Capítulo 39

Los recientes descubrimientos que había logrado en las reales fraguas, revolucionaron su mente. Francisco había sobrepasado los cincuenta años de edad y empezaba a replantearse el ya corto futuro profesional que tenía por delante y a valorar los acontecimientos y personas que habían conformado su pasado. Sus incipientes canas, testigos de lo vivido, no podían ser en balde. El recuerdo de la condesa de Valdeparaíso, presente en cada instante de sus días, actuaba en él como una fuerza interior que le impulsaba a seguir adelante.

Sopesó las grandes cuestiones que tenía por resolver de forma inmediata. La acción contra Jean Baptiste Platón iba a ser la primera. Su cese y expulsión de España, tras desvelar su verdadera identidad como espía, no sólo iba a alegrarle a él. La intriga de entorpecer el progreso industrial español había perjudicado a otros, principalmente a Miguel de Goyeneche, y a pesar de sus últimas desavenencias, no quería privarle del placer de ver caer a este enemigo. Supo que estaba de visita a sus fábricas en Nuevo Baztán y esperó un par de días, con impaciencia y enorme ansiedad, hasta que regresara. Era difícil mantener oculto lo que acababa de saber de Platón, pero prefirió callar y ser cauto antes de provocar el cataclismo.

No acababa de descender Goyeneche de su carroza al regresar a Madrid, cuando su criado le transmitió el recado de Francisco: necesitaba encontrarse con él urgentemente. El financiero mandó avisar a Barranco de su llegada, y al cabo de un rato el cerrajero estaba ya de visita en aquella casa. Esta vez fue Francisco quien llevó el peso de la conversación. Miguel permaneció callado, sorprendido ante lo que escuchaba, durante la mayor parte del tiempo. Se dio cuenta de que sentía una extraordinaria admiración por Barranco, ese artesano, que con el mismo espíritu de su juventud, seguía luchando por su profesión y su vida, aunque las recompensas que él esperaba lograr no hubieran llegado todavía. Goyeneche, en cambio, se reconocía más cansado y empobrecido de ilusiones. Los hallazgos sobre Jean Baptiste Platón le llenaron también de indignación, pero su reacción no fue la esperada por Francisco.

—Te doy mi más sincera enhorabuena. A pesar de las decepciones y los sufrimientos de todos estos años, has logrado una acción que va a ser no sólo beneficiosa para ti, sino para tu entorno y todo el reino. Me gustaría acompañarte en esta lucha final, pero esta vez creo que te corresponde a ti el protagonismo —dijo Goyeneche, con tono desilusionado.

—¿No vais a acompañarme a los despachos ministeriales a resolver este asunto? —preguntó incrédulo Francisco, que había venido a proponer al financiero el presentarse juntos en la corte y aprovechar en su favor el golpe de efecto de este caso de espionaje.

—No, Francisco. No voy a acompañarte. Vengo de Nuevo Baztán y debo confesar que no traigo de allí buenas noticias. Mis negocios editoriales, acosados despiadadamente por este gobierno, han descendido mucho y mis fábricas, sin los recursos que antes proporcionaba la Corona, están prácticamente en quiebra. Empiezo a percibir mi ruina. Y no podré sacar adelante esa fábrica de conversión de hierro en acero que habíamos imaginado. He cancelado la construcción del edificio. Si te soy sincero, he perdido las ganas de luchar contra nadie. Sigue tú solo para adelante; te lo ruego, te lo exijo.

La noticia pilló a Francisco desprevenido. Sin duda era una decepción enorme, pero no tenía otra opción que continuar por el camino emprendido. El encuentro con Goyeneche, por lo menos, había servido para reconciliarse mutuamente. Habían compartido muchas peripecias a lo largo de sus vidas y sentían la necesidad de tenderse la mano, como dos personas que se profesaban desde su juventud gran afecto.

Impulsado y aconsejado por Goyeneche, Francisco se presentó al día siguiente en el despacho del conde de Valdeparaíso, en el palacio del Buen Retiro. No había solicitado audiencia, pero insistió a sus secretarios, con inusitada autoridad, que era imprescindible mantener una reunión con el ministro. Le hicieron esperar un momento. Poco después, movido por la curiosidad de esa extraña visita, el conde en persona abrió la puerta y le invitó a pasar y a sentarse frente a su mesa de trabajo.

