La euforia invadió Madrid. El regreso de la corte, acompañando a Isabel de Farnesio, impulsó en la ciudad el ansia de celebraciones que pusieran fin al dramático reciente pasado.
El pueblo se echó a la calle durante cuatro días seguidos, aclamando a la nueva reina.
Tras su regreso de Guadalajara, José de Flores dio permiso a sus aprendices para disfrutar de algunas horas de asueto y unirse al regocijo generalizado. Con gran ceremonia, llamó a Félix y a Francisco por turno, poniendo en sus manos sendas monedas de dos reales, la mitad de un jornal básico, con licencia para gastarlas en aquello que les apeteciera durante los festejos regios.
El gremio de cerrajeros colaboraba con el ayuntamiento en su vistoso desfile de mojigangas, aportando a esta colorida comparsa, protagonizada por los menestrales de la ciudad, dos de sus miembros ataviados con exóticos disfraces. Confundido entre el gentío que abarrotaba la calle Mayor, cercana al emplazamiento de la fragua real, Francisco observaba absorto los detalles de la fiesta. Jamás había presenciado tanto bullicio. Se sentía exultante. Aprovechó la salida para vagar a su aire, sin rumbo fijo, procurando perder de vista a Félix, con el cual había salido emparejado por indicación expresa del maestro.
Recorrió un trecho de la calle, admirando las sobrias fachadas de los edificios. Se adentró por los soportales hasta la plaza Mayor, aquel espacio de proporciones mágicas y austera belleza, que servía a modo de gran bazar al aire libre. Comerciantes de todas clases vendían allí sus mercancías, cargadas en grandes cestos, pregonando a los cuatro vientos su calidad y buen precio. A Francisco le costaba creer que hubiera clientes para tanta oferta, pero lo cierto es que Madrid se quitaba de encima con júbilo la pesadumbre de la guerra. La ciudad resurgía como capital de la nueva dinastía de los Borbones españoles y Felipe V había premiado su lealtad reactivando el comercio y promoviendo una arquitectura que la embelleciera.
Se asomó a alguna de las tabernas situadas bajo los arcos de la plaza, pero no se atrevió a entrar. Se acercó hasta la Puerta del Sol y subió por las escaleras hasta la grada exterior de la iglesia de San Felipe el Real, en una esquina de la plaza. Aunque era día de fiesta, se percató enseguida de que aquel sitio era lugar de reunión para ociosos. Hombres de diversa condición, ninguno con aspecto distinguido, charlaban, quitándose la palabra unos a otros, sobre las últimas noticias y rumores. Entendió por qué le llamaban el mentidero de la corte. Bajó de nuevo, abriéndose paso a codazos entre remolinos de gente, a contemplar los pequeños comercios de mercería, ropa y baratijas que funcionaban en los huecos bajo las arquerías de la grada. Se dirigió al puesto de un tratante de objetos viejos, donde se entretuvo en ojear libros, estampas de santos y ejemplares pasados de La Gaceta de Madrid, que de nuevo despertaron en su memoria lejanos recuerdos de la niñez junto a su padre.
Una voz femenina tras de sí lo sacó de sus pensamientos:
—Hola, Francisco. ¿Qué haces aquí solo? Creí que andabas en compañía de Félix.
Era Josefa, que desde lejos había seguido sus pasos entre la multitud, curiosa por ver dónde terminaría el aprendiz su periplo. La joven se había arreglado más de lo habitual para salir a la calle y lucía un hermoso corpiño de flores que la hacía parecer mayor y realzaba su natural atractivo.
—Hola… —contestó azorado y sorprendido por el aspecto de la hija del maestro—. No es prudente que una doncella como tú ande sin compañía por estas plazas.
—Descuida, conozco bien mi barrio y sé defenderme sola. Más bien creo que puedes ser tú el que necesite ayuda para manejarse de nuevas en esta ciudad, donde muchas cosas no son lo que parecen…
—¿A qué te refieres exactamente?
—Te he estado observando pasear entre la muchedumbre demasiado embobado y estos lugares están llenos de rateros y maleantes. Dice mi padre que la corte actúa como un imán, y que el nuevo rey ha atraído a Madrid infinidad de artesanos y comerciantes foráneos, y tras ellos han llegado también individuos de la peor ralea.
—A mí poco pueden birlarme —dijo Francisco.
Se echó la mano al bolsillo para mostrar ufano los dos reales bien ganados con su esfuerzo, pero comprobó para su sorpresa que la moneda había desaparecido.
