9

Lucille se arrodilló junto al cuerpo de Tony Santullo, un agente de veinticuatro años que se había graduado en la academia apenas seis meses antes, y se obligó a sí misma a mirar el agujero que tenía en la sien. Mientras respiraba hondo, apartó toda distracción de su cabeza, todo sentimiento de culpabilidad, rabia y frustración, y se concentró en reconstruir lo que había tenido lugar en la cabaña. Examinó la posición del cadáver de Santullo y el patrón de la salpicadura de sangre. Advirtió la presencia de dos charcos más de sangre al otro lado de la habitación, lo cual sugería la existencia de más heridos. Y examinó los escombros de artilugios mecánicos que había esparcidos por el suelo: la carcasa rota del ordenador, el disco duro destrozado y los restos de plástico de una especie de robot.

El agente Crawford permaneció detrás de ella, con la radio pegada a la oreja.

—¿Brock, me recibes? —gritó—. ¿Me recibes, me recibes? Contesta de una vez, cambio y corto.

Lucille negó con la cabeza. Para ser justos, existía la posibilidad de que el agente Brock hubiera ido detrás de los sospechosos y no pudiera responder porque estuviera muerto o herido en medio del bosque. Pero lo dudaba. Desde hacía veinticuatro horas sospechaba que había un traidor en las fuerzas, y ahora ya sabía quién era.

—¿Me recibes, Brock? —repitió Crawford—. ¿Me recibes, me…?

De repente bajó la radio y ladeó la cabeza para poder escuchar un ruido que provenía de fuera. Unos segundos después, Lucille también lo oyó: era el estruendo de los rotores de varios helicópteros. Se puso en pie y siguió a Crawford fuera de la cabaña. Miraron hacia el nordeste y vieron tres Blackhawks que sobrevolaban las colinas, iluminando con sus focos reflectores las copas de los árboles sobre los que pasaban. Era la avanzadilla de la Fuerza Delta, que llegaba antes de tiempo.

Desnudo de cintura para arriba, David corría atropelladamente en completa oscuridad. No podía ver nada, pero no dejaba de avanzar hacia delante, intentando seguir los ruidos que Monique hacía al pisar la maleza. Con la mano derecha iba palpando troncos de árbol y ramas, y con la izquierda sujetaba firmemente el codo de Michael, tirando de él. Al principio el adolescente no había dejado de gritar pero después de correr un kilómetro se había quedado sin aliento para protestar. Iban a toda velocidad por el oscuro bosque como si corrieran en el aire, impulsados por el pánico más absoluto.

Llegaron a un claro y Monique se detuvo de golpe. David casi choca con ella.

—¿Qué haces? —susurró él—. ¡Vamos, vamos!

—¿Adónde? ¿Cómo sabes que no estamos corriendo en círculos?

Él levantó la mirada hacia las estrellas. Tenían la Osa Menor a la derecha, lo cual significaba que se dirigían hacia el oeste. Cogió la mano de Monique y señaló con ella hacia la izquierda.

—Tenemos que ir hacia allí, hacia el sur. Entonces…

—Oh, Dios, ¿qué es eso?

Detrás de ellos tres puntos de luz surgieron por encima de las copas de los árboles, colgando del cielo como si fueran unas estrellas nuevas y relucientes. Mientras las miraba con atención, David oyó el estruendo de los rotores de varios helicópteros a lo lejos.

Agarró a Michael del hombro y empujó a Monique hacia delante.

—¡Vamos, vamos, vamos! ¡Meteos debajo de los árboles!

Se volvieron a sumergir en el bosque y subieron por una pendiente rocosa. Aquí el camino era más difícil, más escarpado. En un momento dado, Monique tropezó con algo y se le escapó un grito al caer al suelo. David fue corriendo a su lado, pero cuando se inclinó para preguntarle si estaba bien, oyó una voz profunda que le decía:

—Quieto ahí —y luego oyó cómo amartillaban dos rifles.

David se quedó inmóvil. Por un momento consideró la posibilidad de intentar escapar, pero cuando se dio la vuelta vio que la Game Boy que Michael sujetaba en la mano todavía estaba encendida. La luz de la pantalla era débil, pero se veía suficiente como para servir de blanco.

Se encendió una linterna y su haz de luz los iluminó. David intentó ver al hombre que sostenía la luz, pero lo único que pudo distinguir fue una silueta corpulenta. Probablemente no es del FBI, pensó. Lo más seguro es que sea un sheriff local o un agente estatal. Aunque tampoco suponía mucha diferencia a estas alturas.

¿Qué’stáis haciendo aquí? —dijo el hombre corpulento—. Éste no es lugar para picnics.

Parecía genuinamente sorprendido. David entrecerró los ojos para intentar vislumbrar algo tras el haz de luz y advirtió con alivio que el hombre no llevaba uniforme. Iba vestido con un pantalón de peto y una camisa de franela que le iba grande, y el arma de fuego con la que los apuntaba era una escopeta, no un rifle. A su izquierda había otro hombre también con una escopeta, un tipo viejo y desdentado con una gorra John Deere, y a la derecha un chaval bajo y fornido, de unos ocho o nueve años. El muchacho llevaba un tirachinas casero y tenía la cara extrañamente plana.

¿M’habéis oído? —dijo el hombre gordo. Tenía una espesa barba castaña y una venda sucia sobre el ojo izquierdo—. Sus he hecho una pregunta.

David asintió. Eran los cazadores locales acerca de los que el profesor Gupta había hablado. Abuelo, padre e hijo, sin duda alguna. Hombres de las montañas de Virginia Occidental, recelosos de los forasteros. Seguramente no demasiado inclinados a simpatizar con una física negra y un profesor de historia con el pecho desnudo. Pero tampoco debían de sentir demasiado cariño por el gobierno. David se preguntó si podía utilizar este hecho para ganárselos.

—Tenemos problemas —admitió—. Nos quieren arrestar.

El hombre gordo lo miró con el ojo bueno.

—¿Quién?

—El FBI. Y la policía estatal. Trabajan juntos.

El tipo resopló.

¿Q’habéis hecho, robar un banco?

David se dio cuenta, claro está, de que no podía decir la verdad. Tenía que pensar una historia que los cazadores se pudieran creer.

—No hemos hecho nada malo. Es una operación ilegal del gobierno.

—Qué diantres quieres decir con lo de…

Fue interrumpido por su hijo, que de repente soltó un graznido agudo, como la llamada de un pájaro tropical. Una especie de sonrisa le cruzó la cara y empezó a balancearse de lado a lado, como empujado por el viento. De repente, David se dio cuenta de qué era lo que le ocurría al muchacho. Tenía síndrome de Down.

El hombre gordo no prestó atención a su hijo. Siguió apuntando a David con su escopeta.

—¿Qué, vas a decirme qué’stá pasando aquí?

Muy bien, pensó David. Tenían algo en común. Ya era algo. Señaló a Michael, que estaba agachado y se balanceaba hacia delante y atrás.

—¡Van detrás de nuestro hijo! —gritó David—. ¡Nos lo quieren quitar!

Monique se lo quedó mirando fijamente, horrorizada. Pero la mentira, aunque exagerada, no era del todo absurda. En medio de esa oscuridad no era tan difícil convencerse de que ese adolescente de piel oscura era hijo de ambos. Y los cazadores parecieron aceptar la posibilidad. El corpulento bajó unos pocos grados la escopeta, que ahora les apuntaba a los pies.

—Qué le pasa a vuestro hijo, ¿está enfermo?

David adoptó una expresión de indignación.

—¡Los médicos quieren internarlo en un psiquiátrico! ¡Nos fuimos de Pittsburgh para huir de esos cabrones, pero nos han seguido hasta aquí!

—Hace un rato hemos oídos unos disparos. ¿Os estaban disparando?

David volvió a asentir.

—Y ahora han traído refuerzos. ¿No oís los helicópteros?

El ruido de los rotores era cada vez más alto. El chaval con síndrome de Down miró hacia el cielo. El tipo mayor con la gorra de John Deere intercambió una mirada con el gordo. Luego ambos bajaron las armas. El gordo apagó la linterna.

—Seguidme —ordenó—. El sendero es por aquí.

Simon reconoció los helicópteros por su silueta. Blackhawks volando bajo, a unos pocos metros de las copas de los árboles. Era una táctica de la Fuerza Delta, volar a ras de suelo, por debajo de la cobertura del radar. El pulso de Simon se aceleró; sus enemigos estaban cerca. Puede incluso que los soldados de Chechenia, los que mataron a su esposa y su hijo, estuvieran entre ellos. Por un momento consideró dispararles con la Uzi; un disparo afortunado podía derribar a uno de los pilotos. Pero los otros Blackhawks localizarían su posición y el juego habría terminado. No, se dijo Simon, mejor ajustarse al plan original. De ese modo conseguiría matar a muchos más.

