Capítulo 38

Cualquiera que le conociera sabía que se trataba de una persona de la peor ralea, pero demostrar que Félix Monsiono era un asesino iba a demandar valentía y astucia. Francisco estaba empeñado en conseguirlo, aunque había preferido no medir las consecuencias personales que se pudieran derivar de ello.

Por extraño designio del destino, los encuentros con don Bartolomé el boticario habían ido jalonando sucesos importantes de su vida. Francisco tenía en gran estima su sabiduría. Sus advertencias habían sido alguna vez providenciales para la familia Flores y para él mismo. Pensó que en la situación en que se hallaba, acudir en busca de sus conocimientos podía serle de vital importancia. Necesitaba poner en evidencia el envenenamiento de la condesa y para ello era preciso determinar primero la sustancia que había impregnado sus dedos, y demostrar después que Félix había sido su portador. ¿De dónde la habría sacado el cerrajero? Le apremiaba resolver esas incógnitas, así que no dudó en presentarse en la botica de la calle Mayor.

Cuando Francisco contó a don Bartolomé el motivo de su visita, le instó a que pasara al otro lado del mostrador y le acompañara, con gran misterio, hasta el piso subterráneo del comercio. Descendieron por una angosta escalera, cuyos peldaños mostraban la erosión producida por el paso del tiempo, hasta desembarcar en el sótano. El boticario, tan desgastado como la propia escalera, había bajado con dificultad, agarrándose a los resquicios de la pared. Cuando puso pie en el último escalón, el cerrajero se quedó boquiabierto. Jamás imaginó que la tienda tuviera bajo el suelo aquel amplísimo espacio, formado por armoniosas bóvedas de ladrillo, que cobijaban indecibles metros de estanterías, donde se apilaban botes de cristal y cerámica con la colección sorprendente de sustancias químicas. De algunas de ellas, el viejo ni siquiera tenía registro de su llegada a esos estantes. Debido a la historia centenaria de su negocio, es probable que algunos recipientes llevaran colocados en el mismo sitio, sin abrirse, desde el siglo pasado.

—He preferido no indagar en el contenido del antiguo botamen, ¿sabes? Me consta que de alguno de estos recipientes salieron los componentes para fabricar la famosa triaca que consumía la reina María Luisa de Orleáns, esposa de Carlos II —explicó el boticario, ante la atónita curiosidad del cerrajero.

—Sí. He oído hablar de la triaca, pero desconozco su uso.

—Al parecer esa reina temió siempre morir envenenada, como su madre, así que decidió tomar a diario un poderoso contraveneno, formado a base de opio y otras sustancias como los polvos de víbora. A ese compuesto llamaban triaca, y paradójicamente su excesivo consumo pudo causarle la muerte. ¿Ves ese hueco en la pared? —preguntó don Bartolomé.

Francisco se fijó, en efecto, en la gran cavidad en forma de arco, que se abría en el muro de cierre del sótano. Parecía ser la entrada a un túnel y estaba cerrado por una reja.

—Es el acceso al «viaje» que llevaba el agua hasta el antiguo alcázar. Todavía está en uso y llega hasta el nuevo palacio. Le llaman el «viaje de Amaniel», un nombre heredado de los moros. La villa está horadada bajo tierra por varios de estos túneles…

—Lo sé. Este es el mismo que permitió a la fragua de los Flores gozar del privilegio de tener agua en su pozo, gracias a su cercanía al alcázar —añadió Francisco.

—Entonces sabrás que aparte de conducir el agua, conectan algunos edificios con otros. Sospecho que de esta botica salieron en su tiempo muchas sustancias que llegaron a la corte, a través este túnel… —sugirió de una manera misteriosa don Bartolomé.

Ambos se quedaron pensativos, mirando hacia la reja que cerraba el acceso a la oscura cavidad.

—Y respecto a los posibles venenos que me preguntabas cuando llegaste —siguió hablando el boticario—, pensándolo bien, puede que lo que busques sea cianuro, un polvo que también llaman «azul de Prusia». Huele a almendras amargas, pero no siempre emana olor y es difícil de detectar. Aunque sus efectos son letales para quien lo ingiere. Paraliza el corazón, sin dejar otro rastro, así que sus síntomas pueden quedar enmascarados tras una aparente muerte natural. Y, además, creo recordar que en Centroeuropa el «azul de Prusia» se emplea, disuelto en agua, para embellecer y limpiar metales.

