1

Hans Walther Kleinman, uno de los más grandes físicos teóricos de nuestro tiempo, se estaba ahogando en la bañera. Un desconocido de brazos largos y fibrosos mantenía sus hombros pegados al fondo de porcelana.

Aunque sólo había treinta centímetros de profundidad, los brazos del tipo lo habían inmovilizado e impedían que pudiera sacar la cabeza de debajo del agua. En un intento de liberarse de su presa, Hans arañó las manos del desconocido, pero era un joven shtarker[1] bruto y despiadado, mientras que Hans era sólo un anciano de setenta y seis años con artritis y el corazón débil. Se agitó frenéticamente, dando patadas a las paredes de la bañera y salpicándolo todo de agua tibia. No podía ver bien al atacante; su rostro era una imagen borrosa y acuosa que no dejaba de moverse. El shtarker debía de haber entrado al apartamento por la ventana abierta de la salida de incendios, y luego se debía de haber dirigido rápidamente hacia el cuarto de baño al darse cuenta de que Hans estaba dentro.

Mientras forcejeaba, Hans empezó a sentir una presión en el pecho, justo en el centro, debajo del esternón, y rápidamente se propagó por toda la caja torácica. Era una presión en negativo, que le oprimía hacia dentro desde todas partes, constriñéndole los pulmones. En unos segundos le subió al cuello, sofocándolo. Hans sintió que la presión lo asfixiaba y empezó a boquear. Esto hizo que tragara agua tibia, y entonces se transformó en una criatura presa del pánico que se retorcía y se contraía como un animal primitivo sacudido por sus últimas convulsiones. ¡No, no, no, no, no, no! Finalmente se quedó quieto, y mientras su visión se iba apagando pudo ver las pequeñas olas de la superficie, apenas a unos centímetros de su rostro. Una serie de Fourier, pensó. Qué hermosa.

Pero no había llegado su final, no todavía. Cuando recuperó el conocimiento, Hans se encontró a sí mismo tumbado boca abajo en el frío suelo de baldosas, tosiendo y expulsando agua. Le dolían los ojos, sentía sacudidas en el estómago y respirar se le hacía insoportable. Regresar a la vida era más doloroso que morir. Entonces sintió un fuerte golpe en la espalda, justo entre los omóplatos, y oyó como alguien decía en un tono desenfadado:

—¡Hora de despertarse!

El desconocido lo cogió por los codos y le dio la vuelta. Hans se golpeó la cabeza contra las baldosas mojadas. Todavía respirando con dificultad, levantó la mirada para ver a su atacante, que se había arrodillado sobre la alfombrilla del baño. Era un tipo enorme, pesaba al menos cien kilos. Los músculos de los hombros se le marcaban bajo la camiseta negra y llevaba los pantalones de camuflaje metidos por dentro de las botas negras de piel. Era calvo, tenía la cabeza desproporcionadamente pequeña en comparación con el cuerpo y lucía una barba de pocos días en las mejillas y una cicatriz en la mandíbula. Seguramente es un yonqui, supuso Hans. Cuando me mate pondrá todo patas arriba en busca de algún objeto de valor. Sólo entonces este estúpido putz[2] se dará cuenta de que no tengo un maldito centavo.

El shtarker extendió sus delgados labios, dibujando una sonrisa.

—Ahora tendremos una pequeña charla, ¿de acuerdo? Si quiere, puede llamarme Simon.

La voz del tipo tenía un acento poco común que Hans no supo ubicar. Sus ojos eran pequeños y marrones, tenía la nariz torcida y la piel de un color como de ladrillo erosionado. Sus rasgos eran poco agraciados e indefinidos: podía ser español, ruso, turco…, cualquier cosa.

—¿Qué es lo que quiere? —intentó decir Hans, pero al abrir la boca volvió a sentir arcadas.

A Simon parecía divertirle la situación.

—Ya, ya… Lamento todo esto. Tenía que demostrarle que la cosa va en serio. Mejor dejarlo claro desde el principio, ¿no?