Él y Brock pronto llegaron a la camioneta pickup y dejaron al profesor Gupta en el asiento trasero. Luego Brock se dejó caer en el asiento del acompañante y Simon se puso detrás del volante. Sabía que no podía encender las luces de la furgoneta —los pilotos de los Blackhawks los verían inmediatamente— de modo que se puso las gafas de infrarrojos. En el visor del dispositivo el polvo de la carretera se veía frío y negro, pero los troncos de los árboles que había a los lados brillaban con calidez al haber retenido parte del calor del día. El contraste era suficientemente marcado para permitirle conducir con cierta rapidez. Afortunadamente, pues no tenían demasiado tiempo. Cuando Simon miró por encima del hombro, advirtió que la cara de Gupta estaba considerablemente más fría que la de Brock. El profesor iba a entrar en shock.

Estaban a unos veinte kilómetros al sur de la cabaña, al otro lado de la frontera del estado de Virginia, cuando Simon vio una casa en una curva de la carretera. Era de dos pisos, sin nada especial, con porche delantero y garaje adosado. Lo que llamó la atención de Simon fue el nombre que figuraba en el buzón. Estaba escrito con letras de plástico que resaltaban con claridad contra el frío metal: DR. MILO JENKINS.

Simon derrapó y se detuvo, luego cogió el camino de entrada hacia la casa del médico.

Los cazadores se movían como fantasmas a través del bosque. Rodeados por el follaje, siguieron un serpenteante sendero que subía la pendiente de un estrecho valle entre las montañas. Aunque David, Monique y Michael casi ni les podían seguir de lo rápido que iban, los cazadores caminaban sin hacer ruido alguno. David fue capaz de seguirlos únicamente por el destello de la luz de la luna creciente en los cañones de sus escopetas.

Durante una media hora avanzaron cuesta arriba por una empinada cresta tachonada con pinos. Michael empezó a jadear, pero no dejó de caminar; mantenía los ojos puestos en su Game Boy, y permitía que David tirara de él por el codo. Cuando llegaron a la cima, David se volvió y a través de un hueco en los árboles echó un vistazo al paisaje que había hacia el este. Pudo ver los focos reflectores de los tres helicópteros rondando las colinas y las hondonadas, pero ahora estaban tan lejos que el ruido de los rotores no era más que un murmullo apagado.

Los cazadores siguieron avanzando por la cresta un par de kilómetros más, y luego empezaron a descender a un valle vecino. Unos minutos después, David divisó una luz en la ladera. Los cazadores se dirigieron hacia ella, acelerando el paso, y pronto llegaron a una choza de maderos contrachapados y sin pintar que descansaba sobre unos bloques de hormigón. Era larga y estrecha y estaba apoyada contra un árbol, como si fuera un destartalado furgón abandonado en el bosque. Un par de perros sarnosos correteaban delante de la choza, ladrando y aullando, pero se tranquilizaron en cuanto los hombres se acercaron. Uno de los perros fue corriendo hacia el muchacho con síndrome de Down y se puso a juguetear a sus pies. Su padre, el tipo gordo con el pantalón de peto, se volvió a David.

—Ésta es nuestra casa —dijo, y le tendió la mano—. Me llamo Caleb. Éste es mi pa y ése m’hijo Joshua.

David le dio la mano. Advirtió que a Caleb le faltaba el dedo anular.

—Yo soy David. Ésta es mi esposa Monique. —La mentira no requería esfuerzo alguno. Sin mayores problemas, David se inventó una nueva familia—. Y éste mi hijo Michael.

Caleb asintió.

—Que sepáis q’aquí no tenemos prejuicios. Negro o blanco, no hay diferencia alguna aquí en las montañas. Todos somos hermanos y hermanas a los ojos de Dios.

Monique forzó una sonrisa.

—Es muy amable de tu parte.

Caleb se acercó a la entrada de la choza y abrió la puerta, un tablón sin pulir que colgaba torcido del marco.

—Entrad y sentaos. Sus irá bien descansar, seguro.

Todos entraron en la choza, que consistía en una gran habitación alargada. No había ventanas y la única luz provenía de una bombilla solitaria suspendida directamente de un cable del techo. Sobre una mesa de la habitación descansaban unos tazones de plástico y un hornillo; detrás había un par de sillas de cocina con las fundas de los asientos rotas. Más allá de las sillas, tirada en el suelo, se veía una manta gris del ejército. Era obvio que era ahí donde dormían. Y, en el fondo de la habitación, una pila de cajas de cartón y ropa desordenada.

Sin decir una palabra, el padre de Caleb se quitó la gorra John Deere y se dirigió a la mesa de la cocina. Encendió el hornillo y abrió una lata de estofado Dinty Moore[14]. Mientras tanto, el muchacho fue hacia el final de la habitación y comenzó a jugar a tira y afloja con su perro. Caleb pasó la mano por el pelo negro de su hijo, que no parecía haber sido lavado en bastante tiempo.

—Joshua es el regalo especial que me ha hecho el Señor —dijo—. Los servicios sociales del condado de Mingo han intentao quitármelo desde que murió su madre. Por eso construí este lugar, aquí en la hondonada. Estamos a unos buenos tres kilómetros de la carretera más cercana. Suficiente como para que el sheriff nos deje en paz.

Monique miró a David por el rabillo del ojo. Seguramente estaban pensando lo mismo: habían tenido mucha suerte de encontrarse con este tipo. Aunque puede que en esa parte de Virginia Occidental no fuera tan improbable que un grupo de fugitivos se encontrara con otro. Cualquiera que viviera en un lugar tan dejado de la mano de Dios como ése tenía que huir de algo.

Caleb se acercó a Michael e intentó llamar la atención del adolescente.

—Tú también eres un regalo del Señor —dijo—. Como dice la Biblia, Evangelio de Marcos, capítulo 10: «Dejad que los niños vengan a mí, y no se lo impidáis: pues suyo es el Reino de Dios». Michael le ignoró, dedicado como estaba a aporrear los controles de la Game Boy con los pulgares. Un rato después Caleb se volvió hacia el montón de ropa vieja arrebujada de cualquier manera sobre las cajas de cartón. Cogió una camiseta y se la dio a David.

—Ten, ponte esto —dijo—. Sois bienvenidos a pasar la noche.

David miró la manta gris extendida en el suelo. Estaba tan cansado que no le importaba dormir encima, por incómodo que fuera, pero todavía le preocupaban los helicópteros que habían visto al otro lado de la cresta.

—Gracias por la oferta, Caleb, pero creo que deberíamos seguir nuestro camino.

—¿Adónde te diriges, hermano? Si no t’importa que te lo pregunte.

—A Columbus, Georgia —David señaló a Monique—. Mi esposa tiene familia ahí abajo. Ellos nos ayudarán.

—¿Y cómo sus vais a llegar hasta ahí?

—Abandonamos nuestro coche cuando los policías empezaron a perseguirnos. Pero de algún modo llegaremos a Columbus. Si hace falta lo haremos andando.

Caleb negó con la cabeza.

—No hará falta. Creo que sus puedo ayudar. En nuestra iglesia hay un hombre llamado Graddick. Mañana viaja hacia Florida. Quizá os puede acercar de camino.

—¿Vive cerca?

—No, pero pasará por aquí a medianoche para recoger las serpientes. Seguro que sus acompaña.

—¿Serpientes? —David creyó haber oído mal.

—La semana pasada cacé unas cuantas serpientes de cascabel en la cresta, y Graddick las va a llevar a la iglesia Holiness de Tallahassee. Manipulan serpientes; como en nuestra iglesia. —Caleb abrió una de las cajas de cartón y sacó una jaula de madera de cedro del tamaño de un cajón de escritorio. Tenía una tapa de plexiglás con pequeños agujeros de forma circular—. Queremos ayudar a nuestros hermanos de Florida, pero no es del todo legal. Así que transportamos las serpientes de noche.

David echó un vistazo a través del plexiglás. Vio una serpiente de color pardo, tan gruesa como el antebrazo de un hombre, enrollada dentro de la caja. Sacudió el cascabel y sonó un áspero y recriminador «¡shhhhh!».

Caleb dejó la jaula en el suelo y sacó otra de la caja de cartón.

—La Biblia nos pide que lo hagamos. Evangelio de Marcos, capítulo 16: «Estas señales seguirán aquellos que crean: en mi nombre echarán fuera demonios; hablarán nuevas lenguas y tomarán serpientes en sus manos».

Sacó una tercera jaula y la colocó sobre las otras dos. Entonces cogió la pila y la apoyó contra su amplio pecho.

—Me voy p’afuera a limpiar las jaulas antes de que llegue Graddick. Mientras tanto vosotros sus podéis descansar. Si tenéis hambre hay algo de cecina en la despensa.

Joshua y su perro siguieron a Caleb fuera de la choza. El padre de Caleb todavía estaba sentado a la mesa, comiendo estofado directamente de la lata, y Michael estaba agachado sobre la manta del ejército. Monique se tumbó en el suelo a su lado, con la espalda apoyada en la pared contrachapada. Su expresión era sombría, estaba exhausta.

David se sentó a su lado.

—¡Eh! ¿Estás bien? —preguntó en voz baja, por si el anciano lo oía.

Ella se quedó mirando a David y negó con la cabeza.

—Míralo —susurró—. Ahora no tiene a nadie. Ni siquiera a su abuelo.

—No te preocupes por Amil, ¿vale? Seguro que está bien. Los agentes del FBI lo llevarán al hospital.

—Es culpa mía. Lo único que me importaba era la teoría. Todo lo demás me daba igual. —Colocó los codos en las rodillas y apoyó la frente en las dos manos—. Mi madre tenía razón. Soy una zorra sin corazón.

