Capítulo 36

Aquel sitio no era lugar para fiestas, sino para el recogimiento espiritual y el reposo del cuerpo, tal como doña Bárbara necesitaba en ese momento. El monasterio de El Escorial abría sus puertas a los reyes, después de unos meses de agotadora actividad política pasados en la villa y corte.

El cambio de gobierno exigió reajustes en todos los detalles imaginables. Al ministro fallecido y al desahuciado, así como a todos sus colaboradores, se les recogieron las llaves de gentilhombre y de acceso a los despachos. Era una cuestión primordial en la seguridad de palacio. Bárbara y Fernando, turbados por la inquietud de las intrigas que se urdían a sus espaldas, reclamaron igualmente un cambio de cerraduras en todos sus aposentos. De ahí que Francisco formara también parte del cortejo que marchó hacia El Escorial a principios del otoño. Iba a ejercer esos días el trabajo habitual de su oficio, como cuando era oficial en el taller de Flores.

Miguel de Goyeneche se había sumado igualmente al viaje, junto a su esposa, Antonia de Indaburu, instalándose en las casas disponibles para los cortesanos en el entorno del monumental edificio regio. Perdida la relación de favoritismo con el gobierno que le facilitó su amistad con Ensenada, el financiero pretendía establecer vínculos con los nuevos miembros del gobierno. Por desgracia, la supervivencia de fábricas y negocios dependía en gran parte de los privilegios que uno era capaz de asegurarse por mediación de ministros y hasta de los reyes. Goyeneche no podía permitirse el lujo de prescindir de las amistades en la corte.

A pesar de su construcción esquemática y racional, la grandiosidad del conjunto, la sucesión de patios, galerías, subterráneos y escaleras convertía a El Escorial en un laberinto matemático, en el que era tan fácil perderse como encontrarse con personas, deseadas o indeseadas, en cualquier punto insospechado del edificio.

Desde las habitaciones destinadas a la servidumbre, Francisco se movía con relativa libertad por los pasillos. Debido a sus muchos años como cerrajero de palacio, era un hombre conocido en el entramado de la casa real, dentro del cual gozaba de un bien merecido prestigio. Sus buenas palabras y atractivo personal le habían hecho, igualmente, muy querido entre los criados de cualquier rango. Después de toda una vida practicando el mismo oficio en la corte, era lógico que surgieran amistades y afectos.

Tras una mañana de arduo trabajo, Francisco se encaminaba a almorzar temprano en el modesto comedor de la servidumbre, cuando al transitar por una galería escuchó las notas atronadoras del gran órgano de la iglesia del monasterio. Eran las doce, y el maestro organista estaba ensayando sus partituras. A pesar de las múltiples veces que había venido a lo largo de su vida a ese real sitio, jamás había oído tocar ese grandioso instrumento. El sonido celestial de la música, retumbando sobre las altísimas bóvedas, le sobrecogió el alma. Su devoción religiosa, auténtica pero siempre escasa, le incitó a entrar en el recinto religioso. La inmensidad del espacio interior le hizo sentirse insignificante, como si Dios en persona estuviera recordando allí a cada fiel la fugacidad del ser humano.

La iglesia estaba en penumbra. Aunque una tenue luz cenital se deslizaba por la nave central, iluminada igualmente por el cálido fulgor de las velas, que constantemente ardían en el altar mayor y junto a las imponentes estatuas orantes del emperador Carlos V y su hijo Felipe II, acompañados de sus esposas, que flanqueaban el altar mayor con impresionante realismo.

Le extrañó ver a una persona rezando frente al altar, arrodillada en un reclinatorio. Era una dama. Se fijó en ella y de inmediato la reconoció por su físico y un vestido que ya le había visto en otras veces anteriores: era la condesa de Valdeparaíso, que con las manos tapándose la cara, parecía ensimismada en sus plegarias. Contemplarla en esa actitud suplicatoria ante Dios impresionaba. Transmitía soledad, preocupación y profunda necesidad de ser escuchada, aunque fuera sólo por el Altísimo.

