Capítulo 8

Apenas pudo conciliar el sueño durante los siguientes días. Ni siquiera la ilusión por el trabajo pendiente en San Ildefonso podía apaciguar su inquietud a raíz de la conversación mantenida con Sebastián de Flores. La obsesión por el futuro y su ambiciosa persistencia le dominaban nuevamente. La quimera que suponía el contribuir a establecer una fábrica de acero, a descubrir los secretos de su elaboración, pasó a instalarse en sus pensamientos como algo factible. Francisco no era un iluso, pero tenía la capacidad de imaginar que cualquier meta estaría a su alcance, si se empeñaba fervientemente en ello.

Recayó en aquella clandestinidad que significaba abrir a escondidas el baúl de su maestro Flores. Pensó que allí, concentrado en la genialidad de aquellas pequeñeces y de aquel extraordinario manuscrito que guardaba en su interior, mitigaría la ansiedad y la incertidumbre sobre las decisiones que habría de tomar próximamente. Andaba distraído y sin querer hizo una noche más ruido del acostumbrado. Chocó torpemente con la mesa de trabajo, provocando la caída de unas grandes tenazas de hierro, que se estamparon estrepitosamente contra el suelo. En la penumbra, Francisco atisbó que la puerta de la fragua se entreabría despacio. Se quedó paralizado, conteniendo la respiración; era inútil intentar esconderse.

En el umbral de la estancia apareció Josefa, vestida de cama, iluminando su andar con una vela. La joven había obtenido una vez más licencia para ausentarse de palacio y regresar al hogar con el fin de cuidar de su padre durante un par de jornadas. Casualmente había salido de su cuarto a reponer en la chimenea las ascuas del brasero que calentaba el dormitorio paterno, cuando escuchó ruido procedente del taller. Presintió de nuevo que se trataba de Francisco. Sabía que no era raro verle trabajar hasta altas horas de la madrugada y por ello no tuvo miedo de acercarse. En el fondo, anhelaba encontrarse a solas con él, con el fin de enmendar el brusco final con que había concluido su último encuentro.

Al acceder a la habitación se dio cuenta de que acababa de sorprenderle en una actividad furtiva. Aquel baúl abierto, las valiosas cerraduras desarmadas por el suelo, el oficial allí de pie, inmóvil, expectante, con la turbación reflejada en las pupilas. Todo le delataba.

Al constatar que era Josefa quien le había descubierto, sintió alivio, aunque no estaba seguro de cuál iba a ser su reacción como hija del maestro que era. Se dirigió hacia ella, buscando en su rostro algún signo de compresión. En voz baja, para evitar mayor escándalo, trató de argumentar de improviso inverosímiles explicaciones.

—No te preocupes —interrumpió bruscamente Josefa, tapándole la boca con la mano—. Conmigo no necesitas excusarte. Sea lo que sea que estuvieras haciendo, confío en tu buen juicio. No sé por qué extraños designios siempre acabo jurando que de las cosas que te ocurren jamás diré palabra…

Quedaron observándose frente a frente durante un breve instante, que a ambos pareció una eternidad. La mirada de agradecimiento de Francisco lo decía todo. No cabía duda de que esa mujer le había demostrado siempre deseo de entrega y los más honestos sentimientos. Le acarició suavemente la mejilla y la estrechó entre sus brazos. Josefa buscó los labios del oficial y se besaron con ternura. Pero no acababan de salir de él las palabras que la joven tan ansiosamente esperaba oír. La pausada sensatez de Francisco en esta relación se interponía nuevamente entre ellos. Turbada por el beso, pero desilusionada por la falta de iniciativa de su amado en cuanto al mutuo compromiso, Josefa se dio media vuelta y cerró la puerta tras de sí.

