8

Para cuando llegaron al Retiro de Carnegie ya había oscurecido del todo, pero gracias al resplandor de los faros del Hyundai, David pudo ver suficiente del lugar para saber que Andrew Carnegie[11] no habría pasado ni una sola noche aquí. No era más que una choza de un piso construida sobre raíles en un pequeño claro del bosque. El patio delantero estaba repleto de ramas caídas y una alfombra de hojas mojadas cubría el porche. La Universidad Carnegie Mellon había dejado que el lugar cayera en el abandono. Estaba claro que ningún miembro de la universidad había visitado la cabaña desde el verano anterior, como mínimo.

David abrió la puerta del asiento del acompañante y ayudó al profesor Gupta a salir del asiento trasero. El anciano se había recuperado de su ataque de pánico pero las piernas todavía le temblaban y David tuvo que sostenerlo por el codo mientras caminaban sobre las ramas muertas. Monique y Michael también salieron del coche, dejando las luces encendidas para poder ver hacia dónde iban. Cuando llegaron a la puerta principal, Gupta señaló una maceta en la que no había más que mugre.

—La llave está debajo de esta maceta —dijo.

Mientras David se agachaba para coger las llaves, oyó un estruendo distante y sordo que resonó por las colinas. Se puso derecho de inmediato, con los músculos en tensión.

—¡Dios mío! —dijo entre dientes—. ¿Qué diablos ha sido eso?

Gupta se rió entre dientes y le dio una palmadita en la espalda.

—No te preocupes, es la gente del lugar. Al anochecer les gusta merodear por los bosques con sus escopetas y cazar la cena.

David respiró hondo un par de veces.

—Empiezo a ver por qué ningún profesor de su facultad viene por aquí.

—Oh, no está tan mal. De hecho, la gente de la zona es bastante interesante. Hay una iglesia en la Ruta 83 en la que los domingos manipulan serpientes[12]. Bailan alrededor del púlpito con serpientes de cascabel sobre la cabeza. Curiosamente, apenas reciben mordeduras.

—Venga, vamos dentro —instó Monique mientras miraba el oscuro dosel de hojas que había encima de sus cabezas.

David se volvió a agachar, levantó la maceta y cogió una oxidada llave. La metió dentro de la cerradura y, después de un par de intentos, la llave giró y abrió la puerta. Pasó la mano por la pared hasta que encontró el interruptor de la luz.

El interior de la cabaña parecía más atractivo. Había una chimenea de piedra en la pared opuesta y una alfombra marrón de pelo largo en el suelo. Una diminuta cocina con un horno vetusto. La nevera estaba a la izquierda, y a la derecha había dos pequeñas habitaciones. En el centro del salón había una gran mesa de roble sobre la que descansaban un ordenador, un monitor y varios periféricos.

El profesor Gupta los hizo entrar.

—Entrad, entrad. Me temo que no hay nada para comer, hace mucho tiempo que no viene nadie a la cabaña —dijo, y se fue directamente a encender el ordenador, pero al buscar un ladrón de corriente debajo de la mesa vio otra cosa—. ¡Oh, mira esto, Michael! ¡Me había olvidado de que lo habíamos dejado aquí! ¡Y las baterías todavía están cargadas!

Arrodillándose en el suelo, Gupta encendió unos cuantos interruptores. David oyó el chirrido de un motor eléctrico y luego vio que de debajo de la mesa salía un robot de cuatro patas. Medía medio metro de altura y uno de largo, más o menos. Era una máquina diseñada para que pareciera un brontosaurio en miniatura. Su cuerpo estaba hecho de plástico negro brillante y tenía el cuello y la cola segmentados, lo que permitía que el robot los moviera de forma escalofriantemente realista mientras avanzaba torpemente por el suelo. En la cabeza, del tamaño de un puño, tenía dos LED rojos que parecían ojos y en la espalda tenía una larga antena negra. La criatura mecánica se detuvo delante de ellos y volvió la cabeza de un lado al otro como si inspeccionara la habitación.

—¿Quieres jugar a la pelota, Michael? —preguntó una voz sintetizada. La mandíbula de plástico del robot se agitó arriba y abajo mientras las palabras salían de su boca.

El adolescente dejó de jugar al Warfighter en su Game Boy. Por primera vez, David lo vio sonreír, y en ese momento su cara de felicidad se pareció mucho a la de Jonah. Michel corrió hacia la alfombra de pelo largo, cogió una brillante pelota rosa que estaba encima y la empujó hacia el robot dinosaurio. La máquina volvió la cabeza, siguiendo la pelota con sus sensores, y luego avanzó torpemente hacia ella.

—Está programado para ir detrás de cualquier cosa rosa —explicó Gupta—. Tiene un sensor CMOS que puede reconocer el color.

El profesor observaba a su nieto con evidente satisfacción. Monique, sin embargo, se estaba impacientando. Echó una mirada al ordenador que había encima de la mesa de roble, y luego otra a David. Éste sabía lo que pensaba: en algún lugar de este disco duro puede que esté la Teoría del Todo. Ella se moría por verlo.

—Esto, ¿profesor? —dijo David—. ¿Podríamos revisar los archivos ahora?

El anciano salió de golpe de su ensoñación.

—¡Sí, sí, claro! Lo siento, David, me distraigo. —Acercó una silla a la mesa y encendió el ordenador. David y Monique se quedaron de pie a su lado, mirando cada uno por encima de un hombro.

Primero Gupta abrió la carpeta de documentos del ordenador. En la ventana apareció un inventario de todos los archivos creados por los distintos profesores que habían visitado el Retiro de Carnegie desde que se instaló el sistema informático. Gupta desplazó el cursor hacia abajo, hasta llegar a una carpeta llamada «LA CAJA DE MICHAEL». LOS contenidos estaban protegidos con una contraseña, que Gupta tecleó «REDPIRATE79», para abrir la carpeta.

—Éstos son los documentos que creamos cuando estuvimos aquí hace cuatro años —dijo, y señaló una lista de siete documentos de Microsoft Word—. Si Hans escondió la teoría en el ordenador, tiene que estar en esta carpeta, porque todos los demás documentos del disco duro fueron creados después.

Los siete documentos estaban ordenados según la fecha en la que fueron modificados por última vez; las fechas iban del «27 de julio de 2003» del primero, al «9 de agosto de 2003» del último. El primer archivo se llamaba VISUAL. LOS nombres de los siguientes seis archivos eran todos números de tres dígitos: 322, 518, 845, 645, 870 y 733.

Gupta abrió VISUAL.

—Recuerdo éste —dijo—. En nuestra primera noche aquí, descargué un artículo de investigación acerca de programas de reconocimiento visual que había escrito uno de mis alumnos. Nunca llegué a leerlo. Quizá Hans abrió el archivo e insertó unas cuantas ecuaciones.

El título del artículo era «Subespacios probabilísticos en la representación visual», y era el típico esfuerzo de un estudiante de posgrado: largo, laborioso, impenetrable. Mientras Gupta iba pasando páginas, David esperaba ver una interrupción repentina del texto, un espacio en blanco seguido de una ordenada secuencia de ecuaciones que no tuviera nada que ver con el reconocimiento visual. Pero en vez de eso siguió avanzando penosamente el artículo hasta alcanzar los nueve capítulos, 23 figuras y 72 referencias.

