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David Swift estaba de un inusual buen humor. Él y Jonah, su hijo de siete años, habían pasado una espléndida tarde en Central Park. Para rematar el día, David había comprado unos helados de cucurucho en un puesto ambulante de la calle 72, y ahora padre e hijo paseaban bajo el bochorno de un crepúsculo de junio en dirección al apartamento de la exmujer de David. Jonah también estaba de buen humor porque en su mano izquierda —con la derecha sujetaba el cucurucho— blandía una recién estrenada Super Soaker de disparo triple. Mientras caminaba por la acera había ido disparando ociosamente con la escopeta de agua de última generación a diversos blancos al azar —ventanas, buzones de correo, unas cuantas bandadas de palomas—, pero a David no le importaba. Antes de salir del parque, el depósito de la escopeta ya estaba vacío.

De algún modo, Jonah había conseguido seguir comiendo el helado mientras estudiaba el cargador de la Super Soaker.

—¿Y cómo dices que funciona? ¿Por qué el agua sale con tanta fuerza?

David ya le había explicado el proceso un par de veces, pero no le importaba volver a repetirlo. Le encantaba tener ese tipo de conversación con su hijo.

—Cuando tiras de esa cosa roja, el mango rojo, el agua pasa del depósito grande al pequeño.

—Un momento, ¿dónde está el pequeño?

David señaló la parte posterior de la escopeta.

—Aquí. El depósito pequeño tiene aire, y al meter agua dentro queda menos espacio para el aire. Las moléculas de aire se comprimen y empujan el agua.

—No lo pillo. ¿Por qué empujan el agua?

—Las moléculas de aire están en continua agitación. Y al comprimirlas, ejercen presión contra el agua todavía con mayor fuerza.

—¿Puedo llevar la pistola a la escuela para enseñarla y hablar de ella en clase?

—Esto…, no sé si…

—¿Por qué no? Es ciencia, ¿no?

—No creo que en la escuela estén permitidas las escopetas de agua. Pero tienes razón, efectivamente, esta cosa está relacionada con la ciencia. El tipo que inventó la Super Soaker era un científico. Un ingeniero nuclear que trabajaba para la NASA.

Jonah apuntó con su escopeta de agua a un autobús que bajaba por la avenida Columbus. Parecía estar perdiendo interés en la física de las Super Soaker.

—¿Y tú por qué no te convertiste en científico, papá?

David se quedó pensativo un segundo antes de responder.

—Bueno, no todo el mundo puede ser científico. Pero escribo libros sobre la historia de la ciencia y eso también es divertido. Gracias a ello aprendo cosas sobre gente famosa como Isaac Newton y Albert Einstein y puedo dar cursos sobre ellos.

—Yo no quiero hacer eso. Yo seré un científico de verdad. Inventaré una nave espacial que llegue a Plutón en cinco segundos.

Habría sido divertido hablar acerca de la nave espacial, pero ahora David estaba incómodo. Sentía una gran necesidad de mejorar la imagen que su hijo tenía de él.

—Hace muchos años, cuando estaba en la universidad, me dediqué a la ciencia de verdad. Sobre todo al espacio.

Jonah se volvió y se lo quedó mirando.

—¿Quieres decir naves espaciales? —preguntó esperanzado—. ¿Naves que pueden ir a millones de kilómetros por segundo?

—No, estudiaba la forma del espacio. El aspecto que tendría el espacio si hubiera dos dimensiones en vez de tres. Tenía un profesor, el doctor Kleinman, que era uno de los científicos más inteligentes del mundo. Escribimos un artículo juntos.

—¿Un artículo? —el entusiasmo parecía ir desapareciendo del rostro de Jonah.

—Sí, eso es lo que hacen los científicos, escribir artículos sobre sus descubrimientos para que sus colegas puedan ver qué es lo que han hecho.

Jonah se volvió para ver el tráfico. Le aburría tanto que ni siquiera se molestó en preguntar lo que quería decir la palabra «colegas».

—Le preguntaré a mamá si puedo llevar la Super Soaker a clase.

