En un oscuro compartimento oculto dentro del vehículo Highlander, Amil Gupta permanecía encorvado sobre los controles del mando teledirigido. Cuatro personas ocupaban el angosto espacio: David iba apretujado entre Gupta y Monique, mientras Michael, agachado en el otro extremo del compartimento, jugaba con una Game Boy que tenía colocada sobre las rodillas. Gupta les había advertido de que su nieto gritaría si lo tocaban, de modo que David y Monique se entrelazaron en un incómodo abrazo para conseguir que hubiera unos centímetros entre ellos y el adolescente. El culo de Monique aplastaba el muslo de David contra el suelo, y sus codos se le clavaban en las costillas. En un momento dado, la parte posterior de la cabeza de Monique chocó contra la barbilla de David, cerrándole la boca de golpe y haciendo que se mordiera la punta de la lengua, pero él no permaneció en silencio. Sabía que en ese momento los agentes del FBI estaban lejos del vehículo. Podía verlos en la pantalla que había en el centro del mando teledirigido, que mostraba la imagen en directo de una de las cámaras del Highlander.
El mando se parecía un poco al volante de una aeronave, con dos mangos negros a derecha e izquierda de la pantalla central. Gupta giró el mango derecho para que el vehículo acelerara y el izquierdo para que frenara. A trompicones, consiguió conducir el Highlander fuera del aparcamiento y lejos de los agentes federales. Al coger la avenida Forbes dejó escapar un silbido de alivio.
—Creo que ya estamos a salvo —dijo—. No parece que nos siga ningún agente.
Gupta permaneció en el carril de la derecha de la concurrida calle, conduciendo a paso de tortuga para que sus alumnos pudieran seguir el Highlander a pie. David advirtió que la brújula que había encima de la pantalla apuntaba hacia el este.
—¿Adónde vamos? —preguntó.
—A ningún sitio en particular —contestó Gupta—. Sólo estoy intentando poner algo de distancia entre nosotros y esos caballeros del FBI.
—Vaya al aparcamiento del East campus —gruñó Monique—. Ahí es donde tengo el coche aparcado. No podré permanecer apretujada así mucho más tiempo.
Gupta asintió.
—De acuerdo, pero nos llevará unos minutos llegar hasta ahí. Puedo conducir el Highlander más rápido, pero si dejo atrás a mis alumnos levantaremos sospechas.
El anciano parecía experto en el uso del mando teledirigido. Estaba claro que había hecho esto antes.
—Hay algo que no entiendo, profesor —dijo David—. ¿Por qué instaló un sistema de control teledirigido en un vehículo robótico?
—El Highlander es un contrato del ejército —explicó Gupta—, y el ejército quería un vehículo robótico que también pudieran conducir los soldados si era necesario. El Pentágono no se fía de la tecnología. Yo me opuse a la idea, pero ellos insistieron. De modo que diseñamos el sistema de control teledirigido y la cabina para dos hombres. Pusimos la cabina en el centro del vehículo para poder poner la mayor cantidad de capas de blindaje.
—¿Pero por qué los agentes del FBI no se dieron cuenta de que dentro podían ir personas escondidas? ¿Acaso no conocen los proyectos de ejército?
El profesor se rió entre dientes.
—Está claro que nunca has trabajado para el gobierno, David. Todos estos contratos de investigación y desarrollo son secretos. El ejército no le cuenta a la Armada cuáles son sus proyectos, y la Armada no se lo cuenta a los Marines. Algo absolutamente ridículo, la verdad.
A David se le había entumecido el pie derecho por la presión de Monique sobre su muslo. Intentó levantar un poco la pierna, con cuidado de no rozar a Michael. Los dedos del adolescente bailaban sobre los botones de la Game Boy pero el resto de su cuerpo permanecía inmóvil, agarrotado en un rígido ovillo fetal. En la pantalla de la Game Boy un soldado de dibujos animados disparaba su rifle hacia un achaparrado edificio amarillo. David lo estuvo observando durante unos segundos, luego se inclinó hacia Gupta.
—Su nieto parece mucho más tranquilo —susurró—. El juego de ordenador parece tener gran efecto sobre él.
—Ése es uno de los síntomas del autismo —dijo Gupta—. La dedicación a determinadas actividades que excluyan a los demás. Es su forma de apartarse del mundo.
El tono de Gupta era desapasionado. Hablaba como si fuera el médico del chico, sin atisbo de pesar o desesperación. A David le pareció toda una proeza de control emocional. Él no habría podido hacer lo mismo si Jonah hubiera nacido autista.
—¿Dónde están sus padres?
El profesor negó con la cabeza.
—Mi hija es drogadicta, y nunca me ha dicho quién es el padre de Michael. El chico ha vivido conmigo durante los últimos cinco años.
Gupta mantuvo la mirada en la pantalla del mando teledirigido, pero de repente sus manos se tensaron y cogieron el mando con más fuerza. Demasiado control emocional, pensó David. Incluso los hombres más racionales tienen sus puntos débiles. En vez de seguir atormentándole, David señaló la Game Boy de Michael.
—¿Es éste el mismo juego al que jugaba en el ordenador de la recepción de sus oficinas?
El profesor asintió enérgicamente, ansioso por cambiar de tema.
—Sí, es un programa llamado Warfighter. El ejército lo utiliza para el entrenamiento de combate. El Instituto de Robótica tenía un contrato para desarrollar la nueva interfaz del programa, y Michael entró un día en la sala de ordenadores mientras trabajábamos en ello. Se quedó mirando una de las pantallas y desde entonces está enganchado. He intentado que se interese por otros programas, el Major League Baseball, o uno de ese tipo, pero a lo único que quiere jugar es al Warfighter.
Monique movió el culo de sitio, liberando su peso del muslo de David pero trasladándolo a la rodilla. Tenía el culo firme y musculado, y a pesar del dolor de la pierna, David sintió una oleada de excitación. Hacía tiempo que no estaba tan cerca de una mujer. Sentía deseos de rodear su cintura con los brazos y beber de su limpia fragancia, pero obviamente éste no era el momento adecuado. Se volvió hacia Gupta.
—Su instituto hace muchas cosas para los militares, ¿no? El Dragon Runner, el Highlander, el Warfighter.
Gupta se encogió de hombros.
—De ahí viene el dinero. Mi fundación cuenta con importantes recursos, pero sólo el Pentágono tiene suficiente dinero para financiar estos proyectos de investigación de larga duración. Ahora bien, nunca he trabajado en armamento. Reconocimiento, sí; simulación de combate, sí. Armamento, nunca.
—¿Por qué piensa que los militares están tan interesados en la teoría del campo unificado? ¿Qué tipo de arma se podría hacer con ella?
—Ya te lo he dicho. Desconozco los detalles de la Einheitliche Feldtheorie. Pero cualquier teoría unificada debe describir lo que les ocurre a las partículas y a las fuerzas cuando se les aplica energías muy elevadas. Energías comparables a las de un agujero negro, por ejemplo. Y en cuanto uno entra en estos dominios es de esperar que sucedan fenómenos inesperados.
De nuevo, Monique se removió encima de David. Estaba tensa, nerviosa.
—¿Pero cómo podría alguien construir una arma a partir de esos fenómenos? —preguntó ella—. Es imposible llegar a generar esas energías. Se necesitaría un acelerador de partículas del tamaño de la Vía Láctea.
—Quizá sí, quizá no —respondió Gupta—. No se pueden predecir las consecuencias de un nuevo descubrimiento en física. Mira lo que ocurrió con la teoría especial de la relatividad de Herr Doktor. Después de escribir el artículo en 1905 le llevó varios meses darse cuenta de que sus ecuaciones conducían a la fórmula E = mc2. Y pasaron cuarenta años más hasta que los físicos descubrieron cómo utilizar la fórmula para construir una bomba atómica.
David asintió.
—En una rueda de prensa en los años treinta, alguien le preguntó a Einstein si era posible liberar la energía separando átomos. Él rechazó la idea. Dijo que «sería como intentar disparar contra pájaros en la oscuridad en un campo en el que hubiera pocos pájaros».
—Exactamente. Herr Doktor no podría haber estado más equivocado. Y desde luego no quiso volver a cometer el mismo error. —El profesor negó con la cabeza—. Afortunadamente, yo nunca tuve que soportar la carga que supone la teoría unificada, pero sí sabía qué era lo que estaba en juego. No es un problema de física, sino del comportamiento de los humanos. Y es que básicamente los humanos no son suficientemente inteligentes para dejar de matarse los unos a los otros. Utilizarán cualquier herramienta que se encuentren a su alcance para aniquilar a sus enemigos.