—¿Qué se te ofrece con tanta urgencia, cerrajero? —preguntó con ironía Valdeparaíso—. Debo creer que es un asunto importante, para irrumpir en el despacho de un alto cargo con esta prepotencia, impropia de un criado de tu rango…

—No es el rango lo que me concede la potestad para presentarme así ante su señoría, sino el interés de lo que debo contaros.

—Más te vale que sea tan importante como presumes…

El trato intimidatorio que el conde pretendía aplicar no tuvo efecto contra Francisco, que movido por el recuerdo siempre vivo de la condesa, no tuvo reparos en responder a su viudo con dureza. Se dirigió al ministro de Hacienda con decisión y le desveló los detalles sobre la condición de espía de Jean Baptiste Platón y el engaño de su verdadera misión en España. Puesto que Valdeparaíso, como ministro del gobierno y colaborador de los proyectos del difunto Carvajal, había sido responsable de la protección brindada al francés en todo este tiempo, no le dolían prendas en someterle a un chantaje. Francisco estaba seguro de que tanto Huéscar como Valdeparaíso pensaban obtener suculentos beneficios de la contrata del hierro en palacio, a costa de proteger a Platón. Su avaricia, sin embargo, les había conducido a dejarse atrapar por las redes de un sagaz espía. Si no quería que los reyes fueran inmediatamente informados de este error garrafal de sus ministros, que tanto daño podía causar a la economía del reino, debía proceder cuanto antes al cese y expulsión de Platón y a la devolución a Barranco de su antiguo puesto de director de reales fraguas, con los mismos privilegios que se habían concedido al francés.

El conde, anonadado, se sentía descubierto y sin recursos para rebatir las directas acusaciones del cerrajero.

—¿Y cómo podré justificar el cese fulminante? Causará extrañeza a los reyes, y puede que la embajada de Francia pida explicaciones. En la actual situación de tensión bélica, cualquier conflicto diplomático puede servir de excusa para magnificar las rencillas entre dos países.

—Encontrar un espía a sueldo de Francia en el seno de la corte española podría ser motivo más que suficiente para el cese de relaciones diplomáticas —alegó Francisco—, pero dejémoslo en que, de momento, basta con aludir a cuestiones de deficiencia artística y técnica de este maestro. El intendente Baltasar Elgueta y yo presentaremos pliegos de condiciones y precios para las obras de hierro de palacio más ventajosas para la real Hacienda, y así podrá justificarse la decisión desde este ministerio.

Valdeparaíso no salía de su asombro. Parecía difícil asumir que un mero artesano pudiera poner en jaque de esta forma su prestigio político, pero no tenía más opción que asumir la equivocación y el fracaso del plan de beneficio para su propia economía. Por supuesto, nunca podría imaginar la profunda vinculación sentimental que ese mismo cerrajero que le hablaba, Francisco Barranco, había tenido con su esposa, María Sancho Barona, a la cual había demostrado más admiración y amor del que él mismo hubiera sido capaz en toda su vida.

Francisco salió del despacho satisfecho. Valdeparaíso le había dado su promesa de actuar conforme le había pedido. Y así, por su propio bien, lo hizo.

Jean Baptiste Platón recibió con estupor la orden de su cese y retirada inmediata de las reales fraguas. No le encontraba explicación y trató de defenderse escribiendo a los reyes una carta en la que se presentaba como una víctima de las envidias nacionales. Pero la misiva fue convenientemente interceptada por Valdeparaíso y nunca llegó a manos de los soberanos. Ante la falta de respuesta, Platón entendió que el complot se había vuelto contra él y que sus antiguos protectores le habían dado la espalda. Recogió con celeridad en el real martinete todos aquellos documentos que pudieran comprometerle y, junto a su familia, corrió a buscar refugio en la embajada de Francia. Allí quedó discretamente oculto, velado por sus compatriotas, a la espera de la llegada del próximo embajador y la toma de decisiones sobre su futuro inmediato. Valdeparaíso, finalmente, no se había atrevido a forzar el decreto de expulsión por miedo a que el propio Platón se decidiera a su vez a desvelar la trama de corrupción económica en la que algunos ministros habían participado.

Se anunció a Francisco Barranco, a los pocos días, que el cargo de director de las reales fraguas volvería a ser suyo. El nombramiento venía acompañado de un extraordinario incremento de salario y privilegios de mayor autoridad en la gestión de aquellos talleres. Le transmitió la noticia el intendente Baltasar Elgueta, que le hizo presentarse en la obra de palacio. Asumiría su nueva responsabilidad en el plazo de unas semanas.