Una incómoda sensación de vacío invadió al oficial al quedarse solo otra vez. No era capaz de encontrar explicación a su propio comportamiento. ¿Por qué, si quería a Josefa, le agobiaba tanto verla tan entregada? Era el ansia de matrimonio que ella demostraba lo que dejaba a Francisco paralizado. Y por qué negarlo, la constatación de que el recuerdo de otra mujer, María Sancho Barona, lograba sacar a Josefa de su pensamiento, le hacía dudar de la profundidad de su amor hacia la hija del maestro. No quería caer en las redes de una unión de conveniencia, de una boda por costumbre y tradición. Se creía capaz de amar con pasión y le preocupaba que, después de todo, Josefa no fuera capaz de despertársela plenamente. Quizás fuera cuestión de tiempo. De todos modos, en el terreno amoroso ambicionaba, de igual manera que en su profesión, alcanzar su total satisfacción. Tras el enjambre de agolpados pensamientos, Francisco acudió a su vena práctica, evitó meditar más allá y se concentró en guardar una a una las piezas desplegadas, para cerrar el baúl a conciencia. Jamás volvería a abrirlo. De cualquier forma, conocía ya los tesoros de su interior como la palma de la mano.

Al día siguiente Josefa regresaba a palacio sin despedirse de él.

Una mañana, Francisco encontró a Nicolasa abrigándose con su capa de lana para salir a la calle, dispuesta a asistir a misa en la cercana iglesia de San Juan. Se enfundó apresuradamente su chaquetilla y se ofreció a acompañarla hasta la plazuela frente al templo.

Caminando al compás de los andares decididos de la mujer del maestro, se arrancó por fin a hablar.

—Nicolasa, usted es persona inteligente y discreta. Siempre ha sido para mí una buena consejera…

—Puedes decirme lo que te preocupa, Francisco. Sé por tu cara que en estos días sufres una congoja que no deja de torturarte —dijo Nicolasa—. Si es por Josefa, no te preocupes, hijo. Creo que te conozco bien. Sois jóvenes. Los designios del amor son caprichosos. Si habéis de formar juntos en el futuro una familia, Dios dirá, y si no, también dirá algo. Por mi parte, nada me gustaría más que tener un yerno como tú, pero también estaré contenta con tener otro que se te parezca… —concluyó con tierno gracejo, para animar al oficial a sincerarse.

—Bueno, en realidad no es eso de lo que deseaba hablarle, aunque también, pero verá… Necesito saber qué hay detrás del odio que se profesan su esposo y Sebastián de Flores —espetó, nervioso y sin más miramientos. Su preocupación profesional volvía a anteponerse a sus sentimientos.

Estaban ya llegando al portal de la iglesia. Nicolasa se detuvo en seco. Su atractivo rostro pareció de repente más arrugado y sus ojos perdieron brillo, como envueltos en una repentina neblina causada por amargos recuerdos.

—Francisco, la corte parece grandiosa, pero en algunos asuntos es pequeña… No ha tardado en alcanzarme el rumor de que Sebastián se ha fijado en tu trabajo, y de que te ha seguido en San Ildefonso hasta poder conversar contigo. Me imaginaba que algún día llegaría este momento. Pero ahora no quiero faltar a mis rezos. Son el alivio de mi alma, ¿sabes? Cuando termine el santo oficio, veré si tengo espíritu para rememorar esa vieja historia.

—Gracias —contestó efusivo el oficial, estrechándola en un cálido abrazo—. Aquí estaré esperándola.

Francisco estaba seguro de que esa valiente mujer, aunque nada la obligara a ello, no dudaría en darle la explicación que le demandaba.

El relato de Nicolasa hizo comprender a Francisco los áridos vericuetos del carácter de su maestro y el malestar que la renovada competencia con Sebastián de Flores le había provocado. Desde su más temprana infancia, se habían criado juntos. Sus respectivos padres eran hermanos, y por ello compartían el apellido Flores, ya ilustre en el entorno de los cerrajeros madrileños. La madre de Sebastián, por ende, pertenecía a la familia de los Bis, aquellos extraordinarios arcabuceros y metalúrgicos de origen flamenco, también al servicio de la Corona durante generaciones. Una epidemia de tifus hizo que Sebastián sufriera la desgracia de perder a sus progenitores. Su tío, Tomás de Flores, padre de José, lo prohijó para que se criara con su propio vástago. Los dos muchachos se formaron unidos como excelentes artesanos. Fueron inseparables hasta que la rivalidad y los celos, como los que sufría él mismo con respecto a Félix Monsiono, comenzaron a interponerse entre ellos.