—Muy bien. Uno menos —dijo Gupta cuando llegó al final—. Quedan seis.

Hizo clic en el archivo llamado 322. El documento era muy grande y tardó unos segundos en abrirse. Después de seis o siete segundos apareció en pantalla una larga lista de nombres, cada uno de los cuales iba acompañado por un número de teléfono. El primer nombre era Paul Aalami y el segundo Tanya Aalto. Luego venían al menos 30 «Aarones» y casi tantos «Aaronsons». El profesor Gupta fue pasando páginas del archivo y la ventana mostró un desfile aparentemente interminable de Abbotts, Abernathys, Ackermans y Adams. Aceleró todavía más el ritmo y decenas de miles de entradas alfabéticas surgieron en la pantalla formando un borrón electrónico.

Monique negó con la cabeza, confundida.

—¿Por qué descargó una guía telefónica?

—Lo hice para Michael. —Gupta ladeó la cabeza hacia su nieto, que todavía jugaba a la pelota con el robot brontosaurio—. Los niños autistas tienen obsesiones raras. Algunos memorizan horarios de trenes o autobuses. Hace unos años, Michael pasó por una fase en la que se obsesionó con los números de teléfono. Cada uno de estos archivos es la guía de un prefijo distinto.

David se quedó mirando el borrón en movimiento de la pantalla del ordenador, aunque su velocidad le impedía leerlo.

—¿Hay alguna forma de saber si el doctor Kleinman modificó los archivos después de que fueran descargados?

—Desafortunadamente, la función de «Registrar Cambios» del procesador de palabras fue desinstalada, de modo que no puedo localizar los cambios automáticamente. Tendré que visionar todas las páginas para saber si Hans añadió algo.

Monique dejó escapar un silbido.

—Mierda. Si los demás archivos son tan largos como éste, va a estar mirando la pantalla durante horas.

De repente el profesor Gupta dejó de pasar páginas. Se quedó mirando el ordenador con tal intensidad que por un momento David pensó que milagrosamente el anciano había dado con las ecuaciones de Herr Doktor, brillantes agujas en el enorme pajar de datos. Pero en la pantalla no había más que una larga cadena de Cabots.

—Tengo una idea —dijo, moviendo el cursor a la parte superior de la pantalla—. Toda ecuación ha de tener un signo de igual, ¿no? Así, sólo hace falta que busque ese símbolo en cada documento —hizo clic en el menú Edición y abrió la ventana de Búsqueda—. Esto puede llevar un par de minutos. Los archivos son muy grandes.

David asintió. Valía la pena intentarlo.

El Argun Gorge es uno de los lugares más deteriorados por la guerra de toda Chechenia, pero en los sueños de Simon el cañón siempre aparecía prístino. Planeaba como un halcón por encima del estrecho río Argun, que estaba flanqueado a ambos lados por las pendientes de granito de las montañas del Cáucaso. Podía ver una carretera a lo largo del margen oriental del río, una autovía construida para el paso de tanques rusos y el transporte de tropas armadas, pero ahora sólo había un vehículo en la carretera y no era militar. Simon descendió en picado hacia el cañón para verlo más de cerca. Después de un par de segundos reconoció el vehículo: era su propio coche, su viejo Lada sedán gris. En el asiento del conductor iba su esposa, Olenka Ivanovna, su largo pelo rubio ondeando al viento, y en el trasero sus hijos, Sergéi y Larissa. Venían de visitar a Simon, que estaba emplazado en el pueblo de Baskhoi, a unos veinte kilómetros más al sur. La autovía era segura —todos los rebeldes chechenos de la zona habían sido asesinados o se habían tenido que recluir en las montañas— pero en sus sueños Simon se cernió sobre el coche de todos modos, siguiéndolo en actitud protectora a lo largo de la serpenteante carretera. Entonces el Lada llegó a una curva y Simon vio el helicóptero negro cargado con misiles Hellfire.

En realidad, Simon nunca llegó a ver el ataque. No se enteró de lo que había ocurrido hasta una hora más tarde, cuando su comandante le informó de que las fuerzas especiales norteamericanas habían vuelto a hacer una incursión en Chechenia. Después del 11-S, la Fuerza Delta había empezado a operar justo al sur de la frontera, en busca de militantes de Al Qaeda que se hubieran refugiado con los chechenos en la República de Georgia. Al principio el ejército ruso había tolerado la presencia de los norteamericanos, pero la alianza empezaba a mostrar signos de tensión. Los helicópteros Apache de la Fuerza Delta no dejaban de hacer incursiones en territorio ruso, y tenían la mala costumbre de disparar sus misiles contra civiles. Mientras Simon conducía el transporte de tropas hacia el lugar en el que había tenido lugar el ataque norteamericano, esperaba encontrarse otra masacre de campesinos, otro carro de bueyes con babushkas muertas a su alrededor. En vez de eso, sin embargo, vio el chasis oscurecido de su Lada, con el esqueleto carbonizado de su esposa todavía al volante. La explosión había hecho saltar a Sergéi y Larissa del asiento trasero hasta la cuneta embarrada que había entre la carretera y el río.

Simon nunca llegó a descubrir la razón de ese error, cómo un equipo de comandos entrenados había podido tomar a su familia por un grupo de terroristas. Como las operaciones de la Fuerza Delta eran secretas, los generales norteamericanos y rusos encubrieron el incidente. Cuando Simon protestó, su comandante le dio una bolsa de tela llena de billetes de cien dólares. Un pago de condolencia, lo llamaban. Simon le tiró la bolsa a su comandante y dejó la Spetsnaz. Llegó a Estados Unidos con la esperanza de localizar al piloto y el artillero del Apache, pero resultó ser una tarea imposible. No sabía sus nombres ni el distintivo de su helicóptero. Tendría que matar a todos y cada uno de los soldados de las Fuerzas Especiales para asegurarse de se cargaba a los que buscaba.

En sus sueños, sin embargo, Simon sí veía las caras de esos tipos. Veía al piloto sosteniendo con firmeza los controles mientras el artillero disparaba el Hellfire. Veía el chorro llameante en la parte posterior del cohete mientras salía disparado hacia el Lada gris. Y entonces, de repente, Simon se encontraba en el asiento trasero del coche con sus hijos, mirando fijamente hacia el misil por el parabrisas. Sentía que algo tiraba del cuello de la camiseta, el tirón de una mano pequeña que se aferraba a él con fuerza.

Simon abrió los ojos. Estaba oscuro. Se había quedado firmemente encajado entre el asiento del conductor del Ferrari y el airbag que se había inflado en el volante. El coche había chocado con el árbol por el lado del asiento del acompañante, destrozando la mitad derecha del vehículo, pero dejando intacta la izquierda. Y efectivamente alguien le tiraba del cuello, pero no era Sergéi o Larissa. Se trataba de un arrugado viejo paleto de mejillas hundidas y al que le faltaban unos cuantos dientes, un nativo de los Apalaches que vestía una raída camisa de franela y lo miraba con recelo. Había metido el brazo entre los restos del Ferrari y le había puesto la mano en el cuello para comprobar su pulso. La camioneta del hombre estaba parada a un lado de la carretera, el haz de luz de los faros se internaba en el bosque.

