A pesar de las súplicas de Larry, Pete y los demás juerguistas de la despedida de soltero, David no quiso bajarse en Metuchen. Dijo que su esposa lo mataría si no iba directo a su casa, en New Brunswick, pero prometió ir con sus nuevos amigos al Lucky Lounge alguna otra noche. Todo el grupo de borrachos le chocó la mano al salir y cantó «¡Phil! ¡Phil! ¡Phil! ¡Phil!» desde el andén. David agradeció sus vítores levantando el pulgar y luego se desplomó en el asiento, exhausto.
Mientras el tren se alejaba de la estación, David comenzó a temblar. El aire acondicionado le parecía insoportablemente frío. Cruzó los brazos y se frotó los hombros para darse algo de calor, pero seguía sin dejar de temblar. Entonces se dio cuenta de lo que le pasaba: era una reacción de estrés postraumático, su cuerpo había aplazado la respuesta a todos los terribles acontecimientos que había vivido en las últimas cuatro horas. Cerró los ojos y respiró hondo. Está todo bien, se dijo. Ahora estás lejos de Nueva York. Ya lo has dejado todo atrás.
Abrió los ojos cuando el tren entraba en la estación de New Brunswick. Ya no temblaba, así que ahora podía pensar con más claridad. Decidió permanecer en el tren hasta llegar a Trenton. Ahí cogería un autobús hacia Toronto. Sin embargo, cuando las puertas se cerraron y el tren emprendió la marcha en dirección oeste, David comenzó a encontrarle defectos a su plan. ¿Y si le pedían la documentación en la estación de autobuses? No podía contar con otra despedida de soltero. Y seguro que cuando el autobús llegara a la frontera con Canadá la policía también lo estaría buscando ahí. No, coger un autobús era demasiado arriesgado, a no ser que consiguiera un permiso de conducir falso. Pero ¿cómo narices iba a conseguir eso?
Demasiado inquieto para permanecer sentado, David comenzó a caminar por el pasillo del tren, que iba prácticamente vacío. Sólo había otros tres pasajeros: un par de adolescentes vestidas con pantalones cortos y un anciano con un suéter de rombos que hablaba en voz baja por su teléfono móvil. Por un momento David contempló llamar a Karen y Jonah desde su propio teléfono, pero sabía que tan pronto como encendiera el aparato, éste enviaría una señal al repetidor más cercano, y el FBI sabría inmediatamente dónde se encontraba. Lo que resultaba más frustrante era que David estaba preocupado por su exesposa. Intuía que los hombres de traje gris querrían interrogarla.
—Estamos llegando a Princeton Junction. Conexión con el ramal de Princeton con dirección a Princeton —anunció poco después el conductor. Fue la repetición, los tres Princeton seguidos, lo que le hizo caer en la cuenta. De repente a David se le ocurrió quién lo podía ayudar. No la había visto desde hacía casi veinte años pero sabía que todavía vivía en Princeton. Había pocas posibilidades de que el FBI lo estuviera esperando en su casa; aunque era obvio que el Bureau había realizado una concienzuda investigación de su pasado, no creía que hubieran descubierto nada sobre ella. Y lo mejor de todo es que también era física, una de las pioneras de la teoría de las cuerdas. David sospechaba que sólo un físico podía desentrañar algo de la historia que tenía que contar.
El tren se detuvo y las puertas se abrieron. David bajó al andén y caminó hacia la vía del ramal que iba a la Universidad de Princeton.
En 1987, cuando David todavía era un estudiante de física en la universidad, acudió a una conferencia en Princeton sobre la teoría de cuerdas. Por aquel entonces, la comunidad científica andaba revolucionada con esta nueva teoría que prometía resolver una problemática que venía de largo. Aunque la teoría de la relatividad de Einstein explicaba la gravedad a la perfección, y la mecánica cuántica podía dar cuenta del mundo subatómico con todo detalle, las dos teorías eran matemáticamente incompatibles. Durante treinta años, Einstein había intentado unificar los dos sistemas de leyes físicas con el propósito de crear una única teoría general que pudiera explicar todas las fuerzas de la naturaleza. Todas las soluciones que publicó Einstein, sin embargo, resultaron ser imperfectas, y, tras su muerte, muchos físicos concluyeron que su búsqueda había ido desencaminada.
En la década de los setenta, sin embargo, algunos físicos habían resucitado la idea de una teoría unificada al conjeturar que todas las partículas fundamentales no eran sino minúsculas cuerdas de energía, la longitud de cada una de las cuales era menor que una billonésima de una billonésima de milímetro. En la década de los ochenta los físicos de la teoría de cuerdas habían refinado su modelo al afirmar que las cuerdas vibraban en diez dimensiones, seis de las cuales formaban variedades en espiral, demasiado pequeñas para ser vistas. Esta teoría estaba indefinida, incompleta y era increíblemente rígida, y sin embargo espoleó la imaginación de investigadores de todo el mundo. Uno de ellos era Monique Reynolds, una estudiante universitaria de veinticuatro años del Departamento de Física de Princeton.
David la vio por vez primera en la sesión de clausura de la conferencia, que tuvo lugar en un gran auditorio de Jadwin Hall. Monique se encontraba encima del escenario, preparándose para realizar una presentación sobre variedades multidimensionales. Lo primero que advirtió fue lo alta que era, le sacaba una cabeza al arrugado director del Departamento de Física, que presentó a Monique como «la joven estudiante más brillante con la que he tenido el placer de trabajar». David se preguntó si el anciano no le habría cogido demasiado cariño, porque además de alta era una mujer bellísima. Su rostro parecía el de uno de esos retratos antiguos de Atenea, la diosa griega de la sabiduría, pero en vez de un casco, Monique llevaba una corona de trencitas intrincadamente entrelazadas, y su piel tenía el color del licor de café. Un largo vestido de tela Kente amarilla y roja le colgaba de los hombros, y llevaba unas cuantas pulseras de oro en ambos brazos. En medio de la monotonía de Jadwin Hall ella resplandecía como una lluvia de partículas.
En la década de los ochenta todavía era infrecuente que las mujeres se dedicaran a la física, pero que una mujer negra investigara la teoría de cuerdas era un fenómeno francamente extraño. Los científicos del auditorio la observaban como hubieran hecho con cualquier otro fenómeno extraño, con una mezcla de intimidación y escepticismo. En cuanto comenzó su presentación, sin embargo, la aceptaron como una de los suyos. Hablaba su mismo idioma, el abstruso lenguaje de los matemáticos. Tras acercarse a la pizarra garabateó una larga secuencia de ecuaciones, todas repletas de símbolos que representaban los parámetros fundamentales del universo: la velocidad de la luz, la constante gravitacional, la masa del electrón, la potencia de la fuerza nuclear. Entonces, con una soltura que David no podía más que envidiar, manipuló y transformó los densos matorrales de símbolos en una única y elegante ecuación que describía, condensada, la forma del espacio alrededor de una cuerda vibratoria.
David fue incapaz de seguir todos los pasos de su argumentación; a esas alturas de su carrera universitaria ya se había dado cuenta de cuáles eran los límites de su capacidad matemática, y solía sentir una insoportable frustración no exenta de celos cuando era testigo del talento de un genio como Monique. Sin embargo, al verla desplegar su magia sobre la pizarra y contestar tranquilamente las preguntas de sus colegas, David no sintió ningún tipo de amargura. Se rindió a su poder sin ofrecer la más mínima resistencia. En cuanto terminó la presentación, David salió disparado de su asiento y se abrió camino hasta al escenario para poder presentarse.
Monique enarcó las cejas cuando David mencionó su nombre. Una expresión de sorpresa y agrado cruzó su cara.
—¡Yo te conozco! —exclamó ella—. Hace poco leí el artículo que escribiste con Hans Kleinman. «La relatividad en un espacio-tiempo dos-más-uno», ¿no? No estaba nada mal.
Monique le estrechó con fuerza la mano. David se había quedado atónito; no podía creer que ella hubiera leído su artículo.
—Bueno, tampoco es para tanto, la verdad —contestó él—. No si lo comparamos con tu trabajo, quiero decir. Tu presentación ha sido absolutamente impresionante. —Intentó pensar en algún otro comentario inteligente, pero no se le ocurrió ninguno—. Me he quedado anonadado. De verdad.
—¡Oh, por favor, déjalo ya! —dijo ella, y dejó escapar una carcajada, una maravillosa y sonora risotada—. ¡Harás que me sienta como una estrella de cine! —Y entonces se acercó un poco más a él mientras dejaba descansar una mano sobre su antebrazo, como si fueran viejos amigos—. Así que estás en Columbia, ¿no? ¿Qué tal es el departamento de allí?
La conversación duró varias horas. Se trasladaron primero al salón de la facultad, donde David conoció a algunos de los otros estudiantes del Departamento de Física de Princeton, y luego a un restaurante local llamado Rusty Scupper, donde el pequeño grupo de físicos en ciernes pidió margaritas y debatió los pros y los contras de las teorías de cuerdas quirales y no quirales. Después de unas cuantas copas, David le reconoció a Monique que no había entendido algunas partes de su presentación. Ella no tuvo inconveniente alguno en aclarar sus dudas y le explicó pacientemente cada procedimiento matemático. Después de unas copas más él le preguntó cómo había empezado a interesarse por la física, y ella le contó que la culpa la tuvo su padre, un hombre que nunca llegó a pasar de noveno, pero que siempre estaba elaborando interesantes teorías sobre el mundo. A medianoche David y Monique eran los últimos clientes que quedaban en el restaurante, y una hora más tarde se estaban manoseando el uno al otro en el sofá del pequeño apartamento de Monique.