Al oír unos pasos tras de sí, María se sobresaltó. Últimamente le agitaba cualquier cosa. Volvió su rostro hacia el fondo de la nave para comprobar quién se le acercaba. Sus ojos reflejaron al instante la alegría de la inesperada sorpresa. Quedó asombrada de encontrar allí a Francisco, que no dudó en avanzar hasta ella. Sin cruzar más que las miradas, el cerrajero se arrodilló en otro reclinatorio contiguo. Movido por esa espiritualidad dormida en su interior, juntó sus manos para hablar con Dios, cerró los párpados y dejó que la atronadora música del órgano le invadiera. María decidió imitarle, y juntos rezaron durante un momento. Sólo ellos, en su conciencia, sabían por lo que estaban rogando y estaban seguros de que pedían al cielo lo mismo. Pasó así un rato, que a Francisco le pareció eterno, hasta que notó que la condesa le tocaba con suavidad en el brazo.

—Francisco… —dijo ella en un susurro—, quería darte las gracias por tu intervención del otro día. Hubiera sido un desastre para mi vida, si mi esposo llega a enterarse de mi actividad oculta con la alquimia…

—No debéis agradecerme nada… lo hice porque así me lo dictó el corazón —contestó Francisco, que movido por un impulso interior, se atrevió a tomar la mano a la condesa. Le pareció que la tenía fría y la cogió entre las suyas para darle calor. Después, cedió al deseo que le abrasaba el corazón y se atrevió a besar con galante dulzura cada uno de los delicados dedos.

La emoción del momento apenas les dejaba hablar. Las mejillas de María, a pesar de su experiencia en amores, se habían ruborizado. No esperaba que Francisco se atreviera de nuevo a intentar manifestarle sus sentimientos. El cerrajero era consciente del sufrimiento que María estaría padeciendo por su vinculación personal a los últimos acontecimientos de la corte. Quería transmitirle de inmediato su ternura y comprensión. Sonriente y confiado, le acarició la mejilla y le posó el índice en la comisura de los labios para hacerla a su vez sonreír. Les parecía ya que estaban solos en el mundo y no les importaba que el músico, que seguía tocando el monumental órgano, pudiera verles.

Con la mano que tenía libre, María sacó del bajo de su corpiño la llave de maestría de Francisco, que llevaba siempre prendida de una cinta y un broche. Necesitó entonces hablar y lo hizo en susurros:

—La llevo siempre conmigo… significa mucho para mí y creo que, como tú, tiene voluntad de protegerme —dijo la dama, mientras las pupilas se le inundaban de lágrimas—. ¿Sabes, Francisco? No soy feliz. Siento que vivo varias vidas en una. Mi vida pública, junto a la reina, junto a mi esposo; mi vida íntima, con esos amantes que me vacían el alma; mi vida oculta, en el laboratorio de alquimia. Y luego… estás tú. No sé cuál de ellas es la auténtica y a cuál pertenezco…

—María… —dijo Francisco—. Por desgracia hay muchas cosas establecidas en nuestra existencia que nos separan, pero no pueden evitar que nos atrape irremediablemente un mismo sentimiento común. Sabéis que os amo desde el primer día que os contemplé en aquel teatro. Siempre ha sido así y siempre será, hasta que me muera.

—Lo sé… —susurró María, emocionada.

—Hubiera querido nacer en otra cuna, o haber progresado a otro estatus, para poder amaros en cuerpo y alma, como merecéis. Ninguno de esos caballeros que forman parte de vuestra vida ha valorado vuestro amor, vuestra persona, en toda su grandeza. Sé que para mí, la existencia junto a vos es algo inalcanzable, al menos en esta vida. Y creo que jamás acabaré de asimilarlo ni aceptarlo. Sólo sé que desearía teneros a mi lado… para haceros feliz.

La condesa permanecía en silencio, sobrecogida por las palabras de Francisco, luchando por contener las lágrimas, que eran símbolo de su opresión interior por no poder dar rienda suelta a sus verdaderos sentimientos hacia el hombre que con más autenticidad había querido nunca.

—Ignoro qué será de nuestras vidas —prosiguió Francisco—, pero aunque no podamos estar juntos, y aun cuando yo muriera antes, velaré siempre por vos. No puedo soportar que sufráis…

El cerrajero sacó de su bolsillo un pañuelo de lino, que entregó a la condesa para que se enjugara las lágrimas.

—María, os amo. Simple y sencillamente, os amo.

—Y yo te amo a ti, Francisco —fue capaz de reconocer por fin, liberándose de la angustia que le oprimía el pecho.

Se alzaron de los reclinatorios y se estrecharon en un abrazo, al que siguió un beso, tierno y apasionado; un gesto que siempre parecía en ellos la confirmación de un doloroso adiós, porque ambos tenían la certeza de que jamás podrían vivir libremente ese amor que los ataba.

