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—¡Maldita sea, Lucy! ¿Qué diablos ha pasado?

Lucille estaba sentada en una sala de conferencias de las oficinas del FBI en el edificio Federal Plaza, hablando por una línea de teléfono segura con el director del Bureau. Había evacuado el complejo de la calle Liberty y establecido un puesto de mando temporal en la oficina central de Nueva York. Había sacado de la cama y dado nuevas órdenes a todos los agentes fuera de servicio que se encontraban en la zona. Ahora, quince minutos después de medianoche, Lucille afrontaba la difícil tarea de darle las malas noticias a su jefe.

—Nos han cogido por sorpresa —admitió ella—. Primero neutralizaron Logística, inutilizando nuestras comunicaciones. Luego cortaron la electricidad y fueron en busca del detenido. Hemos perdido a seis agentes. —A Lucille le sorprendió la calma con la que informaba de esto. Seis agentes. Era una jodida pesadilla—. Asumo toda la responsabilidad, señor.

—Mierda, ¿quién diablos ha hecho esto? ¿Hay alguna grabación?

—No, señor. Lamentablemente destruyeron los sistemas de vigilancia. Pero creemos saber a quién nos enfrentamos. Iban armados con Uzis y han utilizado C-4. Probablemente también llevaban gafas infrarrojas.

—¿Piensa que podría tratarse de Al Qaeda?

—No, demasiado sofisticado para ellos. Más bien los rusos. O quizá los chinos. O los norcoreanos. Joder, puede incluso que fueran los israelíes. Ha sido una operación muy elaborada.

—¿Qué hay del detenido? ¿Cree que está confabulado con ellos?

Lucille vaciló antes de contestar. Siendo honestos, no sabía qué pensar de David Swift.

—Al principio hubiera dicho que no. Al fin y al cabo, el tipo es un profesor de historia. No tiene antecedentes criminales, ni ha hecho el servicio militar, ni tampoco ha realizado viajes o llamadas internacionales inusuales. Sin embargo, sí ha admitido que Kleinman le ha dado una serie numérica, probablemente un código encriptado para acceder a algún archivo informático. Quizá querían vender la información pero el acuerdo se echó a perder.

—¿Cuáles son las posibilidades de atraparlo de nuevo? El secretario de Defensa está histérico con todo esto. Me llama cada media hora para que lo mantenga al tanto.

Lucille sintió una punzada de malestar. El maldito secretario de Defensa. Había obligado al Bureau a realizar el trabajo sucio de este caso, y aun así no quería revelar de qué se trataba.

—Dígale que está todo bajo control —dijo—. Tenemos a la policía de Nueva York realizando controles en puentes y túneles con perros detectores para que rastreen cualquier resto de C-4. También hemos emplazado agentes en todas las estaciones de tren y autobús.

—¿Tiene alguna foto del detenido para identificarlo?

—Tenemos la fotografía de su carnet de conducir que nos ha proporcionado el Departamento de Vehículos Motorizados de Nueva York, y la de la sobrecubierta de un libro que escribió. Sobre hombros de gigantes es su título. Ahora estamos imprimiendo los folletos y en una hora o así los podremos distribuir entre nuestros agentes. No se preocupe, no llegará lejos.

David corrió hacia el norte siguiendo el recorrido del río Hudson. Tras escapar de los agentes del FBI, sentía un impulso primordial: huir tan lejos como fuera posible del complejo de la calle Liberty. Estaba demasiado nervioso para coger un taxi o el metro, y demasiado preocupado por si un coche patrulla o un policía de tráfico lo detenían, de modo que finalmente huyó por el carril bici que corría paralelo al río, entre fanáticos nocturnos del ejercicio: corredores, ciclistas y patinadores ataviados con sus brillantes cintas reflectantes.

No se detuvo hasta llegar a la calle 34, a casi cinco kilómetros de distancia. Respirando con dificultad, se apoyó contra una farola y cerró un momento los ojos. Dios mío, susurró, Dios todopoderoso. Esto no puede estar ocurriendo. Había escuchado durante cinco minutos las últimas palabras de un moribundo profesor de física y ahora tenía que huir para salvar la vida. ¿Qué le había dicho Kleinman que pudiera ser tan importante? Einheitliche Feldtheorie. Destructor de mundos. David negó con la cabeza. ¿Qué diablos estaba ocurriendo?

Una cosa estaba clara: los agentes del FBI no eran los únicos que iban detrás del secreto de Kleinman. Alguien había torturado al profesor, alguien había atacado el complejo de la calle Liberty. Y David no tenía ni idea de quién se trataba.