—¿Es posible que alguien haya podido acceder a este sótano por el túnel?

—Esa reja permanece clausurada desde hace Dios sabe cuánto tiempo. En toda mi vida sólo he accedido una vez, y te aseguro que asusta lo indecible recorrer ese espacio húmedo y oscuro.

Mientras el boticario hablaba, Francisco se acercó desconfiado hasta la reja. Tenía un presentimiento. Observó que tanto el hierro como el arco que la sujetaba, estaban cubiertos de una fina capa de moho y telarañas. La bocallave de la cerradura, sin embargo, estaba limpia; tenía huellas de unos dedos que habían limpiado la suciedad a ambos lados.

—Don Bartolomé —se volvió Francisco, cada vez más agitado, hacia el anciano—. ¿Conserva en este sótano algún bote de ese cianuro del que habla?

—Supongo que sí, aunque jamás lo he vendido ni utilizado. Busca en aquellos estantes, los más viejos, debe estar colocado por orden alfabético.

Francisco se acercó hasta donde le indicaba el boticario. Recorrió con la vista, uno a uno, todos los botes apilados en riguroso orden. Trataba de descifrar los nombres escritos en ellos, algunos en latín, otros en árabe o en griego, y otros simplemente ilegibles por la acumulación de polvo o el desgaste del tiempo sobre ellos. En uno de los estantes más altos halló, en efecto, un enorme tarro de cerámica blanca con el nombre Cianuro pintado al esmalte.

—Lo sospechaba… —dijo al observarlo de cerca, subido a un taburete de madera para alcanzar su altura—. Ha sido recientemente movido. El círculo de polvo acumulado por los años en su base no coincide con la posición en que se ha dejado el bote. Además, tiene huellas de manos en toda su superficie. Don Bartolomé, tengo la firme sospecha que Félix Monsiono ha estado por aquí. Todos los indicios me hacen convencerme de ello.

A pesar de la inquietud que la situación estaba causando en el boticario, este se ofreció a colaborar incondicionalmente en lo que estuviera a su alcance. Francisco le pidió prestada una pieza de su instrumental que tenía la forma parecida a una ganzúa; estrecha, alargada y ganchuda. La introdujo en la bocallave de la reja y consiguió abrirla con relativa facilidad, a pesar del óxido que invadía su interior. Francisco no dudó un segundo:

—Voy a introducirme por la galería y veré hasta dónde conduce —afirmó, con la excitación reflejada en su rostro.

—¡No lo hagas! Puede ser peligroso. Si te sorprende la guardia ahí dentro, no sólo irás a prisión, sino que también vendrán a prenderme a mí y cerrar mi negocio —suplicó nervioso el boticario.

—Descuide, don Bartolomé. Tendré cuidado. Si es verdad que el túnel llega hasta palacio, estamos muy cerca. Volveré enseguida. Sólo necesito confirmar mis conjeturas —dijo el cerrajero, al tiempo que se disponía ya a acceder a través del arco, mientras en un par de zancadas se perdía en el interior.

El pasadizo estaba oscuro, muy oscuro, aunque cada cierta distancia entraba por su bóveda un hilo de luz procedente de unas rejillas abiertas a la calle, por donde caía también arena procedente del trasiego de viandantes. Ya desde sus primeros pasos llevaba los zapatos calados, pues necesitaba ir pisando por el arroyo de agua que corría por el centro de la galería. Notó el desagradable roce de ratas a sus pies y murciélagos sobre su cabeza, pero siguió firme hasta el final. La increíble altura del agujero le permitía avanzar rápido, sin apenas agachar la cabeza, aun caminando a tientas por la penumbra. Se detuvo a escuchar e intentar adivinar su situación cada vez que encontraba una rejilla.

Llevaba ya andado un buen trecho. Por la confluencia de otros túneles que encontró en un determinado punto, supuso que se hallaba justo debajo de la plaza de palacio. Siguió hacia delante, por un trecho opaco y silencioso, hasta que de repente se inundó de luz el trayecto, por efecto de un amplio enrejado en la bóveda, a través de la cual se veían los jardines que rodeaban el edificio regio. Interrumpió nuevamente su marcha al identificar un sonido familiar, procedente de algún lugar cercano. Entonces encontró lo que andaba buscando. Era el ruido de una gigantesca máquina, como un torno que giraba y golpeaba con fuerte ritmo sobre una superficie metálica, localizable muy próxima a donde él se encontraba. Se trataba sin duda del real martinete, machacando con insistencia el hierro. El agua que surtía a esas fraguas viajaba también por esta conducción y la rejilla de entrada estaba a las mismas puertas de los talleres. Para Francisco, la conclusión era clara, Félix se las había ingeniado para acceder a la botica precisamente por esta galería subterránea y robar el veneno.