Se quedó callado justo cuando la pantalla del mando teledirigido mostraba la entrada del amplio aparcamiento del East Campus, que era varias veces más grande que el aparcamiento que habían abandonado cinco minutos antes. El profesor atravesó la entrada con el Highlander y tiró del mango izquierdo para detener el vehículo. Luego presionó un botón y la imagen de la pantalla pasó a ser una panorámica de todo el aparcamiento.
—Quiero enseñaros algo —dijo—. Doctora Reynolds, ¿podría localizar su coche en la pantalla?
Monique estiró el cuello para ver mejor la pantalla. Unos segundos más tarde señaló un Corvette rojo que había al fondo, a unos cientos de metros.
—Es ése. Recuerdo haber aparcado cerca de ese autobús que hay en el rincón.
Gupta tocó la pantalla en ese punto exacto y apareció una parpadeante X blanca sobre el Corvette. Luego presionó otro botón y se cruzó de brazos.
—Ahora he pasado el Highlander a conducción autónoma. Observad la pantalla.
Sin que Gupta manipulara los controles, el vehículo entró en el aparcamiento. Tomó el camino practicable más corto hasta el Corvette, avanzando a unos veinticinco kilómetros por hora y esquivando con maestría los coches aparcados. Cuando se encontraban a medio camino, una furgoneta salió del sitio en el que estaba aparcada, a una distancia de apenas tres metros. La pantalla mostraba cómo el Highlander iba directo hacia la puerta corredera de la furgoneta. En un acto reflejo David extendió su pie derecho, buscando un pedal de freno inexistente, pero Gupta mantuvo los brazos cruzados sobre el pecho. No era necesario intervenir, porque el Highlander ya estaba aminorando la marcha. El vehículo se detuvo por sí solo.
—Sorprendente, ¿eh? —dijo Gupta mientras señalaba la pantalla—. La navegación autónoma es mucho más que un simple algoritmo. Incluye el análisis del terreno y la identificación de los peligros. Es un proceso extremadamente complejo de toma de decisiones, y la toma de decisiones es la clave para la inteligencia y la conciencia. —Se volvió hacia David y Monique—. Ésta fue la razón por la que me pasé de la física a la robótica. Vi que el mundo no se acercaba al sueño de Herr Doktor, el sueño de la paz universal. Y me di cuenta de que este sueño no se haría nunca realidad hasta que se diera un cambio fundamental en la conciencia humana.
El conductor de la furgoneta cambió de marcha y salió del camino del Highlander. Un momento después el vehículo robótico proseguía su itinerario hasta el Corvette. Mientras tanto, Gupta se reclinó contra la pared del compartimento.
—Pensé que la inteligencia artificial podía ser un puente hacia esa nueva conciencia —dijo—. Si podíamos enseñar a pensar a las máquinas, puede que llegáramos a aprender algo sobre nosotros mismos. Sé que este enfoque debe de parecer completamente utópico, pero durante veinte años tuve grandes esperanzas de conseguirlo —entonces agachó la cabeza y suspiró. A la tenue luz de la pantalla de navegación se lo veía exhausto—. Pero ya no tenemos tiempo. Nuestras máquinas poseen inteligencia, pero la inteligencia de una termita. Suficiente para navegar por un aparcamiento, pero nada más.
Finalmente, el Highlander llegó a su destino programado. La pantalla de navegación mostró la parte trasera del Corvette de Monique a unos metros; en la matrícula del coche, personalizada, ponía CUERDAS. David se volvió hacia Gupta con la esperanza de poder determinar cuál sería el siguiente paso, pero el anciano seguía mirando el suelo.
—Qué desgracia, qué desgracia —murmuraba, negando con la cabeza—. Pobre Alastair, el secreto lo volvió loco. Regresó a Escocia para olvidarse de las ecuaciones que Herr Doktor le había dado, pero no pudo quitárselas de la cabeza. Jacques y Hans eran más fuertes, pero la teoría también los atormentó.
Monique echó un vistazo por encima del hombro e intercambió una mirada con David. Mientras estuvieran en el aparcamiento, no tenían tiempo para largas conversaciones. Los agentes del FBI estaban a menos de un kilómetro, y en cuanto hubieran inspeccionado cada centímetro del Newell-Simon Hall seguro que ampliarían el perímetro de su búsqueda. Puede que decidieran echarle un segundo vistazo al Highlander. Sintiendo una renovada preocupación, David se inclinó hacia Gupta y le tocó el brazo.
—Profesor, tenemos que irnos. ¿Cómo se abre la escotilla?
Gupta levantó la mirada pero sus ojos no se posaron en David. Viraron hacia la izquierda con los párpados entrecerrados.
—¿Sabes qué me dijo Hans la última vez que lo vi? Que lo mejor para todos sería que él, Jacques y Alastair dejaran que la teoría unificada muriera con ellos. Me sorprendió oír eso porque Hans amaba la teoría más que nadie. Cada vez que había un gran avance en la física, como el descubrimiento del quark cima o de la violación de la carga-paridad, me llamaba y decía: «¿Ves? ¡Herr Doktor lo predijo!». A pesar de su preocupación, David se quedó inmóvil al oír la mención a su antiguo mentor, Hans Kleinman. Se imaginó al pobre hombre solitario caminando pesadamente por las calles del Spanish Harlem con los secretos del universo encerrados en su cansada mente. No es de extrañar que no se casara nunca, o que no tuviera hijos. Y sin embargo tenía algunos amigos. Había permanecido en contacto con Amil Gupta.
—¿Cuándo fue la última vez que vio al doctor Kleinman? —preguntó David.
Gupta se lo pensó un momento.
—Unos cuatro años, creo. Sí, sí, cuatro años. Hans se acababa de jubilar de Columbia y parecía un poco deprimido, así que lo invité al Retiro de Carnegie. Ahí pasamos dos semanas.
—¿El Retiro de Carnegie? ¿Qué es eso?
—El nombre hace que parezca algo más solemne de lo que realmente es. Se trata de una vieja cabaña de cazador propiedad de la Carnegie Mellon que hay en Virginia Occidental. La universidad la pone a disposición de los miembros de la facultad durante el verano, pero casi nadie va a pasar las vacaciones ahí. Está demasiado apartada.
Una cabaña en el bosque. Kleinman y Gupta habían pasado ahí una temporada hacía cuatro años, pero ésa era su única conexión con el lugar, de modo que ni el FBI ni los terroristas lo conocerían.
—¿Y hay ordenadores en esa cabaña?
A Gupta le sorprendió la pregunta. Se llevó la mano al mentón y con el dedo índice empezó a darse golpecitos en los labios.
—Sí, instalamos un sistema informático para que Michael pudiera jugar a sus juegos. Todavía tenía trece años, sí.
Monique se dio la vuelta para poder mirar a David a los ojos.
—¿En qué estás pensando? ¿Crees que Kleinman ocultó las ecuaciones ahí?
Él asintió.
—Es una posibilidad. Según la clave de Kleinman es Gupta quien tiene la teoría, ¿no? Amil no conoce las ecuaciones, pero quizá Kleinman las escondió en secreto en uno de los ordenadores del profesor. Kleinman sabía que no podía utilizar los ordenadores del Instituto de Robótica o de casa de Amil: son los primeros sitios que el gobierno miraría si estuviera buscando la teoría. Esta cabaña en Virginia Occidental sería un escondite mucho mejor. Nadie excepto Amil sabe que Kleinman estuvo ahí.
Gupta seguía dándose golpecitos en los labios. No parecía del todo convencido.
—No vi que Hans se acercara al ordenador en el Retiro de Carnegie. Y si pensaba en esconder ahí la teoría, ¿por qué diablos no me lo dijo?
—Quizá tenía miedo de que alguien lo interrogara. O lo torturara.
Antes de que Gupta pudiera responder, Monique señaló la pantalla de navegación del Highlander. Los dos estudiantes que habían seguido el vehículo desde el Newell-Simon Hall hasta el aparcamiento estaban haciendo señales con la mano a la cámara, intentando llamar su atención. Uno de los jóvenes era bajito y gordo, mientras que el otro era alto y tenía la cara llena de granos, pero ambos tenían la misma expresión de preocupación en sus rostros.
—¡Mierda! —gritó Monique—. ¡Ahí fuera pasa algo!
Gupta también miró la pantalla. Presionó otro botón del mando y la escotilla oculta en lo más alto del Highlander se abrió con un silbido. Primero salieron Monique y David, y luego Gupta ayudó a su nieto a salir del vehículo. En cuanto las zapatillas deportivas de David tocaron el asfalto, oyó el sonido de las sirenas. Media docena de coches patrulla blancos y negros del Departamento de Policía de Pittsburgh bajaban por la avenida Forbes, en dirección al Newell-Simon Hall. El FBI había pedido refuerzos.
Monique corrió hacia el Corvette y abrió las puertas.
—¡Rápido! ¡Meteos en el coche! ¡Antes de que cierren la calle!