Alarmado por este pensamiento, abrió los ojos e inspeccionó el carril bici. No podía quedarse aquí. Tenía que planear algo. Sabía que no sería muy prudente ir a su apartamento, ni al de Karen; seguramente, el FBI ya tenía ambos lugares bajo vigilancia. Por la misma razón, tampoco podía correr el riesgo de ir a casa de alguno de sus amigos o colegas. No, tenía que salir de Nueva York. Necesitaba algo de efectivo, ponerse en marcha, y quizá pensar en algún modo de cruzar la frontera con Canadá. No podía alquilar un coche —los agentes federales descubrirían inmediatamente la transacción en su tarjeta de crédito y luego difundirían la matrícula del coche a todas las patrullas estatales—. Quizá, si tenía suerte, podría coger un tren o un autobús sin que lo descubrieran.

David encontró un cajero automático y extrajo tanto efectivo de su cuenta como pudo. El FBI también descubriría estas transacciones, pero no había forma de evitarlo. Luego se fue directo a la estación Penn.

En cuanto llegó a la entrada de la estación de la Octava Avenida, sin embargo, se dio cuenta de que ya era demasiado tarde. Toda la zona de las taquillas era un enjambre de agentes tanto de policía como de la Guardia Nacional. En los accesos a los andenes, la policía pedía la documentación a todos los pasajeros, y pastores alemanes entrenados en la detección de bombas inspeccionaban bolsas, maletines y perneras. Maldiciendo su suerte, David se dirigió al otro lado de la estación. Debería haber subido a un tren una hora antes, en la estación PATH del centro.

Al acercarse a la salida de la Séptima Avenida, un nuevo pelotón de agentes de policía entró en el vestíbulo, formando una hilera cerrada e impidiendo el paso hacia las escaleras y las escaleras mecánicas. «Mierda», susurró David. Uno de los policías sacó un megáfono.

—Muy bien —exclamó—. Hagan una fila delante de la escalera y saquen sus permisos de conducir. Para poder salir de la estación han de enseñarnos algún tipo de documentación.

Intentando comportarse con normalidad, David se dio media vuelta y volvió sobre sus pasos, pero ahora también había policías en las salidas de la Octava Avenida. Desprotegido y nervioso, empezó a buscar algún lugar para esconderse, algún quiosco de prensa o un chiringuito de comida rápida en el que pudiera ocultarse durante unos minutos y recomponerse, pero a estas horas la mayoría de las tiendas del vestíbulo estaban cerradas. Los únicos lugares todavía abiertos eran un Dunkin’ Donuts repleto de oficiales de policía y un lúgubre y pequeño bar llamado Station Break. David hacía años que no entraba en un bar, y la mera idea de entrar en el Station Break le produjo náuseas. Pero tampoco era momento de ponerse quisquilloso.

Dentro del bar, una docena de fornidos y barbudos veinteañeros sentados en una mesa repleta de latas de Budweiser estaban de jarana. Todos llevaban la misma camiseta personalizada con las palabras «DESPEDIDA DE SOLTERO DE PETE» impresas sobre la silueta de unos pechos. Hacían mucho ruido y al parecer habían logrado echar del local a todo el mundo excepto al camarero, que permanecía detrás de la caja registradora con cara de pocos amigos. David se sentó a la barra sonriendo, haciendo ver que no pasaba nada.

—Una Coca-Cola, por favor.

Sin decir una palabra, el camarero cogió un vaso algo ajado y lo llenó de hielo. David observó que había dos puertas que daban a los servicios, pero no salida de emergencia. En la pared había un televisor con el sonido apagado. Una joven presentadora rubia miraba fijamente a la cámara mientras, a su lado, aparecían sobreimpresionadas las palabras «ALERTA TERRORISTA».

—¡Eh! ¡Esa tía está jodidamente buena! —exclamó uno de los participantes en la despedida de soltero. Tambaleándose, se puso de pie para poder ver mejor a la presentadora—. ¡Oh, sí! ¡Léeme las noticias, muñeca! ¡Vamos, léeselas a Larry! ¡Larry lo quiere saber todo, muñeca!

Mientras sus amigos reían a carcajadas, Larry se acercó a la barra. Su barriga era tan grande que parecía una pelota de playa colgando por encima del cinturón. Tenía los ojos inyectados en sangre, como de maníaco, la barba llena de restos de palomitas, y olía tanto a Budweiser que David tuvo que aguantar la respiración.

—¡Eh! ¡Camarero! —gritó Larry—. ¿Cuánto cuesta un chupito de Jagermeister?

El camarero lo miró todavía peor.

—Diez dólares.

—¡Santo Dios! —Larry estampó su gordo puño sobre la barra—. ¡Por eso ya no vengo nunca a esta puta ciudad!

Ignorándolo, el camarero sirvió a David su Coca-Cola.

—Son seis dólares.

Larry se volvió hacia David.

—¿Ves lo que quiero decir? ¡Es un puto atraco! ¡Es tres veces más caro que en Jersey!

David no dijo nada. No quería que el tipo se envalentonara. Ya tenía suficientes preocupaciones. Le dio al camarero un billete de veinte.

