Capítulo 37

Los días de mercado en la plaza de la Cebada eran bulliciosos y alborotados. En las inmediaciones de la iglesia madrileña de San Andrés se acumulaban en esas fechas puestos de comercio ambulante, entre los que proliferaban los de trastos viejos: libros, objetos de madera, cerámicas, metales, cristal y hasta hierros de desecho o robados, contra cuya venta fraudulenta actuaban de continuo los veedores del gremio de cerrajeros como Francisco Barranco.

Había amanecido un fresco y soleado sábado de otoño. La capital se desperezaba con la vista del nuevo palacio real prácticamente terminado. El bloque central del edificio, con sus cuatro elegantes fachadas conformando un perfecto cuadrado, se alzaba hacia el cielo, imponiendo su recto perfil sobre el conjunto de la ciudad. Sacchetti se ocupaba en estas semanas de la complicada ejecución de la cúpula de la gran capilla, cuya techumbre iba recubierta de plomo. El arquitecto no escondía ya el cansancio acumulado por esta obra que le había ocupado dos décadas de vida, y que a los sesenta y cinco años de edad podría ser la última de su carrera profesional.

Puesto que el conde de Valdeparaíso acompañaba aquel día también al rey en la jornada de caza a El Pardo, María decidió aprovechar su ausencia para acercarse a la plaza de la Cebada. Aunque no era lugar para la adquisición de objetos de lujo, el carácter variopinto de este mercado ambulante atraía con frecuencia a damas y caballeros de alcurnia, movidos simplemente por la curiosidad. No era raro encontrar entre esos tenderetes la venta en almoneda de las propiedades de algún difunto, con mucha frecuencia libros, ropas y enseres, que aún podrían tener larga vida en manos de otros dueños que los valoraran. La condesa acudía a distraerse, rebuscando entre viejos trastos.

Conducida hasta allí en su silla de manos, porteada a brazo por dos cocheros, para no manchar sus zapatos de seda con el barro de las calles, María no se fijó en que tras ella, muy de cerca, seguía sus pasos Félix Monsiono. Tampoco se dio cuenta, durante el tiempo que pasó en la plaza de la Cebada, de que este hombre, apartado de ella lo justo para no llamar la atención, observaba fijamente todos sus movimientos.

Abriéndose paso entre la gente, la condesa se acercó hasta un anciano, que con una manta sobre el suelo repleta de libros amontonados, trataba de hacer alguna venta que le permitiera comer ese día. María se agachó a ojearlos, sin importarle esta vez que el bajo de su vestido se manchara de polvo. Era más fuerte su interés por las páginas impresas que por la vestimenta bonita. Miró varios volúmenes de todas clases: hagiografías de santos, algunas obras en latín, gramáticas, diccionarios y genealogías. Debajo de ellos, descubrió uno encuadernado en tapas de pergamino, atado con un cordón de cuero, que le llamó mucho la atención. Tenía las esquinas quemadas y parecía haber sufrido el deterioro de la humedad. Pidió permiso al librero para desatar el cordón, que estaba mohoso y corroído, y curiosear en su interior. Lo que se desplegó ante sus ojos la dejó absorta. Anotaciones manuscritas en diferentes letras y tintas, junto a dibujos y esquemas que parecían de piezas de cerrajería. Nerviosa, sin querer leer más, lo cerró de sopetón. Vio con claridad que ese era el libro que buscaba Francisco; el manuscrito de los Flores, del cual había copiado la fórmula alquímica del hierro, cuya investigación la tenía aún obsesionada. Con disimulo y pretendido desinterés, preguntó al anciano por el precio y las circunstancias de que el tomo estuviera tan deteriorado.

—No sé, señora. Yo recojo los libros que nadie quiere. Esos que están a punto de perecer en la hoguera, porque a todo el mundo estorban —contestó el librero lacónicamente, levantándose pesadamente de su taburete. Al observar el manuscrito por el que María inquiría, bajó su tono de voz—. Ese que tiene en sus manos, creo recordar que me lo trajo un obrero de los que hicieron las zanjas del palacio. Digo yo que habrá sido robado de la biblioteca real, pero al parecer estaba enterrado… Ni siquiera sé de qué se trata y lo vendo barato…

María no se entretuvo en discutir el precio. Pagó los dos reales que le pidió y se llevó otros tres ejemplares, con estampas de geografía y botánica, que le servirían igualmente para disimular la otra adquisición. Con los libros en el regazo, marchó de vuelta a su casa, deseando estar a solas cuanto antes para estudiar con tranquilidad y avisar a Francisco de tan asombroso hallazgo.