—Hijos de perra… —maldijo sin tapujos con el rostro demudado de rabia e impotencia—. ¡Me han robado!
Josefa no pudo reprimir esbozar una sonrisa ante la desagradable lección que la capital acababa de dar a su vecino novato.
—Lo siento, Francisco. No es mi intención complacerme con tu desgracia. Seguro que a partir de ahora sabrás guardar bien tus caudales cuando transites por la calle.
—No lo consideraré mala suerte, sino exceso de confianza por mi parte. En fin, que le aproveche al ladrón el dinero que con tanto sudor me merecí. Ya ves, podría haberlo empleado en comprarte un regalo.
—¿A mí? —preguntó con escepticismo Josefa.
—Sí, a ti. ¿Por qué no?
—No tienes por qué hacerme ningún regalo.
—¿Acaso no me aceptas un halago?
—Depende, Francisco. Hay halagos que comprometen y prefiero que seas cauto. A cualquier mujer le gusta que la cortejen, pero me niego a que pienses que el hecho de ser alumno de mi padre te da derecho a intentar engatusarme, ni soñar que soy presa fácil. Si acaso has imaginado algo así, ahórrate la palabrería vana. No soy de esas —dijo Josefa, remarcando altivamente sus palabras.
—No te confundas, Josefa. Apenas me conoces. Si has pensado eso de mí, no tenemos más que hablar —contestó tajante Francisco, alejándose del lado de la joven para proseguir solo su deambular por las calles.
Josefa se quedó inmóvil y pensativa durante unos segundos, viendo cómo el aprendiz se marchaba sin volver la vista atrás. Hizo caso a un repentino arrebato y corrió a su lado, sujetándole por el brazo.
—Bueno, quizás he sido algo brusca y zafia contigo. Lo lamento. Simplemente aborrezco que se me importune de la forma grosera en que lo hace ese desagradable Félix. ¿Me entiendes? —preguntó Josefa, convirtiendo su voz en un susurro de arrepentimiento.
—Es evidente que entre Félix y yo media un abismo, ¿no crees? No soy quién para dictaminar qué debes hacer con tus sentimientos. Únicamente te diré, y quizás hable demasiado, que desde que mi vida es parte de tu familia y transcurre entre carbón y hierro, tu presencia ha sido para mí luz en algunos días de tiniebla… —comenzó a decir Francisco, sin frenar el impulso de acercarse a Josefa hasta el punto de sentir su cálido aliento en el rostro.
La joven bajó la mirada y vaciló por un momento, pero retrocedió acto seguido dos pasos.
—¡Vámonos, aprendiz Barranco! Mis padres deben estar esperándonos. Si no me ocupo de ti, acabarás perdiéndote y quién sabe lo que podría sucederte. ¡Sígueme! —ordenó Josefa, con el rostro arrebolado y un brillo de emoción y alegría en sus ojos.
A buen paso, regresaron juntos a la cerrajería, atravesando esta vez estrechas callejuelas en dirección al regio alcázar. Al escuchar un cercano: «¡Agua va!», Josefa pegó un brinco y empujó a Francisco hacia delante, evitando que le cayera encima el contenido de un bacín de inmundicias, que alguien arrojaba desde un balcón. Era la más fea costumbre de esta villa y corte. La de aliviar las casas de desperdicios humanos, tirándolos a cualquier hora por las ventanas. No se tomaban medidas drásticas para erradicar este mal hábito, porque sólo el pueblo llano sufría sus consecuencias. Los nobles circulaban por la ciudad en carrozas y sillas de manos, y jamás ensuciaban sus lujosos zapatos con el barro de las vías a medio empedrar. El hedor de algunas calles, sin embargo, se hacía para todos igual de insoportable, especialmente para los extranjeros, que no llegaban a entender cómo una ciudad de tan bellas iglesias y conventos, hermosa en apariencia, no ponía remedio a este asunto. Para algunos, este tufo que enrarecía el aire era la causa de que los objetos de plata se tiñeran en Madrid de negro antes de tiempo.
Cerca ya del hogar de los Flores, se toparon con un perrillo blanco vagabundo; uno de tantos, que entre gatos y otros animales, campaban a sus anchas, sueltos, por las calles. Resultó ser una hembra, con una mancha negra a media cara que le daba un aspecto simpático. Parecía haber tenido antes dueño, puesto que presentaba el rabo cortado e insistía en seguir de cerca las zancadas de Francisco. El aprendiz decidió dejar que les acompañara.