Liberando la mano izquierda del airbag, Simon cogió al paleto por la muñeca. El tipo dio un salto hacia atrás.

—¡Dios mío! —aulló—. ¡’Tás vivo!

Simon se agarró al fibroso antebrazo del tipo.

—Ayúdame a salir de aquí —ordenó.

La puerta del Ferrari no se abría, así que el paleto lo sacó por la ventana. Simon hizo una mueca de dolor al poner el pie en el suelo: se había hecho un esguince en el tobillo. El nativo lo ayudó a llegar hasta la camioneta pickup.

—Pensaba que la habías palmao —dijo asombrado—. Vamos, hay que llevarte al hospital.

El viejo apestaba a sudor, tabaco y madera quemada. Asqueado, Simon agarró al paleto por los hombros y lo empujó contra un lateral de la furgoneta. Manteniendo el peso sobre el pie izquierdo, cogió al tontaina por el cuello con ambas manos.

—¿Has visto un Hyundai gris con una gran abolladura en el guardabarros trasero? —inquirió.

El viejo abrió la boca, pasmado. Se llevó las manos a la garganta e intentó zafarse de la garra de Simon, pero sus pequeños y temblorosos dedos no pudieron hacer nada.

—¡CONTÉSTAME! —le gritó Simon a la cara—. ¿HAS VISTO EL COCHE?

No podía verbalizar su respuesta porque Simon le estaba rompiendo la tráquea, pero negó con la cabeza con un movimiento rápido y espástico.

—Entonces no me sirves para nada —Simon apretó con más fuerza y sintió cómo la laringe del hombre se estrujaba en su palma. Apoyado en el lateral de la furgoneta, el paleto pataleó y se retorció, pero Simon no sintió compasión alguna. Este hombre no era más que escoria. ¿Por qué habría de permitirle vivir y respirar mientras que Sergéi y Larissa se pudrían en sus tumbas? Era intolerable. Era imperdonable.

En cuanto el tipo hubo muerto, Simon lo dejó caer al suelo. Luego volvió cojeando al Ferrari y cogió su Uzi y las armas de cinto, que afortunadamente no habían sufrido daño alguno. Llevó las armas a la camioneta pickup, luego cogió su teléfono móvil y llamó a un número de memoria. No estaba seguro de si tendría señal porque estaba en una zona bastante remota, pero unos segundos más tarde la línea comenzó a sonar y luego le contestó una voz.

—Aquí Brock.

Mientras el profesor Gupta buscaba en los voluminosos archivos de su ordenador, David se acercó a una ventana de la parte trasera de la cabaña. Estaba demasiado nervioso para ver cómo Gupta peinaba gigabytes de datos. Necesitaba un minuto para recomponerse.

Al principio no pudo ver nada por la ventana, estaba demasiado oscuro. Al acercar la frente al cristal y ahuecar las manos alrededor de los ojos, sin embargo, vislumbró las siluetas de los árboles que rodeaban la cabaña y, sobre sus cabezas, una increíble franja de cielo nocturno. Como a todos los neoyorquinos, a David le asombraba la multitud de estrellas que podía ver cuando salía de la ciudad. Divisó primero la Osa Mayor, que colgaba vertical como un signo de interrogación. También vio el Triángulo de Verano: Deneb, Altair y Vega, y la mancha ovalada de las Pléyades. Luego miró justo encima de él y estuvo observando la Vía Láctea, el asombrosamente enorme brazo en espiral de la galaxia.

Mirar las estrellas fue la chispa que encendió el interés de David por la ciencia hacía ya casi cuarenta años. En casa de su abuela en Bellows Falls, en Vermont, aprendió a identificar los planetas y las estrellas más brillantes. Mientras su madre limpiaba los platos de la cena y su padre iba a emborracharse, él se sentaba en el patio trasero y repasaba las constelaciones con el dedo. Al sumergir su mente en las leyes de la física —las teorías de Kepler y Newton, Faraday y Maxwell—, David descubrió que se podía distanciar de los arrebatos del borracho de su padre y la callada desesperación de su madre. Se pasó toda la juventud preparándose para convertirse en un científico, estudiando con tenacidad geometría y cálculo en el instituto y luego termodinámica y relatividad en la universidad. De modo que cuando a los veintitrés años sus demonios finalmente lo atraparon, expulsándolo del mundo de la física y hundiéndolo en la oscura barra de la taberna West End, fue algo más que un mero revés profesional. Había perdido la gran fuente de felicidad de su vida. Y aunque posteriormente sería capaz de salir del abismo y labrarse una exitosa carrera en los márgenes de la ciencia, escribiendo libros sobre Newton y Maxwell y Einstein, todavía se sentía un fracasado. Sabía que nunca tendría la oportunidad de estar sobre los hombros de los gigantes.

Pero mientras David observaba el cielo del Retiro de Carnegie sintió que su corazón volvía a sentir parte de la vieja felicidad. Vio la colección de planetas y estrellas como una diminuta gota en la ola cósmica. Hacía casi catorce mil millones de años una caldera cuántica explotó formando el universo y dejando una estela de inmensos rastros de materia y energía. Ningún científico del mundo sabía por qué había tenido lugar esa Gran Explosión, o qué la precedió, o cómo terminaría todo. Pero ahora las respuestas a estas cuestiones puede que estuvieran al alcance de la mano, en algún lugar de las tarjetas de circuitos del ordenador del profesor Gupta. Y David sería uno de los primeros en verlas.

Estaba tan nervioso que cuando sintió un golpecito en el hombro casi pierde el equilibrio. Se dio la vuelta, esperando ver a Gupta detrás de él, pero el profesor todavía estaba inclinado sobre la mesa de roble y con la mirada puesta en la pantalla del ordenador. Era Monique. Parecía tan nerviosa e inquieta como él. Tenía la boca abierta y jadeaba.

—Me gustaría hacerte otra pregunta acerca del artículo sobre Planicie que escribiste con Kleinman. Ese modelo de agujero negro bidimensional.

Había cierta urgencia en su voz. Su pregunta no parecía venir a cuento, pero un momento después David entendió por qué la hacía. Monique quería hacer un último intento de averiguar la Teoría del Todo antes de que el profesor Gupta desvelara las ecuaciones.

—¿Qué quieres saber?

—¿Tu agujero negro contenía CTC?

David no había oído el término desde hacía casi veinte años, pero lo recordó. Un CTC era una curva temporal cerrada. Básicamente era un sendero que permitía a una partícula viajar adelante y atrás en el tiempo, llegar exactamente al mismo punto en el que había empezado.

—Sí, encontramos CTC en el modelo, pero no es algo extraño en un espacio-tiempo bidimensional. En Planicie tienen lugar todo tipo de cosas mágicas e ilógicas que no necesariamente suceden en el universo tridimensional.

