada con Michael en la zona de carga. Graddick refunfuñaba mientras conducía el coche hacia la entrada de Fort Benning; estaba claro que no le gustaba el sargento y que no le hacía ninguna gracia visitar la base del ejército. Sin embargo David había insistido en que era necesario para la salvación de Elizabeth, y eso fue suficiente para mantener a Graddick tranquilo, al menos de momento.

Al acercarse a la entrada, David advirtió que delante tenían una larga cola. Demasiado tráfico para un sábado por la mañana. Señalando la puerta, se volvió hacia Mannheimer.

—¿Qué ocurre?

El sargento jugaba con la cadena de oro que Elizabeth llevaba al cuello, intentando coger el medallón que colgaba entre sus pechos.

—Todos quieren ver a Darth Vader. Hoy va a dar un discurso en la base.

—¿Darth Vader?

—Sí, el secretario de Defensa. El hombre que dirige el expreso Benning-Bagdad.

David volvió a mirar la entrada y vio media docena de policías militares que inspeccionaban los coches que había al frente de la cola. Los soldados abrían los maleteros y se arrodillaban junto a los guardabarros para ver si había alguna bomba debajo del chasis.

—Mierda. Han aumentado las medidas de seguridad.

—Tranqui, tío —Mannheimer había conseguido sacar el medallón de debajo de la camisa de Elizabeth y ahora lo hacía oscilar delante de sus ojos—. Son mis chicos. No nos molestarán.

Elizabeth se reía tontamente mientras el sargento hacía ver que la hipnotizaba. Ahora que tenía cien dólares en el bolsillo estaba de buen humor. Mientras tanto, David miraba fijamente a los soldados, cada vez más nervioso a medida que el coche se acercaba a la cabeza de la cola. Cinco minutos después llegaron a la puerta y un cabo robusto y joven con una pistola M-9 en la cartuchera se acercó a la ranchera. Se inclinó y pegó su cara a la ventanilla del asiento del conductor.

—Permiso de conducir y el seguro del coche —ordenó—. También necesitaré los carnés de identidad de todos los pasajeros.

Antes de que Graddick pudiera responder, Mannheimer se inclinó hacia delante y llamó la atención del cabo.

—Eh, Murph —dijo alegremente—. Sólo vamos al PX[20] a hacer unas compras.

Murph saludó sin demasiado entusiasmo. Por la expresión de su cara, David pudo ver que no le tenía gran estima al sargento.

—Tenemos nuevas órdenes del comandante al mando, señor. Todos los visitantes deben identificarse.

—No te mates, colega. Vienen conmigo.

—Sin excepciones, señor. Es lo que ha dicho el comandante.

Un segundo PM se acercó al coche por el lado del asiento del acompañante. Éste llevaba casco y una M-16. David se cogió a la manecilla de la puerta, aunque sabía que no había nada que hacer. En tres minutos estarían todos esposados.

El sargento Mannheimer se deslizó hasta el borde del asiento, acercándose al cabo desconfiado. Bajó la voz y le dijo.

—Está bien, Murph, te lo cuento. Ésta de aquí es Beth —dijo mientras señalaba con el pulgar a Elizabeth—. Ella y la negrita vienen para una actuación privada. Ya sabes, para cuando el secretario termine su discurso.

El cabo se quedó mirando a Elizabeth, que se pasó la lengua por los labios y sacó pecho. Se quedó con la boca abierta.

—¿Le has traído strippers al secretario?

Mannheimer asintió.

—El tío trabaja duro. Necesita un descanso de vez en cuando.

—Dios santo. —Murph miró a su superior con renovado respeto—. ¿Sabe el comandante algo de esto?

—No, estas órdenes vienen directamente del Pentágono.

El cabo sonrió.

—Joder, qué fuerte. El secretario va a mojar el churro —dijo, y luego se apartó del coche e hizo una señal para que avanzaran.

En cuanto Lucille vio los informes de la actividad en internet de Gupta —en concreto, la página web que mostraba el 4015 Victory Drive— dio nuevas órdenes para el Learjet del Bureau. Dos horas después ella y el agente Crawford entraban a grandes zancadas en el Night Maneuvers Lounge, que ya había sido ocupado por un equipo de agentes de la delegación de Atlanta. Unos treinta clientes —la mayoría soldados borrachos con permiso de fin de semana— revoloteaban por las mesas del club, mientras los empleados —cinco bailarinas, un camarero y un segurata— permanecían sentados a la barra. El segurata y el camarero habían reconocido a David Swift cuando los agentes les habían enseñado su fotografía, y el camarero dijo que había visto salir al sospechoso con otra bailarina que había terminado su turno. Esta bailarina resultó ser Beth Gupta, la hija del profesor. Desafortunadamente, los agentes de Atlanta no encontraron a la mujer cuando registraron su residencia temporal en un motel al otro lado de la calle. El camarero, un sórdido tipo llamado Harían Woods que también era el encargado del club, dijo que no tenía ni idea de dónde podía estar Beth, pero Lucille sospechaba que era mentira.

Localizó a Harían de inmediato, era un tipo bajo, gordo y con barba que llevaba una camiseta en la que ponía «TE LO COMO TODO». Lucille se acercó a la barra y se cruzó de brazos.

—Así que tú eres el encargado de este encantador establecimiento.

Él asintió con rapidez. Encaramado en un taburete al lado de la barra parecía un gnomo disoluto sentado sobre un hongo venenoso.