Acababa de lograr lo que tanto había ansiado, aunque tenía una sensación agridulce. Antes de regresar a su casa para contárselo a Josefa, sintió la necesidad de ir a visitar la iglesia de las carmelitas descalzas en la que había sido enterrada la condesa de Valdeparaíso. Llevaba su llave de maestría en el bolsillo, colgando de la misma cinta azul que había servido para atarse sus manos ante el altar mayor de El Escorial. Dentro de la iglesia se arrodilló en el suelo y rezó, con la devoción de que era capaz, por ella y por su propio futuro. Tuvo entonces una sensación espiritual muy extraña y, tras santiguarse deprisa, puso rumbo hacia su casa.

Josefa lo encontró muy pálido cuando le vio entrar por la puerta. Francisco le hizo partícipe de inmediato de las buenas noticias que traía de palacio. Su cara, por el contrario, denotaba un gran malestar físico. En efecto, uno de esos recurrentes dolores de hígado que sufría desde su asalto nocturno a las reales fraguas había vuelto a atacarle. A pesar de la insistencia de Josefa, no quiso meterse en la cama. Se sentó en cambio a la mesa, a redactar dos papeles que hacía tiempo tenía en mente. El primero era su testamento. No deseaba morirse, pero los achaques que últimamente sufría le hacían recordar su edad, y prefería dejar su herencia bien especificada, para que su único hijo heredara sin problemas. Ya procuraría en unos días pasar el documento por un escribano.

El segundo papel que escribió fue una carta a la reina Bárbara de Braganza. En su último encuentro, esta le había animado a demostrar con pruebas todas las acusaciones que le había insinuado contra Platón, Félix Monsiono y los ministros. Ahora que ya había logrado su nombramiento como director de fraguas y el cese del maestro francés, no le importaba actuar contra el conde de Valdeparaíso. Creía que la reina tenía derecho a una explicación detallada de lo que estaba ocurriendo, y pensando en que María Sancho Barona seguro que así se lo habría pedido, se atrevió a desvelar a doña Bárbara la trama de espionaje y corrupción existente en su cercano entorno.

Por recientes rumores de la corte sabía, además, que la soberana estaba ya muy enferma. Al parecer tenía un cáncer ginecológico, que había avanzado deprisa y la tenía ya casi en trance de muerte. En los últimos tiempos estaba muy animada con la idea de poder inaugurar el nuevo palacio real, que estaba a punto de poderse estrenar como residencia regia. El fallecimiento de su adorado maestro de música, Domenico Scarlatti, a los setenta y dos años de edad, en su casa de la calle de Leganitos, la había entristecido de nuevo. Ella misma presentía su muerte muy cercana. Apenas podía moverse, ni salir de sus habitaciones, por lo que era muy difícil tener acceso a ella. Francisco quería entregarle su carta cuanto antes, pero por la gravedad del contenido, no se atrevía a ponerla en manos de nadie que no fuera de total confianza. Recordó aquella vez cuando era joven y se atrevió a invadir el despacho de la camarera mayor con una petición de favores para Josefa. Tomó la decisión de actuar ahora igual que entonces.

Se presentó en el palacio del Buen Retiro, pertrechado con sus utensilios de cerrajero, para que nadie pidiera explicaciones adicionales por su presencia. Buscó la galería de las damas y los aposentos de la reina. Preguntó a varias criadas por la salita donde solía despachar la marquesa de Aitona y allí se presentó, con la carta. A su petición de que el papel fuera entregado a la soberana, ya que contenía cierta información que podría interesarle, la camarera respondió con escepticismo.

—Doña Bárbara está demasiado dolorida como para atender peticiones de los criados de palacio —le respondió la marquesa—. Sinceramente, Barranco, no te garantizo que pueda leerla. Su estado físico es terrible. Se nos va… y más que una lástima, es una verdadera catástrofe. Ella es el pilar de este reinado, ¿qué va a ser de nosotros?

