Jamás imaginó el duque de Duras que su embajada en España fuera a ser tan compleja. Se había preparado para hablar un mediocre castellano, entender la idiosincrasia de esta corte, negociar sagazmente con los ministros a favor de Francia y halagar a los reyes. Pero su misión diplomática se había convertido en el arte de sobornar y desvelar documentos cifrados. Y tan importante era en Madrid tener espías propios, como protegerse de ser espiado.
Gracias a sus informaciones, en Versalles se estaba al tanto, no sólo de lo que ocurría en la intimidad de la corte española, sino además de lo que en Londres se opinaba de ello. Por mediación de sus sobornos, Duras tenía como confidentes a varios secretarios en los ministerios, a un ayudante del cantante Farinelli y hasta a una dama, amante de un colaborador del embajador Keene, a la cual revelaba entre sábanas los secretos de Inglaterra. Por vía de esos espías a sueldo, Duras se enteraba también de las ocasiones en que Carvajal y Ensenada lograban obtener la clave del cifrado de sus papeles reservados. El cambio periódico de la encriptación de documentos era entonces una obligación para ministros y embajadores; y aquel que no lo hacía con el suficiente espabilo, podía darse por derrotado. Cualquier indiscreción personal, cualquier confidencia política podía servir para tirar del hilo de un complot y defenestrar al rival. Si el duque de Duras empleaba la mayor parte de su tiempo y dinero en espionaje, no le iba a la zaga el embajador inglés, sir Benjamin Keene, o los propios Carvajal y Ensenada.
Aunque tratara de ocultarse una vez más a los súbditos, la precaria situación personal de la pareja reinante comenzaba a ser la preocupación más importante del gobierno español por encima de la política. Los achaques diarios de Fernando VI y Bárbara de Braganza ocupaban ya buena parte de las confidencias ministeriales y diplomáticas. El rey, en efecto, había heredado la enfermedad mental de Felipe V. Apenas había cumplido los cuarenta años de edad y ya daba muestras de retazos depresivos y dementes. Algunos días, imitando a su progenitor, se negaba a salir de la cama, a pesar de las súplicas de Bárbara y del padre Rávago, su confesor y hombre de confianza. Otras veces se había visto salir al rey de su aposento, con los ojos enrojecidos y llorosos, tras haber mantenido una dura entrevista con el marqués de la Ensenada. Don Zenón perdía la paciencia con el soberano y no dudaba en recriminarle su desidia ante la marcha inoportuna de algunos acontecimientos. Se corría la voz entre los cortesanos de que Fernando VI odiaba a Ensenada, porque era el único que se atrevía a provocarle disgustos. Los males del rey, sin embargo, se sumaban ahora al progresivo deterioro de la salud de la reina, lo cual era aún peor, puesto que Bárbara era el verdadero soporte del gobierno. La preocupación por los reiterados ataques de melancolía de su esposo parecía estar agravando sus angustiosos episodios de asma.
Pasó algunos días revisando minuciosamente la fragua para determinar con exactitud qué información podía haberle robado Félix acerca de sus proyectos y trabajos. Francisco andaba francamente nervioso. Estaba convencido de que el regreso de Monsiono no aventuraba nada bueno. Por el volumen de los legajos que almacenaba, se percató de que le faltaban bastantes papeles, pero no podía asegurar cuáles eran ni a qué se referían, hasta que no los revisara todos o echara de menos alguno en concreto. Se temía que Félix, aparte de llevarse documentos, hubiera copiado otros muchos sin necesidad de sustraerlos. De esta forma, Francisco no tenía opción de saber hasta qué punto su cuñado y rival se había enterado de sus cosas. Lo más preocupante era que hubiera podido acceder a sus anotaciones acerca de los experimentos que realizaba en su fragua, el proyecto de fábrica de Goyeneche en Nuevo Baztán y, ante todo, sobre sus avances en desvelar la fórmula alquímica del manuscrito de los Flores. Era probable que en alguno de los escritos figurara el nombre de la condesa de Valdeparaíso. Francisco sentía pavor a que Félix pudiera perjudicar de algún modo a María al revelar su vinculación con el cerrajero y con los experimentos sobre el hierro.