—La llamaré Ganga, como el material que se desecha del mineral de hierro. A ella también parece que la ha desechado alguien. Si me deja tu padre, la amaestraré para que nos haga compañía en la fragua —comentó, dirigiéndose a Josefa, cuando llegaban ya a la plazuela de la cerrajería.
Francisco interrumpió el paso de repente y retuvo del brazo a Josefa, haciéndola girar frente a él. La hija del maestro imaginó que era el momento de la declaración amorosa que tanto ansiaba.
—Por favor, no cuentes que me han robado el dinero —suplicó muy serio—. Preferiría evitar la humillación, sobre todo ante Félix.
—Tranquilo. Lo que ha sucedido hoy queda entre nosotros —contestó resignada Josefa, dándole un fugaz beso en la mejilla—. Espera en la plaza un rato y entra en casa después de que yo lo haga.
Caminando a una prudente distancia detrás de él, Félix Monsiono había contemplado la escena, muerto de celos. Llevaba un buen rato espiándolos. Finalmente se hizo el encontradizo y se unió a Francisco en la puerta. Interesaba a ambos aparentar que volvían juntos de la festiva excursión. El deambular de Félix por la villa había sido menos casto que el de Francisco. Su moneda de dos reales pasó a engrosar esa tarde las arcas de una mancebía situada a espaldas de la calle Carretas.
La resaca de las conmemoraciones terminó súbitamente. Los cambios empezaron a notarse desde el primer día que Isabel de Farnesio hizo su entrada en palacio. José de Flores ya había sido testigo en su viaje a Guadalajara de algunos de ellos, cuando entre los criados reales se extendió una noche la alarmante noticia de que la soberana recién llegada acababa de cesar a la princesa de los Ursinos, camarera mayor de su antecesora y gobernanta autoritaria de la corte. Había ordenado introducirla por la fuerza en una carroza y transportarla directamente con lo puesto hasta la frontera francesa. Fue un golpe de mando bien visto por la servidumbre española, que odiaba a la prepotente camarera y rechinaba los dientes ante los privilegios que muchos extranjeros obtenían junto al rey. Aunque se precipitaron en imaginar que la medida traería consigo el dominio de los españoles en la corte.
Isabel de Farnesio era una mujer de armas tomar. Venía bien aleccionada para controlar desde el primer día hasta la voluntad del rey, que se dejó arrollar por la enérgica ambición de su esposa, a la que puso en bandeja una gran porción de poder en la dirección del Estado. Felipe V se sentía a ratos deprimido, a pesar de las satisfacciones personales que Isabel le proporcionaba. Pronto saltaría a la vista que las contradicciones del monarca eran un síntoma claro de la enfermedad mental que acabaría por invalidarle durante largas temporadas para gobernar. Mientras tanto, aquella corte de franceses que había dominado durante los primeros años del reinado, dejó paso a un nuevo clan de italianos, compatriotas de la reina. El abate Alberoni, en cuyas manos se puso el gobierno de España, fue la cabeza visible de todos ellos.
Flores siguió atendiendo solícito a las necesidades de seguridad y vigilancia de los aposentos reales. Pero no acababa de acostumbrarse a las continuas órdenes y recados que, abusando de su poder bajo cuerda, le llegaban de parte de Laura Piscatori, la nodriza parmesana de Isabel de Farnesio, que arrogándose el hecho de ser la única conocedora de los secretos de la soberana desde su infancia, pretendía controlar con mano firme la intimidad de su señora en el alcázar.
—Esa mujer me produce dolor de cabeza —comentó el maestro una noche durante la cena—. ¡Pretende que le entregue un juego de llaves maestras de palacio! Me parece que no está cuerda. Acabará metiéndonos a todos en un lío si alguien no pone límite a sus intrigas.
—¿No hay nadie capaz de hacerle comprender que debe respetar la autoridad y el escalafón de los altos cargos de palacio? —inquirió Nicolasa, sirviendo en cuencos una sabrosa sopa de carne y verdura.
—Sí. Estoy seguro de que la nueva camarera mayor, la condesa de Altamira, lo ha intentado más de una vez. Por lo menos ella es una mujer experimentada en los menesteres de la corte desde niña y dicen que se ha ganado la confianza de la reina —contestó José, llevándose la cuchara a la boca.