Francisco se marchó, albergando alguna esperanza de que la enfermedad diera a la reina una tregua, como había hecho su afección de asma otras tantas veces. Supo después que la habían trasladado al real sitio de Aranjuez, su favorito, en un intento de reanimarla. Doña Bárbara, sin embargo, pasó allí las últimas semanas de vida, en medio de una terrible agonía, que soportó con admirable entereza. Durante días, en la villa y corte no se hablaba de otra cosa que de su sufrimiento y de las rogativas que se hacían en todas las iglesias, implorando por su salvación. Pero no hubo remedio. La reina expiró en Aranjuez, a finales del mes de agosto de 1758, a los cuarenta y seis años de edad. A Francisco siempre le quedó la duda de si la soberana llegó algún día a leer su carta.

Si hubo alguien que se alegrara de la muerte de Bárbara de Braganza, esa fue su suegra y enemiga, Isabel de Farnesio. La anciana reina viuda, atosigada por la ceguera y desterrada desde hacía más de una década en la soledad de La Granja de San Ildefonso, recibió la noticia dando gracias a Dios. La desaparición de Bárbara, sin haber procreado, dejaba la puerta abierta a que su propio hijo, Carlos III, por el momento rey de Nápoles, hubiera de regresar a España para asumir la corona que dejaría vacante su hermanastro. Fallecida Bárbara, nadie apostaba nada por el pobre Fernando VI que, sin su esposa, era un hombre enfermo mental y sin rumbo. El regreso triunfante de Isabel de Farnesio a Madrid iba a ser pronto una realidad; una particular venganza, aguantada con paciencia a lo largo de todos esos años y que iba a llegar para ella con extrema facilidad debido a las fatalidades del destino que sufrirían sus enemigos.

Mientras tanto, aún con el duelo candente por la muerte de Bárbara de Braganza, Francisco se enfrentó a la inminente responsabilidad de hacerse cargo de las reales fraguas. Deseaba con toda su alma que aquel taller tuviera el esplendor que merecía. En este ámbito tenía, sin embargo, la más difícil misión que cumplir: recuperar el manuscrito de los Flores, que con toda seguridad estaba en manos de Félix Monsiono, y proceder después a su despido y acusación como asesino de la condesa de Valdeparaíso. Si algo necesitaba Francisco a estas alturas de su vida era poner fin, para siempre, a sus divergencias con este rival que había tenido la virtud de amargarle la vida desde que le conociera, cuando tenía solo trece años. Desde entonces, a pesar de haber compartido oficio, maestro, fragua y familia, tenía la sensación de que entre ellos solo había habido odios y rencillas.

Pidió a Josefa que le indicara el lugar donde residían Félix, Manuela y su hijo. A pesar de que las hermanas ya no tenían relación, estaba seguro de que su esposa sabía cómo localizar la casa. En efecto, Josefa lo sabía. Vivían en varios cuartos de alquiler, en un edificio cercano a la calle de Lavapiés, lugar de residencia y comercio de muchos otros artesanos del hierro.

Hacia allí se encaminó Francisco, sin que Josefa ni su hijo le vieran salir, para que no intentaran detenerle en sus intenciones.

Un vecino del edificio le abrió la puerta principal y se prestó a indicarle el conjunto de habitaciones que correspondían a la vivienda de Monsiono. Según se acercaba, escuchó las desagradables voces de Félix, reconviniendo a Manuela de muy malos modos. La puerta de entrada estaba entreabierta, y tras tocar ligeramente con los nudillos, Francisco se presentó raudo en el interior para que no le negaran el acceso.

Una vez más, después de tantos años, Francisco y Félix se hallaban cara a cara, en la tesitura de un duro enfrentamiento. A ambos les pareció que su contrincante había envejecido mucho. Desde que Monsiono marchara al destierro a Guadalajara, no habían vuelto a encontrarse, pero al verse de nuevo, nada parecía haber cambiado entre ellos. La desagradable cara de Félix transmitía la misma envidia, los mismos celos, el mismo odio por Francisco. Esta vez, Barranco mostraba más desprecio por él que nunca. No tenía duda de que Félix era el asesino de la condesa de Valdeparaíso y sólo le deseaba el mismo sufrimiento, verle condenado al patíbulo y que Dios hiciera justicia, enviándole al infierno.

Pasada la sorpresa inicial por la intempestiva visita de Francisco, los improperios de Félix se volvieron contra él. Empezó a criticarle el atrevimiento de haberse presentado allí sin permiso y a gritarle con brusquedad que se marchara por donde había venido. A la vista de la violencia que empezaba a desplegar en sus gestos, Manuela buscó protección a espaldas de su hijo, que ya era casi un hombre y este decidió que era mejor quitarse de en medio, encerrándose con su madre en un cuartucho contiguo. Dejaron solos a Félix y Francisco. La habitación estaba saturada de un cierto tufo a vino y Barranco se dio cuenta de que su cuñado se encontraba, una vez más, bebido.