Sebastián parecía estar siempre inspirado por conocimientos innatos, como si llevara en sus genes la sabiduría de los Bis. Era a todas luces superior a su primo José, porque no se conformaba con aprender mansamente. Meticuloso y analítico en extremo, a todos los procedimientos de trabajo, hasta las herramientas y los metales, les buscaba explicación y posibles mejoras. Decían que mantenía contacto con ciertos arcabuceros, parientes de su madre, y que de ellos recibió instrucción secreta sobre mecánica y uso del hierro, bajo juramento de sellar su boca, pues su divulgación estaba vetada entre familias y gremios rivales. Sebastián destacaba en el taller de Tomás de Flores por su habilidad para fabricar máquinas y artilugios, y por ello pronto le fue ofrecido el cargo de cerrajero de la Casa de la Moneda, en los últimos años del reinado de Carlos II. El contacto en aquella prestigiosa institución con importantes grabadores, mecánicos, artesanos y artistas, le permitió forjarse en poco tiempo una carrera de prestigio.

José hubiera superado sus celos profesionales de Sebastián, de no ser porque el amor de una mujer acabó por convertirlos en enemigos acérrimos. Nicolasa de Burgos, descendiente por vía materna de arcabuceros flamencos, como el propio Sebastián, se enamoró perdidamente del muchacho cuando iniciaba su adolescencia y era una lozana mujercita de llamativo cabello pelirrojo. Este la correspondía y pensaba ofrecerle matrimonio, pero los intereses familiares se interpusieron. La enemistad entre los Asquembrens y los Bis, que provenían de un antepasado común, era irreconciliable desde que estos últimos se adueñaran de cierto viejo manuscrito que contenía la sabiduría del clan, acumulada durante generaciones, acerca de los secretos del hierro. Los parientes de Nicolasa se opusieron tajantemente a la relación, a pesar de los ruegos de la joven, que amenazaba con tomar los hábitos de monja si no se respetaban sus sentimientos.

José de Flores aprovechó la circunstancia para urdir su particular revancha. Encandilado a su vez con la atractiva Nicolasa, él mismo propuso a ambas familias su unión conyugal. Sin consultarlo con la interesada, el matrimonio quedó concertado y fue pronto un hecho, puesto que Nicolasa, atosigada por presiones paternas, se vio obligada a ceder sin poner reparos. Sebastián, sin embargo, no se resignó. Dos meses antes de la celebración de la boda buscó a Nicolasa para prometerle que, a pesar de la adversidad del destino, sus sentimientos hacia ella serían imperecederos. La joven se dejó seducir y, escondidos, se entregaron el uno al otro por primera y última vez. La boda tuvo así tintes de despecho compartido por todos. Después de aquello, los tres arrastraron de por vida el cargo de conciencia de sus actuaciones.

Sebastián permaneció célibe. Apreciaba la soledad. Nicolasa, por su parte, había aprendido a querer a José, su esposo, a quien enseguida dio descendencia, aunque ambos intuían que el recuerdo de Sebastián estaría siempre presente entre ellos.

Poco dado a enredos, Francisco se sintió impactado por aquella historia. Entendió la responsabilidad que ahora pesaba sobre él. El destino le proponía servir como nexo de unión entre esos tres personajes que tanto sufrían internamente por su pasado. Debía a su maestro gran parte del talento que hoy podía demostrar en el oficio y le estaba por ello muy agradecido, pero también había decidido aprovechar las posibilidades que Sebastián de Flores le ofrecía de alcanzar un futuro más brillante. El recuerdo de sus padres reforzaba ahora más que nunca su perseverancia. Los acontecimientos de la corte vendrían a confirmarle que había adoptado la decisión acertada.

El verano se había presentado en Madrid con un calor sofocante. Luis I había optado al fin por perdonar los deslices y desacatos de su esposa, y desde que fuera liberada de su breve encierro en el alcázar, el comportamiento de Luisa Isabel había mejorado en público. Aunque la reconciliación iba a llegar demasiado tarde. En los últimos días de agosto de 1724, un revuelo enorme cundió en los aposentos del palacio de Buen Retiro. El joven soberano había contraído la viruela. Josefa, junto a las otras criadas, fue alertada por la condesa de Altamira de que debía extremar las medidas de higiene y dar cuenta inmediata de cualquier síntoma inusual de enfermedad. Se temía que la reina también estuviera infectada, y con ella gran parte del servicio femenino. Podía desatarse una epidemia en palacio. Los caprichosos designios del destino hicieron, sin embargo, que únicamente el rey estuviera afectado. Nada pudieron hacer los médicos por salvarle la vida. Murió a finales del mes, a los diecisiete años, tan sólo ocho meses después de haber iniciado su reinado. La corte quedó sobrecogida. Desde su aparente retiro en La Granja de San Ildefonso, Isabel de Farnesio aprovechó el desconcierto generalizado para mover los resortes convenientes y empujar a su marido a retomar el poder. Felipe V iniciaba así un segundo mandato, a pesar del cargo de conciencia que sentía ante Dios por desdecirse de su abdicación y usurpar los derechos a su hijo, el infante Fernando, a quien correspondía suceder en buena ley a su hermano fallecido.