—Quiero ayudar, ¿de acuerdo? Pero ya te lo he dicho antes, no sé dónde está Beth. Ella sólo trabaja aquí, nada más. No tengo ni puta idea de qué hace en su tiempo libre.

Estaba claro que Harían iba de speed. Hablaba a toda velocidad y apestaba como un vestuario. Lucille frunció el ceño. Detestaba a los drogadictos.

—Calma, colega. ¿Tiene Beth algún amigo en la ciudad?

Él señaló a las bailarinas alineadas en la barra, temblando de frío con sus tangas.

—Claro, todas las chicas son amigas. Habla con Amber o Britney. Quizá saben dónde está Beth.

—¿Algún otro amigo? Además de las chicas que chuleas, quiero decir.

—¿Cómo? ¡Yo no soy su chulo! Yo sólo…

—No me cuentes historias, Harían. Será mejor que pienses rápido o…

—¡Está bien, está bien! —Goterones de sudor recorrían los pliegues de su frente. Como todos los drogadictos, se venía abajo con facilidad—. Hay una chica que se llama Sheila, una zorra estirada. Vino aquí una vez y me montó un pollo. Ella y Beth habían trabajado juntas en la base.

Esto era una novedad para Lucille. La única información que le habían dado los agentes de Atlanta era su historial de arrestos.

—¿Beth trabajó en Fort Benning?

—Sí, antes de venir aquí. Trabajaba con ordenadores, me dijo. Un familiar le consiguió el empleo, pero las cosas no salieron bien.

Lucille pensó en el ordenador destrozado que había visto en la cabaña de Virginia Occidental. Los sospechosos iban detrás de un rastro digital y ahora ella estaba bastante segura de cuál sería su siguiente destino.

Se volvió hacia el agente Crawford, que como siempre permanecía de pie detrás de ella.

—Ponme con el comandante de Benning —ordenó—. Y con el tontaina del coronel Tarkington.

Lo primero que David vio fueron las torres de salto, tres altas agujas que se cernían sobre los barracones y los edificios administrativos de Fort Benning. Parecían el famoso salto del paracaídas de Coney Island, esa atracción del parque de atracciones que cerró unas décadas atrás, con la diferencia de que estas torres sí se seguían utilizando. Los paracaidistas saltaban desde los brazos de las agujas y flotaban hasta el suelo como vainas de una enorme flor de acero.

El sargento Mannheimer indicó a Graddick que aparcara la ranchera detrás de un extenso edificio amarillo llamado Infantry Hall. La oficina de Simulación de Combate Virtual estaba en el ala oeste del edificio. David se había inventado una historia explicando por qué necesitaban ir ahí: un hermano pequeño de Monique que estaba realizando el entrenamiento básico sufría ataques de ansiedad y necesitaba hablar con alguien en privado, etcétera. Estaba claro que Mannheimer no se creyó una palabra, pero afortunadamente no pareció importarle. Impaciente por echar un polvo gratis, lo único que le importaba ahora mismo era encontrar una habitación vacía en la que poder repasarse a Elizabeth. Salió del coche y la guió hacia la entrada trasera del edificio.

Monique, David y Michael también bajaron del coche. Graddick, que permanecía en el asiento del conductor, los miró preocupado.

—¿Y ahora qué, hermano?

David le dio un apretón reconfortante en el hombro.

—Quédate aquí hasta que salgamos. Sólo serán unos minutos. Luego nos encargaremos del alma de Elizabeth, ¿de acuerdo?

Graddick asintió. Monique y David flanquearon a Michael, cogiéndolo cada uno de un codo, y se apresuraron para alcanzar a Elizabeth y Mannheimer. David deseó haber podido dejar al muchacho en el coche; era espantoso ver cómo su madre llevaba a cabo su transacción delante de él. Pero Michael era el único que sabía jugar al Warfighter.

Entraron y subieron a toda prisa las escaleras hasta la tercera planta. Elizabeth y el sargento se detuvieron ante una puerta sin letrero al final de un pasillo desierto. Mannheimer comenzó a buscar algo en los bolsillos de su traje de faena.

—¿Estás segura de que ahí dentro hay un sofá? —preguntó.

—Sí, hay uno en el despacho del director —contestó Elizabeth—. Lo recuerdo, un sofá grande y marrón.

—Pero de eso ya hace cuatro años. Quizá lo han cambiado de sitio.

—¡Por el amor de Dios! ¡Tú limítate a abrir la puerta!

Finalmente, el sargento encontró la llave maestra, pero, antes de abrir la cerradura, David oyó un ruido que venía del fondo del pasillo. Era un ruido mecánico, extrañamente familiar. Se volvió y vio un Dragon Runner, el robot de vigilancia plateado y cuadrangular que el profesor Gupta había desarrollado para el ejército. Avanzando sobre sus ruedas de oruga, cual tanque en miniatura, la máquina los apuntó con su sensor bulboso. David se quedó inmóvil.

—¡Mierda! ¡Nos han encontrado!

Mannheimer se rió entre dientes.

—Tranquilízate, soldado. Estas cosas todavía no están operativas.

—¿Qué? —El corazón de David latía con fuerza mientras el robot seguía su camino.

—Todavía están trabajando en estos bichos. Es como todo lo que el ejército hace. Estarán probando el sistema durante diez años y luego decidirán que cuesta demasiado. —Riéndose entre dientes otra vez, Mannheimer abrió la puerta y metió a Elizabeth dentro—. Muy bien, nena, ¿dónde está el despacho del director?