—Lo mismo pasa en los bares de tías desnudas —prosiguió Larry—. Acabamos de estar en un lugar llamado Cat Club, en la calle 21. Las chicas pedían cincuenta pavos por un lap dance. ¿Te lo puedes creer? ¡Cincuenta putos pavos! Así que al final me he dicho: «¡Que le den, volvamos a Metuchen!». Hay un club en la Carretera 9, el Lucky Lounge. Las chicas están igual de buenas, y un lap dance sólo te cuesta diez pavos.

David quería estrangular a este tipo. Los agentes de policía y los guardias se estaban acercando, los podía ver patrullando justo enfrente del Station Break con sus pastores alemanes y sus M-16, pero en vez de planear una forma de salir de ésta, David tenía que escuchar a este palurdo de Nueva Jersey. Negó con la cabeza, frustrado.

—Perdona, pero justo ahora iba a…

—Eh, ¿cómo te llamas, colega? —Larry extendió la mano derecha.

A David le rechinaron los dientes.

—Phil. Escucha, estoy un poco…

—¡Encantado de conocerte, Phil! Yo soy Larry Nelson —Le cogió la mano a David y se la estrechó con fuerza. Luego, señalando a sus amigos, dijo—: Éstos son mis colegas de Metuchen. Ése de ahí es Pete. Se casa este domingo.

El novio se desplomó sobre la mesa, la cabeza apenas visible entre las latas de Budweiser. Tenía los ojos cerrados y la cara pegada al tablero de la mesa, como si estuviera intentando oír el ruido de los trenes que salían de la estación. David hizo una mueca. Éste era yo hace veinte años, pensó. Un chaval estúpido bebiendo como una cuba con sus amigos. La única diferencia era que David no necesitaba excusas como una despedida de soltero para emborracharse. Durante sus últimos meses en la universidad, bebía hasta caer inconsciente todas las noches de la semana.

—Íbamos a coger el de las 12.20 de vuelta a Jersey —añadió Larry—, pero los polis se han puesto a pedir la documentación a la gente y por culpa de la puta cola que se ha formado en la estación hemos perdido el tren. Ahora tenemos que esperar al de la 1.35.

—¿Y qué ocurre si no llevas documentación? —preguntó David—. ¿No te dejan subir al tren?

—No, hoy no. Un tipo ha dicho que se había dejado la cartera en casa y los polis lo han sacado de la cola y se lo han llevado. Es una de esas putas alertas terroristas. Alerta Amarilla, Naranja, no recuerdo cuál.

David sintió una punzada en el estómago. Dios, pensó, no conseguiré salir de aquí. Todo el maldito país me está buscando.

—Lo único bueno de todo esto —añadió Larry—, es que mañana por la mañana no tengo que trabajar. Esta semana me toca turno de tarde, así que no tengo que estar en la comisaría de policía hasta las cuatro de la tarde.

David se lo quedó mirando un momento. La barda descuidada, la barriga cervecera.

—¿Eres poli?

Larry asintió orgulloso.

—Operador telefónico del Departamento de Policía de Metuchen. Empecé hace un par de semanas.

Increíble, pensó David. Había conocido al único poli de toda el área metropolitana de Nueva York que no lo estaba buscando. Al principio se quedó sólo con lo raro de este encuentro casual, pero unos segundos más tarde también se dio cuenta de la oportunidad que se le ofrecía. Intentó recordar lo poco que sabía sobre la geografía de Nueva Jersey.

—¿Sabes? Yo vivo muy cerca de Metuchen. En New Brunswick.

—¡No jodas! —Larry se volvió hacia sus amigos—. ¡Eh, tíos, oíd! ¡Este tío es de New Brunswick!

Sin demasiado entusiasmo, unos cuantos levantaron sus latas de cerveza a modo de saludo. Ya no estaban tan animados, pensó David. Necesitaban algo que les subiera la moral.

—Escucha, Larry, me gustaría hacer algo por tu amigo Pete. Por su boda y tal. ¿Qué te parece si os invito a todos a un chupito de Jagermeister?

A Larry se le pusieron los ojos como platos.

—¡Eso sería fantástico!

David bajó del taburete y levantó los brazos como si fuera un árbitro de fútbol americano confirmando un ensayo.

—¡Chupitos de Jager para todos!

De repente, los participantes en la despedida de soltero se reanimaron y soltaron un grito de alegría. Al volverse, en cambio, David comprobó que el camarero no parecía tan contento.

—Antes quiero ver el dinero —dijo—. Son ciento treinta dólares.

David sacó un grueso fajo de billetes de veinte del bolsillo y lo dejó sobre la barra.

—Siga sirviendo.

Karen estaba en la cama junto a Amory Van Cleve, el socio administrador de Morton Mclntyre & Van Cleve, escuchando el extraño silbido que emitían los agujeros de la nariz del abogado cuando dormía. A pesar de que ya llevaba unas semanas saliendo con Amory, no se había dado cuenta hasta ahora. El silbido estaba formado por tres notas bien diferenciadas: un fa por encima del do central al inspirar, pasando luego a un re y finalmente, al espirar, a un si (Karen había estudiado música antes de ir a la Facultad de Derecho). Al cabo de un rato se dio cuenta de por qué le resultaba tan familiar: eran las tres primeras notas del Star-Spangled Banner[6]. Karen reprimió una carcajada. En el fondo, su nuevo novio era un patriota chapado a la antigua.

