Capítulo 9

Su espíritu imaginativo se traslucía en la decoración del palacio. A diferencia de otras casas nobiliarias de Madrid, el hogar de María Sancho Barona estaba abierto a cuantas novedades artísticas iban llegando de Europa. Su juventud y refinada cultura se palpaban especialmente en las estancias que ocupaba con mayor gusto: el coqueto dormitorio, que no compartía con su esposo más que para los deberes conyugales, presidido por una pomposa cama coronada con un dosel de seda encarnada, y el recoleto estudio, dominado por la delicada mesa barroca donde despachaba la correspondencia. Esta sala hacía las delicias de la condesa, que adoraba sus altos bureaus de cajones y estantes de libros, el biombo de motivos chinescos, el reloj de péndulo traído de Inglaterra, las arquitas de diferentes tamaños para guardar curiosidades, la gran jaula con pájaros exóticos de América y su amplia butaca junto a la chimenea. Allí se instalaba para leer durante horas y bordar en escasos ratos sobre el cañamazo. Su libertad intelectual resultaba, a decir de otras damas, demasiado varonil, aunque era esa extraña belleza pensativa lo que la hacía tan cautivadora a ojos masculinos.

Había encajado su boda cual exigencia propia de su estatus, con la indolencia con que se aceptan las leyes de vida. Pero al igual que muchas damas de su condición, concebía el vínculo como algo puramente relativo a la conservación del patrimonio y la genealogía familiar, que poco tenía que ver con los caprichos del enamoramiento. Para espanto de severos moralistas, las aristócratas españolas comenzaban a adoptar la costumbre foránea de distinguir entre matrimonio y chichisbeo; el primero referido al esposo, el segundo al caballero galante que les hacía la corte y llenaba su intimidad de halagos, regalos y atenciones. María demostraba afecto por su marido, que a su vez respetaba sus excentricidades, pero su espíritu era poco dado a admitir ataduras de ningún tipo.

Su residencia, en la calle ancha de San Bernardo, era un hermoso edificio de tres plantas, con un soberbio portal de piedra en eje con el balcón central, ricamente decorado como la hornacina de un retablo, presentando el escudo de armas del condado de Valdeparaíso y el marquesado de Añavete. La planta baja se distribuía en salones amplios y diáfanos, donde lucían tapices de Bruselas con escenas de paisajes y fábulas de la mitología romana, junto a varios juegos de sillas inglesas, mesas bufete a la española, confortables sillones de Francia, la colección de relojes de péndulo del conde y los retratos de algunos antepasados, obra de mediocres pintores de la escuela madrileña.

El conjunto estaba pensado para acoger cómodamente a las visitas. La joven condesa aspiraba a ser anfitriona de las tertulias intelectuales imperantes en Madrid, al estilo de la francesa madame Lambert, reputada saloniére, que había logrado en estos años reunir en su salón parisino a aristócratas, literatos, científicos, artistas o actrices; hombres y mujeres de toda condición para opinar libremente. María Sancho Barona poseía las cualidades necesarias para convertirse en musa de esas convocatorias donde las meras discusiones dejaban paso al arte de conversar, es decir, de hablar y escuchar a partes iguales, en torno a las últimas novedades del pensamiento, la ciencia y la cultura. Su deseo toparía con no pocas reprimendas de su confesor, ya que la Iglesia española, reacia a consentir estos encuentros por considerarlos un nido de ideas sediciosas y frívolo coqueteo entre sexos, acabaría por criticarlos duramente desde los púlpitos.

Una mañana, sentada en su despacho, María había encontrado el momento de calma preciso para ojear el tratado de ese tal Réaumur, que últimamente se cruzaba en su camino como por empeño del azar. Desde que lo sacó de palacio escondido bajo su capa, lo había mantenido oculto entre sus enseres. Tenía la intuición de que debía ser discreta en este asunto hasta que descubriera el interés que encerraba el libro. Se percató de que se trataba de un denso ensayo científico sobre metalurgia del hierro. Se sintió de momento incapaz de profundizar en su lectura y fue a guardarlo en un estante, donde no llamara la atención, disimulado entre otros ejemplares de ciencias y curiosidades naturales. Al colocarlo, un largo papel, cayó de entre sus páginas al suelo. Comprobó con asombro que era una carta dirigida a Luisa Isabel de Orleáns, aún lacrada, con el sello de su padre el regente de Francia. Dudó sobre la conveniencia de abrirla, pero se decidió finalmente a hacerlo sin sentir remordimiento por ello.