Tras recobrar el aliento, David los siguió dentro de la habitación. Era un lugar espacioso, quizá de unos diez metros de largo. En un extremo había varias hileras de servidores que zumbaban y parpadeaban desde sus estantes de acero. Al otro lado había un PC de sobremesa con una pantalla extraplana, y en el centro de la habitación dos enormes esferas transparentes y huecas, cada una de al menos tres metros de altura, que descansaban sobre una plataforma con ruedecillas de metal.

Monique se quedó en la entrada, mirando las esferas tan desconcertada como David, pero Michael se metió en la habitación, dirigiéndose directamente a un armario del fondo. Mientras su madre y el sargento desaparecían en un despacho contiguo, el muchacho abrió el armario y sacó un voluminoso aparato negro que parecía un visor estereoscópico. David reconoció el instrumento: eran unas gafas de realidad virtual. Cuando te las ponías proyectaban un paisaje virtual; si volvías la cabeza a la izquierda o la derecha, veías distintas partes del mundo virtual. Michael sonrió de alegría mientras ajustaba las gafas RV, luego se fue corriendo hacia al ordenador y empezó a pulsar sus teclas.

David y Monique se acercaron a la terminal y miraron por encima del hombro de Michael. Unos pocos segundos después la pantalla mostró la imagen de un soldado de pie en medio de un vasto campo verde. El soldado vestía un uniforme caqui y llevaba un casco adornado con un número, un «1» grande y rojo.

—Es el Warfighter —susurró David—. Está cargando el programa.

Después de unos pocos segundos más aparecieron en la pantalla las palabras «¿LISTO PARA EMPEZAR?». Michael regresó al armario y sacó un rifle de plástico, una imitación de un M-16. Luego se acercó a una de las esferas gigantes, abrió una escotilla que había en un lateral y se encerró en la bola transparente.

—Maldita sea —exclamó Monique—. ¿Se puede saber qué hace ahí dentro?

Michael cerró la escotilla por dentro y se puso las gafas RV. Sosteniendo el rifle de plástico como si fuera un soldado de infantería de verdad, empezó a caminar hacia delante, pero sin avanzar, claro está; la esfera daba vueltas, rotando sobre sí misma como una bola de seguimiento monstruosa. Poco después, el adolescente ya corría como si fuera un hámster en una rueda de ejercicio. Cuando David miró la pantalla del ordenador, vio al soldado vestido de caqui corriendo por el campo.

—¡Joder, esto es increíble! —Puso la mano en la espalda de Monique y señaló la plataforma que había debajo de la esfera—. ¿Ves esas ruedecillas que hay debajo de la pelota? Miden la velocidad con la que la esfera gira y la dirección de su rotación. Luego envían la información al ordenador, que mueve al soldado a la misma velocidad que se mueve Michael. Y Michael puede ver toda la simulación en sus gafas. Está corriendo en un mundo virtual.

—Todo eso está muy bien, pero ¿adónde va?

—Parece que de momento sólo se está divirtiendo. Supongo que poco a poco irá subiendo de nivel, como siempre hace.

—¿Y qué ocurrirá cuando llegue al Nivel SVIA/4?

—No lo sé. Puede que el programa indique cómo descargar la teoría desde el servidor. Pero seguramente habrá que utilizar la interfaz RV para acceder a ella.

David examinó los iconos que había en la parte inferior de la pantalla del ordenador hasta que descubrió el que buscaba: DOS JUGADORES. Hizo clic y las palabras «¿LISTO PARA EMPEZAR?» volvieron a parpadear en la pantalla. Mientras Monique lo miraba boquiabierta, él fue al armario a buscar otro par de gafas RV y otro rifle de plástico.

—Voy a entrar —dijo. Luego se acercó a la segunda esfera y abrió la escotilla.

Simon hacía guardia en el laboratorio de pruebas del Mid-South Robotics mientras el profesor Gupta estudiaba vídeos de vigilancia en el ordenador del laboratorio. La pantalla estaba dividida en doce cuadrados, cada uno de los cuales emitía imágenes en directo de uno de los Dragon Runner desplegados en Fort Benning. Justo antes del mediodía, el ordenador soltó un pitido: el programa de reconocimiento de caras había encontrado una equivalencia en uno de los vídeos. Gupta identificó la localización del robot y expandió la imagen para que ocupara toda la pantalla. Simon se acercó un poco más a la terminal y vio un soldado alto y feo que rodeaba con un brazo la cintura de una desaliñada mujer pechugona. Luego vio a los objetivos: Swift, Reynolds y el nieto de Gupta.

—Interesante —murmuró el profesor—. Están en la oficina de SCV.

—¿SCV?

—Simulación de Combate Virtual. Hice algunas cosas para ellos, como el desarrollo de la interfaz RV para el Warfighter —hizo una pausa, absorto—. Y ahí es donde trabajó Elizabeth. El empleo que le encontró Hans.

En la pantalla, los objetivos entraban en una habitación y cerraban la puerta detrás de ellos, impidiendo la vigilancia. Gupta salió de golpe del programa golpeando el teclado con el puño.

—¡Kleinman! —exclamó—. ¡Viejo insensato!

—¿Qué ocurre?

El profesor negó con la cabeza.

—¡Creyó que sería una opción inteligente! ¡Esconderla justo delante de mis narices!

—¿Se refiere a la Einheitliche Feldtheorie?