Amory estaba tumbado boca arriba, con las manos, de cuidada manicura, entrelazadas sobre el pecho. Karen se acurrucó a su lado sin dejar de observar su pelo gris, así como su nariz y mentón patricios. Lo cierto es que su aspecto era verdaderamente fantástico para los sesenta años que tenía, decidió Karen. A pesar de algunos defectos, como ese silbido nocturno, ciertas dificultades auditivas o que no fuera el amante más vigoroso del mundo, sus virtudes hacían irrelevantes todos esos defectos. Amory era elegante, educado y jovial. Y lo mejor de todo era que sabía lo que ella quería. Lo que le importaba. Algo que David nunca pareció llegar a comprender a pesar de sus tres años de cortejo y nueve de matrimonio.

Oyó una sirena que bajaba por la avenida Columbus. Parecía haber muchas esa noche. Seguramente se dirigía hacia algún incendio, o quizá se había reventado un colector de agua. Mañana lo leería en los periódicos.

Claro que tampoco podía echarle las culpas de todo a David. Karen no llegó a saber bien lo que quería hasta bien entrado el matrimonio. Cuando se conocieron, ella no era más que una joven ingenua de veintitrés años, una estudiante de piano en Julliard inmersa en una batalla perdida de antemano contra rivales de más talento. David tenía cinco años más y ya era un reconocido profesor del programa de Historia de la Ciencia de la Universidad de Columbia. Karen se enamoró de él porque era divertido, además de apuesto e inteligente, y empezó a imaginar el futuro que construirían juntos. Tras la boda, ella dejó Julliard y se matriculó en la Facultad de Derecho. El nacimiento de Jonah interrumpió sus estudios durante un año, pero una década más tarde ya era asociada sénior de Morton Mclntyre & Van Cleve, y ganaba el doble que su marido. Entonces, además, ya sabía lo que quería: un confortable hogar para su familia, una escuela privada para su hijo y una posición más elevada en los círculos sociales de la ciudad.

Karen le podía perdonar a David que no compartiera estos intereses; en el fondo, él era un científico, de modo que no le importaban las apariencias. Lo que no le perdonaba, sin embargo, era la total indiferencia que mostraba hacia sus deseos. Parecía obtener un perverso placer en ir lo más desaliñado posible. Vestía vaqueros y zapatillas deportivas para ir a clase, y podía estar días sin afeitarse. Sin duda alguna, en parte esto se debía a su caótica educación. Había crecido con un padre violento y una madre medrosa que había sido maltratada. Aunque se esforzó por superar ese trauma, la victoria había sido parcial. David había demostrado ser un maravilloso padre, pero un marido francamente deficiente. Siempre que ella tenía una idea, él se la echaba por tierra. Ni siquiera tomaba en consideración mudarse a un apartamento más grande o presentar solicitudes para que Jonah pudiera ir a una escuela privada. El límite llegó cuando rechazó una oferta para convertirse en el director del Departamento de Historia. Ese puesto les hubiera supuesto 30.000 dólares más al año; dinero suficiente para renovar la cocina o afrontar la hipoteca de una casa en el campo. David, sin embargo, lo rechazó porque según él hubiera «interferido en su investigación». Después de eso, Karen tiró la toalla. No podía vivir con un hombre que no tenía intención de ceder un ápice por ella.

Bueno, mejor será que deje de pensar en David, se dijo a sí misma. ¿Para qué perder el tiempo? Ahora tenía a Amory. Ya habían hablado de comprar un apartamento. En el East Side no estaría mal. Quizá un apartamento de tres habitaciones en uno de esos edificios de Park Avenue. O una casa unifamiliar con un jardín en la azotea. Costaría un dineral, pero Amory se lo podía permitir.

Karen estaba tan ocupada fantaseando acerca del apartamento perfecto que no oyó el primer timbrazo de la puerta. Pero sí el segundo, que acompañaron con unos cuantos golpes en la puerta.

—¿Señora Swift? —exclamó con premura una voz grave—. ¿Está usted ahí, señora Swift?

Se sentó en la cama con el corazón latiendo aceleradamente. ¿Quién narices llamaba a su puerta a estas horas? ¿Y por qué la llamaban por su nombre de casada? No lo utilizaba desde hacía dos años. Alarmada, sacudió el hombro de Amory para despertarlo.

—¡Amory! —susurró—. ¡Despierta! ¡Hay alguien en la puerta!

Amory se dio la vuelta y farfulló algo. Tenía el sueño profundo.

—¡Abra, señora Swift! —exclamó otra voz grave—. Somos del FBI. Necesitamos hablar con usted.