El regente se dirigía con frialdad a su hija:

Por la vía secreta.

A mademoiselle de Montpensier, princesa real de España:

No he podido atender tus últimas cartas porque las escondí en un escritorio y ando corto de tiempo para tantos menesteres. Tu madre no ha mucho que sufrió de calenturas y hubieron de purgarla con unas píldoras. Tus hermanas, como acostumbran, entretenidas en los placeres de la corte, sin atender a recomendaciones.

Debes alegrarte de mi nombramiento como primer ministro del gobierno de Francia. Mi sobrino Luis XV continúa en sus muestras de afecto por mí, a quien deberá eterno agradecimiento por la dedicación a un cometido que ha de costarme la salud y la fama, puesto que el consejo de la regencia destila desconfianza e intriga contra mi persona. Por mi parte, continúo en el encargo de traer la paz a nuestra gloriosa monarquía.

Me tranquilizará saber que has madurado y estás presta para ocupar el trono de ese reino al que Dios nuestro Señor te ha destinado. Debo recordarte, sin embargo, que eres hija de la Francia, y como tal debes lealtad a tu dinastía. Nuestras dos naciones, que se abrazan como hermanas de familia, difieren no obstante como enemigas de guerra en cuestiones de política y economía.

Me regocija enviarte esta obra impresa, que debes ocultar a tu esposo hasta que no recibas instrucciones precisas. Contiene la teoría de un joven científico, cuyos experimentos acojo a mi cargo, que han dado lugar a la fundación de una fábrica de acero bajo mi patronazgo. Si el proyecto genera la prosperidad deseada, la hacienda y el ejército de Francia aventajarán a tu reino, cosa que no debe pesarte, sino al contrario, tomar como asunto propio el atraso de la industria española y el sometimiento de esos súbditos al mercado de las exportaciones francesas.

No debes indisponerte con la reina Isabel de Farnesio, sino tomar ejemplo de ella en la autoridad que manifiesta sobre el gobierno y su esposo. El embajador te hablará en confidencia de otros asuntos y te dará cuenta de la forma en que debes informar a París, por la vía secreta, de cuanto escucharas referir a cortesanos y ministros sobre el particular que contiene este libro.

Dios te guarde como deseo, tu buen padre,

El duque de Orleáns

«Se ve que el regente no conocía a su hija y tenía en demasiada alta estima sus cualidades intelectuales. Ella ni siquiera se interesó por tan importante recado», pensó la condesa mientras leía con avidez la carta. Estaba claro. Francia iba a poner empeño en retrasar el crecimiento económico de España, especialmente en lo referido a la metalurgia, para conservarla como principal mercado de sus productos y provocar además la debilidad de su economía y su ejército. Comprendió en un instante la privilegiada información que en ese momento tenía entre manos y la cautela con que habría de manejarla.

Hacía varias semanas que Francisco no sabía nada de Sebastián de Flores. A lo largo de ese tiempo el oficial había viajado varias veces a La Granja de San Ildefonso, sin encontrar ni rastro del maestro. Los reyes habían hecho venir recientemente para la edificación del palacio a varios artistas italianos, dispuestos a darle un aire aún más grandioso e internacional al conjunto. El cambio se debía a la fatídica muerte de los arquitectos españoles, Ardemans y Churriguera, responsables originariamente del proyecto. Don José Benito, tal como vaticinó a Francisco en aquella conversación en la fragua, había pasado a mejor vida cuando el último invierno llegaba a su fin, a los sesenta años. Los Goyeneche, sus mecenas, habían insertado la noticia del fallecimiento en La Gaceta de Madrid, en cuyas páginas volcaron su agradecimiento a este genio que calificaban como «el Miguel Ángel de España».