Una nueva ventana apareció en la pantalla y Gupta tecleó un nombre de usuario y una contraseña. Estaba intentando entrar en una especie de red.

—Afortunadamente, no es demasiado tarde. Todos los programas de SCV están diseñados para poder acceder a ellos a distancia. El ejército quería que soldados de distintas bases pudieran competir entre ellos en batallas virtuales.

Hubo una demora de varios segundos. Luego la pantalla mostró una larga lista de servidores militares y sus informes de actividad.

—Lo que imaginaba —dijo Gupta—. Tienen abierto el Warfighter.

Mirando por encima del hombro del profesor, Simon sintió una punzada de ansiedad.

—¿Pueden descargar la teoría? ¿Pueden borrarla?

Gupta hizo clic en uno de los servidores. Mientras la red establecía conexión, se volvió y miró a Simon.

—¡Ve al almacén de suministros! Aquí no hay ningún equipo de RV, pero puede que ahí encuentres un joystick.

David estaba de pie en un amplio campo bordeado por pinos sureños. A la derecha tenía un paisaje de colinas y bosques que llegaba hasta el horizonte. Al volverse a la izquierda, el visor RV mostró una abertura entre los árboles y un conjunto de edificios bajos. Los gráficos eran sorprendentemente realistas. Podía incluso oír el canto de los pájaros en los auriculares, que incluían unos altavoces de miniatura y un micrófono para comunicarse con los demás jugadores. Había algo extrañamente familiar en ese paisaje simulado, y un par de segundos más tarde se dio cuenta de que el mundo virtual había sido diseñado para que se pareciera a los boscosos terrenos de entrenamiento de Fort Benning. Por encima de las copas de los árboles pudo ver las torres de salto, que parecían estar a varios kilómetros.

—¿A qué estás esperando?

David alzó el rifle cuando oyó la voz a través de los auriculares. Podía ver el cañón de su M-16 en el visor, pero no había nadie en el campo ni en los bosques.

—¡Eh! —gritó—. ¿Quién anda ahí?

—Soy yo, tonto —era la voz de Monique—. Estoy en la terminal, viéndote en la pantalla del ordenador. Michael está en el pueblo.

—¿En el pueblo? —Señaló con el rifle el conjunto de edificios—. ¿Quieres decir por ahí?

—Sí, y ya ha llegado al Nivel B2, así que será mejor que muevas el culo. Por lo que veo, tienes que acercarte a Michael antes de que llegue al SVIA/4 o no podrás entrar al nivel final y descargar la teoría.

Con mucha cautela, David dio un paso adelante. La esfera rotó suavemente bajo sus pies. Luego dio un paso a la izquierda y la esfera se movió de lado. Entonces empezó a andar hacia la abertura que había entre los árboles, al principio lentamente, después ya con más confianza.

—No está mal. Cuando te acostumbras, parece casi normal.

—Prueba a correr. Tienes mucho camino por delante.

Echó a trotar. El visor RV mostraba el paisaje en movimiento: mientras David corría a través del campo, los edificios que tenía delante se hacía más grandes y empezó a ver cuerpos boca abajo en la hierba. Eran los soldados enemigos generados por el ordenador —vestidos como terroristas, con cazadoras negras y pañuelos— que David ya había visto en la Game Boy.

—Parece que Michael ya se ha encargado de estos tipos.

—Mantén los ojos abiertos —le advirtió Monique—. No se los ha cargado a todos.

—¿Qué ocurre si me disparan? ¿Cuántas vidas tienes en este juego?

—Deja que mire el archivo con las instrucciones. —Hubo una pausa—. A ver, si te disparan en el cuerpo no te puedes mover pero sí disparar el arma. Si te disparan en la cabeza, vuelves automáticamente al principio.

—Y no queremos eso, ¿verdad?

—No si quieres pillar a Michael. Acaba de llegar al nivel B3.

David aceleró el paso, corriendo en zigzag por entre los soldados muertos. Unos segundos después llegó a las afueras del pueblo, que se veía gris y desolado. En un lado de la calle principal había una hilera de edificios de dos pisos con los tejados inclinados; en el otro, una sencilla iglesia blanca con un campanario. La calle estaba vacía a excepción de los cuerpos de los soldados, que le indicaban claramente por dónde había pasado Michael. David fue corriendo por el medio de la calle hasta llegar a un almacén amarillo. En la entrada del edificio había media docena de cadáveres simulados. Haciendo esfuerzos para mantener el equilibrio dentro de la esfera giratoria, aflojó el paso y echó un vistazo desde la puerta. Estaba oscuro pero podía distinguir unas formas en el suelo: más cuerpos postrados.

Justo cuando iba a entrar, oyó disparos. Parecían provenir de detrás de él, así que se dio la vuelta. Un soldado enemigo venía corriendo desde el otro extremo de la calle, disparando un AK-47. Por un momento, David se olvidó de que estaba viendo una simulación; en un arrebato de pánico se agachó y apretó el gatillo del rifle de plástico, apuntando al soldado de la chaqueta negra. Los disparos retumbaron en sus auriculares y David perdió el equilibrio. Se cayó de culo dentro de la esfera, que se balanceó adelante y atrás. Su visor RV sólo mostraba el cielo azul y la pared amarilla del almacén. Cuando se volvió a poner de pie, vio que el soldado enemigo estaba a cuatro patas, con una mueca de dolor en el rostro pero sosteniendo todavía su rifle.

—¡Dispárale a la cabeza! —gritó Monique por los auriculares—. ¡Rápido, a la cabeza!