Un minuto después entraban en el edificio en el que vivían Jonah y su madre. David también había vivido allí, hasta que hace dos años Karen y él se separaron. Ahora él tenía un pequeño apartamento un poco más al norte, cerca de su trabajo en la Universidad de Columbia. Todos los días laborales recogía a Jonah en la escuela a las tres en punto y lo llevaba a casa de su madre cuatro horas más tarde. Este acuerdo les permitía evitar el gasto considerable de contratar una niñera. El corazón de David siempre se encogía al pasar por el vestíbulo de su viejo edificio y entrar en el lento ascensor. Se sentía como si fuera un exiliado.

Cuando finalmente llegaron al piso decimocuarto, David vio que Karen los esperaba de pie en la puerta del apartamento. Todavía iba vestida con la ropa del trabajo: zapatos negros de tacón y un traje de chaqueta gris, el clásico uniforme de los abogados corporativos. Con los brazos cruzados sobre el pecho, Karen examinó a su exmarido, observando con evidente desaprobación la barba de tres días de David, los vaqueros manchados de barro y la camiseta con el emblema de su equipo de softball, los «Historiadores sin pegada». Sus ojos se posaron entonces en la Super Soaker. Intuyendo problemas, Jonah le pasó la escopeta a David y pasó de largo por delante de su madre mientras se metía en el apartamento. «Voy a hacer pipí», gritó mientras se iba corriendo al baño.

Karen negó con la cabeza al ver la escopeta de agua. Un mechón de pelo rubio le caía sobre la mejilla izquierda. Todavía era hermosa, pensó David, pero se trataba de una belleza fría; fría e inflexible. Ella levantó el brazo y se apartó el mechón de la cara.

—¿En qué narices estabas pensando?

David ya se esperaba esto.

—Espera, ya le he explicado a Jonah cuáles son las reglas. Nada de disparar a la gente. Hemos ido al parque y hemos estado disparando a las piedras y a los árboles. Ha sido divertido.

—¿Crees que una escopeta es un juguete apropiado para un niño de siete años?

—No es una escopeta, ¿vale? Y en la caja ponía que era para niños a partir de siete años.

Karen entrecerró los ojos e hizo una mueca con los labios. Era una expresión que hacía a menudo cuando discutían, y David siempre la había odiado.

—¿Sabes lo que hacen los niños con estas Super Soakers? —dijo ella—. Anoche vi una noticia sobre esto en la tele: un grupo de niños de Staten Island puso gasolina en la escopeta en vez de agua y la convirtieron en un lanzallamas. Casi incendian todo el barrio.

David respiró hondo. No quería volver a discutir con Karen. Ésta era la razón por la que se habían separado: se pasaban todo el día discutiendo delante de Jonah. No tenía sentido alguno continuar esta conversación.

—Muy bien, muy bien, tranquilízate. Dime qué quieres que haga.

—Llévate la escopeta. Puedes dejar que Jonah juegue con ella cuando esté contigo, pero yo no quiero esa cosa en mi casa.

Antes de que David pudiera responder, oyó que sonaba el teléfono dentro del apartamento. Jonah gritó:

—¡Yo lo cojo!

Karen miró de soslayo y por un momento pareció que iba a salir disparada hacia el teléfono, pero en lugar de eso se limitó a prestar atención para oír qué decían. David se preguntó si se trataba de su nuevo novio. Ella había empezado a salir con otro abogado, un tipo campechano de pelo gris con dos exesposas y mucho dinero. David no estaba exactamente celoso (hacía mucho que había perdido la pasión por Karen). Lo que no soportaba era imaginar a ese viejales de falsa sonrisa cogiendo confianza con Jonah.

Jonah vino hasta la puerta con el teléfono inalámbrico en la mano. Al llegar se detuvo en seco, probablemente extrañado por la preocupación que traslucían los rostros de sus padres. Entonces le pasó el teléfono a David.

—Es para ti, papá.

El rostro de Karen se descompuso. Se sentía traicionada.

—Qué raro. ¿Por qué habría alguien de llamarte aquí? ¿Acaso no tienen tu nuevo número?

Jonah se encogió de hombros.