José de Flores se sintió afectado por la pérdida del amigo, a cuya familia había estado siempre afectivamente vinculado. El maestro no lograba reponerse de su dolencia de espalda. Varias veces había intentado volver a empuñar el mazo, pero resultaba un suplicio físico insoportable. Los disgustos personales retrasaban aún más su mejoría. La enfermedad conllevaba una rebaja momentánea del salario que percibía de la real casa y la escasez de ingresos en la fragua comenzaba a notarse. A pesar de su ya conocida reticencia, él mismo se vio obligado a solicitar favores entre sus conocidos para que se le concediera a Francisco un sueldo adicional como criado regio. De esta forma inesperada el joven obtuvo el puesto de mozo de la furriera de La Granja de San Ildefonso, cuyo cometido era la custodia y manejo de llaves, muebles y enseres de aquel palacio. Desde que visitaba la biblioteca, Francisco se sentía más maduro intelectualmente; preparado incluso para menesteres más exigentes, pero no eran tiempos de desdeñar cualquier jornal, por modesto que fuera. El oficial se consolidaba así no sólo como el pilar fundamental del trabajo en la cerrajería real, sino como un servidor apreciado en el entramado de la vida doméstica de la corte. De todas formas, las ocasionales obligaciones adquiridas no le impidieron seguir pugnando, en nombre de su maestro, por la adjudicación de los encargos de rejería para las nuevas obras, en directa competencia con el taller de Sebastián de Flores.

Francisco se sentía a veces incómodo por su relación mediadora entre uno y otro maestro. Sea como fuere necesitaba hablar con Sebastián acerca de asuntos pendientes y no pensaba dejar de hacerlo.

Una tarde, sin avisar, decidió abandonar su trabajo para presentarse nuevamente en aquella otra emblemática fragua. Francisco avanzaba raudo por las callejuelas que le conducían de uno a otro lugar. La idea de que sus visitas pudieran ser un día descubiertas por José de Flores le causaba inquietud. No descartaba la mala intención de Félix, que sin duda estaría dispuesto a desenmascararle si en algún descuido ofrecía pistas sobre el motivo de sus ausencias. El parsimonioso recibimiento que le brindó Sebastián de Flores en su casa le tranquilizó momentáneamente.

—Hace tiempo que te esperaba. Estaba seguro de que volverías. ¿Qué tal te ha ido en la biblioteca? —preguntó Sebastián con aplomo.

—¿Qué le hace pensar que he estado por allí? ¿Acaso le informa alguien de mis pasos? —preguntó Francisco, algo nervioso.

—Creo que eres consciente de que tengo cosas más importantes que hacer que espiar a un inculto oficial. No perdamos el tiempo en absurda dialéctica. Lo sé simplemente porque estás aquí de nuevo y conozco el talante del padre Ferreras. Si hubieras optado por mantener tu ignorancia y hacer caso omiso a mi reto, tratarías de eludirme a toda costa. Es más, te sentirías avergonzado ante mi presencia. Y bien, ¿qué puedes contarme de tus descubrimientos?

—De mis estudios sobre metalurgia creo que puedo estar satisfecho. No ha sido fácil, se lo aseguro. Si no fuera por la experiencia acumulada junto al fuego, reconociendo a ojo el comportamiento de ese bruto por domesticar que es el hierro, le aseguro que poco habría entendido de tanta ciencia. Si me permite la osadía… creo que algunos de esos sabios escritores pisaron poco una fragua.

—Esa es la cuestión, Francisco. Veo que has captado la esencia de nuestro desafío. Vale más la práctica útil que cualquier vano tratado escrito por manos jamás manchadas de otra cosa que la tinta. ¿De qué sirve el conocimiento si no es para aumentar la riqueza y aportar beneficios a las manufacturas? Eso es lo que haremos con nuestro acero. Esta semana, en ausencia de mis ayudantes, he hecho pruebas con la fundición de pequeñas porciones de hierro. Es evidente que la variación de cualquier elemento influye en el proceso de aceración, tal como anuncia ese francés. Pronto necesitaré diseñar y construir hornos diferentes, y ahí entra en cuestión la necesidad de dinero…

—Respecto a ese francés que alude… traigo malas noticias. No consta que el libro haya llegado a la colección real. Va a ser difícil localizarlo —dijo Francisco, decepcionado.

—Sería importante conocer a fondo su contenido, pero no vamos a detener por ello nuestras tentativas… Pronto recibiré el pedido que el boticario de la calle mayor va a proporcionarme: azufre, fósforo y cianuro, con lo que extenderé mis ensayos y comprobaré su efecto sobre la fundición de nuestro metal.