Para David esta secuencia de acontecimientos era bastante habitual. Se encontraba en mitad de la juerga de seis meses que nubló su segundo año en la universidad, y cuando bebía con una mujer solía intentar llevársela a la cama. Monique era más inteligente y hermosa que la mayoría de las mujeres con las que se había acostado, pero bastante típica en otros aspectos: era impulsiva, solitaria y parecía ocultar cierta infelicidad. Todo avanzaba según los parámetros habituales, pues. Sin embargo, cuando Monique se levantó del sofá y se bajó la cremallera del vestido de Kente, que al caer formó un colorido y arrugado rebujo alrededor de sus tobillos, algo empezó a ir mal. En cuanto David la vio desnuda comenzó a llorar. Era todo tan repentino e inexplicable que al principio David pensó que le ocurría a Monique, no a él. ¿Por qué se pone a llorar? ¿He hecho algo mal?, pensó. Pero no era ella quien lloraba. Los sollozos provenían de su propia garganta, y las lágrimas caían de sus mejillas. Rápidamente se puso en pie y, humillado, se dio la vuelta. Dios, pensó, ¿qué diablos me ocurre?
Unos segundos más tarde sintió la mano de Monique sobre el hombro.
—¿David? —susurró—. ¿Te encuentras bien?
Él negó con la cabeza, intentando desesperadamente ocultar la cara.
—Lo siento —balbuceó él, apartándose—. Será mejor que me vaya.
Pero Monique no lo dejó marchar. Puso los brazos alrededor de su cintura y lo acercó a sí.
—¿Qué ocurre, cariño? Me lo puedes contar.
Su piel era suave y fría. Él sintió que algo cedía en su interior y de repente supo por qué estaba llorando. En comparación con Monique Reynolds se sentía inútil. Una semana antes había suspendido los exámenes finales, lo cual significaba que pronto el Departamento de Física de Columbia le iba a pedir que dejara el programa de posgrado. Sin duda la bebida había contribuido a su fracaso —resulta prácticamente imposible comprender la teoría cuántica de campos cuando tu resaca es crónica—, pero, aunque hubiera estado absolutamente sobrio durante el semestre, estaba seguro de que el resultado habría sido el mismo. Lo peor era que su padre había predicho que esto pasaría. Cuando visitó al viejo dos años antes, en la sórdida habitación que John Swift ocupaba desde su salida de prisión, éste se rió cuando David le comentó sus planes de convertirse en físico.
—Tú nunca serás un científico —le advirtió su padre—. Ya verás como la cagas.
David no podía contarle todo esto a Monique. Lo que hizo fue quitar las manos de Monique de su cintura.
—Lo siento —dijo otra vez—. Me tengo que ir.
Siguió llorando mientras se alejaba del apartamento de Monique y atravesaba el campus de Princeton. Eres un idiota, mascullaba, un completo idiota. Es todo culpa de la bebida, la maldita bebida. Ya no puedes pensar con claridad. Se detuvo al lado de uno de los dormitorios para estudiantes de la facultad y se apoyó un momento en el gótico edificio de piedra para aclararse la cabeza. Se terminó la bebida, se dijo. Hoy has tomado tu última copa.
Sin embargo, cuando al día siguiente regresó a Nueva York, lo primero que hizo fue ir a la West End Tavern, en Broadway, y tomarse un chupito de Jack Daniels. Todavía no había tocado fondo. No sería hasta dos meses más tarde, después de ser oficialmente expulsado del Programa de Física de Columbia, que David descendió a un nivel de degradación tan lamentable que dejaría de beber para siempre.
Durante los años siguientes, mientras ponía en orden su vida y obtenía su doctorado en historia, alguna que otra vez pensó en ponerse en contacto con Monique para explicarle lo que había ocurrido. Nunca llegó a hacerlo. En 2001 vio por casualidad un artículo suyo en Scientific American. Todavía estaba en Princeton, y todavía se dedicaba a la teoría de cuerdas, que había avanzado considerablemente desde la década de los ochenta pero seguía siendo tan indefinida, incompleta y rígida como siempre. Ahora Monique estaba explorando la posibilidad de que las dimensiones adicionales predichas por la teoría de cuerdas no formaran infinitesimales variedades en espiral sino que se encontraban detrás de una barrera cósmica que evitaba que las pudiéramos ver. A David, sin embargo, no le interesaban tanto las cuestiones relativas a la física como los datos biográficos de los últimos párrafos del artículo. Al parecer, Monique se había criado en Anacostia, el barrio más pobre de Washington, D.C. Su madre había sido adicta a la heroína y su padre murió de un disparo durante un robo cuando ella apenas tenía dos meses. David sintió una punzada en el centro del pecho al leer esto. Ella le había dicho que había sido su padre quien la había animado a dedicarse a la física, pero resulta que en realidad nunca había llegado a conocerlo.
David volvió a pensar en Monique cuando su matrimonio se fue a pique, y alguna vez estuvo a punto de llamarla. Pero al final optaba por colgar el teléfono y buscarla en Google; tecleaba su nombre en el buscador y visitaba las páginas web que la mencionaban. Así descubrió que ahora era profesora de física, que había participado en un chat en internet sobre historia africana, y que había completado el maratón de Nueva York en tres horas y cincuenta y dos minutos, un tiempo más que aceptable para una mujer de cuarenta y tres años. El descubrimiento más importante, sin embargo, fue encontrar una fotografía suya en la versión on line del Princeton Alumni Weekly. En ella aparecía de pie delante de una modesta casa de dos pisos y con un amplio porche delantero. David reconoció el lugar de inmediato: era el 112 de la calle Mercer, la casa en la que Albert Einstein había vivido durante los últimos veinte años de su vida. En su testamento, Einstein había insistido en que la casa no se convirtiera en un museo, de modo que siguió siendo una residencia privada para los profesores vinculados al Instituto de Estudios Avanzados de Princeton. Según el pie de foto, la profesora Reynolds se había mudado recientemente a la casa, donde reemplazó a un miembro docente ya jubilado.
Ahí era adonde se dirigía David tras bajar del tren en la estación de Princeton. De nuevo volvió a cruzar el campus a oscuras, ahora totalmente sobrio, pero todavía desesperado, y con la duda de si Monique se alegraría de verlo.
Lucille estaba hablando por teléfono con sus agentes de Trenton cuando el secretario de Defensa irrumpió en la sala de conferencias. Su sorpresa fue tal que casi se le cae el teléfono. Sólo había visto al secretario en una ocasión, durante una ceremonia en la Casa Blanca en la que se presentó una nueva iniciativa contra el terrorismo, y apenas intercambiaron un apretón de manos y unas cuantas cortesías. Ahora el tipo aparecía inesperadamente delante de ella. Su cabeza, cuadrada y desafiante, proyectaba una cierta beligerancia; sus ojos, pequeños y entornados, miraban con desaprobación por detrás de las gafas sin montura. Aunque eran las tres de la mañana, llevaba el fino pelo gris cuidadosamente peinado y la corbata caía recta de un impecable nudo Windsor. Un general de División de las Fuerzas Aéreas iba detrás con el maletín del secretario.
—Esto… Ahora vuelvo a llamar —dijo Lucille a su interlocutor. Colgó y, diligente, se puso en pie—. Señor secretario, yo…
—Siéntese, Lucy, siéntese —le dijo, haciéndole una señal con la mano para que se volviera a sentar—. Dejémonos de formalidades. Sólo quiero ver por mí mismo cómo se está desarrollando la operación. Y las Fuerzas Armadas han sido tan amables de traerme hasta Nueva York.
Fantástico, pensó Lucille. Ya me podría haber avisado alguien.
—Bueno, señor, creemos que tenemos localizado al detenido. Según nuestras informaciones, ahora se encuentra en Nueva Jersey y estamos…
—¿Qué? —el secretario se inclinó hacia delante, volviendo la cabeza a un lado, como intentando compensar cierta sordera en un oído—. Creía que lo tenían acorralado en Manhattan. ¿Qué ha pasado con los controles en puentes y túneles?
Lucille se revolvió incómoda en su asiento.
—Lamentablemente se produjo un retraso en la entrega de la fotografía de David Swift a la policía. En cuanto distribuimos los folletos, un agente asignado en la estación Penn reconoció al sospechoso. Dijo que Swift había subido a un tren con dirección a Nueva Jersey sobre la una y media.
—¿Y cómo consiguió subir al tren? ¿Llevaba documentación falsa?
—No. Al parecer el sospechoso se unió a un grupo de gente que tenía prisa por subir al tren. Una pandilla de palurdos borrachos, básicamente. En la confusión del momento, el agente no llegó a ver su documentación.
El secretario frunció el ceño y torció la comisura izquierda de la boca hacia abajo, formando una especie de anzuelo.
—Esto es imperdonable. Si esto fuera un ejército, ese agente sería ejecutado al amanecer por los miembros de su propia unidad.
Lucille no estaba segura de cómo contestar a eso. Decidió ignorar el extraño comentario.
—Acabo de hablar con nuestros agentes de Nueva Jersey. Subieron al tren en Trenton, pero no encontraron al sospechoso. Ahora estamos contemplando la posibilidad de que Swift se bajara del tren con los borrachos. El agente de la estación Penn dice que eran de Metuchen.
—Eso no suena demasiado esperanzados ¿Qué otras pistas tiene?
—Tenemos emplazados equipos de vigilancia en las residencias de los colegas de Swift del Departamento de Historia de Columbia. Algunos de ellos viven en Nueva Jersey, de modo que es bastante probable que pida ayuda a alguno de ellos. Y hemos traído a la exesposa de Swift aquí para interrogarla. Está en el piso de abajo con su hijo y su novio, un tipo mayor llamado Amory Van Cleve. Vamos a…
—Un momento, ¿cómo ha dicho que se llama el tipo?