Al entrar por la puerta, Teresa la regañó con la autoridad que le permitían sus muchos años de servicio, porque la suciedad de los libros que la condesa traía abrazados contra su pecho le había manchado el corpiño. La doncella los tomó en sus manos, los puso encima de una mesa y con el delantal que ella misma llevaba puesto, fue limpiándolos uno a uno, permitiéndose la licencia de curiosear los extraños ejemplares que había adquirido su señora.

Un rato después, enfundada ya en un vestido limpio y cómodo, María se encontraba encerrada en su laboratorio de alquimia, dispuesta a analizar el famoso manuscrito de los Flores. Encendió las velas necesarias para alumbrase, moviéndose con elegante parsimonia, como si de un rito se tratara. Se sentó ante la mesita de madera y cerró los ojos durante un rato, buscando lucidez y concentración. El libro mostraba evidencias de páginas arrancadas y a medio quemar. Esperaba encontrar el dibujo original que ya conocía, pero la mala fortuna había hecho que precisamente esa hoja hubiera desaparecido. No se dio por vencida. Tenía la intuición de que en algún lugar, algún párrafo, podía figurar la explicación a esos símbolos, aunque fuera sucinta, así como la conexión entre ellos, de forma que fuera válida y utilizable para los miembros de las familias que poseyeron el preciado texto. Anhelaba que fuera así y que esa información no se hubiera perdido en la transmisión oral entre parientes. Estaba segura de que las figuras que le faltaban por estudiar, el reloj de arena, junto a las imágenes del sol y la luna, eran medidas de tiempo. Por los conocimientos que ya tenía, imaginó que el triángulo exterior que enmarcaba el dibujo, junto a la forma de una gran cubeta, podían ser alegorías del fuego y del horno. Siguió pasando hojas con cuidado de no dañarlas más de lo que ya estaban. De repente, saltó a su vista un texto extraño. Estaba escrito en latín, pero tenía intercalados números del alfabeto árabe. Intentó descifrarlo, pero había frases enteras a las que no encontraba sentido. Salió un momento a buscar diccionarios a la biblioteca principal de la casa, y allí escogió varios de latín, árabe y lenguas muertas que pertenecían a su esposo.

Con paciencia, palabra a palabra, fue descifrando la explicación y la fórmula de la fabricación del mejor acero.

Al darse cuenta de que ya lo tenía, alzó la vista al techo, dando gracias a Dios al tiempo que sus ojos se nublaban embargados por la emoción.

Según rezaba el texto, la fórmula ahí expuesta era originaria de la India, desde donde, hacía ya muchos siglos, se había extendido al Oriente Próximo, constituyendo allí el verdadero secreto de los míticos aceros de Damasco. Un antepasado de los Asquembrens, había viajado en el siglo XVII desde Alemania hasta aquella legendaria ciudad, trayendo consigo esta fórmula robada a ciertos artesanos árabes, que quiso perpetuar enmascarada para beneficio de su familia en este libro manuscrito. El uso de silicio y manganeso era la clave de la fórmula, ya que ambas sustancias, unidas al carbón vegetal y la cal, lograban reducir el exceso de azufre y sales que hacían malo el acero. Ese era el secreto, que en Europa aún se desconocía. Las cifras en árabe ofrecían las proporciones adecuadas de cada elemento y los tiempos necesarios de calor fundente en el horno.

—¿Cómo es posible que todo este conocimiento estuviese perdido durante siglos? —se preguntaba la condesa en la soledad de su laboratorio—. Tengo que informar a Francisco de esto cuanto antes.

Los bellísimos jardines del palacio de Aranjuez habían reclamado la atención del cerrajero Barranco en los últimos días. Giacomo Bonavía le había hecho trasladarse a aquel sitio, para encomendarle la obra de enormes puertas-rejas, de un hermoso diseño barroco, que acotaran las diferentes partes del jardín, a modo de salones independientes al exterior, pero que no impidieran la vista del grandioso conjunto. El encargo había despertado una nueva motivación en Francisco, que se hizo acompañar a Aranjuez por el pequeño José, para que fuera tomando el pulso a la profesión y demostrara su aprendizaje del dibujo, al colaborar en el diseño de estas obras de arte. Instalados padre e hijo en las habitaciones destinadas a criados y personal de los oficios, emplearon el tiempo justo, sin prisas, para elaborar y emplazar en los jardines las rejas.