—Escucha, no es culpa tuya. Es…

—¡Y tú no eres mejor! —dijo mientras levantaba la cabeza y le lanzaba una mirada desafiante—. ¿Qué piensas hacer cuando encuentres la teoría unificada? ¿Has pensado ya en ello?

Lo cierto era que David todavía no lo había pensado. La única guía con la que contaba eran las vagas instrucciones que el doctor Kleinman le había dado: mantener la teoría a salvo. Evitar que se apoderaran de ella.

—Supongo que deberíamos confiar la teoría a alguien neutral. Quizá algún tipo de organización internacional.

Monique hizo una mueca.

—¿Qué? ¿Se la vas a dar a Naciones Unidas para que la custodie?

—Puede que no sea una idea tan extravagante. Einstein era un gran partidario de la ONU.

—¡Bah! A Einstein que le den.

Monique había alzado la voz lo suficiente como para llamar la atención del padre de Caleb, que dejó de comer un momento y los miró por encima del hombro. David le sonrió para tranquilizarlo y luego se volvió otra vez hacia Monique.

—Tranquilízate —susurró—. El viejo puede oírte.

Monique se inclinó hacia él, acercando sus labios a la oreja de David.

—Einstein debería haber destruido la teoría en cuanto se dio cuenta de lo peligrosa que era. Pero, claro, las ecuaciones eran demasiado importantes. Él también era un cabrón sin corazón.

Tras lo cual miró duramente a David, buscando pelea. Éste, sin embargo, no entró al trapo, y al cabo de un rato ella pareció perder interés. Bostezando, se alejó unos metros y se tumbó sobre la manta gris.

—¡Bah! ¡A la mierda! —dijo—. Despiértame cuando llegue el tipo de las serpientes.

Treinta segundos después ya estaba roncando. Yacía en posición fetal, con las rodillas contra el pecho. Y las manos cogidas bajo la barbilla, como si estuviera rezando. David cogió la manta por un extremo y, doblándola, la tapó con ella. Luego se sentó al lado de Michael, el otro miembro de su nueva familia.

El adolescente todavía estaba absorto en el Warfighter, de modo que David se entretuvo observando la acción que tenía lugar en la pantalla de la Game Boy. Un soldado animado vestido con un uniforme caqui iba corriendo por un pasillo oscuro. De repente apareció otro soldado al final del pasillo, pero Michael rápidamente lo derribó. Su soldado saltó por encima del cadáver, que yacía boca abajo, y entró en una pequeña habitación en la que había media docena de figuras apiñadas. Michael apretó un botón, su soldado se puso de cuclillas y empezó a disparar su M-16 contra el enemigo. Pronto los seis soldados contrarios yacían en el suelo y de sus heridas salía sangre simulada. Entonces el soldado de Michael abrió la puerta que había en el otro extremo de la habitación. La pantalla se volvió negra y apareció un mensaje en letras parpadeantes: «¡FELICIDADES! HAS LLEGADO AL NIVEL SVIA/4». David supuso que se trataba de un nivel de pericia con el Warfighter increíblemente alto, pero Michael no mostró la más mínima muestra de satisfacción. Su rostro permaneció tan inexpresivo como siempre.

De repente David sintió una apremiante necesidad de establecer algún tipo de contacto con el muchacho. Se inclinó cerca de Michael y señaló la pantalla.

—¿Y ahora qué ocurre?

—Vuelve al nivel A1.

La voz de Michael era monótona y sus ojos seguían puestos en la Game Boy, pero se trataba de una respuesta, una respuesta inteligible. David sonrió.

—De modo que has ganado la partida, ¿eh? ¡Eso está muy bien!

—No. No he ganado. Vuelve al nivel A1.

David asintió. Muy bien, lo que sea. Señaló otra vez la pantalla, en la que ahora aparecía el soldado caqui en campo abierto.

—Pero es un juego divertido, ¿no?

Esta vez Michael no contestó. Toda su atención había regresado al Warfighter. David notó que la oportunidad se había cerrado, de modo que en vez de hablar se limitó a sentarse junto al muchacho y lo miró jugar. Por su experiencia como padre sabía que para comunicarse no siempre eran necesarias las palabras. Durante las tardes que pasaba con Jonah, David solía sentarse al lado de su hijo mientras éste hacía los deberes. La proximidad misma ya era reconfortante.

Diez minutos después, Michael ya estaba en el nivel B3. El padre de Caleb terminó su cena y se quedó dormido en la silla. Entonces David oyó unas voces fuera, voces agitadas. Alarmado, fue a toda prisa hacia la puerta de la choza y la abrió unos centímetros. A través de la rendija vio a Caleb hablando con otro hombre gordo. Iba vestido con unos tejanos caídos y una raída camiseta gris. Al igual que Caleb, tenía una espesa barba castaña y llevaba una escopeta de doble cañón. Debía tratarse de Graddick, pensó David, aliviado. Abrió la puerta del todo y salió fuera.

Caleb se dio la vuelta.

—¡Ve a buscar a tu esposa y tu hijo! ¡Tenéis que iros ahora mismo!

—¿Qué ocurre? ¿Algo va mal?

Graddick dio un paso adelante. Sus ojos, escondidos dentro de unas cuencas cavernosas, eran de un azul sobrenatural.

—El ejército de Satán está de camino. Un convoy de Humvees[15] se acerca por la Ruta 83. Y los helicópteros negros están aterrizando en la cresta.

—El Armagedón está’quí, hermano —exclamó Caleb—. Será mejor que sus pongáis en marcha antes de que cierren las carreteras.

El profesor Gupta estaba tumbado sobre una mesa de caoba en el comedor del doctor Milo Jenkins. Habían colocado varios cojines del sofá del salón bajo las piernas de Gupta para mantenerlas elevadas, y el doctor Jenkins le había introducido una grapa en el muslo para detener la hemorragia. Desde luego Simon había tenido suerte de encontrar a Jenkins; era un médico de pueblo que trabajaba fuera de casa y tenía cierta experiencia en curar las heridas de escopeta de sus paletos vecinos. Utilizando las existencias de su armario médico, Jenkins astutamente improvisó una vía intravenosa que colgó de la lámpara de araña. Pero no pudo evitar negar con la cabeza mientras se inclinaba sobre la mesa manchada de sangre y palpaba con los dedos el cuello de Gupta. Simon, que apuntaba con la Uzi al doctor, notó que algo iba mal.

Jenkins se volvió hacia él. El médico vestía un camisón a cuadros escoceses que ahora estaba salpicado con oscuras manchas rojas.

—Ya se lo he dicho —dijo con acento sureño—. Si quiere salvar la vida de este hombre, tiene que llevarlo a un hospital. Aquí yo ya no puedo hacer nada más por él.

Simon frunció el ceño.

—Y, como ya le he dicho yo, no me interesa salvarle la vida. Sólo necesito que vuelva en sí unos minutos. El tiempo suficiente para tener una pequeña charla.

—Bueno, eso tampoco va a pasar. Está en las etapas finales de un shock hipovolémico. Si no va pronto a un hospital, la única persona con la que hablará es su Creador.

—¿Cuál es exactamente el problema? Ha detenido la hemorragia y le ha dado fluidos. Ahora ya debería estar recuperándose.

—Ha perdido demasiada sangre. No tiene suficientes glóbulos rojos para transportar oxígeno a los órganos.

—Pues haga una transfusión.

—¿Cree usted que tengo un banco de sangre en la nevera? ¡Necesitaría al menos un litro!

Sin dejar de apuntar a Jenkins con la Uzi, Simon se subió la manga del brazo derecho.

—Mi tipo de sangre es O negativo. Donante universal.

—¿Es que está loco? ¡Si le quito esa cantidad de sangre es usted quien entrará en shock!

—No creo. Ya he realizado transfusiones de campaña otras veces. Vaya a buscar otro equipo intravenoso.

Pero Jenkins no se movió. Cruzó los brazos sobre el pecho. Y, torciendo el gesto, se quedó mirando a Simon con auténtica tozudez paleta.

Simon dejó escapar un suspiro de exasperación. Se acordó de su época con la Spetsnaz, en Chechenia, y de todos los problemas que tenía con los soldados reticentes que tenía a su mando. Estaba claro que la amenaza de la ejecución no era argumento suficiente para mantener a raya al doctor Jenkins. Simon tenía que ofrecerle una motivación de mayor peso. Se acercó a la puerta que daba a la cocina del médico.

—¡Brock! —llamó—. Por favor, trae aquí a la señora Jenkins.

A las 5.00 de la madrugada, justo cuando el sol salía en Washington, D.C., el vicepresidente salió de su limusina y se dirigió hacia la entrada lateral del Ala Oeste. No era madrugador por naturaleza; si por él fuera, dormiría hasta las siete en punto y llegaría a la oficina sobre las ocho. Pero al presidente le encantaba comenzar la jornada laboral al amanecer, de modo que el vicepresidente hacía lo mismo. Tenía que estar a su disposición en todo momento para evitar que el comandante en jefe cometiera alguna estupidez.