—Amory Van Cleve. Es un abogado, socio administrador de Morton Mclntyre &…
—¡Dios mío! —el secretario se llevó la mano a la frente—. ¿Pero es que acaso no sabe quién es? ¡Por el amor de Dios! ¡Van Cleve fue uno de los principales donantes en las pasadas elecciones! ¡Recaudó veinte millones de dólares para la campaña presidencial!
Lucille se puso tensa. No le gustaba cómo sonaba eso.
—Me limito a seguir órdenes del director del Bureau, señor. Me dijo que actuara con todo el vigor necesario, y eso es lo que estoy haciendo.
Haciendo una mueca, el secretario se quitó las gafas y se pellizcó el puente de la nariz.
—Créame, Lucy, quiero que sea agresiva. Quiero que eche el resto en este caso. Este proyecto es una de las mayores prioridades del Pentágono. Si la información cayera en manos de los iraquíes, de los norcoreanos o de los chinos, las consecuencias serían catastróficas. —Se volvió a poner las gafas y la miró con los ojos entornados. Parecían dos francotiradores—. Pero no puede utilizar las técnicas habituales de interrogación con alguien como Amory Van Cleve. Es uno de los más importantes recaudadores de fondos del partido republicano de todo el país.
—¡Pero si cuando el presidente vino a Nueva York la pasada primavera jugaron juntos al golf!
—Bueno, ¿entonces qué sugiere, señor?
El secretario miró por encima del hombro al general de las Fuerzas Aéreas. Sin decir una palabra, éste abrió el maletín, sacó una carpeta y se la dio al secretario, que se puso a buscar entre las páginas que contenía.
—A ver. Aquí dice que este tipo, Swift, tiene un historial de drogadicción.
—De joven tuvo problemas con la bebida —precisó Lucille.
El secretario se encogió de hombros.
—Borracho una vez, borracho siempre. Podemos decir que ahora el tipo le daba a la cocaína. El Bureau estaba a punto de arrestarlo en su guarida de Harlem, pero él y sus amigos sorprendieron a los agentes y mataron a media docena. ¿Qué le parece esta historia?
Lucille intentó pensar en una respuesta diplomática.
—No termina de funcionar. En primer lugar, habitualmente el Bureau no…
—No necesito saber los detalles. Limítese a arreglarla y véndesela a Van Cleve y su exesposa. Quizá dejen de sentir simpatía por Swift y nos digan dónde puede estar escondido. Cuéntele la misma historia a la prensa. Así la búsqueda de Swift pasará a ser nacional.
Lucille negó con la cabeza. La madre que lo parió. Mantener informado al secretario de Defensa era una cosa; recibir órdenes suyas, otra. ¿Qué le hacía pensar a este tiparraco que era capaz de dirigir una operación policial?
—No estoy segura de que éste sea el enfoque adecuado —dijo ella—. Quizá deberíamos ponernos en contacto con el director del Bureau y…
—No se preocupe, el director estará de acuerdo. Hablaré con él tan pronto como regrese a Washington. —Cerró la carpeta y se la devolvió al general de las Fuerzas Aéreas. Luego dio media vuelta y salió de la sala de conferencias, seguido de cerca por el general.
Lucille se puso en pie, indignada.
—¡Espere un minuto, señor secretario! ¡Creo que debería reconsiderarlo!
El secretario ni siquiera se dio la vuelta. Se limitó levantar el brazo a modo de despedida mientras salía por la puerta.
—No hay tiempo para darle más vueltas. Tendrá que ir a la guerra con el ejército del que dispone.
David ya había estado en la casa de Einstein de la calle Mercer antes, cuando escribió Sobre hombros de gigantes. Como se trataba de una residencia universitaria, la casa no estaba abierta al público, pero David hizo una solicitud especial explicando sus motivos y el Instituto de Estudios Avanzados le concedió autorización para una visita de media hora cuyo valor resultaría incalculable para su investigación. Se pasó la mayor parte del tiempo asignado en el estudio de la segunda planta, que era donde Einstein había realizado prácticamente todas sus investigaciones durante sus últimos años. Tres de las paredes de la habitación estaban forradas con estanterías del suelo al techo, y en la cuarta había una ventana desde la que se veía el patio trasero. David sintió un extraño mareo al observar el escritorio desde la ventana. Su mente retrocedió medio siglo y prácticamente podía ver a Einstein encorvado sobre este escritorio, garabateando con su estilográfica durante horas y horas, rellenando página tras página con métricas espacio-temporales y tensores de Ricci.
Ahora, al acercarse a la casa a oscuras, David advirtió que en algún momento de la pasada década habían arreglado el jardín. Alguien había puesto macetas en el porche y podado la rebelde enredadera que antaño subía por la tubería bajante. Procurando no hacer ruido, David subió los peldaños del porche hasta la puerta principal. Tocó el timbre, que sonó sorprendentemente alto, y esperó. Para su consternación, no se encendió ninguna luz. Medio minuto más tarde volvió a llamar, prestando atención por si había alguna señal de vida dentro de la casa. Mierda, pensó, quizá no hay nadie. Quizá Monique se había ido a pasar el fin de semana fuera.
Ya casi desesperado, David iba llamar al timbre por tercera vez cuando advirtió una cosa extraña: el marco de la puerta era nuevo. Las nuevas jambas todavía estaban sin pintar y habían instalado una nueva cerradura, a juzgar por el todavía reluciente ojo de latón. Parecía un trabajo hecho con prisas y se veía chapucero, muy distinto de la cuidada apariencia del resto de la casa. Antes de poder seguir reflexionando sobre ello, sin embargo, oyó que alguien le gritaba a pocos metros de distancia:
—¡Eh, gilipollas!
David se dio la vuelta y vio a un joven descalzo y con el torso desnudo que subía la escalera del porche. Iba vestido únicamente con unos pantalones vaqueros, tenía el pelo rubio y largo, y lucía unos impresionantes músculos pectorales. Lo que más llamó la atención de David, sin embargo, fue el bate que llevaba en las manos.
—Sí, hablo contigo —dijo innecesariamente el tipo—. ¿Qué narices estás haciendo? ¿Asegurándote de que no hay nadie en casa?
David se apartó de la puerta con las manos en alto para dejar claro que estaban vacías.
—Siento molestar tan tarde. Soy David…
—¿Que lo sientes? ¿Dices que lo sientes? Ahora sí que lo vas a sentir, capullo.
En cuanto el tipo llegó al último escalón, intentó golpear a David. El bate le pasó a apenas unos centímetros de la cara. Pudo incluso oír el silbido.
—¡Joder! —gritó, apartándose—. ¡Para! ¡Soy un amigo!
El tipo seguía avanzando.
—Tú no eres amigo mío. No eres más que un jodido nazi. —Y echó hacia atrás el bate para volver a intentar golpearlo.
No había tiempo para pensar, de modo que los instintos de David tomaron el control. Sabía pelear. Su padre le había enseñado la regla fundamental: no temas jugar sucio. Se mantuvo fuera de alcance hasta que el tipo rubio volvió a arremeter con el bate y entonces se le acercó a toda prisa y le dio una patada en los huevos. Mientras el tipo se doblaba de dolor, David aprovechó para golpearle en el pecho con el antebrazo, tumbándolo. La espalda desnuda del tipo rubio resonó al caer al suelo del porche. Mientras intentaba recuperar el aliento David le quitó el bate de las manos. En menos de tres segundos todo había terminado.
David se inclinó hacia el tipo, ahora postrado.
—Muy bien. Volvamos a intentarlo —dijo—. Siento molestar a estas horas. Me llamo…
—¡Quieto, hijo de puta!
David levantó la mirada y vio a Monique en la entrada, apuntándole con una arma. Sus preciosos ojos lo miraban con ira y sostenía un revólver de cañón corto con ambas manos. Llevaba puesto un camisón amarillo brillante que le llegaba hasta media pierna y que la brisa nocturna ondeaba suavemente.
—Tira el bate y apártate de él.
David hizo lo que le decían. Dejó caer el bate al suelo del porche y retrocedió tres pasos.
—Monique —dijo—. Soy yo, David. Estoy…
—¡Cierra el pico! —Ella seguía apuntándolo con el arma. Obviamente no lo había reconocido—. ¿Te encuentras bien, Keith?
El tipo del torso desnudo se incorporó sobre los codos.
—Sí, estoy bien —dijo, aunque se le veía un poco aturdido.
—Soy yo, Monique —repitió David—. David Swift. Nos conocimos en la conferencia sobre cuerdas del 89, cuando presentaste tu artículo sobre las variedades Calabi-Yau.
—¡He dicho que cierres el pico! —gritó ella. David advirtió, sin embargo, que había llamado su atención, pues había enarcado las cejas.
—David Swift —volvió a decir—. Estudiaba en Columbia. «La relatividad en un espacio-tiempo dos-más-uno». ¿Recuerdas?
Monique se quedó boquiabierta cuando por fin lo reconoció, pero tal y como David había supuesto, no se alegró. Es más, ahora parecía todavía más enfadada. Frunció el ceño al bajar el revólver y ponerle el seguro.
—¿Qué cojones sucede? ¿Qué haces aquí en medio de la noche? Casi te vuelo la tapa de los sesos.
—¿Conoces a este tipo, Mo? —preguntó Keith, que había conseguido ponerse en pie.
—Lo conocí en la escuela de posgrado. Brevemente —dijo, y con un golpe de muñeca abrió el cilindro de la pistola y dejó caer las balas en la palma de la mano.
Se encendió una luz en la casa de al lado. Mierda, pensó David. Si no bajamos la voz alguien terminará llamando a la poli. Entonces miró a Monique con expresión suplicante.
—Escucha, necesito tu ayuda. No te hubiera molestado si no fuera importante. ¿No podríamos hablar dentro?