Uno de esos días, la condesa de Valdeparaíso pidió a Teresa que saliera a buscar a Francisco Barranco a su casa y le trajera consigo. Al igual que otras veces en los últimos tiempos, la criada tardó en volver más de la cuenta. El ladronzuelo a sueldo con quien Félix estaba conchabado sabía ya cómo avisarle en la fragua de palacio y el maestro hacía lo indecible por salir al encuentro de la doncella y acosarla con halagos. Teresa volvió del recado envuelta en vanidad y deseos de amor, pero con la decepcionante respuesta para María de que Barranco estaba en Aranjuez y no regresaría a la corte hasta un par de semanas más adelante.

Mientras tanto, Félix Monsiono iba reconcomiéndose en sus malévolos planes. Su complicidad con Jean Baptiste Platón se había ido afianzando día a día. A nadie le extrañaba, puesto que el mal carácter de ambos los convertía en almas gemelas. Al margen de su mujer, amargada desde su venida a España, y desaparecido su protector Carvajal, el maestro francés no tenía a nadie a quien trasladar sus quejas. Félix era el único que, en ocasiones y siempre por el interés de estar bien informado, le aguantaba sus improperios. Platón se lamentaba del trato humillante que había recibido en este país, incapaz de valorarle a él, un afamado maestro en Francia, con más de treinta años de aprendizaje en academias y escuelas, y autor de las mejores obras. Lo achacaba todo a las envidias y el retraso profesional de los artesanos nacionales, a quienes Carvajal pretendió que enseñara, pero ya se había dado cuenta de que era del todo imposible. Nadie en España podría estar jamás a su altura.

—Maestro, si me enseña sus secretos del oficio, le juro que yo sabré corresponder con el mayor beneficio que pueda imaginar para su carrera —se atrevió a proponerle Monsiono, después de escuchar a Platón su larga perorata.

—¿El mayor beneficio para mi carrera? ¿De qué beneficio hablas? —preguntó el francés, que no pudo evitar la curiosidad, aunque los gestos y la dura mirada de su ayudante le ponían a veces muy nervioso. Le soportaba a su lado como un mal necesario, pero jamás había llegado a fiarse de él plenamente.

—Yo puedo proporcionarle los secretos con que han trabajado en los palacios reales los cerrajeros de cámara durante muchos reinados. Y aún más importante, quizás fórmulas y conocimientos sobre el hierro y el acero, procedentes de los mejores artífices de este país, que desde hace muchos siglos nadie ha puesto en práctica —exclamó Félix con vehemencia.

—Y si puedes proporcionarme todo eso, ¿por qué no lo has hecho antes? ¿Y por qué tengo que confiar en tu palabra? —inquirió escéptico Platón.

—Porque antes no los tenía en mi mano. Pero ahora sé bien cómo conseguirlos y garantizar por siempre el secreto a quien opte por compartirlos conmigo. Por supuesto, no va a salir gratis. Es obvio —sugirió con descaro Monsiono.

—Ponme esos secretos de los que hablas delante de mis narices, y serás largamente recompensado —contestó Platón, cuyo semblante denotaba a la vez seriedad y expectación—. Mientras tanto… permíteme que dude de lo que cuentas.

—Haré lo que me pide. Se lo juro. Voy a demostrar por fin de lo que es capaz Félix Monsiono…

Francisco se enteró de la noticia nada más regresar a Madrid. La corte estaba conmocionada. La condesa de Valdeparaíso había aparecido muerta el día anterior, a la caída de la tarde. Al regresar de palacio, su esposo la había encontrado recostada sobre la mesa de su gabinete, con un libro entre las manos. El conde creyó que dormía, vencida como otras veces por el sopor de la lectura, y no quiso despertarla. Fue Teresa, quien extrañada al ver que su señora tardaba en salir de la habitación para disponer los detalles de la cena, la que se decidió a entrar, encontrándola ya sin vida. Aun fallecida, María tenía el semblante bellísimo, como si estuviera dormida. Se acercaba a los cuarenta años de edad, pero incluso en este trance final tenía el aspecto de una mujer más joven.