La mirada de la condesa pareció iluminada de repente por una idea fugaz. Con indudable excitación, desabrochó de su corpiño la cinta que llevaba colgada la llave de maestría del cerrajero. Sin dar explicaciones, puso su mano derecha encima de la mano izquierda de Francisco y las ató juntas, dejando la llave colgando entre ellos. Francisco entendió el simbolismo de aquella hermosa acción. No podía estar más de acuerdo ni haberlo deseado con mayor intensidad. Con las manos anudadas y esa preciosa llave entremedias, que se convertía en el símbolo de su unión, se miraron primero a los ojos y después fijaron su vista en el altar mayor. Y allí, en silencio, parecieron oficializar su vínculo en secreto, con Carlos V y Felipe II como privilegiados testigos.

—Francisco, pase lo que pase, nuestros corazones nunca se separarán —dijo María, extasiada—. Aunque no podamos estar juntos, ante Dios misericordioso, tú y yo somos uno. Creo que es el destino el que nos une, queramos o no queramos. Somos almas gemelas.

—Así sea —contestó él—. Que Dios nos proteja y me permita cuidaros, aunque sea en espíritu. Juro que jamás olvidaré este momento. El más hermoso de mi vida.

Con las manos aún atadas, permanecieron unos instantes, con la mirada fundida uno en otro.

Mientras esto ocurría, desde una nave lateral de la iglesia donde se admiraban impresionantes obras de arte en las capillas, una dama que acudía a rezar los había observado por detrás de las columnas. Conocía la identidad de ambos y por ello quedó asombrada al ver unida a esa inusual pareja.

Para Jean Baptiste Platón, la muerte repentina de su benefactor, José de Carvajal supuso un duro golpe. Pensó que todos sus planes en España se vendrían abajo y estuvo tentado de poner rumbo a otro país cuanto antes. Los oficiales y aprendices del real martinete estaban hartos de escucharle maldecir su suerte, ya que supuestamente no podía regresar a Francia con su familia y estaba meditando la opción de emigrar otra vez con sus secretos hacia el norte de Europa. Platón desconocía qué opciones tendría con el nuevo gobierno al mando de Ricardo Wall. Por esa razón, se extrañó al recibir una carta del conde Valdeparaíso, en la que le dirigía palabras de ánimo para proseguir en los cometidos que prometió a Carvajal, tanto en la obra de palacio como en la fabricación de hierro mediante sus ingenios en esas fraguas.

Jamás había intentado ganarse la simpatía de nadie. Platón tenía la rara virtud de provocar siempre animadversión en sus interlocutores. Los más de cien trabajadores de su taller compartían miedo y rechazo hacia el maestro francés, que siempre los había tratado con frío autoritarismo y desconfianza. Todos menos uno: Félix Monsiono, en quien, por su agrio carácter, había encontrado la horma de su zapato.

Incluso con Ensenada en el destierro, muchos servidores de palacio seguían siendo fieles en espíritu a aquel personaje arrollador, que siempre había tenido una palabra ocurrente y amable para todo el que se cruzaba en su camino. Algunos de estos no descartaban vengar por su cuenta el desahucio del ministro y tratar de borrar a su vez la huella de Carvajal y sus colaboradores. El intendente de la obra de palacio, Baltasar Elgueta, era uno de ellos. Y la ruina de Jean Baptiste Platón, que dependía de él para asuntos de la obra, su principal objetivo. La inquina de Elgueta contra el francés era tan profunda y contagiosa, que comenzó a extenderse a otros profesionales, como el joven arquitecto Ventura Rodríguez, ayudante de Sacchetti, que también parecía empeñado en expulsar al francés y devolver a Francisco Barranco su antiguo cargo.

Cualquier propuesta del cerrajero francés había sido siempre atendida en el despacho del secretario de Estado por la vía reservada. Sólo Carvajal había consentido sus abusos, que ahora, por obra y gracia de Baltasar Elgueta y Ventura Rodríguez, comenzaban a desvelarse. Una inspección del dinero destinado por Carvajal a la venida de Platón y la construcción del real martinete arrojó la escandalosa cifra de más de dos millones de reales, y la comparativa de su salario le situaba como el maestro mejor pagado después del arquitecto mayor. Elgueta pretendió ponerle en evidencia, discutiendo su excesiva potestad para contratar, despedir y pagar a los oficiales, según su capricho; un privilegio que le había concedido Carvajal, para mayor humillación de los maestros que le habían antecedido en el cargo, Flores y Barranco, a quienes jamás se otorgaron tales prebendas. Ventura Rodríguez hizo correr el rumor de la mala calidad y previsión de sus trabajos, que siempre ralentizaban la obra.