Monique seguía con el ceño fruncido. Después de pensarlo unos segundos, sin embargo, dejó escapar un suspiro.
—Qué diantres. Entra. De todos modos ahora tampoco podría volverme a dormir.
Monique sostuvo la puerta para que entrara. Keith, por su parte, recogió el bate. Por un momento David pensó que iba a volver a intentar golpearlo, pero en vez de eso le estrechó la mano.
—Eh, tío, lo siento —dijo—. Pensaba que eras uno de esos nazis de mierda que han estado molestando a Mo.
—¿Nazis? ¿De qué estás hablando?
—Ya lo verás cuando entremos.
David cruzó la entrada y pasó a un pequeño salón con una chimenea de ladrillo a un lado y un ventanal en el otro. Recordaba de su anterior visita la bonita repisa de madera de la chimenea. Ahora, sin embargo, parecía como si alguien la hubiera atacado con una hacha. Se podían ver los surcos de profundos cortes. La chimenea también había sido destrozada: habían roto o arrancado por lo menos media docena de ladrillos. En las paredes del salón había unos boquetes enormes, seguramente hechos con un mazo, y en varios lugares habían levantado las tablas del suelo, creando oscuros e irregulares cráteres bajo los pies. Y por si no fuera suficiente, había esvásticas por todas partes: grabadas sobre la repisa de la chimenea y en las tablas del suelo restantes, o pintadas con espray en las paredes. En el techo había dos grandes esvásticas rojas y, entre ambas, la frase «VETE A TU CASA, NEGRATA».
—Oh, no —susurró David, y se volvió hacia Monique, que había dejado la pistola y las balas sobre la repisa de la chimenea y ahora miraba al techo.
—Gamberros skinheads, probablemente chavales del instituto —dijo ella—. Los he visto por la parada de autobús, con sus cazadoras de piel y sus botas Doc Martens. Seguramente vieron una foto mía en el periódico y pensaron «eh, tío, ésta es nuestra gran oportunidad. Una zorra negra en la casa del judío más famoso del mundo». ¿Qué más podían pedir?
David se estremeció.
—¿Cuándo sucedió todo esto?
—El fin de semana pasado, cuando fui a visitar a unos amigos en Filadelfia. Los muy cabrones lo hicieron bien. Esperaron a que no hubiera nadie en casa, y entonces abrieron la puerta principal con una palanca. No pintaron las paredes exteriores para que no les pudiera ver nadie que pasara por la calle.
David pensó entonces en el estudio del segundo piso.
—¿Y las habitaciones del segundo piso, también las han destrozado?
—Sí, asaltaron prácticamente toda la casa. Incluso arrancaron el césped del patio trasero. Afortunadamente se dejaron la cocina, y no estropearon demasiado los muebles. —Y señaló un sofá negro de piel, una mesa de centro cromada y una silla Barcelona roja, cosas que, obviamente, no habían pertenecido a Einstein.
Keith pasó por encima de uno de los agujeros del suelo. Iba con los pulgares colgados de los bolsillos delanteros de sus vaqueros. Ahora David pudo advertir que en el hombro izquierdo llevaba un tatuaje de una serpiente de cascabel y que tenía el rostro fervoroso y lozano de un veinteañero.
—Cuando oímos que llamabas al timbre, pensamos que se trataba otra vez de uno de esos gamberros para comprobar si la casa estaba vacía. Supusimos que si encendíamos las luces los chavales saldrían corriendo, así que salí por el patio trasero para sorprenderlos.
Monique rodeó con su brazo la cintura de Keith y apoyó la cabeza contra su hombro tatuado.
—Keith es adorable —dijo ella—. Esta semana se ha quedado conmigo todas las noches.
Keith respondió cogiendo por la cintura a Monique y besándola en la cabeza.
—¿Qué otra cosa podía hacer? Eres mi mejor cliente —y se volvió hacia David con una gran sonrisa en su juvenil rostro.
—Es que me ocupo del coche de Mo. En el taller mecánico de Princeton. Tiene un Corvette que te cagas, pero es un poco caprichoso.
David se lo quedó mirando durante un momento, confuso. ¿Monique, una reconocida teórica de cuerdas, salía con su mecánico? Parecía algo inverosímil. Pero rápidamente desechó el pensamiento. Tenía cosas más importantes de las que preocuparse.
—Monique, ¿nos podemos sentar unos minutos? Sé que ahora no es un buen momento para ti, pero es que estoy metido en un problema serio y necesito entender qué es lo que está pasando.
Ella enarcó una ceja y se lo quedó mirando atentamente, como dándose cuenta al fin de lo desesperado que parecía.
—Podemos ir a la cocina —dijo—. Está hecha un desastre pero por lo menos no hay esvásticas.
La cocina era grande y moderna; la habían añadido a la casa hacía unos años para reemplazar el estrecho cuarto en el que cocinaba Elsa, la esposa de Einstein. Un amplio mostrador de mármol se extendía bajo una hilera de armarios, y una mesa redonda ocupaba la zona de comedor. Aunque la cocina era grande incluso para los estándares suburbanos, todo el espacio estaba ocupado hasta arriba por cajas, libros, lámparas y trastos varios que habían traído de otras partes de la casa. Monique llevó a David hasta la mesa de desayunar y quitó una pila de libros de una de las sillas.
—Perdona el desorden —dijo ella—. El estudio es una zona catastrófica, así que he tenido que traer las cosas aquí.
David la ayudó a despejar la mesa y las sillas. Al llevar una pila de libros a la repisa de la ventana, reconoció uno de los ejemplares que había en lo alto. Era Sobre hombros de gigantes. Monique dejó escapar un resoplido de cansancio al sentarse. Entonces se volvió hacia Keith y cariñosamente le colocó una mano sobre la rodilla.
—Cariño, ¿nos podrías hacer un poco de café? Me muero por una taza.
Él le dio una palmadita en la mano.
—Claro que sí. Supremo Colombiano, ¿no?
Ella asintió, y luego se quedó observando cómo se dirigía hacia la cafetera que había al otro lado de la cocina. En cuanto estuvo segura de que no les podía oír se inclinó sobre la mesa en dirección a David.
—Muy bien. ¿Cuál es el problema?
Cuando Simon estaba en la Spetsnaz, dirigiendo operaciones contra la insurgencia chechena, aprendió una útil táctica para localizar al enemigo. Se podría resumir en diez palabras: para encontrar a alguien, hay que saber lo que quiere. Un rebelde checheno, por ejemplo, lo que quiere es matar soldados rusos, de modo que se le podrá encontrar en las montañas cercanas a las bases militares. Así de simple. Sin embargo, en el caso de David Swift había un factor que complicaba las cosas: los norteamericanos también lo andaban buscando. Si este profesor de historia tenía algo de sentido común, evitaría lugares como su apartamento, su despacho en Columbia o cualquier otro lugar en el que el FBI pudiera estar esperándolo. Así pues, Simon tendría que volver a improvisar. Con la ayuda de internet, comenzó a investigar los deseos secretos de David Swift.
A las tres de la mañana, Simon todavía permanecía encerrado en su sobrevalorada suite del Waldorf Astoria con la mirada puesta en su ordenador portátil. Había conseguido hackear la red interna de la Universidad de Columbia y pronto hizo un feliz descubrimiento: el administrador de la red había estado controlando la actividad de los miembros del profesorado, probablemente para asegurarse de que no visitaran páginas pornográficas en horas de oficina. Simon se rió entre dientes; a los soviéticos les hubiera encantado esto. Pero lo mejor de todo era que los registros de actividad todavía no habían sido codificados. En unos pocos clics Simon se pudo descargar las direcciones de todas las páginas que David Swift había visitado en los últimos nueve meses.
En la pantalla de su portátil apareció una larga lista de direcciones de páginas web, 4.755 en total. Demasiadas para poder examinarlas una a una. Había, sin embargo, una forma de acortar la lista: mirar únicamente las búsquedas realizadas en Google. Lo que uno busca revela lo que desea, pensaba Simon. Google era la nueva ventana del alma humana.
Simon encontró 1.126 búsquedas. Seguían siendo demasiadas, pero ahora podía centrar su atención en los términos buscados. Tenía un programa en el portátil que podía identificar nombres de pila en cualquier muestra de texto. El análisis de las direcciones restantes mostraba que David Swift había tecleado un nombre en 147 de esas búsquedas. Ahora la lista de direcciones de páginas web era lo suficiente corta como para que Simon las pudiera inspeccionar una a una, aunque en realidad Swift le había puesto las cosas todavía más fáciles. Sólo un nombre aparecía más de una vez. En tres fechas distintas desde septiembre, David Swift había buscado a alguien llamado Monique Reynolds. Y en cuanto Simon buscó el nombre por sí mismo, rápidamente entendió por qué.
Llamó a la recepción del hotel y le dijo al conserje que tuviera listo su Mercedes en cinco minutos. Iría a Nueva Jersey a visitar la última casa del judío errante de Baviera.
David respiró hondo.
—Hans Kleinman ha muerto —empezó a decir—. Lo han asesinado esta noche.
Monique se echó hacia atrás como si hubiera recibido un golpe. Sus labios se abrieron formando una O de desconcierto.
—¿Asesinado? ¿Cómo? ¿Quién lo ha hecho?
—No lo sé. La policía dice que ha sido un robo que ha salido mal, pero yo creo que se trata de otra cosa —dijo, e hizo una pausa. Su teoría acerca del asesinato del profesor era, como mucho, vaga, y ni siquiera estaba seguro de cómo explicársela a Monique.
—He podido hablar con Kleinman en el hospital antes de que muriera. Así es como ha empezado toda esta pesadilla. —Iba a contarle lo que había ocurrido en el complejo del FBI en la calle Liberty, pero se detuvo. Sería mejor ir con calma. No quería asustarla de buenas a primeras.