Con la fuerza que le daba el ir descubriendo detalles, regresó al poco rato a los sótanos de don Bartolomé. Se limpió los zapatos, la ropa y el pelo de las telarañas, moho y barro que se le habían adherido por todo el cuerpo. El boticario había cerrado la tienda y le esperaba sentado, muy preocupado, junto al arco de entrada al túnel. Por ello, cuando vio llegar a Francisco, lo recibió con extraordinario alivio. Tras relatarle la sospecha que acababa de confirmar, el farmacéutico le brindó una interesante sugerencia.

—Se me ocurre, más por viejo que por sabio, que debes investigar en el real martinete. Si yo fuera ese Félix, habría escondido el cianuro robado entre las sustancias que conserva Platón en las fraguas. Nadie se extrañaría de encontrar allí unos polvos, que por otro lado pueden ser utilizados para untar en los hierros. Pasarían desapercibidos y en caso de que alguien le acusara, tendría una buena justificación.

—¿Adquiere aquí el maestro Platón todos los potingues que emplea y experimenta en sus hornos?

—Casi nunca; cosa que también es extraña. Creo que ese mediador que le trajo a Madrid, un tal Berger, le facilita las sustancias desde el extranjero. Un privilegio que le consintió Carvajal. Es obvio que intenta impedir que nadie en España se entere de lo que hace y cómo lo hace.

—¡Dios! Siento rabia y lástima por la memoria de los Flores, que me antecedieron como cerrajeros del rey… Esas reales fraguas se han convertido en un pozo de culebras. No consentiré que se salgan con la suya, aunque me cueste la vida…

—Mide tus palabras, Francisco. Por nada merece la pena entregar la existencia; a veces ni siquiera por los propios hijos. Te lo dice un anciano como yo, harto de conocer las miserias humanas.

Jamás el pueblo de Madrid había soportado un pánico tan espantoso. Eran las diez de la mañana de un gélido día de invierno y hacía rato que la ciudad había alcanzado su plena actividad diaria. De repente, la tierra tembló durante más de ocho minutos, haciendo que la gente corriera despavorida fuera de los edificios ante el temor de que el techo se les cayera encima. Francisco, que se hallaba en su casa, tomó a Josefa y a su hijo de la mano, y con ellos salió rápido a buscar refugio al aire libre. Nunca habían experimentado esa terrible sensación. Era el mes de noviembre de 1755 y la ciudad había sufrido un terremoto. Los reyes se hallaban ausentes en El Escorial, donde también sintieron el temblor, pero al día siguiente regresaron raudos al Buen Retiro. Nadie en la capital había resultado muerto y tampoco las construcciones parecían dañadas. La corte, sin embargo, estaba intranquila ante la posibilidad de que la sacudida se repitiera de nuevo. Algunos, en su ignorancia, lo achacaban a un castigo de Dios y buscaban con ahínco las causas de la furia divina. Los curas desde sus púlpitos aprovecharon la ocasión para azuzar a los fieles contra la debilidad del pecado. El suceso supuso una contribución más al desánimo que se adueñaba de Fernando VI y Bárbara de Braganza, según avanzaba el reinado. Las noticias que fueron llegando sobre el poder destructor del cataclismo en otros lugares los dejaron muy afectados. Lisboa, la ciudad natal de la soberana, había quedado arrasada, sepultada bajo sus propias ruinas, entre las que se sacaron más de cuarenta y cinco mil cadáveres. En el sur de España, aunque apenas había causado víctimas, los edificios destruidos en Huelva, Cádiz o Sevilla se contaban por cientos.

A esta emergencia venía a sumarse el empeoramiento de las relaciones internacionales. Los conflictos entre Francia e Inglaterra se habían agudizado de tal manera en las colonias americanas, que parecía inminente el estallido de una guerra. Iba a resultar imposible a España mantenerse al margen de este conflicto, que ponía en juego igualmente sus intereses americanos. La pacífica neutralidad que había sido orgullosa enseña de Fernando VI se venía sin remedio abajo. Doña Bárbara, inspiradora de gran parte de la política que marcaría la historia de su esposo, se sentía responsable del fracaso.