En cuanto entró en el edificio vio al secretario de Defensa sentado en una de las butacas del vestíbulo. El secretario tenía un bolígrafo en la mano y un ejemplar del New York limes en el regazo. Había garabateado algunas notas en los márgenes del periódico. Este hombre no duerme nunca, pensó el vicepresidente. Se pasa toda la noche deambulando por los pasillos de la Casa Blanca.

El secretario se puso en pie de un salto en cuanto vio al vicepresidente. Sostenía en la mano la sección de portada del New York Times y la sacudía enojado.

—¿Ha visto esto? —espetó—. Tenemos un problema. Uno de los policías de Nueva York se ha ido de la lengua.

—¿Qué está…?

—Aquí, léalo usted mismo. —Y puso el periódico en las manos del vicepresidente.

La noticia estaba en la esquina superior izquierda de la portada:

ACUSACIONES DEL FBI EN DUDA

Por Gloria Mitchell

Un detective de la policía de Nueva York ha cuestionado la afirmación del Federal Bureau of Investigaron según la cual un profesor de la Universidad de Columbia estuvo involucrado en el brutal asesinato de seis agentes del FBI la tarde del martes.

El FBI ha emprendido la búsqueda a nivel nacional de David Swift tras los asesinatos, que supuestamente tuvieron lugar durante una operación encubierta de compra de drogas en West Harlem. El Bureau asegura que Swift, un profesor de historia conocido por sus biografías de Isaac Newton y Albert Einstein, dirigía la red de venta de cocaína y fue quien ordenó el asesinato de los agentes al descubrir su identidad.

Ayer, sin embargo, un detective del Departamento de Homicidios del Distrito Norte de Manhattan declaró que los agentes del FBI tomaron en custodia a Swift sobre las 19.30 del martes, dos horas antes de que, según el FBI, tuvieran lugar los asesinatos.

En declaraciones realizadas de forma anónima, el detective explicó que los agentes arrestaron a Swift en el hospital Saint Luke de Morningside Heights. Swift había acudido a visitar al doctor Hans Kleinman, premio Nobel de Física, que había sido hospitalizado a causa de las heridas sufridas durante un robo en su apartamento esa misma noche. Kleinman murió poco después de que llegara Swift.

El vicepresidente estaba demasiado furioso para seguir leyendo. Esto era una cagada de primer orden.

—¿Cómo diablos ha podido pasar esto?

El secretario volvió su cabeza cuadrada.

—La típica estupidez policial. El detective estaba cabreado con los federales por quitarle el caso Kleinman de las manos. Y se venga chivándose al Times.

—¿Podemos cerrarle la boca?

—Oh, ya nos hemos encargado de ello. Hemos supuesto de quién se trataba, un hispano llamado Rodríguez, y lo hemos traído para interrogarlo. El problema de verdad es la exesposa de Swift. Es ella quien ha instigado al Times para que publicara la noticia.

—¿Y no podemos hacerla callar también a ella?

—Lo estamos intentando. Acabo de hablar por teléfono con su novio, Amory Van Cleve, el abogado que recaudó veinte millones de dólares en su última campaña. Al parecer, la relación entre ambos se ha enfriado en las últimas veinticuatro horas. Ahora dice que no pondrá ninguna objeción si la arrestamos.

—Pues hágalo.

—Los agentes que la siguen dicen que ella y su hijo pasaron la noche con la periodista que escribió el artículo del Times. La ex de Swift es una chica lista. Sabe que no podemos detenerla mientras esté con la periodista. Ahora mismo ya tenemos suficientes problemas con el Times.

—¿Uno de sus periodistas la está protegiendo? ¡Y dicen ser imparciales!

—Ya lo sé, ya lo sé. Pero pronto la tendremos en nuestro poder. Tenemos media docena de agentes vigilando el apartamento. En cuanto la periodista se vaya al trabajo, entraremos.

El vicepresidente asintió.

—¿Y qué hay de lo de Virginia Occidental? ¿Cómo va el asunto?

—Todo va bien. Un batallón ya ha llegado y dos más están de camino. —Empezó a caminar hacia la Sala de Crisis—. Voy a despachar con los comandantes ahora mismo. Puede que ya hayan capturado a los fugitivos.

El vicepresidente lo miró con severidad. El secretario tenía la mala costumbre de cantar victoria antes de tiempo.

—Manténgame informado, por favor.

—Sí, sí, claro. Lo llamaré más tarde desde Georgia. Por la mañana he de ir a Fort Benning a dar un discurso a los soldados de infantería.

David se despertó en la parte trasera de la ranchera de Graddick y se encontró con que Monique dormía en sus brazos. Se quedó un poco desconcertado. Cuando se durmieron horas antes habían tenido cuidado de hacerlo en extremos opuestos de la zona de carga. (Afortunadamente, el coche era un enorme Ford Country Squire que había sobrevivido al menos veinte inviernos de Virginia Occidental). Pero al parecer Monique se le había acercado en sueños y ahora tenía la espalda apoyada contra el pecho de él, y la cabeza bajo su barbilla. Quizá se había arrimado en busca de calor. O quizá se había apartado instintivamente de las cajas de serpientes, que estaban escondidas bajo una lona, debajo de la ventanilla trasera. Por la razón que fuera, ahora estaba en sus brazos, y podía ver sus costillas subir y bajar al ritmo de la respiración; a David le sobrevino un sentimiento de ternura hacia ella casi doloroso. Recordó la última vez que la había abrazado así, en el sofá de su diminuto apartamento de la escuela de posgrado, casi dos décadas antes.

Con cuidado de no despertarla, David alzó la cabeza y miró por la ventanilla. Era temprano y viajaban por una carretera flanqueada a ambos lados por pinos sureños. Graddick iba en el asiento del conductor, silbando una melodía Gospel que sonaba en la radio, y Michael estaba estirado en el asiento trasero, profundamente dormido pero todavía aferrado a su Game Boy inactiva. Un rato después David vio una señal de tráfico —I-185 Sur, Columbus— y se dio cuenta de que estaban en Georgia, seguramente no demasiado lejos de su destino.

Monique comenzó a despertarse. Se dio la vuelta y abrió los ojos. Curiosamente, no se liberó de su abrazo. En vez de eso, se limitó a bostezar y desperezarse.

—¿Qué hora es?

David miró la hora.

—Casi las siete. —Le pareció destacable su despreocupación, tumbada a su lado como si estuvieran casados de verdad—. ¿Has dormido bien? —preguntó él. Procuró hablar bajo, aunque dudaba que Graddick pudiera oír nada con el sonido de la radio.

—Sí, estoy mejor. —Se tumbó boca arriba y se puso las manos detrás de la cabeza—. Lamento lo de anoche. Me temo que estaba un poco irritable.

—No pasa nada. Cualquiera estaría irritable si lo persiguiera el ejército de Estados Unidos.

Ella sonrió.

—¿Entonces no estás molesto por todas las cosas feas que dije acerca de Einstein?

Él negó con la cabeza y le devolvió la sonrisa. Esto es agradable, pensó. No había tenido este tipo de conversación con una mujer desde hacía mucho tiempo.

—No, para nada. De hecho, en algunas cosas tenías razón.

—¿Quieres decir que Einstein realmente era un cabrón sin corazón?

—No diría tanto. Pero a veces podía ser bastante cruel.

—¿Ah sí? ¿Qué hizo ese cabrón?

—Bueno, para empezar abandonó a sus hijos cuando su matrimonio con Mileva se fue a pique. Los dejó a todos en Suiza mientras él se iba a Berlín a investigar la relatividad. Y nunca reconoció a la hija que él y Mileva tuvieron antes de casarse.

—¿Cómo? ¡Un momento! ¿Einstein tuvo una hija ilegítima?

—Sí, se llamaba Lieserl. Nació en 1902, cuando Einstein todavía era profesor en Berna y no tenía un centavo. Fue todo un escándalo, así que sus familias lo silenciaron. Mileva regresó a su casa, en Serbia, para tener el bebé. Y luego Lieserl o bien murió o bien la dieron en adopción. Nadie lo sabe con seguridad.

—¿Qué? ¿Cómo puede ser que nadie lo sepa?

—Einstein dejó de mencionarla en sus cartas. Luego Mileva regresó a Suiza y se casaron. Ninguno de los dos volvería a hablar de Lieserl.

Monique apartó la mirada de golpe. Con el ceño fruncido, se quedó mirando la raída tela gris que cubría el suelo de la zona de carga. A David le confundió ese repentino cambio de humor.

—¿Eh, qué ocurre?

Ella negó con la cabeza.

—Nada. Estoy bien.

Envalentonado por su cercanía, David le puso la mano debajo de la barbilla y le volvió la cara hacia él.

—Vamos. Entre colegas no hay secretos.

Ella vaciló. Por un momento, David pensó que ella se iba a enfadar, pero en vez de eso volvió a apartar la mirada y miró por la ventanilla.

—Cuando tenía siete años mi madre se quedó embarazada. Seguramente el padre debió de ser uno de los tíos a los que les compraba heroína. Al día siguiente de dar a luz, dio el bebé en adopción. Nunca me contó nada más sobre el tema, excepto que el bebé era una niña.

David deslizó su mano por la suave parte inferior de la mandíbula de Monique hasta alcanzar su oreja con los dedos.

—¿Llegaste a descubrir qué le pasó?