David acompañaba al profesor Gupta y a Michael hacia la puerta del asiento del acompañante cuando se detuvo de golpe.
—¡Un momento! ¡No podemos coger este coche! —Se volvió hacia Monique, señalando su matrícula personalizada—. Seguramente el FBI está revisando sus vídeos de vigilancia. ¡En cuanto descubran quién eres, todos los policías de Pennsylvania buscarán un Corvette rojo con esta matrícula!
—¿Y qué otra cosa podemos hacer? —le contestó a gritos Monique—. No podemos ir en el Highlander, ¡también lo estarán buscando!
El estudiante alto con granos levantó la mano.
—Esto… ¿profesor Gupta? Si quieren, pueden tomar prestado mi coche. Está aparcado aquí mismo. —Y señaló un cascado Hyundai Accent de color gris con una gran abolladura en el guardabarros trasero.
Monique se quedó mirando esa cosa con la boca abierta.
—¿Un Hyundai? ¿Queréis que deje mi Corvette aquí y coja un Hyundai?
Gupta se acercó al joven estudiante con granos, que ya se había sacado las llaves del coche del bolsillo, y le dio una palmada en la espalda.
—Es muy generoso de tu parte, Jeremy. Te devolveremos el coche tan pronto como podamos. Mientras tanto, creo que tú y Gary deberíais abandonar la ciudad durante unos días. Coged un autobús a los lagos Finger, haced alguna excursión por los desfiladeros. ¿De acuerdo, muchachos?
Los dos estudiantes asintieron rápidamente, obviamente encantados de hacerle un favor a su adorado profesor. Jeremy le dio las llaves a Gupta, que se las pasó a David. Monique seguía junto a la puerta del Corvette, mirando lastimeramente el coche, como si no lo fuera a ver nunca más.
Cuando David se acercó, ella le lanzó una mirada llena de reproche.
—Estuve ahorrando siete años para poder comprarme este coche. ¡Siete años!
Él pasó de largo para coger el bolso, el portátil y la bolsa de sándwiches que Monique había comprado esa mañana en el área de servicio de New Stanton. Luego dejó caer las llaves del Hyundai en la palma de su mano.
—Venga, dale caña al Accent —dijo—. He oído decir que tiene un motor de la hostia.
Mediante sus binoculares Simon vio que del coche robótico salían cuatro personas. Reconoció de inmediato a David Swift, a Monique Reynolds y a Amil Gupta. La cuarta era un misterio —un desgarbado adolescente de pelo negro y piel oscura—. Gupta iba junto al chico, ayudándolo a salir del vehículo sin tocarlo. Sí, un auténtico misterio. El primer impulso de Simon fue asaltarlos por sorpresa, pero ese aparcamiento no era el ideal para operaciones de campo. Demasiado abierto, demasiado visible. Además, el pequeño ejército de agentes del FBI estaba demasiado cerca, y escuadrones de coches patrulla de la policía local se dirigían hacia el campus. Era mejor esperar una oportunidad más ventajosa.
Las cuatro personas se dirigieron primero al Corvette de Monique (Simon había obtenido de Keith, el malogrado mecánico, una descripción completa del coche) pero después de conferenciar brevemente con los dos estudiantes del Instituto de Robótica, el cuarteto se metió dentro de un maltrecho utilitario gris. El coche salió del aparcamiento y al coger la avenida Forbes giró a la derecha. Simon les dejó unos cien metros de ventaja antes de seguirlos con el Ferrari. No tenía pensado hacer nada hasta que estuvieran en un tramo de la autopista suficientemente aislado. Un kilómetro más adelante, el utilitario giró a la derecha otra vez y cogió la avenida Murray. Se dirigían hacia el sur.
Karen supuso que Jonah todavía estaría durmiendo. Lo había metido en la cama por la mañana, en cuanto llegaron a casa de las oficinas del FBI, y unas pocas horas después todavía estaba bajo su manta de Spiderman, la cara sobre la almohada azul y roja. Sin embargo, cuando ya se volvía para salir de la habitación, el niño se dio la vuelta y se la quedó mirando.
—¿Dónde está papá? —preguntó.
Karen se sentó en el borde de la cama y le apartó un mechón de pelo de los ojos.
—Eh, cariño —murmuró—. ¿Te sientes mejor?
Jonah frunció el ceño y le apartó la mano.
—¿Por qué lo busca la policía? ¿Ha hecho algo malo?
De acuerdo, pensó Karen. No le des demasiada información. Primero averigua qué es lo que ya sabe.
—¿Qué te dijeron los agentes anoche? Cuando te llevaron con ellos, quiero decir.
—Que papá se había metido en problemas. Y me preguntaron si tenía alguna novia. —Se sentó en la cama, apartando la manta con las piernas—. ¿Están enfadados con papá porque ahora tiene novias?
Karen negó con la cabeza.
—No, cariño, nadie está enfadado. Lo que pasó anoche fue una equivocación, ¿de acuerdo? Esos agentes se equivocaron de apartamento.
—Tenían armas. Las vi. —Los ojos de Jonah se abrieron al recordarlas. Se agarró de la manga de Karen y arrebujó la tela en su puño—. ¿Dispararán a papá cuando lo encuentren?
Ella rodeó a su hijo con los brazos y lo abrazó con fuerza, apoyando la barbilla del niño sobre su hombro. Entonces su hijo rompió a llorar; podía notar las sacudidas de su pequeño pecho contra el de ella, y un momento después también Karen se puso a llorar. Compartían el mismo miedo. Los hombres armados buscaban a David, y tarde o temprano lo encontrarían. Las lágrimas le rodaban por las mejillas y caían en la espalda de Jonah. Podía ver los borrones de humedad en su pijama.
Mientras acunaba a Jonah en su regazo, Karen se quedó mirando el cuadro que colgaba de la pared junto a su cama. Era un dibujo del sistema solar que David había hecho para Jonah un par de años atrás, justo antes de la separación. Sobre un gran póster amarillo había dibujado el sol y todos los planetas, así como el cinturón de asteroides y unos cuantos cometas errantes. David dedicó horas a delinear cuidadosamente los anillos de Saturno y la Gran Mancha Roja de Júpiter. Por aquel entonces, recordaba Karen, ella se había sentido un poco molesta por todo ese esfuerzo; él estaba dispuesto a pasarse todo el día dibujándole un cuadro a Jonah, pero no se podía tomar cinco minutos para hablar con su esposa a pesar de que su matrimonio se estaba yendo a pique. Ahora, sin embargo, se daba cuenta de que David no había sido tan desconsiderado. Simplemente había tirado la toalla ante lo inevitable. En vez de enfrascarse en otra infructuosa discusión, se inclinó sobre el póster amarillo e hizo algo que adoraba.
Un minuto más tarde Karen se secó las lágrimas del rostro. Muy bien, pensó, ya basta de lloros. Hay que hacer algo. Le puso a Jonah las manos sobre los hombros y lo miró directamente a los ojos.
—Muy bien, escúchame. Quiero que vayas al cuarto de baño y te vistas tan rápido como puedas.
Él se la quedó mirando confundido, con las mejillas hinchadas y sonrosadas.
—¿Por qué? ¿Adónde vamos?
—Vamos a ver a una amiga mía que nos puede ayudar a arreglar esta equivocación, para que papá ya no tenga más problemas, ¿de acuerdo?
—¿Cómo podrá arreglarlo? ¿Conoce a la policía?
Karen le colocó la mano en la espalda y lo empujó fuera de la cama.
—Tú vístete. Ya hablaremos cuando estemos de camino.
Mientras Jonah se quitaba el pijama, ella se dirigió a su dormitorio para ponerse un traje. Quizá el Donna Karan gris, que solía vestir cuando negociaba contratos. Para llevar a cabo lo que estaba pensando tenía que dar una imagen respetable.
Antes de llegar muy lejos, sin embargo, sonó el timbre de la puerta. Se quedó inmóvil, recordando cómo los agentes del FBI habían irrumpido en el apartamento la noche anterior. Con cautela, se acercó a la puerta de la entrada y echó un vistazo a través de la mirilla.
Era Amory. Estaba de pie delante de la puerta vestido con un traje gris y se lo veía nervioso y cansado. Un apósito en la frente cubría el corte que le habían hecho los agentes federales cuando se abalanzaron sobre él. Hablaba por el teléfono móvil y asentía, parecía estar terminando una conversación.
Karen abrió la puerta. Rápidamente Amory colgó el teléfono y entró en el apartamento.
—Karen, tienes que venir conmigo a la oficina del fiscal general. Quiere hablar contigo inmediatamente.
Ella torció el gesto.
—¿Qué? ¿Estás loco? ¡No pienso volver ahí!
—No es el FBI, es el fiscal general. Quiere disculparse por el comportamiento que anoche tuvieron los agentes —y señalando el apósito que llevaba sobre la ceja, dijo—: A mí ya me ha pedido disculpas por la brusquedad del trato.