David disparó al cráneo del soldado y éste cayó al suelo.

—¡Dios mío! —exclamó mientras movía su M-16 de un lado al otro por si había más enemigos en la calle, con la respiración jadeante. Oyó más disparos pero no podía averiguar de dónde provenían.

—¡Métete en el edificio! ¡Michael está en la segunda planta!

Se volvió hacia la entrada y pasó por encima de los cuerpos. El visor se fue oscureciendo a medida que avanzaba por un pasillo largo y estrecho. Tenía las piernas temblorosas y empezaba a sentirse mareado. El sudor le caía por la frente y se acumulaba en la montura de sus anteojos.

—¡Mierda, no veo nada!

—¡A la izquierda, A LA IZQUIERDA! ¡Hay unas escaleras!

Se volvió a la izquierda, tambaleándose como un borracho. Oía el eco de los disparos pasillo abajo, pero sólo podía ver sus fogonazos. La simulación le abrumaba el cerebro, y sentía náuseas. Tenía ganas de quitarse los auriculares.

—¡Un momento, tengo que parar! ¡Hay alguien detrás!

—¡No, sigue avanzando! Michael ya está en el Nivel C3. ¡Ya casi ha terminado!

Al final, David encontró las escaleras. El visor se fue iluminando a medida que las ascendía, hasta que llegó a otro pasillo. Empezó a recorrerlo, pasando junto a varias habitaciones desnudas con cadáveres ensangrentados en el suelo.

—Gira a la derecha cuando llegues al final del pasillo —le indicó Monique—. Luego…

De una de las habitaciones apareció un soldado, a pocos metros. David se llevó tal susto que se le cayó el M-16. Retrocedió unos pasos, levantando los brazos de forma instintiva, preparándose para una muerte virtual. Sin embargo, el soldado se limitó a darse la vuelta y siguió avanzando por el pasillo. Fue entonces cuando David se dio cuenta de que este soldado no vestía chaqueta negra; llevaba un uniforme caqui y un «1» rojo en el casco. Era Michael.

Eufórico, David recogió su rifle y lo siguió. Al final del pasillo, el soldado de Michael viró a la derecha y David oyó una ráfaga de disparos. Para cuando alcanzó al muchacho, los seis enemigos generados por ordenador ya descansaban boca abajo en el suelo.

—¡Ya está! —gritó Monique—. ¡Ya estás en el nivel final!

El soldado de Michael se acercó a una puerta que había en el otro extremo de la habitación. David contuvo la respiración, esperando ver las ecuaciones de Herr Doktor, por lo menos. En vez de eso entraron en lo que parecía un vestuario. Las cuatro paredes estaban revestidas por docenas de taquillas de metal gris. El soldado de Michael se acercó a la que tenía más cerca y la tocó con su M-16. En sus manos se materializó una nueva arma, un rifle equipado con un grueso cilindro debajo del cañón. Un lanzagranadas.

A David se le cayó el alma a los pies. Éste no era el nivel final. Parecía ser una zona intermedia de aprovisionamiento, un lugar en el que conseguir nuevas armas para otra ronda de batallas.

—¡Maldita sea! ¿Cuánto dura esto?

—Espera un segundo —respondió Monique—. Mira las letras de las taquillas.

Cada taquilla tenía una serie de iniciales en la puerta. Las iniciales eran las de rangos militares: en la primera taquilla ponía «SLD», por soldado; en la segunda «CBO», por cabo; en la tercera «TNT», por teniente, etcétera. David reconoció la primera docena de rangos, pero, a medida que iba avanzando, las abreviaciones fueron haciéndose más oscuras: WO/1, CWO/5, CMSAF, MGySgt.

—Mira la hilera de la pared del fondo —dijo Monique—. La segunda taquilla comenzando por el final.

David miró las iniciales: SVIA/4.

—¡Dios santo! ¡Son las letras de la Game Boy!

Se acercó a toda prisa a la taquilla y la golpeó con su M-16. En el visor RV David vio cómo se materializaba el lanzagranadas en su rifle. Al mismo tiempo, de golpe las iniciales de la taquilla se reorganizaron. La «S» se movió un poco hacia la izquierda, la «A/4» a la derecha. Y el «VI» rotó 90 grados en el sentido las agujas del reloj. El resultado fue una ecuación:

S ≤ A/4

David no la reconoció. Pero él no era el físico.

—¿Has visto eso, Monique? —preguntó por el micrófono—. ¿Has…?

—¡CUIDADO!

Volvió a oír disparos. Se dio la vuelta justo a tiempo para ver cómo el soldado de Michael caía al suelo. Luego el visor RV se volvió rojo, como si se hubiera manchado de sangre.

No era más que un pobre sustitutivo de la guerra, pensó Simon mientras miraba la pantalla del ordenador por encima del hombro de Gupta. Incluso como ejercicio de entrenamiento, el programa era absurdamente irreal. Cuando los soldados recibían un disparo no se retorcían de dolor en el suelo ni llamaban a gritos a sus madres. Simplemente se caían. Era un juego de niños, un juguete. Gupta no necesitaba la ayuda de Simon; lo único que tenía que hacer era disparar a un par de soldados de dibujos animados en la espalda.

