6

Karen daba vueltas dentro de la sala de interrogatorio de las oficinas que el FBI tenía en el Federal Plaza. Primero pasó por delante de la puerta de acero, cerrada por dentro. Luego por delante de un espejo que ocupaba casi la totalidad de la pared, con toda probabilidad un espejo unidireccional para permitir ver los interrogatorios a los agentes que estuvieran al otro lado. Finalmente, pasó por delante de un escudo azul y dorado con el dibujo de una águila y las palabras «Federal Bureau of Investigation – Protegiendo América». Unas cuantas sillas rodeaban una mesa de metal que había en el centro de la habitación, pero Karen estaba demasiado nerviosa para sentarse. En vez de eso, dio al menos cincuenta vueltas a la habitación, mareada por el miedo, la indignación y la fatiga. Los agentes se habían llevado a Jonah.

A las cinco de la madrugada oyó pasos en el pasillo que había al otro lado de la puerta cerrada. Una llave abrió la cerradura, y un momento después el agente que la había arrestado entró en la habitación. Alto, rubio y musculoso, todavía llevaba esa horrible americana gris bajo la cual sobresalía la cartuchera. Karen recordó su nombre mientras se abalanzaba sobre él: agente Brock. El cabrón había esposado a un niño de siete años.

—¿Dónde está mi hijo? —le preguntó—. ¡Quiero ver a mi hijo!

Brock extendió los brazos, como si fuera a agarrarla. Tenía los ojos fríos y azules y una cicatriz hinchada en el mentón.

—¡Eh, tranquilícese! Su hijo se encuentra bien. Está durmiendo en una de las habitaciones del pasillo.

Karen no lo creyó. Jonah había gritado como una banshee[7] cuando los agentes lo arrancaron de sus brazos.

—¡Lléveme con él! ¡Necesito verlo ahora mismo!

Intentó rodear a Brock y llegar a la puerta, pero el agente se movió a un lado y se interpuso.

—¡Oiga, he dicho que se tranquilice! Podrá ver a su hijo dentro de unos minutos. Antes quiero que me conteste a unas cuantas preguntas.

—Mire, soy abogada, ¿de acuerdo? No me dedico al derecho penal, pero sí sé que esto es ilegal. No nos puede retener aquí sin cargos.

Brock hizo una mueca. Estaba claro que le daban igual los abogados.

—Podemos presentar cargos si eso es lo que quiere. ¿Qué le parece negligencia criminal de un menor? ¿Le parece eso suficientemente legal?

—¿Qué? ¿De qué está hablando?

—Hablo de la drogadicción de su exmarido. Y cómo se la financiaba vendiendo cocaína a sus alumnos de Columbia. La mayoría de sus trapicheos los hacía en Central Park, justo después de recoger a su hijo de la escuela.

Karen se lo quedó mirando fijamente. Era la mayor estupidez que había oído en su vida.

—¡Eso es ridículo! ¡Lo peor que han hecho en el parque es jugar con la Super Soakers!

—Tenemos vídeos de vigilancia en los que se le ve realizando las transacciones. Según nuestras fuentes, Swift ha estado traficando durante años.

—¡Por el amor de Dios! ¡Si David hubiera vendido droga en el parque, me habría enterado!

Brock se encogió de hombros.

—Quizá. O quizá no. Una cosa es segura: el Juzgado de Familia querrá averiguar si usted también estaba implicada. Puede que decidan retirarle la custodia de su hijo mientras investigan todo el asunto.

Karen negó con la cabeza. Brock mentía. Como abogada corporativa, se ganaba el sueldo negociando acuerdos de fusión, y solía tener claro cuándo la otra parte se estaba marcando un farol.

—Muy bien, demuéstremelo. Enséñeme esos vídeos de vigilancia.

Brock se acercó un paso.

—No se preocupe, los verá en las noticias de esta noche. Mire, su exmarido quería expandir el negocio, así que empezó a trabajar con los Latin Kings. Supongo que habrá oído hablar de ellos.

Ella lo miró con recelo.

—¿Me está diciendo que David se codeaba con una pandilla de gánsteres hispanos?

—Los Latin Kings controlan el negocio de las drogas en la zona norte de Manhattan. También son los hijos de puta que anoche asesinaron a nuestros agentes. Dispararon a tres agentes encubiertos que estaban realizando una indagación a Swift y a otros tres que formaban parte del equipo de vigilancia.

Karen dejó escapar un resoplido de indignación. Esa historia era absurda. Cualquiera que conociera a David se daría cuenta de eso inmediatamente. ¿Pero por qué el FBI se había inventado esas gilipolleces? ¿Qué intentaban ocultar? Apartándose de Brock, Karen se acercó a la mesa de metal y se sentó en una de las sillas.

—De acuerdo, agente Brock, por un momento me creeré lo que me está contando. ¿Qué es lo que quiere de mí?

Él sacó un cuaderno y un bolígrafo de su americana.

—Necesitamos información de los contactos de su exmarido. En concreto de cualquiera que viva en Nueva Jersey.

—¿Nueva Jersey? ¿Ahí es donde cree que se encuentra David?

Brock torció el gesto.

—Deje que sea yo quien haga las preguntas, ¿de acuerdo? Ya tenemos los nombres de sus colegas de Columbia. Ahora estamos haciendo una lista de amigos, conocidos, ese tipo de cosas.

—No soy la persona más adecuada a quien preguntárselo. David y yo llevamos dos años divorciados.

—No, sin duda sí es la persona idónea. Mire, ahora Swift es un fugitivo y probablemente buscará la ayuda de alguien. Alguien muy cercano, no sé si me entiende.

Él ladeó la cabeza y le dedicó una mirada de complicidad.

—¿Conoce a alguien así en Nueva Jersey?

Karen negó con la cabeza. Qué patético, pensó. Brock intentaba ponerla celosa.

—No tengo ni idea.

—Vamos. ¿No sabe nada de su vida sentimental?

—¿Por qué debería? Ya no estamos casados.

—Bueno, ¿y antes del divorcio? ¿Acaso David no se fue nunca de picos pardos? ¿No hizo ningún viaje a horas intempestivas al otro lado del puente George Washington?

Ella lo miró directamente a los ojos.

—No.

Brock se quedó de pie delante de la silla de Karen. Puso una mano sobre el borde de la mesa y se inclinó, acercando su cara hasta quedarse a unos centímetros de ella.

—No está usted colaborando demasiado, Karen. ¿Es que no quiere ver a su hijo?

Ella sintió una punzada en el estómago.

—¿Me está amenazando?

—No, para nada. Sólo quería recordarle lo del Juzgado de Familia. A no ser que les demos un informe favorable, puede que den a su hijo en acogida. Y usted no quiere perderlo, ¿verdad?

La cara de Brock estaba tan cerca que Karen podía oler su enjuague bucal, un nauseabundo olor a menta verde, y por un segundo creyó que iba a vomitar. En vez de eso empujó la silla hacia atrás y se puso en pie. Pasó a su lado, rozándolo, y se dirigió hacia el espejo unidireccional que había al otro lado de la habitación. Intentó mirar a través del cristal, pero lo único que podía ver era su reflejo.

—Muy bien, capullos —dijo ella, dirigiéndose al espejo—. ¿Han descubierto ya con quién están tratando?

En el espejo vio cómo Brock se acercaba a ella.

—Ahí no hay nadie, Karen. Estamos solos usted y yo.

Ella apuntó con el dedo hacia el cristal.

—Amory Van Cleve. ¿Les suena el nombre? Conoce a la mitad de los abogados del Departamento de Justicia, y no le hará ninguna gracia lo que me están haciendo.

Ahora Brock estaba a unos pocos centímetros de ella.

—Muy bien, ya basta. Será mejor que…

—¡Llévense a este gilipollas de aquí! —gritó Karen, señalando a Brock pero manteniendo la mirada en el espejo—. Voy a contar hasta diez, si este tío todavía está aquí cuando termine, Amory irá a por ustedes. ¿Me oyen bien? ¡Hablará con sus amigos del Departamento de Justicia y se asegurará de que todos ustedes vayan a la cárcel!

La habitación quedó en silencio durante unos cinco segundos. Incluso Brock mantuvo la boca cerrada mientras esperaba a ver qué sucedía. Luego Karen volvió a oír pasos en el pasillo. La puerta se abrió y una mujer mayor que llevaba una blusa blanca y gafas de leer entró en la habitación.

—¿Está usted bien, querida? —dijo con acento sureño—. He oído gritos y he pensado…

Karen se dio la vuelta.

—¡Ni se le ocurra empezar otra vez! —gritó—. ¡Llévenme con mi hijo!

David se despertó en el Corvette de Monique, cuyo asiento del acompañante estaba casi a ras de suelo. Grogui y desorientado, miró por el parabrisas. El coche iba por una autopista interestatal que atravesaba un paisaje exuberante y accidentado, de un verde intenso a la luz de la mañana. Un rebaño de vacas marrones pastaba en una amplia pradera en pendiente, junto a un gran establo rojo y un campo recién arado. Era bonito de ver, y durante largo rato David se quedó mirando el tranquilo e inmóvil ganado. Entonces sintió un dolor sordo en la parte baja de la espalda, provocado sin duda por todas las carreras de la noche anterior, y entonces recordó por qué estaba cruzando el país a toda velocidad.

Se removió en el incómodo asiento envolvente. Monique miraba la carretera con una mano sobre el volante y la otra hurgando dentro de una caja de galletas Snackwells de crema de vainilla. Antes de salir de casa se había cambiado y se había puesto una blusa campesina y unos pantalones cortos de color caqui, y ahora también llevaba puestos los auriculares del iPod, que descansaba en su regazo. Movía ligeramente la cabeza al ritmo de la música. Al principio no advirtió que David se había despertado, y durante unos segundos él pudo observarla por el rabillo del ojo, mirando fijamente su precioso cuello y sus largas piernas de color cacao. Al cabo de un rato, sin embargo, empezó a sentirse un voyeur, de modo que para llamar la atención de ella bostezó y se desperezó, estirando los brazos tanto como le permitía el estrecho espacio del interior del Corvette.

Monique se volvió hacia él.

—¡Al fin! —dijo—. Has estado tres horas durmiendo.

Se quitó los auriculares y David oyó un estridente fragmento de música rap antes de que apagara el iPod. Luego le ofreció la caja de Snackwells.

—¿Quieres desayunar?

—Sí, claro, gracias. —En cuanto David cogió la caja se dio cuenta de que estaba hambriento. Se metió dos galletas en la boca, y cogió tres más—. ¿Dónde estamos?

—En la bella Pennsylvania occidental. Llegaremos a Pittsburgh en una hora, quizá un poco menos.

David vio la hora en el reloj del salpicadero: las 8.47.

—Estás haciendo un buen tiempo.

—¿Estás loco? —se burló—. Si condujera como suelo hacerlo ya habríamos llegado. No he pasado de ciento veinte por si nos cruzábamos con alguna patrulla estatal.

David asintió.

—Buena idea. Probablemente a estas alturas ya tienen mi fotografía.

Cogió dos Snackwells más de la bolsa. Luego miró otra vez a Monique y advirtió las bolsas debajo de sus ojos.

—Debes de estar agotada. ¿Quieres que conduzca yo un rato?

—No, estoy bien —respondió rápidamente—. No estoy cansada.

Ahora agarraba el volante con ambas manos, como queriendo corroborar su afirmación. Estaba claro que no le gustaba la idea de que otra persona condujera su coche. Bueno, era comprensible, pensó él. Su Corvette era una auténtica belleza.

—¿Estás segura?

—Sí, estoy bien. Me gustan los viajes largos. Algunas de mis mejores ideas se me ocurren mientras estoy en la carretera. ¿Sabes mi último artículo en la Physical Review? ¿«Efectos gravitacionales de las dimensiones no compactas adicionales»? Se me ocurrió un fin de semana mientras conducía al D.C.

Ella es de ahí, recordó él, del barrio de Anacostia, Washington, D.C. Ahí fue donde su padre fue asesinado y su madre se convirtió en una yonqui. David quería preguntarle a Monique si todavía tenía familia ahí, pero no lo hizo.

—¿Y ahora en qué estabas pensando? —preguntó en vez de eso—. Antes de que yo me despertara, quiero decir.

—Variables ocultas. Algo con lo que seguramente estás familiarizado.

David dejó de comer y puso a un lado la caja de Snackwells. Las variables ocultas eran una parte importante de la búsqueda de Einstein en pos de una teoría unificada. En la década de los treinta se convenció de que en el extraño comportamiento cuántico de las partículas subatómicas había un orden subyacente. El mundo microscópico parecía caótico, pero eso sólo era así porque nadie podía ver las variables ocultas, los planos detallados del universo.

—¿O sea que intentas averiguar cómo lo hizo Einstein?

Ella frunció el ceño.

—Todavía no lo acabo de ver. La teoría cuántica simplemente no encaja dentro del marco clásico. Es como intentar meter un clavo cuadrado en un agujero redondo. Las matemáticas de los dos sistemas son completamente diferentes.