Francisco trabajaba esa mañana en el Buen Retiro, cuando vio a doña Bárbara paseando a lo lejos, por los alrededores del gran estanque del real sitio, acompañada por la marquesa de Aitona. Enérgica, a pesar de sus crecientes achaques, doña Bárbara tenía siempre en mente el complacer al rey y no dejarle caer en su depresiva melancolía a base de sorprenderle con algún festejo inesperado que lograra aportar luz a las sombras que se cernían ahora sobre la corte. Hacía tiempo que estaba pensando en organizar una excepcional representación teatral acuática. Por ello, la reina había convocado esa mañana a Farinelli y a Giacomo Bonavía, al que había hecho venir desde Aranjuez, para sopesar si el estanque del Buen Retiro era un escenario propicio para su deseo. Al ver cómo los dos artistas se unían al paseo de la soberana, Francisco se sintió impulsado a acercarse y procurar que su amigo Bonavía le viera. Con un poco de suerte, podría incorporarse también al grupo. Deseaba poder hablar con la reina. Estaba seguro de que se acordaría de él y se mostraría dispuesta a escuchar lo que quería exponerle.

Su plan era osado e inusual, máxime estando presente la marquesa de Aitona, encargada como camarera mayor de la estricta vigilancia de las etiquetas reales. Entre artistas la reina se sentía más ligera de ataduras y se hacía más asequible abordarla, tal como pretendía Francisco. Y tal como imaginaba, lo logró. Saludó con humilde cortesía, hizo una reverencia a la soberana y, ya de pie, esperó a que ella le instara a hablar, apartándose ligeramente de la camarera mayor.

Francisco le relató con sencilla lucidez y emoción su preocupación sobre los acontecimientos ocurridos últimamente, que no sólo le afectaban a él, sino que podían tener mayor trascendencia de la imaginada en la corte. Le confesó sus conjeturas sobre la muerte intencionada de la condesa de Valdeparaíso, que dejaron a doña Bárbara con el semblante demudado. Únicamente a ella se atrevió a mencionarle la implicación de la dama en la investigación alquímica, a sabiendas de que la reina protegería con su silencio el honor de María, a la que tanto afecto había profesado. Le habló de Félix Monsiono y, sobre todo, de Jean Baptiste Platón, de quien tenía serias dudas sobre sus verdaderas intenciones en España. Le rogó que no minusvalorara lo que estaba ocurriendo en las reales fraguas, porque detrás de la aparente insignificancia de un taller donde se trabaja el hierro, podía esconderse una trama de trascendencia política.

—Es necesario purgar esa institución, majestad. Su ambiente corrupto puede afectar, de abajo arriba, hasta las más altas instancias de la corte. Lo primordial es expulsar al maestro Platón, a mi entender, un farsante.

—Me gustaría ayudarte, Barranco. Pero debes ser consciente de la gravedad de tus acusaciones. Lo único que puedo decirte es que si demuestras que lo que dices es verdad, todo se resolverá a tu favor. Te doy mi palabra —concluyó la reina, dando su mano a besar, en señal de que daba la entrevista por terminada.

Pedro Castro apareció unos días después en la fragua de Francisco. Estaba dispuesto a seguir ayudando a su amigo y traía noticias frescas que podrían interesarle.

—Vengo de la calle de Postas, ya sabes, donde entregan el correo —le comentó, mientras el cerrajero seguía trajinando con sus herramientas en el banco de trabajo.

—Ya. ¿Alguna carta para ti? —preguntó Francisco, sin prestar mucha atención al comentario.

—Bueno, ya sabes que una vez que retiran la correspondencia oficial, confeccionan una lista con los nombres a quienes van destinadas las restantes cartas. Mi nombre estaba desde ayer en esa lista, y un avispado voluntario ha pretendido traérmela para ganarse alguna monedilla, pero he preferido ir personalmente a buscarla. Es de un comediante que hace tiempo conocí y quiere venir a la corte a trabajar, me pregunta si yo puedo pedir al empresario Luis de Rubielos que le dé un papel en alguna de sus comedias.

—Vaya, qué interesante… —volvió a contestar el cerrajero, sin demostrar en realidad el más mínimo interés por lo que escuchaba.