Desencajada por la terrible sorpresa, la criada llamó a gritos al conde, que al contemplar la palidez mortuoria de María, ordenó a su cochero ir en busca del médico de familia. Por desgracia, nada podía hacerse ya, más que ratificar su defunción. Ante la falta de enfermedad previa y cualquier otro síntoma que pudiera explicar la causa, el doctor dictaminó que se trataba de muerte natural por una posible afección de corazón, hasta ahora desconocida en ella. Imposible saber más, a no ser que el conde quisiera dejarla en manos de los cirujanos, para que la abrieran y examinaran sus órganos, cosa a la que se negó radicalmente.

El cuerpo de María Sancho Barona fue vestido con un sobrio traje de gala por su doncella Teresa, que no dejaba de llorar, entre incrédula y desconsolada, por la muerte de su señora. Se dispuso así la capilla ardiente, durante dos días, en el propio dormitorio de la condesa, que estuvo abierto al oficio de misas por su alma en aquel mismo lugar y a la visita de aquellos cortesanos que quisieron pasar a mostrar sus condolencias. María había sido querida, admirada e incluso envidiada por muchos. La mayoría, sin embargo, apenas había llegado a conocer esa faceta intelectual y curiosa que desde hacía años la obsesionaba.

Iba a ser enterrada en el convento de las carmelitas descalzas, en Madrid, según ella misma había especificado en un testamento redactado hacía años, en el cual también había dispuesto que su mejor vestido se enviara a la Virgen de Mirabuenos de Almagro, la localidad manchega de donde procedía su riqueza y patrimonio familiar.

Por suerte, Francisco había llegado a tiempo de visitar la capilla ardiente, mezclado en la casa de los Valdeparaíso con otras personas del servicio de palacio, que habían acudido a rendir homenaje a la dama. Hizo un esfuerzo sobrehumano por soportar la visión de María muerta. Sólo una inexplicable fuerza interior le mantuvo en pie frente a ella, mientras rezaba una oración, sintiendo cómo el corazón se le desgarraba por dentro. No le hubiera importado en ese momento marcharse al otro mundo con ella. Ni siquiera pensar en Josefa y José, su hijo, hubiera podido borrarle esa idea. No podía creer que esta desgracia hubiera ocurrido. Se sentía vacío, incrédulo, anonadado y casi muerto realmente de amor por ella. Perdía lo más bonito de su vida, de esta forma imprevista, inmerecida y sorprendente. El intenso olor a incienso y cera, procedente de las decenas de cirios encendidos que se habían instalado en el cuarto, embriagaba de una forma insoportable porque remarcaba el carácter fúnebre del acontecimiento.

Sobrepasado por ese intenso dolor en el alma, Francisco fue capaz, pese a todo, de fijarse en el cuerpo y el semblante de María con todo detalle. No quería olvidar su imagen. Juró para sus adentros que tendría el rostro de su amada en la mente hasta el fin de sus días. La iba a amar con igual intensidad viva que muerta. Su unión ante el altar mayor de El Escorial sería eterna. Recordaba, tragándose las lágrimas, aquella emocionada ceremonia, cuando de repente, saltó a su vista un extraño pormenor. Aunque la condesa tenía las manos cruzadas sobre su pecho, pudo ver que tenía las yemas de los dedos de un raro color amarillento. Salió de la habitación y fue a buscar a Teresa, que a ratos se retiraba a su alcoba, junto a la cocina, para dar rienda suelta a su llanto.

—Teresa, siento y comparto tu dolor. Ya lo sabes… —le dijo Francisco, al encontrarla sentada sobre la cama.

Pidió permiso para sentarse también sobre el colchón de la doncella, y allí, completamente abatido, lejos de otras miradas indiscretas, dejó escapar las lágrimas por María.

—¿Qué voy a hacer sin ella, Francisco? Mi vida ya no tiene sentido —sollozaba también la criada—. Sé que tú la amabas, lo sé; pero nadie la ha querido y cuidado tanto como yo en todos estos años. ¿Y cómo puede haber ocurrido esto?