Sin mirarle, ella asintió.

—Sí, ahora es prostituta, y adicta al crack.

Una lágrima asomó por el rabillo del ojo, luego resbaló por un lado de la nariz. Incapaz de contenerse, David se inclinó y la besó. Sintió la humedad en sus labios, su sabor salado. Luego Monique cerró los ojos y él la besó en la boca.

Durante al menos un minuto se besaron en silencio en el suelo de la zona de carga, como si fueran una pareja de adolescentes escondiéndose de los adultos sentados en los asientos delanteros. Monique lo cogió por la cintura y lo atrajo hacia sí. La ranchera empezó a disminuir la velocidad, obviamente estaba acercándose a la salida de Columbus, pero David no levantó la cabeza para mirar por la ventanilla. Siguió besando a Monique mientras el coche cogía la rampa de salida, entraba en una curva descendente que le hizo pensar en gaviotas revoloteando sobre el océano y lo mezcló en su cabeza con el tacto resbaladizo de los labios de Monique. Al final se separaron y él se la quedó mirando. Estuvieron mirándose larga y fijamente el uno al otro durante varios segundos, sin decir una palabra. Luego la ranchera giró con brusquedad hacia la derecha y se detuvo.

Rápidamente se soltaron y miraron por la ventanilla. El coche había aparcado delante de un descuidado centro comercial que daba a una avenida en la que ya había mucho tráfico. David advirtió que debían de estar cerca de la entrada de Fort Benning porque los nombres de todas las tiendas compartían temática militar. La más grande era Ranger Rags, una tienda de excedentes del ejército en cuyo escaparate había maniquíes vestidos de camuflaje. Al lado había un restaurante de comida para llevar llamado Combat Zone Chicken y un salón de tatuajes llamado Ike’s Inks. Unos metros más abajo podía ver un edificio construido con bloques de hormigón y sin ventanas, con un gran letrero de neón en el tejado. El tubo de neón naranja tenía la forma de una mujer pechugona reclinada sobre las palabras «The Night Maneuvers Lounge»[16]. Contradiciendo su nombre, en el local parecía haber operaciones las veinticuatro horas del día; al menos dos docenas de coches estaban aparcados enfrente del bar y un desastrado gorila vigilaba la entrada.

Graddick bajó del asiento del conductor y con paso pesado dio la vuelta a la ranchera. Abrió la puerta trasera, pero David era reticente a salir del coche. De rodillas junto a las cajas de serpientes, examinó ambos lados de la calle, por si había alguien uniformado. Dadas sus circunstancias, éste era un lugar arriesgado en el que estar.

—¿Dónde estamos? —preguntó.

Mirándolos fijamente con esos sobrenaturales ojos azules de demente, Graddick señaló el Night Maneuvers Lounge.

—¿Veis el número que hay sobre la puerta? Ésta es la dirección que me disteis, 4015 Victory Drive.

—No, no puede estar bien —David estaba desconcertado. Se suponía que ésa era la dirección de Elizabeth Gupta.

—Yo conozco este lugar —dijo Graddick con acento sureño—. Antes de mi salvación fui un soldado del ejército de Satán. Estuve destinado aquí, en Benning, y solíamos venir a Victory Drive todos los fines de semana que teníamos permiso. —Frunció el ceño y escupió en el asfalto—. V. D. Drive, lo llamamos. Es un antro dedicado al lenocinio.

David asintió. Ahora empezaba a comprender. Recordó lo que el profesor Gupta había dicho de su hija drogadicta. Ponerse en contacto con ella iba a ser más difícil de lo que esperaba.

—Creo que la mujer que tenemos que ver trabaja en este bar.

Graddick entrecerró los ojos.

—¿Y dijiste que esta mujer era familiar de tu esposa?

David volvió a asentir e hizo un gesto hacia Monique.

—Así es, son primas.

—Prostitución y fornicación —masculló Graddick, mientras miraba con el ceño fruncido el edificio de bloques de hormigón—. «Con tu fornicación has contaminado la tierra.»[17] —Volvió a escupir mientras miraba el lascivo letrero de neón. Parecía que quisiera arrancarlo con sus propias manos.

A David se le ocurrió que este corpulento montañero de Virginia Occidental les podía resultar útil. Cuanto menos podrían utilizar su ranchera.

—Sí, lo que le ha pasado a Elizabeth nos rompe el corazón —dijo David—. Tenemos que ayudarla de alguna forma.

Tal y como David esperaba, la idea pareció llamar la atención de Graddick, que ladeó la cabeza y dijo.

—¿Es que queréis salvarla?

—Por supuesto. Tenemos que convencerla de que acepte a Jesucristo como su salvador. Si no, irá directamente al infierno.

Graddick se lo pensó, mesándose la barba mientras miraba fijamente las cajas de serpientes de cascabel.

—Bueno, no rae esperan en Tallahassee hasta las cinco en punto. Esto me deja algo de tiempo que matar. —Unos segundos después sonrió y rodeó con su brazo los hombros de David—. ¡Muy bien, hermano, hagamos trabajo pastoral! ¡Entremos en este antro de perdición y cantémosle alabanzas al Señor! ¡Aleluya!

—No, no, es mejor que entre en el bar yo solo, ¿vale? Tú conduce hasta la parte trasera y espera ahí hasta que salgamos por la puerta de atrás. Así me podrás ayudar a llevarla hasta el coche si empieza a armar jaleo.

—¡Buena idea, hermano! —Alegre, Graddick le dio una palmada entre los omóplatos.

Antes de salir de la ranchera, David cogió a Monique del brazo y le dijo:

—Vigila a Michael, ¿de acuerdo? —Y luego se dirigió al Night Maneuvers Lounge.

Antes de llegar a la puerta ya le llegó el olor a cerveza derramada. La vieja sensación de asco le obstruyó la garganta, al igual que lo había hecho cuando entró en el bar de la estación Penn dos noches atrás. Sin embargo, respiró hondo y se las arregló para sonreír mientras le daba los diez dólares de la consumición mínima al gorila.

Dentro, el local estaba lleno de humo del tabaco. Una vieja canción de ZZ Top, She’s Got Legs, atronaba en los altavoces. En un escenario semicircular, dos bailarinas en topless se movían delante de una audiencia de soldados completamente borrachos. Una de las mujeres se enroscaba lentamente en una barra plateada. La otra se volvía de espaldas al público y se inclinaba hasta que su cabeza colgaba boca abajo entre las rodillas. Un soldado se le acercó tambaleante y le puso un billete de cinco dólares delante de la boca. Ella se lamió los labios y luego atrapó el billete entre los dientes.

Al principio, la visión de todos los uniformes puso nervioso a David, pero rápidamente se dio cuenta de que estos soldados en particular no suponían peligro alguno. Seguramente la mayoría de ellos llevaban doce horas seguidas bebiendo, intentando disfrutar cada minuto de sus permisos de cuarenta y ocho horas. Se acercó al escenario y centró su atención en las bailarinas. Desafortunadamente, ninguna de ellas parecía poder estar emparentada con el profesor Gupta. La bailarina de barra era una pelirroja pecosa y la mujer con la cabeza entre las piernas era una rubia blanquísima.

David se acercó a la barra y pidió una Budweiser. Dejó la botella a cierta distancia y se puso a examinar a las tres mujeres que les hacían un lap dance a los soldados sentados en los taburetes de la barra. Dos rubias más y una pelirroja. Todas bastante atractivas, de pechos firmes y redondos, y prietos traseros que movían en lentos círculos para gozo de los soldados, pero David buscaba otra cosa. Empezó a preocuparse por si Elizabeth ya se había marchado; al fin y al cabo eran las siete de la mañana, y lo más probable era que las strippers trabajaran por turnos. O quizá había empezado a bailar en otro club. O quizá incluso ya no vivía en Columbus.

Estaba a punto de tirar la toalla cuando advirtió que en la esquina opuesta del local alguien se desplomaba sobre una mesa. Llevaba puesta una chaqueta verde oliva del ejército y lo primero que David pensó fue que se trataba de un soldado que se había desmayado en la silla, pero al acercarse vio un lustroso abanico de pelo negro que surgía de su cabeza inmóvil. Era una mujer que dormía con la cara apoyada en la mesa y las piernas largas y delgadas despatarradas por debajo. No llevaba camiseta debajo de la chaqueta, ni tampoco pantalones, sólo la parte de abajo de bikini rojo brillante y unas botas blancas que le llegaban hasta la rodilla.

David se acercó a la mesa para verla mejor, pero esa esquina estaba pobremente iluminaba y el pelo le tapaba la cara. No había otra opción: tenía que despertarla. Se sentó en la silla de enfrente y golpeó suavemente la mesa con los nudillos.

—Esto… ¿Perdona?

No obtuvo respuesta. David golpeó con más fuerza.

—¿Perdona? ¿Puedo hablar contigo un segundo?

La mujer levantó lentamente la cabeza y se apartó la cortina de pelo de delante de los ojos. Se quitó unos cuantos pelos negros de la boca, y luego miró a David con los ojos entrecerrados.

—¿Qué diantres quieres? —dijo con voz ronca.