Unas semanas después, se hallaba Francisco una tarde trabajando en el palacio del Buen Retiro. El marqués de la Ensenada le había hecho llamar para hacerle una proposición acorde a lo que exigía la política en ese tiempo.
—Barranco, cuenta la leyenda cortesana que tu maestro Flores y sus antecesores, creadores desde hace siglos de las cerraduras de todos los palacios reales, no necesitaban ni siquiera llaves para acceder a cualquier aposento… —expuso Ensenada, según tomaba asiento Francisco ante su mesa—. Es decir, que inventaron un sistema, sólo conocido por ellos, por el cual se puede abrir cualquier cerradura en palacio. ¿Es eso cierto?
—Señor, podía negaros que sea verdad, pero me parece inútil ante alguien como vos, que estáis siempre bien informado —contestó Francisco.
—Me alegra tu sinceridad, mi querido cerrajero.
—¿Qué otra opción tengo?
—Ninguna, porque ya has elegido la mejor, que es estar de mi lado. Pero ahora necesito algo importante. Tal como se desenvuelven los asuntos en palacio, no me duelen prendas en reconocer que existe una batalla interna, una guerra en toda regla. Parece ser que cualquier cosa vale. Así que vamos a pelear todos con las mismas armas… Veremos quién llega más lejos…
—Señor, he comprometido muchas veces mi honor como cerrajero de cámara… —quiso anticiparse Barranco con excusas.
—No admitiré excusas. Lo siento —contestó tajante Ensenada—. Debemos acceder al despacho de Carvajal, como sea y sin dejar rastro. Es imprescindible revisar su documentación. Quiero saber qué hay detrás de la contratación de Jean Baptiste Platón, de las negociaciones con Inglaterra y de la estratagema que pretende su camarilla para echarme.
Francisco entendió que era inútil oponerse a los designios del poderoso ministro. De nuevo se prestaría, muy a su pesar, a contravenir el juramento de fidelidad de su oficio. Lo haría esta vez porque admiraba a Ensenada y creía sinceramente en su valía política. Le parecía injusto que este hombre brillante y de pujanza fuera a sucumbir a los embates de los envidiosos de turno.
—Mañana te presentarás en el Buen Retiro por la tarde. Simularás trabajar en las saletas que corresponden a mis ministerios. Nadie te preguntará. Cuando empiece a anochecer, mi secretario Solís te esconderá en este despacho, hasta que no quede ningún funcionario en las galerías. Tengo un centinela sobornado. Él dará aviso de cuando Carvajal y todos sus ayudantes se hayan marchado. Será tarde; ya conoces sus horarios… Cualquier día se morirá de agotamiento y falta de sueño sobre su mesa de trabajo —explicaba Ensenada—. Solís sabe lo que tiene que buscar entre los papeles. Tú sólo tienes que abrirle cuantas puertas, cajones y baúles sean necesarios.
—No puedo decir que lo haré con gusto, señor marqués, pero confieso que hay decisiones del lado del señor Carvajal que no comparto y…
—No hay que pensar más, Barranco. Es lo que procede, y punto.
Francisco se presentó al día siguiente en el Buen Retiro, según lo había planeado el marqués de la Ensenada.
Cuando el sol empezó a descender por la línea del horizonte, Solís le acompañó hasta el despacho principal de aquellos ministerios. Allí, secretario y cerrajero esperaron un largo rato, iluminados por la luz de una sola vela, mientras conversaban en voz baja. El tiempo parecía pasar muy despacio y el centinela que debía avisarles del momento en que Carvajal abandonara definitivamente su despacho tardaba en hacer acto de presencia. Ambos se dieron cuenta de que algo raro estaba sucediendo. Hartos de esperar, el sueño ya casi les vencía, sentados de mala manera en incómodas sillas. Confirmaron su sospecha cuando varias horas después escucharon voces por el lado de la galería que daba a los despachos del secretario de Estado. Solís entreabrió la puerta para averiguar lo que ocurría. Por la algarabía lejana, notó que cundía la preocupación por algo que ellos aún ignoraban, pero que había obligado a reforzar todavía más la centinela en aquellas puertas. Era imposible acceder esa noche a los papeles de Carvajal, tal como pretendía Ensenada. Aquella habitación que se habían propuesto franquear, estaba ahora más vigilada que antes.