—Francisco, no mientas. Espabila, que no he venido a contarte eso —dijo Pedro, algo enfadado.

—¿Entonces?

—He visto que en el listado de destinatarios, figura el nombre de Jean Baptiste Platón. Le ha llegado una carta de París. Si te das prisa y actúas antes de que un repartidor le dé aviso, a lo mejor podrás hacerte con ella.

—Magnífica idea, Pedro. Sé quien nos puede ayudar. Vamos, hagámoslo rápido.

Caminaron con rapidez hasta las tapias que cercaban la obra de palacio, que ya comenzaban a ser demolidas por algunas zonas para dejar espacio libre al adecentamiento urbano del entorno. Al llegar a la puerta por la que Francisco solía entrar, se detuvo a saludar al centinela habitual y le ofreció un trato. Debía avisar al oficial Santiago García, en las reales fraguas, y ordenarle que le acompañara, como si hubiera sido llamado por el intendente de la obra, para que pudiera abandonar el taller sin levantar sospechas. Los dos, guardia y oficial de cerrajero, iban a salir beneficiados económicamente del encargo.

Al rato, Santiago García apareció escoltado por el centinela. El oficial se alegraba siempre de volver a encontrarse con su antiguo maestro, que esta vez le encomendaba una misión simple y rápida. Debía acercarse a la calle de Postas y solicitar al cartero mayor la misiva a nombre de Jean Baptiste Platón, alegando ser su subordinado en la fragua, cosa fácilmente creíble por la simple vista de sus manos todavía ennegrecidas del carbón y el olor a hierro. Iba a llevar además unas monedas, por si hiciera falta persuadir al funcionario de la conveniencia de entregarle esa carta destinada a otro.

El oficial cumplió con su palabra. Una hora más tarde, el papel doblado y lacrado procedente de París se encontraba en manos de Francisco. Se trataba de un papel grueso, de calidad y buen tintado. Lo abrió y desdobló con ansiedad en la intimidad de su fragua, pero, para su decepción, era imposible de leer, porque venía cifrado. Las cosas se complicaban para Francisco, pero estaba dispuesto esta vez a resolverlas por sí mismo. Entendió que se hacía necesario entrar de alguna forma al real martinete. Aquel taller, en el cual debería estar ejerciendo la labor de dirección que merecía por su categoría profesional, se había convertido para él, exclusivamente, en el lugar que escondía las pruebas para defenestrar a Platón y a Félix Monsiono. Obsesionado con ello, su mente se dispersaba en el trabajo más de lo necesario. Sólo tenía energía para pensar en la oportunidad de asaltar aquellas fraguas. No tardó mucho en decidirse.

Se tomó la molestia de averiguar los turnos de noche de los centinelas en las tapias de palacio. Esperó a que llegara el día en que tocara vigilancia nocturna al guardia que le apreciaba bien y se dejaba comprar a cambio de favores. Salió de su casa cuando era ya noche cerrada. Josefa quiso averiguar adónde iba a esas horas, pero Francisco le rogó que no pidiera explicaciones; simplemente debía confiar en él y tener la seguridad de que lo que hacía era por el bien de todos. Antes de salir, llenó sus bolsillos con una vela, la carta birlada a Platón y algunas herramientas de cerrajero que podrían serle útiles.

Se presentó ante la puerta del centinela y, según lo acordado, le dejó pasar a cambio de unas monedas. Avanzó rápido, escurriéndose entre los restos de la obra inacabada, hasta llegar a la puerta del real martinete. Por suerte, conocía aquel solar como la palma de su mano y no dio ningún traspié, ni siquiera andando a la luz de las estrellas. Por fortuna también, desde que desapareciera su primer perro guardián, Platón no lo había repuesto, y en la fragua, supuestamente vigilada por los guardias, no dormía ya nadie.