Pero no quiso echarse atrás en sus planes y fue directo al grano, intentando evitar primero las recriminaciones y las inútiles discusiones. Ante semejante bruto, era mejor actuar con fría inteligencia y primero obtener de él lo que venía buscando.

—Félix, a estas alturas de la vida, tengo el mismo interés que tú en que nos veamos las caras. Es decir, ninguno. Sólo me importa de ti una cosa: que me devuelvas el libro que robaste al maestro Flores —dijo con contundencia—. No vas a salirte con la tuya. Es preferible que sueltes el libro y no te metas en mayores problemas. Tu negociación con los franceses salió mal, y ahora lo único que te queda es la opción de entregármelo…

—¿Por qué sabes tú lo de los franceses? ¿Y si te dijera que es mentira?

—Vamos, Félix, yo sé eso y mucho más… —dijo Francisco con aparente serenidad, tratando de convencer a Monsiono por las buenas, aunque fuera a base de mentiras, y evitar que su borrachera provocara una desagradable trifulca—. Si me lo entregas, callaré todo lo que conozco de ti para siempre. Vengo incluso dispuesto a ofrecerte un trato. Te daré por el libro cinco mil reales. Con ese dinero puedes iniciar una nueva vida, más cómoda, en otro lugar.

—No pienso vendértelo. Jamás. Además, no te creo. ¿Cómo puedes asegurar que me darás ese dinero? ¿Lo traes aquí?

—Saca el libro de donde lo tienes escondido. Déjame verlo y yo te enseñaré la bolsa con el dinero que estoy dispuesto a ofrecerte —siguió insistiendo Francisco—. Véndemelo o acabaré contando… que fuiste tú quien lo robó a la condesa de Valdeparaíso, ¿después de envenenarla?

—Está dentro de ese baúl, ¿sabes? —dijo Félix de una forma chulesca, señalando hacia un baúl de cuero rojizo que estaba en la esquina de la habitación, como uno de los pocos muebles de la estancia—, pero no lo verás nunca más, porque te odio tanto… que prefiero destruirlo antes de que llegue a tus manos.

La discusión comenzaba a encenderse y, sin darse cuenta, uno y otro se acercaban mutuamente en actitud amenazante.

—Además… —dijo Félix, con una horrible mueca de burla en su cara—, ¿qué me importa esa condesa? Al fin y al cabo, era una ramera de la aristocracia, en manos de uno y otro; igual que su criada, furcia y cotilla. ¿O es que crees que no me contó tus pretensiones de amor con esa mujer? ¿Qué te creíste, Francisco Barranco, que ibas a ser el hombre en la cama de una aristócrata? ¡Siempre fuiste un imbécil! ¡Y ahora eres un iluso fracasado! Esa condesa está bien como está, muerta.

Todo eso era más de lo que los oídos, la mente y el corazón de Francisco podían soportar escuchar, máxime en boca de este despreciable ser. Más que la humillación hacia su persona, le dolió de una manera insoportable el que intentara mancillar el honor de María, a la que el mismo Félix había matado. Francisco se vio invadido de una furia incontenible. Se abalanzó sobre su cuñado, con la ciega idea de matarlo, si podía, aunque fuera a puñetazos. Cayeron los dos al suelo y comenzaron a propinarse terribles golpes. Félix, sin embargo, y a pesar de estar bebido, fue más rápido que él, porque conocía los recursos de su casa, y logró alcanzar con una mano el atizador de la estufa. En unos segundos, Francisco había perdido la conciencia. Recibió dos durísimos golpes en la cabeza, que lo dejaron tendido en el suelo, con el rostro ensangrentado, sin sentido.