—Precisamente de eso quería hablarte —fue capaz de decir Francisco, secándose con un pañuelo los ojos—. Enjuágate tú también las lágrimas y contéstame a lo que te pregunte. Es importante.

—Dime… ¿qué puedo saber yo de esto?

—Si fuiste tú quien la encontró, recordarás… ¿qué tenía entre las manos la condesa? —preguntó Francisco, tratando de darle una explicación a la apariencia amarillenta de sus dedos.

—Tenía un libro sobre el regazo y otros tantos abiertos encima de la mesa. Había estado toda la tarde estudiando, como solía hacer ella, ya sabes… —comenzó a recordar Teresa, mientras se sorbía la nariz y se limpiaba los ojos con un pañuelo—. Antes de eso también había pasado un rato en su laboratorio… Por cierto, ¿qué debo hacer con eso?

—Nada. De momento debes mantener el laboratorio cerrado y en secreto. Pero dime, ¿viste qué libro era el que tenía más cerca de sus manos?

—Bueno, un rato antes entré a llevarle una taza de chocolate y me enseñó uno que acababa de recibir de la imprenta de don Miguel de Goyeneche; seguían enviándoselos puntualmente y ya sabes cómo era ella… le gustaba compartir conmigo muchas cosas —relató Teresa, un tanto asustada y nerviosa, consciente de que ocultaba ciertos detalles que podrían comprometerla.

—Lo sé, Teresa, lo sé. Ahora debes tranquilizarte y ocuparte de sus cosas. Procura que su entierro, en lo que a ti modestamente compete, sea lo más hermoso posible.

—Me ocuparé de ello, Francisco. Después, no sé hacia dónde dirigiré mis pasos…

Le resultaba imposible dormir. Días después de haber contemplado pasar el cortejo fúnebre hacia la iglesia del enterramiento, Francisco aún no había sido capaz de conciliar el sueño. Por más que Josefa intentaba convencerle de que se acostara, el cerrajero prefería pasar la noche en vela, cayendo a ratos rendido sobre la mesa, acuciado por la imagen del rostro exánime de María. Estaba desolado. Muchas veces se encerraba en la fragua para dar rienda suelta a su tristeza, llorando solo.

Josefa se había dado cuenta del sentimiento de su marido después de la muerte de esa dama. Por mucho que hubiera tratado de obviarlo a lo largo de todos estos años, ahora se daba cuenta de cuánto había amado Francisco a la condesa de Valdeparaíso. Josefa era de buen corazón y sentía lástima por el terrible final de aquella hermosa mujer. La tristeza que su muerte provocaba en Francisco le taladraba el alma. No sabía cómo consolarle. Se sentía frustrada por no haber sido capaz de despertar en él un sentimiento de amor tan profundo, pero no pensaba desistir. Francisco iba a necesitar más que nunca su cariño y su hombro para desahogarse.

Al margen de su tristeza, a Francisco le obsesionaban las dudas razonables sobre las causas de aquella muerte. Estaba convencido de que María había sido envenenada. El amarillo en sus dedos le parecía suficiente prueba. Recordaba haber leído en algún libro de ciencias, la posibilidad de intoxicarse mortalmente si uno cometía la imprudencia de llevarse a la boca un dedo que hubiera tocado un papel impregnado de veneno. Por desgracia, era un viejo método de asesinato: enviar cartas y regalar libros que llevaran la sustancia mortal adherida a sus hojas.

Movido por el afán de hacer justicia a la condesa y hallar los motivos de su muerte y al posible asesino, Francisco decidió iniciar una discreta investigación por su propia cuenta.

Se presentó de inmediato en casa de Miguel de Goyeneche. Su última entrevista parecía haber marcado la ruptura definitiva entre ellos, pero Francisco creyó que ahora tenían otra cosa más importante que resolver. La visita de Barranco pilló a Goyeneche de sorpresa. Pensaba que el cerrajero regresaba a pedir perdón por su desencuentro y no lo esperaba tan pronto. Pero Francisco le desconcertó con otro argumento bien diferente.

—Don Miguel, tengo la sospecha fundada de que la condesa de Valdeparaíso ha muerto envenenada.

—¡Qué dices, Francisco! Ten cuidado con tus palabras. No debes andar lanzando rumores y acusaciones infundadas. Si el conde de Valdeparaíso se entera, podría costarte muy caro.