Francisco, sentado frente a Félix, en el borde de la mesa, escuchaba atentamente, mientras daba también buena cuenta de la suculenta cena. Le hizo gracia contemplar cómo el maestro acostumbraba siempre en las comidas a tener un tarro a su lado, relleno de unos garbanzos tostados que Nicolasa hacía especialmente para él. Los tomaba sin medida, uno a uno, hasta que su esposa decidía retirárselos para que no le causaran indigestión.
—Manejar la vida de palacio nunca fue tarea fácil… —comentó lacónicamente Nicolasa, reponiendo el bote de garbanzos en la repisa.
—Y eso que esta reina no se anda con miramientos —interrumpió el maestro—. Ella sola ha fulminado etiquetas ancestrales que regulaban de forma absurda la rutina de nuestros soberanos.
—Hace bien. Esos aposentos me han parecido siempre un nido de víboras. Recuerda cuánto sufrió doña Mariana de Neoburgo en tiempos de tu padre con tanta intriga cortesana.
—Pues yo he oído contar entre las mozas de cámara —comentó Josefa, haciendo ademán de desvelar un gran secreto— que estos reyes no son como los de antes, porque don Felipe y doña Isabel no se separan ni para dormir… Ella le satisface en todo. Pero aun así, dicen que el rey está últimamente muy raro. Parece triste. No habla con nadie, como si estuviera ido…
—Hija. Te he dicho muchas veces que no debes entrometerte en las cosas de palacio ni hacer caso a los chismorreos.
—Padre, yo sólo pretendo…
—¡Calla! El servicio de esta familia a nuestros soberanos exige discreción. Si escuchas y das pábulo a las habladurías, serás cómplice del mal que de ellas se deriven. No quiero que vuelvas a juntarte con mozas cotillas y desleales.
Se hizo un breve silencio, interrumpido solamente por el sonido de las cucharas de palo rebañando los tropezones de la sopa del fondo de los cuencos.
—Maestro, me ha parecido entender que la condesa de Altamira es la camarera mayor —apuntó Francisco, aliviando la tensión producida por la reprimenda a Josefa.
—Sí. Así lo he dicho. Doña Ángela Folch de Aragón, para más señas —contestó tajante Flores.
—Verá, es que no he olvidado que mi pueblo, Morata de Tajuña, forma parte del señorío de los Altamira. Si recuerdo bien, mi padre se ocupaba de asuntos de administración en la heredad de los condes. Quizás podría hacer llegar a la condesa una petición de merced para que su hija consiga ese empleo que tanto desea.
Al escuchar el ofrecimiento, Josefa dedicó a Francisco una furtiva mirada de encendida gratitud.
—Pues sólo me faltaba oír que un don nadie como tú, que si alguna vez pisaste sobre buenas alfombras ya lo habrás olvidado, pretenda buscar privilegios junto a la reina —intervino en tono mordaz Félix Monsiono.
—Chico, no dudo de tu buena voluntad —contestó el maestro, dirigiéndose a Francisco—, pero he de decirte que en estas lides pecas de ingenuo.
La conversación llegó a su fin bruscamente, según se terminaba la sopa. Era impensable imaginar que un sirviente novato fuera a lograr favores que el propio maestro se resistía a reclamar a sus conocidos en palacio. El único que estaba seguro de poder conseguirlo era Francisco. No sabía cómo ni cuándo. Simplemente creía en la firmeza de su propia palabra. Josefa, en el fondo de su corazón, también tenía el presentimiento de que él lo lograría.
Era difícil encontrarse a solas, pero Francisco y Josefa buscaron inconscientemente durante los siguientes días la ocasión de estar uno al lado del otro. Eran dos adolescentes agitados por la emoción que cualquier mutuo roce o mirada les producía. El aprendiz la vio en un apuro, en el patio, tirando con esfuerzo de la cuerda que subía el cubo del pozo, repleto de agua. Sin pensarlo dos veces, aprovechó para acercarse. Al ayudarla, juntaron sus manos en el afán de sacar el cubo. Nerviosos, desparramaron el agua sobre sus pies y rieron al unísono. Un destello de alegría iluminó a los dos la cara. Francisco no podía retirar su vista de ella.
—Josefa, me gusta como eres —dijo Francisco, sin reprimir su impulso.
Josefa, azorada por su infantil inexperiencia en amores, bajó su mirada al suelo y volvió a alzar los ojos para mirar directamente a Francisco.