—¿Y el espacio-tiempo que rodea la singularidad tiene estructura de agujero de gusano?

David asintió. Un agujero de gusano era un túnel que conectaba dos regiones distantes del espacio-tiempo. En el mundo bidimensional que el doctor Kleinman y él habían propuesto, las partículas que se sumergieran en un agujero negro reaparecerían en un universo distinto al llegar al otro lado.

—Sí, así es. Me sorprende que sepas todo esto. ¿No habías dicho que no recordabas bien el artículo?

—Y no lo recuerdo. Pero mientras conducíamos hasta aquí he empezado a pensar en lo que te había dicho Kleinman de que tu artículo se acercaba a la verdad. Y ahora rae pregunto si podría haber alguna relación con los geones.

Este término no le resultaba familiar. O bien nunca lo había aprendido o se le había olvidado por completo.

—¿Geones?

—Viene de entidad gravitacional electromagnética. Es una vieja idea, de la década de los cincuenta. La premisa es que las partículas elementales no son objetos del espacio-tiempo, sino nudos en la tela del espacio-tiempo mismo. Como pequeños agujeros de gusano.

A David le sonaba vagamente. Ya había oído esa idea antes, probablemente en una clase de posgrado, dos décadas atrás.

—Sí, creo que una vez Kleinman mencionó esa teoría en una conferencia. Pero me parece que los físicos terminaron desechándola.

—Porque nadie pudo formular un geón estable. De acuerdo con las ecuaciones, la energía implosionaría, o bien se filtraría. Pero hace unos años unos investigadores resucitaron la idea como posible teoría unificadora. Su trabajo todavía está muy verde, de momento no han llegado más que a una partícula que parece un microscópico agujero de gusano con CTC.

David negó con la cabeza.

—¿Y la gente se toma eso en serio?

—Es una idea marginal, lo admito. Sólo unos pocos trabajan en ella. Pero se trata de una teoría de campo clásica, algo que se le podría haber ocurrido a Einstein. Y podría explicar las incertidumbres de la mecánica cuántica.

—¿Cómo?

—Los CTC son la clave. En las escalas más pequeñas del espacio-tiempo, la causalidad se tuerce. A la partícula le influyen eventos del futuro, así como del pasado. Un observador externo, sin embargo, no puede medir eventos que todavía no han pasado, de modo que nunca podrá llegar a conocer el estado de la partícula. Lo único que puede hacer es calcular probabilidades.

David intentó imaginar una partícula que de algún modo conoce su futuro. Parecía absurdo, pero empezó a ver los beneficios de la idea.

—De modo que los eventos futuros son las variables ocultas de Einstein, ¿no? ¿Existe una descripción completa del universo, pero es inaprensible en un momento temporal determinado?

Ella asintió.

—Al fin y al cabo, Dios no juega a dados con el universo. Pero los humanos sí tenemos que hacerlo, porque no podemos ver el futuro.

Lo que más sorprendió a David fue comprobar lo excitada que estaba Monique. No dejaba de dar saltitos, pasando el peso de su cuerpo de un pie a otro mientras hablaba de la teoría, prácticamente botando de entusiasmo. Los físicos teóricos son gente conservadora; aunque su trabajo consista en construir nuevos modelos de realidad con ecuaciones arcanas y a veces rocambolescas geometrías, también someten esos modelos a un intenso escrutinio. David sospechó que Monique ya habría analizado las posibles objeciones que pudiera tener a la teoría de los geones y no habría encontrado ningún fallo grave.

—¿Y qué hay de la interacción entre partículas? —preguntó—. ¿Cómo sería según este modelo?

—Toda interacción implicaría un cambio en la topología del espacio-tiempo local. Imagina dos espirales juntándose y formando…

La interrumpió el sonido de la mano de Gupta golpeando la mesa.

—¡Maldita sea! —gritó el profesor con la mirada puesta en la pantalla del ordenador.

Monique acudió a su lado a toda prisa.

—¿Qué ocurre? ¿Qué ha encontrado?

Gupta cerró los puños en un gesto de frustración.

—Primero he buscado el signo de igual en los archivos. No he obtenido ningún resultado. Luego he buscado el signo de integración. De nuevo, ningún resultado. Entonces se me ha ocurrido que quizá Hans escondió la fórmula en el sistema operativo del ordenador en vez de dejarla en la carpeta de documentos. Pero he revisado el software línea a línea y no he encontrado alteración alguna. —Se volvió hacia David con el ceño fruncido—. Me temo que estabas equivocado. Hemos venido hasta aquí para nada.

La decepción parecía haberlo afectado profundamente. Estaba claro que el anciano también se moría por llegar a ver la teoría unificada, quizá incluso más que David o Monique. Pero Gupta estaba tirando la toalla con demasiada facilidad, pensó David. Tenían la respuesta cerca. Estaba seguro de ello.

—Quizá está escondida en algún otro sitio de la cabaña —sugirió David—. Quizá el doctor Kleinman puso la teoría por escrito y la escondió en algún cajón o armario. Deberíamos empezar a buscar.

Monique se puso a inspeccionar la habitación de inmediato, repasando con los ojos posibles escondites. Gupta, sin embargo, permaneció sentado en su silla, negando con la cabeza.

—Hans no habría hecho algo así. Sabía que otros profesores de la Carnegie Mellon venían aquí a pasar las vacaciones. No habría querido que uno de ellos se encontrara por casualidad con la teoría mientras buscara azúcar en un armario.

—Quizá escondió los papeles muy cuidadosamente —rebatió David—. En una grieta de la pared, quizá. O debajo de los tablones del suelo.

El profesor siguió negando con la cabeza.

—En ese caso, la teoría ya no existe. La cabaña está infestada de ratones. A estas alturas ya se habrían comido la Einheitliche Feldtheorie. Las ecuaciones de Herr Doktor estarían esparcidas entre sus excrementos.

—Bueno, quizá Kleinman metió los papeles en una caja fuerte antes de esconderlos. O en una caja de galletas, o en una fiambrera. Lo que quiero decir es que no pasa nada por buscar.

Gupta echó la cabeza hacia atrás y suspiró. Tenía los ojos vidriosos por el cansancio.

—Quizá sería más inteligente reconsiderar nuestras suposiciones. ¿Por qué estás tan convencido de que Hans escondió la teoría aquí?

—Ya hemos pasado por esto. No creo que Kleinman escondiera nada en su oficina o en su casa, profesor, esos lugares son demasiado obvios. La teoría habría ido a parar directamente a las manos del gobierno si…

—Más despacio, por favor. Tenemos que reexaminar cada paso de tu argumentación. —Volvió la silla para estar de cara a David—. Empecemos con el código que te dio Kleinman. Doce de los números eran las coordenadas geográficas del Instituto de Robótica, ¿no es así?

—Sí, latitud y longitud —David cerró los ojos un momento y volvió a visualizar los números flotando por detrás de sus pestañas. La secuencia había quedado grabada de forma permanente en su corteza cerebral. Seguramente la recordaría hasta el día que muriera—. Y los últimos cuatro dígitos eran su extensión telefónica.