David intentó recordar lo que había escrito sobre las variables ocultas en Sobre hombros de gigantes.

—Bueno, yo no te puedo ayudar con las matemáticas. Pero Einstein estaba convencido de que la mecánica cuántica era incompleta. En todas sus cartas y conferencias siempre la comparaba a un juego de dados. La teoría no te indicaba cuándo exactamente un átomo radiactivo iba a entrar en descomposición, o dónde exactamente iban a parar las partículas expulsadas. La mecánica cuántica sólo ofrece probabilidades, y a Einstein eso le parecía inaceptable.

—Sí, sí, ya lo sé. «Dios no juega a los dados con el universo». —Puso los ojos en blanco—. Me parece una afirmación más bien arrogante, la verdad. ¿Qué le hizo pensar a Einstein que podía decirle a Dios qué hacer?

—Pero la analogía va más allá. —David acababa de recordar un párrafo de su libro—. Cuando tiras un par de dados, los números parecen aleatorios, pero en realidad no lo son. Si tuvieras el control total de todas las variables ocultas —la fuerza con la que tiras los dados, el ángulo de su trayectoria, la presión del aire de la habitación— podrías obtener sietes siempre que tiraras. No hay sorpresas si conoces el sistema a la perfección. Y Einstein pensaba que lo mismo valía para las partículas elementales. Podías llegar a conocerlas a la perfección si descubrías las variables ocultas que conectaban la mecánica cuántica a la teoría clásica.

Monique negó con la cabeza.

—Suena bien, pero créeme, no es tan sencillo. —Soltó una mano del volante y señaló el campo que tenían delante—. ¿Ves todo este paisaje? Es una buena imagen de una teoría de campo clásica como la relatividad. Hermosas y suaves colinas y valles trazan la curvatura del espacio-tiempo. Si ves una vaca que camina por el campo puedes calcular con precisión dónde estará en media hora. La teoría cuántica, en cambio, equivaldría a la parte más sucia y peligrosa del sur del Bronx. De la nada surge todo tipo de cosas raras e impredecibles que agujerean las paredes —movió la mano en zigzag, como dando a entender la locura cuántica—. Éste es el problema. No puedes hacer que por arte de magia el sur del Bronx aparezca en medio de un campo de trigo.

Monique estiró el brazo hacia la caja de Snackwells y cogió otra galleta. Mientras la masticaba siguió mirando fijamente la carretera, y a pesar de que acababa de decir que todo su esfuerzo era fútil, David sabía que todavía le estaba dando vueltas al problema. Se le ocurrió entonces que quizá ella tenía más de una razón para ir a Pittsburgh. Hasta ese momento él había creído que su principal motivación era la ira, el odio visceral a los agentes del FBI que habían invadido su casa, pero ahora empezaba a sospechar que la razón era otra. Quería conocer la Teoría del Todo. Aunque no pudiera publicarla, aunque no se la pudiera decir absolutamente a nadie, quería conocerla.

Y David también quería conocerla. Entonces recordó algo de la noche anterior.

—Anoche el profesor Kleinman mencionó otra cosa. El artículo sobre la relatividad que hice en la escuela.

—¿El que coescribiste con Kleinman?

—Sí, «la relatividad general en un espacio-tiempo bidimensional». Aludió a él justo antes de darme la secuencia de números. Dijo que me había acercado a la verdad.

Monique levantó una ceja.

—Pero ese artículo no presentaba ningún modelo realista del universo, ¿no?

—No, analizamos Planicie, un universo de sólo dos dimensiones espaciales. Las matemáticas son mucho más fáciles si no te las tienes que ver con tres.

—¿Y cuáles fueron los resultados? Ya hace mucho que lo leí.

—Averiguamos que las masas bidimensionales no experimentan una atracción gravitacional mutua, pero sí modifican la forma del espacio a su alrededor. Y formulamos el modelo de un agujero negro bidimensional.

Ella lo miró desconcertada.

—¿Y cómo diantres hiciste eso?

David comprendía su confusión. En tres dimensiones, los agujeros negros nacían cuando las estrellas gigantes se desmoronan bajo su propio peso. En dos dimensiones, sin embargo, no habría atracción gravitacional que provocara ese desmoronamiento.

—Creamos un escenario en el que dos partículas colisionaban la una con la otra para formar el agujero. Era algo bastante complicado, así que no recuerdo todos los detalles. Pero hay una copia del artículo en internet.

Monique pensó en ello un momento mientras con el dedo daba golpecitos en el volante.

—Interesante. ¿Sabes lo que he dicho antes acerca de la belleza y la claridad de la teoría clásica? Bueno, los agujeros negros son la gran excepción. Su física es endiabladamente complicada.

Se volvió a hacer el silencio mientras avanzaban por la autopista de Pennsylvania. David vio una señal a un lado de la carretera: PITTSBURGH, 69 KILÓMETROS. Sintió una punzada de ansiedad al darse cuenta de lo cerca que estaban. En vez de ponderar las posibles directrices de la teoría unificada de Einstein, deberían estar pensando en cómo llegar hasta Amil Gupta. Lo más probable era que los agentes del FBI tuvieran el Instituto de Robótica bajo vigilancia e interceptaran a cualquiera que se acercara al Newell-Simon Hall. E incluso en el caso de que David y Monique consiguieran atravesar el cordón, ¿qué harían luego? ¿Avisar a Gupta del peligro y convencerle de que abandonara el país? ¿Introducirlo de algún modo en Canadá o México, y llevarlo a algún lugar en el que estuviera a salvo tanto del FBI como de los terroristas? La tarea era de una envergadura tal que David apenas podía empezar a considerarla.

Un rato después, Monique dejó los cálculos mentales y se volvió hacia él. David pensó que le iba a hacer otra pregunta sobre su artículo y la Planicie, pero en vez de eso le dijo.

—Así que ahora estás casado, ¿no?

Ella había procurado que su tono fuera lo más natural posible, pero no le había salido del todo bien. David advirtió una ligera vacilación en su voz.

—¿Qué te hace pensar eso?

Ella se encogió de hombros.

—Cuando leí tu libro vi que estaba dedicado a alguien llamado Karen. Supuse que sería tu esposa.

Su rostro era inexpresivo, decididamente desinteresado, pero a David no lo engañó. Era algo francamente inusual recordar el nombre de una dedicatoria. Estaba claro que Monique había mantenido una sana curiosidad por él desde aquella noche que habían pasado juntos veinte años atrás. Seguramente lo había buscado en Google tantas veces como él a ella.

—Ya no estoy casado. Karen y yo nos divorciamos hace dos años.

Ella asintió, todavía inexpresiva.

—¿Y sabe ella algo de todo esto? ¿Sobre lo que te pasó anoche, quiero decir?

—No, no he hablado con ella desde que vi a Kleinman en el hospital. Y ahora no se lo puedo contar porque el FBI rastrearía la llamada. —Volvió a sentir una punzada de ansiedad al pensar en Karen y Jonah—. Sólo espero que esos malditos agentes no empiecen a acosarlos.

—¿Acosarlos?

—Tenemos un hijo de siete años. Se llama Jonah.

Monique sonrió. Aparentemente en contra de su voluntad, esa sonrisa desmontó su estudiada indiferencia, y de nuevo a David le volvió a sobrecoger lo encantadora que era.

—Eso es maravilloso —dijo ella—. ¿Cómo es?

—Bueno, le encanta la ciencia, aunque eso no es ninguna sorpresa. Ya está trabajando en un cohete que podrá ir más deprisa que la velocidad de la luz. Pero también le encanta el béisbol y los Pokémon y en general alborotar. Deberías haberlo visto ayer en el parque con la Super… —David se detuvo al recordar lo que había ocurrido con la Super Soaker.

Monique esperó unos segundos, mirando la carretera, claramente a la espera de oír el resto. Entonces se volvió hacia él y dejó de sonreír de golpe.

—¿Qué ocurre?

Él respiró hondo. Tenía el pecho tenso como una piel de tambor.

—Dios mío —susurró—. ¿Cómo diablos vamos a salir de ésta?

Ella se mordió el labio inferior. Con un ojo puesto en la carretera, estiró el brazo hacia el asiento de él y le puso la mano sobre la rodilla.

—Tranquilízate, David. Hagamos las cosas paso a paso. Lo primero que tenemos que hacer es hablar con Gupta. Luego ya pensaremos un plan.

Sus largos dedos le acariciaron la rodilla. Luego le dio un apretón reconfortante y volvió a centrar su atención en la carretera. A pesar de que estos gestos no habían calmado un ápice sus miedos, David se los agradeció.

Un minuto más tarde, Monique señaló otra señal de la carretera. En ésta ponía «ÁREA DE SERVICIO DE NEW STANTON A DOS MILLAS».

—Será mejor que paremos ahí —dijo ella—. Casi no tenemos gasolina.

David estuvo alerta por si veía a algún policía mientras se acercaban al área de servicio. Gracias a Dios no había ningún coche patrulla delante de la gasolinera Shell. Monique detuvo el coche delante de los surtidores y llenó el depósito del Corvette con Shell Ultra Premium mientras David permanecía agachado en el asiento del acompañante. Luego volvió a entrar en el coche y condujo hasta el aparcamiento del área de servicio. Pasaron por delante de un enorme edificio de hormigón en el que había un Burger King, un Nathan’s y un Starbucks.

—Odio poner las cosas más difíciles, pero tengo que ir a mear —dijo ella—. ¿Tú no?

David escudriñó el aparcamiento y no vio ningún coche de policía. Pero ¿y si había algún agente dentro del edificio, apostado justo delante del servicio de caballeros? Las probabilidades eran remotas, pero era un riesgo.

—Yo me quedaré en el coche. Puedo mear en un vaso o algo así.

Ella le lanzó una mirada de advertencia.

—Muy bien, pero ten cuidado. Será mejor que no mojes el asiento del coche.

Aparcó en un rincón vacío del aparcamiento, a unos diez metros del vehículo más cercano. David le dio un par de billetes de veinte dólares.

—¿Podrías aprovechar para comprar algunas cosas? Quizá unos sándwiches, un poco de agua, unas patatas…

—¿Quiere eso decir que te has cansado de los Snackwells? —Ella volvió a sonreír mientras abría la puerta del conductor y se dirigía hacia los servicios.

En cuanto se hubo ido, David se dio cuenta de que necesitaba mear inmediatamente. Buscó dentro del Corvette algún tipo de recipiente, hurgando por debajo de los asientos en busca de una botella de agua vacía o una taza de café, pero no tuvo suerte: el coche estaba inmaculado. No había basura, ni siquiera en la guantera. Podía esperar que Monique regresara con las botellas de agua que acababa de comprar y vaciar una, pero no le gustaba la idea de mear delante de ella. Sin saber qué hacer, miró hacia el aparcamiento y entonces divisó a unos quince metros una zona de picnic con hierba y una arboleda. Una familia tomaba un desayuno Burger King en una de las mesas, pero parecían estar a punto de marcharse. La joven madre les decía a los niños que recogieran los despojos mientras el padre permanecía de pie, impaciente, con las llaves del coche ya en la mano.

Unos minutos después la familia se dirigió hacia su monovolumen y David salió del Corvette. Caminó hacia la zona de picnic, mirando antes por encima del hombro a un lado y a otro. La única persona a la vista era un anciano que paseaba con su dachshund por un extremo del aparcamiento. David pasó por delante de las mesas del picnic, se escondió detrás del árbol más grande y se bajó la bragueta. Cuando hubo terminado volvió al Corvette, por fin aliviado. Al salir de la zona de hierba, sin embargo, vio que el anciano del perro se acercaba a toda prisa hacia él.

—¡Eh, oiga! —le gritó.

David se quedó inmóvil. Durante un segundó pensó que se trataba de un policía disfrazado. Pero al acercarse David vio que era un anciano de verdad. Tenía saliva en los labios y su sonrosado rostro estaba tan arrugado como una pasa. Golpeó el pecho de David con su periódico enrollado.

—¡He visto lo que ha hecho! —le regañó—. ¿Es que no sabe que aquí tienen servicios?

Divertido, David sonrió al anciano.

—Mire, lo siento, era una emergencia.

—¡Es asqueroso, eso es lo que es! Lo que debería…

De pronto el anciano dejó de reprenderlo. Se quedó mirando a David fijamente, entrecerrando los ojos, luego miró hacia el periódico que llevaba en la mano. Su rostro empalideció. Se quedó quieto durante un segundo con la boca abierta, dejando a la vista una hilera de dientes torcidos y amarillentos. Entonces se dio la vuelta y empezó a correr, tirando frenéticamente de la correa del dachshund.

En ese mismo instante, David oyó que Monique le gritaba:

—¡Vuelve aquí!

Estaba de pie junto al Corvette, con una bolsa de plástico en la mano. Mientras él se acercaba apresuradamente, ella tiró la bolsa dentro del coche, se sentó en el asiento del conductor y arrancó el motor.