Mientras Solís y Barranco decidían in situ cómo actuar en consecuencia al fracaso del plan y el modo de abandonar el palacio sin llamar la atención, en el piso principal del Buen Retiro se vivía una tremenda fatalidad. José de Carvajal había subido a despachar con los reyes, como acostumbraba a hacer algunas noches después de que Fernando y Bárbara hubieran cenado. Mientras departía con ellos, con su seriedad habitual, empezó a sentir mareos. Apenas advirtieron los reyes que el ministro se había quedado pálido, cuando este se desplomó al suelo. Se avisó corriendo a los médicos de cámara que trataron de reanimarle, aún recostado en la alfombra. Carvajal estaba semiinconsciente, pero vivo. Al poco rato pareció reaccionar a las friegas que le aplicaron los doctores, y se decidió que lo mejor era trasladarle a su propia residencia para que guardara reposo.
Entretanto, Carvajal aún tuvo lucidez para pedir a uno de sus ayudantes que bajara raudo a los despachos y se asegurara de poner su documentación a buen recaudo. Quizás se sentía ya morir y temía que los documentos, si caían en manos equivocadas, pudieran desvelar los recovecos de su gestión. Mientras el ayudante de Carvajal solicitaba el aumento de la guardia en aquella zona de despachos, el rumor del colapso del secretario de Estado comenzó a circular por los pasillos, agitando los ánimos de la corte.
Tal como él mismo temía, José de Carvajal murió en su casa cuatro días después, un lunes santo de la primavera de 1754, a los cincuenta y seis años de edad. Dejaba tras de sí la estela de un hombre trabajador hasta el agotamiento físico, leal a los reyes, pero con algunas sombras de gestión que a Ensenada no le había dado tiempo a desenmascarar únicamente por unas horas de retraso.
El mismo día que había ocurrido la muerte del secretario de Estado se presentaron en el Buen Retiro sus dos más leales colaboradores: el duque de Huéscar y el conde Valdeparaíso. Encontraron a Fernando VI lloroso y preocupado, precisamente porque los documentos de Carvajal hubieran podido caer en manos poco seguras. Ellos mismos se encargaron de entrar en aquel despacho, cerrado a cal y canto desde que el ministro sucumbiera frente a los reyes, y revisar, seleccionar y esconder los papeles más comprometedores; otros legajos fueron simplemente quemados.
Inquieta por lo que ocurría en palacio y por los rumores que ya cundían sobre el futuro ministerial de su esposo, la condesa de Valdeparaíso, que estaba libre esa jornada de servicio a la reina, tomó no obstante su carroza, y se presentó en los aposentos reales. Deseaba estar junto a Bárbara en este momento crucial para la política de la Corona, pero especialmente para su propia vida. Antes de hacer acto de presencia, los reyes ya habían ofrecido la vacante que dejaba Carvajal al conde de Valdeparaíso. Confiaban en su discreción y su buen juicio, pero el conde rehusó aceptar, por considerarse incapaz de hacer frente a las dificultades que presentaba el cargo en esos momentos tan difíciles. No rechazaba, sin embargo, la posibilidad de ponerse al frente de algún ministerio en un futuro cercano. Desconcertado, el rey se volvió hacia su mayordomo mayor, el duque de Huéscar, y le rogó que ocupara el puesto, al menos para cubrir el vacío de poder hasta que se decidiera la persona idónea para el ejercicio de secretario de Estado.
El nombre de esa persona fue de inmediato propuesto por Huéscar y Valdeparaíso. Se trataba de otro caballero leal a sus fines, afecto a su bando. Era este el general Ricardo Wall, español de adopción e irlandés de origen, que actualmente ejercía como embajador de España en Londres. Su mera designación dejaba claro hacia qué país se iba a decantar la política internacional de España a partir de entonces.