—El hombre del teléfono ha dicho que es de la policía.

David iba sentado en el asiento trasero de un taxi en dirección al hospital Saint Luke. Estaba oscureciendo y las entusiastas parejas de los jueves por la noche hacían cola en la puerta de los restaurantes y los bares de la avenida Amsterdam. Mientras el taxi atravesaba el tráfico a toda velocidad, dejando atrás autobuses y camiones de reparto, David iba mirando los letreros de neón de los restaurantes y el refulgir intermitente de sus letras de color naranja.

Atacado, dijo el detective. El profesor Kleinman había sido atacado en su apartamento de la calle 127. Ahora estaba en estado crítico en la sala de emergencias del Saint Luke. Y había preguntado por David Swift. Les había susurrado su número de teléfono a los enfermeros.

—Será mejor que se dé prisa, —dijo el detective.

—¿Por qué? ¿Qué ocurre? —preguntó David.

—Usted dese prisa —se limitó a contestar el detective.

La culpa reconcomía a David. No había visto al profesor Kleinman hacía más de tres años. El anciano se había convertido en un recluso desde que se retiró del Departamento de Física de la Universidad de Columbia. Vivía en un pequeño apartamento en la frontera con el Harlem West, y había donado todo su dinero al estado de Israel. No tenía esposa ni hijos. La física había sido toda su vida.

Veinte años atrás, cuando David estudiaba en la universidad, Kleinman había sido su tutor. A David le gustó desde el primer momento. No era distante ni severo, y salpicaba sus discursos sobre teoría cuántica con términos yiddish. Una vez a la semana, David acudía a la oficina de Kleinman para oírlo dilucidar los misterios de las funciones de onda y las partículas virtuales. Lamentablemente, todas sus pacientes explicaciones resultaron insuficientes; tras dos años de frustraciones, David tuvo que reconocer que le venía grande. Simplemente, no era suficientemente inteligente para ser físico. Así pues, dejó el curso de posgrado y lo cambió por lo mejor a lo que podía aspirar: un doctorado en Historia de la Ciencia.

Para Kleinman supuso una decepción, pero se mostró comprensivo. A pesar de las carencias de David como físico, el anciano le había cogido cariño. Estuvieron en contacto durante diez años, y cuando David empezó a investigar para su libro —un estudio sobre la colaboración de Albert Einstein con varios de sus asistentes—, Kleinman le contó sus recuerdos personales sobre el hombre al que él llamaba Herr Doktor. El libro, Sobre hombros de gigantes, obtuvo un éxito tremendo y le proporcionó a David una gran reputación. Ahora ejercía como profesor en el Departamento de Historia de la Ciencia de la Universidad de Columbia. Sin embargo, David sabía que eso no significaba demasiado. En comparación con un genio como Kleinman, no había conseguido nada.

Los frenos del taxi chirriaron al detenerse delante de la sala de emergencias del Saint Luke. Tras pagar al conductor, David cruzó a toda prisa las puertas automáticas de cristal e inmediatamente vio a tres oficiales del cuerpo de policía de Nueva York de pie junto al mostrador de recepción. Dos de ellos, un sargento panzón de mediana edad y un novato alto que parecía recién salido del instituto, iban uniformados. El tercero era un detective de paisano, un apuesto latino con el traje perfectamente planchado. «Ése es el hombre que me ha llamado», pensó David. Recordaba el nombre del detective: Rodríguez.

Con el corazón latiéndole con fuerza, David se acercó a los oficiales.

—Disculpe. Soy David Swift. ¿Es usted el detective Rodríguez?

El detective asintió con seriedad. Los dos agentes, sin embargo, parecían alegres. El sargento barrigudo sonrió a David.

—Oiga, ¿ya tiene permiso para esa cosa?

Señalaba la Super Soaker. David iba tan distraído que se le había olvidado que todavía llevaba en la mano la escopeta de agua de Jonah.

Rodríguez miró con desaprobación al sargento. No estaba para tonterías.

—Gracias por venir, señor Swift. ¿Es usted pariente del señor Kleinman?