Josefa sintió profunda lástima por su señora, Luisa Isabel de Orleáns. La princesa se había convertido en reina viuda con quince años, y a nadie parecía importarle su suerte. Vestida de luto y encerrada en sus aposentos sin apenas compañía, mientras la corte enterraba a Luis I y se apresuraba a rendir pleitesía a los nuevos soberanos, la desdichada joven se comportaba por primera vez en su vida como una mujer adulta. Su rostro reflejaba el arrepentimiento por los errores pasados y el desconcierto ante un porvenir poco alentador. Por designios políticos, España iba a sellar la paz con Austria, poniendo fin a las reclamaciones surgidas de la Guerra de Sucesión y entraba en cambio en conflicto con Francia, rompiendo todos sus acuerdos de unión familiar entre Borbones. La pobre Luisa Isabel fue la principal víctima. Unas semanas después de la muerte de su esposo, fue obligada a recoger todos sus enseres y a viajar escoltada en carroza hasta la frontera, donde se la entregó de vuelta a las autoridades francesas, cual si un fardo de ropa sucia se tratara.

A pesar del repentino conflicto político que tanto había alterado la corte, Francisco no perdía el tiempo. Estaba seguro de que Josefa no saldría mal parada si se avecinaban cambios en la servidumbre, y decidió concentrase en las teorías de la metalurgia, que ahora ocupaban obsesivamente sus pensamientos. Hallar cualquier publicación sobre estos temas en los comercios de la villa se hacía imposible. Eran demasiado raros para encontrarse en los tenderetes de los libreros de viejo y demasiado preciados por intelectuales y aristócratas adinerados como para que un simple oficial artesano pudiera hacerse con alguno de ellos. Francisco investigó entre sus conocidos en palacio sobre la real biblioteca instalada por Felipe V, con grandes lujos, en el edificio que unía el alcázar con la Casa del Tesoro. Le hablaron de la gran variedad y número de volúmenes que almacenaba, ya que se había formado sumando las grandes colecciones requisadas a los nobles que eligieron el bando equivocado en la última guerra, amén de otras transacciones, entre donaciones y adquisiciones, de amantes de la ciencia arruinados o simplemente difuntos. Estaba al frente de ella el sacerdote Juan Ferreras, jesuita, erudito y teólogo, al mando de varios bibliotecarios, encargados del cuidado de toda esta ciencia impresa. Sólo las personas de buena sociedad y reputación reconocida tenían acceso a ella.

El oficial aprovechó el primer encargo surgido de arreglos de cerrajería para personarse en el magnífico recinto y darse a conocer ante el bibliotecario mayor: «Francisco Barranco, oficial de cerrajero, en nombre del maestro Flores», era la segura presentación que le franqueaba la entrada en las estancias del alcázar.

El característico olor a papel, tinta y polvo adherido a los libros inundó la mente de Francisco, mientras se afanaba en el arreglo de herrajes en aquellos armarios protectores de la cultura que forraban las paredes de la estancia. Le vino a la memoria aquel arcón de su padre, que nunca había llegado a heredar. Entre limas, ganzúas y buriles, no podía evitar que los ojos se le fueran hacia los títulos de las obras, grabados en oro en sus lomos. Por casualidad, reconoció entre ellos la colección de las Memorias de Trevoux que atesoraban en el hogar familiar. Recordaba que estas siempre incluían artículos sobre secretos de ciencias. Se aventuró a sacar un ejemplar del armario y de pie, sobre la marcha, comenzó a ojearlo. Unos pasos cercanos sonaron a sus espaldas, sobresaltándole. Intuyó que se trataba de un bibliotecario e intentó colocar el libro en su sitio, pero se le resbaló de las manos, cayendo al suelo entreabierto.