Ella negó con la cabeza, con la mirada fija en la brillante superficie de la mesa de la cocina.
—Dios —susurró ella—. Es espantoso. Primero Bouchet y ahora Kleinman.
David se sobresaltó al oír el primer nombre.
—¿Bouchet?
—Sí, Jacques Bouchet, de la Universidad de París. Sabes quién es, ¿no?
David lo conocía bien. Bouchet era uno de los nombres ilustres de la física francesa, un científico brillante con cuya ayuda se diseñaron algunos de los más poderosos aceleradores de partículas de Europa. También fue uno de los ayudantes de Einstein a principios de la década de los cincuenta.
—¿Qué le ha ocurrido?
—Hoy su esposa ha llamado al director del Instituto. Bouchet murió la semana pasada y ella quería realizar una donación en su honor. Al director le ha sorprendido porque no había visto el obituario de Bouchet en ninguna parte. Su esposa ha dicho que la familia no lo había hecho público porque se había tratado de un suicidio. Al parecer se cortó las muñecas en la bañera.
David había entrevistado a Bouchet como parte de su investigación para Sobre hombros de gigantes. Compartieron un magnífico almuerzo en la casa de campo que el físico tenía en la Provenza, y luego jugaron a las cartas hasta las tres de la madrugada. Era un hombre sabio, divertido y despreocupado.
—¿Estaba enfermo? ¿Lo hizo por eso?
—El director no me ha dicho nada al respecto. Pero sí ha mencionado que su esposa parecía estar muy consternada. Como si todavía no se lo pudiera creer.
La mente de David se aceleró. Primero Bouchet y ahora Kleinman. Dos de los ayudantes de Einstein muertos en apenas una semana. Ciertamente eran todos bastante viejos, tenían entre setenta y muchos y ochenta y pocos. De modo que era de esperar que empezaran a fallecer. Pero no de este modo.
—¿Me dejas un momento tu ordenador? —preguntó él—. Necesito mirar una cosa en internet.
Confusa, Monique señaló un portátil negro que estaba junto a una caja sobre el mármol de la cocina.
—Puedes utilizar mi MacBook, que tiene conexión inalámbrica. ¿Qué quieres buscar?
David puso el portátil sobre la mesa, lo encendió y abrió la página principal de Google.
—Amil Gupta —dijo mientras tecleaba el nombre en el buscador—. También trabajó con Einstein en la década de los cincuenta.
En menos de un segundo aparecieron los resultados en la pantalla. David fue desplazando la página hacia abajo con rapidez. La mayoría de las entradas hacían referencia al trabajo de Gupta en el Instituto de Robótica de la Universidad Carnegie Mellon. En la década de los ochenta, después de tres décadas como científico, Gupta abandonó repentinamente el mundo de la física y fundó una compañía de software. En apenas una década ganó varios cientos de millones de dólares. Se convirtió en filántropo, donaba su dinero a diversos proyectos de investigación de lo más extravagante, aunque su principal interés era la inteligencia artificial. Dio cincuenta millones de dólares al Instituto de Robótica y unos pocos años más tarde pasó a ser su director. Cuando David entrevistó a Gupta le costó horrores que le hablara de Einstein. Sólo le interesaban los robots.
David examinó la lista, y luego otros cien resultados antes de quedarse convencido de que no había malas noticias acerca de Gupta. Aunque tampoco se quedó especialmente tranquilo. Podía ser que estuviera muerto pero que el cuerpo todavía no hubiera sido descubierto.
Mientras David miraba fijamente la pantalla del portátil, Keith se acercó a la mesa con una taza de café en cada mano. Le dio una a David.
—Aquí tienes —dijo—. ¿Quieres leche o azúcar?
David cogió la taza agradecido. Se moría por tomar cafeína.
—No, no, lo tomaré solo. Muchas gracias.
Keith le dio la otra taza a Monique.
—Escucha, Mo, yo me voy a la cama. He de estar en el taller a las ocho de la mañana —le dijo, poniéndole la mano sobre el hombro e inclinándose un poco para acercar su cara a la de ella—. ¿Estarás bien?
Ella le cogió de la mano y le sonrió.
—Sí, estaré bien. Tú ve a descansar un poco, cariño —le dio un beso en la mejilla y luego una palmadita en la nalga cuando se iba.
David estudió el rostro de Monique mientras se tomaba el café. Era fácil ver cómo se sentía. Era obvio que le tenía cariño a ese cachas. Y, aunque tenía veinte años más que él, parecían de la misma edad. La cara de ella apenas había cambiado desde la última vez que David la había visto, sobre el sofá de su pequeño apartamento de la escuela de posgrado.
Unos segundos más tarde, Monique se dio cuenta de que David la estaba mirando fijamente. Avergonzado, éste se llevó la taza de café a los labios y se bebió la mitad en largos tragos a pesar de que todavía quemaba. Luego la dejó sobre la mesa y volvió al portátil. Quería buscar otro nombre. Tecleó «Alastair MacDonald» en el buscador.
MacDonald fue el menos afortunado de los ayudantes de Einstein. En 1958 sufrió un ataque de nervios que le hizo abandonar el Instituto de Estudios Avanzados. Regresó a Escocia, a casa de su familia, pero nunca llegó a recuperarse del todo; su comportamiento empezó a ser errático, les gritaba a los transeúntes de las calles de Glasgow. Pocos años después atacó a un policía, y su familia lo envió a un manicomio. Allí fue donde David lo visitó en 1995, y aunque MacDonald le estrechó la mano y se sentó con él para la entrevista, no respondió ninguna de las preguntas de David sobre su trabajo con Einstein. Se quedó sentado mirando al frente fijamente.
En la pantalla apareció una larga lista de resultados pero, al examinarlos más atentamente, resultaron ser sobre distintas personas: el cantante folk Alastair MacDonald, el político australiano Alastair MacDonald, y así. Nada acerca del físico Alastair MacDonald.
Monique se puso de pie y miró por encima del hombro de David.
—¿Alastair MacDonald? ¿Quién es?
—Otro de los asistentes de Einstein. Éste desapareció del mapa, así que resulta difícil encontrar información sobre él.
Ella asintió.
—Ah, sí. Lo mencionabas en tu libro. El que se volvió loco, ¿no?
David se ruborizó, complacido. Ella se había leído Sobre hombros de gigantes con atención. Antes de contestar, sin embargo, se le ocurrió algo. Se dirigió al alféizar, cogió el ejemplar que Monique tenía de su libro, y lo abrió por el capítulo sobre MacDonald. Encontró el nombre del manicomio, Institución Mental Holyrood; entonces volvió al portátil y tecleó las palabras en el buscador, junto a «Alastair MacDonald».
Sólo obtuvo un resultado, pero era reciente. David hizo clic en la dirección de la página web y un momento más tarde apareció en la pantalla una página de la versión online del Glasgow Herald. Era una noticia breve fechada el 3 de junio, hacía tan sólo nueve días.
INVESTIGACIÓN EN HOLYROOD
El Departamento de Salud escocés ha anunciado hoy que llevará a cabo una investigación acerca del fatídico accidente que tuvo lugar en la Institución Mental Holyrood. Uno de los residentes, Alastair MacDonald, de setenta y nueve años, fue hallado muerto en la sala de hidroterapia del centro a primera hora del martes. Funcionarios de Salud han dicho que MacDonald se ahogó en una de las piscinas de terapia después de haber abandonado su habitación por la noche. El Departamento estudiará si la falta de supervisión del personal nocturno puede estar relacionada con el accidente.
David sintió un escalofrío mientras miraba atentamente la pantalla. MacDonald, ahogado en una piscina de terapia; Bouchet en la bañera con cortes en las muñecas. Recordó entonces lo que le había dicho el detective Rodríguez en el hospital Saint Luke: la policía había encontrado a Kleinman en el cuarto de baño. Los tres viejos físicos estaban relacionados no sólo por su colaboración con Einstein, sino por un terrible modus operandi. Los mismos cabrones que habían torturado a Kleinman hasta matarlo también habían matado a MacDonald y Bouchet, disfrazando sus asesinatos como un accidente y un suicidio. Pero ¿y el motivo? ¿Cuál había sido el motivo? La única pista eran las últimas palabras de Kleinman: Einheitliche Feldtheorie. Destructor de mundos.
Monique se inclinó sobre David para poder leer la noticia por encima de su hombro. Su respiración se fue acelerando a medida que iba avanzando.
—Mierda —susurró—. Todo esto es muy extraño.
David se dio la vuelta y la miró a los ojos. Estuviera o no preparada, era el momento de exponerle su hipótesis.
—¿Qué sabes de los artículos de Einstein acerca de la teoría del campo unificado?
—¿Qué? —dio un paso hacia atrás—. ¿Artículos de Einstein? ¿Qué tiene eso…?
—Ahora lo verás, ten paciencia. Me refiero a sus intentos para derivar una ecuación de campo que incluyera la gravedad y el electromagnetismo. Ya sabes, su investigación sobre variedades de cinco dimensiones, geometría posriemanniana. ¿Conoces esos artículos?
—No mucho. El interés de todo esto es meramente histórico. No tiene ninguna relevancia para la teoría de cuerdas —dijo mientras se encogía de hombros.
David torció el gesto. Esperaba, quizá ingenuamente, que Monique conociera el tema al dedillo y pudiera así ayudarlo a examinar las posibilidades.
—¿Cómo puedes decir eso? Claro que está relacionado con la teoría de cuerdas. ¿Qué hay de las investigaciones de Einstein con Kaluza? Fueron los primeros en postular la existencia de una quinta dimensión. ¡Y tú te has pasado toda tu carrera estudiando dimensiones adicionales!