Platón estaba harto de críticas y maledicencias, pero mientras el conde de Valdeparaíso le protegiera y mediara para que el rumor de su mala fama no llegara hasta los reyes, no pensaba abandonar su proyecto. Era hombre de carácter duro; estaba seguro de ser el mejor artista del hierro que había pisado España en mucho tiempo y luchaba hasta el final antes de admitir una derrota.

Los paseos por los jardines de El Escorial, envueltos siempre en un intenso aroma a boj recién cortado, eran el principal pasatiempo de la reina y sus damas en esos días. También se había sumado al grupo Antonia de Indaburu, la esposa de Goyeneche. La condesa de Valdeparaíso caminaba cerca de doña Bárbara, pero después de lo vivido en la iglesia, parecía como ausente y mohína. Su unión espiritual con Francisco Barranco le había dejado una profunda huella. Meditaba a la vez sobre la belleza, la emoción, la alegría y la tristeza de ese momento. La soberana se dio cuenta de que María estaba ensimismada en sus preocupaciones y no era capaz de seguir una conversación de cierta altura intelectual. Era su dama favorita y siempre la disculpaba. La animó por ello a abandonar el cortejo y vagar a solas por el jardín, tomándose el espacio y tiempo necesarios para pensar en sus cosas. María lo agradeció y así lo hizo, quedándose rezagada entre los laberintos de parterres. Nada hubiera deseado más que volver a encontrarse con Francisco de inmediato, pero estaba obligada a conformarse con la imposibilidad de hacerlo.

Su rato de voluntaria soledad fue, sin embargo, muy corto. Al instante apareció Miguel de Goyeneche, que, en vez de unirse a la reina y su esposa, como un caballero galante, avanzó hasta ella, buscando con evidente intención un encuentro a solas con su amante de otro tiempo.

—María, tengo cuestiones importantes que hablar contigo —dijo el financiero.

—Miguel, si te refieres a asuntos personales, hace mucho tiempo que tú y yo no tenemos nada de qué hablar.

—Por suerte o por desgracia, no se trata de eso. Nuestra intimidad podría esperar ante otras cosas trascendentes que voy a pedirte…

—Me extrañaba que esta conversación fuera a ser en balde… —dijo María, con una sonrisa irónica en sus labios.

—Bien, ya me conoces. Soy hombre de finanzas, práctico y directo —contestó sin rodeos Goyeneche—. Tal como están las cosas en este reino, no hay tiempo para las utopías. Sabes que con la caída de Ensenada y la ruina y embargo del empresario Fernández de Isla, nuestro proyecto de fábrica ha sufrido una merma económica importante.

—Suerte que no han descubierto tu vinculación económica con Zenón. Hubieras corrido su misma suerte.

—Lo sé. Pero el destino ha querido salvarme en esta ocasión. Ahora debo jugar mis últimas cartas. Tu marido es ministro de Hacienda…

—¿Vas a pretender que él te desvíe fondos de su presupuesto? Ni lo sueñes. Será más o menos honesto que los demás, pero jamás lo haría por ti. Se te olvida que has sido mi amante y los rumores, incluso tarde, acaban siempre llegando a un marido o una esposa despechada.

—No, no es eso. He alcanzado un acuerdo con el intendente Baltasar Elgueta.

—¿El intendente de la obra de palacio? ¿Para qué?

—Nuestra intención es lograr la expulsión de ese francés, el cerrajero Platón, de las reales fraguas de palacio y situar a Francisco Barranco en su puesto, donde siempre mereció estar.

—Eso es cierto…

—Y no es por mero afecto a Francisco… es porque ansiamos lograr la contrata de hierro para palacio. Es la única forma de obtener dinero suficiente para que este proyecto prospere. Lo conseguiremos ahora asociados con una ferrería, hasta que seamos capaces de producir ese acero industrial, según la fórmula que estamos buscando y seamos capaces de alcanzar entonces monopolios y privilegios de la Corona para mi propia fábrica.

—Y Platón es el principal obstáculo, porque su decisión es primordial para elegir al proveedor, ¿no es así? —afirmó la condesa.