Tenía la cara hecha un desastre. Una mancha de carmín le recorría la cara, desde la comisura de los labios al centro de la mejilla izquierda. Las bolsas debajo de los ojos estaban hinchadas y oscuras, y una de sus falsas pestañas se había despegado parcialmente del párpado, con lo que al pestañear se agitaba como el ala de un murciélago. Pero su piel era de un moreno oscuro, del mismo tono que la de Michael, y su pequeña nariz de muñeca era similar a la de Gupta. También parecía tener la edad adecuada: treinta y pico, seguramente ya largos, ostensiblemente mayor que las otras bailarinas del club. Jadeante, David se inclinó sobre la mesa.

—¿Elizabeth?

Ella hizo una mueca.

—¿Quién te ha dicho mi nombre?

—Bueno, es una larga…

—¡No vuelvas a llamarme así! Me llamo Beth, ¿entiendes? Sólo Beth.

Ella torció el labio superior y David pudo verle los dientes. Tenía la línea de las encías de color marrón. «Boca de meta»[18], la llaman los adictos. Al fumar la droga, los vapores corroen el esmalte. Ahora David estaba seguro de que esta mujer era Elizabeth Gupta.

—Muy bien, Beth. Escucha, me preguntaba…

—¿Qué quieres, una mamada o un polvo? —El lado izquierdo de su cara se contrajo nerviosamente.

—Esperaba que pudiéramos hablar un minuto.

—¡No tengo tiempo para tonterías! —De repente se puso en pie y la cazadora del ejército se le abrió, con lo que David pudo ver el medallón que colgaba de una cadena entre sus pechos.

—Veinte dólares una mamada en el aparcamiento, cincuenta un polvo en el motel.

La cara volvió a contraérsele nerviosamente, y empezó a rascarse la barbilla con las uñas escarlata. Tiene el síndrome de abstinencia, pensó David. Todo su cuerpo ansia otra dosis de metanfetamina. Él también se puso en pie.

—Muy bien, vamos al aparcamiento.

E intentó llevarla hacia la puerta trasera, pero ella le apartó la mano de un manotazo.

—¡Primero tienes que pagarme, gilipollas!

David cogió un billete de veinte dólares de la cartera y se lo dio. Ella se lo metió dentro del bolsillo interior de la cazadora y se dirigió hacia la salida de emergencia. Mientras iba detrás de ella, David advirtió que cojeaba, hecho que terminó de confirmarle su identidad. De niña un coche atropelló a Elizabeth Gupta y le rompió la pierna por tres sitios distintos.

En cuanto salió, ella se dirigió hacia una mugrienta alcoba que había entre la pared de bloques de hormigón del club y un par de contenedores.

—Bájate los calzoncillos —ordenó ella—. Iremos rápido.

Él miró por encima del hombro y divisó la ranchera. Graddick ya había salido del coche. Ahora David tenía refuerzos, por si las cosas se ponían feas.

—En realidad no quiero una mamada. Soy un amigo de tu padre, Beth. Quiero ayudarte.

Ella se quedó un momento con la boca abierta y la mirada inexpresiva. Luego apretó sus dientes podridos.

—¿Mi padre? ¿De qué cojones estás hablando?

—Me llamo David Swift, ¿vale? El profesor Gupta me dijo dónde podía encontrarte. Estamos intentando…

—¡Será cabrón! —Su grito resonó por todo el aparcamiento—. ¿Dónde está?

David alargó ambas manos cual policía de tráfico.

—¡Eh, eh, tranquilízate! Tu padre no está aquí. Sólo estoy yo y…

—¡CABRÓN! —se abalanzó hacia él, intentando arañarle los ojos.

—¡ASQUEROSO HIJO DE PUTA!

Él se preparó e intentó cogerla por las muñecas, pero antes de que ella se acercara demasiado, Graddick la cogió por detrás. Moviéndose mucho más rápido de lo que David hubiera creído posible, el montañero inmovilizó a Elizabeth colocándole las manos en la espalda.

—¡Madre de las abominaciones! —exclamó Graddick—. ¡Arrodíllate ante tu Señor Jesucristo! ¡Arrepiéntete antes de que llegue el juicio final!

Después de la sorpresa inicial, Elizabeth levantó la rodilla derecha y con el talón de la bota pisó el pie de Graddick. Éste la soltó, aullando de dolor, e inmediatamente ella se abalanzó sobre David.

Éste pudo desviar la mano derecha, pero las uñas de la izquierda lograron arañarle el cuello. ¡Dios, pensó él, esta mujer es rápida! La empujó hacia atrás, pero ella volvió a atacar, lanzando una patada que casi le da en la entrepierna. Era como luchar con un animal salvaje, una pelea a muerte, y David empezaba a pensar que tendría que noquearla para poder meterla en la ranchera. Sin embargo, antes de volver a arremeter, Elizabeth vio algo por el rabillo del ojo. Se detuvo de golpe y se giró hacia la derecha, pivotando sobre uno de sus talones letales. Y de repente se fue corriendo hacia Monique y Michael, que estaban de pie delante del coche de Graddick.

—¡Michael! —gritó mientras echaba los brazos al cuello de su hijo.

La Fuerza Delta había situado su cuartel general en la iglesia pentecostal de Jolo. Lucille observaba el armazón de madera del sencillo edificio —la Iglesia del Señor Jesucristo de las Señales—[19] y negó con la cabeza. Era una espectacular muestra de la estupidez militar. Si quieres que los nativos cooperen, no ocupas sus casas de oración. Pero la Fuerza Delta acababa de regresar directamente de Iraq, donde obviamente habían perdido parte de su paciencia para con las sensibilidades de la gente del lugar.

Lucille y el agente Crawford entraron en la iglesia y buscaron al coronel Tarkington, el comandante de la brigada. Sus hombres habían organizado una operación de comando y control al lado del púlpito. Dos soldados estaban encargados de la radio, mientras otros dos se inclinaban sobre un mapa de Virginia Occidental y una pareja más apuntaba sus M-16 hacia el grupo de detenidos que estaba sentado en los bancos con los ojos vendados. Lucille volvió a negar con la cabeza. Los prisioneros eran unos paletos hoscos y tercos que temían a Dios, pero a pocas cosas más. Aunque conocieran el paradero de los fugitivos, no le revelarían nada a un soldado.

Al final divisó al coronel Tarkington al fondo de la iglesia. Mordisqueaba nerviosamente la húmeda colilla de un cigarro mientras gritaba órdenes a través de la radio de campaña. Lucille esperó a que terminara la transmisión para acercarse a él.

—Coronel, soy la agente especial Lucille Parker, su enlace del FBI. Me gustaría hablar con usted de las pruebas que sus tropas obtuvieron anoche en el Retiro de Carnegie.

El coronel se quedó mirando unos segundos a Lucille y al agente Crawford, mientras con los dientes y los labios se colocaba el cigarro en la comisura de los labios.

—¿Qué les pasa?

—Necesitaría enviar el ordenador dañado al laboratorio del Bureau en Quantico. Puede que podamos extraer algunos datos del disco duro destrozado.

Tarkington se las arregló para sonreír con el cigarro en la boca.

—No te preocupes, querida. Hemos enviado todo eso a la DIA.

Lucille dio un respingo al oír lo de «querida», pero mantuvo su voz en calma.

—Con el debido respeto, señor, el equipo que tenemos en Quantico es muy superior al de la Agencia de Inteligencia de la Defensa.

—Estoy seguro de que nuestros muchachos se las arreglarán. En todo caso, tampoco vamos a necesitar esa información. Hemos cerrado el tráfico en toda esta parte del estado. Encontraremos a esos fugitivos antes de la hora de comer.

Ella lo dudaba. En las últimas treinta y seis horas había aprendido a no subestimar el talento de David Swift para la evasión.

—Como sea, señor, el Bureau quiere ese disco duro.

El coronel dejó de sonreír.

—Ya se lo he dicho, lo tiene la DIA. Hable con ellos si quiere. Ahora he de dirigir una operación. —Y se fue hacia el púlpito para departir con sus hombres.

Lucille se quedó de pie un momento, echando chispas. Que le dieran, pensó. Si no quiere su ayuda, ¿qué sentido tenía ofrecérsela? Ya no tenía edad para tonterías. Lo que debería hacer era regresar a su oficina de Washington y quedarse ahí sentada, como todos los demás malditos burócratas.

Furiosa, salió de la iglesia en dirección a su todoterreno. El agente Crawford tuvo que darse prisa para no quedarse atrás.

—¿Adónde vamos ahora? —preguntó.

Ella estuvo a punto de decir «el D.C.», pero entonces se le ocurrió una idea. Era algo tan simple y obvio que le sorprendía no haber caído antes.

—Ese ordenador del Retiro de Carnegie estaba conectado a internet, ¿no?

Crawford asintió.

—Sí, una conexión de cable, creo.

—Llama a su proveedor de internet. Averigua si anoche hubo actividad.