Al escuchar que la pelea se había detenido, Manuela salió asustada de la habitación. Vio a Francisco moribundo y a su esposo con el atizador aún en la mano. Comenzó a gritar y llorar despavorida, y esta vez era contra Félix, al que a su vez empezó a insultar y golpear con las manos cerradas, descargando en él la desesperación de tantos años de maltrato. Con el gesto gélido e impasible, Félix se alzó del suelo y apartó a Manuela de un empujón. Se agachó después sobre el cuerpo de Francisco, para hurgar entre sus ropas, hasta encontrar la bolsita de dinero que supuestamente iba a entregarle a cambio del libro. Aunque el llanto de Manuela se hacía insoportable, le dio tiempo a pensar que si se entretenía mucho, esta vez sí le prenderían por asesinato. Estaba seguro de haber matado a Francisco. Por ello, abandonó la habitación sin llevar más que el dinero, y sin mirar un segundo para ver lo que dejaba atrás, salió por la puerta y se dio a la fuga.

La muerte de Francisco Barranco fue otra nefasta noticia que impactó a la corte. El famoso cerrajero de cámara, conocido dentro y fuera de palacio, fue llorado por muchos. Josefa lo amortajó con el hábito de San Gil y se ocupó, con la ayuda del siempre leal amigo Pedro Castro, de su enterramiento en la cripta de la iglesia de San Juan, la misma en la que reposaban los restos de los Flores y en la cual ellos dos se habían casado. Se mandó decir mil misas rezadas por su alma. Cuando Josefa, su hijo José y Pedro Castro salían de la iglesia, después de la oración fúnebre, les pareció que el extraño ingenio de relojería en el palomar del empresario teatral Luis de Rubielos tocaba las doce, por dos veces, con más empeño que nunca.

Francisco se marchaba de esta forma repentina e indeseada, como la propia condesa de Valdeparaíso, su amada, después de una vida en pos de sueños que no había podido realizar, pero que dejaba sembrados en la mente de su hijo: José Barranco y Flores, que a sus diecisiete años iba a heredar, por gracia especial del rey, y en honor a los méritos de sus antepasados, el título de cerrajero de palacio. Dada su juventud, el oficial Santiago García, el favorito y leal a su padre, que estaba a punto de lograr la maestría, iba a ayudarle en recoger el testigo de las obras de rejería y cerrajería en los reales sitios.

A pesar de su fuga, Félix Monsiono, corrió muy mala suerte. En su estado de embriaguez y aturdido por los golpes que él mismo había recibido por todo el cuerpo, apenas pudo caminar durante una hora hacia las afueras de la capital, dando traspiés, hasta caer dormido junto a las tapias de la real Casa de Campo. Allí lo encontró tirado una banda de maleantes, que quisieron robarle el dinero que llevaba escondido dentro de la chaquetilla. En su intento de defenderse, Félix terminó con su cuerpo en el cercano río Manzanares, del que no acertó a salir, por efecto de la borrachera. Unas lavanderas lo encontraron, un día después, ahogado.

A la par que Francisco, desaparecía toda una época; un tiempo de cambios y de refinamiento, protagonizado por personajes en los que había calado la ilusión por una intelectualidad y un aire de progreso completamente nuevos.

El rey Fernando VI, desesperado por la muerte de su amadísima esposa, tardó poco tiempo en caer en el más lamentable estado de enajenación mental. Se encerró a vivir su duelo en el castillo de Villaviciosa de Odón, en compañía de una reducida servidumbre. Ajeno e inútil para la responsabilidad de reinar, murió allí en agosto de 1759, sólo doce meses después que Bárbara de Braganza.

A la muerte del rey siguió, apenas un mes más tarde, la del arquitecto Giacomo Bonavía y, escasamente un año después, la del conde de Valdeparaíso. A la desaparición de estos siguió, en un plazo de tres años, la de Miguel de Goyeneche, a quien acababa de serle expropiado, de una manera ilícita y escandalosa, movida sólo por la inquina política, el privilegio de publicación de su querida Gaceta de Madrid. La muerte de Francisco le había dejado tremendamente afectado. Abandonó por ello para siempre sus anhelos de levantar una manufactura de acero. Otros empresarios de nuevo cuño siguieron intentándolo. Un vecino de Madrid, llamado Pablo Sala, quiso probar a obtener privilegios reales para la instalación de una fábrica en San Agustín de Guadalix y pidió consejo a Goyeneche, pero este no pudo más que desearle la suerte que él no había tenido. Este aventurado negociante se disponía a experimentar con fórmulas trasnochadas de transmutación de hierro en acero, que aún publicaban los más recientes periódicos económicos, insistiendo en los errores inciertos de tiempos pasados.