¿El FBI? ¿Qué era esto, una broma pesada? Entonces recordó la llamada que había recibido unas horas antes, la del policía que había preguntado por David. ¿Era eso? ¿Se había metido David en algún lío?

Volvió a sacudir el hombro de Amory, esta vez más fuerte, hasta que finalmente abrió los ojos.

—¿Qué? —dijo con voz ronca—. ¿Qué quieres? ¿Qué pasa?

—¡Despierta! ¡Hay unos hombres en la puerta! ¡Dicen que son del FBI!

—¿Qué? ¿Qué hora es?

—¡Levántate y ve a ver quién es!

Tras dar un suspiro, Amory cogió sus gafas y salió de la cama. Se puso un albornoz marrón sobre el pijama amarillo y se ató el cinturón. Karen optó por una vieja camiseta y unos pantalones de chándal.

—¡Es su última oportunidad! —se oyó gritar a una tercera voz—. ¡Si no abre la puerta la echaremos abajo! ¿Me oye, señora Swift?

—¡Ya va, ya va! ¡Espere! —contestó Amory—. Un momento.

Karen salió de la habitación detrás de él, pero se quedó a unos metros de distancia. De forma instintiva, mientras Amory se dirigía al vestíbulo, ella se colocó delante de la puerta de la habitación de Jonah. Su hijo, gracias a Dios, también tenía el sueño profundo.

Amory se inclinó un poco para ver por la mirilla.

—¿Quiénes son ustedes? —preguntó a través de la puerta principal—. ¿Y qué hacen aquí a estas horas?

—Ya se lo hemos dicho, somos del FBI. Abra la puerta.

—Lo siento, pero antes necesito ver sus placas.

Karen se quedó mirando fijamente la espalda de Amory mientras éste seguía inclinado sobre la mirilla. Unos segundos más tarde, él levantó la mirada por encima del hombro.

—Efectivamente, son agentes del FBI —dijo—. Voy a ver qué quieren.

—Espera, no… —empezó a decir Karen, pero ya era demasiado tarde.

Amory abrió el pestillo y empezó a girar el pomo. Un instante más tarde la puerta principal se abrió de golpe y dos tipos enormes vestidos con traje gris se abalanzaron encima de Amory, lo tiraron de espaldas al suelo y lo inmovilizaron. Dos agentes más pasaron por encima y se pusieron de cuclillas delante de Karen. Uno era rubio, alto y de espaldas anchas, el otro un hombre negro de cuello grueso. Le llevó unos segundos darse cuenta de que ambos la estaban apuntando con sus pistolas.

—¡No se mueva! —gritó el rubio. Su rostro estaba tenso y pálido, su apariencia era monstruosa. Sin quitarle la vista de encima a Karen, le hizo una señal con la cabeza a su compañero.

—Ve a inspeccionar las habitaciones.

Karen dio un paso hacia atrás. Podía sentir la puerta de la habitación de Jonah en la columna.

—¡No, por favor! ¡Mi hijo! Está…

—¡He dicho que NO SE MUEVA! —le dijo el tipo rubio mientras se acercaba a ella. La pistola que llevaba en la mano temblaba como si tuviera vida propia.

Al otro lado de la puerta del dormitorio, Karen oyó unos pasos, y luego un débil y asustado «¿Mamá?», que los agentes en cambio no parecieron oír. Los dos se fueron acercando a ella con las pistolas en alto y los ojos fijos en la puerta, como si quisieran ver a través de ella.

—¡APÁRTESE! —ordenó el rubio.

Karen no se movió, estaba paralizada, no podía siquiera respirar. ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío, le van a disparar! Entonces oyó los pasos de Jonah detrás de ella y el chirrido del pomo al girar. Con un rápido movimiento se dio la vuelta, abrió la puerta y se lanzó encima de su hijo.

—¡NO, NO! —gritó—. ¡NO LE HAGAN DAÑO!

Los agentes permanecieron de pie bloqueando con sus enormes cuerpos la entrada y apuntándolos con sus pistolas. Pero ahora todo estaba bien, todo estaba bien: ella cubría por completo el cuerpo de Jonah con el suyo. Había encajado la cabeza del niño debajo de su barbilla y los hombros bajo sus pechos. Podía notar cómo temblaba, asustado y confundido.

—¡Mamá, mamá! —gritaba mientras permanecía tumbado contra el suelo de madera. Pero ahora ya estaba a salvo.

Mientras el agente rubio los vigilaba, el negro entró en la habitación y abrió la puerta del armario.

—¡Está limpio! —exclamó. Y procedió a inspeccionar las demás habitaciones. De fondo, por debajo de los lloros de Jonah y los gritos de los agentes, Karen pudo oír los gritos de indignación de Amory.

—Pero ¿qué creen que están haciendo? —dijo—. ¡No pueden registrar nada sin una orden judicial! ¡Esto es absolutamente ilegal!

Unos segundos más tarde, el agente negro regresó e informó al rubio, que parecía estar al mando.