Después de despachar a sus oponentes, Gupta avanzó hacia la taquilla con los extraños símbolos en la puerta. Accionando el joystick, estiró el brazo de su soldado para que el rifle tocara la taquilla. Primero se materializó un lanzagranadas en el rifle y luego, unos segundos después, apareció un mensaje en la pantalla: «¿LISTO PARA DESCARGAR? ¿SÍ O NO?». Gupta hizo clic en el sí. El mensaje pasó a ser «DESCARGA COMPLETA EN 46 SEGUNDOS». El profesor se quedó mirando atentamente los números. Parecía en trance, como si estuviera viendo algo que estuviera escondido en las profundidades del ordenador.

—Lo siento, Herr Doktor —susurró—. No debería haberme hecho esperar.

—¿David? ¿Dónde estás? ¡La pantalla se ha vuelto loca!

Podía oír a Monique, pero no veía nada. El visor RV sólo mostraba una espesa bruma roja, como si una niebla de sangre le tapara la vista. Lo último que recordaba era la imagen del soldado de Michael cayendo, y mientras volvía a visualizar mentalmente esta imagen, recordó algo más que había vislumbrado al fondo. Había otro soldado detrás del de Michael. No una de esas figuras generadas por ordenador con chaqueta negra, sino un soldado de uniforme caqui con el número «3» en el casco.

David se quitó las gafas, ahora inútiles. Fuera de la esfera transparente, Monique estaba inclinada sobre la terminal, manipulando frenéticamente el teclado.

—¡Hijo de puta! —gritó—. ¡Alguien más ha accedido al servidor! ¡Hay una descarga en marcha!

A la izquierda, al otro lado de la esfera, vio que Michael se reajustaba los anteojos. No parecía ni sorprendido ni decepcionado por la derrota. Unos segundos después volvió a levantar su rifle y se puso a correr dentro de su esfera. Había vuelto a empezar el juego.

—Hay que volver al principio —dijo David—. Sólo tenemos que…

—¡No hay tiempo para eso! —Monique se tiró del pelo—. ¡Sólo quedan veinte segundos!

Incapaz de pensar otra opción, David se volvió a poner las gafas. La niebla roja poco a poco se iba desvaneciendo, y él creía que volvería a estar de vuelta en el campo de las afueras del pueblo. Sin embargo, en cuanto las últimas volutas rojas desaparecieron, lo que vio fue la hilera de taquillas con iniciales en las puertas. Estaba a cuatro patas, todavía en el vestuario. Le habían disparado en el cuerpo, no en la cabeza.

No se podía mover, pero sí disparar el arma. El soldado con el «3» en el casco permanecía de pie delante de la taquilla, que ahora mostraba una cuenta atrás en vez de la ecuación. Al llegar a 0:09 David apretó el gatillo.

Simon advirtió que algo se movía en la pantalla. Algo pequeño y redondo rebotó contra la hilera de taquillas y desapareció de la vista.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó mientras señalaba el ordenador.

Gupta no respondió. Todavía estaba en trance con la cuenta atrás.

—¡Algo ha cruzado la pantalla! ¡Ha ido a la izquierda!

Frunciendo el ceño, el profesor movió su joystick, permitiendo así que todo el vestuario quedara a la vista. En el suelo había un objeto verde con forma de huevo. Simon lo reconoció al instante. Era una granada M406 del ejército norteamericano.

A David casi se le doblan las rodillas al salir de la esfera. Había estado dentro del mundo virtual menos de quince minutos, pero se sentía como si hubiera estado peleando en Iwo Jima. Tras desembarazarse de las gafas RV y el rifle de plástico, se acercó a Monique.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó—. ¿Lo hemos detenido?

Ella no levantó la vista. Permanecía inclinada sobre la terminal, con los ojos puestos en la pantalla.

—¿Por qué has utilizado la granada? Lo único que tenías que hacer era disparar al cabrón para cortarle la conexión.

—Pero hemos detenido la descarga, ¿no? No ha conseguido la teoría, ¿verdad?

—Oh, sí, has detenido la descarga. Y también te has cargado el Warfighter y borrado todos los archivos del programa.

David se agarró al borde del escritorio.

—¿Y qué ha pasado con el archivo que contenía la teoría?

—Ya no existe. Se ha borrado. Al estar incorporado en el software del juego, al cargarte el programa has corrompido el archivo de forma permanente. Incluso si alguien intentara recuperar la información del servidor, no conseguiría más que tonterías.

Sintió una punzada en el estómago. Era como si volviera a estar dentro de la esfera, pero ahora era todo el universo el que daba vueltas a su alrededor. Los planos del cosmos, el diseño oculto de la realidad; todo se había desvanecido en un instante por su error.

—¿Qué?

Monique sostenía en la palma de su mando un pequeño cilindro plateado, de unos siete centímetros de largo y uno y medio de diámetro.

—La teoría está aquí. O al menos eso espero. Será mejor que coja un portátil y lo mire.

David se quedó hecho polvo. Respiró hondo un par de veces mientras observaba el dispositivo de memoria USB. Hasta ese momento no había sido consciente de lo importante que la teoría era para él.

Mientras Monique buscaba un ordenador portátil por la oficina, Michael salió de su esfera. Volvió a dejar las gafas RV y el rifle en el armario, y cogió otra vez su Game Boy. Le debía haber supuesto un tremendo bajón dejar el campo de batalla virtual y regresar a un aparato cuyos controles se manejaban con los pulgares y la pantalla apenas medía diez centímetros, pero el rostro de Michael permanecía tan inexpresivo como siempre.

Poco después, su madre salió del despacho contiguo. Con cara de asco, Elizabeth se alisó una arruga en las medias y se ajustó la correa de los zapatos. Luego se dirigió directamente hacia David.