Se acercó con sigilo a una pequeña hoguera que ardía de noche cerca de ese lugar, para que los centinelas tuvieran siempre un fuego disponible, y encendió su vela. Nadie había reparado en él. Regresó a la puerta de la fragua e iluminó la cerradura, dispuesto a emplear en ella sus peculiares ganzúas. Pero su experiencia como cerrajero le sirvió para darse cuenta de que se trataba de una cerradura de alta seguridad, con resortes ocultos que harían saltar una alarma si eran forzados. Platón era listo; confiaba en sus mecanismos de cierre más que en perros y centinelas. Observó bien por el agujero de la bocallave con la iluminación que le permitía la vela. Introdujo una ganzúa de finísimo diámetro y fue tanteando, con extremo cuidado, la forma de los resortes que la cerradura tenía dentro, logrando que ninguno de ellos saltara. Era de esas que al forzarse, hacía sonar unas campanillas. Aunque estaba seguro de poder abrirla con serenidad y tiempo, prefirió no arriesgarse, para que no se le echara encima la madrugada. Admitió que Platón le ganaba esta batalla. Asumió el contratiempo y buscó sobre la marcha una alternativa. Fue tanteando las ventanas del taller que daban a la fachada. Quizás fuera casualidad, pero esa noche una de ellas estaba mal cerrada. La empujó sigilosamente y saltó al interior. Mientras lo hacía, pensaba en la indignidad de un cerrajero teniendo que acceder por una ventana al ser incapaz de forzar una cerradura. «Menos mal que no me ha visto mi hijo», se dijo a sí mismo.

Una vez dentro, se dio prisa en actuar. Buscó ese famoso armario que guardaba las sustancias, según indicaciones del oficial Santiago García. Antes de abrirlo, se percató igualmente de que su cerradura también tenía truco. Se había colocado sobre la bocallave otra chapa adicional con la misma forma, cuya única misión era aprisionar un pelo. De esta forma, si se introducía una llave, la ruptura del cabello actuaría como chivato de haber sido manipulado. Esta vez se encargó de desmontar el ingenio con facilidad; al terminar volvería a colocar el pelo en su sitio.

Los estantes del armario podían asustar a cualquier extraño. La acumulación de las más variadas sustancias químicas, guardadas en tarros, desprendía un fuerte olor, a veces nauseabundo e insoportable, que hacía muy difícil resistir mucho tiempo ante ellos. Se decidió a buscar rápido. Abrió bote a bote con celeridad, teniendo en mente reconocer ese fuerte aroma a almendras amargas que hacía tan reconocible el cianuro. Ninguno de los examinados parecía contenerlo. Empezaba a aturdirse por la inhalación de tanto efluvio raro, pero no quería desistir. Finalmente, detrás de los botes más grandes, le pareció entrever un pequeño saquito de tela. Logró alcanzarlo con la punta de los dedos. Al abrirlo, ese olor a almendra amarga que buscaba le inundó la nariz, haciéndole toser y revolviéndole el estómago. La imagen de la condesa de Valdeparaíso en la capilla ardiente le asaltó en ese momento. Sintió ganas de vomitar, pero logró contenerse, tapándose la boca con la mano. La providencia quiso que no hubiera tocado el mortal cianuro, pero Francisco había sido imprudente, y sus manos estaban impregnadas de restos de las otras sustancias. El malestar físico no le impidió, sin embargo, tomar una muestra del cianuro en su propio pañuelo, que guardó en el bolsillo. Acto seguido, procedió a cerrar el armario, restituyendo con cuidado el mismo delator que antes había desactivado.

Ya tenía la prueba que buscaba de Félix, pero necesitaba encontrar algo más; y ahora tocaba lo que competía al maestro Platón. A la luz de la única vela, fue recorriendo los espacios del real martinete. Se hacía raro ver toda esa maquinaria en silencio. Echaba de menos el estruendo de esos martillos trabajando al unísono sobre tantos yunques. La añoranza de su antiguo cargo le llenó de tristeza, pero le proporcionó la rabia suficiente para agudizar su inteligencia en este trance. Entró en lo que parecía el despacho de Platón y, provisto de sus ganzúas, abrió a diestro y siniestro, baúles y cajones. En uno de estos, por azar, se dio cuenta de la existencia de un doble fondo. Descorrió la plancha de madera que lo ocultaba y allí, justamente allí, encontró lo que buscaba: varias cartas cifradas, atadas con una cinta, y un papel doblado, con las claves para poder leerlas. Sacó la carta dirigida a Platón que llevaba en el bolsillo y se entretuvo en leer cuantas cartas pudo. Con paciencia, fue sustituyendo mentalmente las cifras por las palabras a las que correspondían, según el papel con las contraseñas, hasta ir conformando frases. Estaban escritas en francés, pero después de las muchas horas pasadas en su vida en el estudio del famoso libro de Réaumur, Francisco era capaz de entender por encima su significado.