Extrañamente, Hans ya no tenía miedo. Había aceptado el hecho de que este desconocido iba a matarlo. Lo que le molestaba era la insolencia del tipo, que no dejaba de sonreír mientras Hans permanecía tumbado y desnudo en el suelo. Estaba claro lo que iba a ocurrir a continuación: Simon le obligaría a darle el número de su tarjeta de crédito. Lo mismo le había ocurrido a uno de los vecinos de Hans, una mujer de ochenta y dos años que había sido atacada en su apartamento y a la que habían golpeado hasta que dio su número. No, Hans no tenía miedo, ¡estaba furioso! Tosió, expulsando los últimos restos de agua fuera de la garganta, y se apoyó sobre los codos.

—Esta vez ha cometido un error, maldito gonif[3]. No tengo dinero. Ni siquiera una tarjeta de crédito.

—No quiero su dinero, doctor Kleinman. Estoy interesado en la física, no en el dinero. Si no me equivoco, el tema le resulta familiar.

Al principio Hans todavía se enfadó más. ¿Acaso este putz le estaba tomando el pelo? ¿Quién creía que era? Un segundo más tarde, sin embargo, se dio cuenta de algo mucho más preocupante: ¿cómo había averiguado este tipo su nombre? ¿Y cómo sabía que era físico?

Simon pareció darse cuenta de lo que Hans estaba pensando.

—No se extrañe, profesor. No soy tan ignorante como parezco. Puede que no tenga estudios superiores, pero aprendo rápido.

A estas alturas, Hans ya se había dado cuenta de que este tipo no era un yonqui.

—¿Quién es usted? ¿Qué está haciendo aquí?

—Puede considerarlo un proyecto de investigación sobre un tema esotérico y que supone todo un desafío. —Sonrió de oreja a oreja—. Admito que algunas ecuaciones me resultaron algo difíciles. Pero tengo algunos amigos, ¿sabe?, y me lo explicaron muy bien.

—¿Amigos? ¿Qué quiere decir?

—Bueno, quizá «amigos» no es la palabra correcta. «Clientes» sería más apropiada. Tengo algunos clientes que saben del tema y tienen dinero. Y me han contratado para obtener de usted cierta información.

—¿De qué está hablando? ¿Es una especie de espía?

Simon rió entre dientes.

—No, no, nada de eso. Algo mucho menos emocionante. Soy un contratista independiente. Dejémoslo así.

A Hans la cabeza le iba ahora a toda prisa. El shtarker era un espía, o quizá un terrorista. No tenía clara su filiación exacta —¿Irán? ¿Corea? ¿Al Qaeda?—, pero eso daba igual. Todos buscaban lo mismo. Lo que Hans no comprendía era por qué esos cabrones lo habían elegido a él entre todos los físicos nucleares posibles. Como muchos otros de su generación, en las décadas de los cincuenta y los sesenta Hans llevó a cabo algunos experimentos clasificados para el Departamento de Defensa, pero básicamente lo que realizó fueron estudios sobre la radiactividad. Nunca se ocupó del diseño o la fabricación de bombas, y se había pasado la mayor parte de su vida profesional dedicado a investigaciones teóricas completamente ajenas al mundo militar.

—Tengo malas noticias para sus clientes, sean quienes sean —dijo Hans—. Se han equivocado de físico.

Simon negó con la cabeza.

—No, no lo creo.

—¿Qué tipo de información cree que puedo darle? ¿Cómo enriquecer uranio? ¡Yo no sé nada sobre eso! ¡Ni sobre el diseño de cabezas nucleares! Mi campo es la física de partículas, no la ingeniería nuclear. ¡Todos los documentos de mis investigaciones se pueden consultar en internet, no son ningún secreto!

El desconocido se encogió de hombros, impasible.

—Me temo que ha sacado una conclusión precipitada. No me interesan las cabezas nucleares ni sus documentos. Estoy interesado en el trabajo de otra persona, no en el suyo.

—¿Entonces por qué ha venido a mi apartamento? ¿Acaso se ha equivocado de dirección?

El rostro de Simon se endureció. Empujó a Hans hacia atrás hasta tumbarlo, le colocó una mano sobre la caja torácica y se inclinó hacia delante para cargar encima todo su peso.