—¡Vamos, vamos métete dentro!

En cuanto David se deslizó en el asiento del acompañante, el Corvette arrancó. Monique puso a tope el motor y en unos segundos ya estaban fuera del área de servicio y cogiendo la rampa de entrada a la autopista.

—¡Joder! —gritó ella—. ¿Por qué has tenido que ponerte a hablar con ese anciano?

David estaba temblando. El anciano lo había reconocido.

La aguja del cuentaquilómetros llegó a los ciento cincuenta. Monique pisó a fondo el acelerador y el Corvette avanzó a toda velocidad por la autopista.

—Espero que la siguiente salida esté cerca —dijo ella—. Tenemos que salir de esta autopista antes de que tu amigo llame a la policía.

En su mente, David visualizó al tipo del perro otra vez. El periódico enrollado, pensó. Así es como me ha reconocido.

Como si hubiera leído sus pensamientos, Monique alargó el brazo hacia la bolsa de plástico que se encontraba entre los dos y sacó un ejemplar del Pittsburgh Post-Gazette.

—He visto esto en el quiosco que había al lado del Starbucks.

David vio la noticia en la parte superior de la primera plana. El titular decía: «SEIS AGENTES ASESINADOS EN NUEVA YORK DURANTE UNA REDADA DE DROGAS», y debajo, en letra más pequeña, «LA POLICÍA BUSCA A UN PROFESOR DE COLUMBIA». Y encima del titular reproducían la fotografía de David en blanco y negro que había aparecido en la solapa de Sobre hombros de gigantes.

Simon observaba el tranquilo río Delaware desde el parque Washington Crossing State de Nueva Jersey. Estaba de pie en un aparcamiento desierto que daba al río, apoyado en el lateral de un reluciente Ferrari amarillo.

Había cogido el coche —un Maranello 575 cupé— del garaje del Princeton Auto Shop. Keith, el mecánico que había conocido en la casa de Monique Reynolds, le había dicho dónde encontrar las llaves. Los acontecimientos se habían desarrollado de forma francamente afortunada, teniendo en cuenta que Simon se había visto obligado a abandonar su Mercedes después de su encuentro con el agente del Departamento de Policía de Princeton. Keith habría sido todavía de mayor ayuda si le hubiera dicho adónde habían ido David Swift y Monique Reynolds, pero el joven mecánico insistió en que no lo sabía, incluso después de que Simon le hubiera cortado tres dedos y le hubiera sacado las entrañas.

Simon negó con la cabeza. Lo único que tenía ahora era la nota que Monique había dejado en la encimera de la cocina. Sacó la hoja de papel doblada del bolsillo y la volvió a estudiar, pero no contenía ninguna pista.

Keith,

Lamento todo esto, pero David y yo tenemos que irnos ahora mismo. Tiene unos importantes resultados que hemos de evaluar. Te llamaré cuando vuelva.

P.D.: Hay zumo de naranja en la nevera y bagels en la cesta del pan. No te olvides de cerrar la puerta.

Las líneas finales habían quedado oscurecidas por una huella de sangre que Simon había dejado al coger la nota. Antes de salir de la casa, cogió los bagels. Keith ya nunca más volvería a comer.

Simon se volvió a meter la nota en el bolsillo y miró la hora: eran las 9.25. Quedaba poco para la conversación diaria con su cliente. Cada mañana, exactamente a las 9.30, Henry Cobb lo llamaba para estar al tanto de los progresos de la misión. Casi con toda seguridad «Henry Cobb» era un alias. Simon nunca lo había visto en persona —cerraron el contrato por teléfono, utilizando varios códigos que Henry había diseñado—, pero a juzgar por su acento, su verdadero nombre debía de ser Abdul o Muhammad. Aunque Simon todavía no había descubierto la nacionalidad del tipo, lo que sí tenía claro era que sin duda su residencia estaba en algún lugar entre El Cairo y Karachi. Dado que Simon se había pasado tantos años matando insurgentes musulmanes en Chechenia, le sorprendió un poco que un grupo islámico quisiera contratarlo. Pero quizá no les había dado a los yihadistas suficiente crédito. Si estaban de verdad comprometidos con su causa, no les importaría otra cosa que conseguir al mejor hombre para el trabajo. Y el historial de Simon, bien lo sabían los chechenos, era excelente.

Cualesquiera que fueran la naturaleza e intenciones de la organización de Henry, una cosa estaba clara: contaban con importantes recursos. Para preparar a Simon para la misión, Henry le había enviado toda una caja de libros de texto sobre física de partículas y relatividad general, así como una docena de ejemplares de la Physical Review y el Astrophysical Journal. Y lo que es más importante, había transferido a Simon 200.000 dólares para cubrir sus gastos y le había prometido un millón más cuando hubiera terminado el trabajo.

Lo irónico del asunto era que Simon hubiera estado encantado de hacer el trabajo gratis de haber sabido desde el principio de qué iba. No había sido consciente de la magnitud de la ambición de Henry hasta hacía una semana, cuando acudió a la casa de campo que Jacques Bouchet tenía en la Provenza. Simon había atacado al físico francés mientras estaba en la bañera, y, después de una refriega breve y pasada por agua, el tipo empezó a hablar. Lamentablemente, sólo conocía unas pocas partes de la Einheitliche Feldtheorie, pero sí habló bastante acerca de las posibles consecuencias del uso incorrecto de las ecuaciones. Estaba claro que Bouchet esperaba que Simon se horrorizara ante esa información, quizá lo suficiente como para abandonar del todo la misión, pero en vez de eso Simon se sintió exultante. Quiso la suerte que los deseos de su cliente encajaran perfectamente con los suyos. Sintiendo una oleada de triunfo, siguió interrogando a Bouchet hasta que el anciano se sentó temblando en la bañera. Entonces le cortó las muñecas y vio cómo las nubes de sangre teñían el agua.

A las 9.29, Simon cogió su teléfono móvil y lo abrió, anticipando la llamada de Henry. Sergéi y Larissa aparecieron en la pantalla, sonriendo expectantes. Sed pacientes, susurró Simon. Ya falta poco.

A las 9.30, el teléfono sonó. Simon se llevó el aparato a la oreja.

—Hola, aquí George Osmond —dijo. Era su alias.

—Buenos días, George. Me alegro de volver a hablar con usted —dijo una voz queda y cuidadosa con acento de Oriente Medio—. Dígame, ¿qué tal el partido de anoche?

Por alguna razón, Henry solía utilizar metáforas de béisbol a modo de código. Aunque sus veladas conversaciones a veces rayaban lo ridículo, Simon tenía que admitir que las preocupaciones tenían sentido. Desde el 11-S ninguna llamada era segura. Tenías que suponer que el gobierno lo escuchaba todo.

—El partido fue un poco decepcionante —dijo—. No hubo tantos, de hecho.

Hubo una larga pausa. Estaba claro que Henry no estaba satisfecho.

—¿Y qué hay del lanzador? —Ése era el código que utilizaban para referirse a Kleinman.

—No tuvo oportunidad de jugar. Ni lo hará ya esta temporada, me temo.

Una pausa todavía más larga.

—¿Cómo ha podido pasar eso?

—Los Yankees[8] se metieron por medio. Puede leerlo en los periódicos de hoy. Claro que los periodistas no conocen bien todos los detalles. Han intentado convertirlo en otro escándalo de drogas.

Esta vez el silencio se alargó durante casi medio minuto. Simon se imaginó a su cliente vestido con una chilaba blanca, tirando con fuerza de una sarta de cuentas.

—Esto no me hace muy feliz —dijo finalmente—. Contaba con este lanzador. ¿Cómo nos las vamos a arreglar sin él?

—No se preocupe. Tengo otras perspectivas. Un hombre más joven, un jugador muy prometedor. Parece que trabajó codo con codo con el lanzador.

—¿He oído hablar de este jugador alguna vez?

—También lo mencionan en los periódicos. Es un jugador universitario. Creo que tiene lo que necesitamos.

—¿Sabe dónde está?

—Todavía no. Estuve a punto de contactar con él anoche, pero tuvo que irse de la ciudad repentinamente.

Contrariado, Henry dejó escapar un gruñido. Estaba claro que no era un hombre paciente. Pero los de su calaña rara vez lo eran.

—Esto es inaceptable —dijo—. Le estoy pagando muy bien y espero mejores resultados.

Simon sintió una punzada de irritación. Se enorgullecía de su profesionalidad.

—Tranquilícese. Rentabilizará su dinero. Sé de alguien que me puede ayudar a encontrar a este jugador.

—¿Quién?

—Un agente de la organización de los Yankees.

Se produjo otro largo silencio, pero éste fue distinto. Era un silencio meditabundo y de estupefacción.

—¿De los Yankees? —masculló su cliente—. ¿Tiene un amigo ahí dentro?

—Es una relación estrictamente profesional. Mire, los Yankees encontrarán a este jugador tarde o temprano. En cuanto ellos sepan dónde está, el agente me pasará la información.

—Y eso tendrá un precio, supongo.

—Naturalmente. Y necesitaré un sustancial aumento de mi presupuesto para cubrirlo.

—Se lo he dicho otras veces. El dinero no es problema. Estoy dispuesto a pagar todos los gastos necesarios.

Ahora su voz era conciliadora, casi deferente.

—¿Y está seguro de que puede confiar en este hombre?

—He concertado una entrevista con el agente para evaluar sus intenciones. Llegará dentro de unos minutos, de hecho.

—Bueno, pues entonces le dejo estar. Manténgame informado, por favor.

—Desde luego.

Simon frunció el ceño mientras colgaba el teléfono y se lo metía en el bolsillo. Odiaba tratar con los clientes. Era de largo la parte más desagradable de su trabajo. Pero no tendría que hacerlo muchas veces más. Si todo salía según lo planeado, esta misión sería la última.

Se volvió hacia el río Delaware y la línea de robles de la otra orilla. Según rezaba un cartel que había en la orilla, éste fue el lugar en el que el general Washington embarcó a sus tropas para cruzar el río. En la noche del 25 de diciembre de 1776, guió a 2.400 insurgentes de Pennsylvania a Nueva Jersey para sorprender al ejército británico en sus barracas de Trenton. Ahora el río estaba tan tranquilo, costaba creer que alguien hubiera muerto alguna vez aquí. Pero Simon sabía bien que la muerte corría bajo la rizada superficie del agua. Estaba en todos los ríos, en todos los países. Saturaba por completo el universo.

El chirrido de un todoterreno interrumpió sus pensamientos. Simon miró por encima del hombro y vio que un Suburban negro entraba en el aparcamiento. No había ningún otro vehículo a la vista, lo cual era una buena señal. Si el FBI estuviera preparando una emboscada, habrían enviado todo un convoy.

El Suburban aparcó al otro lado del aparcamiento y, unos segundos después, del coche salió un hombre vestido con un traje gris. Aunque llevaba gafas y se encontraba a casi treinta metros, Simon reconoció inmediatamente a su contacto por su distintiva forma de andar, desgarbada, con los hombros encorvados y las manos en los bolsillos. La brisa le desgreñaba el pelo mientras caminaba por el asfalto. Probablemente llevaba una semiautomática en la cartuchera que le colgaba del hombro debajo de la americana, pero no pasaba nada: Simon también iba armado. Estaba dispuesto a correr el riesgo en caso de que la cosa derivara en un tiroteo.

El agente se detuvo a unos metros del Ferrari. Señaló el coche, sonriendo.

—Bonito coche —dijo—. Te debe haber costado una pasta.

Simon se encogió de hombros.

—No es nada. Sólo una herramienta de la profesión.

—Así que es sólo una herramienta. —El tipo dio una vuelta alrededor del Ferrari, admirando sus líneas—. No me importaría tener una herramienta como ésta.

—Eso se puede arreglar. Mi oferta sigue en pie.

El agente pasó los dedos por el alerón del Ferrari.

—Sesenta mil, ¿no? ¿Era eso?

Simon asintió.

—Treinta ahora. Los otros treinta si tu información me conduce a la captura del sospechoso.

—Bueno, supongo que hoy es mi día de suerte. Acabo de recibir una transmisión del cuartel general mientras conducía hasta aquí. —Cruzó los brazos sobre el pecho—. ¿Llevas el dinero encima?

Con los ojos puestos en el agente, Simon metió el brazo dentro del Ferrari. Cogió el maletín negro que descansaba en el asiento del conductor.

—El primer pago está aquí. En billetes de veinte dólares.

El agente dejó de mirar el coche. Ahora toda su atención pasó al maletín. La avaricia de ese hombre era apabullante, razón por la cual Simon había cultivado este contacto en particular.

—Nos han informado de que un ciudadano ha visto a David hará una hora. En una área de descanso de la autopista de peaje de Pennsylvania.

Simon echó una ojeada a la orilla pensilvana del río.

—¿Dónde? ¿En qué área de descanso?

—Área de servicio de New Stanton. A unos sesenta kilómetros al este de Pittsburgh. La policía del estado está realizando controles, pero todavía no lo han encontrado. Seguramente ya habrá salido de la autopista.