—No, no, soy sólo un amigo. Un antiguo estudiante suyo, en realidad.

El detective pareció desconcertado.

—¿Fue profesor suyo?

—Sí, en Columbia. ¿Cómo se encuentra? ¿Está grave?

Rodríguez colocó una mano sobre el hombro de David.

—Venga conmigo, por favor. Está consciente, pero no responde a nuestras preguntas. Insiste en hablar con usted.

El detective guió a David por un pasillo mientras los dos agentes iban detrás. Pasaron junto a un par de enfermeras que se los quedaron mirando con gravedad. No era una buena señal.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó David—. ¿Es cierto que lo han atacado?

—Recibimos una llamada informando de que se estaba cometiendo un robo en su casa —dijo con serenidad Rodríguez—. Desde el otro lado de la calle alguien vio entrar a un hombre por la salida de incendios. Cuando los agentes llegaron, encontraron al señor Kleinman en el cuarto de baño, gravemente herido. Esto es todo lo que sabemos por ahora.

—¿A qué se refiere con gravemente herido?

El detective levantó la mirada.

—Quienquiera que hizo esto es un auténtico perturbado. El señor Kleinman tiene quemaduras de tercer grado en la cara, el pecho y los genitales. Además, un pulmón ha sufrido un colapso y tiene heridas en otros órganos. Los médicos dicen que ahora le falla el corazón. Lo siento mucho, señor Swift.

A David se le hizo un nudo en la garganta.

—¿Y no pueden operarlo?

Rodríguez negó con la cabeza.

—No sobreviviría.

«Maldita sea», dijo David entre dientes. Sentía más rabia que pena. Apretó los puños al pensar en el doctor Hans Walther Kleinman, ese anciano amable y brillante, recibiendo una paliza de algún gamberro sádico.

Llegaron a una habitación que recibía el nombre de Sala de Urgencias. Al otro lado de la entrada David vio a dos enfermeras más con el uniforme verde, de pie junto a una cama rodeada por el equipo médico: un monitor cardíaco, un carro curativo, un desfibrilador, un pie de suero. Desde el pasillo, David no podía ver quién yacía en la cama. Cuando iba a entrar en la habitación, el detective Rodríguez le cogió del brazo.

—Sé que esto va a ser difícil, señor Swift, pero necesitamos su ayuda. Quiero que le pregunte al señor Kleinman si recuerda algo del ataque. Los paramédicos dicen que cuando estaba en la ambulancia no dejaba de repetir un par de nombres. —Rodríguez miró por encima del hombro hacia el guardia novato—. ¿Me repites los nombres?

El muchacho hojeó las páginas de su cuaderno.

—Esto… Espere un segundo. Recuerdo que eran nombres alemanes. Ah, vale, aquí están. Einhard Liggin y Feld Terry.

Rodríguez miró atentamente a David.

—¿Conoce a alguna de estas personas? ¿Eran acaso colegas del señor Kleinman?

David repitió para sí los nombres: Einhard Liggin, Feld Terry. No eran frecuentes, ni siquiera en alemán. Y de repente se dio cuenta.

—No son nombres —dijo—. Son dos palabras alemanas. Einheitliche Feldtheorie.

—¿Qué quieren decir?

—Teoría del campo unificado.

Rodríguez se lo quedó mirando.

—¿Y qué diantre significa eso?

David optó por darles la misma explicación que le habría dado a Jonah.

—Es una teoría que explicaría todas las fuerzas de la naturaleza. Todas, de la gravedad a la electricidad, pasando por la nuclear. Es el Santo Grial de la física. Los investigadores han estado trabajando en el problema durante décadas, pero todavía nadie ha conseguido elaborar la teoría.

El sargento panzón soltó una risita.

—Bueno, ya tenemos al culpable. Teoría del campo unificado. ¿Aviso a todas las unidades?

Rodríguez volvió a mirar con desaprobación al sargento, y luego se volvió hacia David.

—Pregúntele al señor Kleinman qué recuerda. Cualquier cosa podría sernos de utilidad.