—Resulta que se trata de alguien a quien usted conocía. ¿Recuerda a un profesor suyo de Princeton, hace cincuenta y cinco años? ¿El judío errante de Baviera? ¿El hombre que escribió Zur Elektrodynamik bewegter Körper? Estoy seguro de que no se ha olvidado de él.

Hans no podía respirar. La presión que ejercía la mano del shtarker era insoportable. Mein Gott, pensó. Esto no puede estar ocurriendo.

Simon se inclinó sobre él un poco más y colocó su rostro tan cerca del de Hans que éste podía verle los pelos negros de los orificios nasales.

—Él le admiraba, doctor Kleinman. Pensaba que era usted uno de sus asistentes más prometedores. Trabajaron estrechamente durante sus últimos años, ¿no es así?

Hans no hubiera podido contestar de haberlo querido. Simon presionaba con tanta fuerza que podía sentir cómo sus vértebras se aplastaban contra las frías y duras baldosas.

—Sí, le admiraba. Es más, confiaba en usted. Le consultaba acerca de todos los temas en los que estuvo trabajando durante esos años. Incluida su Einheitliche Feldtheorie.

En ese momento una de las costillas de Hans se rompió. Era en el costado izquierdo, en la curva exterior, donde la presión había sido mayor. El dolor le atravesó el pecho e hizo que abriera la boca para gritar, pero ni siquiera pudo coger suficiente aire para hacerlo. Oh Gott, Gott im Himmel! Su racional mente se desintegró de golpe y sintió miedo, ¡estaba aterrado! Ahora ya sabía lo que este desconocido quería de él, y era consciente de que al final sería incapaz de resistir.

Finalmente, Simon aflojó la presión y retiró la mano del pecho de Hans. Éste respiró hondo y al tomar aire volvió a sentir el punzante dolor en el costado izquierdo. Su membrana pleural se había rasgado, lo cual quería decir que pronto su pulmón izquierdo sufriría un colapso. Lloraba de dolor y se estremecía al respirar. Simon permanecía de pie junto a él, con los brazos en jarras y sonriendo, satisfecho de su trabajo.

—¿Le ha quedado claro? ¿Ya sabe lo que estoy buscando?

Hans asintió y luego cerró los ojos. Lo siento, Herr Doktor, pensó. Voy a tener que traicionarle. Mentalmente volvió a ver al profesor, tan claramente como si ese gran hombre estuviera allí mismo, en el baño. No se trataba del desaliñado genio de rebelde pelo blanco que todo el mundo conocía por las fotografías. El profesor que Hans recordaba era el de los últimos meses de su vida: las mejillas demacradas, los ojos hundidos, el aire derrotado, el hombre que atisbó la verdad pero que, por el bien de la humanidad, optó por no hacerla pública.

Hans sintió una patada en el costado, justo debajo de la costilla rota. El dolor le atravesó el torso y le hizo abrir los ojos de golpe. Una de las botas de piel de Simon se apoyaba en la cadera desnuda de Hans.

—No hay tiempo para dormir —dijo—. Tenemos trabajo que hacer. Voy a buscar papel a su escritorio y me lo va a poner todo por escrito. —Se volvió y salió del cuarto de baño—. Y si hay algo que no entiendo, me lo explica. Como si se tratara de un seminario, ¿de acuerdo? Quién sabe, quizá incluso se lo pasa bien.

Simon cruzó el vestíbulo en dirección al dormitorio de Hans. Un segundo más tarde, Hans oyó como revolvía sus cosas. Con el desconocido fuera de su vista, Hans se tranquilizó un poco y pudo volver a pensar, por lo menos hasta que el bastardo regresó. Y le vinieron a la mente las botas del shtarker, esas relucientes botas militares negras. Hans sintió una oleada de indignación. Ese tipo intentaba parecer un nazi. En el fondo es lo que era, un nazi. No se diferenciaba mucho de los matones de uniforme marrón que Hans había visto desfilar por las calles de Frankfurt cuando tenía siete años. Y las personas para las que Simon trabajaba, esos «clientes» anónimos, ¿qué eran sino nazis?

Simon regresó con un bolígrafo en una mano y un cuaderno de hojas amarillas en la otra.

—Muy bien. Empecemos por el principio —dijo—. Quiero que me escriba la ecuación del campo revisada.