—Lo sé, pero ya no me importa. Hay algo superior que me empuja a aclararlo todo. Me cueste lo que me cueste —aseveró con aplomo Francisco—. Y a eso he venido…

—¿A qué exactamente…?

—Sé por la doncella que el último libro que manejó la condesa era un regalo vuestro, salido de vuestra imprenta. Creo que murió al tocar con sus dedos un veneno, que llevó a su boca con el inocente gesto de chuparse el dedo para pasar las páginas.

—Si lo que intentas es acusarme a mí o a mi entorno de esa muerte, vas por mal camino —contestó enfurecido Goyeneche—. Juro por lo más sagrado que jamás hubiera hecho tal daño a Ma-ría. Después del final de nuestra relación, puede que hubiera entre nosotros tirantez, distancia, incluso reproches y odios. No niego que últimamente la puse entre la espada y la pared con un chantaje que tenía que ver contigo; y que la critiqué duramente por no prestarme la suficiente ayuda en la corte, pero en el fondo la quería y la admiraba. No, Francisco, yo no he envenenado a la condesa. Si estás tan seguro del hecho, busca en otro sitio.

—Aunque fuera cierto, lo negaríais; es evidente. No sé por qué, pero tiendo a creer que vuestro juramento es sincero.

—Si crees fehacientemente en tu teoría del veneno, te aseguro que no fue por el ejemplar que yo le regalé, o al menos no fui yo quien se lo puse. Busca otros sospechosos, Francisco —sugirió Goyeneche—. De todas formas, debió de ser alguien con conocimiento sobre sustancias, acceso a sus libros y un interés encubierto por eliminarla.

—¿Quién iba a querer hacer una cosa así? —se preguntó con desesperación Francisco.

—Lo ignoro, pero desde luego María tenía una vida solapada que nadie conocía —explicó Goyeneche, ignorando que el cerrajero había sido el único en tener acceso a ese mundo oculto de la condesa, donde el mutuo amor se había engrandecido—. Se rumorea que en su biblioteca, que están tasando para el inventario de bienes, entre los cientos de tomos había libros hasta de brujería y exorcismo. La condesa siempre fue peculiar… A lo mejor descubrió algo oculto y alguien ha querido, o robarle el secreto o evitar que lo propagase.

Los últimos comentarios de Goyeneche abrieron la mente a Francisco sobre otras posibilidades, quizás más ciertas, acerca de lo ocurrido. Tenía por delante una peligrosa tarea de desenmascarar al asesino.

—Francisco… —dijo Goyeneche, cuando el cerrajero ya se marchaba por la puerta de su salón—, de veras lo siento. Créeme que entiendo y comparto el dolor que debes estar padeciendo. Sé que eres un buen hombre e intuyo la verdad que había en tus sentimientos hacia ella…

Le dio las gracias con un leve gesto de cabeza y siguió su camino hacia fuera. A estas alturas, las palabras de comprensión y consuelo de Miguel de Goyeneche llegaban tarde.

Si alguien era consciente de lo que Francisco estaba sufriendo en este momento, ese era Pedro Castro, su más íntimo amigo. Él había sido testigo, desde el primer momento, del enamoramiento del cerrajero por aquella inalcanzable dama. Imaginando el luto que debía impregnar su alma, se acercó a visitarle en su casa. A ratos, empujado por la desesperación, Francisco pasaba a la fragua y ahora en vez de llorar, descargaba su rabia, como cuando era joven, machacando con fuerza un hierro candente sobre el yunque. Pedro consiguió empujar a Francisco fuera de su confinamiento voluntario en la fragua, y lo sacó a la calle, a despejarse hablando, como antaño, de paseo.

—He escuchado que la reina está realmente muy afectada por el fallecimiento de María. Incluso ha empeorado de su enfermedad crónica. La han sangrado ya dos veces en pocos días, ¿lo sabías? —preguntó Pedro, iniciando la conversación.

—No lo sabía, pero no me extraña. Doña Bárbara es una mujer de sentimientos nobles y me consta que la adoraba; la tenía realmente como persona de su confianza. —Francisco se quedó un rato pensativo, mientras caminaba en silencio—. Pedro, todos recordarán a la condesa como una dama única, pero de entre ellos, sólo yo hubiera deseado morir en su lugar. Estoy desesperado…

—El tiempo lo cura todo, Francisco. Concéntrate en tu familia, que te necesita, y tu trabajo. Tienes mucha vida por delante.