Ella negó con la cabeza. La expresión de su rostro era la de un resignado profesor explicando los rudimentos a un ignorante estudiante de primer año.
—Einstein intentaba obtener una teoría clásica. Una teoría basada estrictamente en relaciones causa-efecto y sin extrañas incertidumbres cuánticas. La teoría de cuerdas, sin embargo, deriva de la mecánica cuántica. Es una teoría cuántica que incluye gravedad, lo cual no tiene nada que ver con lo que Einstein estaba investigando.
—Pero en sus últimos artículos adoptó un nuevo enfoque —argumentó David—. Intentaba integrar la mecánica cuántica en una teoría más general. La teoría cuántica sería un caso especial en un marco clásico más amplio.
Monique hizo un gesto desdeñoso con la mano, rechazando esa idea.
—Ya lo sé, ya lo sé. Pero al final, ¿qué salió de todo esto? Ninguna de sus soluciones se sostenía. Sus últimos artículos son un absoluto disparate.
David notó como su rostro enrojecía. Odiaba el tono que había empleado ella. Quizá no era un genio matemático como Monique, pero esta vez sabía que estaba en lo cierto.
—Al final, Einstein descubrió una solución, lo que pasa es que no la publicó.
Ella levantó la cabeza, alzó ligeramente las comisuras de sus labios y le dedicó una mirada inquisitiva.
—¿Ah, sí? ¿Acaso alguien te ha enviado un manuscrito perdido tiempo atrás?
—No, eso es lo que Kleinman me dijo antes de morir. «Herr Doktor lo consiguió». Éstas fueron sus palabras exactas. Y por eso ha sido asesinado esta noche, por eso todos ellos han sido asesinados.
Monique advirtió el tono apremiante de su voz y se puso seria.
—Mira, David, entiendo que estés alterado, pero lo que estás sugiriendo es imposible. Es imposible que Einstein pudiera formular una teoría unificada. Sus conocimientos se limitaban a la gravedad y al electromagnetismo. Los físicos no comprendieron la fuerza nuclear débil hasta la década de los sesenta y no descifraron la fuente hasta diez años después. ¿Cómo pudo Einstein elaborar una teoría del todo si no entendía dos de las cuatro fuerzas fundamentales? Es como armar un rompecabezas sin la mitad de las piezas.
David pensó en ello un momento.
—Pero no tenía por qué conocer todos los detalles para elaborar una teoría general. Sería más un crucigrama que un rompecabezas. Con las suficientes pistas puedes deducir el patrón, y más adelante ya rellenarás los espacios en blanco.
A Monique no le convencía. Por la cara que ponía, David podía ver que la idea le parecía absurda.
—Además, si finalmente consiguió elaborar una teoría válida, ¿por qué no la publicó? ¿Acaso no era el sueño de su vida? —dijo ella.
David asintió.
—Sí, lo era. Pero todo esto ocurrió unos pocos años después de Hiroshima. Y a pesar de que Einstein no tuvo nada que ver con la construcción de la bomba atómica, sabía que fueron sus descubrimientos los que la hicieron posible. Eso lo atormentaba. En una ocasión dijo que «de haber sabido que iban a hacer esto me hubiera hecho zapatero».
—Sí, sí, todo esto ya lo he oído.
—Bueno, piensa un momento en ello. Si Einstein hubiera descubierto una teoría unificada, ¿no habría temido que volviera a ocurrir lo mismo? Ahora era consciente de que debía tener en cuenta las implicaciones del descubrimiento, todas sus posibles consecuencias. Creo que previó el posible uso militar de la teoría. Quizá para crear algo todavía peor que una bomba nuclear.
—¿Qué quieres decir? ¿Qué podría ser peor?
David negó con la cabeza. Éste era el punto más débil de su argumentación. No tenía ni idea de lo que era la Einheitliche Feldtheorie, menos todavía lo que podía desencadenar.
—No lo sé, pero debe tratarse de algo terrible. Tanto como para que Einstein decidiera que no podía publicar la teoría. Pero tampoco pudo abandonarla. Creía que la física era una revelación de la obra de Dios. No podía olvidar la teoría y hacer ver que nunca había existido, de modo que se la confió a sus ayudantes. Seguramente, a cada uno de ellos les dio un fragmento de la teoría y les dijo que la mantuvieran a salvo.
—¿De qué serviría eso? Si la teoría era tan terrible, sus ayudantes tampoco podían publicarla.
—Pensaba en el futuro. Einstein era un optimista incorregible. Realmente pensaba que en unos años los rusos y los norteamericanos depondrían sus armas y formarían un gobierno mundial. Entonces la guerra sería prohibida y todo el mundo viviría en paz. Sus ayudantes sólo tendrían que esperar hasta ese día para poder revelar la teoría. —Inesperadamente, David empezó a sentir un escozor en los ojos—. Y tuvieron que esperar toda su vida.
Monique lo miró comprensiva mientras él recobraba la compostura. Sin embargo, estaba claro que seguía sin creer una sola palabra de lo que había dicho.
—Es una hipótesis extraordinaria, David. Y las afirmaciones extraordinarias requieren pruebas extraordinarias.
David se armó de valor.
—Kleinman me ha dado una serie de números cuando lo he visto esta noche en el hospital. Me ha dicho que era una clave que Einstein le había dado, y que ahora él me la daba a mí…
—Bueno, eso no…
—No, eso no es la prueba. La prueba es lo que ha pasado luego.
Le contó lo del interrogatorio en el complejo del FBI y la masacre posterior. Al principio ella se limitó a mirarlo fijamente, incrédula, pero al describirle cómo se apagaron las luces y el eco de los disparos por los pasillos, de forma inconsciente Monique se agarró al dobladillo de su camisón y lo arrebujó con el puño. Cuando David hubo terminado, ella parecía tan traumatizada como lo había estado él al salir del aparcamiento de la calle Liberty. Lo cogió del hombro.
—Dios mío —susurró—. ¿Quién ha atacado el lugar? ¿Eran terroristas?
—No lo sé, no he llegado a verlos. Sólo he visto, los agentes del FBI muertos. Pero estoy seguro de que se trata de la misma gente que ha asesinado a Kleinman, Bouchet y MacDonald.
—¿Cómo lo sabes? Quizá ha sido el FBI. Parece que el gobierno y los terroristas van detrás de lo mismo.
Él negó con la cabeza.
—No, el FBI los habría interrogado. Lo que yo pienso es que los terroristas descubrieron antes la existencia de la teoría unificada. Quizá se le escapó algo a Kleinman, a Bouchet o a MacDonald. De modo que los terroristas fueron a por ellos y los torturaron para obtener la información. Cuando dos aparecieron muertos, sin embargo, los servicios de inteligencia norteamericanos debieron de suponer que algo estaba pasando. Por eso los agentes del FBI habrían aparecido con esa rapidez en el hospital. Probablemente debían de tener a Kleinman bajo algún tipo de vigilancia.
David había ido subiendo el volumen de su voz a medida que iba detallando la situación, y sus últimas palabras habían traspasado las paredes de la cocina. Hizo una pausa y se quedó mirando a Monique para observar su reacción. Ya no había escepticismo en su rostro, pero todavía no estaba convencida. Ella retiró la mano del hombro y volvió a mirar atentamente la pantalla de su portátil, en la que había aparecido el salvapantallas, una animación de una variedad Calabi-Yau en movimiento.
—Sigue sin tener demasiado sentido —dijo ella—. Es decir, quizá tienes razón acerca de los asesinatos, quizá los terroristas iban detrás de Kleinman y los demás a causa de algún proyecto secreto en el que estuvieran trabajando. Pero no me puedo creer que este proyecto fuera una teoría del campo unificado que los ayudantes de Einstein hubieran escondido durante cincuenta años. Es demasiado inverosímil.
Él volvió a asentir. Podía comprender su incredulidad. No se trataba únicamente de la mera preferencia de la cuántica sobre las teorías clásicas. Lo que estaba en juego aquí era toda su vida profesional. Lo que David estaba sugiriendo era que todos los logros que tanto ella como sus colegas dedicados a la teoría de las cuerdas habían obtenido a lo largo de las últimas dos décadas, todos los laboriosos avances, los costosos descubrimientos y las brillantes reformulaciones, conseguidos con tanto esfuerzo, eran irrelevantes. Un científico fallecido antes de que la mayoría de ellos hubiera siquiera nacido ya había obtenido el premio gordo, la Teoría del Todo. Y esta posibilidad era, para decirlo suavemente, un poco difícil de aceptar.
Se acercó un poco más a Monique y se colocó entre ella y la enrevesada variedad que lentamente daba vueltas en la pantalla del portátil. Esto iba a doler.
—Mira a tu alrededor, Monique. Mira la cocina. Intacta, sin grafitis, ni esvásticas. ¿Por qué una pandilla de asquerosos skinheads de Nueva Jersey querría destrozarlo todo excepto la cocina?
Ella se lo quedó mirando, sin comprender a qué se refería.
—¿Qué tiene eso que ver con…?
—No fueron skinheads quienes lo hicieron. Quien puso patas arriba este lugar lo hizo buscando los cuadernos de Einstein. Buscaron debajo de las tablas del suelo y cavaron en el patio trasero y golpearon el yeso en busca de espacios entre las paredes. Y luego pintaron esvásticas por todas partes para que pareciera un acto de vandalismo. Pero dejaron intacta la cocina porque fue añadida a la casa mucho después de que Einstein muriera, de modo que no pudo haberlos escondido aquí. Y dejaron en paz tus muebles por la misma razón.
Monique se llevó la mano a la boca. Sus largos y esbeltos dedos le cubrieron los labios.