—¿Disculparse? —Karen negó con la cabeza, estupefacta—. ¡Si quiere disculparse que venga él aquí! ¡Que se arrodille y le pida perdón a mi hijo! ¡Y que luego se agache para que le pueda dar una patada en el culo!
Amory esperó que terminara.
—También tiene noticias sobre el caso de tu exmarido. Han identificado a uno de sus co-conspiradores en el tráfico de drogas. Es una profesora de Princeton que se llama Monique Reynolds.
—Nunca he oído hablar de ella. Y no hay ningún tráfico de drogas, Amory. Ya te lo he dicho, es una historia que se han inventado.
—Me temo que estás equivocada. Esa Reynolds es una mujer negra de Washington, y está inequívocamente conectada con el tráfico de drogas. Su madre es yonqui y su hermana prostituta.
Karen agitó la mano.
—¿Y? Eso no prueba absolutamente nada. Se lo están inventando todo.
—Lo han visto con esta mujer, Karen. ¿Estás segura de que David nunca te la ha mencionado?
Amory se la quedó mirando atentamente, estudiando sus ojos. Unos segundos más tarde, ella empezó a sospechar. Se daba perfecta cuenta de la razón por la que el FBI utilizaba esta historia: todavía jugaban con la perspectiva de la novia, intentaban despertar sus celos para que así se decidiera a traicionar a su exmarido. ¿Pero por qué Amory la estudiaba con esa atención?
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó ella—. ¿Me estás interrogando?
Él se rió entre dientes al oír su pregunta, pero sonó forzado.
—No, no, sólo estoy intentando esclarecer este asunto. Es lo que hacemos los abogados…
—¡Dios santo! ¡Creía que estabas de mi lado!
Amory dio un paso hacia ella y le colocó la mano en el hombro. Ladeando la cabeza, le dedicó una mirada paternal, de esas que normalmente reservaba para los asociados júnior de su bufete.
—Por favor, tranquilízate. Claro que estoy de tu lado. Sólo estoy intentando facilitarte las cosas. Tengo algunos amigos que están dispuestos a echarnos una mano.
Le acarició el brazo, pero a ella la caricia le dio repelús. El viejo cabrón estaba conchabado con el FBI. De algún modo lo habían conseguido reclutar para su causa. Karen se quitó su mano de encima.
—No necesito tu ayuda, ¿de acuerdo? Me puedo ocupar de esto yo solita.
Él dejó de sonreír.
—Karen, por favor, escúchame. Se trata de un caso muy serio y hay personas muy importantes implicadas. Es mejor que no te enemistes con esta gente. No sería bueno para ti, ni tampoco para tu hijo.
Ella lo rodeó y le abrió la puerta de la entrada. No se podía creer que se hubiera acostado con ese gilipollas.
—Vete de aquí, Amory. Y diles a tus amigos que les pueden dar por el culo.
Él torció su patricio labio superior y, con toda la dignidad de la que fue capaz, salió del apartamento.
—Yo de ti tendría cuidado —dijo fríamente—. Intentaría no cometer ninguna imprudencia.
Karen cerró con un portazo. Efectivamente, lo que planeaba hacer se podría considerar una imprudencia.
Sentado en el escritorio de su despacho del Ala Oeste, el vicepresidente removía con tristeza su cena, un trozo de pollo pequeño y reseco, acompañado por unas zanahorias al vapor. Desde su cuarto ataque al corazón, los chefs de la Casa Blanca le servían comidas insípidas y bajas en grasa como ésta. Durante el primer año había aceptado estoicamente la nueva dieta; el recuerdo que tenía del tremendo dolor en el pecho era suficientemente vivido para seguir por el buen camino. Pero a medida que iba pasando el tiempo su resentimiento había ido en aumento. Se moría por un filete Chateaubriand bañado en sus jugos o por una cola de langosta del tamaño de un puño empapada en mantequilla derretida. Las privaciones culinarias diarias lo ponían de mal humor, y provocaban que les contestara mal a sus asesores y a sus escoltas del Servicio Secreto. A pesar de todo, seguía al pie del cañón. Los norteamericanos dependían de él. El presidente era un tontaina, una mera figura decorativa sin cerebro, con talento para ganar elecciones, pero poco más. Sin el consejo y la orientación del vicepresidente, toda la administración se habría ido al carajo.
Mientras masticaba su insulso pollo oyó que llamaban a la puerta. Tragando con dificultad, contestó un «¿Sí?», y un momento después su jefe de gabinete entró en la oficina. Pero antes de que pudiera decir una sola palabra el secretario de Defensa lo adelantó, irrumpiendo en la habitación con su cuadrada cabeza gacha, como un ariete.
—Tenemos que hablar —anunció.
El vicepresidente le hizo una seña al jefe de gabinete para que saliera del despacho y cerrara la puerta detrás de él. A grandes zancadas el secretario de Defensa pasó junto a las sillas tapizadas que había en el centro de la habitación, y casi estuvo a punto de tirar una lámpara Tiffany que había encima de la mesita auxiliar. Ese tipo era impetuoso, irascible y extremadamente presuntuoso, pero era una de las pocas personas de la administración en las que el vicepresidente podía confiar. Llevaban juntos desde la época de Nixon.
—¿Qué ha pasado esta vez? —preguntó el vicepresidente—. ¿Otra explosión en Bagdad?
El secretario de Defensa negó con la cabeza.
—Tenemos un problema con la Operación Atajo.
El vicepresidente apartó el plato. Sintió una punzada en el centro del pecho.
—Creía que había dicho que estaba todo bajo control.
—Es culpa del maldito FBI. Ya la han cagado dos veces. —El secretario se quitó las gafas sin montura y las agitó en el aire.
—Primero perdieron a un prisionero porque lo llevaron a unas instalaciones pobremente custodiadas, y luego dejan escapar otro objetivo por culpa de una vigilancia chapucera. Ahora estas dos personas están a la fuga, ¡y el Bureau no tiene ni idea de dónde están!
La punzada en el pecho fue en aumento. Parecía que tenía una chincheta bajo el esternón.
—¿Quiénes son esos objetivos?
—Son profesores, seguramente chiflados ultraliberales. No me sorprendería que trabajaran para Al Qaeda. O quizá están a sueldo de los iraníes. Por supuesto, el Bureau no tiene ni idea. El director puso a una mujer a cargo de la operación. Eso es parte el problema.
—¿Cómo se llama?
—Parker, Lucille Parker. No sé mucho de ella salvo que es de Texas. Pero eso lo explica todo. Seguramente tiene algún tipo de conexión con el Cowboy al Mando —dijo, ladeando la cabeza hacia la izquierda, en dirección al Despacho Oval.
El vicepresidente bebió un trago de agua, con la esperanza de que calmara el dolor que sentía en el pecho. La Operación Atajo había comenzado una semana atrás, después de que la Agencia de Seguridad Nacional diera casualmente con algo extraño mientras realizaba tareas de vigilancia en internet. Se trataba de un correo electrónico escrito en un lenguaje críptico y lleno de ecuaciones extrañas, cuyo rastro los condujo hasta un ordenador de un manicomio de Glasgow, en Escocia. Al principio, la ASN consideró que se trataba de la obra de un lunático, pero por curiosidad a uno de los analistas de la agencia se le ocurrió estudiarlo. Resultó que el autor del mensaje era un físico que antiguamente había trabajado con Albert Einstein. Las ecuaciones no eran más que un fragmento de una teoría más grande, pero fue suficiente para convencer a la ASN de organizar un destacamento especial para encontrar el resto. Según los expertos, gracias a esta teoría Estados Unidos podría obtener una potente nueva arma en la lucha contra el terrorismo.
Pero si había una cosa que el vicepresidente había aprendido durante sus treinta y cinco años en el gobierno, era que los funcionarios son incapaces de hacer nada con rapidez. Para cuando el destacamento especial de la ASN empezó a ser operativo, tres de los cuatro objetivos de la inteligencia ya habían muerto. Algún gobierno extranjero o grupo terrorista también iba detrás de la teoría, y ahora los expertos en contraterrorismo decían que si caía en las manos equivocadas, las consecuencias podían ser catastróficas. Según un memorándum del director de la ASN, podía hacer que el 11-S pareciera una simple escaramuza.
—Entonces, ¿cuál es su plan? —preguntó el vicepresidente—. Imagino que ha venido a mi despacho por alguna razón.
El secretario asintió.
—Necesito una orden ejecutiva. Quiero el despliegue de la Fuerza Delta en el sector fronterizo. Quiero que patrullen las fronteras y busquen activamente los objetivos. Ha llegado el momento de que el Pentágono tome el mando de la situación.
