Simon jugaba al tetris en el asiento del conductor de su Mercedes, con un ojo puesto en el juego electrónico de su teléfono móvil y otro en la entrada del hospital Saint Luke. El tetris era el juego perfecto en situaciones como ésta. Entretenía sin desconcentrarle a uno del trabajo. Apretando las teclas del móvil, Simon podía colocar fácilmente en su sitio las piezas del tetris mientras al mismo tiempo observaba los coches y taxis que paraban delante de urgencias. Relajado pero vigilante, empezó a observar como si fueran piezas gigantes del tetris —cuadrados, zigzags y piezas en forma de T o L— los vehículos de la avenida Amsterdam que bajaban por la calle a medida que se hacía de noche.
Todo consiste en saber adaptarse, pensó Simon. Da igual a qué juegue uno, siempre hay que estar dispuesto a modificar la estrategia. Era lo que había ocurrido con Hans Kleinman esa misma noche. Al principio el trabajo parecía sencillo, pero la mente de Kleinman se reblandeció antes de que Simon pudiera obtener nada útil. Encima, para empeorar las cosas, un par de coches de policía se detuvieron delante del apartamento del profesor. A Simon le sorprendió, pero mantuvo la calma; se limitó a modificar su estrategia. Primero eludió a la policía subiendo por la salida de incendios hasta el tejado, y de ahí saltando al almacén contiguo. Luego había seguido con su Mercedes a la ambulancia que había llevado a Kleinman al Saint Luke. Tenía un nuevo plan: esperar a que los agentes de policía abandonaran la sala de urgencias, y entonces —si Kleinman todavía estaba vivo— volver a intentar sacarle la Einheitliche Feldtheorie.
De hecho, Simon admiraba al profesor. Ese cabrón era un tío duro. Le recordó a su antiguo superior en la Spetsnaz[4], el coronel Alexi Latypov. Alexi había sido oficial de las fuerzas especiales rusas durante casi tres décadas. Rápido, inteligente y despiadado, dirigió la unidad de Simon durante los peores años de la guerra de Chechenia, enseñando a sus hombres cómo burlar y derrotar a los insurgentes, hasta que un día, durante una incursión en uno de los campos chechenos, un francotirador le voló la cabeza. Un hecho terrible, pero no inesperado. Simon recordó algo que su superior había dicho en una ocasión: la vida no es más que una mierda, y lo que venga después probablemente será peor.
Las piezas del tetris se apilaban en la parte inferior de la pantalla del móvil, formando una montaña escarpada con un profundo agujero en el extremo izquierdo. Entonces empezó a descender una barra. Simon la dirigió a la izquierda y cuatro filas desaparecieron con un suspiro generado electrónicamente. Altamente satisfactorio. Como clavarle suavemente un cuchillo a alguien.
Un momento después Simon vio que un Chevrolet Suburban negro con los cristales tintados bajaba por la avenida Amsterdam. El coche fue aminorando la marcha a medida que se acercaba al hospital y finalmente aparcó en la zona de carga. Tres corpulentos hombres vestidos con el mismo traje gris salieron del coche y marcharon en formación hasta la entrada de servicios del hospital, donde mostraron sus placas a los desconcertados guardias de seguridad. A pesar de que se encontraban a casi treinta metros de distancia, Simon reconoció a los hombres por su forma de andar: exmarines y exrangers asignados a labores de oficina, probablemente con el FBI. Al parecer, la inteligencia norteamericana también estaba interesada en el profesor Kleinman. Eso explicaría por qué la policía había llegado con tal rapidez a su apartamento. Los agentes federales debían de tener micrófonos ocultos en las paredes del apartamento de Kleinman y habrían oído la conversación de Simon con el profesor.
Los agentes entraron en el hospital, presumiblemente para hablar con Kleinman antes de que el anciano falleciera. A Simon no le agradaba especialmente este desarrollo de los acontecimientos, pero tampoco le perturbaba demasiado. Aunque sentía un sano respeto por los agentes norteamericanos —estaban bien entrenados y eran disciplinados—, sabía que podía eliminarlos a los tres sin demasiados problemas. Simon tenía una ventaja: como trabajaba solo, sus instintos eran más agudos. Ésa era una de las dos grandes ventajas de ser autónomo.
La otra era el dinero. Desde que dejó la Spetsnaz, Simon podía ganar más dinero en un día que todo un pelotón de paramilitares rusos en un año. El truco era encontrar clientes que fueran ricos y estuvieran desesperados. Una cantidad sorprendentemente elevada de personas, corporaciones y gobiernos entraban en esta categoría. Algunos estaban desesperados por conseguir poder; otros, respeto. Algunos querían misiles; otros, plutonio. A Simon le daba igual en qué consistía la misión, jamás ponía reparos. Para él todo era lo mismo.
Mientras esperaba que salieran los agentes del FBI, Simon pensó en ponerse en contacto con su cliente actual. La misión se había desviado un tanto del plan original, y a sus clientes normalmente les gustaba estar informados de estos cambios. Al final, sin embargo, decidió que no era necesario. Este cliente estaba quizá más desesperado que ningún otro con el que hubiera trabajado antes. La primera vez que lo llamó, Simon pensó que se trataba de una broma; le parecía ridículo pagar esa cantidad de dinero por una teoría científica. Pero cuando supo más acerca de la misión, Simon empezó a ver las posibles aplicaciones de esta teoría, militares o de otro tipo. Y cayó en la cuenta de que este trabajo le podía proporcionar algo infinitamente mejor que el dinero.
Antes de lo esperado, los tres agentes salieron por una de las salidas de emergencia del hospital. Llevaban un prisionero con ellos. Era un poco más bajo que los hombres del FBI, pero aun así esbelto y atlético. Llevaba zapatillas deportivas, vaqueros y una de esas camisetas de equipos de béisbol que a los norteamericanos tanto les gustan. Tenía las manos esposadas a la espalda, y volvía la cabeza de un lado a otro, como un pájaro asustado, mientras dos de los agentes lo llevaban hacia el Suburban. El tercer agente llevaba una escopeta de juguete de colores vivos. Simon se rió entre dientes, ¿acaso ahora el FBI se dedicaba a probar escopetas de agua? Toda esta escena le parecía un poco extraña, y por un momento se preguntó si este arresto estaba relacionado con Kleinman. Quizá este prisionero no era más que un excéntrico neoyorquino que había amenazado a los médicos con su Super Soaker. Pero justo antes de que los agentes metieran al prisionero en el coche, le taparon la cabeza con un capuchón negro que le ajustaron bajo la barbilla. Muy bien, pensó Simon. No se trata de un loco cualquiera. Es alguien a quien los agentes quieren interrogar.