Se arrodilló y le ofreció el bolígrafo y el cuaderno, pero Hans no los cogió. Su pulmón estaba sufriendo un colapso y respirar era una tortura. No iba a ayudar a ese nazi.

—Váyase al infierno —le espetó.

Simon le reprendió con la mirada, como si se tratara de un niño de cinco años que no se porta bien.

—¿Sabe lo que pienso, doctor Kleinman? Que necesita otro baño.

Con un rápido movimiento, Simon levantó a Hans y lo sumergió otra vez en el agua. De nuevo Hans se resistió e intentó sacar la cabeza de debajo del agua, golpeándose contra las paredes de la bañera mientras arañaba los brazos del shtarker. Esta segunda vez era, si cabe, todavía más aterradora que la primera, pues ahora Hans sabía lo que le esperaba: la asfixiante agonía, el frenético forcejeo, el involuntario descenso a la oscuridad.

Esta vez se hundió más profundamente en la inconsciencia. Le supuso un tremendo esfuerzo regresar del abismo, e incluso después de abrir los ojos se sentía como si no estuviera consciente del todo. Veía los contornos borrosos y respiraba de forma entrecortada.

—¿Está ahí, doctor Kleinman? ¿Me puede oír?

Ahora la voz sonaba apagada. Cuando Hans alzó la vista vio la silueta del shtarker, pero su cuerpo parecía estar rodeado por una penumbra de partículas vibratorias.

—Me gustaría que fuera más razonable, doctor Kleinman. Si considera de forma lógica la situación, se dará cuenta de que todo este subterfugio es absurdo. No puede ocultar algo así para siempre.

Hans miró más atentamente la penumbra que rodeaba al tipo y vio que en realidad las partículas no vibraban: aparecían de la nada y volvían a desaparecer; parejas de partículas y antipartículas que surgían como por arte de magia del vacío cuántico y luego desaparecían con la misma rapidez. Esto es increíble, pensó Hans. ¡Ojalá tuviera una cámara!

—Aunque no nos ayude, mis clientes conseguirán lo que buscan. Quizá no lo sepa, pero su profesor tenía otros confidentes. Pensó que lo más inteligente sería repartir la información entre ellos. Ya nos hemos puesto en contacto con algunos de estos caballeros y han sido francamente serviciales. De un modo u otro, terminaremos consiguiendo lo que necesitamos. Así que, ¿por qué complicar las cosas?

Las partículas evanescentes parecían aumentar de tamaño mientras Hans las miraba fijamente. Al observarlas con mayor atención se dio cuenta de que no eran partículas, sino cuerdas infinitamente finas que se estiraban de una cortina espacial a otra. Las cuerdas vibraban entre las cortinas ondulantes, que a su vez se transformaban en tubos, conos y colectores. Y todo este complejo baile se desarrollaba tal y como había sido predicho, exactamente como Herr Doktor lo había descrito.

—Lo siento, doctor Kleinman, pero mi paciencia se está agotando. No disfruto con esto, pero no me deja otra opción.

El tipo le dio tres patadas en el costado derecho del pecho, pero Hans ni siquiera las sintió. Las diáfanas cortinas espaciales lo habían rodeado. Hans podía verlas tan claramente como si fueran mantas curvilíneas de vidrio soplado, brillantes e impenetrables, aunque de tacto suave. Obviamente el tipo no podía verlas. ¿Quién era este tipo? Se lo veía tan ridículo ahí de pie, con sus botas de piel.

—¿No las ve? —susurró Hans—. ¡Están delante de sus ojos!

El hombre dejó escapar un suspiro.

—Me temo que esto requiere una forma de persuasión mucho más enérgica. —Se dirigió hacia el vestíbulo y abrió la puerta del armario ropero—. Veamos qué tenemos por aquí. —Al cabo de un rato regresó al cuarto de baño con una botella de plástico de alcohol y una plancha eléctrica—. Doctor Kleinman, ¿podría decirme dónde se encuentra la tienda más cercana?

Hans se había olvidado del tipo. No veía nada más que los pliegues en forma de lazo del universo, curvándose alrededor como una suave manta infinita.