—En efecto. Tu esposo le protege. Ignoro si es por lealtad a la memoria de Carvajal, o por qué ocultos designios. El caso es que debes convencerle para que colabore en el cese del francés y dirija su protección hacia Francisco, además de interceder a favor de la concesión futura de nuestra contrata —propuso con seriedad Goyeneche.

María se quedó pensativa, mientras encaminaba ahora sus pasos decididamente en busca del cortejo real. La idea de su marido como protector de Francisco Barranco le pareció de repente una irónica carambola de la vida. En su interior no sabía si reír o llorar, pero lo que pretendía Goyeneche era un asunto serio.

—No puedo hacerlo —contestó María, segura e intempestiva.

—¿Por qué no? Claro que puedes, María. Es imposible que te niegues.

—No puedo, Miguel, te repito. Las cosas han cambiado mucho para mí en la corte. Mi esposo es ministro y no puedo comprometerle de esa forma. Me expongo a deshonrarle a él ante los reyes, y deshonrarle a él es arruinar a mi familia. Lo siento, pero no me atrevo. No debo. Y Dios sabe que lo haría, aunque sólo fuera por… —La condesa, que hablaba ya agitada por la presión del financiero, calló de repente al darse cuenta de que sus palabras empezaban a brotar de una manera imprudente.

—¿Por Francisco Barranco…? —sugirió irónicamente el financiero.

—Yo no he dicho eso.

—Pero lo digo yo, que tengo noticias de cierta ceremonia privada que has celebrado con él ante el altar mayor del monasterio. Una extraña boda, ¿podría calificarla así? —dijo ahora en tono amenazante—. Es inútil que lo niegues. Os vio Antonia, mi esposa. ¿Prefieres que sea ese el rumor que sobre ti le llegue al conde? La dama y el artesano. Una historia curiosa, desde luego. Si no me lo juran, jamás lo hubiera creído. ¿Así que es Francisco quien te enamora? Quién lo hubiera imaginado. ¿Es ahora la moda que cualquier cerrajero pueda cortejar hasta la cama a una dama de la reina…?

—¡Basta, Miguel! —gritó María, con el estupor y la rabia reflejada en su cara. No le dolía que la hubieran descubierto en su especial relación con Francisco, sino la forma en que Goyeneche se permitía el lujo de ensuciar con sus palabras esa historia, que ella hubiera querido guardar celosamente, también, como el momento más hermoso de su vida.

—¿No quieres que siga, verdad? ¿Qué crees que opinaría la reina, o tu marido, de este asunto?

—¡Está bien! Tú ganas… —dijo, mirándole a la cara con furia—. Jamás hubiera pensado que tú, Miguel de Goyeneche, fueras capaz de hacerme este daño, como pretendes ahora con tu sucio chantaje.

—María, sigues siendo una ilusa del amor. Lo nuestro es el lejano pasado. Lo siento. Sabes que me he vuelto así de pragmático. Se trata de mis negocios y de esta forma se llevan adelante en la corte.

—Haré lo que me pides y que el resultado caiga sobre tu conciencia… —concluyó María abatida, pero con altivez, sin bajar la mirada al hombre que hacía tiempo creyó que la amaba honestamente y que ahora chantajeaba su dignidad a cambio de intereses económicos.

La condesa de Valdeparaíso esperó a que la corte regresara a Madrid, unas semanas más tarde, para intentar hablar con su esposo, con subterfugios y engaños, sobre lo que le pedía Goyeneche. Durante todo el tiempo restante en El Escorial, apenas había visto a Francisco más que una vez y de lejos. Teresa, su doncella, había llevado recado al cerrajero de que habían sido vistos juntos en la iglesia, y no debía intentar acercarse a ella, por si los tenían vigilados. Prefirió no contarle su conversación con Goyeneche. Aun así, para hacer más soportable la idea del chantaje a que se veía sometida, hizo lo posible por pensar que lo hacía exclusivamente en beneficio de Francisco.

Tal como era de esperar, el conde de Valdeparaíso reaccionó ante las sugerencias de su esposa con escepticismo y rechazo. María le había abordado enfocando la conversación acerca de la mala fama del cerrajero Platón, tras provocar una noche un encuentro amoroso, de esos que ya raramente disfrutaban entre ellos. Entre palabras de falso afecto, intentó sonsacar a su marido sobre las razones de su protección al cerrajero francés, y convencerle al mismo tiempo de las virtudes que tendría colocar a un maestro español, como Barranco, en su puesto. Para ella, no cabía duda de que ese Francisco lo haría mejor y favorecería con mayor honestidad los intereses de la Corona española. Todo intento de convencer al conde resultaba infructuoso. Se debía a su cargo ministerial y no iba a dejarse influenciar fácilmente por nadie. Y menos teniendo la sospecha velada de que con ello podría beneficiar a un enemigo político.