El conductor del Suburban encendió las luces y arrancó. Simon se agazapó en su asiento cuando el coche pasó a su lado. Iba a dejar a los hombres del FBI una ventaja de un par de edificios antes de ir detrás de ellos. No había razón alguna para permanecer más rato delante del hospital; que los agentes se hubieran ido sin Kleinman indicaba claramente que el anciano había muerto. Afortunadamente, parecía que el profesor había compartido sus secretos con un colega más joven.
Simon presionó el botón de apagado de su teléfono móvil, poniendo fin a la partida de tetris, y en la pantalla apareció brevemente una fotografía que había sido programada para aparecer cuando se apagaba o encendía el teléfono. Era una estupidez tener una fotografía personal en el teléfono que utilizaba para los negocios, pero bueno. No quería olvidarse de sus caras. El pelo sedoso y pajizo y los ojos azules de Sergéi. Los rizos rubios de Larissa, a pocas semanas de su cuarto cumpleaños.
La pantalla se apagó. Simon se guardó el teléfono en el bolsillo y arrancó el motor del Mercedes.
Era la voz de una mujer con marcado acento sureño.
—Está bien, Hawley, ya se lo puedes quitar.
David dio unas cuantas boqueadas cuando le quitaron el capuchón. Sentía náuseas después de respirar tanto rato a través de la tela negra, ahora húmeda a causa de su sudor. Tuvo que entornar los ojos unos instantes hasta que se adaptaron a la luz fluorescente.
Estaba sentado delante de una mesa gris, en una habitación sin muebles ni ventanas. De pie junto a la silla estaba el agente Hawley, que enrolló el capuchón y se lo guardó en el bolsillo. Los dos colegas de Hawley estaban inspeccionando la Super Soaker, abriendo metódicamente los cargadores de la escopeta e inspeccionando cada uno de los agujeros. Sentado al otro lado de la mesa había alguien nuevo, una mujer de hombros amplios y mucho busto, de unos sesenta y tantos y con un impresionante casco de pelo rubio platino.
—¿Se encuentra usted bien, señor Swift? —preguntó ella—. No tiene buena cara.
David no se encontraba bien. Tenía miedo, estaba desorientado y todavía iba esposado. Encima, ahora se sentía tremendamente confuso. Esta mujer no parecía un agente del FBI. Con esa chaqueta roja brillante y la blusa blanca parecía más bien una abuela arreglada para ir al bingo.
—¿Quién es usted? —preguntó él.
—Soy Lucirle, encanto, Lucille Parker. Pero puede llamarme Lucy. Todo el mundo lo hace. —Extendió el brazo para coger una jarra de agua y un par de vasos de papel que había en la mesa—. Hawley, quítale las esposas al señor Swift.
El agente Hawley le quitó las esposas de mala gana. David se acarició las doloridas muñecas mientras estudiaba a Lucille, que servía agua en los vasos de papel. El color del lápiz de labios era el mismo que el de la chaqueta. Su rostro era agradable, tenía muchas líneas de expresión alrededor de los ojos. De una cadenita que llevaba alrededor del cuello colgaban unas gafas de leer. También llevaba un cable colgando de la oreja izquierda, uno de esos auriculares que llevan todos los agentes del gobierno.
—¿Estoy arrestado? —preguntó David—. Porque si lo estoy quiero hablar con mi abogado.
Lucille sonrió.
—No, no está arrestado. Le pido perdón si le hemos dado esa impresión.
—¿Impresión? ¡Sus agentes me han puesto unas esposas y una maldita bolsa en la cabeza!
—Deje que me explique, encanto. Este edificio es lo que llamamos unas instalaciones secretas. Y tenemos un procedimiento estándar para traer gente. No podemos divulgar su localización exacta, de modo que tenemos que utilizar el capuchón.
David se puso de pie.
—Bueno, si no me han arrestado, puedo irme cuando quiera, ¿no?
El agente Hawley sujetó a David por el hombro. Todavía con una sonrisa en los labios, Lucille negó con la cabeza.
—Me temo que las cosas no son tan sencillas —dijo mientras le alcanzaba uno de los vasos de papel—. Siéntese, señor Swift. Tome un poco de agua.
La mano que sujetaba el hombro de David le apretó con más fuerza. Él captó la indirecta y se sentó.
—Doctor Swift —dijo él—. Y no tengo sed.
—¿Le apetece algo más fuerte, quizá? —Ella le sonrió de forma inquietantemente coqueta, luego metió la mano dentro de la chaqueta y sacó una petaca plateada del bolsillo interior—. Aquí dentro hay genuino White Lightning[5] de Texas, de noventa grados. Un amigo mío tiene una destilería en Lubbock. Obtuvo una licencia especial de la ATF, de modo que es legal. ¿Le apetece un trago?
—No, gracias.
—Ah, claro. Se me había olvidado —dijo mientras volvía a poner la petaca dentro de la chaqueta—. Usted nunca bebe, ¿no? Por lo de su padre, ¿no es así?
David se puso tenso. Algunos de sus amigos y colegas sabían que había dejado la bebida hacía tiempo, pero sólo su exesposa y unos pocos amigos íntimos sabían por qué. ¿Y ahora esta Lucille lo dejaba caer como si nada?
—¿Qué es todo esto? —preguntó.
—Tranquilícese, encanto. Está en su expediente —Y extendió el brazo hacia un voluminoso bolso que colgaba de la silla para coger dos carpetas, una abultada y otra delgada. Se puso las gafas de leer y abrió la delgada.
—Vamos a ver. Historial familiar. Nombre del padre, John Swift. Boxeador profesional de 1968 a 1974. Apodo, el Terror de Dos Puños. ¡Eh, no está mal!
David no dijo nada. Su padre nunca hizo honor a su apodo en el ring. Las únicas personas a las que consiguió aterrorizar fueron los miembros de su propia familia.
Lucille saltó al final de la página.
—En total, cuatro victorias, dieciséis derrotas. Contratado como conductor de autobús por la Autoridad Metropolitana de Transporte en 1975. Suspendido tras ser arrestado por conducir bajo los efectos del alcohol en 1979. Sentenciado a tres años en Ossining por agresión en 1981. —Lucille cerró la carpeta y se quedó mirando a David—. Lo siento. Debió de ser horrible.