—Está bien, lo intentaré —dijo David, pero ahora se sentía perplejo. ¿Por qué Kleinman había repetido concretamente esas palabras? «Teoría del campo unificado» era un término en cierto modo pasado de moda. La mayoría de los físicos se referirían a ella como teoría de cuerdas, teoría M o gravedad cuántica, que eran los nombres que recibían los enfoques más recientes del problema. Es más, a Kleinman no le entusiasmaba ninguno de estos enfoques. Sus colegas no habían entendido nada, decía él. En vez de intentar estudiar cómo funciona el universo se dedicaban a construir extravagantes torres de fórmulas matemáticas.

Rodríguez lo miró con impaciencia. Le cogió la Super Soaker de las manos y lo empujó suavemente hacia la sala de urgencias.

—Será mejor que entre. Puede que no le quede mucho.

David asintió y entró en la habitación. Mientras se acercaba a la cama, las dos enfermeras se apartaron discretamente y centraron su atención en el monitor cardíaco.

Lo primero que advirtió fueron los vendajes, la gruesa gasa sujeta con cinta que había en el lado izquierdo de la cara de Kleinman y las vendas ensangrentadas que le envolvían el pecho. Los vendajes cubrían casi todo el cuerpo de Kleinman pero ni siquiera así le tapaban todas las heridas. David podía ver restos de sangre seca bajo el pelo blanco del anciano y moratones en los hombros. Lo peor, sin embargo, era el tono azul oscuro de su piel. David tenía los suficientes conocimientos de fisiología para saber lo que esto quería decir: el corazón de Kleinman ya no podía bombear sangre oxigenada de los pulmones al resto del cuerpo. Los médicos le habían puesto una máscara de oxígeno y lo habían sentado en una posición que favoreciera el drenaje pulmonar, pero no parecía que estas medidas tuvieran demasiado efecto. David sintió una presión en el pecho mientras observaba al profesor Kleinman. El anciano ya casi parecía un cadáver.

Unos segundos más tarde, sin embargo, ese cadáver se empezó a mover. Kleinman abrió los ojos y lentamente se llevó la mano a la cara. Con los dedos doblados dio unos golpecitos en la máscara de plástico que le cubría la boca y la nariz. David se inclinó sobre la cama.

—¿Doctor Kleinman? Soy yo, David. ¿Me puede oír?

A pesar de que el profesor tenía los ojos acuosos y apagados, posó la mirada sobre David. Kleinman le volvió a dar unos golpecitos a la máscara y luego asió la bolsa de vinilo que colgaba debajo, que se llenaba y se vaciaba de aire como un tercer pulmón. Tras tantear un momento, logró cogerla bien y empezó a tirar.

David se alarmó.

—¿Hay algún problema? ¿No le llega el aire?

Kleinman tiró con más fuerza de la bolsa y la retorció con las manos. Sus labios seguían bajo la máscara de plástico. David se inclinó para acercarse todavía más.

—¿Qué ocurre? ¿Cuál es el problema?

El anciano negó con la cabeza. Una gota de sudor le cayó por la frente.

—¿Es que no lo ves? —susurró debajo de la máscara—. ¿No lo ves?

—¿Ver el qué?

Kleinman soltó la bolsa y levantó la mano, girándola lentamente, como si estuviera mostrando un premio.

—Es tan bello —susurró.

David podía oír el húmedo estertor del pecho de Kleinman. Era el fluido que volvía a entrar en los pulmones.

—¿Sabe dónde se encuentra, profesor? Está usted en un hospital.

Maravillado, Kleinman seguía mirando fijamente su mano. O, más concretamente, el espacio vacío de la palma ahuecada.

—Sí, sí —carraspeó.

—Alguien le atacó en su apartamento. La policía quiere saber si recuerda usted algo.

El anciano tosió, rociando con baba rosada el interior de la máscara. Seguía observando, sin embargo, el premio invisible que sostenía su mano.

—Él tenía razón. ¡Mein Gott, él tenía razón!