—Así pues, sabemos que Hans quería que te pusieras en contacto conmigo. Pero eso no quiere decir necesariamente que escondiera la teoría en uno de mis ordenadores, o debajo de los tablones del suelo de una cabaña en la que pasó unas vacaciones hace cuatro años.

Gupta se reclinó en su asiento, acariciándose la barbilla. Había retomado su rol profesional, interrogando duramente a David, como si esto fuera un seminario de lógica booleana. Monique escuchaba atentamente, con los ojos puestos en el viejo físico, pero David todavía estaba pensando en los dieciséis números que el doctor Kleinman le había susurrado al oído. Los dígitos todavía flotaban en su campo de visión, planeando por delante de la cara morena de Gupta y la pantalla de ordenador que tenía detrás. Y, casualmente, en esa pantalla David vio otra secuencia de números dispuestos en una columna a la izquierda de la carpeta de documentos. Eran los nombres de las guías telefónicas que Gupta había descargado para su hijo: 322, 512, 845, 641, 870 y 733.

David dio un paso adelante y señaló la pantalla.

—¿Se supone que los nombres de estos archivos son prefijos?

El profesor parecía molesto.

—Sí, sí. Pero ya te lo he dicho, en estos archivos no hay ecuaciones.

David se acercó a la pantalla y señaló con el dedo un archivo que había en lo alto de la columna, el número 322.

—Esto no puede ser un prefijo —dijo. Y luego señaló el 733—. Y éste tampoco.

Gupta se volvió en su silla.

—¿Qué estás diciendo?

—El otro día mi hijo me preguntó cuántos prefijos había. Investigué un poco y descubrí que no podía haber más de 720. Un prefijo no puede empezar con un cero o un uno, y los últimos dos dígitos no pueden ser el mismo. Las compañías de teléfonos se reservan esos números para usos especiales. Como el 911, el 411, cosas así.

Gupta se fijó en los números de la pantalla. No parecía muy impresionado.

—Seguramente me equivoqué al escribirlos.

—Pero también podría ser que el doctor Kleinman hubiera cambiado de nombre los archivos. Esto explicaría por qué los números no tienen sentido alguno. Podría haber cambiado el nombre de los seis archivos en unos pocos segundos.

—¿Pero por qué haría eso? ¿Crees que Hans redujo la teoría unificada a media docena de números de tres dígitos?

—No, es otra clave. Como la que me dio en el hospital.

Ahora fue Monique la que dio un paso adelante. Se inclinó sobre Gupta y se quedó mirando la pantalla.

—Pero aquí hay un total de dieciocho dígitos, no dieciséis.

—Concentrémonos en los primeros doce —contestó David—. ¿Puedes meterte en la página web que rastrea la latitud y la longitud?

Rodeando la silla en la que estaba sentado Gupta, Monique cogió el ratón e hizo clic en el Internet Explorer. Encontró la página web de mapas y se inclinó sobre el teclado.

—Muy bien. Léeme los números.

David ni siquiera tuvo que mirar la pantalla. Ya había memorizado la secuencia.

—Tres, dos, dos; cinco, uno, dos; ocho, cuatro, cinco; seis, cuatro, uno.

El servidor web tardó unos cuantos segundos en devolver la información desde su base de datos. Luego apareció en pantalla un mapa del oeste de Georgia, con el río Chattahoochee a la izquierda.

—La dirección más cercana a esta ubicación es el 4015 de Victory Drive —informó Monique—. Está en Columbus, Georgia.

El profesor Gupta se puso en pie de golpe, apartando a David y a Monique con los codos. Y se quedó mirando con ira la pantalla, como si el ordenador hubiera insultado su hombría.

—¡Ésa es la dirección de Elizabeth!

Al principio, David no recordó el nombre.

—¿Elizabeth?

—¡Mi hija! —gritó Gupta—. Esa pequeña…

Pero antes de que pudiera terminar la frase, la puerta de la entrada se abrió de golpe.

Lucille iba en el asiento del acompañante de uno de los todoterrenos del Bureau que avanzaba por la I-77 con las luces azules encendidas. Mientras el agente Crawford conducía en medio del lento tráfico, ella hablaba por el teléfono por satélite con los agentes Brock y Santullo, que estaban agachados en medio del bosque, delante de una cabaña de Jolo. La conexión era mala, seguramente a causa del terreno en el que los agentes estaban operando. El volumen de la áspera voz de Brock iba y venía, y ocasionalmente ráfagas de estática la silenciaban por completo.

—Brock, soy Parker —gritó Lucille al teléfono—. No he copiado tu última transmisión. Repítela. Cierro.

—Recibido, hemos divisado a los cuatro sospechosos en la casa. Gupta, Swift, Reynolds y el varón adolescente sin identificar. Ahora nos trasladamos a una nueva posición para poder ver mejor dentro. Hay una ventana en la otra… —Un aumento de la estática sepultó sus últimas palabras.

—Recibido, he copiado casi todo lo que has dicho. Asegúrate de permanecer a cubierto hasta que lleguen los refuerzos. No os enfrentéis a los sospechosos a no ser que intenten irse de la casa. ¿Me oyes, Brock?

—Afirmativo. Nos quedaremos en la nueva posición. Corto y cierro.

Lucille sintió una punzada de recelo en la tripa. Ya era mala suerte que Brock y Santullo hubieran sido los primeros agentes en llegar al lugar. De todos los destacados, Brock era el agente que menos le gustaba: era un tipo impetuoso y arrogante casi hasta la insubordinación. Sería muy propio de alguien como él comenzar un tiroteo y matar a uno de los sospechosos. O peor, hacer que lo mataran a él. Por eso le había ordenado que no hiciera nada. No quería perder más agentes.

Más adelante, una señal de la carretera surgió en la oscuridad: BECKLEY, 5 KILÓMETROS. Estaban a sólo media hora de Jolo, y tres coches patrulla de la Policía Estatal de Virginia Occidental estaban todavía más cerca. Si todo salía según lo planeado, a medianoche ya podría haber terminado todo.

Entonces del teléfono por satélite surgió la voz de Brock.

¡Mayday, mayday, mayday! ¡Solicito permiso para entrar inmediatamente! ¡Repito, solicito permiso para entrar!

Lucille apretó el auricular del teléfono contra su oído.

—¿Qué ocurre? ¿Intentan huir?

—¡Los hemos visto de nuevo y se han reunido alrededor del ordenador! ¡Solicito permiso para entrar antes de que borren información crítica!

Ella respiró hondo. Tenía que tomar una decisión. Su principal obligación era poner a salvo una información vital para la seguridad nacional. Puede que Brock tuviera razón: los sospechosos podían intentar borrar la información. Pero Lucille tenía gran fe en los expertos en ordenadores del Bureau. Los había visto recuperar datos borrados de cientos de discos duros.

—Permiso denegado. Vuestros refuerzos están a menos de veinte minutos. Mantén la posición hasta que lleguen allí.

—¡Recibido, vamos a entrar!