Sin vacilar, Simon le dio el maletín al agente. Estaba ansioso por ponerse en marcha.

—Estaré en contacto contigo para el segundo pago. Recibirás mi llamada en las próximas doce horas.

El agente se aferraba el maletín con ambas manos. Parecía alucinado ante su buena suerte.

—La estaré esperando. Es un placer hacer negocios contigo.

Desde su posición estratégica, a unos cien metros, David observaba el Newell-Simon Hall, intentando recordar la localización exacta de la oficina de Amil Gupta. Él y Monique estaban de cuclillas dentro de una aula vacía del Purnell Arts Center, un edificio vecino que había en el campus de la universidad Carnegie Mellon. Al parecer en esa aula daban un curso de diseño de decorados para teatro; desparramados por los pupitres había varios paneles de madera pintados para parecer árboles, casas, coches y escaparates de tiendas. Un panel grande que mostraba la entrada de una barbería con las palabras «SWEENEY TODD» encima estaba apoyado junto a la ventana desde la que David y Monique estaban espiando. Todos esos facsímiles bidimensionales le daban a la habitación una aire desorientador, como si fuera el interior de un Casa de la Risa. David pensó en su artículo sobre Planicie, un universo sin profundidad.

Era casi mediodía. Después del fiasco del área de servicio de New Stanton, se pasaron más de una hora dando vueltas por las callejuelas de los suburbios de Pittsburgh, manteniéndose alejados de las calles principales para poder llegar a Carnegie Mellon sin cruzarse con ningún coche patrulla. En cuanto llegaron, Monique escondió su Corvette entre los centenares de coches deportivos que había aparcados en el aparcamiento principal de la universidad y se dirigieron al campus a pie. Escogieron el Purnell Arts Center para realizar su reconocimiento porque estaba en una elevación que quedaba por encima del Newell-Simon Hall y ofrecía una excelente panorámica del aparcamiento que había entre los dos edificios.

Lo primero que David vio fue el vehículo robótico Highlander, un Hummer tuneado con una gran esfera plateada en el techo. Había leído sobre ese coche en la Scientific American. Era uno de los proyectos favoritos de Gupta. El Highlander podía viajar miles y miles de kilómetros sin conductor. Un par de alumnos del Instituto de Robótica estaban probando el vehículo, observando cómo navegaba de forma autónoma por el aparcamiento. La esfera del techo contenía un escáner de láser que detectaba los obstáculos que se encontraba por el camino. Uno de los estudiantes sostenía un mando de radiocontrol con el que podía apagar inmediatamente el motor si el coche robot se descontrolaba.

Lo segundo que advirtió David fueron los Suburbans. Dos todoterrenos negros estaban aparcados cerca de la entrada de Newell-Simon y otros dos estaban situados en la parte trasera del aparcamiento. Se los señaló a Monique.

—¿Ves esos todoterrenos? Son coches del gobierno.

—¿Cómo lo sabes?

—Vi unos cuantos de éstos en el garaje del FBI en Nueva York.

Luego señaló un par de tipos vestidos con camiseta y pantalones cortos que jugaban a lanzarse una pelota de fútbol americano. ¿Por qué lo hacían en medio del aparcamiento?

—Parecen un poco mayores para ser estudiantes —señaló Monique.

—Exacto. Y mira a ese tipo sin camiseta que está tumbado en la hierba. Nunca había visto a nadie tan pálido tomando el sol.

—Hay dos más sentados en la hierba al otro lado del edificio.

David negó con la cabeza.

—Es por mi culpa. Probablemente han aumentado la vigilancia al descubrir que estábamos en la autopista. Saben que queremos ponernos en contacto con Gupta.

Se apartó de la ventana y se dejó caer contra la pared. Era una trampa. Los agentes encubiertos estaban esperando que él apareciera. Curiosamente, David no estaba asustado. Sus miedos habían remitido, al menos de momento, y ahora lo único que sentía era indignación. Pensó en el artículo de portada de la Pittsburgh Post-Gazette, esa elaborada historia falsa en la que se le retrataba como traficante y asesino. Santo Dios, murmuró. Esos gilipollas se creen que pueden hacer lo que les dé la gana.

Monique se recostó contra la pared, a su lado.

—Bueno, el siguiente paso está claro. Tú te quedas aquí y yo voy dentro.

—¿Qué?

—A mí no me están buscando. Esos agentes no tienen ni idea de que estoy contigo. Lo único que saben es que un viejo te vio en el área de descanso.

—¿Y qué ocurre si el tipo ese también vio la matrícula de tu coche?

Ella lo miró con desconfianza.

—¿Ese anciano? En cuanto te reconoció, salió corriendo muerto de miedo. No vio nada más.

David frunció el ceño. No le gustaba nada el plan de Monique.

—Es demasiado arriesgado. Esos agentes están inspeccionando a cualquier persona que se acerque al edificio. Que nosotros sepamos, pueden tener fotografías de todos los físicos teóricos del país, y si descubren quién eres, seguro que sospecharán. Ya han estado en tu casa, ¿recuerdas?

Ella respiró hondo.

—Sé que es arriesgado. Pero ¿qué otra cosa podemos hacer? ¿Tienes una idea mejor?

Desafortunadamente, David se había quedado sin ideas. Se volvió y miró por la habitación, en busca de inspiración.

—¿Y un disfraz? —aventuró él—. Estamos en un departamento de teatro, de modo que debe de haber algunos disfraces. Quizá podrías ponerte una peluca o algo así.

—Por favor, David. Lo que podamos encontrar aquí me hará parecer ridícula. Y eso llamará todavía más la atención.

—Eso no es necesariamente cierto. Y si…

Antes de que David pudiera terminar la frase, oyó un gran estruendo en el pasillo que había fuera del aula.

—¡Mierda! —gritó Monique, y se dispuso a coger la pistola que llevaba metida en los pantalones cortos, pero David la cogió de la muñeca. Era lo último que necesitaban. La metió detrás del panel de madera que representaba la barbería de Sweeney Todd. Pronto terminó el estruendo y oyeron un tintineo de llaves. David estaba seguro de que un equipo de agentes del FBI estaba al otro lado de la puerta y que dentro de un segundo irrumpirían en el aula. Pero cuando la puerta se abrió pudo ver que sólo era la mujer de la limpieza del edificio, una joven vestida con un guardapolvo azul pálido y que tiraba de un gran contenedor de tela.

Monique se agarró al hombro de David, aliviada, pero ninguno de los dos salió de su escondite. Mirando a hurtadillas desde detrás del decorado de Sweeney Todd, David vio como la mujer de la limpieza tiraba del contenedor por el aula. Cuando llegó al otro extremo, cogió una papelera llena de material desechado —restos de las partes serradas de los paneles de madera, un montón de trapos empapados de pintura— y la vació en el contenedor. Era una mujer negra, alta y delgada, que vestía camiseta y pantalones vaqueros bajo la bata. Seguramente no tendría más de veintitrés años, pero en su rostro ya se dibujaban la preocupación y el cansancio. Fruncía el ceño mientras vaciaba la papelera en el contenedor. Y en ese momento David se dio cuenta de que, a pesar de la diferencia de edad, la mujer de la limpieza y Monique se parecían bastante. Ambas tenían las piernas largas y la misma inclinación de cabeza desafiante. David siguió mirándola mientras volvía a dejar la papelera en el suelo y empujaba el contenedor fuera del aula. Entonces, justo antes de llegara a la puerta, David salió de su escondite. Monique intentó detenerlo, pero no lo hizo a tiempo.

—Disculpe —le dijo a la mujer de la limpieza, que estaba de espaldas a él.

Ella se dio la vuelta de golpe.

—¡Por el amor de Dios! ¿Qué coj…?

—Siento haberla asustado. Mi colega y yo estábamos dándole los últimos retoques al decorado para la función de esta noche. —Y le hizo una seña a Monique para que diera un paso adelante. Apretando los dientes, ella salió del escondite. David le puso una mano en la cintura y la colocó a su lado—. Ésta es la profesora Gladwell —dijo—, y yo el profesor Hodges. Del Departamento de Teatro.

La mujer de la limpieza se llevó la mano al pecho, todavía recuperándose del susto. Se quedó mirando enfadada a David y Monique.

—¡Me han asustado! Pensaba que esta habitación estaba vacía hasta la una.

David sonrió para tranquilizarla.

—Normalmente lo está, pero estamos ultimando los detalles para la función de esta noche. Es un estreno importante, estamos entusiasmados.

A la mujer no parecieron impresionarle sus palabras.

—Bueno, ¿qué quieren? ¿Tienen algo para tirar?

—Bueno, en realidad estaba pensando en la bata que lleva. ¿Habría alguna posibilidad de que nos la prestara durante unas horas?

Sus labios formaron un óvalo en señal de incredulidad. Se miró la bata, que tenía un parche que ponía «SERVICIO DE MANTENIMIENTO CARNEGIE MELLON» justo encima del pecho izquierdo.

—¿Esto? ¿Para qué lo quieren?

—Uno de los personajes de la obra es una mujer de la limpieza, pero no me gusta demasiado el disfraz que tenemos ahora. Yo quería algo más parecido a su uniforme. Sólo necesitaría enseñárselo a nuestra diseñadora de vestuario para que pudiera copiarlo.

La mujer entrecerró los ojos. No se lo tragaba.

—Mire, he de llevar este uniforme mientras trabajo —dijo—. Si se lo dejo, tendré que ir a la conserjería a buscar otro, y está bastante lejos.

—Estoy dispuesto a compensarle por la inconveniencia. —David se llevó la mano al bolsillo y sacó un fajo de billetes de veinte. Extrajo diez.

Ella se quedó mirando los doscientos dólares que había en sus manos. No es que ya no sospechara de él, pero ahora tenía una razón para ignorar sus sospechas.

—¿Me va a pagar por el uniforme?

Él asintió.

—El Departamento de Teatro cuenta con presupuesto para emergencias como ésta.

—¿Y me lo devolverá cuando hayan acabado?

—Desde luego. Lo podrá recoger esta tarde.

Mirándolo todavía con recelo, la mujer empezó a quitarse la bata.

—Pero no se lo cuente a nadie del Servicio de Mantenimiento, ¿de acuerdo?

—No se preocupe, no diré una palabra. —Y de repente se le ocurrió otra cosa más—. También necesitaremos el contenedor. Como atrezo para la función.

Ella le dio la bata a David.

—El contenedor me da igual. Puedo utilizar otro que hay en el sótano. —Ella le cogió los doscientos dólares de la mano y se fue rápidamente de la habitación, como si temiera que cambiaran de idea.

David esperó unos segundos, luego cerró el aula con llave, y con la bata colgando del brazo, se volvió hacia Monique.

—Muy bien, ya tenemos tu disfraz.

Malhumorada, ella se quedó mirando el uniforme.

—Una mujer de la limpieza. Qué original. —Había amargura en su voz.

—Eh, lo siento. He pensado que…

—Sí, ya sé lo que has pensado —ella negó con la cabeza—. Las mujeres negras limpian oficinas, ¿no? De modo que si los agentes del FBI me ven empujando el contenedor dentro del edificio, no sospecharán nada.

—Si no quieres…

—No, no, tienes razón. Eso es lo más triste, que tienes toda la razón —cogió la bata del brazo de David y la sacudió para quitarle las arrugas. La tela azul latigueó en el aire—. No importa cuántas licenciaturas obtengas o cuántos artículos publiques o cuántos premios hayas obtenido. Para ellos, no soy más que una mujer de la limpieza.

Metió los brazos por las mangas del uniforme y empezó a abrocharse los botones. Por un momento pareció que iba a echarse a llorar. Daba igual que la intención de David hubiera sido otra, ella se había sentido terriblemente herida.

—Monique —empezó a decir—. Es culpa mía. Yo no…

—Tienes toda la razón, es culpa tuya. Ahora métete ahí dentro.

Estaba señalando el montón de basura que había dentro del contenedor de lona. Confundido, David se la quedó mirando.

—¿Dentro?

—Sí. Escóndete en el fondo y yo apilaré la basura encima. Así los dos podremos entrar en el edificio y ver a Gupta.

Mierda, pensó. Y había sido idea suya.

Lucille Parker estaba sentada en uno de los asientos del C-21, la versión de las Fuerzas Armadas del avión a reacción Lear[9], mientras sobrevolaba el oeste de Pennsylvania. Miró por la ventanilla y vio la autopista que se extendía como una cuerda a lo largo de las colinas y los valles verdes. En algún lugar de su recorrido estaba el área de servicio en la que habían visto a David Swift, pero Lucille no lo veía. Lo más probable era que ya la hubieran pasado. A lo lejos podía ver la ciudad de Pittsburgh, un borrón gris a horcajadas del río Monongahela.

La llamada del director del Bureau sonó justo cuando el avión empezaba su descenso. Lucille cogió el auricular del ARC-190, el aparato de radio de las Fuerzas Aéreas que permitía mantener comunicaciones seguras con tierra firme.