Hábil, pensó él. Probablemente se trataba de una técnica estándar que el FBI enseñaba en la academia. Primero demostrarle al sujeto que conoces sus secretos. Luego entrarle a matar.
—Tiene usted un buen departamento de documentación —observó David—. ¿Han encontrado todo esto en la última media hora?
—No, empezamos con su expediente hace unos días. Recopilamos información de todo aquel que hubiera trabajado con Kleinman, y usted aparecía como coautor de uno de sus artículos. —Cogió entonces la carpeta abultada—. Ésta es la carpeta sobre los últimos años del profesor. —La abrió, negando con la cabeza mientras pasaba las páginas—. Lo cierto es que hay cosas de física que son difíciles de pillar. ¿Qué narices es el efecto Kleinman-Gupta? Se menciona media docena de veces por aquí pero no consigo encontrarle ni pies ni cabeza.
David la examinó atentamente. Era incapaz de decidir si su ignorancia era sincera o sólo se hacía la tonta.
—Es un extraño fenómeno que tiene lugar cuando ciertas partículas se descomponen. El doctor Kleinman lo descubrió con su colega Amil Gupta en 1965. Me encantaría poder contarle más al respecto, pero no pienso hacerlo aquí. Llévenme a mi oficina y allí podremos hablar.
Lucille se quitó las gafas.
—Ya veo que se está usted impacientando, señor Swift, pero tendrá que aguantar un poco más. Verá, el profesor Kleinman tenía acceso a información clasificada, y tenemos la sospecha de que puede haber tenido lugar una filtración.
David la miró con recelo.
—¿Qué está usted diciendo? Hace cuarenta años que dejó de trabajar para el gobierno. Dejó de hacer cosas para el ejército cuando terminó sus estudios sobre radiación.
—Bueno, no es la típica cosa que uno va contando por ahí. Después de jubilarse de Columbia, participó en un proyecto del Departamento de Defensa.
—¿Y cree usted que por eso lo atacaron?
—Lo único que le puedo decir es que Kleinman estaba en poder de un material extremadamente delicado cuyo paradero hemos de averiguar. Si en el hospital le ha dicho alguna cosa es necesario que nos la cuente.
Lucille se inclinó hacia él colocando los codos sobre la mesa. Ya no sonreía ni le llamaba encanto; su rostro había adoptado una expresión de total seriedad. Ahora a David no le costaba creer que se trataba de una agente del FBI. Pero no se creía lo que le estaba contando.
—Lo siento, pero todo esto no tiene mucho sentido. El doctor Kleinman no haría algo así. Se arrepentía del trabajo militar que había realizado. Dijo que era inmoral.
—Quizá no lo conocía tan bien como cree.
David negó con la cabeza.
—No, no tiene sentido alguno. Organizó manifestaciones en Columbia. Convenció a todos los físicos de la universidad para que firmaran una declaración en contra de las armas nucleares.
—En ningún momento he dicho que estuviera trabajando en armamento. Ofreció su ayuda al Departamento de Defensa después del 11-S para colaborar en la lucha contra el terrorismo.
David consideró la posibilidad. Era algo inverosímil pero no inconcebible. Kleinman era un experto en descomposición radiactiva, y sin duda esos conocimientos podían ser aplicados a la lucha contra el terrorismo.
—¿Y en qué estaba trabajando? —preguntó David—. ¿En un nuevo tipo de detector de radiación?
—No estoy autorizada a decírselo. Pero sí le puedo mostrar algo. —Cogió otra vez la carpeta de Kleinman y hojeó su contenido. Después de buscar un rato sacó una reimpresión de un viejo artículo sobre una investigación y se lo pasó a David. Tenía unas diez páginas y estaba algo amarillento a causa de su antigüedad—. Échele un vistazo a esto. Es una de las pocas cosas de este expediente que no están clasificadas.
El artículo había sido publicado en Physical Review en 1975. Su título era «Medidas del flujo de los mesones rho», y el autor H. W. Kleinman. David nunca había visto este artículo; su temática era bastante oscura, sobre algo que él ni siquiera había estudiado en la universidad. Además, el artículo estaba repleto de ecuaciones increíblemente complejas.
—Por esto lo hemos traído aquí, señor Swift. La prioridad fundamental en la lucha contra el terrorismo es asegurarse de que los terroristas no descubran lo que estamos haciendo. De modo que hemos de descubrir lo que Kleinman puede haberles contado.
David inspeccionó el artículo, esforzándose en comprenderlo. Al parecer Kleinman había descubierto que al disparar un rayo de radiación sobre átomos de uranio se podía generar una intensa lluvia de mesones rho. Aunque el artículo no decía nada de los usos prácticos de la investigación, las implicaciones parecían estar claras: con esta tecnología se podría detectar el uranio enriquecido en una cabeza nuclear aunque el artefacto se encontrara revestido de plomo. David volvió a pensar en su última conversación con Kleinman y empezó a preguntarse si no habría malinterpretado las últimas palabras del profesor.
Puede que cuando Kleinman le había advertido acerca del «destructor de mundos» en realidad estuviera pensando en una arma nuclear introducida de contrabando en Estados Unidos.
—¿Estaba trabajando en un sistema de detección activa? —preguntó David—. ¿Algo que pudiera detectar una cabeza nuclear escondida en un maletero o un contenedor?
—No puedo confirmar ni negar nada —contestó Lucille—. Pero creo que ahora se puede dar cuenta de por qué nos tomamos todo esto tan en serio.
David estaba a punto de levantar la mirada del artículo cuando advirtió algo en la última página. Había una tabla que comparaba las propiedades de los mesones rho con las de sus primos cercanos, los mesones omega y phi. Lo que llamó la atención de David fue la última columna de la tabla, en la que se listaba la vida de las partículas. Se quedó mirando los números unos segundos.
—¿Qué le dijo Kleinman, señor Swift? ¿Qué le contó? —Lucille se lo quedó mirando con gran seriedad, de nuevo actuando como si fuera una adorable abuelita. Sin embargo, ahora David la había calado.
—Está usted mintiendo —dijo él—. El doctor Kleinman no estaba trabajando en ningún detector. Ni siquiera trabajaba para el gobierno.
Lucille adoptó una expresión dolida y perpleja, abriendo mucho la boca.
—¿Qué? Está usted…
David señaló con el dedo la última página del artículo de Kleinman.
—La vida de un mesón rho es de 10-23 segundos.
—¿Y? ¿Qué significa eso?