Lucille pensó que le había oído mal por culpa de la estática.

—¡No, he dicho que mantengáis la posición! ¡No os mováis! ¡Repito, NO os mováis!

—Recibido, apagamos las radios hasta que capturemos a los sospechosos. Corto y cierro.

Un latigazo de inquietud le recorrió el cuerpo.

—¡MALDITA SEA, BROCK. HE DICHO QUE MANTENGÁIS LA POSICIÓN! NO…

Entonces la línea se cortó.

Eran dos. Dos musculosos gilipollas vestidos con un mono azul marino con las letras FBI en dorado. Uno era un fornido rubio con una cicatriz en la barbilla, y el otro más bien mediterráneo, moreno y con un bigote espeso. Ambos sostenían una Glock de nueve milímetros con la que apuntaban a Amil, David y Monique.

Instintivamente, el profesor Gupta cubrió a su nieto. Se puso delante de Michael, que estaba arrodillado en el suelo junto al brontosaurio de juguete, ajeno a todo excepto su mascota robótica. Como respuesta, el agente rubio apuntó su pistola a la frente de Gupta.

—MUÉVETE OTRA VEZ Y TE VUELO LA TAPA DE LOS SESOS —gritó—. ¡AHORA PON LAS MANOS EN ALTO, CABRONAZO!

El anciano se quedó mirando el cañón del arma. Sintió un tic nervioso en la mejilla izquierda y dejó escapar un sonoro quejido. Lentamente levantó las manos. Luego se dio la vuelta y bajó la mirada hacia su nieto.

—Por favor… por favor, ponte de pie, Michael —hablaba con lentitud y la voz le temblaba—. Y levanta las manos como yo.

Después el agente se volvió para apuntar con su arma a David. El tipo tenía la nariz deformada, seguramente se la habría roto muchas veces, y líneas rojas le cruzaban las mejillas. Se lo veía demasiado disoluto para ser del FBI; parecía más un camorrista de bar.

—Tú también, soplapollas —dijo—. Las manos en alto.

Mientras levantaba las manos, David miró a Monique, que estaba de pie al otro lado de Gupta y Michael. Sabía que llevaba un revólver en la parte trasera de la cintura del pantalón. También que si intentaba cogerlo morirían todos. Negó con la cabeza levemente: No lo hagas, no lo hagas. Después de un terrible segundo de incertidumbre, ella también levantó las manos.

El agente rubio se volvió hacia su compañero.

—Cúbreme, Santullo. Voy a ver si llevan armas.

El hombre se acercó primero a David y lo cacheó de arriba abajo. Cuando hubo terminado, le clavó el arma en las costillas.

—Eres un gilipuertas —dijo.

David permaneció absolutamente inmóvil. No, pensó, este cabrón no me va a disparar. El gobierno me quiere vivo. Y sin embargo no podía estar seguro del todo. Visualizó la bala en la cámara, el gatillo listo para disparar.

Pero el agente no apretó el gatillo. En vez de eso se inclinó hacia delante hasta que sus labios casi tocan el lóbulo de la oreja de David.

—Deberías haberte quedado con tu exesposa —susurró—. Es mucho más guapa que esta negrata.

El hombre se apartó y se acercó al profesor Gupta. David bajó los brazos, mareado por la ira, pero el agente llamado Santullo inmediatamente le apuntó con su Glock.

—¡ARRIBA ESAS MANOS! —gritó—. ¡No te lo voy a volver a decir!

Mientras David le hacía caso, el rubio cacheó al profesor Gupta. El anciano forzó una sonrisa y miró a su nieto.

—Michael, dentro de un minuto este señor te va a tocar. Pero no te preocupes, no te hará daño. Mira, a mí me lo está haciendo ahora y no pasa nada.

El agente lo miró maliciosamente.

—¿Qué le pasa al chaval? ¿Es retrasado?

Gupta siguió mirando a Michael.

—No tienes que gritar, ¿vale? Te tocará unos segundos y luego habrá terminado.

Los esfuerzos del profesor para tranquilizarlo parecieron funcionar: cuando el agente cacheó a Michael, el adolescente dejó escapar una queja, pero no llegó a gritar. Luego el agente pasó a Monique y rápidamente descubrió su revólver. Se lo sacó de los pantalones y lo levantó para que todos lo vieran.

—Bueno, bueno. Mirad esto —cacareó—. Parece que esta chica tiene auténtico poder negro bajo los pantalones.

Monique lo fulminó con la mirada, obviamente lamentando su decisión de no haber disparado. El agente enfundó su propia pistola y abrió el tambor del revólver para ver si estaba cargado.

—Esto supone un verdadero golpe de suerte para mí —dijo—. Pero muy desafortunado para usted, señorita Reynolds. Acabo de encontrar el arma homicida.

Ella negó con la cabeza.

—¡Yo no he matado a nadie! ¿De qué diablos está hablando?

Brock cerró el tambor con un golpe de muñeca y regresó al lado de su compañero.

—Estoy hablando de esto.

Apuntó la cabeza de Santullo con el arma y disparó.

Sucedió tan deprisa que Santullo todavía seguía con la mirada puesta sobre Amil, David y Monique cuando la bala le atravesó el cráneo. Del orificio de salida salieron despedidos sangre y sesos. El impacto lo tumbó en el suelo de lado e hizo que se le cayera la Glock. El agente rubio la recogió y sostuvo el arma de Santullo en una mano y la de Monique en la otra.

Michael empezó a gritar en cuanto oyó el disparo. Se dejó caer en la alfombra de pelo largo y se tapó las orejas con las manos. El profesor Gupta se arrodilló a su lado, apartando la mirada del fallecido. David, sin embargo, estaba demasiado anonadado para mirar otra cosa. No dejaba de salir sangre de la herida de entrada de la bala, justo por encima de la sien.

El agente rubio rodeó el cadáver sin ni siquiera mirarlo otra vez.

—Muy bien, dejémonos de gilipolleces —dijo. Puso el seguro de la Glock y se la metió en la cintura, pero siguió apuntando a los detenidos con el revólver.

—Tenemos que irnos de aquí antes de que aparezcan las tropas. Daremos un pequeño paseo por el bosque y nos encontraremos con un amigo mío al otro lado de la colina.

David miró fijamente al agente. Con un escalofrío se dio cuenta de que sus sospechas iniciales habían sido acertadas: este tipo no era del FBI. Trabajaba con los terroristas.

En tres rápidos pasos, el agente se acercó al profesor Gupta y su nieto, que no dejaba de gritar. Primero apartó a Gupta, tirándolo al suelo. Luego cogió a Michael por el cuello de su polo y colocó el cañón del revólver contra su cabeza.

—Vais a salir todos en fila india. Si alguien intenta huir, mato al chaval, ¿lo habéis entendido?

Ahora Monique estaba a la izquierda del agente y David a la derecha. Ella le lanzó a David una mirada apremiante que él entendió perfectamente: el tipo estaba en una posición vulnerable. No podía verlos a ambos a la vez. Si iban a intentar algo, éste era el momento.

Gupta se puso lentamente en pie. Cuando volvió a ver al agente, su rostro se crispó en una feroz mueca.