—Aquí Negro Uno.

—Hola Lucy —dijo el director—. ¿Cómo va todo?

—En unos diez minutos llegaré al Pittsburgh International. Un vehículo me espera en el aeropuerto.

—¿Y qué hay de la emboscada?

—Sin noticias del sospechoso, pero todavía es pronto. Diez agentes rodean el edificio de Gupta y dentro hay otros diez. Tenemos videocámaras en el vestíbulo y en todas las entradas, y micrófonos en todas las plantas.

—¿Estás segura de que ésta es la mejor forma de proceder? Quizá podríamos coger a Gupta y ver qué sabe.

—No, si detuviéramos ahora a Gupta se sabría rápidamente. Y Swift ya no se acercaría. Pero si mantenemos las cabezas gachas, podremos arrestarlos a ambos.

—Muy bien. Cuento contigo, Lucy. Cuanto antes terminemos este trabajo, mejor. Estoy harto de las llamadas del secretario de Defensa. —El director dejó escapar un largo suspiro—. ¿Necesitas algo más? ¿Más agentes, más apoyo?

Lucille vaciló. Esto iba a ser peliagudo.

—Necesito los expedientes personales de todos los agentes de la región de Nueva York.

—¿Por qué?

—Cuanto más pienso en lo que pasó en la calle Liberty, más convencida estoy de que hubo algún tipo de filtración. Los atacantes conocían demasiado bien nuestra operativa. Creo que tenían ayuda de dentro.

El director volvió a suspirar.

—Dios. Justo lo que necesitábamos.

Estaba oscuro, era incómodo, y olía mucho peor de lo que David esperaba. La mayoría de la basura que tenía encima era inofensiva —papeles, trapos, trozos de tela y demás—, pero alguien había tirado los restos del burrito que había tomado para desayunar y ahora el sulfúreo aroma de los huevos podridos había impregnado el fondo del contenedor. Para empeorar las cosas, tenía la espalda apoyada en el borde irregular de un tablón de madera y se le clavaba en los omóplatos cada vez que las ruedecillas cogían un bache. David intentaba soportar el dolor mientras Monique empujaba el contendor fuera del Purnell Arts Center y cogía el sendero en dirección al Newell-Simon Hall.

Después de un minuto más o menos, sus ojos se ajustaron a la oscuridad y vio una pequeña raja vertical en la lona del contenedor. Se las ingenió para colocarse a cuatro patas y se movió hacia delante para poder mirar a través de la abertura. Ahora estaban en el aparcamiento; justo delante tenía el coche robot Highlander, que avanzaba enérgicamente hacia la entrada de servicio del Newell-Simon. Monique iba detrás del vehículo y de los dos alumnos que seguían sus progresos. El plan parecía funcionar. En pocos segundos estarían dentro del edificio. Entonces David oyó que alguien gritaba, «¡Ojo!», y segundos más tarde un gran estrépito en las capas de basura que tenía encima. Un objeto romo le golpeó en la parte posterior de la cabeza, aplastándole la nariz contra el fondo del contenedor. El dolor era intenso, pero no hizo ruido alguno. Pronto oyó unos pasos, el sonido de las zapatillas deportivas contra el asfalto. A través de la raja vio un par de piernas pálidas y peludas, y luego otro par más. Oh, mierda, pensó. Son los agentes que jugaban a la pelota. Su pelota de piel había caído justo en el contenedor. Y lo que era peor, el impacto había removido la basura que tenía encima y dejó expuestos sus hombros y parte de la cabeza.

Los agentes se acercaron. Uno de ellos estaba a menos de dos metros. David se quedó muy quieto, a la espera de que el tipo se inclinara sobre el contenedor y lo viera. Entonces vio que un tercer par de piernas, suaves y morenas, se interponía delante del agente.

—¡Maldita sea! —gritó Monique—. ¡Casi me dais con esa cosa!

—Lo siento, señora —contestó el agente—. No queríamos…

—¡Esto no es un patio! ¡Deberíais tener más cuidado!

El tipo retrocedió un paso. Con unas pocas palabras y un poco de actitud, Monique lo había intimidado. David no pudo más que sentir admiración por su estrategia. La mejor defensa es un buen ataque.

Las punteras de las sandalias de Monique se volvieron hacia el contenedor y se inclinó sobre el borde. David sintió sus manos en la espalda mientras cogía la pelota y volvía a colocar la basura para taparlo. Luego se volvió hacia los agentes.

—Aquí está vuestra pelota. Ahora id a jugar a otro lado.

Las piernas pálidas retrocedieron. Las morenas permanecieron en guardia unos segundos más, y luego desaparecieron de la vista y el contenedor se volvió a poner en marcha.

Pronto cruzaron la puerta de entrada de servicio del Newell-Simon Hall, un descargadero que también hacía las veces de garaje para el Highlander. Monique se dirigió hacia el montacargas y presionó el botón. David contuvo la respiración hasta que las puertas del ascensor se abrieron y Monique metió adentro el contenedor. En cuanto las puertas se cerraron de nuevo, ella tosió un par de veces en rápida sucesión. Como presuponían que el FBI había colocado micrófonos en el edificio, acordaron un sistema de señas —cuando Monique tosía dos veces quería decir: «¿Estás bien?»—. David tosió una vez a modo de respuesta afirmativa, y llegaron a la cuarta planta.

Tras recorrer un pasillo inmaculadamente limpio, llegaron a la recepción de la oficina de Amil Gupta, que David reconoció de su última visita al Instituto de Robótica. Tal y como recordaba David, en el centro de la sala había un elegante escritorio negro repleto de monitores de ordenador, pero la recepcionista ya no era la rubia alta y pechugona que le había echado miraditas mientras él esperaba a Gupta para la entrevista. Ahora había un hombre joven, muy joven, de unos dieciocho años como mucho. David ladeó un poco la cabeza para poder ver mejor al adolescente a través del agujero en la lona. El muchacho miraba la pantalla del ordenador y manipulaba frenéticamente un joystick que había junto al teclado. Lo más probable es que fuera un estudiante universitario, un friqui de la informática que había terminado antes de tiempo la secundaria y ahora se pagaba la universidad haciendo de secretario para el Instituto de Robótica. Tenía la cara algo regordeta, la piel aceitunada y unas espesas cejas negras.

Monique dejó el contenedor atrás y se acercó al escritorio del muchacho.

—Disculpa —dijo—. He de entrar a limpiar el despacho del doctor Gupta.

Ni siquiera levantó la mirada. Tenía los ojos puestos en la pantalla, moviéndose de un lado a otro al ritmo de las convulsiones del juego de ordenador.

—Disculpa —repitió Monique, esta vez un poco más alto—. Voy a entrar en su despacho para vaciar las papeleras, ¿vale?

Siguió sin obtener respuesta. La boca del muchacho permanecía abierta mientras miraba fijamente la pantalla, y la punta de la lengua descansaba sobre el labio inferior. No había emoción alguna en su rostro, sólo una concentración estática, maquinal. El efecto general era un poco desconcertante. Quizá no fuera un estudiante universitario, pensó David. Se le ocurrió que quizá el muchacho tenía algún problema.

Al final, Monique se dio por vencida y se dirigió hacia la puerta que había detrás del mostrador de recepción. Tiró del pomo, pero no giraba. Frunciendo el ceño, se volvió hacia el adolescente.

—La puerta está cerrada —dijo—. Tienes que abrirla para que yo pueda hacer mi trabajo.

El muchacho no respondió, pero de repente David oyó un potente zumbido que provenía de algún lugar cercano. Era el chirrido de un motor eléctrico y parecía que se acercaba al contenedor. En el rostro de Monique se dibujó una expresión de desconcierto al mirar hacia el otro lado de la habitación. Entonces vio lo que había llamado su atención: una máquina plateada y cuadrangular, del tamaño de una maleta, que avanzaba hacia ella sobre unas ruedas de oruga. Se detuvo al llegar a sus pies, extendió un brazo robótico y apuntó a Monique con un sensor con forma de bulbo.

La máquina parecía algo así como una tortuga de cuello muy largo. Monique y el robot se miraron recelosamente el uno al otro durante un par de segundos, y luego una voz sintética surgió de los altavoces de la máquina.

—¡Buenos días! Soy el Recepcionista Autónomo AR-21, desarrollado por los alumnos del Instituto de Robótica. ¿En qué puedo ayudarla?

Monique se quedó embobada ante la cosa. Echó un vistazo al recepcionista humano, seguramente preguntándose si le estaba gastando una broma, pero el adolescente todavía estaba absorto en su juego de ordenador.

La máquina reorientó su sensor hacia la cara de ella para registrar sus facciones.

—Quizá puedo serle de ayuda —entonó—. Por favor, dígame lo que quiere e intentaré ayudarla.

Con evidente renuencia, ella se volvió hacia la máquina y miró directamente al sensor bulboso.

—Soy la mujer de la limpieza. Abra la puerta.

—Lo siento, —contestó el AR-21—. No he entendido lo que ha dicho. Por favor, ¿podría repetir sus palabras?

Monique frunció todavía más el ceño.

—La… mujer… de… la… limpieza —volvió a decir, más alto y más lentamente—. Abra… la… puerta…

—¿Ha dicho «cabeza encubierta»? Por favor, conteste sí o no.

Dio un paso hacia la máquina y por un momento David pensó que iba a darle una patada.

—Necesito… entrar en… el despacho… del doctor Gupta. ¿Comprendes? Oficina… del doctor Gupta.

—¿Ha dicho Gupta? Por favor diga sí o no.

—¡Sí! ¡Sí! ¡Doctor Gupta!

—El profesor Amil Gupta es el director del Instituto de Robótica. ¿Desearía concertar una cita con él?

—¡Sí! ¡Digo, no! ¡Sólo quiero limpiar su despacho!

—Las horas de oficina del profesor Gupta son los lunes y los miércoles. Podría darle hora para el próximo lunes a las tres en punto. ¿Le iría bien? Por favor, conteste sí o no.

Monique ya no podía más. Levantó los brazos a modo de rendición y regresó al lado del contenedor. David sintió una sacudida cuando ella agarró el borde del forro de tela, y empezó a empujar el contenedor hacia atrás, llevándolo fuera de la sala de recepción. Avanzaron rápidamente por el pasillo; las ruedecillas del contenedor traqueteaban en las baldosas del suelo. En vez de regresar al montacargas, sin embargo, Monique abrió la puerta de un cuarto de mantenimiento y metió el contenedor dentro.

En cuanto la puerta se cerró, estiró el brazo hacia el montón de basura y apartó los papeles arrugados y los trapos sucios que cubrían la cabeza y los hombros de David. Apoyándose sobre los codos, éste levantó la mirada y vio el exasperado rostro de Monique, que se asomaba a un lado del contenedor. El mensaje estaba claro: necesitamos ayuda.

David inspeccionó cuidadosamente el cuarto. Las paredes estaban forradas de estanterías de metal que contenían un surtido de material de oficina y conserjería —limpiasuelos, paquetes de papel de váter, cajas de cartuchos de tinta—. En un rincón había un fregadero grande de acero inoxidable. No parecía haber ninguna cámara de vigilancia. Estaba claro que el FBI podría haber escondido alguna, pero David dudaba que los agentes federales instalaran un elaborado sistema de vídeo en un cuarto tan pequeño y normalmente desocupado. Cosa distinta eran los micrófonos; no les habría costado nada poner uno en cada habitación del edificio. Sin decir una palabra, salió del contenedor, se dirigió al fregadero y abrió del todo el grifo del agua. Había visto este truco en una película, pero no tenía ni idea de si realmente evitaría que los pudieran oír. Para estar más seguros, acercó a Monique hacía sí y le habló al oído.

—Tienes que volver a la recepción.

Ella negó con la cabeza.

—Ni hablar —susurró ella—. Ese maldito robot es inútil. Su software de comunicación es patético, ése es el problema.

—Entonces vuelve y consigue que el muchacho te haga caso. Dale un golpecito en el hombro si hace falta.

—No servirá de nada. El muchacho parece discapacitado o algo así. Y seguramente los agentes del FBI pueden oír todo lo que diga ahí. Si armo demasiado jaleo, sospecharán.

—Bueno, ¿y entonces qué podemos hacer? ¿Esperar a que Gupta se quede sin papel de váter?

—¿No hay otra forma de entrar a la oficina de Gupta?

—¡No lo sé! ¡Hace años que estuve aquí! No recuerdo qué…

De repente David notó como algo chocaba con su talón. No fue más que un ligero golpeteo en la parte posterior de la zapatilla, pero le dio un susto de muerte. Miró abajo y vio un disco azul, del tamaño de un frisbee, que se movía lentamente por el suelo del cuarto de mantenimiento y dejaba un zigzagueante rastro mojado en el linóleo.

Un segundo después Monique también lo vio y, del susto, dejó escapar un grito. David le tapó la mano con la boca.