El vicepresidente se lo pensó un momento. Técnicamente, la Ley Posse Comitatus impedía que unidades del ejército tomaran parte en operaciones de mantenimiento de la ley y el orden en suelo de Estados Unidos. Pero se podían hacer excepciones en casos de emergencia nacional.
—Delo por hecho —dijo—. ¿Cuándo podría tener las tropas en el país?
—Ahora la fuerza está en el oeste de Iraq. Puedo aerotransportarla en menos de doce horas.
Exactamente a las seis de la tarde, mientras conducían por la Ruta 19 a través de las sinuosas colinas de Virginia Occidental, el sonido simulado de disparos que provenía de la Game Boy de Michael cesó de forma abrupta. El aparato emitió un pitido agudo y luego una voz sintetizada anunció: «Es hora de cenar». David miró por encima del hombro hacia el asiento trasero y vio que Michael levantaba la cabeza y se volvía hacia el profesor Gupta, que dormitaba al lado de su nieto.
—Es hora de cenar, abuelo —dijo el muchacho.
Eran las primeras palabras que David le oía decir. Su voz era tan seca y desapasionada como la de la Game Boy. Aunque David podía ver el parecido entre Michael y su abuelo —tenían las mismas cejas espesas, el mismo pelo rebelde—, el adolescente tenía la mirada perdida y su rostro era inexpresivo.
—Es hora de cenar, abuelo —repitió.
Gupta parpadeó varias veces y se rascó la cabeza. Se inclinó hacia delante, mirando primero a Monique, que conducía el Hyundai, y luego a David.
—Disculpad —dijo—. Por casualidad no tendréis comida en el coche, ¿verdad?
David asintió.
—Compramos algunas cosas esta mañana —y cogió la bolsa de provisiones que Monique había adquirido en el área de descanso de la autopista de Pennsylvania—. Déjeme ver qué queda.
Mientras David buscaba en la bolsa, Monique apartó los ojos de la carretera un momento y miró por el espejo retrovisor. Llevaba dos horas observando nerviosamente la autopista por si aparecía algún coche patrulla, pero ahora su atención se centró en Gupta y su nieto.
—¿El juego de ordenador le dice cuándo comer? —preguntó.
—Sí, sí —contestó Gupta—, programamos el Warfighter para que se detuviera durante treinta minutos a las horas de comer. Y para que se apague por la noche, claro. Si no, Michael seguiría jugando hasta caer desfallecido.
En el fondo de la bolsa, David encontró un sándwich de pavo en un envase de plástico.
—¿Le gusta el pavo a su nieto?
Gupta negó con la cabeza
—No, me temo que no. ¿No hay otra cosa?
—No demasiado. Sólo una bolsa de patatas fritas y unas pocas Snackwells.
—¡Oh, las patatas fritas le gustan! Pero sólo con ketchup. No se come una patata frita a no ser que lleve dos gotas de ketchup encima.
Al lado el sándwich de pavo, David encontró unas cuantas bolsitas de ketchup que afortunadamente Monique había metido en la bolsa. Se las pasó al profesor Gupta junto con las patatas fritas.
—Sí, esto es perfecto —dijo el profesor—. Es que Michael es muy especial con la comida. Es otro síntoma de su autismo.
Mientras Gupta abría la bolsa de patatas fritas, Monique volvió a mirar por el espejo retrovisor. Apretó los labios en señal de desaprobación. Patatas fritas y ketchup no era lo que se podía llamar una cena.
—¿Usted y Michael viven solos, profesor? —preguntó.
Gupta había sacado una patata frita de la bolsa y le estaba echando encima una gota de ketchup.
—Oh sí, los dos solos. Desafortunadamente, mi esposa murió hace casi veinticinco años.
—¿Y no le ayuda nadie a cuidar de su nieto? ¿Una canguro, o una enfermera?
—No, nos las apañamos bien solos. En realidad no causa demasiadas molestias. Sólo hay que acostumbrarse a sus rutinas. —Gupta echó otra gota de kétchup en la patata y se la dio a su nieto—. Está claro que las cosas serían más sencillas si mi esposa todavía estuviera viva. A Hannah se le daban muy bien los niños. Hubiera querido a Michael con todo su corazón. Estoy seguro.
David sintió una punzada de simpatía por el anciano. Durante su entrevista para Sobre hombros de gigantes, Gupta le había hablado a David de la larga serie de tragedias personales que había soportado durante los años posteriores a su trabajo con Einstein. Su primer hijo, varón, murió de leucemia cuando tenía diez años. Unos pocos años después, Hannah Gupta tuvo una niña, pero sufrió un grave accidente de tráfico. Y en 1982, justo después de que el profesor abandonara la física y fundara la empresa de software que lo haría rico, una apoplejía mató a su esposa, que en ese momento contaba cuarenta y nueve años. En un momento dado de la entrevista, Amil le había enseñado a David una fotografía suya, y todavía la recordaba perfectamente: una belleza morena, esbelta y seria proveniente de la Europa del Este.
Gupta había mencionado otra cosa sobre su esposa durante esa entrevista, algo ligeramente inquietante, pero David no podía recordar los detalles. Se volvió hacia el profesor, dándose la vuelta en el asiento.
—Su esposa también estudió en Princeton, ¿no?
El anciano levantó la mirada tras echar otra gota de ketchup en una patata.
—Oh, no exactamente. Acudió a algunos seminarios de posgrado del Departamento de Física, pero nunca se llegó a matricular. Aunque poseía una mente brillante para la ciencia, la guerra interrumpió su educación, de modo que carecía de títulos académicos.
Entonces David se acordó. Hannah Gupta era una superviviente del Holocausto. Era uno de los judíos refugiados a los que Einstein ayudó a traer a Princeton después de la segunda guerra mundial. Einstein intentó salvar tantos judíos europeos como pudo, auspiciando su inmigración a Estados Unidos y buscándoles trabajo en los laboratorios de las universidades. Fue gracias a esto que Amil y Hannah se conocieron.
—Sí, tengo muy buenos recuerdos de esos seminarios —prosiguió Gupta—. Hannah se sentaba al fondo y todos los hombres de la sala le lanzaban miradas. Había cierta competencia entre nosotros por conseguir su atención. Jacques y Hans también estaban interesados en ella.
—¿Ah, sí? —David estaba intrigado. Durante su entrevista, Gupta no le había dicho nada acerca de una rivalidad entre los asistentes de Einstein—. ¿Y hasta dónde llegó la cosa?
—Oh, no muy lejos. Hannah y yo nos prometimos antes de que Jacques o Hans se atrevieran a hablar con ella. —El profesor sonrió melancólicamente—. Todos seguiríamos siendo amigos, gracias a Dios. Hans fue el padrino de mis dos hijos. Se portó especialmente bien con mi hija cuando Hannah murió.
Fascinante, pensó David. Desearía haber conocido esta historia antes y haberla podido incluir en el libro. En cuanto se le ocurrió esto, sin embargo, se dio cuenta de que era una tontería. El descubrimiento de la teoría del campo unificado por parte de Einstein era una omisión mucho más patente en Sobre hombros de gigantes o en cualquier otra biografía del físico.
Unos pocos kilómetros después cogieron la Ruta 33 hacia el oeste, una carretera de un carril que serpenteaba a través de las colinas. Aunque todavía quedaba más de una hora de luz, las empinadas y boscosas laderas dejaban la carretera en sombras. Ocasionalmente pasaban por delante de una caravana a la intemperie o de un coche abandonado que se oxidaba bajo los árboles, pero ésos eran los únicos signos de civilización. Ahora la carretera estaba desierta a excepción del Hyundai y de un coche deportivo amarillo que iba medio kilómetro por detrás de ellos.
Monique volvió a mirar por el espejo retrovisor. En el asiento de atrás, el profesor Gupta le daba a Michael otra patata con ketchup, metiéndola directamente en la boca del adolescente como si estuviera dando de comer a un pajarito. David pensó que era una imagen extrañamente conmovedora, pero Monique negó con la cabeza mientras los observaba.
—¿Y ahora dónde está su hija, profesor? —preguntó ella.
Él hizo una mueca.
—En Columbus, Georgia. Es un buen lugar para los drogadictos porque Fort Benning se encuentra cerca. Hay mucha metanfetamina alrededor para los soldados.
—¿Ha intentado enviarla a algún programa de rehabilitación?
—Oh, sí, claro que lo he intentado. Muchas veces. —Bajó la cabeza y miró con el ceño fruncido la bolsita de ketchup que tenía en la mano, arrugando la nariz como si hubiera olido algo podrido—. Elizabeth es una mujer muy testaruda. Era tan brillante como su madre, pero nunca terminó el instituto. Se escapó de casa a los quince años y desde entonces vive en la pobreza. No voy a decirte cómo se gana la vida, es demasiado repugnante. Aunque Michael no hubiera sido autista, hubiera reclamado su custodia de todos modos.