—Sebastián, ¿no arriesga demasiado en ello? No dudo de su pericia, pero por lo poco que sé, esas sustancias no gozan de buena fama…

—No temas por mí. Aparte del mal olor que desprenden… —quedó el maestro meditabundo por un instante—, y de que alguna de ellas podría emplearse como veneno, no creo que a nadie le incumba en lo que un obstinado cerrajero emplee esos polvos en la intimidad del taller. Ni siquiera yo estoy seguro de cuál será su efecto sobre el acero.

—Creo que no debe desdeñar la curiosidad que todas sus actuaciones en este asunto, por insignificantes que parezcan, va a despertar entre algunos. Apuesto a que más de un noble con ínfulas industriales, llevado de la codicia, procurará informarse del proyecto que tan discretamente desarrolla. ¿Acaso no los ha sorprendido otras veces con sus inventos?

—A propósito de lo que dices, dentro de unos días querré que me acompañes a la tertulia de uno de esos industriales que mencionas. Quizás el único de quien puedo fiarme en este momento. —El semblante de Sebastián se tornó repentinamente serio y autoritario al dar las siguientes instrucciones—: Estoy seguro de que será una fructífera reunión, a la que vendrás conmigo como ayudante. Deberás prestar toda tu atención a lo que allí se hable y sólo contestarás cuando te pregunten. Recibirás una nota mía indicándote el lugar donde debes presentarte. De momento, lo único que te pido es que guardes máxima discreción.

—Lo haré, descuide. Ahora debo marcharme. Me estará echando en falta el maestro Flores. Por cierto… —comenzó receloso Francisco—, Nicolasa tuvo a bien contarme algunos pasajes de su juventud…

—¿A qué te refieres, Francisco?

—A esos pasajes, y perdone mi intromisión, maestro, que me ayudan a entender el porqué dos hombres criados juntos desde la niñez, José y Sebastián de Flores, con estrecho parentesco, misma profesión y destacados talentos, en vez de sumar fuerzas y trabajar unidos, hoy se ignoran uno a otro como si no se conocieran…

—Vaya, debes haber adquirido profunda confianza con Nicolasa. O mucho ha cambiado, o estoy seguro de que jamás contaría esa historia a nadie que pudiera hacer uso de ella.

—Nicolasa es una mujer excepcional, Sebastián. La quiero como a una madre. Y fui yo quien le rogó que se sincerara conmigo. Puesto que el destino me ha situado entre medias de dos grandes maestros enfrentados, necesitaba entender las causas de su enfrentamiento —insistió el oficial.

—¡Olvídate ya de esa historia, Francisco! Las heridas del pasado no duelen, si no se reabren en el presente —sentenció Sebastián, dando por terminada la charla—. Ocúpate ahora del presente y el futuro. Y sí, márchate, no deseo que tus visitas a mi taller levanten demasiadas suspicacias…

Las calles se encontraban en penumbra cuando el oficial inició el regreso a casa. En algunas fachadas se habían encendido ya las farolas de aceite, que a duras penas iluminaban algunos tramos de acera. Le pareció escuchar ruido tras de sí y volvió la cabeza para comprobar si alguien caminaba a sus espaldas. No alcanzó a ver más que la sombra de una figura humana, probablemente un caballero, de quien le pareció reparar que llevaba las manos enguantadas al ocultarse detrás de una esquina. Tuvo el presentimiento de que le seguían. Aguardó un rato, inmóvil, en medio de la calle, pero no pudo apreciar ningún otro movimiento. «Quizás sean sólo imaginaciones mías», dijo para sí, acelerando el paso y procurando quitarse la idea de la cabeza.

Todos parecían estar durmiendo cuando Francisco entró en el hogar de los Flores. «Tanto mejor —pensó—. Así evitaré tener que dar falsos argumentos por mi ausencia». Avanzó con un candil en la mano hasta su cuarto y se sorprendió de no encontrar acostado a Félix. Mientras se desvestía, su mente empezó a cavilar: «¿Dónde se habrá metido ese gandul?». Tumbado bocarriba en el catre, el desasosiego le impedía cerrar los ojos. Había transcurrido cerca de una hora mirando al techo, cuando la puerta de la habitación se abrió de par en par, golpeando la pared con estruendo. En el umbral apareció Félix, apestando a vino y emitiendo gruñidos inconexos. El oficial, que parecía a todas luces embriagado, intentó llegar hasta la cama, pero los pies se le enredaron y dio con su cuerpo en el suelo. Francisco lamentaba cada día más tener que seguir compartiendo habitáculo con tan zafio compañero, pero esta noche se compadeció de su estado y lo ayudó a ponerse en pie y a alcanzar el jergón, donde se durmió de inmediato, algo que no pudo hacer él, pues sufrió varias horas más de desvelo.