—Muy bien, ¿dónde está el resto del dinero?

—¿Dónde está Mannheimer?

—Dormido en el sofá. Es hombre de una bala. Pero tú me debes doscientos dólares.

—Está bien, está bien. —David cogió su cartera y sacó los billetes—. Escucha, tenemos que irnos de la base antes de que alguien sospeche algo. Será mejor que vengas con nosotros.

Ella cogió el rollo de veintes y los deslizó dentro de la cintura de sus medias.

—Me parece bien. A mí dejadme en el motel.

A estas alturas Monique ya había encontrado un portátil, un lustroso MacBook plateado. Antes de encenderlo, sin embargo, David se acercó a la ventana y advirtió dos acontecimientos alarmantes. Para empezar, el Cadillac de Graddick ya no estaba aparcado en la entrada trasera del Infantry Hall. Y, en segundo lugar, un escuadrón de policías militares venía corriendo hacia el edificio. Desde lejos parecían soldados virtuales del Warfighter, con la diferencia de que los M-16 que llevaban en las manos no eran de plástico.

Lucille estaba de pie en la plaza de armas de Fort Benning, discutiendo con uno de los esbirros del secretario mientras éste daba su discurso desde un podio situado delante del Infantry Hall. Una muchedumbre de por lo menos tres mil soldados y civiles ocupaba la plaza de armas, y varios cientos más deambulaban por detrás del podio, obstaculizando la entrada principal del edificio. A nivel de seguridad era una pesadilla: con toda esta gente revoloteando era imposible llevar a cabo una búsqueda como Dios manda de los sospechosos, quienes, por lo visto, habían conseguido entrar en la base hacía menos de una hora. Lucille quería que el secretario abreviara su discurso, pero uno de sus ayudantes del Pentágono lo impidió. Era un corpulento joven veinteañero, tonto como él solo.

—Llevamos meses planeando este evento —dijo—. Las tropas hace tiempo que lo esperan con ganas.

—Mira, es una cuestión de seguridad nacional. Sabes lo que es la seguridad nacional, ¿verdad? ¡Quiere decir que es más importante que tu maldito evento!

El ayudante parecía desconcertado.

—¿Seguridad? Pensaba que de eso ya se encargaba la Policía Militar.

—¡Madre de Dios! —Exasperada, Lucille metió la mano debajo de su chaqueta y sacó su Glock—. ¿Es que tengo que dispararte para que te enteres de lo que te estoy diciendo?

Pero ni siquiera la visión del arma pareció surtir ningún efecto en su abotargado cerebro.

—Por favor, señora, tranquilícese. El secretario ya está terminando. Está a punto de contar su chiste de la gallina de tres patas.

Los policías militares irrumpieron a toda prisa en el Infantry Hall por la entrada trasera y empezaron a subir las escaleras. David se apartó de la ventana.

—¡Vamos, vamos! —les gritó a los demás—. ¡Por aquí!

Iba empujando a Michael pasillo abajo mientras Monique y Elizabeth trotaban detrás. Instintivamente se dirigió hacia la parte delantera del edificio, alejándose de los soldados que los perseguían, aunque era perfectamente consciente de que podía ser que otro escuadrón viniera por ahí. Cuando David llegó a la escalera que había por encima de la entrada principal, oyó voces abajo, y primero supuso que eran los gritos de los fervorosos soldados subiendo las escaleras. Un momento después, sin embargo, oyó una risotada y grandes vítores. Parecía más una fiesta que una búsqueda.

Bajaron las escaleras a toda prisa hasta llegar a un vestíbulo de entrada lleno de soldados y sus familias. Hombres y mujeres en ropa de civil se alineaban alrededor de una larga mesa repleta de cuencos con patatas fritas y latas de Coca-Cola. Se trataba de una especie de recepción. La gente se daba la mano, contaba chistes y se atiborraba de comida. David atravesó el gentío, aterrado por si alguien daba la voz de alarma, pero nadie le prestó la menor atención, ni a él ni a Michael. Algunos soldados lanzaron miradas lascivas a Elizabeth y Monique, pero eso fue todo. Medio minuto después ya estaban fuera y se unieron a la corriente de gente que se dirigía a los aparcamientos. Mientras se alejaban del edificio, David vio a un tipo mayor cuya cara le sonaba dando la mano a varios generales. Dios mío, pensó, ése es el secretario de Defensa. David apretó con más fuerza el brazo de Michael y aceleró un poco el paso.

Avanzaron en dirección oeste junto a la gente durante más o menos medio kilómetro, pasando por aparcamientos en los que grupos de espectadores se iban quedando para coger sus coches. Diez minutos después la muchedumbre había disminuido considerablemente, pero ellos cuatro todavía caminaban en la misma dirección, siguiendo las señales que indicaban «PUERTA OESTE», «PUENTE EDDY». Pasaron junto a una pista de tenis y un campo en el que una docena de soldados jugaban al fútbol. David no vio a ningún Policía Militar, ni señal alguna de que los estuvieran buscando.

Diez minutos después vieron un río, una sinuosa franja de aguas turbias con árboles a ambos lados. Era el río Chattahoochee, la frontera oeste de Fort Benning. Un puente de dos carriles se extendía sobre las aguas y en el extremo de su lado había un paso vigilado. La barrera estaba puesta y varios coches hacían cola, esperando para abandonar la base. Los conductores tocaban las bocinas pero los dos policías militares de la puerta permanecían impasibles como estatuas. Mierda, pensó David, han cerrado el lugar. Consideró la posibilidad de dar media vuelta, pero seguramente los policías militares ya los habían visto. Su única esperanza era intentar engatusarlos para que los dejaran salir.