—A mí me parece —continuó David—, que fue el FBI quien realizó esta búsqueda. Los terroristas no se habrían tomado la molestia de esperar a que estuvieras fuera de casa un fin de semana. Te habrían matado mientras dormías. Y también me inclino a pensar que los agentes no encontraron ningún cuaderno. Einstein era demasiado inteligente para eso. No creo que dejara nada por escrito.
Aunque la mano de Monique le tapaba la mitad de la cara, David pudo ver cómo le cambiaba la expresión. Primero, los ojos se abrieron mostrando su miedo y sorpresa, pero en cuestión de segundos los entrecerró y apareció una profunda arruga vertical entre las cejas. Se tornó lívida y se puso tremendamente furiosa. Lo de los skinheads neonazis ya era malo, pero ¿agentes federales pintando esvásticas para encubrir una operación clandestina? Eso era un tipo de maldad absolutamente distinto.
Finalmente apartó la mano de la cara y volvió a ponerla sobre el hombro de David.
—¿Qué números te ha dado Kleinman?
Simon no tuvo problema alguno para cruzar el río Hudson. En un control que había en la entrada del túnel Lincoln, una pareja de agentes de policía le ordenaron que bajase la ventanilla y un perro detector asomó el hocico, pero Simon se había cambiado de ropa en el Waldorf y una ducha había eliminado cualquier rastro de C-4 de su piel, de modo que el pastor alemán se limitó a mirar tontamente el volante. Simon les enseñó la documentación a los agentes —una experta falsificación de un permiso de conducir del estado de Nueva York— y éstos lo dejaron pasar.
Cinco minutos más tarde ya estaba en la autopista de Nueva Jersey, conduciendo a toda velocidad por el paso elevado que atravesaba las oscuras y húmedas Meadowlands. Podía ir tan deprisa como quisiera porque a las cuatro de la madrugada la autopista estaba prácticamente vacía y la Policía Estatal estaba ayudando a la de Nueva York en los controles de túneles y puentes. Pasó junto al aeropuerto de Newark a 150 kilómetros por hora, y luego se dirigió hacia al oeste, en dirección a la cada vez más extensa refinería Exxon.
No había una alma, era noche cerrada. A lo lejos, las torres de destilación de la refinería se dibujaban en la oscuridad. De una de las chimeneas salía un fuego de gas, pero las llamas eran delgadas y parpadeantes, tan débiles como un piloto encendido. A medida que Simon avanzaba a toda velocidad por el laberinto de oleoductos y tanques de petróleo la carretera parecía oscurecerse cada vez más, y por un momento se sintió como si condujera bajo el mar. En la pantalla en blanco de su mente vio dos caras, las caras de sus hijos, pero no se trataba de la reconfortante imagen que había descargado en su teléfono móvil. Ahora Sergéi y Larissa no sonreían. Sergéi tenía los ojos cerrados y yacía en una cuneta embarrada, los brazos llenos de quemaduras largas y negras y el pelo cubierto de sangre. Los ojos de Larissa, en cambio, estaban completamente abiertos, como si todavía estuviera viva, como si todavía estuviera mirando horrorizada la bola de fuego que la había envuelto.
Simon pisó el acelerador y el Mercedes aceleró. Pronto llegó a la Salida 9 y cogió a toda velocidad la Ruta 1 Sur. Llegaría a Princeton en 15 minutos.
40 26 36 79 56 44 7800
David escribió los números a lápiz en una hoja de papel de un cuaderno. Luego se la pasó a Monique y, casi de inmediato, sintió una poderosa necesidad de quitarle el papel de las manos y hacerlo pedazos. Tenía miedo de esos dieciséis dígitos. Quería destruirlos, enterrarlos, eliminarlos para siempre. Pero sabía que no podía. No tenía nada más.
Monique sostuvo el papel con ambas manos y examinó los números. Sus ojos iban a toda velocidad de izquierda a derecha en busca de patrones, progresiones, secuencias geométricas. Tenía la misma mirada de concentración que David le había visto durante su charla sobre las variedades Calabi-Yau en la conferencia de teoría de cuerdas. Como la de la diosa Atenea preparándose para la guerra.
—La distribución parece aleatoria —observó—. Hay tres ceros, tres cuatros y tres seises, pero sólo una pareja, los dos sietes. En una secuencia numérica de esta longitud, es improbable que haya más tripletes que parejas.
—¿No podría ser la clave para descodificar un archivo informático? Kleinman utilizó la palabra «clave», de modo que tendría sentido.
Ella siguió observando los números.
—La longitud sería la correcta. Dieciséis dígitos, cada uno de los cuales puede ser transformado en cuatro bits de código digital. Esto supondría un total de sesenta y cuatro bits, que es la longitud estándar para un código encriptado. Sin embargo, la secuencia ha de ser aleatoria para que funcione. —Ella negó con la cabeza—. Si no lo fuera, se podría descifrar el código con demasiada facilidad. ¿Por qué iba Kleinman a elegir una clave imperfecta como ésta?
—Bueno, quizá se trata de otro tipo de clave. Quizá es más una etiqueta identificativa. Algo que nos ayude a encontrar el archivo, en vez de descifrarlo.
Monique no contestó. Se acercó el papel a la cara, como si no viera bien los números.
—Has escrito esta secuencia de una forma extraña.
—¿A qué te refieres?
Cogió el papel. Tenía razón, los primeros doce dígitos estaban dispuestos en boques de dos dígitos. No lo había hecho conscientemente, pero así era.
—Vaya —masculló—. Esto sí que es extraño.
—¿Te dijo Kleinman que los agruparas así cuando te dio la secuencia?
—No, no exactamente —cerró los ojos y volvió a ver al profesor Kleinman, recostado en su cama del hospital mientras balbucía sus últimas palabras—. Le fallaban los pulmones, así que fue diciendo los números a boqueadas, de dos en dos. Y así es como ahora veo la secuencia mentalmente. Una media docena de números de dos dígitos y uno de cuatro al final.
—¿Y no sería posible que esta agrupación fuera intencionada? ¿Que Kleinman quisiera que organizaras los números de esta forma?
—Sí, supongo que sí. ¿Pero en qué cambiaría eso las cosas?
Monique cogió el papel y lo colocó sobre la mesa de la cocina. Luego cogió un lápiz y dibujó unas líneas entre los bloques de dos dígitos.
40 / 26 / 36 / 79 / 56 / 44 / 7800
—Si ordenas la secuencia de esta forma ya no parece tan aleatoria —dijo ella—. Olvídate por ahora del número de cuatro dígitos y observa los de dos. Cinco de los seis están entre el 25 y el 60. Sólo el 79 queda fuera. Es un margen bastante estrecho.
David observó los números con atención. A él todavía le parecían más bien aleatorios.
—No sé. Parece que los estás seleccionando deliberadamente para poder elaborar un patrón.
Ella torció el gesto.
—Sé lo que estoy haciendo, David. Me he pasado mucho tiempo estudiando los datos de experimentos de física de partículas, sé reconocer un patrón cuando veo uno. Por alguna razón, los números están agrupados en un margen estrecho.
David volvió a mirar atentamente la secuencia e intentó verla desde el punto de vista de Monique. Muy bien, pensó, los números parecen estar por debajo del 60, ¿acaso no podía ser esa disposición azarosa? A los ojos de David la secuencia parecía tan aleatoria como los números ganadores de la lotería de Nueva York, a la que jugaba de vez en cuando a pesar de las reducidísimas posibilidades. Los números de lotería también solían estar por debajo del 60, aunque eso era porque el más alto que se podía escoger era el 59.
Y de repente lo vio, tan claro como el día.
—Minutos y segundos —dijo.
Monique no pareció haberlo oído. Seguía inclinada sobre la mesa de la cocina, estudiando la secuencia.
—Lo que ves son minutos y segundos —dijo, esta vez más alto—. Por eso los números están por debajo del 60.
Ella levantó la mirada.
—¿Qué dices? ¿Crees que es una especie de medida temporal?
—No, temporal no. Son dimensiones espaciales —David volvió a mirar la secuencia una vez más y su significado se abrió como una flor de seis pétalos perfectamente dispuestos—. Son coordenadas geográficas, latitud y longitud. Los dos primeros números de dos dígitos son los grados, los segundos números son los minutos y los terceros son los segundos.
Monique se lo quedó mirando atentamente un momento, y luego volvió a mirar los números. En su rostro se dibujó una sonrisa, una de las sonrisas más adorables que David había visto nunca.
—Muy bien, doctor Swift —dijo ella—. Probémoslo.
Fue hacia su portátil y empezó a teclear en el ordenador.
—Meteré las coordenadas en Google Earth, así podremos echarle un vistazo al lugar. —Encontró el programa y tecleó los números—. Presupongo que la latitud son 40 grados norte, no sur, o sería un punto del océano Pacífico. Y en cuanto a la longitud, que son 79 grados oeste, no este.
David permanecía de pie a su lado para poder ver la pantalla del portátil. La primera imagen que apareció fue una granulada fotografía de satélite. En la parte superior había un edificio grande con forma de H, y en la inferior una hilera de edificios más pequeños que formaban una L y signos de más. Las estructuras eran demasiado grandes para ser residencias, pero no suficientemente altas para ser oficinas. Y no formaban calles ni estaban cerca de una autopista; antes al contrario, los edificios estaban situados en la periferia de una larga explanada rectangular que recorrían varios senderos. Un campus, pensó David. Se trataba de un campus universitario.
—¿Dónde está este lugar?
—Espera, superpondré el mapa —Monique hizo clic en uno de los iconos y de repente aparecieron etiquetas de colores en cada uno de los edificios y calles.
—Está en Pittsburgh. Las coordenadas señalan este edificio de aquí —señaló un punto de la pantalla y entrecerró los ojos para poder leer bien la etiqueta.