El amanecer le trajo sin embargo la sorpresa de encontrarse de nuevo solo en el cuarto. Extrañamente, Félix había madrugado más que él. Sus ropas malolientes de la noche anterior estaban desparramadas por las baldosas. Al parecer, de buena mañana se había ataviado de limpio y salido con todo sigilo. Se escuchaba ya en la fragua el sempiterno soplido de los fuelles y cierto tintineo de metales, evidencia de que el bruto oficial había iniciado con interés su jornada. Los efectos del alcohol parecían haberse disipado como por ensalmo.

Cuando Francisco entró al taller se encontró de bruces con el rostro serio del maestro Flores, que se mostraba alterado e impaciente ante la discusión que iba a provocar de manera irremediable.

—¿No tienes nada que contarme de lo que hiciste ayer? —preguntó a bocajarro Flores.

—Bueno… ayer cumplí hasta media tarde con las labores pendientes y salí a solazarme durante mi rato libre. Nada más —contestó evasivo Francisco.

—No me tomes por necio. Insisto, ¿no tienes nada que contarme de lo que hiciste ayer? —volvió a preguntar con la boca contraída en un rictus cada vez más tenso.

El oficial se quedó mudo por un instante. Advirtió una mueca cínica en el rostro de Félix, que simulaba estar absorto en su ocupación, evitando cruzar con él la mirada. Una ráfaga de clarividencia le hizo entender de inmediato lo ocurrido. Aquella mano enguantada que entrevió en la calle la noche anterior era la de Félix, que le había espiado. Su fingida melopea había sido una argucia y sin duda esta mañana había corrido a contar al maestro, a solas, la visita de Francisco a Sebastián de Flores. «El discurrir de este canalla para las vilezas es tan peligroso, como malo es su trabajo», musitó para sus adentros.

—Lo siento, maestro. Antes que mentir, me reservo mi derecho a no dar testimonio sobre un asunto del cual, probablemente, intuya usted más de lo que yo pueda aclararle.

—Si es cierto que frecuentas el taller de Sebastián Flores, sólo quiero que seas consciente de la traición que tu proceder supone a nuestro vínculo —dictaminó el maestro, realmente malhumorado—. No sé qué diablos maquinas con ese hombre, ni qué piensas hacer de aquí en adelante, pero sabes que él y yo somos incompatibles. Si tanto quieres tomar las riendas de tu vida: elige a uno de los dos. Y espero que no yerres en la decisión…

—Con todo respeto, creo que quien se equivoca es usted, obcecado como está por esa historia del pasado. Su primo Sebastián es un inventor, un hombre que mira al futuro. Probablemente les hubiera ido muy bien juntos, si no fueran tan testarudos.

En ese momento, Nicolasa asomó por la puerta del taller. El acento agrio de la discusión, que se filtraba por toda la casa, le había impelido a acercarse. Francisco la vio y calló por respeto durante un instante, pero después, con voz firme y segura, prosiguió resuelto:

—No voy a renunciar a la oportunidad de progreso que me ofrece Sebastián de Flores. Sólo el miedo me empujaría a ello, y jamás he sido miedoso, usted me conoce… No entiendo por qué habría de excluir de mi aprendizaje a uno de los dos —contestó Francisco con involuntaria insolencia.

—Son cuestiones de familia en las que no puedo consentir que alguien ajeno, como tú, interfiera —contestó enfurecido José de Flores.

Apreciaba mucho a Francisco, su mejor discípulo, y deseaba a toda costa retenerlo a su lado. Pero era ya incapaz de contener sus rudas palabras, alimentadas por los celos renovados hacia Sebastián y el miedo a que el oficial tomara la decisión de marcharse.

—Ese malnacido y presuntuoso de mi pariente te ha hecho sentirte importante, ¿verdad? —prosiguió a gritos—. Ha alimentado en ti sueños de gloria y te ha convencido de que a mi lado no serás más que un vulgar artesano, ¿no es así? ¡Vulgar artesano serás si no terminas de aprender a mi lado! ¿Quién te has creído que eres? Estás muy equivocado si piensas que voy a consentir tu deslealtad. No hay marcha atrás… ¡Ahora decide!