—¡Ya basta, imbécil! —gritó—. ¡Suelta a mi nieto!

David calculó la distancia a la que se encontraba el agente. Podía abalanzarse sobre el cabrón y quizá agarrarlo del brazo, pero eso no impediría que pudiera disparar el revólver. Tenían que conseguir que disparara a otra cosa que no fuera Michael.

Divirtiéndose, el agente miró al profesor con una amplia sonrisa en la cara.

—¿Qué me has llamado? ¿Imbécil?

Monique le volvió a lanzar una mirada a David: ¿A qué estás esperando? Entonces él se dio cuenta de que el brontosaurio robot estaba agitando su cola segmentada a escasos pasos de ella. Se quedó mirando la larga antena de la máquina.

—¡Sí, eres un imbécil! —gritó Gupta—. ¿No ves lo que estás haciendo?

David musitó la palabra «antena» y señaló hacia el bicho. Al principio Monique se quedó confundida. Entonces David cerró el puño de la mano derecha e hizo ver que tiraba. Ahora lo pilló. Monique se agachó sobre máquina y le arrancó la antena.

La alarma era todavía más ruidosa de lo que David recordaba. Inmediatamente, el agente dejó ir a Michael y apuntó el revólver hacia el origen del ruido. Mientras tanto, David se le acercó por detrás.

Simon aparcó la camioneta pickup en el punto de encuentro, una pronunciada curva de una carretera de tierra que había a un kilómetro de la cabaña. Había elegido ese lugar con la ayuda de un mapa local que había encontrado en la guantera. Encontrarse en el Retiro de Carnegie no habría sido inteligente porque la cabaña se encontraba en un camino sin salida, y en estos momentos al menos una docena de vehículos de policía se dirigían hacia ahí desde el norte. Pero la carretera de tierra iba hacia el sur a través de un enmarañado y oscuro bosque, lo que la convertía en la ruta perfecta para huir al estado vecino de Virginia.

Apagó las luces y luego miró las brillantes manecillas de su reloj: las 9.21. Brock llegaría en unos nueve minutos. Simon le había prometido una sustanciosa recompensa —250.000 dólares— si conseguía entregarle vivos a los cuatro objetivos. El agente tenía pensado hacer ver que los sospechosos habían disparado a su compañero y luego se habían escapado por el bosque. Simon sospechaba que el FBI no se creería la historia, pero ese problema era de Brock, no suyo.

Bajó la ventanilla y sacó la cabeza para ver si ya podía oír el ruido de las cinco personas avanzando por la hojarasca. Sin embargo, lo único que oyó fueron los sonidos habituales del bosque por la noche: el chirrido de las cigarras, el croar de las ranas toro, el susurro del viento al empujar las copas de los árboles. Unos segundos después oyó un sordo estruendo proveniente del oeste, probablemente de algún lugar a varios kilómetros de distancia. Un disparo de escopeta, seguramente. Y luego oyó un chillido extraño y agudo, al que siguieron cuatro disparos más en rápida sucesión. Estos disparos provenían del norte, y no eran de escopeta. Conocía bien el sonido de distintas armas de fuego. Era una pistola, seguramente un revólver.

No tenía por qué preocuparse, se dijo a sí mismo. No es más que el agente Brock ejecutando a su compañero. ¿Pero por qué cuatro disparos? Normalmente una bala en la cabeza era más que suficiente. No, no, mejor no adelantar conclusiones; quizá Brock no era muy buen tirador, quizá había disparado tres veces más a su compañero sólo para asegurarse de que estaba muerto. Sin embargo, ninguna de estas posibilidades tranquilizó los nervios de Simon. Todos sus instintos le decían que algo había salido mal.

Cogió la Uzi, abrió la puerta de la furgoneta y salió con cautela. Tenía el tobillo izquierdo muy hinchado, pero no había elección.

David se abalanzó hacia delante y empujó con el hombro derecho la espalda del agente. Lo arrolló fuerte y rápido, con lo que el hombre perdió el equilibrio, las piernas no pudieron sostenerlo y terminó dando con el pecho contra el suelo. Sin embargo, no llegó a soltar el revólver y pudo realizar un disparo que hizo explotar al robot dinosaurio y silenció la alarma. David se dejó caer encima de él y sujetó con fuerza el brazo con el que disparaba. El tipo volvió a disparar a lo loco, y entonces David empezó a golpearle en la cabeza, aporreando con los nudillos el huesudo bulto de la base del cráneo. Seguía la difícil lección que su padre le había enseñado: no existe eso llamado pelea justa. Se gana o se pierde, y si quieres ganar tienes que pegar al otro cabrón hasta que deje de moverse. David le volvió a romper la nariz al agente al golpearle la cara contra el suelo, a pesar de lo cual éste siguió disparando el revólver. Resonaron dos disparos más, y David oyó gritar a Monique. Enfurecido, colocó su rodilla sobre el antebrazo del agente y éste por fin dejó caer el arma. David, sin embargo, no se detuvo ahí. Oía la voz con aliento a ginebra de su padre: ¡Por el amor de Dios, no dejes que se levante! ¡Golpéalo, machácalo, jódelo vivo! Y David siguió las instrucciones de su padre, las siguió al dedillo, hasta que la cara del tipo que tenía debajo se convirtió en un rebujo de carne magullada, con la boca abierta y babeante y los ojos hinchados y cerrados. David le gritaba «HIJO DE PUTA», pero en realidad ya no pensaba en el agente. Era a su padre, ese cabrón sanguinario y borracho, a quien David gritaba mientras sus puños golpeaban el rostro púrpura del agente.

Y hubiera seguido pegándole hasta matarlo, pero alguien vino por detrás y le sostuvo los brazos.

—¡Ya basta, ya basta! ¡Está inconsciente!

Se volvió y vio a Monique. Para su sorpresa, no parecía estar herida. Lo miraba con cara de preocupación, luego estiró el brazo hacia la pistolera que el agente llevaba en el hombro y cogió su semiautomática.

—Dale la vuelta para que pueda cogerle la otra —ordenó.

David levantó el cuerpo inerte y Monique cogió el arma que el agente Santullo llevaba en la cintura de los pantalones.

—Ten, cógela —dijo ella, ofreciéndole la Glock—. Vigílalo por si se despierta. Iré a ocuparme de Amil.

—¿Amil? ¿Qué le pasa?

Miró por encima del hombro y vio a Michael todavía agachado sobre la alfombra de pelo largo, tapándose los oídos con las manos. A su lado, el profesor Gupta estaba tumbado de espaldas sobre un charco de sangre. Salía de un agujero de un par de centímetros que tenía en el muslo izquierdo. Apoyado sobre los codos, miraba horrorizado la herida.

—¡No deja de salir! —gritaba—. ¡No deja de salir, no deja de salir, no deja de salir!

Monique señaló la camiseta de David.

—¡Rápido, quítatela! —dijo. Luego se dirigió a toda prisa hacia Gupta y le rasgó la pernera izquierda del pantalón, que ya estaba empapada de sangre—. Intente calmarse, profesor —le dijo—. Respire hondo. Debe ralentizar los latidos de su corazón.