Las cejas de Monique se curvaron hacia abajo y una profunda arruga vertical apareció entre ellas. En las últimas veinticuatro horas David había descubierto lo que eso quería decir. Le resultó algo sorprendente, la verdad; su propia madre era una yonqui, y él hubiera creído que esta experiencia le haría ser más comprensiva con los problemas del profesor Gupta. Pero no era el caso. Para nada. Parecía más bien que quisiera alargar el brazo y coger al profesor por el cuello.
—Su hija no irá a rehabilitación si es usted quien se lo sugiere —dijo ella—. Hay demasiado rencor entre los dos. Necesita que otra persona intermedie en el asunto.
Gupta se inclinó hacia delante y entrecerró los ojos. Ahora él también parecía enfadado.
—Eso ya lo he intentado. Le pedí a Hans que fuera a Georgia y la hiciera entrar en razón. Fue a la casucha en la que vivía Elizabeth, le tiró todas las drogas y la metió en un centro de rehabilitación. Le buscó incluso un trabajo decente, como secretaria de uno de los generales de Fort Benning —dijo, y señaló con el dedo el reflejo de Monique en el espejo retrovisor—. ¿Sabes cuánto tiempo duró? Dos meses y medio. Empezó a irse de juerga, perdió el trabajo y dejó el tratamiento. Fue entonces cuando Michael se vino a vivir conmigo de forma definitiva.
Jadeante, el anciano se dejó caer hacia atrás en el asiento. Michael iba sentado a su lado, ajeno a todo, esperando pacientemente su siguiente patata frita. El profesor sacó una de la bolsa, pero las manos le temblaban tanto que ni siquiera podía apretar la bolsita de kétchup. David estaba a punto de preguntarle si necesitaba ayuda cuando el coche deportivo amarillo que había visto hacía un minuto pasó a toda velocidad a su lado. Iba por la sinuosa carretera al menos a 120 kilómetros por hora, e invadió el carril contrario a pesar de que en ese tramo estaban prohibidos los adelantamientos.
—¡Dios santo! —exclamó, asustado—. ¿Qué diablos ha sido eso?
Monique se inclinó hacia delante para ver mejor.
—No es un coche patrulla. A no ser que ahora los polis de Virginia Occidental conduzcan Ferraris.
—¿Un Ferrari?
Ella asintió.
—Y bien bonito. Un Maranello 575 cupé. Sólo hay cincuenta en todo el país. Cuesta unas tres veces más que mi Corvette.
—¿Cómo lo sabes?
—El decano de la Escuela de Ingeniería de Princeton tiene uno. Lo vi en el taller de Keith. Puede parecer sorprendente, pero se suele estropear con cierta frecuencia.
El Ferrari volvió a cruzar la doble línea amarilla, volviendo a su carril. Pero en vez de acelerar, el coche poco a poco fue ralentizando la marcha. Su velocidad pasó a 110, luego a 100, luego a 90 kilómetros por hora. Unos pocos segundos más tarde había reducido la velocidad a 60, hasta ir apenas a unos metros de distancia. Monique no podía adelantarlo porque todas las curvas de la carretera eran cerradas.
—¿Qué le pasa a este tío? —dijo David—. Primero nos adelanta a toda velocidad y ahora va a paso de tortuga.
Monique no contestó. Alargó el cuello por encima del volante y miró el Ferrari con los ojos entornados. Unos segundos más tarde sintió un tic nervioso en la mejilla.
—Lleva matrícula de Nueva Jersey —dijo en un tono de voz casi susurrante.
Al pie de una colina el Ferrari aceleró y se alejó unos cientos de metros. Luego el conductor pisó el freno y el coche se detuvo delante de un puente de un solo carril para bloquearles el paso.
Era una situación delicada. Simon tenía que capturar cuatro objetivos que iban en un vehículo en movimiento sin que resultaran heridos de gravedad, y sin llamar la atención de nadie. Primero consideró la posibilidad de chocar con el utilitario para sacarlo de la carretera, pero había espesos bosques a ambos lados y sabía que el coche en el que iban quedaría plegado como un acordeón si chocaban contra un árbol. Le costaría bastante sacar los objetivos del coche siniestrado, ya no digamos interrogarlos. No, antes necesitaba que se detuvieran.
Simon vio que se le presentaba su oportunidad cuando más adelante divisó un puente de un solo carril que cruzaba un arroyo poco profundo. Rápidamente, colocó el Ferrari atravesado en la carretera, cogió su Uzi y la apuntó hacia el utilitario. En cuanto el coche ralentizara la marcha lo suficiente como para dar media vuelta, dispararía a sus neumáticos. El resto sería sencillo. El vehículo ya estaba tan cerca que podía distinguir a las cuatro personas que iban dentro, incluido el desgarbado adolescente del asiento trasero. Había sido un golpe de suerte, pensó, que el jovencito fuera con ellos. Para conseguir que sus objetivos cooperaran más, había planeado empezar con el muchacho.
David vio que alguien se movía por detrás del Ferrari. Un hombre corpulento y calvo vestido con una camiseta negra y pantalones de camuflaje se había agachado en la parte posterior del vehículo. Tenía la cabeza ladeada a un lado y un ojo abierto que los miraba fijamente a través de la mirilla de una achaparrada ametralladora negra. Sintió en el pecho una fría oleada de terror. Era como si ya pudiera sentir la bala entrando en su corazón. La espalda se le puso rígida contra el asiento del vehículo y la mano derecha se agarró al apoyabrazos de la puerta. Sus ojos, sin embargo, permanecieron fijos en el pistolero que había detrás del Ferrari, y en esa fracción de segundo advirtió que el cañón del arma del tipo no les apuntaba directamente a ellos, sino un poco más abajo, a los neumáticos del Hyundai.
Monique también vio al hombre.
—¡Mierda! —exclamó—. ¡Voy a dar media vuelta!
Se dispuso a levantar el pie del pedal del gas, pero antes de hacerlo David le puso la mano encima de la rodilla y se lo impidió.
—¡No, no frenes! ¡Disparará a los neumáticos!
—¿Qué estás haciendo? ¡Déjame!
—¡Métete por ahí! —señaló un hueco entre los árboles que había a la izquierda, un sendero pedregoso y lleno de maleza que salía de la carretera e iba hasta el arroyo—. ¡Aprieta el acelerador! ¡Dale!
—¿Estás loco? ¡No podemos…!
Tres ensordecedores ruidos metálicos sacudieron el Hyundai cuando una ráfaga de la ametralladora impactó en el guardabarros delantero. Sin más discusión, Monique aceleró y giró bruscamente el coche hacia el lateral de la carretera.
Otra ráfaga de balas impactó en la parte posterior del Hyundai mientras saltaba un pequeño montículo a toda velocidad y cogía el estrecho sendero.
—¡Hijo de puta! —gritó Monique, aferrada al volante.
Mientras tanto, David, Amil y Michael rebotaban en sus asientos y todo el coche resonaba como una maleta llena de cubiertos de plata. Atravesaron a toda velocidad por las matas de hierbas y las piedras sueltas y un segundo después ya cruzaban el poco profundo arroyo, atravesando el pedregoso lecho del río casi únicamente gracias al impulso que llevaban. Las ruedas del Hyundai levantaron grandes colas de gallo en el agua y un momento después llegaron al margen opuesto del río y Monique pisó a fondo el acelerador. El motor protestó con un rugido, pero el coche logró subir el terraplén como un macho cabrío y pudo coger el sendero que llevaba de vuelta a la carretera. David miró por el espejo retrovisor en cuanto los neumáticos tocaron el asfalto y vio al hombre calvo de pie en el puente con la Uzi todavía apoyada contra el hombro. No les disparó. En vez de eso fue corriendo hacia el Ferrari y se metió en el asiento del conductor.
—¡Será mejor que le des caña! —gritó David—. ¡Viene a por nosotros!
Un sendero para piragüistas, eso es lo que era. Para que los privilegiados norteamericanos buscadores de emociones pudieran acercar sus camionetas hasta la orilla del arroyo y llevar sus botes al agua. Simon se maldijo a sí mismo por no haberse dado cuenta antes.
Mientras volvía al Ferrari y ponía primera, decidió que modificaría su estrategia. Se acabó lo de intentar capturar ilesos a los objetivos. Con que sobreviviera uno, Simon conseguiría lo que buscaba.
Monique pisaba a fondo el acelerador, pero estaban subiendo la cresta de una empinada montaña y al Hyundai le costaba llegar a los 110 kilómetros por hora. Golpeó con el puño el volante mientras el motor chirriaba y retumbaba.
—¡Ya os dije que deberíamos haber cogido mi Corvette! —gritó, mirando el cuentakilómetros.