David se mordió el labio. Ya no tenía duda alguna de que Kleinman se estaba muriendo. Ya había visto una agonía similar en otra ocasión. Diez años antes permaneció junto a la cama de su padre en el hospital y lo vio morir de cáncer de hígado. El padre de David, John Swift, era conductor de autobús y exboxeador que había abandonado a su familia y se había dado a la bebida hasta morir. Al final ni siquiera era capaz de reconocer a su hijo. Pero, en cambio, sí lanzaba golpes bajo las sábanas y maldecía los nombres de los pesos medianos con los que había luchado hasta perder el sentido treinta años antes.

David cogió la mano de Kleinman. Era suave, sin fuerza, y estaba muy fría.

—Profesor, por favor, escuche. Esto es importante.

Los ojos del anciano volvieron a posarse sobre él. Eran la única parte que todavía parecía con vida.

—Todo el mundo pensaba… que había fracasado. Pero en realidad lo consiguió. ¡Lo consiguió! —Kleinman hablaba en breves arrebatos, respirando hondo entre cada uno—. Pero no podía… publicarlo. Herr Doktor se dio cuenta… del peligro. Mucho peor… que una bomba. Destructor… de mundos.

David se quedó mirando fijamente al anciano. ¿Herr Doktor? ¿Destructor de mundos? Sujetó con más fuerza la mano de Kleinman.

—Intente prestarme atención, ¿de acuerdo? Hábleme del tipo que le ha hecho esto. ¿Recuerda qué aspecto tenía?

El rostro del profesor brillaba a causa del sudor.

—Por eso… vino el shtarker. Por eso… me torturó.

—¿Torturar? —David sintió una punzada de indignación.

—Sí, sí. Quería que yo… se lo pusiera por escrito. Pero no lo hice. ¡No lo hice!

—¿Poner por escrito el qué? ¿Qué quería?

Kleinman sonrió bajo la máscara.

—La Einheitliche Feldtheorie —susurró—. El último regalo… de Herr Doktor.

David estaba desconcertado. La explicación más sencilla era que el profesor estaba alucinando. El trauma del ataque había provocado que volvieran a aflorar a su mente recuerdos de medio siglo atrás, cuando Hans Kleinman era un joven físico en el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Princeton, contratado como asistente del legendario pero ya enfermo Albert Einstein. David había escrito sobre ello en su libro: el incesante flujo de cálculos en la pizarra de la oficina de Einstein, la larga y fútil búsqueda de una ecuación del campo que englobara tanto la gravedad como el electromagnetismo. No era de extrañar que Kleinman, en su delirio final, volviera a esos días. Y sin embargo el anciano no parecía delirar. Respiraba con dificultad y sudaba profusamente, pero su rostro traslucía calma.

—Lo siento, David —carraspeó—. Lamento no haberte dicho nada. Herr Doktor fue consciente del… peligro. Pero fue incapaz…, fue incapaz… —Kleinman volvió a toser y todo su cuerpo se estremeció—. Fue incapaz de quemar… sus cuadernos. Su teoría era… demasiado hermosa. —Volvió a toser violentamente y de repente se dobló de dolor.

Rápidamente, una de las enfermeras se dirigió al otro lado de la cama de Kleinman. Cogió al profesor por los magullados hombros y lo volvió a reclinar sobre la cama. David, que todavía sujetaba la mano de Kleinman, advirtió que la máscara de oxígeno todavía estaba llena de espuma rosada.

La enfermera le quitó la máscara de inmediato y limpió los esputos. Pero cuando intentó ponérsela otra vez, Kleinman se negó. La enfermera lo sujetó por el cuello para que no se moviera, pero con la mano libre él apartó la máscara.

—¡No! —dijo con voz ronca—. ¡Déjelo estar! ¡Ya basta!

La enfermera se lo quedó mirando y luego se volvió hacia su colega, que todavía estaba observando el monitor cardíaco.

—Ve a buscar al residente —ordenó—. Hemos de intubar.

Kleinman se inclinó hacia David, que rodeó con su brazo al anciano para evitar que se cayera. El gorgoteo del pecho parecía ir en aumento y el doctor movía los ojos sin ton ni son.

—Me estoy muriendo —dijo con voz áspera—. No me queda… mucho tiempo.