—Significa que su departamento de documentación la ha cagado al preparar esta historia falsa. Aunque se desplazara a la velocidad de la luz, el mesón rho empezaría a descomponerse antes de haber recorrido una trillonésima de pulgada. No se podrían detectar estas partículas en una cabeza nuclear, de modo que resulta imposible construir un sistema de detección basado en este artículo.
Lucille mantuvo su expresión dolida, y por un momento David pensó que se iba a hacer la inocente. Un par de segundos después, sin embargo, cerró la boca, apretando con fuerza los labios. Las líneas que había alrededor de los ojos se hicieron más profundas, pero ya no eran líneas de la risa. Lucille estaba cabreada.
—Muy bien, volvamos a empezar —dijo David—. ¿Por qué no me cuenta la verdadera razón por la que están tan interesados en el doctor Kleinman? Se trata de alguna arma, ¿no? Una arma secreta sobre la que no dirá una palabra pero en la que se está gastando billones.
Ella no contestó. En vez de eso se quitó la chaqueta y la colgó del respaldo de la silla. A un lado de la blusa le colgaba una cartuchera, y en ella llevaba una flamante pistola negra.
David se quedó mirando el arma mientras Lucille se volvía hacia los dos agentes, que todavía estaban examinando la Super Soaker.
—¿Habéis terminado de una maldita vez con eso, chicos?
Uno de los agentes se acercó y dejó la escopeta de agua sobre la mesa.
—Está limpio, señora —informó.
—Qué descanso. Ahora pónganse en contacto con Logística y díganles que necesitaremos transporte al aeropuerto en diez minutos.
El agente se retiró hacia el fondo de la habitación y cuchicheó las instrucciones a un micrófono que llevaba escondido en la manga. Mientras tanto, Lucille se revolvía en su silla y volvió a meter la mano dentro de la chaqueta. Esta vez sacó un paquete de Marlboro y un encendedor Zippo con la bandera de Texas. Le lanzó una mirada a David mientras cogía un cigarrillo del paquete.
—¿Sabe que es usted un auténtico tocacojones? —Se volvió a Hawley, todavía de pie junto a la silla de David—. ¿A que sí, Hawley?
—De los grandes —respondió éste.
Lucille sostenía el cigarrillo en la comisura de los labios.
—Míralo. Seguro que tampoco aprueba el tabaco. Seguro que piensa que deberíamos salir fuera para fumar —con un golpe de muñeca abrió el Zippo y encendió el cigarrillo, echando la primera bocanada de humo a la cara de David—. Bueno, tengo noticias para usted, Swift. Podemos hacer lo que nos dé la puta gana. —Cerró el Zippo y lo volvió a meter dentro de la chaqueta—. ¿Lo entiende?
Mientras David se preguntaba qué responder, Lucille miró a Hawley y asintió. Un segundo más tarde éste golpeó a David en la cabeza.
—¿Es que está sordo? —gritó—. La agente Parker le ha hecho una pregunta.
David apretó los dientes. El golpe había sido fuerte y le había dolido, pero en este caso el insulto fue peor que la herida. Sintió una punzada de indignación en el estómago al levantar la mirada hacia Hawley. Sólo la presencia de las semiautomáticas en las cartucheras de los agentes hizo que permaneciera sentado.
Lucille sonrió.
—Tengo más noticias para usted. ¿Recuerda la enfermera que estaba en la habitación de Kleinman? Bueno, pues uno de nuestros agentes ha hablado con ella. —Dio una larga calada al cigarrillo y soltó otra bocanada de humo—. Y dice que Kleinman le ha susurrado al oído unos números.
Mierda, pensó David. La enfermera.
—Una larga serie de números, ha dicho. Ella no los recuerda, claro está. Pero estoy segura de que usted sí.
David repasó mentalmente la secuencia. Así era como recordaba largas series de números o ecuaciones complejas, casi como si estuvieran flotando en el aire, delante de él. Los dígitos cruzaron su campo de visión en el mismo orden en el que el doctor Kleinman los había mascullado.
—Nos va a decir esos números ahora mismo —dijo Lucille, subiéndose la manga izquierda de la blusa y dejando a la vista un reloj antiguo con correa de plata—. Tiene treinta segundos.
Mientras Lucille se recostaba en la silla, el agente Hawley se sacó el capuchón negro del bolsillo. David sintió un nudo en la garganta al verlo. Dios mío, pensó, ¿pero qué diablos está pasando? Estos agentes parecían estar convencidos de que tenían todo el derecho a ponerle un capuchón en la cabeza y darle una paliza. La única opción sensata que le quedaba era olvidar las advertencias del doctor Kleinman y decirles los números. De todos modos, puede que la secuencia no tuviera sentido alguno. E incluso si los números no eran aleatorios, incluso si eran la clave de algo terrible, ¿por qué diablos tenía que ser él responsable de guardar el secreto? No lo había pedido. Lo único que había hecho era escribir un artículo de investigación sobre la relatividad.
Se asió al borde de la mesa e intentó calmarse. Le quedaban cinco, quizá diez segundos. Lucille tenía la mirada clavada en su reloj y Hawley seguía alisando el capuchón negro. Al observarlos con atención David se dio cuenta de que, aunque les revelara los números, los agentes no lo dejarían ir. Mientras tuviera esos números en la cabeza, supondría un riesgo. Su única esperanza era hacer un trato, preferiblemente con alguien que estuviera por encima de los agentes Parker y Hawley en la cadena de mando.
—Antes de decir nada, necesito ciertas garantías —dijo—. Quiero hablar con un superior.
Lucille frunció el ceño.
—¿Pero qué se ha creído que es esto? ¿Un centro comercial? ¿Piensa que se puede quejar al encargado si no está contento con el trato recibido?
—Necesito saber para qué quieren los números. Si ustedes no me pueden decir la razón, llévenme a alguien que sí pueda.
Lucille dejó escapar un largo suspiro. Se quitó el cigarrillo de la boca y lo ahogó en uno de los vasos de papel. Luego se puso en pie empujando la silla hacia atrás, e hizo una leve mueca de dolor al estirar las piernas.
—Muy bien, señor Swift, tendrá lo que pide. Lo vamos a llevar a un sitio donde podrá charlar con mucha gente.
—¿Adónde? ¿A Washington?
Lucille se rió entre dientes.
—No, el sitio del que le hablo está un poco más al sur. Se trata de un lugar encantador llamado Guantánamo.
David sintió que la adrenalina inundaba su cuerpo.