Mientras tanto, el intendente Baltasar Elgueta continuaba en su estrategia de acoso a Jean Baptiste Platón, cada vez más motivado por las promesas de Miguel de Goyeneche de hacerle partícipe de los beneficios que lograran con la contrata del hierro en palacio. Elgueta logró que se encargara a Antonio Ulloa, científico especialista en metales y antiguo espía industrial de la red de Ensenada, para que pasara a examen la calidad de los hierros que Platón había recomendado para palacio. Su dictamen fue claro: el metal que se servía de Molina de Aragón era «agrio y escorioso».

Ignoraba Platón que el resultado de este examen había sido intencionadamente falseado. Un oficial de la fragua, sobornado a costa de Miguel de Goyeneche, había logrado untar disolución de arsénico en las muestras que iban a analizarse a la mañana siguiente, provocando que el hierro fuera, en efecto, quebradizo y débil.

Goyeneche creyó entonces que su oportunidad de lograr la contrata para una ferrería cántabra, encubridora de su propio negocio, había llegado por fin. Los sólidos intereses ocultos del duque de Huéscar y el conde de Valdeparaíso, sin embargo, hacían imposible que nada cambiara en el entorno de Platón.

Tras los fracasos de sus negociaciones en palacio, el financiero hizo llamar a Francisco Barranco a su casa, con la intención de mantener una conversación en la que ambos analizaran las opciones que les quedaban para hacer viable su común proyecto del hierro.

Aferrado a su lado práctico y su marcada obsesión por los negocios, hasta este momento Goyeneche no había echado en cara al cerrajero lo que sabía de su relación con María Sancho Barona. Creía más sabio presionarla sólo a ella, la más débil y más interesada en ocultar ante la sociedad esta historia, y por lo tanto más propicia a ceder al chantaje. Su larga colaboración con Francisco no iba a verse empeñada por un asunto sentimental. En el fondo, admiraba que el cerrajero, desde su modesta posición, hubiera sido capaz de embaucar a tan preciada dama. Pero esa tarde todo iba a torcerse entre ellos.

Desde que Goyeneche contrajo matrimonio, las visitas de Francisco a su biblioteca se habían interrumpido. El carácter del caballero había ido cambiando mucho en los últimos años, conforme se había visto acuciado por sus responsabilidades en los negocios y la dificultad de sacarlos adelante. Era probable que su relación matrimonial con Antonia de Indaburu, aunque beneficiosa desde el punto de vista patrimonial, no le resultara tan placentera como la había imaginado en sus inicios.

Francisco se presentaba desganado a esta cita, temeroso de que la tensión acumulada por los últimos acontecimientos hiciera el encuentro poco agradable. Al llegar frente a él y saludarle, además, se dio cuenta de que Goyeneche tenía al lado una mesita con un vaso y una botella casi vacía de un refinado licor. Quizás había bebido demasiado esa tarde y pronto se iba a notar en la imprudencia de sus palabras.

—Barranco, tú también debes empezar a tomar cartas en el asunto —exigió Miguel de Goyeneche al cerrajero.

—No sé a qué os referís —contestó Francisco—. Creo que yo me he implicado tanto o más que nadie en nuestro proyecto del acero. En cierto modo, soy el principal perjudicado de que no prospere como desearíamos.

—Ha sido una gran decepción que la condesa de Valdeparaíso no haya logrado ante su esposo la mediación que le pedí —criticó el caballero.

—Estoy seguro de que habrá hecho todo lo posible. La condesa cumple siempre en todo cuanto se compromete —la defendió Francisco.

—Esta vez me huelo que no ha puesto suficiente interés. Creo que deberíamos insistir en que influya en palacio a nuestro favor. Es indudable que podría hacer más —siguió insistiendo Goyeneche, cada vez con peor consideración hacia la dama—. Es más, creo que esta vez debes ser tú quien la presione…

—¿Yo? No, señor, yo jamás haría eso. Es indecente presionarla de esa manera.