David comenzó a sentir un escozor en los ojos.

—Todo va bien, profesor. Va a ponerse usted…

Kleinman levantó la mano y agarró a David por el cuello de la camisa.

—Escucha… David. Has de… tener cuidado. El artículo… ¿Recuerdas? ¿El que escribimos… juntos? ¿Recuerdas?

David tardó unos instantes en recordar a qué se refería el profesor.

—¿En la universidad? ¿«La relatividad general en un espacio-tiempo bidimensional»? ¿Ese artículo?

Kleinman asintió.

—Sí, sí… Te acercaste… mucho… a la verdad. Cuando yo me haya ido… puede que vengan a por ti.

David sintió una punzada de intranquilidad en el estómago.

—¿De quién está usted hablando?

Kleinman se aferró con más fuerza todavía al cuello de David.

—Tengo… una clave. Herr Doktor me hizo… este regalo. Y ahora te la voy a dar… a ti. Mantenía… a salvo. No dejes… que se apoderen de ella. ¿Lo entiendes? ¡Nadie!

—¿Una clave? ¿Qué…?

—No hay tiempo… ¡No hay tiempo! ¡Escúchame! —Y, con una fuerza sorprendente, Kleinman tiró de David para acercarlo a él. Los húmedos labios del anciano le rozaban el oído—. Recuerda… los números. Cuatro, cero…, dos, seis…, tres, seis…, siete, nueve…, cinco, seis…, cuatro, cuatro…, siete, ocho, cero, cero.

En cuanto pronunció el último dígito, el profesor soltó el cuello de David y se desplomó sobre el pecho.

—Ahora repite… la secuencia.

A pesar de su confusión, David hizo lo que se le pedía. Acercó los labios al oído de Kleinman y repitió la secuencia. Aunque nunca había dominado las ecuaciones de la física cuántica, sí era capaz de memorizar largas secuencias de números. Cuando hubo terminado, el anciano asintió.

—Buen chico —murmuró, apoyado en la camisa de David—. Buen chico.

La enfermera seguía de pie junto al carro de curas, preparando la intubación. David vio como cogía un instrumento plateado con forma de guadaña y un tubo de plástico largo con pequeñas marcas negras. Iban a meter esa cosa por la garganta del profesor, pensó. Entonces David sintió algo caliente en el estómago. Bajó la vista y vio que un viscoso fluido rosa salía de la boca de Kleinman y le caía por la barbilla. El anciano había cerrado los ojos y su pecho había dejado de gorgotear.

Cuando el residente de urgencias finalmente llegó, echó a David de la sala y pidió refuerzos. Pronto media docena de médicos y enfermeras rodearon la cama de Kleinman, intentando resucitar al profesor. David sabía que era inútil. Hans Kleinman había muerto.

Rodríguez y los dos agentes lo interceptaron mientras avanzaba tambaleándose por el pasillo. La expresión del detective, que todavía llevaba la Super Soaker en la mano, era comprensiva. Le devolvió la escopeta a David.

—¿Cómo ha ido, señor Swift? ¿Le ha dicho algo?

David negó con la cabeza.

—Lo siento. La cabeza le iba y le venía. Lo que decía no tenía mucho sentido.

—Bueno, ¿y qué le ha dicho? ¿Querían robarle?

—No. Me ha dicho que lo habían torturado.

—¿Torturado? ¿Por qué?

Justo cuando David iba a contestar, desde el final del pasillo un hombre gritó:

—¡Oiga! ¡Usted! ¡Quédese donde está!

Era un tipo alto, rubicundo, de cuello grueso, con el pelo al rape y vestido con un traje gris. Iba flanqueado por otros dos exjugadores de fútbol americano con más o menos la misma pinta. Los tres se acercaron por el pasillo con paso enérgico. Al llegar a la altura de los policías, el tipo que iba en medio sacó su identificación de la americana y mostró la placa.

—Agente Hawley, FBI —anunció—. ¿Son ustedes los agentes al mando del caso Kleinman?