En sus últimos años de vida, Miguel de Goyeneche se interesó mucho por los progresos como artesano y artista del joven José Barranco y Flores. Le recordaba en el físico y el espíritu a su padre. Se intuía que iba a ser pronto un hombre atractivo, fuerte, audaz y animoso. A él le regaló el famoso libro de Réaumur, L’art de convertir le fer forgé en acier, que tanto había estudiado Francisco, y que tres décadas después de su publicación seguía siendo el único tratado de referencia en este campo de la metalurgia, aún estando equivocado. La fórmula válida y verdadera del buen acero la tenía José, el hijo de Francisco Barranco más cerca de lo que, ni él mismo, sabía ni podía imaginar.

El hijo de Félix y Manuela, por su parte, abandonó a su madre, viuda, y marchó a buscar trabajo como aprendiz de cerrajero a otra provincia lejana a Madrid, donde nadie pudiera vincularle a la historia delictiva de su padre. Manuela, sola, desvalida y sin dinero, sobrevivió unos años de la misericordia, hasta que fue pasto de la tisis. La encontraron muerta en la misma casa que habitaba cuando ocurrió el desgraciado asesinato de su cuñado Francisco. Le dieron un entierro de pobre y avisaron a Josefa para que viniera a recoger los escasos enseres que había dejado en la casa. Entre ellos estaba ese baúl de cuero rojizo, testigo de la fatal y última discusión entre Félix y Francisco. Josefa, envejecida repentinamente y desolada por la dramática desaparición de su esposo, no mostró ningún interés por las pertenencias míseras y sucias de su hermana Manuela. Por ello, el baúl de cuero rojo fue a parar a un almacén de trastos, en el patio de la mítica fragua que ahora regentaba su hijo José Barranco y Flores, principal descendiente de varias gloriosas sagas dedicadas al trabajo de los metales.

Durante muchos años, José ignoró que en ese baúl arrumbado estaba el mítico manuscrito de los Flores, aquel que contenía la acertada sabiduría de su larga dinastía sobre la conversión del hierro en acero.

Se concentró en seguir el ejemplo del buen hacer de sus antepasados con respecto a la casa real y al gremio de cerrajeros, del cual llegó a ser examinador y veedor perpetuo, como lo habían sido todos ellos. Fue fácil seguir la senda de progreso marcada por su padre, ya que por doquier encontraba las huellas de sus pasos. Raro era el día en que alguien de la servidumbre regia, los oficiales que trabajaban en las reales fraguas, algún artesano o artista, no le contaran anécdotas e historias de la vida de Francisco Barranco. Muchas las recordaba de habérselas escuchado en persona, pero siempre era emocionante comprobar el prestigio y el afecto que este se había ganado en todos los ámbitos de la corte.

Ambicioso en su proyección profesional, José Barranco y Flores logró ser el primer cerrajero de la Villa y Corte con una sólida formación en dibujo artístico, gracias a sus estudios en la academia de Bellas Artes. Su habilidad y buen gusto para el diseño fue notable en las obras de rejería artística que realizó para los palacios reales.

Con el tiempo, su mayor obsesión fue coger el testigo de la investigación sobre la fórmula del acero industrial en la que había estado inmerso su padre. Con el ansia de mejorar su fragua, sus procedimientos de trabajo, ampliar negocio y avanzar en el uso de modernas maquinarias y nuevos hornos, decidió una década después cerrar la vieja fragua del altillo de palacio y trasladarse a trabajar a los míticos talleres de hierro que fueron de Sebastián de Flores, más amplios y espaciosos, en la calle de Segovia. Josefa se llevó un gran disgusto, pero reconoció en su hijo el mismo afán de novedad y progreso que en su añorado esposo.