El tono áspero con que el maestro se había dirigido a él le había dolido profundamente a Francisco. A pesar de haberlo soportado muchas veces siendo un muchacho, su hombría se resentía ya demasiado al ser tratado con ese aparente desdén. Se sentía estrechamente vinculado a él, pero su orgullo le hizo contestar con arrogancia:

—Si me obliga a escoger entre su primo y usted… recojo mi petate y me largo.

El cuerpo de Félix se estremeció de satisfacción al oír estas palabras. Se le hizo imposible ocultar el malvado placer que le producía haber hecho por fin triunfar su calculada estrategia.

—¿Debo entender que abandonas mi taller, la cerrajería real, de la que todo cerrajero desearía formar parte? —preguntó indignado el maestro a Francisco—. ¿Y qué pasa con lo que yo te he enseñado? ¡Me lo debes todo! ¡No eras más que un chiquillo en la ruina cuando yo te recogí! Si te atreves a marcharte, no volveré a admitirte…

—Descuide, no suplicaré mi vuelta. Lo que haga a partir de ahora me lo debo a mí mismo. ¡A lo mejor un día tendrá que abrirme la puerta de par en par, cuando sea un hombre acomodado y venga a pedirle la mano de su hija, que seguramente vale mucho más que usted…!

Francisco avanzó hacia la salida. Se detuvo ante Nicolasa, cruzó con ella una mirada de intenso afecto y se giró hacia la fragua para decir escuetamente:

—Adiós, maestro Flores.

Ya en la calle, con algunas monedas ahorradas, sus ropas y unas viejas herramientas de las que Flores le regalaba cuando entraban en desuso recogidas con desorden en un hatillo, Francisco no supo a dónde dirigirse. «Quizás me haya precipitado. También me he comportado como un orgulloso cabezota, pero no seré yo quien retroceda —iba pensando, mientras encaminaba sus pasos hacia la plaza Mayor—. Antes que presentarme de esta guisa en la fragua de Sebastián de Flores, arrastrando mi conflicto, prefiero acomodarme por mi cuenta y darme un tiempo para recapacitar…».

La plaza Mayor estaba repleta como siempre de mercaderes ambulantes, que con su particular bullicio, llenaban de voces y actividad ese hechizante cuadrilátero en el que siempre parecía que algún acontecimiento importante estaba a punto ocurrir. Compró un vaso de agua fresca a un aguador, apartó de su camino una reata de pavos que no paraban de cloquear y recogió del suelo un ejemplar atrasado de La Gaceta de Madrid, donde leyó noticias concernientes a la familia real: «El miércoles hubo corrida de toros en Aranjuez, a la que asistieron sus majestades y altezas. La fiesta fue muy divertida y sin ninguna desgracia; y la reina nuestra señora doña Isabel con la destreza de siempre, mató con arcabuz algunos toros que se desmandaron», decía en su primera página.

Se acordó de su amigo Pedro Castro, el actor. Hacía tiempo que no lo veía y echó en falta, ahora más que nunca, su frívola verborrea y parlanchines consejos sobre lo divino y lo humano. Tal como se imaginaba, lo encontró en la plaza de Santa Ana, rondando el teatro del Príncipe. Estaba enfrascado en el trajín de los ensayos para una nueva comedia, en la que le habían asignado un papel menor en los sainetes del intermedio, sin relevarle de su ocupación en el vestuario de actores, ni de su función como apuntador en la obra principal. Así que andaba agitado y quejoso de recibir tantas órdenes. Se alegró mucho de la visita de Francisco, que aparte de su amistad, le brindaba la oportunidad de esfumarse y solazarse un rato en una de las muchas tabernas de la calle de Atocha. El hatillo colgado a la espalda del oficial y su cara de incertidumbre eran suficientes indicios para que Pedro se percatara de que algo serio le había ocurrido. Entre vino y vino, servido en picheles de estaño, Francisco fue desgranando los detalles de su relación con Sebastián de Flores, todo cuanto de nuevo le había sucedido desde que le conociera, sus perspectivas de futuro y la consiguiente discusión con su maestro. Se hallaba inmerso en un mar de dudas y por de pronto buscaba un sitio donde poder pasar la noche.