—¡Espere un segundo! ¡Soy un ciudadano! Usted no puede…
—En uso de las atribuciones que me confiere la Ley Patriota, le declaro combatiente enemigo —dijo, y se volvió hacia Hawley—. Vuelve a ponerle las esposas. Los grilletes ya se los pondremos en el coche.
Hawley lo cogió del brazo y gritó:
—¡Levántese!
David, sin embargo, se quedó quieto en la silla. El corazón le latía con fuerza y las piernas le temblaban. Hawley levantó todavía más la voz:
—¡He dicho que SE LEVANTE! —Y estaba a punto de tirar de David y arrastrarlo cuando otro de los agentes le llamó la atención con unos golpecitos en el hombro. Era el tipo que debía llamar a Logística por radio. Estaba pálido.
—Esto… ¿señor? —susurró—. Creo que tenemos un problema.
Lucille no pudo evitar oírlo. Se interpuso entre Hawley y su colega.
—¿Qué ocurre? ¿Cuál es el problema?
El agente, todavía pálido, estaba tan nervioso que durante un par de segundos no le salió la voz.
—No puedo ponerme en contacto con Logística. He probado todas las frecuencias, sin éxito. No hay más que estática en todos los canales.
Lucille lo miró con escepticismo.
—La radio debe de estar estropeada. —Cogió el micrófono sujeto al cuello de su blusa y apretó el botón de llamada—. Negro Uno a Logística. ¿Me copia, Logística?
Pero antes de obtener respuesta alguna, un tremendo estruendo hizo temblar las paredes.
Mientras caminaba hacia el garaje en el que estaba aparcado el Suburban negro, a Simon se le ocurrió que si alguna vez quisiera cambiar de carrera siempre podría trabajar como asesor de seguridad. Después de todo, ¿quién mejor para aconsejar sobre la defensa de instalaciones gubernamentales o privadas que alguien con experiencia en entrar por la fuerza en ellas?
Desde luego, él podía darle algunos consejos al FBI. En la caseta del guarda que había en la entrada del garaje sólo había un agente, un tipo joven, bajo y fornido que llevaba una cazadora naranja y una gorra de los Yankees de Nueva York: éste era su poco convincente intento de parecer un guarda de aparcamiento corriente. Destinar un solo agente en la cabina en vez de dos era un error, pensó Simon. Uno nunca debe quedarse corto en recursos defensivos, y menos todavía en el turno de noche.
Simon se había cambiado y ahora llevaba un elegante traje y un maletín de piel. Cuando llamó al cristal a prueba de balas de la cabina, el agente lo examinó y luego entreabrió la puerta.
—¿Qué quiere? —le preguntó.
—Lamento molestarlo —dijo Simon—, quería información sobre los precios mensuales del aparcamiento.
—Aquí no…
Simon abrió de golpe la puerta y se abalanzó sobre el agente, derribándolo con un golpe de hombro en la barriga. En la cabina sólo había una cámara de vigilancia y no cubría el suelo. Otro error. Echado encima del agente, Simon le clavó un cuchillo de combate en el corazón y lo mantuvo sujeto contra el suelo hasta que dejó de moverse. No era culpa suya, pensó Simon. Había sido un fallo institucional.
Antes de enderezarse, Simon se puso la cazadora y la gorra de los Yankees. También cogió una Uzi y munición de su maletín.
Ahora varias cámaras de vídeo lo enfocaban, de modo que avanzó con la cabeza gacha. Giró al llegar a una esquina y vio media docena de Suburbans aparcados cerca de una puerta de acero. Cuando se encontraba a unos diez metros, la puerta se abrió y apareció un exaltado hombre vestido con un traje gris.
—¡Anderson! —gritó—. ¡Qué diablos está…!
Simon levantó la mirada y disparó la Uzi al mismo tiempo. El agente cayó y su cuerpo postrado impidió que la puerta se cerrara. Simon se dirigió a toda prisa hacia la puerta, llegando justo a tiempo de reducir a un tercer agente que rápidamente había acudido en ayuda de su colega. Esto es lamentable, pensó Simon. Me lo están poniendo demasiado fácil.
Nada más cruzar la puerta estaba la sala de comando en la que los desafortunados agentes habían sido emplazados. Primero inutilizó la radio, luego examinó el panel de monitores de vídeo. Encontró su objetivo en la pantalla con el rótulo SUB-3A, en la que aparecía una de las salas de interrogatorio del subsótano. Simon conocía bien la distribución del complejo; a lo largo de los años había conseguido, a través de diversas fuentes de la inteligencia norteamericana y por un módico precio, gran cantidad de información acerca del funcionamiento de sus agencias.
Sólo quedaba una barrera más, una segunda puerta de acero al fondo de la sala. Esta puerta tenía un teclado alfanumérico que controlaba la cerradura. Por un momento, Simon lamentó haber asesinado a los agentes: debería haber dejado por lo menos a uno con vida para sonsacarle el código de entrada. Afortunadamente, el FBI había cometido otro estúpido error al instalar una cerradura con pestillo único en vez de un mecanismo más resistente.
Simon sacó medio kilo de C-4 de su bolsa de municiones. Le llevó 83 segundos colocar el explosivo alrededor de la cerradura, insertar los detonadores y desplegar el cordel detonador hasta el otro lado de la sala de mando. Agazapado detrás de una columna, Simon gritó «Na zdorovya!», un brindis, el equivalente ruso de «¡Salud!», y luego detonó la carga.
En cuanto oyeron la explosión, Lucille y Hawley y los otros dos agentes sacaron sus Glock. No había ningún enemigo a la vista, pero aun así todos apuntaron su semiautomática hacia la puerta cerrada de la sala de interrogatorio. Por primera vez en su vida, David deseó tener una arma.
—¡Hostia puta! —gritó Hawley—. ¿Qué cojones ha sido eso?
Lucille parecía estar un poco más calmada. Hizo una seña con la mano a los agentes, levantando índice y corazón. Lentamente, los tres hombres se acercaron a la puerta. Entonces Hawley agarró el pomo y abrió la puerta de golpe. Sus dos colegas se precipitaron hacia el pasillo. Un segundo más tarde ambos gritaron:
—¡Despejado!
Lucille soltó un resoplido de alivio.
—Muy bien, escuchad. Hawley se queda aquí para proteger al detenido. Los demás vienen conmigo para identificar la amenaza y restablecer las comunicaciones.
Cogió las carpetas que estaban sobre la mesa y se las metió debajo del brazo. Luego se volvió hacia David.