El sargento gordo y el guardia novato dieron un paso al frente y se colocaron hombro con hombro con Rodríguez. Adoptaron a la vez un aire desdeñoso hacia los agentes federales.

—Sí, es nuestro caso —contestó Rodríguez.

El agente Hawley le hizo una señal con la mano a uno de sus colegas, que inmediatamente se dirigió a la sala de urgencias. Entonces Hawley volvió a meter la mano en el bolsillo de la americana y sacó una carta doblada.

—A partir de ahora nos encargamos nosotros —dijo mientras le mostraba la carta a Rodríguez—. Aquí tiene la autorización del fiscal general de Estados Unidos.

Rodríguez desdobló la carta. Su lectura le hizo fruncir el ceño.

—Esto son gilipolleces. Aquí no tienen jurisdicción.

El rostro de Hawley permanecía impasible.

—Si tiene alguna queja, puede transmitírsela al fiscal general.

David estudió al agente Hawley, que volvía su inexpresivo rostro de un lado a otro, inspeccionando el pasillo. A juzgar por su acento, definitivamente no era de Nueva York. Parecía un granjero de Oklahoma que hubiera aprendido aptitudes conversacionales en el Cuerpo de Marines. David se preguntó por qué este circunspecto agente del FBI estaba tan interesado en el asesinato de un físico retirado. Volvió a sentir una punzada en el estómago.

Como si hubiera notado su incomodidad, el agente Hawley le preguntó a Rodríguez mientras señalaba a David.

—¿Quién es este tipo? ¿Qué está haciendo aquí?

El detective se encogió de hombros.

—Kleinman preguntó por él. Su nombre es David Swift. Acaban de hablar y…

—¡Será hijo de puta! ¿Ha dejado que este tipo hablara con Kleinman?

David frunció el ceño. Ese agente era un auténtico gilipollas.

—Sólo intentaba ayudar —dijo—. Si se hubiera callado un minuto, el detective se lo habría explicado.

Hawley se volvió de golpe hacia David. Entornó los ojos y avanzó hacia él.

—¿Es usted físico, señor Swift?

El agente se acercó a David, pero éste mantuvo su tono de voz firme.

—No, soy historiador. Y, si no le importa, doctor Swift.

Mientras Hawley se lo quedaba mirando fijamente, regresó el agente que había ido a la sala de urgencias, se acercó sigilosamente a su compañero y le susurró algo en el oído. Durante una fracción de segundo los labios de Hawley se tensaron e hicieron una ligera mueca. Luego su rostro volvió a ser inexpresivo y severo.

—Kleinman ha muerto, señor Swift, lo cual quiere decir que usted vendrá con nosotros.

A David casi se le escapa la risa.

—¿Ir con ustedes? No lo creo.

Pero, antes de que las últimas palabras salieran de su boca, el tercer agente del FBI se le acercó por detrás, le colocó las manos en la espalda y le puso unas esposas alrededor de las muñecas. La Super Soaker cayó al suelo.

—¿Se puede saber qué narices está haciendo? —gritó David—. ¿Me está arrestando?

Hawley no se molestó en contestar. Cogió a David por el brazo, justo por encima del codo, y le dio la vuelta. El agente que lo había esposado recogió la Super Soaker, sosteniéndola a cierta distancia, como si se tratara de una arma de verdad. Los tres agentes del FBI escoltaron a David por el pasillo, moviéndose con rapidez por entre los estupefactos médicos y enfermeras. David miró por encima del hombro al detective Rodríguez y a los dos policías, pero los agentes se limitaron a quedarse de pie sin hacer nada.

Uno de los agentes se adelantó y abrió una puerta que daba a una escalera. David estaba demasiado asustado para protestar. Mientras bajaban a toda prisa la escalera en dirección a la salida de emergencia recordó algo que el profesor Kleinman le había dicho unos minutos antes. Era parte de una cita famosa de J. Robert Oppenheimer, otro gran físico que había trabajado con Einstein. Las palabras no habían dejado de dar vueltas en la cabeza de Oppenheimer tras ser testigo de la primera prueba de la bomba atómica.

«Ahora me he convertido en la Muerte, destructora de mundos».