—Aquí no hay nadie —dijo—. Y este vejestorio no encaja con la descripción.

El agente rubio se apartó de Karen y se dirigió al vestíbulo para reunirse con sus compañeros. Karen miró por encima del hombro y vio que volvía a meter su pistola en la cartuchera. Entonces se sentó y estrechó a Jonah contra su pecho mientras se estremecía aliviada. Amory estaba unos metros más allá, tumbado boca abajo y con las manos atadas a la espalda con una especie de plástico.

—¡Lamentarán todo esto, caballeros! —exclamó—. ¡Soy íntimo del fiscal general!

El agente rubio lo miró con el ceño fruncido.

—¡Cierra el pico, abuelo! —le dijo, y luego se volvió hacia Karen—. ¿Dónde está su exmarido, señora Swift?

Curiosamente, Karen ya no tenía miedo. Ahora que el agente había guardado el arma, no sentía más que desprecio.

—¿Por esto han irrumpido así? ¿Están buscando a David?

—Limítese a responder la…

—¡Será hijo de puta! ¡Ha apuntado con un arma a un niño de siete años!

Mientras Karen fulminaba con la mirada al tipo del FBI, Jonah seguía aferrado a su camiseta. Tenía la cara húmeda y manchada.

—¿Dónde está papá? —dijo entre sollozos—. ¡Quiero ver a papá!

Por un momento pareció que el agente titubeaba. Su nuez de Adán se movió al ver a Karen y Jonah abrazados en la entrada de la habitación. Pero pronto sus facciones se volvieron a endurecer.

—Buscamos a David Swift por asesinato. Había que adoptar las precauciones necesarias.

Karen se tapó la boca con la mano. No, pensó Karen, no es posible, David tenía muchos defectos, pero la violencia no era uno de ellos. Lo más violento que le había visto hacer era golpear el interior de su guante de softball después de que su equipo perdiera un partido. Nunca dejaba que sus sentimientos le hicieran perder el control. Había aprendido de su padre lo que podía pasar en caso contrario.

—¡Eso es mentira! —dijo ella—. ¿Quién le ha dicho eso?

El agente entornó los ojos.

—Yo conocía a algunos de los hombres que ha asesinado, señora Swift. Dos de ellos eran amigos míos —dijo, y se quedó mirándola unos segundos, frío e inmutable. Luego habló por el micrófono escondido en una de las mangas de su americana—. Aquí el agente Brock. Traeremos a tres con nosotros. Póngase en contacto con la oficina central y dígales que hay una mujer y un menor.

Karen estrechó con más fuerza a Jonah.

—¡No! ¡No puede hacer esto!

El agente negó con la cabeza.

—Es por su propia seguridad. Hasta que encontremos a su exmarido —entonces metió la mano en el bolsillo de su americana y sacó un par de bridas de plástico.

—¡Por Phil! ¡Eres el amo, Phil! ¡El puto AMO!

Alrededor de la mesa del Station Break, los participantes en la despedida de soltero de Pete alzaron sus vasos de Jagermeister para brindar en honor del alter ego de David, el generoso Phil, de New Brunswick. Ésta era la tercera ronda de chupitos que David pagaba y ahora los ánimos volvían a estar caldeados. Larry levantó un vaso en cada mano y canturreó «¡Phil! ¡Phil! ¡Phil!» antes de beberse los dos chupitos uno detrás de otro. Incluso Pete, el novio borracho, levantó brevemente la cabeza de la mesa y farfulló:

—¡Eres el amo!

David le correspondió, rodeando a Pete con su brazo y gritando a su vez:

—¡No, TÚ eres el amo! ¡El puto AMO, pedazo de cabrón!

Aunque David cantaba y reía con todos ellos, en realidad no había probado siquiera una gota de alcohol. Disimuladamente le había ido pasando sus chupitos a Larry, que había dado debida cuenta de ellos.

En cuanto los coros de tú-eres-el-amo se apagaron, Larry se puso en pie.

—No nos olvidemos de Vinnie —exclamó—. ¡Por Vinnie, ese calzonazos, que no ha podido estar con nosotros esta noche porque su novia piensa que somos una mala influencia!

Todos soltaron variaciones diversas de «¡Que le jodan a esa zorra!». Mientras tanto, Larry abrió una bolsa de plástico que había sobre la mesa y sacó una camiseta azul cuidadosamente doblada. Era una de las camisetas personalizadas que llevaban todos, con las palabras «DESPEDIDA DE SOLTERO DE PETE» impresas en el pecho.

—¡Mirad esto! —soltó Larry—. ¡Como Vinnie no ha podido venir, ahora tengo una camiseta de más! —Negó con la cabeza, disgustado—. ¿Sabéis qué voy a hacer? ¡Voy a hacer que su jodida novia la pague!