—Usted, señor Swift, siéntese en esa silla y estese calladito. El agente Hawley estará al otro lado de la puerta, vigilando. Como haga usted el más mínimo ruido, volverá a entrar y le meterá una bala por el culo. ¿Lo ha entendido?
No esperó la respuesta, pero tanto daba: David estaba demasiado aterrado para decir nada. En vez de eso salió disparada hacia el pasillo, pasando junto a Hawley, que todavía sostenía el pomo de la puerta.
—Esto… ¿señora? —preguntó—. ¿Cuál es el plan alternativo? ¿Qué ocurre si no puedo mantener la posición?
—Si eso ocurre, tiene autorización para tomar las medidas necesarias.
Hawley salió al pasillo y cerró la puerta tras de sí. David oyó como el pestillo se cerraba. El silencio que se hizo en la sala fue tal que podía oír el zumbido de las luces fluorescentes del techo.
Las medidas necesarias. El significado de esa frase se le hizo evidente mientras permanecía sentado ahí dentro. David poseía una información que el FBI, por la razón que fuera, consideraba valiosa. Tanto, de hecho, que el Bureau haría lo posible para asegurarse de que no caía en las manos equivocadas. Con toda seguridad, destruirían la información antes de dejar que nadie la obtuviera. Incluso si eso significaba destruirlo a él. Visualizó mentalmente al agente Hawley entrando de nuevo en la sala, apuntándole con su pistola.
David se incorporó de golpe. ¡No podía quedarse aquí, tenía que escaparse! Miró a su alrededor, buscando desesperadamente alguna forma de escapar, quizá un panel suelto del techo que levantar, un conducto de aire por el que reptar. Sin embargo tanto el techo como las paredes eran de hormigón macizo, lisos, sin nada. En la sala sólo había las sillas y la mesa gris, sobre la que estaba la jarra de agua, los vasos de papel, y la Super Soaker que tan concienzudamente habían examinado.
Entonces se dio cuenta de otra cosa. Con las prisas, Lucille se había dejado su chaqueta roja brillante en el respaldo de la silla. En sus bolsillos había un encendedor Zippo y una petaca con alcohol. David recordó lo que había dicho su exesposa del peligro de las Super Soakers.
Simon tenía algo bueno que decir sobre la seguridad del complejo del FBI: por lo menos no habían puesto el interruptor diferencial en un lugar obvio, como la sala de comando. Tuvo que seguir los giros y vueltas de los cables hasta encontrar el cuarto de mantenimiento. Pero esta opinión favorable sobre la agencia se vino abajo cuando comprobó que el cuarto no estaba cerrado con llave. Negando con la cabeza, entró en el pequeño cuarto y localizó el panel eléctrico. Es increíble, pensó. Si pagara impuestos, estaría escandalizado.
Con sólo apagar el interruptor, el complejo se quedó a oscuras. Entonces Simon metió la mano en el bolsillo y sacó su nuevo juguete, unas gafas térmicas de rayos infrarrojos. Encendió el artefacto y reguló la correa para que las lentes binoculares se le ajustaran bien a los ojos. Su tecnología era muy superior a la de las gafas de visión nocturna del ejército de Estados Unidos, que funcionaban intensificando la luz que apenas era visible; las gafas térmicas, en cambio, mostraban calor, no luz, de modo que podían funcionar en total oscuridad. En la pantalla del visor los monitores de los ordenadores, todavía calientes, brillaban con intensidad mientras que el frío acero de la puerta se veía negro azabache. Si seguía las luces fluorescentes, recién apagadas y que todavía estaban enfriándose, llegaría fácilmente a las escaleras. Simon sonrió en la oscuridad. Adoraba las nuevas tecnologías. Ahora estaba listo para dar caza a su presa, ese esbelto y atlético prisionero que le recordaba a un pajarillo asustado.
Tras bajar dos tramos de escaleras oyó pasos. Sin hacer ruido, retrocedió un tramo hasta el rellano y apuntó la Uzi a la entrada de la escalera. Unos segundos más tarde pudo ver tres haces de luz alumbrando el pasillo. Esto no se podía considerar exactamente un fallo de los agentes; teniendo en cuenta las circunstancias, no tenían otra opción que utilizar sus linternas. El resultado, sin embargo, era el mismo. En el visor infrarrojo Simon pudo ver una mano agarrada a un cilindro brillante y una cara espectral que parecía haber sido untada con pintura brillante. Antes de que el agente alumbrara a Simon con la linterna éste disparó dos balas a la resplandeciente cabeza.
—¡Apagad las luces! —exclamó bruscamente una voz—, y los otros dos haces de luz desaparecieron. Simon bajó las escaleras en silencio, sorteando el cuerpo del agente muerto, y sacó la cabeza por la esquina. En el pasillo vio dos siluetas en cuclillas, una a unos diez metros y la otra un poco más atrás. El agente más cercano estaba a distancia de tiro. Sostenía la pistola con ambas manos y la movía frenéticamente de un lado a otro, en busca de un objetivo en la oscuridad. La imagen infrarroja era tan precisa que Simon podía ver la estela gris de sudor frío cayendo por su cara blanca. Simon liquidó al pobre desgraciado de un disparo en la frente. Antes de poder eliminar al tercer agente, sin embargo, una bala le pasó rozando la oreja derecha.
Simon se escondió rápidamente detrás de la esquina al pasarle rozando otra bala. El tercer agente disparaba a ciegas en su dirección. No estaba mal, pensó. Por lo menos éste le ponía ganas. Esperó unos segundos y luego se volvió a asomar para localizar a su adversario. El agente se había puesto de lado para ofrecer menos blanco, y en el visor infrarrojo Simon vio una robusta y corpulenta silueta de piernas rollizas y enormes pechos. Vaciló antes de levantar la Uzi, ¡el agente era una babushka! ¡Podía ser su abuela! Y en este momento de vacilación ella disparó tres veces más.
Simon se pegó a la pared. ¡Dios, eso había estado cerca! Entonces levantó el arma y se preparó para devolver el fuego, pero la babushka había dado media vuelta y había desaparecido detrás de una esquina.
Ahora Simon estaba enfadado. ¡Esa vieja lo había humillado! Fue a por ella, caminando sigilosamente por el pasillo. No había avanzado mucho cuando oyó un grito apagado detrás de él. Se detuvo y se dio la vuelta. Oyó otro grito, una voz masculina, lejana pero muy alta, tanto que atravesaba las paredes y se pudo oír en todo el complejo:
—¡Ya me ha oído, Hawley! ¡Abra la maldita puerta!