Así pudo comprobar que se trataba de comunicaciones con los ministros de Francia. Le daban la enhorabuena por sus pesquisas y le animaban a resistir en Madrid, pese a su descontento. Le recordaban que sólo obtendría la suculenta pensión prometida si cumplía con su misión: entretener al gobierno español lo más posible en la falsa creencia de que les aportaría el secreto de la conversión industrial del hierro en acero. Si fuera posible, debía simular que estaba trabajando en ciertas líneas de experimentación en este asunto, con el fin de desviar a los maestros españoles hacia falsos caminos para la obtención del buen acero. Buscaban con ello obstaculizar los progresos industriales de la metalurgia en España; lograr que no se anticipara a Francia y, de paso, tener información de primera mano sobre los adelantos que se produjeran en este campo. Carvajal se había tragado el anzuelo, como también lo estaban haciendo sus leales sucesores, el duque de Huéscar y el conde de Valdeparaíso.

En la carta más reciente, pudo saber que se le daba a Platón permiso para comprar, a cierto maestro español que trabajaba a sus órdenes, una fórmula desconocida del acero que decía poseer con toda seguridad y le había ofrecido. Se mencionaba incluso la existencia de un manuscrito antiguo, perteneciente a una familia ancestral de artífices del metal, que guardaba interesantes secretos. Se le animaba finalmente a acudir al embajador francés en Madrid, cuando tuviera necesidad de recurrir a negociar espionajes y sobornos, como este, con fuertes sumas de dinero.

Francisco se quedó atónito con lo que leía. Se sentía, a la vez, orgulloso, excitado y angustiado por el descubrimiento. Jean Baptiste Platón era en realidad un espía al servicio de su país y no un proscrito dispuesto a vender su trabajo a otro reino. Traía la misión de arruinar y entorpecer, a la sombra de la Corona española, los avances de la industria del acero, que tanto bien hubieran hecho a su economía y a su ejército, tal como habían pretendido desde hacía décadas Miguel de Goyeneche, el marqués de la Ensenada y, en su modesta aportación, él mismo. ¡Cómo no lo habían descubierto antes!, pensó con exasperación.

Por otro lado, ya tenía también la prueba de que Félix Monsiono estaba en posesión del libro de los Flores. Era primordial recuperarlo, puesto que al parecer ya negociaba su venta a los franceses.

Con tanta información acumulada en su cabeza, y ya casi empezando a clarear, Francisco salió del real martinete, dejándolo todo tal y como se lo había encontrado. Cuando llegó a casa, consumido por el cansancio y el sueño, comenzó a sentir mareos y vómitos. Alguno de los tóxicos que habían llegado a su boca por descuido comenzaba a hacer efecto. Desde esa noche, sufriría fuertes dolores de hígado con frecuencia, que lo iban a dejar muy debilitado. No pensaba, sin embargo, desistir de su investigación ni tirar de la manta respecto al asunto de Platón, hasta no resolver lo que más le importaba desde el punto de vista personal: ajustar sus cuentas con Félix Monsiono y rescatar el libro de los Flores, antes de acusarle con pruebas del asesinato de la condesa de Valdeparaíso. Se hizo a sí mismo el juramento de lograrlo.

El valioso manuscrito de los Flores, en efecto, había sido ya motivo de negociación con el maestro Platón, que había llegado a verlo con interés, aunque Monsiono apenas le había permitido ojearlo por encima, para evitar que tomara nota de sus revelaciones sin haber pagado antes por ello. Félix exigía una importante suma de dinero a cambio de ese compendio de vieja sabiduría metalúrgica propia de la casa real española. Pedía asimismo protección para poder emigrar y privilegios para trabajar en su oficio e instalarse cómodamente en Francia con su familia. No se fiaba de nadie. Exigía documentos oficiales firmados y el dinero por adelantado, antes de entregar el libro. Temía que intentaran matarle y no pagarle si lo soltaba antes. Platón prometió consultar con sus verdaderos superiores lo que debía hacer. Estaba pendiente en verdad de reunirse con el duque de Duras, embajador de Francia. El repentino despido de este, que tras la caída del marqués de la Ensenada y por el supuesto apoyo que le brindaba había quedado en mal lugar frente a Fernando VI, dejó los planes inmediatos de Platón en suspenso. La llegada a Madrid del marqués de Aubeterre, nuevo embajador francés, iba a retrasarse unos meses, suficientes para que los acontecimientos se precipitaran de una forma indeseablemente dramática.