David miró por encima del hombro hacia la ventana trasera. Todavía no se veía al Ferrari por la serpenteante carretera, pero creyó oír el gutural rugido de su motor en la distancia. En el asiento trasero, Michael volvía a tener la mirada puesta en la Game Boy, esperando silenciosamente que la pantalla volviera a encenderse. Ni siquiera parecía haberse dado cuenta de que pasaba algo. El profesor Gupta, en cambio, estaba extremadamente alarmado. Se había llevado ambas manos al pecho, y las había extendido a lo largo de su camisa como intentando tranquilizar los fuertes latidos de su corazón. Tenía los ojos desmesuradamente abiertos.
—¿Qué está ocurriendo? —preguntó jadeante.
—Todo va bien, profesor —mintió David—. No nos pasará nada.
Gupta negó frenéticamente con la cabeza.
—¡He de salir de aquí! ¡Dejadme salir del coche!
Un ataque de pánico, pensó David. Le tendió las manos, con las palmas hacia abajo, en un gesto que pretendía ser tranquilizador.
—Intente respirar hondo, ¿de acuerdo? Respire muy, muy hondo.
—¡No, he de salir de aquí!
Se desabrochó el cinturón de seguridad y estiró el brazo hacia la manecilla de la puerta. Afortunadamente, el seguro estaba puesto, y antes de que Gupta pudiera abrirlo David saltó al asiento de atrás y se lo impidió, colocándose encima del anciano y cogiéndolo por las muñecas.
—¡Ya se lo he dicho, no nos va a pasar nada! —repitió. Pero en cuanto las palabras salieron de su boca miró otra vez por el espejo retrovisor y vio el Ferrari amarillo a unos cien metros de distancia.
David se inclinó hacia delante para avisar a Monique, pero ella ya lo había visto. Sus furiosos ojos marrones estaban puestos en el espejo retrovisor.
—¡Es el coche del decano! —dijo entre dientes—. ¡Ese calvo hijo de puta lleva el coche del decano!
—Está ganando terreno —dijo David—. ¿No puedes ir más rápido?
—¡No, no puedo! ¡Él lleva un Ferrari y yo un jodido Hyundai! —Negó con la cabeza—. Debió de ir a mi casa a buscarnos. Pero a quien se encontró fue a Keith. ¡Así es como ha conseguido el coche!
El Ferrari se fue acercando a medida que llegaban a la cima de la cresta. Cuando el coche ya se encontraba a unos seis metros, David vio que el tipo calvo bajaba la ventanilla del asiento del conductor. Con la mano derecha en el volante, el tipo asomó medio cuerpo por la ventanilla y apuntó el Hyundai con la Uzi. Inmediatamente, David agarró a Michael y el profesor Gupta y los empujó hacia el suelo, detrás de los asientos delanteros. El adolescente dejó escapar un ensordecedor grito cuando David cubrió a ambos con su propio cuerpo.
—¡Agáchate! —le gritó a Monique—. ¡Nos va a disparar!
La primera ráfaga hizo añicos la ventanilla trasera, provocando que pequeños trozos del vidrio de seguridad cayeran sobre sus espaldas. La segunda pasó directamente sobre sus cabezas, las balas atravesaron el vehículo e hicieron unos cuantos agujeros en el parabrisas. Creyendo que Monique había sido alcanzada, David saltó a la parte delantera del coche para coger el volante, pero vio que ella todavía lo tenía firmemente agarrado, aparentemente ilesa. No sangraba, pero tenía las mejillas mojadas. Estaba llorando.
—Keith está muerto, ¿no? —gritó.
Ambos sabían la respuesta a esa pregunta, de modo que no hizo falta contestar. David se limitó a ponerle la mano en el hombro.
—Salgamos de aquí, ¿vale?
El Hyundai llegó a la cima y volvió a ganar velocidad en cuanto empezó a ir cuesta abajo. El calvo disparó de nuevo su Uzi, pero esta vez las balas no alcanzaron el coche porque la carretera torcía bruscamente hacia la derecha. Los neumáticos del Hyundai chirriaron al coger la curva y David tuvo que cogerse al salpicadero para no caer encima de Monique.
—¡Dios santo! —gritó—. ¡Ve con cuidado!
Ella no pareció oírle. Observaba atentamente la carretera que tenía por delante, con los ojos fijos en la doble línea amarilla. Tenía el muslo derecho hinchado por el esfuerzo de mantener presionado el pedal del gas y las manos se cogían con tal fuerza al volante que las venas se le marcaban en los nudillos. Todo su cuerpo era un tenso arco de nervios y músculos, y en la cara tenía una expresión de feroz concentración. La mente que había dilucidado las complejidades de la teoría de cuerdas, las complejas ecuaciones y topologías de variedades extradimensionales, calculaba ahora fuerzas centrífugas.
A media pendiente la carretera volvía a ser una línea recta, una empinada rampa que partía el bosque por la mitad. Ahora el Hyundai iba a más de 160 kilómetros por hora, pero el Ferrari todavía los seguía de cerca. A ambos lados de la carretera los árboles se habían convertido en un ininterrumpido borrón de hojas, troncos y ramas. Y entonces David divisó una brecha a unos cien metros. Una estrecha tira de asfalto a la izquierda que hacía un ángulo de 45 grados con la carretera. Miró a Monique: ella también la había visto.
Volviéndose, David se quedó mirando el Ferrari. El tipo calvo volvía a asomar el cuerpo por la ventanilla y los apuntaba con su ametralladora, ahora más cuidadosamente. David sólo tuvo tiempo para una breve y silenciosa oración. Todavía no, suplicó. Espera un segundo para disparar. Sólo un segundo más.
Entonces Monique giró el Hyundai hacia la izquierda, lanzando violentamente a David contra la puerta del asiento del acompañante. El coche se ladeó sobre las ruedas de la derecha, y estuvo casi a punto de volcar, pero un segundo después las ruedas de la izquierda volvieron a caer sobre el pavimento y el Hyundai se estabilizó y avanzó a toda velocidad por la estrecha carretera. Sorprendido, el tipo calvo miró por encima de la mirilla de la Uzi e intentó seguirlos girando el volante con una mano. Lo hizo demasiado tarde. La parte posterior del Ferrari salió disparada hacia delante, provocando que el coche empezara a dar vueltas en sentido contrario a las agujas del reloj. Se deslizó por la carretera como un reluciente molinete amarillo, casi hermoso en su velocidad, extrañeza y brillo. Luego se salió del asfalto y chocó contra uno de los árboles provocando un escalofriante crujido de aluminio.
Monique aminoró un poco la marcha pero siguió avanzando por la carretera. Mirando por la ventanilla trasera del Hyundai, David pudo ver cómo el Ferrari se retorcía al chocar contra el nudoso tronco de un roble. Luego la carretera hacía una doble curva y el accidente quedó fuera de la vista.
Karen y Jonah estaban en el vestíbulo del edificio del New York Times. Detrás del mostrador de seguridad había un tipo bajo y huraño vestido con una americana azul que se los quedó mirando de arriba abajo.
—¿Puedo ayudarlos en algo?
Karen le ofreció una gran sonrisa.
—Sí, he venido a ver a la señora Gloria Mitchell. Trabaja en el periódico.
—¿Tiene una cita?
Ella negó con la cabeza. No había intentado llamar a Gloria porque sospechaba que el FBI le había intervenido el teléfono.
—No, somos viejas amigas. Sólo quería pasar un momento por su oficina y decirle hola.
El guarda de seguridad estiró el brazo para coger el teléfono de su escritorio.
—¿Cómo se llama?
—Karen Atwood. —Su nombre de soltera—. Íbamos juntas al Instituto Forest Hills. Hace tiempo que no nos vemos, pero se acordará de mí.
El guarda marcó el número sin prisas. Inquieta, Karen inspeccionó el vestíbulo para ver si la seguía algún agente del FBI. Le preocupaba que la volvieran a arrestar antes de llegar a la recepción. Para tranquilizarse, agarró con fuerza la mano de Jonah.
Finalmente, Gloria se puso al teléfono.
—Karen Atwood ha venido a verla —dijo por el teléfono. Hubo una pausa—. Sí, Karen Atwood —otra pausa. Luego tapó el auricular con una mano y se volvió hacia Karen—. Dice que no conoce a nadie llamado así.
Karen se puso tensa. ¿Cómo podía ser que Gloria la hubiera olvidado? ¡Hicieron juntas clase de gimnasia durante tres años!
—Dígale que soy Karen Atwood del Instituto Forest Hills. La de la clase de gimnasia del señor Sharkey.
El guarda dejó escapar un suspiro de impaciencia y repitió la información por teléfono. Hubo otra pausa, esta vez más larga, y luego el guarda dijo:
—Muy bien, la envío arriba.
Colgó el teléfono y empezó a escribir el nombre de Karen en un pase de visitante.
Ella respiró aliviada.
—Gracias.
Todavía huraño, el guarda le dio el pase.