—No te preocupes —susurró él—. No es más que un robot friegasuelos. Otro de los proyectos de Gupta. Vierte un fluido limpiador según el patrón de un programa y luego absorbe el agua sucia.

Ella torció el gesto.

—Alguien debería darle un pisotón a esta cosa y terminar con su sufrimiento.

David asintió, mientras miraba el aparato, que se alejaba arrastrándose. Parecía un insecto descomunal, con esa larguirucha antena en el borde del disco. Gupta incluía radiotransmisores en todos sus robots porque estaba obsesionado con monitorizar su progreso. Cuando David entrevistó a Gupta diez años atrás, el anciano le había mostrado orgulloso una pantalla de ordenador en la que se detallaba la localización de todas las máquinas autónomas que pululaban por los pasillos y laboratorios del Newell-Simon Hall. El recuerdo de esa pantalla, con sus pitidos intermitentes y sus mapas tridimensionales le dio una idea a David.

—Si no podemos llegar hasta Gupta, haremos que sea él quien venga a nosotros —dijo, dando un paso hacia el robot friegasuelos. Entonces se inclinó sobre la máquina y la cogió por la antena—. Esto llamará su atención. —Con un golpe de muñeca arrancó el alambre alargado.

Inmediatamente el robot empezó a emitir una ensordecedora alarma. David dio un salto hacia atrás. Ésta no era la respuesta que preveía; esperaba una alerta que sólo apareciera en el ordenador de Gupta, no este alarido revienta-tímpanos.

—¡Mierda! —gritó Monique—. ¿Qué has hecho?

—¡No lo sé!

—¡Apágalo! ¡Apaga esa cosa!

David cogió el aparato y le dio la vuelta, buscando frenéticamente un interruptor, pero en los bajos de la máquina sólo había agujeros y escobillas giratorias, y todo el aparato vibraba en sus manos debido a la fuerza de la alarma. Rindiéndose, corrió hacia el fregadero y golpeó el robot tan fuerte como pudo contra el borde de acero inoxidable. El caparazón de plástico de la máquina se rompió en dos, vertiendo fluido limpiador y placas de circuitos rotas al suelo. El sonido se detuvo abruptamente.

David se inclinó sobre el fregadero, jadeante. Se volvió hacia Monique y vio la expresión de intranquilidad de su rostro. Ella no dijo una palabra, pero estaba claro lo que pensaba. Los agentes del FBI debían de haber oído la alarma. Pronto algunos vendrían al cuarto de mantenimiento a investigar. Monique parecía paralizada por ese pensamiento, y durante unos segundos se limitó a quedarse de pie en el centro del cuarto, con los ojos fijos en la puerta. Mirándola, David sintió que algo se removía en su interior. Estaban atrapados. E indefensos. Su plan se había ido al traste antes incluso de ser concebido. Si no podían salvarse a sí mismos, mucho menos el mundo.

Entonces la puerta se abrió y Amil Gupta entró en el cuarto.

—Muy bien, explicadme cuál es la situación.

Lucille estaba en el puesto de mando móvil que el Bureau había remolcado hasta el campus de la Carnegie Mellon a primera hora de la mañana. Desde el exterior parecía un tráiler oficina normal, una caseta alargada de color beis con los laterales de aluminio, de esas que normalmente uno ve en una obra, pero su interior contenía más aparatos electrónicos que un submarino atómico. En un extremo había una serie de pantallas de vídeo que mostraban imágenes en directo de diversas oficinas, escaleras, ascensores y pasillos del Newell-Simon Hall que estaban bajo vigilancia. Un par de técnicos estaban sentados delante de las pantallas; además de analizar los vídeos, llevaban auriculares para monitorizar las conversaciones que captaban los micrófonos. En el otro extremo del tráiler, dos técnicos más examinaban el tráfico digital de las conexiones a internet del Instituto de Robótica y monitorizaban los niveles de radiación del edificio, un cuestión siempre de importancia en cualquier operación contraterrorista. Y en la sección central del tráiler, Lucille interrogaba al agente Crawford, su obediente y ambicioso número dos.

—Gupta lleva desde las diez solo en su despacho —informó Crawford. Leía sus notas en la pantalla de una BlackBerry que sostenía en la mano—. A las diez y cuarto fue al servicio, volvió a las diez y veintiuno. A las once y cinco fue a la sala de descanso a tomar un café, volvió a las once y nueve. Ahora puedes verlo en la pantalla número uno, ahí.

En la pantalla se veía a Gupta sentado en su escritorio, reclinado en su silla giratoria y mirando fijamente el monitor de su ordenador. Era un tipo pequeño pero enérgico, un anciano de metro y medio y setenta y seis años de edad, con el pelo fino y gris y un moreno rostro de muñeco. Según el expediente que Lucille había leído de camino a Pittsburgh, la baja estatura de Gupta era el resultado de la malnutrición que había sufrido de niño en el Bombay de la década de los treinta. Ahora, sin embargo, no se moría de hambre; gracias a la venta de la compañía de software que había fundado y a varias inversiones que había realizado en la industria de la robótica, poseía una fortuna de trescientos millones de dólares. Aunque el tipo era más enclenque que una gallina mojada, llevaba un bonito traje italiano de color verde aceituna que ningún empleado gubernamental se podría permitir jamás.

—¿Qué hay en este ordenador? —preguntó Lucille.

—Código de software, básicamente —contestó Crawford—. Gracias al cable ISP que hemos intervenido sabemos que en cuanto ha entrado en el despacho ha descargado un programa de gran tamaño, de más de cinco millones de líneas de código. Con toda probabilidad, es uno de sus programas de inteligencia artificial. Ha estado haciendo pequeños cambios durante las últimas dos horas.

—¿Y qué hay de los correos electrónicos y las llamadas?

—Ha recibido una docena de correos, pero ninguno fuera de lo normal, y todas las llamadas entrantes han ido directas al buzón de voz. Está claro que no quiere que lo molesten.

—¿Ha recibido alguna visita?

El agente Crawford volvió a echar un vistazo a su BlackBerry.

—Uno de sus alumnos, un varón asiático que se ha identificado a sí mismo como Jacob Sun acudió a recepción y concertó una cita para verlo la semana que viene. Ninguna otra visita excepto un mensajero de FedEx. Y una mujer de la limpieza que acaba de marcharse de la recepción hace un minuto.

—¿Has cotejado las visitas con la base de datos biométrica?

—No, no lo creímos necesario. Ninguna de las visitas encajaba en el perfil.

Lucille frunció el ceño.

—¿Qué quiere decir que no «encajaba en el perfil»?

Crawford parpadeó dos veces en rápida sucesión, una ligera vacilación de su porte engreído.

—Eh, pues el perfil de nuestros objetivos, David Swift y sus co-conspiradores. Los individuos que hemos observado claramente no…

—Mira, me da igual si es un alumno o una mujer de la limpieza o una anciana de noventa y nueve años en una silla de ruedas. Quiero que inspeccionéis a cualquier persona que se acerque el despacho de Gupta. Obtened las imágenes del vídeo y revisadlas con el sistema de reconocimiento de caras, ¿lo has entendido?

Crawford asintió rápidamente.

—Sí, sí señora, lo haremos inmediatamente. Lamento si…

Antes de que pudiera terminar uno de los técnicos dejó escapar un gruñido y se quitó de golpe los auriculares. Crawford, que a esas alturas estaba impaciente por terminar la conversación con Lucille, se acercó al hombre.

—¿Qué ocurre? —preguntó—. ¿Feedback?

El técnico negó con la cabeza.

—Una especie de alarma. En la cuarta planta, creo.

Lucille sintió un cosquilleo en el cuero cabelludo.

—Ésa es la planta de Gupta, ¿no? —Y, al mismo tiempo, se volvió hacia la pantalla número uno y vio al pequeño hombre levantarse de la silla y dejar el escritorio—. ¡Mirad, se ha levantado! ¡Va a salir del despacho!

Crawford se inclinó sobre el hombro del técnico y señaló la ristra de botones que había debajo de las pantallas de vídeo.

—Pasa a la cámara de la recepción. Veamos adónde va.

El técnico apretó un botón. En la pantalla número uno apareció un poco agraciado adolescente sentado en el escritorio de recepción y un extraño artilugio mecánico que parecía un tanque de miniatura. Pero no a Gupta. Esperaron varios segundos, pero ni rastro de él.

—¿Adónde ha ido? —preguntó Lucille—. ¿El despacho tiene otra salida?

Crawford empezó a parpadear frenéticamente.

—Eh, tendría que comprobarlo en el mapa de la planta. Deje que…

—¡Mierda, no hay tiempo para eso! ¡Envía unos agentes inmediatamente!

David cogió al profesor Gupta y le tapó la boca con la mano mientras Monique cerraba la puerta. El anciano era sorprendentemente ligero, apenas pesaba más de cuarenta y cinco kilos, de modo que resultó sencillo llevarlo al rincón más alejado del cuarto de mantenimiento. Tan amablemente como pudo, David apoyó a Gupta contra la pared y se puso de cuclillas a su lado. El profesor casi doblaba en edad a David, y sin embargo, su delicada constitución, sus pequeñas manos y su rostro sin arrugas le daban una apariencia sorprendentemente infantil. Por un momento David imaginó que era a Jonah a quien sujetaba, colocándole un brazo alrededor de los hombros para protegerlo del frío y rozándole los labios para calmar sus lloros.

—¿Doctor Gupta? —susurró—. ¿Se acuerda de mí? Soy David Swift. Vine una vez aquí para hacerle unas preguntas sobre su colaboración con el doctor Einstein, ¿lo recuerda?

Sus ojos, dos nerviosas canicas blancas con el centro marrón oscuro, observaron a David con incerteza durante un segundo, y luego se abrieron en señal de reconocimiento. Sus labios se movieron bajo la mano de David.

—¿Qué está usted…?

—¡Por favor! —dijo entre dientes David—. No levante la voz.

—Es por su propia seguridad, —añadió Monique, inclinándose sobre el hombro de David—. Sus oficinas están bajo vigilancia. Puede que en este cuarto haya micrófonos.

Los ojos de Gupta pasaban a toda velocidad de David a Monique y viceversa. Era obvio que estaba muerto de miedo, pero asimismo parecía intentar buscarle un sentido a la situación. Después de unos segundos asintió, mostrando su aquiescencia, y David le retiró la mano de la boca. Gupta se pasó la lengua por los labios nerviosamente.

—¿Micrófonos? —susurró—. ¿Y quién nos escucha?

—El FBI, con toda seguridad —contestó David—. Y quizá otros también. Hay gente muy peligrosa que anda detrás de usted, profesor. Tenemos que sacarlo de aquí.

Él negó con la cabeza, desconcertado. Su rebelde pelo gris le caía por la frente.

—¿Es esto una especie de broma? David, no le he visto en años, y ahora viene aquí con… —Se detuvo y señaló el uniforme de Monique—. ¿Y tú quién eres? ¿Trabajas para el Servicio de Mantenimiento de la Carnegie Mellon?

—No, soy Monique Reynolds —susurró—. Del Instituto de Estudios Avanzados.

Él se la quedó mirando atentamente, como intentando situarla.

—¿Monique Reynolds? ¿La teórica de cuerdas?

Ella asintió.

—Así es. Lamento si le hemos…

—Sí, sí, yo te conozco —le dedicó una leve sonrisa—. Mi fundación subvenciona algunos experimentos de física de partículas que realiza Fermilab, así que estoy familiarizado con tu trabajo. Pero ¿por qué vas vestida así?

David se estaba impacientando. Era cuestión de tiempo que los agentes del FBI llegaran al cuarto de mantenimiento.

—Hemos de ponernos en marcha. Profesor, le voy a ayudar a meterse en el contenedor y luego…

—¿El contenedor?

—Por favor, limítese a acompañarnos. Ahora no hay tiempo para explicaciones.

David agarró el brazo de Gupta por encima del codo y lo ayudó a ponerse en pie. El anciano, sin embargo, no quería moverse. Con una fuerza sorprendente se zafó de David.

—Pues me temo que tendréis que hacer tiempo. No voy a ir a ningún lado hasta que me expliquéis qué está ocurriendo.

—Mire, los agentes van a llegar en cualquier…

—Entonces te recomiendo que seas rápido.

Mierda, pensó David. Éste era el problema de estos científicos brillantes, eran demasiado jodidamente racionales. Levantó la mirada al techo un momento, intentando calmar sus miedos y aclararse las ideas. Luego miró a Gupta a los ojos.

Einheitliche Feldtheorie —susurró—. Eso es lo que quieren.

Las palabras en alemán tuvieron un efecto retardado en Gupta. Al principio se limitó a levantar las cejas mostrando leve sorpresa y perplejidad, pero unos segundos más tarde se le aflojó la cara. Se apoyó contra la pared, mirando fijamente con los ojos en blanco los estantes con material de oficina.

David se inclinó hacia él para poder seguir hablándole al oído.