—Lo siento, de veras —dijo azorado, mientras lo recogía, tratando de enmendar el desaguisado—. No pretendía más que echarle un vistazo. Sé que no tenía permiso, pero verá, mi familia coleccionaba estas obras y desde que abandoné mi casa no había vuelto a verlas… Ha sido un impulso irresistible. Lo lamento…

—Muchacho, no seré yo quien frene el interés de nadie por la lectura.

Era la voz del padre Ferreras: bajito y enjuto, de rostro arrugado, nariz prominente y gran tonsura; conciliador y amante de la enseñanza, que se dirigía a él mientras ordenaba los volúmenes en una estantería contigua.

—Si fuera mío, válgame Dios que te lo regalaría. Quizás nadie vuelva a abrirlo en mucho tiempo. Pero es de propiedad regia y soy el encargado de su custodia. ¿Ha sido casualidad o es que te interesa sinceramente el conocimiento?

—Verá, soy artesano de oficio, ya lo sabe…, pero necesito aprender más allá de lo que mis manos y la experiencia me enseñan. Quizás no lo parezca, pero soy hijo de letrado y de niño recibí algo de instrucción. No puedo negar que ahora la echo de menos. En mi situación actual, no sé cómo podría recuperarla, e incluso ampliarla… Dicen que al rey le preocupa la educación de sus súbditos, ¿es así? Si con vuestro permiso yo pudiera consultar algunos de estos ejemplares, os estaría eternamente agradecido…

—Será mejor que dejes la eternidad para los santos y me busques aquí por las tardes. Veré qué puedo hacer. La verdad es que la nobleza anda ahora muy ocupada en negocios y viene poco por aquí. De todas maneras, tenemos suerte, porque gracias a Dios a don Felipe le interesa de verdad la cultura de su pueblo, el conocimiento, y otorga los medios necesarios para que sus súbditos se beneficien de ello. Es lo que yo digo: a rey culto, pueblo culto; a rey zafio, pueblo zafio. Es matemática pura. ¿Sabes algo de matemáticas?

—No, padre —contestó con vergüenza Francisco.

—Las matemáticas están en todo, hijo, hasta en Dios. Debes aplicarte a las matemáticas si quieres entender el mundo…

Uno de los bibliotecarios menores entró en ese instante en la sala, atraído por el ruido de la conversación entre el joven y el erudito, que el silencio predominante entre aquellas paredes magnificaba.

—Anda, ocúpate ahora de tu trabajo y termina esos arreglos —dijo el padre Ferreras, conteniendo el tono de voz y poniendo punto final a la charla, para evitar que el ayudante fisgoneara—. Ya sabes lo convenido.

—Gracias, padre —concluyó con firmeza Francisco—. Que Dios le bendiga.

A partir de ese día, el oficial se escapaba del taller a ratos para acudir a la biblioteca, siempre a escondidas. Procuraba trabajar a destajo desde bien temprano, robándole horas a su descanso y sus almuerzos, para terminar a tiempo las labores debidas. Se echaba después a la calle, eludiendo tener que mentir ni dar explicaciones. Tanto el maestro Flores, aún convaleciente, como Nicolasa se habían percatado de la conducta esquiva de Francisco al caer la tarde, pero no encontraban motivos para reprenderle. Pensaban simplemente que habría tomado últimamente un gusto malsano por alguna mujerzuela de mancebía.

Con discreción, haciendo uso de su conocimiento de los entresijos del real alcázar y de los criados que por allí pululaban, recorría sin perderse los penumbrosos pasadizos y escaleras reservados a la servidumbre, saludando con normalidad a quien se cruzaba en su camino, hasta llegar a la biblioteca. Completar ese privilegiado itinerario le hacía sentirse importante.