Cogió la camiseta de David —la de su equipo de softball en cuya espalda ponía «Historiadores sin pegada»— y la dobló hasta formar una almohadilla que colocó sobre la herida de Gupta. Le pasó las mangas por detrás del muslo, las ató y presionó el vendaje con la palma para contener la hemorragia. Luego le puso la otra mano en la ingle y empezó a inspeccionar la zona, justo a la izquierda de la bragueta.

—Lo siento —dijo ella—. Estoy intentando encontrar la arteria femoral.

Gupta estaba demasiado ocupado respirando hondo y probablemente no la oyó. David observó con estupefacción cómo ella hundía los dedos en la entrepierna del anciano. Unos segundos después Monique encontró el punto sobre el que hacer presión y apretó con fuerza con la palma de la mano, empujando la arteria contra el hueso pélvico. El profesor dejó escapar un grito de dolor.

Monique le ofreció una amplia sonrisa.

—Ajá. Esto está mucho mejor —dijo ella—. Ahora ya no sangrará tanto —pero la expresión con la que miró a David no era nada halagüeña—. Tenemos que llevarlo a un hospital.

Esta vez Gupta sí la oyó. Y, negando violentamente con la cabeza, intentó sentarse.

—¡No! —gritó—. ¡Tenéis que daros prisa! ¡Tenéis que llegar a Georgia!

—Por favor, profesor, túmbese —le instó Monique.

—¡No, escuchadme! ¡Ese tipo ha dicho que las patrullas estatales están a punto de llegar! ¡Si os atrapan, conseguirán la Einheitliche Feldtheorie!

Monique se esforzaba por mantener la presión sobre la arteria femoral de Gupta y el vendaje casero.

—¡No podemos dejarte aquí! —gritó ella—. ¡Te desangrarás hasta morir!

—En cuanto lleguen las autoridades me llevarán a toda prisa al hospital. Creedme, no me dejarán morir. Soy demasiado importante para ellos.

Ella negó con la cabeza. No quería irse de su lado. A David le impresionó su lealtad. Había tenido la impresión de que a Monique no le caía demasiado bien el profesor y sin embargo ahora estaba dispuesta a sacrificarlo todo por él.

Gupta extendió el brazo hacia ella y le tocó la mejilla. Luego señaló a su nieto, que se balanceaba adelante y atrás sobre los talones.

—Llevaos a Michael —dijo—. Si la policía lo encuentra lo meterán en una institución. No dejes que eso ocurra, Monique. Por favor, te lo ruego.

Ella mantuvo la mano sobre el vendaje, pero asintió. Luego Gupta se volvió hacia David, señalando el ordenador que había sobre la mesa.

—Antes de iros tenéis que destruir el disco duro. Para que el FBI no descubra el código.

Sin decir una sola palabra, David levantó el ordenador por encima de la cabeza y lo lanzó contra el suelo. La carcasa de plástico se rompió y David arrancó el disco duro, que parecía un tocadiscos en miniatura con un montón de pequeños discos plateados. Sosteniendo la Glock por el cañón, empezó a golpear los discos de cristal con el mango de la pistola. Lo hizo hasta que quedaron reducidos a cientos de astillas diminutas.

En cuanto terminó, oyó una sirena. Era el coche de la policía estatal que se acercaba a toda velocidad por la carretera de gravilla, más o menos a medio kilómetro. Prestó atención y oyó otras dos sirenas un poco más lejos. Y luego un ruido todavía menos bienvenido, la ráfaga de una ametralladora.

Se puso en pie de un salto. Monique todavía estaba inclinada sobre el profesor Gupta, presionando con fuerza el vendaje mientras el anciano le susurraba algo a Michael al oído.

—¡Vamos! —exclamó David—. ¡Tenemos que irnos!

—Venga —dijo Gupta, empujando tanto a Michael como a Monique. Se lo veía cada vez más débil—. Y no os olvidéis… la Game Boy de Michael.

Llorando, Monique se puso rápidamente en pie y se dirigió hacia la puerta. David encontró la Game Boy y se la puso en las manos al adolescente. Michael presionó un botón y la pantalla volvió a encenderse. Siguió jugando al Warfighter en el mismo punto en el que lo había dejado, como si nada importante hubiera ocurrido en el ínterin, suficientemente distraído como para permitir que David lo cogiera del codo y lo guiara fuera de la cabaña.

Simon se ocupó primero de las patrullas estatales. Inclinado sobre uno de los árboles que había junto a la carretera, ametralló el parabrisas del primer coche patrulla y mató a los dos agentes que iban dentro. El coche derrapó en la gravilla y fue a chocar de frente con una roca cubierta de kudzu[13]. El conductor del segundo vehículo no vio el accidente hasta que llegó a la curva, demasiado tarde. Consiguió detener el coche en medio de la carretera, pero Simon lo alcanzó antes de que pudiera dar la vuelta. Sabiamente, el tercer conductor se quedó fuera de tiro. A lo lejos Simon pudo oír el ruido de los agentes corriendo a ponerse a cubierto y gritando por sus radios. El trabajo estaba hecho: ahora los agentes se alejarían de la carretera, y se quedarían cobardemente escondidos detrás de rocas y troncos de árboles durante la siguiente media hora, más o menos, permitiendo con ello que Simon pudiera prestar su atención a otro lugar.

Caminó cojeando por la carretera hasta llegar a la cabaña. La primera señal de que habían surgido problemas fue la puerta abierta. La segunda, los tres cuerpos que había dentro, tumbados en el suelo. Sólo uno de ellos estaba muerto —un agente del FBI con un bigote ridículo, obviamente el compañero de Brock—. Sus sesos estaban desparramados por una pared cercana. Un hindú diminuto, el estimado profesor Gupta, yacía inconsciente sobre un charco de sangre. Alguien le había vendado la herida de la pierna, pero el vendaje ya estaba empapado. Y por último, pero no por ello menos importante, el agente Brock, que se retorcía de dolor tumbado boca abajo, gimiendo y escupiendo trozos de diente.

Simon permaneció un momento de pie, decidiendo qué hacer. Swift y Reynolds, sus objetivos principales, no debían de estar muy lejos. Habían huido a ciegas por el bosque con su acompañante adolescente. En otras circunstancias, Simon hubiera ido detrás de ellos, pero su tobillo estaba cada vez más inflamado y sabía que no soportaría su peso mucho más tiempo. Por ahora tendría que conformarse con interrogar al doctor Gupta. Si el viejo no moría del shock había muchas posibilidades de que le revelara adónde se dirigían Swift y Reynolds.

Tambaleante, Brock se puso en pie. Tenía la cara destrozada, pero por lo demás seguía siendo útil. Si lo ayudaba, juntos probablemente podrían llevar a Gupta por el bosque hasta la furgoneta. Simon cogió a Brock por el cuello y lo empujó hacia el profesor.

—Tengo un nuevo trabajo para usted, señor Brock —dijo—. Y si quiere seguir con vida, le recomiendo que lo acepte.