—La dirección es 5000 de la avenida Forbes. Newell-Simon Hall.
David reconoció el nombre. Había visitado ese edificio antes.
—Es la Universidad Carnegie Mellon. El Instituto de Robótica. Ahí está Amil Gupta.
Monique siguió tecleando y encontró la página web del instituto. Abrió la página que contenía el listado de profesores.
—Mira los números de teléfono —dijo ella, mirando a David por encima del hombro—. Todos tienen una extensión de cuatro dígitos que empieza por 78.
—¿Cuál es la de Gupta?
—Su línea personal es 7832, pero es el director del instituto, ¿no?
—Sí, desde hace diez años.
—Mira esto. La extensión de la oficina del director es 7800 —sonrió triunfal—. Son los cuatro últimos dígitos de la secuencia de Kleinman.
Estaba tan entusiasmada por el éxito que alzó el puño al aire. David, sin embargo, seguía con la mirada puesta en el listado de profesores de la pantalla del portátil.
—Algo está mal —dijo—. Éste no puede ser el mensaje correcto.
Monique abrió la boca, incrédula.
—¿De qué estás hablando? Tiene sentido. Si efectivamente Einstein elaboró una teoría unificada, probablemente le habló de ello a Gupta. Lo que Kleinman te estaba diciendo era que acudieras a Gupta para salvaguardar la teoría. ¡Es obvio!
—Ése es el problema. El mensaje es demasiado obvio. Todo el mundo sabe que Gupta trabajó con Einstein. El FBI lo sabe, los terroristas lo saben, hay todo un maldito capítulo sobre ello en mi libro. ¿Por qué iba Kleinman a idear este complicado código si esto era lo único que me quería decir?
Monique se encogió de hombros.
—Joder, se lo estás preguntando a la persona equivocada. No tengo ni idea de lo que pasaba por la cabeza de Kleinman. Quizá éste es el mejor plan que se le ocurrió.
—No, no lo creo. Kleinman no era estúpido —cogió el papel de la mesa de la cocina y lo sostuvo en alto—. Esta secuencia oculta algo más. Algo que se nos escapa.
—Bueno, sólo hay una forma de averiguarlo. Tenemos que hablar con Gupta.
—No podemos llamarlo. Estoy seguro de que los federales ya le habrán pinchado el teléfono.
Monique apagó su portátil y lo cerró.
—Entonces tendremos que ir a Pittsburgh.
Llevó el portátil a la encimera de la cocina y lo metió dentro de una funda de piel. Luego cogió una pequeña bolsa de viaje y empezó a meter cosas de los armarios y cajones de la cocina: un cargador, un paraguas, un iPod, una caja de Snackwells. David la observó alarmado.
—¿Estás loca? No podemos aparecer así como así en casa de Gupta. Seguro que el FBI está vigilando el lugar. A no ser que ya hayan enviado a Gupta a Guantánamo. —O a no ser que los terroristas ya lo hayan torturado y asesinado, pensó—. En cualquier caso, no podremos acercarnos a él.
Monique cerró la cremallera de la bolsa de viaje.
—Somos dos personas inteligentes, David. Ya se nos ocurrirá cómo hacerlo. —Y con la bolsa en una mano y la funda del portátil en la otra, salió de la cocina.
David la siguió hasta el salón.
—¡Espera un segundo! ¡No podemos hacer esto! ¡La policía ya me está buscando! ¡Es un milagro que haya podido salir de Nueva York!
Monique se detuvo delante de la chimenea destrozada y dejó las bolsas en el suelo. Cogió el revólver de la repisa y, con un golpe de muñeca, abrió el tambor. Volvía a tener una arruga vertical entre las cejas, y su boca adoptó un rictus tirante y severo.
—¡Mira esto! —dijo, señalando con el arma las dos esvásticas rojas y la frase «NEGRATA VUELVE A CASA»—. Estos cabrones han entrado en mi casa, ¡mi casa!, y han escrito esta mierda en mis paredes. ¿De veras piensas que lo voy a dejar estar? —Recogió las balas de la repisa de la chimenea y las empezó a meter, una a una, en el tambor—. No, voy a llegar hasta el final de todo esto. Voy a descubrir qué está pasando y luego voy a hacer que estos hijos de puta paguen por lo que han hecho.
David se quedó mirando el revólver que Monique sostenía en sus manos. No le gustaba el cariz que estaban tomando las cosas.
—Esa pistola no va a servirte de nada. Tienen cientos de agentes y miles de policías. No podrás abrirte camino a disparos.
—No te preocupes, no tengo intención de empezar ningún tiroteo. Seremos cuidadosos, no cometeremos estupideces. Nadie sabe que estás conmigo, así que el FBI no te buscará en mi coche. Tú mantén oculta la cara y todo irá bien —metió la última bala en el tambor y lo cerró con otro golpe de muñeca—. Ahora voy a mi habitación a coger algo de ropa. ¿Quieres que te coja alguna maquinilla de afeitar de Keith?
David asintió. Ya no se podía discutir con ella. Era como una fuerza de la naturaleza, inflexible e imparable, que curvaba toda la textura espacio-temporal a su alrededor.
—¿Qué le vas a decir a Keith?
Monique cogió las dos bolsas con una mano y la pistola con la otra.
—Le dejaré una nota diciéndole que he tenido que ir a una conferencia o algo así. —Se dirigió al vestíbulo y empezó a subir las escaleras—. No creo que le moleste demasiado. Tiene otras tres novias con las que retozar. La resistencia de este chaval es increíble.
Simon conducía a toda velocidad por Alexander Road, a un kilómetro escaso de la casa de Einstein, cuando vio unas luces destellantes en el espejo retrovisor. Era un coche patrulla del Departamento de Policía del Municipio de Princeton. «Yob tovyu mat!», maldijo, golpeando el volante con el puño. Si esto hubiera ocurrido un minuto antes, cuando estaba en la Ruta 1, simplemente hubiera acelerado —su Mercedes era un SLK 32 AMG: podía dejar atrás cualquier coche americano con facilidad— pero ahora estaba en las calles de una población y había demasiadas posibilidades de que lo atraparan. No le quedaba otra que parar.
Se detuvo en el arcén de un tramo desierto de carretera, a unos cincuenta metros de la entrada a un parque municipal. No había casas o tiendas a la vista, ni tampoco tráfico en la calle. El coche patrulla se detuvo a unos diez metros de distancia con las luces encendidas, y permaneció así durante unos cuantos segundos exasperantes. Seguramente el agente que iba dentro le estaba dando por radio al operador de policía una descripción del vehículo de Simon. Al fin, después de medio minuto, del coche de policía salió un tipo fuerte y musculoso vestido con un uniforme azul. Simon movió un poco el espejo retrovisor para poder examinar al agente. Era joven, de unos veinticinco años como mucho. Brazos y hombros musculosos, pero de cintura un poco regordeta. Seguramente se pasaba la mayor parte de su turno sentado en el coche, a la espera de que apareciera algún estudiante universitario conduciendo ebrio.
Simon bajó la ventanilla mientras el agente se acercaba al Mercedes. El joven apoyó las manos en la puerta del conductor y se inclinó sobre el coche.
—¿Tiene idea de la velocidad a la que iba, señor?
—Ciento cuarenta y tres kilómetros por hora —contestó Simon—. Más o menos.
El agente torció el gesto.
—Esto no es una broma. Podía haber matado a alguien. Enséñeme su permiso y los papeles del coche.
—Claro. —Simon buscó en su chaqueta. Tenía un permiso de conducir falso, pero no los papeles del Mercedes, pues lo había robado en un concesionario de Connecticut dos días antes. Así que en vez de coger la cartera sacó su Uzi y disparó al agente en la frente.
El tipo dio unos pasos tambaleantes hacia atrás. Simon arrancó el Mercedes y salió disparado. Unos minutos más tarde, algún motorista que pasara por ahí vería el cuerpo y en media hora la policía de Princeton estaría buscando este vehículo. Pero no pasaba nada. No pensaba quedarse demasiado tiempo en la ciudad.
Keith estaba soñando con el Corvette de Monique. Ella le traía el coche al taller y le decía que el motor se calentaba. Sin embargo, cuando él abría el capó el motor no estaba: en su lugar aparecía ese tipo, David Swift, acurrucado. Keith se volvía entonces a Monique para preguntarle qué estaba pasando, pero ella, juguetona, no dejaba de revolotear detrás de él.
Sintió una mano sobre el hombro. Era de verdad, no un sueño. La mano lo cogió del hombro y le dio la vuelta. Debía de ser Monique que volvía a la cama. Seguramente quería cariños. Era buena en la cama, pero estaba demasiado necesitada.
—Oh, Mo —refunfuñó, con los ojos todavía cerrados—. Ya te lo he dicho, tengo que despertarme pronto.
—Tú no eres David Swift.
Al oír una voz desconocida se despertó de golpe. Abrió los ojos y vio la silueta de una cabeza afeitada y un cuello grueso. La mano del tipo agarró entonces a Keith por el cuello y lo presionó, manteniéndolo sujeto en la cama.
—¿Dónde están? —preguntó Simon—. ¿Adónde han ido?
Los dedos de Simon aprisionaban la tráquea de Keith. Éste permaneció tumbado, inmóvil, demasiado aterrorizado para ofrecer resistencia.
—¡Abajo! —dijo con voz áspera—. ¡En la planta baja!
—No, ahí no están.
Keith oyó un crujido en la oscuridad y luego vio un resplandor fugaz. Era luz azulada del amanecer que entraba por la ventana de la habitación y se reflejaba en la larga y recta hoja de un cuchillo.
—Muy bien, amigo mío —dijo el tipo—. Tú y yo vamos a tener una pequeña charla.