—Alguien está intentando reconstruir la teoría. Quizá son terroristas, quizá son espías, no lo sé. Primero fueron a por MacDonald, luego Bouchet y finalmente Kleinman —hizo una pausa, temiendo lo que tenía que decirle a continuación. Gupta había trabajado con los otros físicos durante muchos años. Él y Kleinman habían tenido una relación particularmente estrecha—. Lo siento, profesor. Los tres han muerto. Es usted el único que queda.

Gupta levantó la mirada hacia él. Un tic nervioso apareció en la morena piel aceitunada, debajo del ojo derecho.

—¿Kleinman? ¿Está muerto?

David asintió.

—Lo vi anoche en el hospital. Había sido torturado.

—No, no, no… —Gupta se agarró el estómago y gimió. Tenía los ojos cerrados y la boca abierta. Parecía que iba a vomitar.

Monique se arrodilló en el suelo y rodeó con su brazo al profesor.

—Shhh-shhh-shhh —susurró, dándole unas palmaditas en la espalda—. Tranquilícese, tranquilícese. No piense en ello ahora.

David esperó unos segundos mientras Monique consolaba al anciano. Pero no podía esperar demasiado. Imaginó que los agentes del FBI estarían subiendo a toda prisa las escaleras del Newell-Simon Hall.

—El gobierno descubrió lo que estaba pasando —dijo—. Y ahora también quieren la teoría. Ésta es la razón por la que el FBI lo ha puesto bajo vigilancia y por la que me han estado persiguiendo las últimas dieciséis horas.

Gupta abrió los ojos, haciendo una mueca de dolor. La cara le brillaba del sudor.

—¿Cómo sabes todo esto?

—Antes de morir, Kleinman me dio un código, una secuencia de número. Resultaron ser las coordenadas geográficas de su despacho. Creo que Kleinman quería que de alguna forma yo salvaguardara la teoría. Que la mantuviera alejada tanto del gobierno como de los terroristas.

El profesor miró fijamente el suelo y negó con la cabeza lentamente.

—Su peor pesadilla —murmuró—. Ésta era la peor pesadilla de Herr Doktor.

David sintió un subidón de adrenalina. La sangre de las arterías del cuello se le aceleró.

—¿De qué tenía miedo? ¿Es una arma?

El profesor siguió negando con la cabeza.

—Nunca me lo dijo. Se lo dijo a los demás, pero a mí no.

—¿Qué? ¿Qué quiere decir?

Gupta respiró hondo. Con visibles esfuerzos, se sentó y sacó un pañuelo del bolsillo.

—Einstein era un hombre de conciencia, David. Escogió muy cuidadosamente las personas que soportarían esta carga. —Se llevó el pañuelo a la cara y se secó el sudor de las mejillas y la frente—. En 1954 yo estaba casado y mi esposa estaba embarazada de nuestro primer hijo. La última cosa que Herr Doktor quería era ponerme en peligro. De modo que repartió las ecuaciones entre los demás: Kleinman, Bouchet y MacDonald, ninguno de los cuales estaba casado.

Monique, que todavía estaba arrodillada el lado de Gupta, le lanzó a David una mirada de preocupación. Igualmente alarmado, David se acercó todavía más al anciano.

—Un momento —susurró—. ¿Está usted diciendo que no tiene la teoría unificada? ¿Ni siquiera una parte?

Él volvió a negar con la cabeza.

—Sé que Einstein consiguió formular la teoría y que decidió mantenerla en secreto. Pero no conozco ninguna de sus ecuaciones o los principios básicos. Mis colegas le juraron a Herr Doktor que no se lo dirían a nadie, y mantuvieron su juramento con gran diligencia.

La consternación de David era tan grande que se sintió mareado. Tuvo que apoyarse contra la pared para mantener el equilibrio.

—Un momento, un momento —farfulló—. Esto no tiene sentido alguno. El código de Kleinman lo señalaba a usted. ¿Por qué me envió aquí si no conoce la teoría?

—Quizá interpretaste mal el código —Gupta había recobrado parte de su compostura y ahora se dirigía a David como si éste fuera un estudiante—. Dijiste que era una secuencia numérica, ¿no?

—Sí, sí, dieciséis dígitos. Los primeros doce son la latitud y la longitud del Newell-Simon Hall. Los últimos cuatro el número de su teléfono…

David dejó la frase a medias. Había oído algo. Un rápido traqueteo metálico, quedo pero inconfundible, que provenía de la puerta del cuarto de mantenimiento. Alguien estaba intentando abrir el pomo.

El agente Crawford estaba inclinado sobre la consola de vídeo, su inquieto rostro a menos de un palmo de la pantalla. A través del micrófono de sus auriculares murmuraba instrucciones por radio al equipo de dos hombres que se dirigía al despacho de Amil Gupta. Lucille se encontraba detrás de él, observando estrechamente a todos los agentes y técnicos dentro del puesto de mando. Habían rodeado el perímetro del Newell-Simon Hall, de modo que no había posibilidad alguna de que Gupta pudiera escapar del edificio. Aun así, Lucille no se relajaría hasta que hubieran localizado al tipo.

A través del monitor de vídeo vio cómo los agentes Walsh y Miller entraban en la recepción de Gupta. Iban vestidos como estudiantes, con pantalones cortos y camisetas y zapatillas deportivas, y cada uno de ellos llevaba una mochila azul. No era el mejor disfraz del mundo, pero tendría que servir. El poco agraciado muchacho adolescente todavía estaba sentado en el escritorio de recepción, pero el extraño tanque en miniatura ya no estaba. Uno de los agentes —Walsh, el más alto— se acercó al adolescente.

—¡Has de avisar al profesor Gupta! —gritó— ¡Hay fuego en la sala de ordenadores!

El muchacho ni siquiera levantó la mirada. Siguió mirando fijamente la gran pantalla plana que ocupaba casi todo el espacio del escritorio. Como la cámara de vigilancia de la recepción estaba empotrada en la pared que había detrás del chaval, Lucille pudo ver qué había en la pantalla: un soldado animado vestido con un uniforme caqui corría por un fortín amarillo. Era un maldito juego de ordenador.

El agente Walsh se inclinó sobre el escritorio para acercarse a la cara del muchacho.

—Eh, ¿estás sordo? ¡Esto es una emergencia! ¿Dónde está el profesor Gupta?

El adolescente se limitó a ladear la cabeza y siguió jugando. Mientras tanto, el agente Miller se dirigió a la puerta del despacho de Gupta.

—Está cerrada —dijo—. Mira a ver si en el escritorio hay un interruptor que abra la puerta.

Walsh dio la vuelta al escritorio y apartó la silla del muchacho. Al agacharse para examinar la superficie, golpeó el teclado con la mano y se fue la imagen de la pantalla. En ese mismo instante, el adolescente dio un brinco de la silla y empezó a gritar. Era un alarido terrible, desesperado, maníaco. Un grito largo y firme. Mientras gritaba, el muchacho no dejaba de agitar las manos frenéticamente, como si le ardieran.

—¡Dios! —gritó Walsh mientras se volvía hacia él—. ¡Cierra el pico!

El adolescente se puso rígido y gritó con más fuerza todavía. Oh mierda, pensó Lucille mientras miraba fijamente el monitor. Ya había visto antes este tipo de comportamiento. Una de las nietas de su hermana, allá en Houston, tenía el mismo problema. El chico era autista.

Dio un paso adelante y le cogió los auriculares al agente Crawford.

—¡Olvídense del muchacho! —gritó por el micrófono—. ¡Abran la puerta!

Obedientemente, Walsh y Miller abrieron sus mochilas y sacaron el equipo de asalto. Walsh introdujo el extremo ahorquillado de la barra Halligan entre la puerta y la jamba, y Miller golpeó la herramienta con el mazo para incrustarla dentro. Con tan sólo tres golpes lograron abrir la puerta e irrumpieron en el despacho de Gupta. Lucille vio como los agentes aparecían en otro monitor de vídeo y pasaban junto al escritorio del profesor mientras registraban la habitación.

—No está aquí —informó Walsh por radio—. Pero hay otra puerta trasera, medio oculta entre las estanterías. ¿Quiere que vayamos por ahí?

—¡Claro que sí, maldita sea! —bramó Lucille.

A su lado, el agente Crawford hojeaba los mapas del Newell-Simon Hall.

—Esa puerta no está en los planos —dijo—. Debe tratarse de una reforma reciente.

Lucille lo miró disgustada. Ese tipo era un inútil.

—Quiero que seis agentes más arrastren su culo hasta la cuarta planta, ¿me oye? Que registren todas las habitaciones, ¡todas y cada una de las malditas habitaciones!

Mientras Crawford farfullaba las instrucciones a través de la radio, uno de los técnicos se acercó a Lucille con una hoja impresa en la mano.

—¿Agente Parker? —dijo—. ¿Puedo interrumpirla un segundo?

—¡Dios santo! ¿Y ahora qué?

—Esto… Tengo los resultados de la búsqueda en la base de datos que ha pedido. Ya sabe, la revisión de las imágenes mediante el sistema de reconocimiento de caras.

—¡Pues suéltelo de una vez! ¿Ha encontrado algo?

—Esto… sí, creo que he encontrado algo que le puede interesar.

—¿Eh, hay alguien ahí?

Los tres se quedaron completamente quietos cuando oyeron la voz que retumbaba al otro lado de la puerta. David, Monique y el profesor Gupta contuvieron la respiración al mismo tiempo. El único ruido en el cuarto de mantenimiento provenía del chorro de agua que todavía corría en el fregadero.

Luego oyeron cómo aporreaban con fuerza la puerta, con una violencia tal que incluso las paredes temblaron.

—¡Somos del Cuerpo de Bomberos! ¡Si hay alguien ahí dentro abra la puerta!

Gupta se aferró al brazo de David, clavándole sus delicados dedos en el bíceps. De nuevo David pensó en su hijo, y recordó cómo Jonah se cogía a él cuando tenía miedo. Gupta señaló la puerta y miró interrogativamente a David. Éste negó con la cabeza. Estaba claro que no se trataba del Cuerpo de Bomberos.

De repente oyeron un ruido metálico en el pasillo. Algo pesado chocó contra el marco de la puerta. Un segundo más tarde un atronador golpe retumbó en el cuarto. David vio cómo en el estrecho hueco que había entre la puerta y la jamba se abría paso el extremo ahorquillado de una barra de metal.

Monique cogió el revólver que llevaba en la cintura de los pantalones cortos y esta vez David no se lo impidió. Sabía que no tenían ninguna oportunidad, que los agentes del FBI se los llevarían por delante si empezaban a disparar, pero en ese momento no podía pensar con demasiada claridad. De hecho, se sentía como si estuviera borracho, borracho de miedo y rabia. Era estúpido y suicida, pero estaba demasiado cabreado para preocuparse. A la mierda, pensó. No me rendiré sin plantar cara.

Afortunadamente, el profesor Gupta tomó el control. Soltó a David y agarró el brazo de Monique, obligándola a bajar el arma.

—No necesitas esto —susurró—, tengo una idea mejor.

Gupta metió la mano en el bolsillo interior de su americana y extrajo un aparato de mano parecido a una BlackBerry pero que obviamente había diseñado él mismo. Con rapidez sus pequeños pulgares empezaron a pulsar las teclas del aparato. En la pantalla de miniatura apareció un trazado arquitectónico, un mapa del Newell-Simon Hall con iconos resplandecientes repartidos por las plantas del edificio. David había visto este mapa antes, en su anterior visita a la oficina de Gupta. El viejo lo utilizaba para localizar sus robots.

Otro atronador golpe retumbó en la puerta. El ruido hizo dar un brinco a David, pero Gupta permaneció inclinado sobre su pequeña pantalla, moviendo frenéticamente los pulgares. Dios, pensó David, ¿qué diablos está haciendo? Entonces tuvo lugar el tercer golpe, el más alto de todos, acompañado por un crujido metálico, el sonido del marco de acero combándose bajo la presión de la barra Halligan. El extremo ahorquillado había entrado unos cuantos centímetros dentro de la habitación, y ya se podía ver en él el resplandor entre gris y plateado de las luces fluorescentes. Un golpe más y la puerta se vendría abajo.

Entonces David oyó un zumbido familiar en el pasillo, al otro lado de la puerta. Era el chirrido de un motor eléctrico, que se acercaba. Y luego la voz sintetizada del Recepcionista Autónomo AR-21:

—¡PELIGRO! ¡Han sido detectados peligrosos niveles de radiación! Evacuen inmediatamente la zona… ¡PELIGRO! ¡Han sido detectados peligrosos niveles de radiación! Evacuen inmediatamente la zona…

Y como para confirmar la advertencia del robot, empezó a sonar una alarma en todos los altavoces del edificio y las luces estroboscópicas de emergencia se encendieron. Gupta había modificado la instalación eléctrica del edificio para controlarla con su aparato de mano. Bajo el ruido de la alarma, David oyó gritos en el pasillo, las voces de los agentes del FBI dándose órdenes a gritos los unos a los otros. Entonces dejaron caer sus herramientas de asalto —David oyó el repiqueteo en el suelo— y salieron corriendo hacia la salida. Al poco ya no pudo oír sus pasos.