—No puedo. Estoy obsesionado con su desaparición. Hay algo grave detrás de ello y no pararé hasta averiguarlo. En gran parte me siento responsable… —confesó apesadumbrado el cerrajero—. Empiezo a pensar que su muerte tiene que ver con la fórmula alquímica del hierro que investigaba para mí. No es sólo el amor perdido, sino el cargo de conciencia lo que me aplasta, y no podré quitármelo de encima más que cuando encuentre al culpable.

Siguieron caminando un rato, con el ademán serio y meditabundo. Pedro parecía estar rebuscando en su memoria algún detalle o anécdota, de los que él habitualmente escuchaba o veía en la calle o los tugurios, que pudiera ayudar a Francisco a iniciar sus pesquisas sin dar palos de ciego. De repente, se detuvo en seco.

—Espera, hay algo que acabo de recordar… que puede tener importancia…

—¿Qué es, Pedro? Dilo cuanto antes —interrumpió impaciente el cerrajero.

—Hace unas semanas vi en la calle a tu cuñado Félix…

—¿Y…?

—Me fijé en que no iba solo. Iba acompañado de una mujer, y sé que no era Manuela, aunque únicamente la vi de refilón. Entonces no le di importancia; no seré yo quien juzgue los amoríos de nadie, pero ahora que lo pienso…, es probable que esa mujer fuera la criada de la condesa de Valdeparaíso. La he visto infinidad de veces junto a ella, y la reconocería desde cualquier ángulo.

—¿Estás seguro de que Félix andaba con Teresa? —preguntó incrédulo Francisco.

—Sí, estoy seguro. Era ella —aseveró Pedro—. Empieza a tirar de ese hilo y creo que encontrarás la madeja.

—Nunca podré agradecerte lo suficiente tus consejos, Pedro —concluyó Francisco, realmente confortado y agradecido.

No tardó en aparecer Francisco en casa de los condes de Valdeparaíso. Estaba dispuesto a resolver este asunto cuanto antes. Llamó por la entrada principal, sabedor de que a esas horas el conde estaría ausente. Teresa todavía trabajaba allí y le abrió la puerta. Francisco le anunció que venía a hablar con ella, y la criada, sorprendida y temerosa, le dejó pasar y acomodarse en la zona de cocina, cara a cara, sentados a una mesa. Francisco fue directo al grano, sin miramientos. Sabía que tenía relación con un tal Félix Monsiono, maestro cerrajero. No podía negarlo, puesto que los habían visto juntos en la calle. Le confesó su temor a que ese hombre pudiera tener relación con la muerte de la condesa.

—Teresa, necesito tu ayuda. Tienes que contármelo todo. No te queda más remedio.

Acobardada ante la tozuda realidad de los hechos, la criada se derrumbó y se prestó a contar a Francisco la extraña situación a que se había visto abocada recientemente. Reconoció que se había dejado cortejar por un hombre que a cada rato la buscaba y asaltaba en la calle. Sabía poco de él, pero le hacía hermosos regalos. Poco a poco había ido adquiriendo un extraño poder sobre ella. La amedrentaba, recalcaba muchas veces su autoridad sobre ella y sus deseos de poseerla. Llegó un momento en que le dio miedo rechazarle y se dejó llevar. Pensó que entregándose a él sería más fácil quitárselo de en medio que oponiéndose a sus encuentros y sufrir por ello su inquietante acoso. El tal Félix insistió muchas veces en entrar en casa, pero se negó siempre hasta que ya no pudo resistir más. Ocurrió el mismo día en que la condesa apareció muerta, pero por la mañana. Doña María había salido a palacio, y Félix, que parecía estar al tanto de los movimientos de su señora, se presentó por la puerta trasera. La intimidó de tal forma, que consintió en llevarle a su cama. La poseyó de una forma desagradable, y no podía explicar cómo, pero tras el esfuerzo sexual, se quedó dormida. Cuando se despertó, sobresaltada por el ruido de unas campanas cercanas que anunciaban las once, se percató de que él se había marchado.