Sentado al fin en un rincón de la regia estancia, con impaciente tesón, Francisco logró completar en varias semanas la lectura de los famosos tratados De re metallica, de Jorge Agrícola, el Diálogo de las grandezas del hierro, de Nicolás Monardes, o el Arte de los metales, de Alonso Barba, impresos en viejas ediciones castellanas de siglos pasados. A petición del oficial, el padre Ferreras había rebuscado entre los libros existentes sobre esta materia, localizándolos en los estantes. Algunos conceptos se escapaban a su entendimiento, pero poco a poco fue asimilando las ideas básicas sobre hornos de fundición y procedimientos de obtención de metales, de la posibilidad de transmutar el hierro en oro, según remotos procesos alquímicos, y acerca de los modos antiguos de fundir el hierro y refinarlo para convertirlo en acero. Al menos ya conocía algunos de los principios elementales sobre los que partían las suposiciones de Sebastián de Flores. Más tarde, si el plan no se torcía, pensaba consultar algún otro tratado de dibujo, mecánica y hasta de matemáticas. Sin embargo, no encontró ni rastro de aquel moderno y crucial ejemplar del francés Réaumur, al cual Sebastián tanto se había referido, a pesar de que el padre Ferreras obtuvo referencias confidenciales, algo confusas, sobre su envío desde París, no hacía mucho tiempo.

En estas disquisiciones se encontraba cuando una tarde, ya anocheciendo, entró en la biblioteca, habitualmente desierta, una dama. Francisco la reconoció al instante. Se trataba de María Sancho Barona, ya nueva condesa de Valdeparaíso. Su matrimonio había aumentado su belleza. Parecía más mujer; su mirada y sus gestos transmitían por sí mismos reposo e inteligencia. Al andar, el sonido del roce de las sedas y encajes de su ampuloso vestido, acorde a la última moda francesa, sonaba a frívola música en aquel severo ambiente intelectual. Y pese a ello, la repentina presencia de la condesa no pareció extrañar al bibliotecario. Francisco ignoraba que María era una asidua a esa extraordinaria colección de libros. Saludó cortésmente al padre Ferreras y de inmediato recogió un tomo entre los estantes de ciencias y avanzó hacia la zona prevista para los ocasionales lectores.

Al verla acercarse, Francisco, muy nervioso, intentó ocultarse inocentemente bajo la mesa arrinconada donde solía leer. Conocía poco a la dama y temía que esta fuera capaz de delatar ante la corte la presencia del cerrajero en ese lugar. Al agacharse dejó caer la silla torpemente con estrépito. La condesa, sorprendida por el ruido, miró por debajo y no pudo reprimir la risa ante la comprometida situación de Francisco. El clérigo se aproximó a ellos.

—Francisco, por Dios santo, no es necesario que te escondas como una rata —le reprimió afectuosamente—. Estoy seguro de que doña María no pondrá reparos a tu presencia.

El cerrajero volvió a tomar asiento ante el libro que había dejado abierto, buscando complicidad en los ojos de la dama. María se percató de que el repentino azoramiento de Francisco se debía a su presencia. Le hizo gracia. Se sintió halagada y motivada a desplegar aun más su repertorio de seductores ademanes.

—Señora condesa, disculpad la distracción. Francisco Barranco, oficial de cerrajero al servicio del rey, a quien aquí tenéis, está instruyéndose sobre materias referidas a su oficio, bajo mi supervisión. Espero que no os incomode compartir con él la estancia.

—Padre, cómo va a incomodarme alguien con el interés por el aprendizaje que demuestra nuestro amigo artesano. Más que incómodo, resulta admirable. Además, Barranco y yo ya nos conocemos… puesto que compartimos afición por el teatro… —contestó María, como jugando coquetamente con las palabras.

El hecho de que la dama diera muestras de haberlo reconocido, a pesar de que lo divisara tan sólo durante unos segundos en el trajín de aquel corral de comedias, dejó a Francisco atónito. Tuvo la extraña sensación de que ella sabía más acerca de él de lo que en principio cabría pensar tras ese fugaz conocimiento. Por otro lado, era evidente que María desplegaba ante él su encanto personal. La agradable apariencia de Francisco, sustentada en su atractivo rostro varonil y una fortaleza física ajena a la endeblez generalizada entre la nobleza, era algo que no escapaba ya a cualquier mirada femenina.

El oficial, agobiado al verse convertido en el centro de la conversación, en un medio intelectual que no dominaba, decidió poner fin al encuentro y a su tarde de lectura. Se despidió con cortesía de la condesa y con el agradecimiento de siempre al padre Ferreras, al que prometió regresar en cuanto le fuera posible.

—Y no se olvide de seguir buscando a Réaumur, padre.

—Descuida, hijo, si ese libro ha llegado aquí, no creo que nadie lo haya robado. Haré lo posible por encontrarlo.