—Tú también a mí —se atrevió a contestar, y pretendió, con modesta vergüenza, marcharse corriendo.
Francisco la retuvo por la cintura y le logró alcanzar sus labios con un suave beso, que dejó a la muchacha desconcertada y paralizada en el sitio.
—Pueden vernos, Francisco… —dijo, atusándose la falda y agarrando fuertemente el cubo de agua, para encaminarse hacia el interior de la casa, dedicando una encantadora sonrisa al aprendiz.
En efecto, y tal como sospechaba Josefa, Félix, obsesionado por seguir de cerca a la hija del maestro, los había contemplado en su cándido coqueteo, escondido tras una ventana que abría del taller al patio.
Con la determinación de siempre, Francisco prosiguió su aprendizaje. De la penumbra de la fragua, pasó a trabajar en el espacio de luz mediana, donde los rayos del sol iluminaban de forma tenue y sesgada los diferentes yunques y bigornias. Allí se instruyó en forjar, cortar, soldar y repujar el hierro. En manejar martillos, tajaderas, cortafríos, sierras y tijeras. Aprendió, sobre todo, a bregar al unísono con otros en la elaboración de obras de gran tamaño, de forma que, después de caldear el hierro, las piezas iban adoptando sus diferentes formas a golpes de mazo acompasados por maestro y aprendiz, o varios aprendices juntos. Reunidos alrededor del yunque, José de Flores sostenía el lingote candente con las tenazas en la mano izquierda, mientras que con la derecha, armada de un grueso martillo, marcaba con un golpe preciso la fuerza y el punto exactos donde los aprendices debían machacar por turnos, siguiendo sus indicaciones. Era necesario estar atento a los cambios de ritmo y fuerza que imponía el maestro en el forjado. Cualquier descuido podría echar por tierra horas de trabajo o lastimar a un compañero. Para Francisco, esta era sin duda la tarea más bonita de la fragua, aunque difícil de sobrellevar junto a incómodos rivales como Félix.
Recientemente habían tenido otra ocasión de enfrentarse duramente, cuando Francisco sorprendió a Félix echándose al bolsillo una pequeña herramienta de fragua, de aquellas más refinadas que Flores conservaba de sus antepasados, traídas de Alemania. Estaba seguro de que lo había hecho otras veces, con el fin de revenderlas en la calle. Le afeó la conducta y le exigió que la devolviera a su sitio, si quería evitar que lo contara al maestro. Félix se le vino encima con el puño alto, pero Francisco lo esquivo a tiempo y se defendió, amenazándolo con unas tenazas. Los pasos del maestro, que se escucharon venir desde otra estancia, los hizo reaccionar y posponer el enfrentamiento para otro momento.
Unos días después, Francisco sufrió en sus propias carnes las consecuencias de un violento golpe de mazo atizado fuera de lugar. Esa mañana, Flores se había referido a la bella curvatura que el aprendiz había conseguido dar a la barra de hierro destinada a una reja. En boca del maestro, usualmente poco explícito, sonó como un elogio. La satisfacción se reflejó en el rostro de Francisco, al tiempo que una desagradable mueca desfiguraba el sudoroso semblante de Félix.
Poco después del comentario, el martillo de este cayó con fuerza y a destiempo sobre la mano izquierda de Francisco, aplastando dos de sus dedos contra el yunque. Su grito de dolor traspasó las paredes del taller, empujando a Nicolasa a acudir de inmediato junto al aprendiz para comprobar el daño sufrido. Ella también estaba segura de que había sido intencionado. Lo notó en la actitud de Félix, que rápidamente trató de disculparse, alegando que era culpa de Francisco, que no acababa de aprender dónde situarse frente al yunque. Afortunadamente, sólo el dedo meñique parecía haberse hecho añicos. Le introdujeron la mano en el cubo de agua helada que servía para el enfriamiento del metal y sintió una punzada tan intensa en los huesos, que a punto estuvo de perder el sentido.
El maestro insistió en acompañarle andando hasta la antigua botica de la calle Mayor, surtidora de drogas y remedios para la familia real desde hacía más de dos siglos. Francisco caminaba por la calle demudado, mordiéndose la lengua para evitar la tentación de aliviarse acusando a Félix a sus espaldas. Después de todo, él tenía conciencia, y no olvidaba que su rival también tenía una mano tullida desde su desgraciada infancia. Ya pensaría más tarde la forma de resarcirse algún día de sus ofensas.