—¡Sí, que la pague esa zorra! —gritaron los juerguistas entre otras expresiones similares. David, en cambio, se quedó mirando la camiseta. Después de pensarlo un momento golpeó la mesa con el puño para llamar la atención de todos y anunció:

—¡Yo te compro la camiseta, Larry! ¿Cuánto cuesta?

Larry se quedó sorprendido.

—Oh no, Phil. No tienes por qué hacerlo. Ya nos has invitado a todos estos chupitos y…

—No, no. ¡Insisto! ¡La quiero comprar! ¡Quiero ser un miembro oficial de la jodida despedida de soltero de Pete!

Se puso en pie y deslizó un billete de veinte dólares en la mano de Larry. Luego cogió la camiseta y se la puso por encima de la de su equipo de softball.

—¡Phil! ¡Phil! ¡Phil! ¡Phil! —lo aclamaron todos, claro, hasta que alguien exclamó—: ¡Eh, que ya es la una y media, vamos a perder el puto tren otra vez! —Y los juerguistas de la despedida se levantaron a trompicones de sus asientos.

—Vamos —ordenó Larry.

—¡Hemos de llegar al Lucky Lounge antes de que cierre! ¡Que alguien ayude a Pete!

Mientras dos de los juerguistas agarraban a Pete por los codos, David fue consciente de la oportunidad que se le presentaba.

—¡Esperadme! —exclamó arrastrando la voz, y luego se dejó caer de bruces al suelo, con cuidado de frenar la caída con las palmas de las manos.

Larry se agachó a su lado. Apestaba a Jagermeister.

—Eh, Phil, ¿te encuentras bien?

—Estoy un poco… pasado —contestó David, intentado sonar lo más borracho posible—. ¿Me puedes… echar una mano?

—Claro, colega, ¡ningún problema!

Larry cogió a David del brazo, lo levantó y lo condujo hacia la puerta del Station Break. David se cogió al ancho hombro del tipo y salieron tambaleándose del bar. Aunque hacía veinte años que David no se emborrachaba, podía imitar con facilidad el paso vacilante y la postura encorvada de un borracho. Tenía el recuerdo grabado en lo más hondo.

En el vestíbulo de la estación ya no había prácticamente viajeros, pero todavía estaba lleno de agentes de policía. Media docena de polis estaban apostados delante del acceso al andén número diez, que era hacia donde se dirigían los juerguistas de la despedida. Al acercarse a los agentes, Larry levantó el puño y gritó.

—¡Viva el Departamento de Policía de Nueva York! ¡Estamos con vosotros, tíos! ¡A por los putos terroristas!

—¡A por ellos! —gritó alguien más—. ¡MATÉMOSLOS A TODOS!

Un adusto sargento de policía les hizo una señal con la mano para que se detuvieran.

—Muy bien, amigos, tranquilícense —dijo—. Enséñenme sus permisos de conducir.

Mientras los demás sacaban sus carteras David sintió cómo su estómago se revolvía. Muy bien, pensó. Allá vamos. Con grandes aspavientos hizo ver que buscaba algo en los bolsillos de sus vaqueros, primero los de delante, luego los de detrás.

—¡Mierda! —exclamó—. ¡Oh, mierda! Y, haciéndose el borracho, se puso a cuatro patas en el suelo y empezó a buscar la cartera.

Larry se volvió a agachar junto a él.

—¿Ocurre algo, Phil?

—La cartera —dijo jadeante, mientras se colgaba del hombro de Larry—. No la encuentro… mi puta cartera.

—¿No te la habrás dejado en el bar?

David negó con la cabeza.

—Mierda… No sé… Podría estar… En cualquier parte.

El sargento de policía advirtió el alboroto y se acercó.

—¿Qué ocurre aquí?

—Phil ha perdido su cartera —dijo Larry.

David levantó la mirada hacia el sargento y, con la mandíbula colgando y la cabeza ladeada, le dijo:

—No… lo entiendo…, hace un momento… estaba… aquí mismo…

El poli frunció el ceño. Su boca adoptó un rictus tirante y severo. Oh, oh, pensó David. Este tipo es duro de roer.

—¿No lleva ningún tipo de documentación encima?

—Se llama Phil —explicó Larry—. Es de New Brunswick. —Y señalando la camiseta de la «DESPEDIDA DE SOLTERO DE PETE», añadió—: Va con nosotros.

El sargento frunció el ceño.

—Sin la documentación no puede subir al tren.

Como a propósito, el sistema de megafonía de la estación emitió entonces un timbre agudo.

—Atención —anunció una voz pregrabada—. Último aviso para el tren de la línea Northeast Corridor, estacionado en el andén número diez, con paradas en Newark, Elizabeth, Rahway, Metuchen, New Brunswick y Princeton Junction. Embarquen en el andén número diez.

—¡Tenemos que coger ese tren! —gritó Larry. Frenético, se metió la mano en el bolsillo y sacó la cartera, abriéndola para que el sargento de policía pudiera ver su placa—. Mire, pertenezco al Departamento de Policía de Metuchen. Aquí está mi placa. Ya se lo he dicho, Phil va con nosotros. Es colega mío.