Elizabeth Gupta estaba tumbada en una cama de la habitación 201 del motel Army Mule, enfrente del Night Maneuvers Lounge. Ésta era la habitación en la que habitualmente atendía a los tipos que se ligaba en el club de striptease. Ahora, sin embargo, estaba sola en la cama extra grande, con un albornoz de toalla puesto bajo las sábanas. Monique estaba sentada en el borde de la cama, acariciando el pelo de Elizabeth y murmurando suavemente, cuidándola como si fuera una niña de cinco años enferma de gripe. Michael jugaba otra vez con su Game Boy sentado en una de las sillas, mientras David miraba por entre las cortinas de la ventana para comprobar que no hubiera ninguna actividad inusual en Victory Drive. Habían enviado a Graddick a buscar café; sus exhortaciones sobre la redención y el perdón divino habían resultado ser contraproducentes.

Monique le quitó el envoltorio a una barrita NutriGrain que había comprado en la máquina expendedora del motel y se la ofreció a Elizabeth.

—Ten, toma un poco.

—No, no tengo hambre —dijo con voz ronca. Desde el griterío del aparcamiento no había dicho más de una docena de palabras.

Monique sostenía la barrita NutriGrain debajo de su nariz.

—Venga, un poco. Tienes que comer algo.

Hablaba con voz suave pero firme. Claudicando, Elizabeth mordisqueó la punta de la barrita. A David le impresionó la destreza con la que Monique manejaba la situación. Estaba claro que tenía experiencia en el trato con drogadictos.

Elizabeth dio otro mordisco a la barrita energética, y luego se sentó sobre la cama para poder beber un poco de agua de una taza de poliestireno que Monique le llevó a los labios. Unos segundos después ya estaba comiendo vorazmente, con toda la barrita en la boca y recogiendo las migas que caían sobre las sábanas. Lo hizo con la vista puesta en Michael, sin apartar los ojos del adolescente mientras su mandíbula subía y bajaba. Cuando terminó de comer, se limpió la boca con el dorso de la mano y señaló a su hijo.

—No me lo puedo creer. Ha crecido tanto…

Monique asintió.

—Es un jovencito muy apuesto.

—La última vez que lo vi sólo tenía trece años. Apenas me llegaba a los hombros.

—¿Tu padre no lo trajo nunca para que lo vieras?

Elizabeth volvió a torcer el gesto, furiosa.

—Ese gilipollas ni siquiera me enviaba fotografías. Solía llamarlo a cobro revertido una vez al año, para el cumpleaños de Michael, pero el muy cabrón no aceptaba mis llamadas.

—Lo siento mucho —Monique se mordió el labio. Parecía estar verdaderamente afectada—. Yo no…

—¿Entonces ha muerto ya ese cabrón? Me dijo que nunca volvería a ver a Michael mientras estuviera vivo.

Monique levantó la mirada hacia David, sin saber qué contestar. Éste se apartó de la ventana y se acercó a la cama.

—Tu padre no está muerto, pero sí en el hospital. Nos pidió que trajéramos a Michael aquí porque no quería que lo metieran en una institución.

Elizabeth lo miró con desconfianza.

—Ése no parece mi padre. ¿Y por qué está en el hospital?

—Empecemos por el principio, ¿de acuerdo? Yo era alumno de un amigo de tu padre, Hans Kleinman. Te acuerdas de él, ¿no?

Ese nombre le tocó la fibra. Se relajó un poco.

—Sí, claro que conozco a Hans. Es mi padrino. Es la única persona en el mundo a quien mi padre odia más que a mí.

—¿Qué? —Aquello desconcertó a David—. Tu padre no odiaba al doctor Kleinman. Eran colegas. Trabajaron juntos durante muchos años.

Elizabeth negó con la cabeza.

—Mi padre lo odia porque Hans es más inteligente que él. Y porque Hans estaba enamorado de mi madre.

David estudió su rostro, intentando averiguar si se lo estaba inventando.

—Conocí muy bien al doctor Kleinman y me resulta difícil de creer que…

—Me importa una mierda que me creas o no. Lo único que sé es que vi a Hans en el funeral de mi madre hace veinte años y sollozaba como un bebé. Tenía toda la camisa llena de borrones húmedos por las lágrimas.

David intentó imaginárselo, su viejo profesor llorando en la tumba de Hannah Gupta. Le resultaba inverosímil. Luego apartó la imagen de su mente. Ahora no había tiempo para eso. Tenía que ir al grano.

—Tu padre nos dijo que Hans vino a Columbus hace unos años. Intentó que te desintoxicaras, ¿no?

Avergonzada, bajó la mirada hacia las sábanas.

—Sí, me consiguió un trabajo en Benning, atender las llamadas de un general. Y también me encontró un apartamento. Incluso tuve a Michael de nuevo unos meses. Pero la cagué.

—Bueno, pues por eso estamos aquí, Beth. Verás, el doctor Kleinman murió hace un par de días, pero dejó…

—¿Hans ha muerto? —Se irguió en la cama con la boca abierta—. ¿Qué ha pasado?

—Ahora no puedo entrar en detalles, pero dejó un mensaje diciendo que…

—Dios mío —murmuró, llevándose la mano a la frente—. ¡Oh, Dios mío!

Elizabeth se agarró del pelo y tiró de él. Monique se acercó a ella y le dio unas palmaditas en la espalda. A David le sorprendió un poco la reacción de Elizabeth; había supuesto que una prostituta drogadicta se habría endurecido demasiado para sentir ningún tipo de pena. Pero el doctor Kleinman era la única persona que había intentado ayudarla. Estaba claro que había habido una gran conexión entre el viejo físico y su ahijada. Quizá ésa fue la razón por la que escondió la Teoría del Todo en Columbus.

David se sentó en la cama junto a Elizabeth y Monique. Los tres se abrazaron fuertemente, las cabezas casi tocándose.

—Escucha, Beth, voy a ser honesto contigo. Tenemos muchos problemas. El doctor Kleinman tenía un secreto, un secreto científico que a mucha gente le gustaría poseer. ¿Hans no te dejó unos papeles cuando vino?

Elizabeth arrugó el rostro, sin comprender.

—No, no me dejó nada. Excepto algo de dinero. Suficiente para cubrir el alquiler de mi apartamento unos cuantos meses.

—¿Y un ordenador? ¿No te compró uno?

—No, pero sí me regaló una tele. Y también una buena radio. —Sonrió al recordarlo, pero volvió a ponerse seria un instante después—. Tuve que empeñarlo todo cuando perdí el trabajo en la base. Lo único que tengo ahora es esa caja de ropa.

Señaló una caja de cartón que había junto a la ventana, repleta de bragas, sujetadores y medias. David no creía que la teoría del campo unificado estuviera ahí dentro.

—¿Y ahora vives aquí? ¿En esta habitación?

—A veces en esta habitación, otras en la de al lado. Harían se ocupa de las facturas del hotel.

—¿Harían?

—Sí, es el encargado del Night Maneuvers.

En otras palabras, su chulo, pensó David.

—El mensaje del doctor Kleinman nos proporcionó la dirección del bar, de modo que debía de saber lo que te había pasado.

Elizabeth hizo una mueca de dolor y se encorvó en la cama, cruzando los brazos sobre el estómago.

—Hans me llamó cuando me despidieron. Dijo que vendría a verme y que me metería en un programa de desintoxicación.

David se imaginó al doctor Kleinman en el Night Maneuvers Lounge, otra imagen difícil de concebir. Se preguntó si el club de striptease tendría un ordenador en su oficina.

—¿Hans fue a verte al club? ¿No entraría por casualidad en las oficinas?

Ella se frotó los ojos y negó con la cabeza.

—No, Hans nunca vino. Cuando me llamó, yo estaba colocada, así que lo envié a la mierda. Ésa fue la última vez que hablamos.

Se inclinó hacia delante hasta que su frente quedó a unos centímetros de las mantas. Sin hacer ningún ruido, su cuerpo empezó a temblar, presa de los sollozos, tumbado sobre el colchón.

Monique volvió a darle palmaditas en la espalda, pero esta vez sin éxito, de modo que se acercó a Michael y, tras cogerlo cuidadosamente por el codo, llevó al adolescente al lado de su madre. Automáticamente, Elizabeth lo abrazó. Michael se hubiera puesto a gritar como un loco si cualquier otra persona hubiera hecho esto, pero parecía tener una tolerancia natural a las caricias de su madre. A pesar de ello, no le devolvió el mimo y ni siquiera la miró. Mientras ella le rodeaba la cintura con los brazos, él se puso un poco de lado para poder seguir jugando al Warfighter.

Después de un rato Elizabeth se echó para atrás y se quedó a cierta distancia de su hijo. Se secó las lágrimas de los ojos y se lo quedó mirando.

—Todavía juegas a ese maldito juego de guerra —suspiró, mirando la pantalla de la Game Boy—. Pensaba que a estas alturas ya te habrías cansado.

Michael no respondió, claro está, de modo que Elizabeth se volvió hacia David y Monique.

—Michael empezó a jugar a este juego cuando yo trabajaba en Benning. Hans configuró uno de los ordenadores de mi oficina para que Michael pudiera jugar ahí. —Le pasó la mano por el pelo, haciéndole la raya a la derecha—. Los días que la escuela para niños autistas cerraba me lo llevaba al trabajo y él se quedaba sentado delante del ordenador durante horas y horas.

Elizabeth bajó un poco la mano y acarició la mejilla de Michael. Era una escena conmovedora, y en circunstancias normales David no la hubiera interrumpido, pero ahora la cabeza le iba a mil por hora.