A regañadientes, Simon abandonó la persecución de la babushka. Ya se encargaría de ella más tarde. Ahora tenía algo que hacer.
Las luces se apagaron justo cuando David metió la mano en el bolsillo de la chaqueta de Lucille. Se quedó helado cual carterista al que hubieran sorprendido robando. Al agente Hawley, de pie al otro lado de la puerta cerrada, también le sorprendió el repentino apagón; David le oyó exclamar «¡Me caguen…!» antes de quedarse callado y no decir nada más.
David respiró hondo. Muy bien, pensó. Esto no cambia las cosas. Tanto si las luces están encendidas como apagadas he de salir de aquí. Sacó la petaca del bolsillo interior de la chaqueta de Lucille y la dejó con cuidado encima de la mesa, procurando no hacer ruido. Luego buscó un poco más y encontró el Zippo. Consideró un momento la posibilidad de encenderlo para ver lo que estaba haciendo, pero sabía que Hawley vería la luz por la ranura de la puerta. No, tendría que hacerlo a oscuras. Puso el encendedor sobre la mesa, memorizando su posición, y luego cogió la Super Soaker.
Afortunadamente, a estas alturas ya era un experto en el manejo de la escopeta de agua. Jugando con Jonah, apenas unas horas antes, había rellenado el cargador de la escopeta por lo menos una docena de veces, así que ahora pudo encontrar con facilidad la abertura del depósito y quitar la tapa a ciegas. El recuerdo de la tarde que había pasado con Jonah lo hizo detenerse un segundo, y sintió un nudo en el estómago al preguntarse si volvería a ver a su hijo. No, se dijo a sí mismo, no pienses en ello. No te pares.
Cogió la petaca plateada y le quitó la tapa. Tenía capacidad para más o menos un cuarto de litro de licor y, tal y como había asegurado Lucille, era casi alcohol puro: los vapores le escocieron los ojos mientras lo vertía en la Super Soaker. Se preguntó si habría suficiente licor. Necesitaba por lo menos medio litro para generar suficiente presión en el segundo cargador. ¡Mierda!
Aunque la habitación se encontraba completamente a oscuras, cerró los ojos para pensar. Agua. Había dos vasos de papel con agua sobre la mesa. Podía diluir el alcohol hasta el cincuenta por ciento y todavía ardería. Con cuidado, buscó a tientas y encontró uno de los vasos de papel. Sacó la colilla de cigarrillo y vertió más o menos un litro de agua en el depósito. Luego localizó el otro vaso y vertió casi un litro más. Esto era lo máximo que podía poner. Esperaba que fuera suficiente.
David cerró el depósito de la escopeta y lo bombeó silenciosamente. En la oscuridad imaginó la mezcla de agua y alcohol pasando al segundo depósito y ejerciendo presión en las moléculas de aire. Después de bombear tanto como pudo, colocó el pulverizador de la escopeta en «chorro amplio». El alcohol ardería más fácilmente si salía en gotitas diminutas. Alargó entonces el brazo para coger el Zippo de donde lo había dejado, pero entonces oyó en los pasillos el eco de dos detonaciones. Eran tiros. Asustado, se le cayó el encendedor y lo perdió en la oscuridad.
Parecía que la habitación se hubiera inclinado. David se sentía como si se estuviera ahogando en lo más hondo del negro océano. Impotente, se quedó mirando fijamente hacia el abismo en el que había caído el Zippo, y entonces se puso a cuatro patas y empezó a buscarlo a tientas. Cubrió de forma metódica toda la zona que iba de la mesa a la pared, haciendo amplios arcos con los brazos en el frío linóleo, pero no hubo forma de encontrar el maldito encendedor.
En los pasillos retumbó el eco de más disparos, ahora todavía más cercanos. Frenético, David siguió rastreando el suelo, hurgando con los dedos por todos los rincones. ¡Por el amor de Dios! ¿Dónde diablos está? Entonces se dio con la cabeza en una de las sillas, y al meterse debajo de la mesa por fin encontró el Zippo.
Temblando, abrió el encendedor e hizo girar la ruedecilla contra la piedra. La llama surgió como si de un ángel se tratara, un pequeño milagro del cielo. David se puso en pie, cogió la Super Soaker y apuntó hacia la puerta. Oyó el estallido de un tercer disparo mientras posicionaba la llama delante del cañón de plástico, pero esta vez no se acobardó.
—¡Hawley! —gritó—. ¡Abra la puerta! ¡Tiene que dejarme salir!
Entonces oyó que una voz le susurraba al otro lado de la puerta.
—¡Cierra el pico, imbécil!
Era obvio que Hawley no quería llamar la atención de quien fuera que estuviera disparando. Pero David intuía que de todos modos se estaban acercando.
—¡Ya me ha oído, Hawley! ¡Abra la maldita puerta!
Pasaron unos segundos. Se está preparando, pensó David. Su posición se ha vuelto insostenible y ahora tiene que adoptar las medidas necesarias. Su única opción es matarme.
Entonces la puerta se abrió y David apretó el gatillo.
Simon llegó al cruce con otro pasillo y vio a otro agente federal más en el visor de infrarrojos. Estaba de pie delante de una puerta, cogido al pomo con una mano y sosteniendo una pistola en la otra. Con curiosidad, Simon se acercó un poco más, sin dejar de apuntar al tipo con su Uzi. El agente permaneció así durante varios segundos como si fuera un pretendiente nervioso, murmurando para sí «Me caguen todo, me caguen todo…» mientras intentaba tranquilizarse. Entonces abrió la puerta de golpe mientras metía la mano en el bolsillo para coger una linterna. De repente, de la entrada salió una brillante llamarada blanca.
Simon se quedó cegado. La abrasadora llamarada se había extendido por toda la pantalla, convirtiendo el visor en un rectángulo completamente blanco. Se quitó las gafas, ahora inútiles, se agachó y se colocó en posición defensiva, cruzando los brazos sobre la cabeza. Se trataba de algún tipo de artefacto incendiario, pero no olía a gasolina o a fósforo blanco. Parecía más bien vodka casero. La bola de fuego se disipó en un par de segundos, dejando apenas unas pocas llamas azuladas ardiendo en algunos charcos del suelo. El agente del FBI se tambaleó y cayó de espaldas. Luego empezó a rodar por el suelo como un tronco, intentando apagar los restos del fuego azul de su chaqueta.