Encontraron al boticario, el sabio Bartolomé Fernández, en plena fabricación de linimentos. No sin protestar, se prestó a revisar la herida y a constatar el dedo roto. Le untó una pomada de árnica para aliviar el dolor y envolvió la mano fuertemente con una larga tira de lino. Aunque sintiera la fractura, podría seguir trabajando con tiento hasta que el dedo soldara derecho.
—Ya me pagarás el servicio, Flores, cuando necesite algún arreglo de tu oficio. Anda con Dios y cuida de tus muchachos. Este ha tenido suerte, después de todo. Podía haberse desgraciado la mano para siempre —les despidió el boticario.
Las mujeres de la casa se desvivieron en los días siguientes por cuidar a Francisco. Josefa le reservaba escondido el pan tierno y Nicolasa llenaba su plato con las porciones más sabrosas de sus guisos.
El sentirse atendido tranquilizó su espíritu. Le hizo madurar y tener la mente despierta para lo que más importaba en ese momento: seguir los pasos de José de Flores y alcanzar un día la maestría.
Durante meses siguió robando a sus noches muchas horas de sueño, empleadas en el afán de desvelar los secretos de aquel raro manuscrito y aquellos artilugios de hierro que descansaban en el baúl del maestro. Esperaba ansioso a escuchar los molestos ronquidos de su compañero de catre, asegurándose de que dormía, para escurrirse de la cama en silencio una vez más y regresar al taller. Últimamente había logrado que Josefa le facilitara un lapicero y un pliego de papel de los que su padre utilizaba para la administración de cuentas, con la excusa de querer anotar algunos nombres de familiares que le habían venido a la memoria, y no dejarlos caer en el olvido. Le dolió engañarla, pero era consciente de que no debía confiar sus tejemanejes a la candidez de la joven. La quería y no deseaba ponerla en un aprieto.
A la luz de aquella vacilante llama que siempre le acompañaba en ese trance volvió a abrir el baúl. Su plan fue vaciar primero, con premura y tiento, el contenido del mueble, para poder acceder cuanto antes al libro que reposaba en el fondo. Por ello, extrajo otra vez pacientemente todas las cerraduras y las extendió por el suelo, haciendo distinción entre las que ya conocía y las que aún tenía pendientes de estudio. Cuando alcanzó el manuscrito, parecía como si este quemara entre sus manos. No había olvidado en todo este tiempo el valioso secreto sobre cerrajería palaciega que ya logró entresacar de sus páginas. Intuyó, sin embargo, que aquellas hojas atiborradas de textos y dibujos en aparente desorden podrían esconder otros enunciados igualmente provechosos. Rebuscó apresurado entre las frases, leyendo por encima lo que su dedo índice instintivamente le señalaba. Había párrafos dedicados a variadas cuestiones metalúrgicas, mezclados con apuntes sobre leyes gremiales y lo que parecían datos sobre antepasados del misterioso autor de estas notas.
De repente, reparó en una página con un extraordinario dibujo, parecido a un jeroglífico. Era obra de un buen dibujante. Pero su significado parecía incomprensible a ojos de un neófito curioso. Francisco siguió su instinto y se tomó la molestia de esbozar sus figuras en el papel que Josefa le había facilitado. El boceto estaba delimitado por una gruesa línea en forma de gran cubeta, atravesada a su vez por un enorme triángulo. En el interior de este aparecía la figura detallada de un dios de la Antigüedad vestido de guerrero y acompañado por un lobo. En su mano izquierda sostenía una daga de afilada hoja, mientras que la derecha la apoyaba sobre el quinto travesaño de una escalera de mano de siete peldaños. A su lado, aparecían otras figuras: un árbol con un dragón enroscado, una calavera reposando sobre huesos humanos y un león con un collar en forma de eses unidas. Bajo ellos, dos bellas copas de vidrio: una traslúcida, la otra opaca. Un reloj de arena esbozado en una esquina, flanqueado por el sol y la luna, le hizo sospechar que se trataba de una alusión al tiempo. «Parece una fórmula secreta referente a una ciencia que desconozco. Se diría que son signos alquímicos», pensó. «Qué extraño, ¿tendrá relación con alguna enseñanza del maestro Flores? ¿Estará él al tanto de todo esto? Jamás le he visto inclinación por estos saberes ocultos. De otra parte…, el trazo y la caligrafía parecen más antiguos…», siguió meditando, al tiempo que se afanaba en dibujar deprisa la serie de símbolos. «Alguna vez tendré que investigar el significado de todo esto…», concluyó para sí mismo, cerrando el libro con un sonoro e involuntario carpetazo.