—Un momento, ¿el doctor Kleinman estuvo en tu oficina de Benning?

Ella asintió.

—Sí, en mi primer día. Quería presentarme al general Garner, mi nuevo jefe. Hans lo conocía de hacía tiempo. Cientos de años atrás habían trabajado juntos en algún proyecto del ejército.

—¿Y, mientras estuvo en tu oficina, Hans trabajó con uno de los ordenadores?

—Sí, ese sitio estaba lleno de ordenadores. Se llamaba oficina SCV, Simulación de Combate Virtual. Tenían montones de cosas raras: cintas de correr, anteojos, rifles de plástico. El ejército ni siquiera utilizaba la mayoría de esas cosas, así que dejaban que Michael jugara con ellas.

—¿Y cuánto tiempo estuvo Hans trabajando con el ordenador?

—Uf, no lo sé. Unas cuantas horas, al menos. El general y él eran viejos amigos, así que Hans tenía libertad absoluta en aquel lugar.

El corazón de David empezó a latir con fuerza. Intercambió una mirada con Monique, y luego centró su atención en la Game Boy que Michael tenía en las manos. Casualmente, la pantalla mostraba el mismo pasillo oscuro que David había visto la noche anterior cuando había mirado por encima del hombro de Michael. De nuevo, un soldado animado vestido con un uniforme caqui irrumpía en una pequeña habitación y disparaba con su M-16 a media docena de enemigos. De nuevo, los soldados enemigos caían al suelo, sangrando sangre simulada. Y de nuevo apareció un mensaje parpadeante: «¡FELICIDADES! ¡HAS LLEGADO AL NIVEL SVIA/4!».

—¿Qué diablos es eso? —preguntó Monique, señalando la pantalla—. ¿SVIA/4?

David no tenía ni idea, pero sabía a quién preguntar. Se inclinó hasta que su cara quedó delante de la de Michael. El adolescente le había hablado la noche anterior. Quizá lo volvería a hacer ahora.

—Escúchame, Michael. ¿Qué hay en el Nivel SVIA/4?

El chaval bajó la barbilla, evitando la mirada de David.

—No puedo llegar a ese nivel —dijo con su monótona voz—. Regresa al Nivel A1.

—Ya lo sé, ya me lo has dicho —David ladeó la cabeza, manteniendo su cara delante de la del chaval—. ¿Pero por qué no puedes llegar al Nivel SVIA/4?

—La Game Boy no tiene ese nivel. Sólo está en el programa del servidor.

—¿Y por qué lo configuró así?

Michael abrió la boca, como si se fuera a poner a gritar. En vez de eso, por primera vez miró a David a los ojos.

—¡Me dijo que ahí estaría seguro! ¡Que era un lugar seguro!

David asintió. Al parecer, el doctor Kleinman había alterado el software del Warfighter. Como la Game Boy podía llegar a las manos de cualquiera, sólo contenía una versión abreviada del programa. La versión completa, con toda la información que Kleinman había añadido, se encontraba en un lugar más seguro.

—¿Dónde está ese servidor?

Antes de que Michael pudiera responder la Game Boy emitió un pitido anunciando la vuelta al Nivel A1. Rápidamente el adolescente se apartó de David y se fue del lado de su madre. Regresó al otro extremo de la habitación, se puso de cara a la pared y se puso a jugar otra vez al Warfighter.

Elizabeth miró a David.

—¡Eh, deja de hacerle preguntas! ¡Lo estás molestando!

—Está bien, está bien. —Se apartó de la cama.

Lo cierto era que no necesitaba hacerle a Michael más preguntas. Ya sabía dónde estaba el servidor. El doctor Kleinman había escogido el escondite más atrevido imaginable. Había ocultado la teoría del campo unificado en un ordenador de Fort Benning.

El doctor Milo Jenkins y su esposa yacían boca abajo sobre la alfombra del salón. Si no fuera por los agujeros de bala de la cabeza, Simon hubiera pensado que estaban echando una cabezada. Los había liquidado a las 9.00, poco después de que el médico paleto anunciara que el profesor Gupta estaba fuera de peligro y que dormía plácidamente en la mesa del comedor. Los disparos despertaron al agente Brock, que estaba repanchingado en el sofá del salón, pero unos segundos después se dio la vuelta y volvió a dormirse.

A Simon le hubiera encantado poder dormir. No lo había hecho mucho en las últimas treinta y seis horas y la transfusión de sangre lo había debilitado más de lo esperado. Sin embargo, su cliente, el enigmático Henry Cobb, estaba a punto de hacerle la llamada diaria de las 9.30 para averiguar los avances en la misión, y Simon sentía la obligación profesional de darle buenas noticias. Así pues, con un gruñido de cansancio, entró en el comedor y se acercó a la mesa ensangrentada en la que estaba tumbado el profesor Gupta.

La sonda intravenosa que colgaba de la lámpara de araña todavía estaba sujeta al brazo de Gupta, pero la bolsa IV estaba vacía. El diminuto profesor dormía de manera irregular boca arriba, con la pierna herida apoyada sobre un cojín del sofá. El efecto de los analgésicos que le había dado el doctor Jenkins ya debía de haber pasado, de modo que Gupta empezaría a agonizar en cuanto recobrara el conocimiento. Exactamente lo que Simon quería.

Empezó el proceso golpeando con el puño el agujero suturado del muslo de Gupta. El cuerpo del profesor sufrió una convulsión: la parte posterior de la cabeza golpeó la mesa de caoba y la pierna sana tiró el cojín del sofá de una patada. Dejó escapar un gemido largo e irregular y los párpados le temblaron.

Simon se inclinó sobre la mesa.

—Despierte, profesor. La clase va a empezar.

Luego volvió a golpear la herida del muslo del profesor con fuerza suficiente para que le tiraran los puntos que el doctor Jenkins había cosido con tanto cuidado.

Esta vez Gupta abrió los ojos y dejó escapar un grito agudo. Intentó incorporarse, pero Simon lo sujetó por los hombros contra la mesa.

—Es usted un hombre afortunado, ¿lo sabía? Un poco más y no lo cuenta.

Gupta se lo quedó mirando, parpadeando con rapidez. Obviamente, el anciano estaba un poco confundido. Simon le dio un apretón en el hombro.

—No pasa nada, profesor. Se va a poner bien. Sólo me tiene que contestar una pregunta. Una pequeña pregunta y habremos terminado.

El profesor abrió y cerró la boca, pero no emitió sonido alguno. Le llevó unos segundos encontrar su voz.

—¿Qué? ¿Quién eres?

—Eso ahora no es importante. Lo importante es encontrar a sus amigos. David Swift y Monique Reynolds, ¿se acuerda? Anoche estaba con ellos en la cabaña. Y lo dejaron atrás, sangrando en el suelo. No fue muy considerado por su parte, ¿no?

Gupta arrugó el entrecejo. Era una buena señal: estaba recobrando la memoria. Simon apretó con mayor fuerza el hombro del anciano.

—Sí que se acuerda. Y creo que también recuerda adónde se dirigían. Habría ido con ellos si no hubiera recibido un disparo, ¿no es así?

Unos segundos después el anciano entrecerró los ojos y frunció el ceño. Esto ya no era tan buena señal. Ahora que estaba recobrando la memoria, Gupta se ponía desafiante.

—¿Quién eres? —repitió.

—Ya se lo he dicho, eso no es importante. Necesito saber adónde han ido Swift y Reynolds. Dígamelo ahora mismo, o las cosas se pondrán muy feas para usted, profesor.

Gupta miró a la izquierda y por primera vez advirtió lo que lo rodeaba: la mesa de caoba, la lámpara de araña, el papel de pared rojo y amarillo del comedor de Jenkins. Respiró hondo con dificultad.

—Tú no eres del FBI —susurró.

Simon mantuvo la mano aferrada al hombro de Gupta y puso la otra sobre el muslo herido del profesor.

—No, afortunadamente yo tengo mayor libertad de acción. Los norteamericanos conocen algunos trucos, claro está: el submarino, la privación de sueño, los pastores alemanes. Pero yo no me ando con chiquitas. —Cuando su mano llegó a la herida de bala, cogió la gasa que la cubría y la arrancó de golpe.

Gupta arqueó la espalda y dejó escapar otro grito. Sin embargo, al estudiar la cara del hombre, Simon no vio la expresión de pánico que normalmente acompañaba las frenéticas contorsiones. En vez de eso, el profesor le enseñó los dientes.

—¡Imbécil! —dijo entre dientes—. ¡Eres tan estúpido como ese agente!

Irritado, Simon le clavó dos dedos en la herida, hurgando entre las suturas con las uñas. La sangre volvió a salir por los pliegues sueltos de la piel.

—Basta de tonterías. ¿Dónde están Swift y Reynolds?

—¡Imbécil! ¡Idiota! —exclamó Gupta, golpeando la mesa con el puño.

Simon hurgó todavía más en la herida. La sangre encharcó la herida y resbaló por el muslo de Gupta.

—Si no me dice dónde están le arrancaré estas suturas. Luego le arrancaré la piel de la pierna como si fuera un guante.

El profesor se irguió tambaleante y lo miró con ojos de maníaco.

—¡Maldito ruso descerebrado! ¡Soy Henry Cobb!