Se acercaron al paso tranquilamente, como si de una excéntrica familia de excursión se tratara. David saludó a los policías militares.

—¡Eh, soldados! —dijo David—. ¿Es éste el camino hacia el camping?

—¿Se refiere al de Uchee Creek, señor? —contestó uno de ellos.

—Sí, sí, ése mismo.

—Tiene que cruzar el puente y caminar hacia el sur tres kilómetros. Pero ahora no puede cruzar, señor.

—¿Por qué no?

—Alerta de seguridad. Estamos a la espera de más órdenes.

—Bueno, imagino que la alerta es sólo para coches. Los peatones sí pueden pasar, ¿no?

El policía militar lo pensó un momento, pero luego negó con la cabeza.

—Tendrá que esperar, señor. Tranquilo, no creo que vaya para largo.

Mientras David y Monique intercambiaban miradas de nerviosismo, un Humvee llegó al paso a toda velocidad. El conductor bajó del vehículo de un salto y se acercó corriendo a los policías militares. Sostenía un par de folletos en la mano; David no podía ver qué había impreso en ellos, pero hubiera apostado lo que fuera a que su fotografía estaba en esa página. Los policías militares les habían vuelto la espalda, de modo que, sin hacer ruido, David guió a Michael, Monique y Elizabeth al otro lado de la barrera. Empezaron a avanzar hacia el puente, que estaba a unos treinta metros.

—¡Alto! —Uno de los policías militares se había dado la vuelta—. ¿Qué diablos piensa que está haciendo?

David echó una mirada por encima del hombro pero no se detuvo.

—¡Lo siento, tenemos prisa!

El otro policía militar, que ya había echado un vistazo a los folletos, le apuntó con su pistola.

—¡DETENTE AHORA MISMO, GILIPOLLAS!

Unos segundos después, los tres soldados habían desenfundado sus M-9. Los conductores de los coches detenidos por la barrera habían dejado de tocar la bocina; estaban demasiado ocupados mirando la disputa. Pero precisamente porque todos los ojos estaban puestos en los soldados o en los fugitivos, nadie vio la serpiente de cascabel hasta que aterrizó a los pies de los policías militares. La gruesa serpiente parda rebotó en el asfalto y, retorciéndose de dolor, hundió sus colmillos en la primera cosa en movimiento que vio, que resultó ser la pantorrilla de un policía militar. El soldado gritó, y entonces la segunda serpiente cayó del cielo. David miró delante y vio a Graddick agachado junto a su ranchera, que estaba aparcado en el margen del río, no muy lejos del puente. Con gran impulso, Graddick lanzó su tercera serpiente de cascabel a los policías militares, que se habían ido corriendo hacia los árboles. Luego hizo una señal a David.

—¡Vamos, pecadores! —gritó—. ¡Meteos en el coche!

Karen y Jonah estaban en Brownsville, uno de los barrios más pobres de Brooklyn, siguiendo a Gloria Mitchell por las calles cubiertas de cristales rotos de un complejo de viviendas subvencionadas. Gloria era una reportera infatigable; se había pasado todo el día recopilando información acerca del doble homicidio, primero había hablado con los policías en la comisaría del distrito local y luego había entrevistado a los amigos y la familia de las víctimas. A las nueve de la noche todavía estaba trabajando, intentando localizar a un testigo del tiroteo. En circunstancias normales Karen nunca se hubiera aventurado por Brownsville de noche pero, curiosamente, ahora el lugar no le daba miedo. Las pandillas de adolescentes en las esquinas de las calles no la asustaban lo más mínimo. Lo que le daba miedo eran los todoterrenos que parecían seguirla allá adonde fueran.

Mientras cruzaban a toda prisa un patio de recreo desierto, un hombre alto y de cuello grueso salió de las sombras. Había tan poca luz que Karen tan sólo vio una silueta. No podía ver bien su cara, pero sí que llevaba un traje y un pequeño cable en espiral al lado de la oreja izquierda.

Karen se detuvo de golpe y apretó con fuerza la mano de Jonah. Pero Gloria, que no se asustaba por nada, avanzó directamente hacia el agente.

—Eh, colega, ¿te has perdido? —preguntó.

—No —respondió.

—La oficina del Bureau está en el Federal Plaza, por si no lo sabes. Por ahí —y señaló hacia el oeste, hacia Manhattan.

—¿Qué te hace pensar que soy del Bureau?

—El traje barato que llevas, para empezar. Y que tus colegas me hayan estado siguiendo todo el día.

—No estoy interesado en ti. Sólo en tu amiga.

—Bueno, pues olvídate de ello. Si la arrestas, mañana por la mañana aparecerá en la portada del New York Times.

El agente metió la mano dentro de su americana y sacó una pistola.

—Que le den al Times. Yo leo el Post —Y tras apuntar la pistola a la cabeza de Gloria, disparó.

Karen agarró a Jonah y le apretó la cara contra su barriga para que no lo viera. Le temblaban las piernas cuando el agente dio un paso adelante y una débil cuña de luz proveniente de una farola le iluminó la cara. Tenía la nariz hinchada y la frente cubierta de moratones, pero de todos modos lo reconoció. Era el agente Brock.