—Es probable que anduviera por la casa, sin que te dieras cuenta, y que accediera al gabinete de la condesa —añadió Francisco, que tenía ya el convencimiento de que Félix era el asesino. Estaba claro que Félix había descubierto que la condesa podría estar investigando en aquella fórmula alquímica del acero. Sólo el robársela podía justificar ese atropello.

—Hay algo más, que quizás sea importante…

—Cuenta todo lo que sepas, Teresa, por favor.

—Unas semanas antes, mi señora trajo un libro del mercado de la plaza de la Cebada. Un ejemplar antiguo, manuscrito, de esos con tapas de pergamino. Sé que vino muy excitada por haberlo encontrado y que pasó muchos ratos encerrada en su laboratorio, al parecer estudiándolo. Me confesó un día, en el tocador, que necesitaba contarte algo urgente sobre ello y, de hecho, me mandó a buscarte a tu casa, pero me dijeron que habías marchado a Aranjuez. ¿No te lo dijo tu esposa?

—No. No me lo dijo, pero ya da igual ese detalle. ¿Dices que un libro de pergamino, manuscrito?

—Sí, eso he dicho. Tenía dibujos dentro. Los vi al limpiar lo de polvo.

—¡Dios! Es el libro desaparecido del maestro Flores. Félix lo robó, debió de perderlo y se enteró, el diablo sabrá cómo, de que la condesa lo había comprado. Ahora entiendo todo. Pero, dime ¿dejaste entrar a ese hombre en el laboratorio de la condesa?

—No. Eso jamás. Sé donde escondía la llave mi señora, pero jamás la he cogido. Lo juro. ¿Crees que él ha podido entrar forzando la cerradura?

—Cualquier cosa es posible. Es imprescindible encontrar ese libro. Busquémoslo.

Teresa entregó la llave del laboratorio a Francisco y le dejó pasar dentro. Apenas había espacio para una persona, así que el cerrajero le ordenó que se quedara fuera, vigilando. Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra y fue capaz de reconocer todos los delicados enseres que María acumulaba allí con tanto mimo, exactamente como ella los había dejado, le invadió una terrible nostalgia. Se acordó de las emocionadas escenas vividas con ella en aquel recóndito y mágico lugar. Permanecía todavía en el aire un intenso aroma a destilación de lavanda, el mismo exquisito olor que siempre desprendía ella. Estaba a punto de derrumbarse en su tristeza, pero sacó fuerzas para recordar cuál era allí su objetivo. Con energía, empezó a buscar y rebuscar en los estantes, cajones y otros posibles escondites, el libro manuscrito y cualquier anotación o documento, relativos a la fórmula del hierro que la condesa hubiera podido dejar escritas para después transmitir a Francisco. Quizás al tener el ejemplar original en sus manos, había sido capaz de desvelar la fórmula al completo. Se desesperó buscando, pero no halló nada. Teresa le aseguró que tampoco ella había encontrado el libro en el gabinete donde la condesa había fallecido.

—Maldigo a ese desgraciado asesino, que ha sido capaz de matar por robar nuevamente el manuscrito —dijo con furia Francisco, descargando con fuerza el puño sobre la mesita del laboratorio, sentada a la cual la condesa había pasado tantas horas de estudio.

La doncella permanecía en el umbral de la puerta del pequeño cuartito secreto, compungida y desolada por haber sido, sin saberlo, cómplice necesaria de la muerte de su señora. Con los ojos inundados otra vez de lágrimas, se acordó entonces de un detalle:

—Toma. Creo que esto te pertenece —dijo, sacando de un bolsillo de su enorme delantal envolvente, la llave de maestría que Francisco le había regalado a la condesa—. La llevaba siempre oculta bajo el corpiño, atada con una cinta de raso. Yo se la quité cuando la vi muerta, para que ni el médico ni el conde la descubrieran…

El cerrajero la tomó con emoción entre sus manos. La llave parecía bruñida y lustrosa del roce sobre el metal que había procurado la tela de los vestidos de la condesa. Había sido el preciado objeto protagonista de su unión ante el altar mayor de El Escorial, cuando se ataron las manos. Mientras la guardaba él mismo en su chaquetilla, se percató de que sólo el frío deseo de venganza era capaz de mitigar su dolor. Decidió pues actuar en consecuencia y pensar en la batalla definitiva que iba a presentar a sus dos principales enemigos.