No quería desperdiciar tampoco la oportunidad de escudriñar además las cerraduras que había escogido. Se concentró ahora en diseñar sobre el papel, con la rapidez que exigían las circunstancias, el esquema de aquellos mecanismos que se entendían a simple vista. Apuntaba al margen aquellos otros que le parecían ocultos y que, tras muchas noches de estudio, empezaba a entender. Halló el truco de desenvainar las curiosas fundas metálicas de ciertas llaves, que tenían el fin de evitar que ningún infractor pudiera sacarles copia imprimiendo sus guardas en un bloque de cera. Encontró asimismo en una cerradura un ingenio delator de ladrones, capacitado para dejar huella de cualquier intento de forzar sus resortes.
Logró abrir la cubierta de otra, bellísima y sofisticada. Descubrió que dentro incluía un carillón como el de las cajas de música, que se accionaba al paso de la llave, anunciando a bombo y platillo que alguien estaba manipulando su mecanismo. En el silencio de la noche, él mismo se alarmó al escuchar el repentino repicar de las campanillas que formaban parte de este artilugio. Trató de ahogar el sonido estrechando la cerradura contra su propio cuerpo. Cuando la música cesó, permaneció un buen rato inmóvil y en silencio. Le pareció oír un ruido al otro lado de la puerta. Sopló la llama de la vela y quedó a oscuras, a la espera, tratando de acomodar su vista a la luz de la luna que se filtraba por las contraventanas. Sintió de repente en su tobillo los lametones de un animal.
—¡Ganga, eres tú! Menudo susto me has dado —susurró entre dientes.
Aquella perrita callejera que había adoptado se había convertido con el tiempo en la fiel guardiana de la casa, atenta a cualquier hora a los movimientos de sus inquilinos. Francisco se sintió intranquilo, acarició a Ganga, guardó el manuscrito y la pila de cerraduras en su sitio y decidió regresar a la cama, casi a tientas. Comprobó que Félix seguía roncando, logró esconder entre la paja del colchón sus hojas de papel anotadas, como si de un valioso tesoro se tratara, y aprovechó como pudo el poco rato para descansar que le quedaba hasta el alba. Muchas veces, la consciencia de lo que aprendía atropelladamente en esos ratos furtivos le mantenía en vilo, nervioso, dando vueltas sobre el catre durante el resto de la noche.
—Buenos días. ¿Has dormido bien? —le preguntó Josefa al coincidir en la hora del desayuno.
—¿Por qué me lo preguntas? —contestó extrañado Francisco.
—Por nada especial. Es sólo que tienes cara de haber descansado poco…
—¿Puede ser que nuestro brillante aprendiz pase menos tiempo en su jergón del que cabría pensarse? ¿O será quizás que retoce en buena compañía en otra cálida cama? —dejó caer irónicamente Félix, escrutando la cara de Josefa y de Francisco por turnos.
Josefa se sintió aludida por la impertinencia. Ofendida, se avergonzó de que sus padres pudieran haberlo escuchado, e imaginado de ella un comportamiento deshonroso con alguno de los muchachos que habitaban la fragua. Se dio media vuelta y subió rauda a su cuarto.
—Si acaso has pretendido insinuar algo que ofenda la honra de Josefa, ten cuidado, Félix. Déjala en paz o tú y yo vamos a liquidar cuentas antes de tiempo —amenazó Francisco, apuntándole con el dedo.
El maestro bajaba recién levantado de su cuarto en el piso superior y escuchó la discusión en la que nuevamente se enzarzaban sus dos aprendices.
—¡Ya está bien! El único que tiene potestad en esta casa para ofender, amenazar o ajustar cuentas, incluso para expulsar a alguien, soy yo —intervino furioso y cansado de sus riñas—. Hay mucho trabajo por hacer y no soporto más insolencias. Si tanto os odiáis, volcad vuestra enemistad en el trabajo y demostrad en él quién es realmente superior al otro.
Francisco dio por zanjado su desayuno. Se levantó de la mesa, inclinó la cabeza con respeto al maestro y se encaminó sin pronunciar palabra hacia el taller para iniciar su jornada. «Juro que así lo haré», iba pensando mientras se retiraba.