—La señora Mitchell está en la decimosexta planta. Coja los ascensores de la izquierda.
Mientras Karen se dirigía hacia el vestíbulo esperaba que algún hombre de gris la interceptara, pero ella y Jonah cogieron el ascensor sin incidente alguno. Le pareció raro que los agentes del FBI le permitieran ponerse en contacto con el periódico. Quizá habían supuesto que ningún periodista se iba a creer su historia. Lo cierto era que no tenía ninguna historia que contar; aunque sabía que los cargos de drogas contra David eran falsos, no tenía ni idea de por qué el gobierno se había inventado esas mentiras. Es más, era su palabra contra la del fiscal general. A ojos del mundo, ella no era más que la esposa de un profesor que traficaba con drogas, y ningún periódico se tomaría sus acusaciones en serio.
A no ser que tuviera pruebas, claro. Y Karen no había ido a la redacción con las manos totalmente vacías. Se acordaba del nombre del detective que había llamado a su apartamento anoche, el hombre que le podía decir al New York Times por qué habían llamado a David para que fuera al hospital Saint Luke. Se llamaba Héctor Rodríguez.
Lucille estaba en el despacho de Amil Gupta, sentada en su escritorio y hablando por el teléfono móvil con el director del Bureau mientras sus agentes analizaban el ordenador del profesor. En las cuatro horas desde que Gupta, Swift y Reynolds se habían escapado del Instituto de Robótica, su equipo había investigado cada rincón del campus de la Carnegie Mellon, en busca de pistas acerca de adónde se habían ido los sospechosos. El agente Walsh había interrogado a una mujer de la limpieza del Servicio de Mantenimiento de la Carnegie Mellon que reconocía haberle vendido su uniforme a Reynolds y Swift, y el agente Miller había encontrado el Corvette de Reynolds en uno de los aparcamientos del campus. Aunque era innegable que el FBI la había cagado bien, Lucille esperaba que con un poco de trabajo de campo su equipo localizara a los sospechosos y los detuviera. Por eso se enfadó tanto cuando el director le dijo que el Pentágono tomaba el mando.
—¿En qué narices están pensando? —le gritó al teléfono—. El ejército no puede realizar operaciones de mantenimiento de la ley y el orden. ¡Es ilegal incluso que participen en una operación doméstica!
—Lo sé, lo sé —contestó el director—. Pero dicen que tienen una orden ejecutiva. Y la Fuerza Delta tiene experiencia en la búsqueda de personas. Al menos en Iraq y Afganistán.
—¿Pero qué van a hacer? Todavía no tenemos pistas sobre el paradero de los sospechosos. A estas alturas podrían estar en cualquier lugar, de Michigan a Virginia.
—Según el plan, ahora mismo las tropas están en pleno vuelo hacia la Base Andrews de las Fuerzas Aéreas y desde ahí se desplegarán. Tienen helicópteros y vehículos Stryker, de modo que se podrán mover con gran rapidez.
Lucille negó con la cabeza. Esto era una auténtica estupidez. Desplegar una brigada de comandos no iba ayudarlos a encontrar a los fugitivos. Lo más probable era que los soldados terminaran disparando a un palurdo borracho por saltarse uno de sus puestos de control.
—Deme un poco más de tiempo, señor —dijo ella—. Sé que puedo encontrar a esos cabrones.
—Es demasiado tarde, Lucy. Las tropas ya están subiendo a sus C-17. Tienes el mando de la operación hasta medianoche. Llámame en dos horas con los planes para la transferencia del mando —dijo, y luego colgó.
Durante unos segundos se quedó mirando el teléfono móvil que sostenía en la mano. En la pantalla ponía «LLAMADA FINALIZADA 19.49», y luego volvió a mostrar el familiar escudo del FBI. Pero no estaba mirando la pantalla; lo que Lucy miraba era el final de su carrera en el Bureau. Durante treinta y cuatro años se había esforzado para lograr ascender de rango, era la única mujer en un ejército de hombres cabezotas y había triunfado gracias a mostrarse más dura e inteligente que cualquiera de ellos. Se había enfrentado a ladrones de bancos, se había infiltrado en bandas de motoristas, había frustrado secuestros y pinchado teléfonos de mafiosos. Un mes atrás, el director le había prometido hacerla jefa de la oficina del Bureau en Dallas, todo un regalo que coronaba décadas de servicio. Pero ahora se daba cuenta de que eso no iba a ocurrir. En vez de conseguir un ascenso la iban a obligar a jubilarse.
El agente Crawford, su número dos, se acercó a ella cautelosamente, como un perro apaleado acercándose a su amo.
—Esto, ¿agente Parker? Hemos terminado el análisis del sistema informático de Gupta.
Ella se metió el teléfono en el bolsillo y se volvió hacia él. Estaría al cargo durante cuatro horas más, así que echaría el resto.
—¿Has encontrado algún documento de física?
—No, es todo robótica. Archivos enormes llenos de códigos de software y diseños de hardware. También hemos encontrado el programa que le permite ponerse en contacto con los robots. Así es como ha conseguido que el Dragon Runner hiciera sonar la alarma.
Lucy hizo una mueca. No le gustaba que le recordaran su cagada, pero tampoco podía ignorarla. Tenía que ver la fuente de su perdición:
—Enséñame el programa.
Crawford se inclinó sobre el escritorio y con el ratón hizo clic en el icono triangular de la pantalla del ordenador. Se abrió una ventana que mostraba un mapa tridimensional del Newell-Simon Hall con una docena de parpadeantes puntos amarillos repartidos entre las plantas.
—Esta pantalla muestra la localización y el estado de cada robot —dijo Crawford—. Gupta podía enviarles órdenes mediante un aparato inalámbrico.
—¿Inalámbrico? —Sintió una palpitación de esperanza en el pecho. Todos los teléfonos móviles y demás aparatos inalámbricos envían periódicamente señales a sus redes, con lo que siempre que estuvieran encendidos el Bureau podía determinar sus posiciones aproximadas.
—¿Y no podemos localizarlo?
—No, el aparato de Gupta utiliza únicamente radio de corto alcance. Para controlar robots en otras localizaciones, envía las órdenes mediante una línea de tierra a un nodo de transmisión local, que luego emite la señal a otras máquinas.
Mierda, pensó Lucille. No daba una. Pero entonces se le ocurrió otra idea.
—¿Qué otras localizaciones? ¿Dónde más tiene robots?
Crawford hizo clic en otro icono y en la pantalla apareció un mapa del campus de la Carnegie Mellon.
—Hay algunos en el Departamento de Ciencias Informáticas y otros pocos en la Facultad de Ingeniería. —Señaló un grupo de puntos parpadeantes al borde del mapa—. Y unos cuantos más aquí, en casa de Gupta.
—¿Y fuera de Pittsburgh?
Con otro clic de ratón en la pantalla apareció un mapa de Estados Unidos. Había cuatro puntos parpadeantes en California, uno en Tennessee, uno en Virginia Occidental, dos en Georgia y media docena cerca de Washington, D.C.
—El Departamento de Defensa está probando robots de vigilancia en distintos sitios —explicó Crawford—. Y la NASA está preparando una de sus máquinas para una misión a Marte.
—¿Y qué hay de esta localización? —Lucille señaló el punto parpadeante de Virginia Occidental. Era el más cercano a Pittsburgh.
El agente Crawford hizo clic en el punto y apareció a su lado una etiqueta: «Retiro de Carnegie, Jolo, Virginia Occidental».
—No parece ser ni una base militar ni un centro de la NASA —advirtió Lucille. La palpitación de esperanza de su pecho pasó a ser un latido firme. Sabía que no era más que una corazonada, pero al cabo de los años había aprendido a confiar en sus corazonadas.
Crawford se fijó en la etiqueta que aparecía en pantalla.
—No he visto este nombre en ninguno de los documentos de Gupta. Podría tratarse de un contratista privado, supongo. Quizá una de las compañías de defensa que se dedican a la robótica.
Ella negó con la cabeza. El punto parpadeaba al sur del estado, en pleno corazón de la tierra de los Hatfield y los McCoy[10]. Por ahí no había ningún contratista de defensa.
—¿Tenemos algún agente operativo en Virginia Occidental esta noche?
Crawford sacó del bolsillo la BlackBerry con la que solía seguir la pista de los agentes asignados a la operación.
—Bueno, veamos. Los agentes Brock y Santullo están en el I-79, ayudando a la policía estatal en un control de carretera. A unos ochenta kilómetros al norte de Jolo.
—Diles a Brock y Santullo que se dirijan ahí tan rápido como puedan. Necesitarán refuerzos, así que reúne a otra docena de agentes y que vayan tirando a Virginia Occidental.
Crawford levantó una ceja.
—¿Está segura de esto? Lo único que sabemos en este momento es que…
—¡Tú hazlo!