—¿Por qué no, Barranco? Tienes armas personales suficientes para convencerla por las buenas o intimidarla por las malas, ¿no es así? —dijo con ironía, rellenando de nuevo el vaso de licor.

—Perdonad mi atrevimiento, pero no me gusta el derrotero que ha tomado esta conversación, ni tampoco me gusta la forma en que parecéis estar tratando de chantajear a una dama por cuestiones personales…

—Claro, cerrajero, has cometido el error de implicarte íntimamente con ella y a costa de ello vas a hacer dejación de tu compromiso con el negocio del hierro.

—No sé a qué os referís exactamente —mintió Francisco, tratando de proteger sobre todo la dignidad de la condesa—, pero estáis hablando de una manera muy dura e injusta, incluso con calumnias.

—¿Calumnias? Tú sabes que estoy en lo cierto, cerrajero. No es tiempo de delicadezas —contestó tajante el financiero, tragando de golpe un gran sorbo de licor—. Creo que debes elegir: o estás conmigo y nuestro negocio, en cuyo caso cualquier método para lograr el fin es válido; o estás con tu damisela, y entonces tendré que augurarte un dramático final. ¿Qué crees que pensaría la corte si se supiera que el chichisbeo de la condesa de Valdeparaíso es Barranco, el cerrajero del rey, un artesano?

Indignado por el comentario, Francisco se levantó del sillón donde el caballero le había invitado a sentarse, en la sala de libros que tantas veces le había servido de escuela y refugio intelectual.

—Don Miguel, no quiero ser descortés, pero creo que ha llegado el momento de marcharme. Sé que mi posición social me impide en este momento decir nada inconveniente. Descuidad, conozco bien mi condición de artesano, pero tengo mi dignidad. Y creo que nuestra ya vieja relación y consolidado afecto no merece la deriva que ha tomado este asunto. Más nos vale reflexionar. Con vuestro permiso… me retiro.

—Eso, márchate, Barranco. Ya vendrás a suplicarme apoyo y protección —le espetó el financiero, poniendo fin de una manera desabrida al encuentro.

Francisco marchó de regreso al hogar, atravesando la Puerta del Sol, apesadumbrado y cabizbajo. Conforme caminaba, despacio, iba tratando de encontrar explicación al cúmulo de decepciones que se empeñaban ahora en martillearle su mente. Desconocía de qué manera había descubierto Goyeneche su relación con la condesa, pero aunque así fuera, no acertaba a comprender la hiriente reacción de ese caballero que siempre había sido brillante, simpático y humanamente protector con él, y para quien María Sancho Barona era una cuestión olvidada y ya del pasado. Para entenderlo, Francisco quizás hubiera debido conocer el insoportable boicot que, a su vez, Goyeneche estaba sufriendo por parte del nuevo gobierno.

Para justificar su sombrío ascenso a la secretaría de Estado, Ricardo Wall tenía la obsesión de hacerse valer y respetar cuanto antes y de una forma contundente. Necesitaba provocar golpes de autoridad que dejaran claro a sus enemigos que ahora era él quien mandaba en la política del reino. La persecución contra los antiguos leales al marqués de la Ensenada, que todavía poblaban discretamente la corte, era en él una fijación casi obsesiva. Entre estos, Miguel de Goyeneche era uno de los que tenía en el punto de mira. Ningún documento había podido imputarle delito financiero alguno, pero Wall estaba convencido de su implicación en negocios turbios. Contra él volcó toda su inquina. Y lo hizo atacando su actividad económica más saneada y querida: la impresión de La Gaceta de Madrid, con la intención de arrebatarle la propiedad y el privilegio de edición que otorgaba la Corona.

Una astuta campaña de descrédito contra La Gaceta de Madrid fue hábilmente orquestada desde los despachos de Ricardo Wall. El censor oficial del Estado, marqués de la Regalía, fue encargado de revisar con lupa cada noticia, cada frase, cada palabra de más o de menos que Goyeneche publicaba. Con inusitado puntillismo, se obligaba continuamente a la reimpresión de sus páginas, cada vez que estas presentaban un trastoque de letras, un término poco adecuado a gusto del censor o un fallo en la traducción de noticias internacionales. Cualquier descuido en la información que se vertía sobre la familia real, la ausencia o presencia equivocada de alguno de sus miembros en la nota redactada, servía para criticar al periódico de intolerable falta de rigor. Obstáculos que poco a poco fueron mermando los casi ochenta mil reales de beneficio que propiciaba esta publicación y fueron convenciendo con sutilidad a Fernando VI de la falta de calidad en que había decaído este periódico semioficial, pero en manos privadas. Las intenciones de Wall, para Miguel de Goyeneche, estaban claras: arruinar su prestigio como editor y expropiarle La Gaceta de Madrid. Era obvio, que mientras fuera jefe de gobierno, no iba a parar hasta conseguirlo.