El sargento miró la placa, todavía con el ceño fruncido y renuente a dejarlos pasar. En ese momento, David oyó los ladridos de un perro. Volvió la cabeza y vio a un guardia nacional y a su pastor alemán debajo del panel de llegadas y salidas, a unos quince metros. El perro se dirigía directo a ellos, tirando de la correa con un entusiasmo tal que el guardia tenía que inclinarse hacia atrás para mantener el equilibrio. Oh, Dios mío, pensó David. El jodido animal huele algo en mí.

Cerró los ojos y sintió una náusea. Estoy perdido, pensó. Me arrestarán, me entregarán al FBI y me llevarán de vuelta a una de sus salas de interrogatorio. Ya lo visualizaba mentalmente: la habitación desnuda, sin ventanas y con luces fluorescentes, y los agentes del FBI con sus trajes grises alrededor de la mesa de metal. Sintió entonces otra náusea, ésta tan fuerte que de repente David se dobló por la mitad y tuvo una arcada. Un delgado hilo de saliva cayó de la boca al suelo de linóleo.

—¡Cuidado! —avisó Larry—. ¡Phil va a vomitar!

Rápidamente, el sargento de policía retrocedió.

—Oh, mierda —exclamó—. ¡Apártenlo!

David levantó la cabeza y miró al sargento. Éste tenía el gesto torcido, visiblemente asqueado. Sin pensarlo, David se acercó tambaleante al agente e hizo ver que tenía arcadas, haciendo un húmedo y gutural «¡Uhhhhhhh!».

El sargento apartó a David, empujándolo hacia Larry.

—¡Mierda, llévense a este tipo! —exclamó—. ¡Vamos, métanlo en el tren!

—¡Sí, señor! —contestó Larry, agarrando a David por debajo de las axilas. Juntos se fueron corriendo al andén diez y cogieron finalmente el tren de la una y media en dirección a Metuchen.

Simon estaba sentado delante de un escritorio de época en una de las exageradamente caras suites del Waldorf Astoria. El hotel cobraba dos mil dólares la noche por un recargado salón con vistas a Park Avenue y un dormitorio decorado como un burdel zarista. Simon se podía permitir estas tarifas, pero por meros principios se negaba a pagarlas; lo que hacía, en cambio, era birlar en internet el número de una tarjeta de crédito. Sin siquiera saberlo, un tal Neil Davidson de Oregón estaba pagando la estancia de Simon en el Waldorf, así como las costillas de cordero y la botella de Stolichnaya que había pedido al servicio de habitaciones.

Mientras se tomaba otro vaso de vodka, Simon tenía la mirada puesta sobre la pantalla de su ordenador portátil, que mostraba la página web del Departamento de Física de la Universidad de Columbia. La lista de los miembros del departamento incluía una fotografía a color de cada uno de los profesores, conferenciantes y becarios. Simon fue bajando la página, estudiando las caras una a una. Tenía lógica que el cómplice de Kleinman fuera un profesor de física. Sin duda la Einheitliche Feldtheorie era demasiado intrincada para alguien profano en la materia; sólo para ser capaz de reconocer los términos matemáticos de las ecuaciones de campo revisadas era necesaria una profunda base en teoría de la relatividad y mecánica cuántica. Y sin embargo Simon no veía al tipo de las zapatillas deportivas en la página web del Departamento de Física. Procedió entonces a comprobar los listados de profesores de otras veinte universidades que contaran con un Departamento de Física de importancia —Harvard, Princeton, MIT, Stanford y demás—, pero siguió sin encontrar rastro de su presa en las galerías de fotos de sonrientes científicos. Una hora más tarde cerró el ordenador portátil y tiró la botella de vodka, ya vacía, a la papelera. Era exasperante. Lo único que necesitaba era el nombre del tipo.

Para calmarse, Simon se acercó a la ventana y se quedó mirando las luces de Park Avenue. Aunque ya eran las dos de la mañana, los taxis seguían recorriendo la calle. Mientras observaba las maniobras que hacían para aparcar en su zona, se preguntó si se le habría pasado algo, algún dato biográfico crucial en la vida del profesor Kleinman que le revelaría la identidad de su colega. Quizá era un sobrino o un ahijado de Kleinman, o el hijo natural de una antigua relación. Simon se dirigió entonces al armario, abrió su talego y cogió el libro que había utilizado para localizar a Kleinman. Era un libro extenso, de más de quinientas páginas, repleto de información útil sobre todos los físicos que habían ayudado a Albert Einstein en los últimos años de su vida. Sobre hombros de gigantes era su título.

Al abrir el libro le pareció ver algo que le resultaba familiar. Se fijó entonces en la solapa interior de la contraportada. Ahí, justo debajo de una elogiosa cita del Library Journal, había una fotografía del autor.

Simon sonrió.

—Hola, David Swift —dijo en voz alta—. Encantado de conocerlo.