Con una amplia sonrisa, Monique apartó la pistola y le dio un apretón en el hombro al profesor Gupta. El anciano sonrió tímidamente y señaló su controlador de mano.

—El aviso ya estaba en el programa —explicó—. Originalmente desarrollamos esta clase de robots para el Departamento de Defensa. Reconocimiento del campo de batalla. La versión militar se llama Dragon Runner.

David ayudó a Gupta a ponerse en pie.

—Será mejor que nos pongamos en marcha. Los agentes regresarán en unos pocos minutos con sus contadores Geiger. —Acercó al profesor hasta el contenedor y se dispuso a meterlo dentro—. No es lo más cómodo, pero así he conseguido entrar en el edificio. Sólo tiene que estirarse y quedarse quieto, ¿de acuerdo?

—¿Estás seguro de que es una buena idea? —preguntó Gupta—. Ahora el FBI me está buscando y seguramente el edificio está rodeado. ¿No crees que registrarán el contenedor?

Monique, que ya había abierto la puerta, se detuvo de golpe.

—Mierda, tiene razón. No podemos salir por aquí.

David negó con la cabeza.

—No tenemos otra elección. Iremos lo más lejos que podamos con el contenedor, hasta pasar las cámaras de vigilancia, y luego tendremos que arriesgarnos a…

—La señal de esas cámaras de vigilancia —le interrumpió Gupta—, es inalámbrica, ¿no?

—¿Eh? Sí, eso creo —contestó David—. Quiero decir, es una operación secreta, así que supongo que el FBI no ha cableado todo el lugar.

Gupta volvió a sonreír.

—Entonces podemos hacer algo al respecto. Llévame al cuarto 407. El equipo de bloqueo está ahí. Después ya no necesitaremos el contenedor.

—¿Pero cómo vamos a salir del edificio? —preguntó Monique—. Aunque inutilicemos las cámaras el FBI seguirá contando con suficientes agentes para cubrir las salidas.

—No te preocupes, conozco un sitio al que podemos ir —contestó Gupta—. Mis alumnos nos ayudarán. Antes, sin embargo, tenemos que ir a por Michael.

—¿Michael?

—Sí, está sentado en el escritorio de mi recepción. Le gusta quedarse ahí jugando con el ordenador. —El chico discapacitado, pensó David. El que miraba fijamente la pantalla del ordenador en vez de responder a Monique.

—Lo siento, profesor, pero por qué quiere…

—No podemos dejarlo aquí, David. Es mi nieto.

Lucille estudió la hoja impresa que tenía entre las manos. En la derecha había una imagen de una de las cámaras de vigilancia, una fotografía de una mujer de la limpieza que empujaba un contenedor de tela en la recepción de las oficinas de Amil Gupta. A la izquierda, una página del dossier del FBI sobre Monique Reynolds, profesora de física en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton. El Bureau había recopilado bastante información acerca de la profesora Reynolds antes de la operación secreta que llevaron a cabo en su casa del 112 de Mercer Street. Según los agentes de Nueva Jersey no tenía antecedentes, aunque su madre sí contaba con una larga lista de arrestos por drogas y su hermana era una prostituta que ejercía en Washington, D.C. Es más, la profesora Reynolds no parecía tener ninguna conexión con los ayudantes de Einstein; el Instituto le había concedido el honor de vivir en el 112 de Mercer Street únicamente porque era una de sus físicas más importantes. Los agentes concluyeron que Reynolds no tenía nada que ver con el asunto y recomendaban que el Bureau hiciera pasar el registro de su casa por un acto de vandalismo. Ahora, sin embargo, parecía que esta conclusión había sido prematura.

Es guapa, pensó Lucille. Labios carnosos, pómulos prominentes, cejas bien perfiladas. Y de más o menos la misma edad que David Swift. Ambos habían sido estudiantes de posgrado de física a finales de la década de 1980. Y Princeton, claro está, era una de las paradas del tren de Nueva Jersey que Swift había cogido anoche. Aunque era imposible que Lucille hubiera adivinado previamente nada de esto, de todos modos sintió una punzada de humillación al observar la fotografía de Monique. Zorra flacucha, murmuró. Tú y Swift casi me la dais. Pero ahora ya os tengo.

Una conmoción en el otro extremo del puesto de mando interrumpió sus pensamientos. El agente Crawford estaba de pie delante de los monitores de vídeo, gritando por el micrófono de los auriculares.

—Afirmativo, retrocedan hasta la planta baja y mantengan ahí sus posiciones. Repito, mantengan sus posiciones en la planta baja. Hemos de mantener el perímetro.

Lucille dejó la hoja impresa y miró a Crawford.

—¿Qué ocurre?

—Nos informan de que hay radiación en la cuarta planta.

Estoy retirando a todos hasta que podamos enviar al equipo HazMat.

Lucille se puso tensa.

—¿Radiación? ¿Por qué no la han detectado antes? ¿De dónde proviene la información? ¿Y de cuántos rems estamos hablando?

Esperó con impaciencia a que Crawford gritara las preguntas por el micrófono. Varios infinitos segundos más tarde obtuvo una respuesta.

—Un robot de vigilancia, un Dragon Runner, ha activado una alarma.

—¿Qué? ¡Pero si no hemos desplegado ningún robot de vigilancia!

—Pero el agente Walsh ha asegurado que era un Dragon Runner.

—Mira, no me importa… —Lucille hizo una pausa. Recordó algo que había visto en los monitores de vídeo apenas quince minutos antes. Ese extraño artilugio que parecía un tanque en miniatura que avanzaba por la recepción del despacho de Gupta.

—Mierda, ¡es uno de los robots de Gupta! ¡Es un truco!

Crawford se quedó inmóvil, parecía confuso.

—¿Un truco? ¿Qué quiere…?

No tenía tiempo para explicaciones. En vez de eso cogió los auriculares de la cabeza del desconcertado Crawford y dijo por el micrófono.

—¡Que todo el mundo vuelva a sus posiciones! No hay peligro de radiación en el edificio. Repito, no hay peligro de radiación en…

—¡Agente Parker! —gritó uno de los técnicos—. ¡Mire el Monitor Cinco!

Lucille se volvió hacia la pantalla justo a tiempo para ver a Monique Reynolds empujando el contenedor por un pasillo. Lo hacía con gran esfuerzo, con ambas manos cogidas al borde del carro y el torso inclinado, casi horizontal. Y a su lado iba el adolescente autista de la recepción del despacho de Gupta.

Monique desapareció rápidamente del campo de visión de la cámara de vigilancia, pero Lucille había tomado nota de la localización del aparato. Volvió a hablar por el micrófono.

—Que todos los equipos se dirijan al rincón sudoeste de la cuarta planta. El objetivo ha sido visto en esa zona. Repito, rincón sudoeste de la cuarta planta.

Lucille dejó escapar un largo resoplido y devolvió los auriculares a Crawford. Muy bien, pensó, ahora ya sólo es cuestión de tiempo. Miró el panel de monitores de vídeo y vio a sus agentes subiendo a toda velocidad las escaleras del Newell-Simon Hall. En menos de un minuto llegarían a la posición de Monique Reynolds y sacarían a Amil Gupta del contenedor. Y quizá también a David Swift, si es que había sido tan estúpido de entrar en el edificio con ella. Y entonces Lucille se podría olvidar de toda esta maldita misión y volver a su despacho del cuartel general, donde ya no tendría que preocuparse por físicos teóricos o historiadores fugitivos o las locas ideas del secretario de Defensa.

Mientras consideraba estas felices perspectivas, la imagen de todos los monitores de vídeo del panel se fue de golpe.

Después de conducir el Ferrari tan rápido como se atrevía durante cuatro horas y media, Simon llegó a la Carnegie Mellon y se dirigió directamente al Instituto de Robótica. En cuanto llegó a la avenida Forbes, sin embargo, pensó que ya era demasiado tarde. Una docena de fornidos hombres vestidos con pantalones cortos y camisetas vigilaba la entrada del edificio; la mitad registraba las mochilas y los bolsos de los alumnos que intentaban salir del vestíbulo, y la otra inspeccionaba cautelosamente la gente con las semiautomáticas apenas ocultas en las pistoleras.

Rápidamente, Simon aparcó el Ferrari y encontró un emplazamiento desde el que reconocer el terreno detrás de un edificio vecino. Su intuición había acertado. David Swift y Monique Reynolds habían viajado al oeste para encontrarse con Amil Gupta. Simon conocía bastante bien a Gupta y su trabajo con el doctor Einstein; de hecho, cuando le encargaron la misión actual, supuso que Gupta sería uno de sus objetivos, junto a Bouchet, MacDonald y Kleinman. Sin embargo su cliente, Henry Cobb, le especificó claramente que no merecía la pena ir detrás de Gupta. A pesar de haber sido uno de los asistentes de Einstein en los cincuenta, Gupta no conocía la teoría unificada. Cobb no reveló cómo había llegado a descubrir este intrigante hecho, pero lo afirmó con inequívoca certeza. Así pues, no dejaba de ser divertido ver ahora como el pelotón de agentes del FBI rodeaba el Instituto de Robótica, listos para abalanzarse sobre un hombre que desafortunadamente no podría decirles nada.

El problema, sin embargo, era que David Swift también había creído que Gupta conocía la teoría, y ahora todo indicaba que los agentes federales lo habían atrapado junto con su amiguita física. Liberarlos de la custodia del FBI no iba a ser tarea fácil. El Bureau había aumentado la seguridad de la operación: además de los agentes apostados delante del Newell-Simon Hall, había otra docena en la entrada de servicio y seguramente unos cuantos más en el tráiler que utilizaban como puesto de mando. (Lo había identificado de inmediato gracias a la profusión de antenas que había en su techo). Simon, sin embargo, permaneció impertérrito. Sabía que si esperaba el momento oportuno, podría provocar una distracción. Que hubiera tantos estudiantes en la zona, mirando embobados a los agentes, ponía las cosas más fáciles. Puede que necesitara un escudo humano cuando se enfrentara a los hombres del FBI.

Simon cogió unos binoculares tácticos para observar más de cerca la operación. En la entrada de servicio había un agente alto con un M-16 de pie junto a una hilera de mujeres vestidas con batas azules y esposadas. Simon hizo zoom sobre sus rostros: las cinco eran negras, pero Monique Reynolds no se encontraba entre ellas. Unos metros más lejos, otros dos agentes husmeaban dentro de un contenedor de tela, tirando frenéticamente al aire periódicos, bolsas arrugadas y trozos de madera. Veinte segundos después toda la basura había quedado desparramada en el suelo del aparcamiento y, desalentados, los agentes miraban fijamente el fondo del carrito. Luego una corpulenta mujer con una blusa blanca y una falda roja se acercó a los agentes y empezó a gritarles. Simon se fijó en su cara, tenía arrugas alrededor de los ojos y estaba descompuesta por la frustración. De repente la reconoció: ¡era la babushka! ¡La mujer de grandes pechos que casi lo mata la noche anterior! Aquí también estaba a cargo de la operación, y por el aspecto de su cara Simon podía ver que algo había salido mal. Al menos uno de sus objetivos había conseguido escapar.

Entonces Simon divisó otro enjambre de agentes que rodeaban un coche de apariencia muy peculiar. El compartimento del acompañante había sido retirado del chasis y en su lugar había un enorme bloque de maquinaria sobre el cual reposaba una gran esfera plateada. Simon se quedó mirando maravillado la cosa —había visto antes este vehículo, en un artículo sobre coches robóticos. Lo recordaba perfectamente porque su tecnología lo había fascinado—. Dentro de la esfera había un escáner de láser giratorio diseñado para detectar los obstáculos que el vehículo pudiera encontrar en su camino. Los hombres del FBI inspeccionaban minuciosamente el coche, iluminando con sus linternas todos y cada uno de sus rincones. Mientras tanto, un agente interrogaba a los dos alumnos del Instituto de Robótica que estaban probando el coche, y otro se ponía a cuatro patas para inspeccionar los bajos del vehículo, en busca de algún polizón. Finalmente los agentes permitieron que la prueba prosiguiera, y los alumnos siguieron caminando detrás del coche robótico mientras avanzaba por el aparcamiento.

Pero mientras el vehículo llegaba a la avenida Forbes y lentamente empezaba a avanzar por ella, Simon advirtió algo extraño: la esfera plateada no rotaba cuando el vehículo giraba. El escáner de láser no estaba en funcionamiento, y sin embargo el coche no se había subido al bordillo de la acera ni había chocado con el tráfico que venía en dirección contraria. Ejecutó un giro impecable, sin salirse en ningún momento de su carril. Simon sabía que esto sólo podía significar dos cosas: o el vehículo ahora utilizaba una tecnología distinta para evitar los obstáculos, o bien había un conductor oculto en algún lugar del coche.

Con una amplia sonrisa, Simon dejó los binoculares y corrió hacia su Ferrari.