Félix Monsiono se sentía satisfecho de haber logrado violar la privacidad de Francisco. La revisión de su taller, de las novedades acumuladas allí en la experimentación con el hierro, y de todos sus documentos, había sido tarea más fácil de lo que jamás hubiera pensado. Exigía a la pobre Manuela, con sus malos modos de costumbre, que siguiera visitando a Josefa y recuperara el vínculo de afecto entre hermanas, con el fin de facilitarle a él caminos de aproximación a su cuñado. Pero Josefa se había visto en la dolorosa tesitura de prohibirle a Manuela las visitas, después de comprobar que los recientes encuentros con ella habían sido un engaño para favorecer las maldades de Félix. Con gran dolor de corazón, puesto que siempre se había sentido responsable en conciencia del cuidado de su hermana tullida, Josefa tomó la decisión de romper su relación con Manuela para siempre.

De entre los documentos leídos y copiados, Félix había extraído información interesante. Lo más valioso para sus intenciones: el nombre de la condesa de Valdeparaíso, asociado a algunas notas, con fechas y explicaciones en torno a determinados símbolos alquímicos que tenían relación con el hierro.

—Justo lo que buscaba… —musitó el mal encarado maestro al leer el nombre de la dama.

El hallazgo de esta nota le hizo pensar que el viejo libro manuscrito de los Flores estaba en poder de la condesa. No alcanzaba a determinar la forma en que el tomo, enterrado por él en los jardines del alcázar, había caído a manos de aquella señora. Parecía evidente, sin embargo, que si ella tenía conocimiento de los dibujos que el libro contenía, era porque este estaba bajo su custodia. No pasaba por la cabeza de Félix el que Francisco hubiera podido copiar un lejano día esos dibujos en una hoja de papel, y el que la condesa de Valdeparaíso jamás hubiera visto en realidad el famoso tratado. Su falso convencimiento iba a tener graves consecuencias para María Sancho Barona.

A partir de entonces, localizar y espiar a la condesa se convirtió en la peligrosa obsesión de Monsiono. Deseaba recuperar el libro a toda costa. Convertir en su propiedad los secretos de los Flores y evitar que estos llegaran a Francisco y su hijo podía ser una parte importante de su deseada venganza. A ello decidió dedicar su perversa y escasa inteligencia.

Fue fácil saber cuál era en Madrid la residencia de los Valdeparaíso. Su casa, en la calle ancha de San Bernardo, era de sobra conocida en la villa y corte, máxime desde que el conde se había convertido en ministro de Hacienda. Cualquier cochero podía llevar hasta su fachada. Félix decidió apostarse por los alrededores durante todas las horas libres que pudiera birlar a su trabajo en las reales fraguas. Y cuando no lo hacía él, lo encomendaba a un maleante, un joven ladrón callejero, al cual pagaba calderilla a cambio de información sobre cada movimiento que se percibiera en esa casa.

De este modo supo de las salidas y entradas de la condesa a palacio y a algunas tertulias de sociedad por las tardes; de la entrega ocasional de cajones que venían del boticario y que una criada recogía y pagaba con mucha prisa; y de la existencia de esa mujer, Teresa, la doncella, que parecía la fiel guardiana de la casa y la condesa, pero que también ocultaba las visitas de algún que otro mozo por la puerta trasera del solar, cuando los condes estaban ausentes. Pensando con astucia, la criada parecía ser la vía adecuada para lograr información íntima sobre María Sancho Barona, e incluso poder acceder al interior de su residencia.

El cortejo supuestamente casual y disimulado a Teresa, cada vez que esta ponía el pie en la calle para hacer recados; la ronda, los halagos, los regalos espaciados como si de un hombre enamorado se tratara, fue la estrategia que Félix utilizó para ganarse su confianza. Aunque era difícil sentirse atraída por un hombre de la agresividad física que emanaba el cerrajero, Teresa, que no acababa de asimilar su eterna soltería, fue cayendo conquistada en sus redes poco a poco, sin atreverse a indagar en la vida de él y sin apenas darse cuenta.