Entonces Simon oyó una rápida serie de chirridos como de goma. Al pasar a su lado se dio cuenta de qué se trataba: las zapatillas deportivas del prisionero. Inmediatamente, Simon levantó su Uzi y apuntó en dirección a los veloces pasos, pero no se atrevió a disparar. Quería al hombre vivo. Se puso en pie como pudo y empezó a perseguirlo por el pasillo completamente a oscuras. Cuando ya estaba a punto de alcanzarlo, sin embargo, oyó que caía algo al suelo, algo hueco y de plástico, y un segundo más tarde lo pisó y perdió el equilibrio. Era esa maldita escopeta de agua, comprendió mientras caía de espaldas y se golpeaba la base del cráneo en el marco de una puerta.
Se quedó tumbado en la oscuridad, aturdido, durante diez o quince segundos. Al abrir los ojos vio que el agente del FBI, todavía humeante, iba detrás del prisionero fugitivo. Un auténtico idiota norteamericano, pensó Simon. Entregado, pero insensato. Después de respirar hondo para aclararse la cabeza, Simon se puso en pie y se volvió a poner las gafas térmicas. El sistema de visión se había reiniciado y la pantalla volvía a funcionar con normalidad. Recogió la Uzi y empezó correr.
David se sumergió en la oscuridad. Sólo pensaba en huir. Después de tirar la Super Soaker oyó un ruido sordo detrás, pero no se volvió, siguió corriendo. Sin aminorar la marcha, encendió otra vez el Zippo, y la llama iluminó un pequeño círculo a su alrededor. Al principio no vio nada más que puertas lisas a ambos lados del pasillo, pero luego divisó el rellano del ascensor a su izquierda y un letrero luminoso de color rojo en el que ponía SALIDA. Se dirigió directamente hacia la puerta que había debajo del letrero y la embistió con el hombro. Para su consternación, sin embargo, la puerta no se abrió. Intentó girar el pomo, pero no se movió. ¡Increíble! ¿Cómo se les ocurría cerrar una salida de emergencia? Mientras estaba ahí de pie, intentando abrir la puerta infructuosamente, oyó un bramido lejano («Me caguen») y luego el eco de los pasos del agente Hawley.
David empezó a correr otra vez. Volvió a girar a la izquierda y recorrió a toda velocidad un nuevo pasillo, buscando desesperadamente otra salida. El complejo ocupaba toda la planta del edificio, de modo que tenía que haber otra escalera en algún lugar. Pero ¿dónde diablos estaba? Mientras corría tan rápido como podía, inspeccionando ambos lados del pasillo, tropezó con algo que parecía un saco de ropa sucia. David volvió a encender el Zippo y vio que era un cadáver. Uno de los agentes de traje gris que iban con Hawley. Había recibido dos disparos en la frente. Antes de ser presa del horror, sin embargo, David advirtió que el cadáver yacía al pie de una escalera.
Un momento después Hawley torcía la esquina y aparecía al final del pasillo. Adoptó la posición de disparo en cuanto vio el Zippo, de modo que David apagó inmediatamente la llama y se apresuró a subir las escaleras. Lo hizo a oscuras, cogiéndose como podía a la barandilla y raspándose las espinillas con los peldaños, mientras Hawley iba apenas unos segundos por detrás. Después de subir tres tramos, advirtió un débil resplandor amarillento que provenía de una puerta entreabierta. Atravesó una habitación repleta de monitores de vídeo rotos y sorteó dos cadáveres más sin siquiera detenerse. Estaba en un aparcamiento y ya podía oler la dulce contaminación del aire de Nueva York. Echó a correr por la rampa en dirección a la gloriosa luz de la calle.
Pero había por lo menos treinta metros hasta el final de la rampa, y no veía ningún sitio en el que ponerse a cubierto, de modo que supo que ya no tenía nada que hacer cuando miró por encima del hombro y vio a Hawley en la base de la pendiente. En el rostro del agente, ennegrecido y con quemaduras, se advertía una amplia sonrisa. Lentamente levantó su Glock y apuntó con mucho cuidado. De repente, sin embargo, se oyó un disparo y Hawley cayó al suelo.
David se quedó mirando el cuerpo sin vida del agente, que se había quedado en posición fetal. Estaba demasiado confundido para sentir ningún tipo de alivio por este repentino giro de los acontecimientos, y durante un momento pensó incluso que alguien le estaba gastando una broma. Sin embargo, a pesar de su confusión, David no dejó de correr. Sus piernas lo llevaron al final de la rampa, y unos segundos más tarde estaba en una calle vacía, rodeado de altos edificios de oficinas. Leyó los nombres en una esquina: calles Liberty y Nassau. Estaba en el Lower Manhattan, apenas tres manzanas al norte de la Bolsa. Oyó sirenas de policía, así que siguió andando en dirección al este, hacia Broadway y el río Hudson.
Para cuando Simon llegó al final de la rampa, después de liquidar al chamuscado agente del FBI, media docena de coches patrulla bajaban ya por la calle Liberty. La babushka, pensó. Debía de haber llamado a la policía para pedir refuerzos. Se escondió detrás de un quiosco de prensa cerrado cuando los coches se detuvieron y los policías salieron disparados hacia el aparcamiento. El prisionero se encontraba a una manzana, en la esquina de Broadway con Liberty, pero Simon no podía arriesgarse a pasar entre todos esos policías. No con una Uzi escondida debajo de la cazadora. Decidió bajar por Nassau y correr hacia el norte, en dirección al callejón Maiden, con la esperanza de interceptar ahí a su presa. Cuando llegó a Broadway, sin embargo, no vio rastro del prisionero. Simon recorrió la avenida, sin dejar de mirar también las calles laterales, pero el tipo había desaparecido. «Yobany v’rot!» maldijo Simon mientras se daba un manotazo de frustración en la pierna.
Pero su furia apenas duró un momento. Es todo cuestión de saber adaptarse, se recordó a sí mismo. Tan sólo necesitaba modificar de nuevo su estrategia.
De pie en la esquina, todavía resollando como un perro, Simon pensó en el prisionero. Había pocos lugares a los que pudiera ir, y eran todos bastante predecibles. Lo primero era identificar al tipo y determinar su relación con el profesor Kleinman. Luego sólo tenía que localizar a sus conocidos. Estaba seguro de que tarde o temprano este tipo con zapatillas deportivas lo llevaría a la Einheitliche Feldtheorie.
Simon recobró el aliento mientras se dirigía a donde había aparcado el Mercedes. Sintió una sombría satisfacción al levantar la mirada hacia los rascacielos de Broadway y contemplar las oscuras torres que se cernían sobre la calle. Muy pronto, pensó, todo esto habrá desaparecido.