Fue en el traslado de materiales y herramientas a las nuevas fraguas cuando la vida de José Barranco y Flores dio un inesperado vuelco. Al remover muebles y enseres, encontró fajos de papeles pertenecientes a su padre que jamás había visto. Encontró allí una carta, con la tinta desvaída por el tiempo y doblada en cuatro, cuya lectura le emocionó y, ante todo, le abrió los ojos sobre un asunto que tenía olvidado. «Francisco, cuando leas estas palabras, habrá llegado mi hora…», rezaba el papel en su primera línea. Se dio cuenta de que era una carta escrita por su abuelo, el viejo José de Flores, en su lecho de muerte, a su yerno, Francisco Barranco. Era un texto sentimental y agradecido, que casi hizo llorar al joven José Barranco. Lo que más le sorprendió fue la mención que se hacía al legendario manuscrito de la familia Flores. Su abuelo encomendaba a su padre que lo buscara a toda costa. José recordaba haber escuchado en su niñez hablar de este libro, pero jamás lo había visto. Su búsqueda se convirtió de repente en su principal objetivo. Imploró a Josefa para que le ayudara en esta misión. Estaba seguro de que su madre, a pesar de su galopante vejez y del dolor que le producía refrescar el pasado, podría recordar detalles que le pusieran en el camino de hallar el manuscrito. Pasaron muchos meses sin localizar ninguna pista, hasta que José, recogiendo otros tantos enseres de la vieja fragua, fue a dar en un almacén con el viejo baúl de cuero rojizo, arrumbado y desteñido por la humedad y el polvo de tantos años.

Descerrajar aquel baúl fue abrir la puerta al pasado y al futuro. En él encontró el manuscrito de los Flores que buscaba, aquel que recogía la valiosa herencia de sus antepasados, aquel por el cual había luchado en vida su padre y finalmente le había costado la muerte. Emocionado, extasiado por su buena suerte, allí mismo, sentado en el suelo del sucio almacén, se entretuvo en leerlo. Al igual que le pasó a Francisco Barranco la primera vez que lo contempló, quedó maravillado con aquel excepcional dibujo de símbolos alquímicos. Una vez más, era imposible desentrañar su significado a primera vista.

José de Flores tuvo suerte. Las tapas de pergamino del libro estaban descosidas. Hurgó entre los recovecos y las primeras hojas despegadas, y allí encontró lo que menos se esperaba. En sus manos desplegó dos papeles que alguien parecía haber escondido allí hacía mucho tiempo. Eran dos cartas, escritas en refinada letra femenina. En una de ellas, sin más preámbulos, se desvelaba el significado de cada uno de los símbolos alquímicos que presentaba el dibujo, junto a prolijas referencias a tiempos y medidas de sustancias, anotadas a su lado. José se quedó anonadado. ¡Se percató de que era la mítica fórmula de sus antepasados para fabricar buen acero! Ansioso, pasó a leer el segundo papel que había hallado. Para su sorpresa, se trataba de una carta sentimental, dirigida a su padre. La misma dama autora de las notas científicas le declaraba abiertamente su pasión por él. Hacía mención a su misión cumplida con el manuscrito y su intención de esconder el resultado de sus pesquisas junto al libro. Quería ser cauta, temía que le pasara una desgracia y de esta forma, si ella desaparecía, su descubrimiento de la fórmula del acero, que tantos años y sueños le había costado, siempre iría aneja al libro, para quien tuviera la fortuna de encontrarlo en un futuro impreciso. Daba las gracias a Dios porque esa investigación le había permitido conocer bien al hombre que admiraba y amaba, Francisco Barranco. En los últimos párrafos, la remitente recordaba con emoción cierta ceremonia de unión espiritual en El Escorial, con la llave de maestría como talismán. Finalmente, le juraba amor eterno. Firmaba, María.

La condesa había escrito esa carta poco antes de morir, confiando en que Francisco sería capaz algún día de localizar el manuscrito.

Fue así como José Barranco y Flores se enteró de la historia de amor que marcó la vida de su padre y la condesa de Valdeparaíso. Acudió a Pedro Castro, el viejo amigo familiar, ya bien entrado en años, consciente de que él sería el único capaz de contarle lo ocurrido. Los dos se sintieron conmovidos por los detalles de ese hermoso relato. A Pedro Castro, último superviviente de aquel grupo de fascinantes personajes que habían sido protagonistas de la corte durante la primera mitad del siglo, le sirvió para volver con nostalgia la mirada atrás, recordando a su querido amigo y lo vivido en el pasado. Para José Barranco y Flores, en cambio, fue un decidido empujón hacia el futuro. Había descubierto una parte desconocida de su padre; la más sentimental, la más profunda como hombre.

José se juró a sí mismo resarcir las ilusiones incumplidas y sueños rotos de su padre. Por su memoria, por la de sus antepasados, y por esa historia condicionada e imposible de amor y ciencia que le había unido la condesa de Valdeparaíso, prometió no cesar hasta convertirse en ese pionero de la metalurgia, con toda su grandeza, que siempre anheló ser Francisco Barranco. El esfuerzo tendría continuidad; no había sido en balde.