Al caminar de vuelta a casa de los Flores, se dio cuenta de que iba ostensiblemente embobado. Se recriminó interiormente lo ridículo de su comportamiento ante la espléndida condesa y no podía perdonárselo. La visión de María Sancho Barona de nuevo le había extasiado. La encontraba divina, superior a cualquier cualidad femenina y humana. Por ello ante el fulgor de su presencia se había sentido inferior e inseguro. Incluso así, se encontraba exultante por el encuentro. No estaba seguro de si era una gran admiración lo que sentía por ella, o si ya, simplemente, la amaba.

Mientras tanto, por su buen hacer, como había imaginado Francisco, Josefa fue trasladada al servicio de la reina Isabel de Farnesio. Pero aún le quedaba por cumplir el encargo de limpiar, ordenar y recoger, junto a otras mozas de cámara, los enseres que Luisa Isabel de Orleáns había olvidado, o despreciado sin más, en el guardarropa, al marchar humillada de la corte. La joven reina viuda repartió muchas de sus pertenencias entre las damas, porque prefirió viajar ligera de recuerdos y estorbos de España. Aun así, treinta mulas cargadas con arcones siguieron a su carroza, revestida de luto como ella, hasta París. Con la precipitación de los acontecimientos, gran parte de los objetos que había ido acumulando descuidadamente en palacio, quedaron atrás, sin dueño.

Entre los muchos bultos y paquetes abandonados, procedentes de Francia, regalos del poderoso regente duque de Orleáns a su hija —unos a medio abrir, otros incluso intactos—, Josefa halló envueltos entre enaguas de lienzo y encaje, varios libros. Por un momento se encontraba sola en la estancia y se entretuvo en ojearlos. Uno de ellos, de hermosas tapas de fino cuero, estaba aún atado con una cinta de color rojo, de la cual pendía un hermoso sello de plomo con el escudo de los Orleáns. Presa de la curiosidad, se atrevió a desatarlo y husmear entre sus páginas. Estaba escrito en francés y aunque era incapaz de descifrarlo, se quedó perpleja ante los grabados que ilustraban la obra. Reconoció en ellos imágenes de fraguas, hornos de fundición, trozos diseccionados de hierro y herramientas propias del oficio de su padre. Dudó por un instante sobre lo que debía hacer con él. Estuvo tentada de ocultarlo bajo sus ropas para llevárselo, pero le pareció arriesgado y desleal. Se dio cuenta de que ya no había tiempo para deliberaciones cuando escuchó pasos y la alegre conversación de dos damas. Una de ellas se detuvo en la puerta del guardarropa y se decidió a entrar. Era María Sancho Barona, la condesa de Valdeparaíso.

—¿La reina ha dejado atrás sus libros? —preguntó a Josefa, al sorprenderla con el ejemplar entre las manos—. No es de extrañar. Que Dios me perdone, pero esa cabecita hueca que la adornaba… Déjame ver el que sostienes. Parece un bello ejemplar.

—Sí que lo es, señora —contestó sumisa Josefa, entregándoselo.

María abrió la tapa frontal del libro y leyó despacio título y autor: L’art de convertir le fer forgé en acier, por René Antoine Ferchault de Réaumur, año de 1722. Dio un respingo. Se percató de que era el mismo que escuchó mencionar en la biblioteca.

—¿Qué pensabas hacer con él? —inquirió la dama.

—Nada, señora, os lo aseguro. Sólo curioseaba. Soy hija del cerrajero real y al reconocer los dibujos, simplemente me llamó la atención. No pretendía…

—¿Hija del cerrajero? ¿Y qué tienes que ver con ese Barranco que estudia en la biblioteca?

—¿Biblioteca…? Sospecho que se trata de Francisco, el oficial de mi padre —contestó Josefa.

—Parece un buen hombre. Prestancia no le falta, ¿verdad? Harás bien en casarte con él como se casan las hijas de los maestros con sus discípulos…

Josefa se sintió incómoda ante la intromisión de la dama en su intimidad.

—Si no ordena nada vuestra merced, voy a proseguir con mi faena…

—¿Puedo saber tu nombre?

—Josefa de Flores, señora.

—Bien, Josefa, una última cosa… Yo guardaré este libro a buen recaudo y tú no dirás nada… a excepción de Francisco. Dale recado de que Réaumur está en manos de la condesa de Valdeparaíso.