—Quizás pueda ayudarte más de lo que imaginas, Francisco —le tranquilizó Pedro—. Esa es la ventaja de alguien como yo, en este momento que tanto se valora la buena presencia, la labia y el aparente talento intelectual para relacionarse bien en sociedad. Como toda la gente del teatro, soy un espíritu libre, conozco los secretos de muchos y divierto a casi todos, especialmente a las damas… Es decir, que soy imprescindible en toda buena tertulia que se precie… y eso me franquea muchas puertas.

El oficial, acusando ya el abatimiento que le había provocado la bronca discusión con el maestro, dejaba hablar sin interrupciones al cómico, que prosiguió su sarta de recomendaciones.

Lo más apremiante era encontrar acomodo y Pedro le sugirió que se hospedara en la posada de Micaela, una vieja actriz, que con el dinero sacado a sus amantes había comprado en su retiro la planta tercera de una casa, en la cercana y agitada calle del León, donde se asentaba el mentidero de los cómicos, en la que alquilaba habitaciones para cualquier fin y a buen precio. Allí tendría hospitalidad, comida y cama durante los días que le hicieran falta para organizarse, que fueron más de los que Francisco hubiera deseado. Aunque le costara admitirlo, la marcha del taller de Flores le había afectado sobremanera. Reconocer el triunfo del perverso Félix le corroía las entrañas. A ratos se acordaba de Josefa. En otros muchos se acordaba de María Sancho Barona. Pero la mayor parte del tiempo se sentía añorante de su trabajo en el taller y rabioso cuando pensaba que esto podría suponer el fin de su tarea en el nuevo palacio de La Granja y de su empleo en el alcázar. A buen seguro, sería dado de baja cuando le echaran en falta, si nadie se acercaba a justificar su ausencia. Sólo cabía confiar en que el ingente papeleo del amplio servicio palaciego retrasara en lo posible este trámite hasta que él mismo diera con una solución. Apesadumbrado, pasaba así las horas muertas, tendido en la cama de la posada, preso de un desánimo que, por primera vez en su vida, le abrumaba.

Mientras tanto, en el palacio del Buen Retiro, donde la corte aún permanecía en tanto que duraran los arreglos en la decoración que se llevaban a cabo en las anticuadas estancias del alcázar, Josefa no había olvidado el recado de la condesa de Valdeparaíso. A pesar de que su último encuentro con Francisco había sido decepcionante, tenía presente a diario que de alguna forma debería hacerle llegar aquellas enigmáticas palabras que la dama le había encomendado transmitirle. El desconocer exactamente las intenciones de esta joven señora, bella y altiva, y el porqué de su relación con el oficial, la inquietaba, aunque el hecho de imaginarla como una rival le parecía una idea tan descabellada como insolente. Tenía sin embargo la intuición de que debía proceder sin rechistar a cumplir lo ordenado: «La condesa de Valdeparaíso me manda decirte que Réaumur está en sus manos. Tal cual. No sé más. Josefa», escribió escueta y torpemente, puesto que hacía tiempo que no empuñaba el escurridizo cañón metálico de un lapicero, que junto al papel, se vio obligada a sustraer de una mesa en la saleta de las damas. No se atrevió a esperar a pedírselo a la propia condesa, que durante unos días estuvo ausente de palacio. A falta de lacre, dobló la hoja en cuatro, la horadó en sus esquinas con una horquilla de su recogido de pelo y pasó por los agujeros un hilo fuerte, bien atado con nudos, para que el mensaje no pudiera ser leído por intrusos. Arriesgándose a una severa amonestación, logró llegar hasta un joven barrendero que trajinaba en las galerías exteriores, a quien confió la entrega de la carta a Francisco Barranco, en la fragua de José de Flores.

Aquel muchacho se comprometió a hacer el favor a Josefa. Acertó a llegar a la cerrajería real, cercana al edificio de caballerizas y al patio de armas del alcázar. Le abrió un oficial mal encarado, que en ese momento trabajaba solo y que al escuchar al improvisado cartero preguntar por un tal Barranco, enseñando con torpe indiscreción la misiva, se la arrancó de las manos, asegurándole que la haría llegar a su destinatario.

Esa noche, en la tranquilidad de su cuarto, Félix repasó palabra por palabra, con ansia mezquina, el recado destinado a ese rival que tanto odiaba. Se escapaba a sus retorcidas entendederas la comprensión del mensaje, pero guardó el papel a buen recaudo, sabedor de que había interceptado algo interesante, cuyo significado, estaba convencido, acabaría por descifrar próximamente.