La nueva situación de gobierno causó desazón en María Sancho Barona. Su esposo alcanzaba ahora más poder e influencia en la corte que nunca. Debería de estar satisfecha, y sin embargo era miedo lo que inundaba su alma, pavor a estar dividida entre dos bandos. Con su esposo no compartía más que el vínculo de un frío matrimonio de conveniencia; ni siquiera habían logrado tener descendencia. Lo tenía presente en sus pensamientos, pero su corazón, caprichoso y libre, estaba enganchado sin remedio a ese amor imposible por Francisco Barranco. ¿Y cómo explicar su relación con el marqués de la Ensenada, si no era por el mero interés, el intercambio de influencias y la atracción mutua necesaria para ser amantes? Zenón de Somodevilla era un hombre poderoso, enérgico y atractivo, pero María creía que era tiempo de poner fin a sus amoríos con el ministro, especialmente ahora que los enfrentamientos entre camarillas opuestas iban a ser más directos. De todos modos, le parecía rastrero abandonarle justo cuando muchos otros lo iban a hacer, al comprobar que el peso de un gran complot se le venía encima. Después de todo, le tenía cariño. Por otra parte, al dejarle en este mal momento, él podría incluso tomar su venganza, utilizando la relación con María para humillar en público al conde de Valdeparaíso, ahora que este avanzaba en su carrera política y se convertía en su principal enemigo. La condesa estaba aturdida; no sabía de qué manera actuar sin causar perjuicio a nadie. Tenía miedo. Se sabía espiada y vigilada; su nombre podría figurar en cualquier papel comprometido.
El marqués de la Ensenada, por su parte, intuía que tenía los días contados en el gobierno. Carvajal siempre había sido su gran rival político, pero ahora empezaba a darse cuenta de que también era, por otro lado, el muro de contención de las intrigas. Muerto Carvajal, Ensenada se quedó en primera línea de combate frente a aquellos cortesanos que odiaban su forma carismática, orgullosa y autoritaria de ejercer el poder. Y estos estaban dispuestos a hacer el juego a quienes, como sir Benjamin Keene, sólo buscaban la ruina militar de España. Aun así, Zenón de Somodevilla no esperaba que la conspiración contra él fuera a ser tan fulminante.
—Majestad, ¿no viene hoy el maestro Scarlatti? —preguntó la condesa de Valdeparaíso a doña Bárbara.
Había pasado más de un mes desde el repentino fallecimiento del secretario de Estado y en los aposentos regios se respiraba todavía un aire denso y triste. Contagiados por el ambiente de incertidumbre que pesaba sobre muchos protagonistas de la vida de la corte, la reina estaba apesadumbrada y Fernando VI parecía la sombra de sí mismo.
A lo largo de esas semanas, María había acompañado puntualmente a doña Bárbara todas las tardes en sus aposentos. La conversación, generalmente entretenida entre las damas, resultaba en esos días más insulsa que nunca; la meteorología diaria y los detalles de sus joyas, adornos y vestidos se habían convertido en temas recurrentes que rellenaban sin compromiso los huecos de silencio. Nadie se atrevía a manifestar lo que realmente pensaba, por miedo a la trascendencia política de cualquier comentario inoportuno.
La reina, que permanecía como ida mirando a través de la ventana, no había contestado a la pregunta de la condesa, que volvió a insistir:
—Majestad, ¿no pensáis tocar hoy el clavicordio? La marquesa de Aitona os ha dejado encima de la mesa una carpeta con las sonatas —dijo, refiriéndose a Rosa María Castro, la camarera mayor—. Ha tenido que subir a las buhardillas de las criadas a poner orden en ciertas cosas, pero me insistió en que os recordara la hora de vuestras lecciones con el maestro Scarlatti.
—Aprecio tus buenas intenciones, María —contestó la reina—, pero he mandado recado a Domenico de que no venga en unos días. No tengo ánimo ni para lo que más amo en mi existencia: la música. He de reconocer que no me encuentro bien, ni de salud ni de espíritu.
—No debéis ceder al desánimo, majestad. Todos sentimos en este momento lo mismo, pero vuestra majestad es un referente de la corte. Siempre habéis hecho gala de una admirable energía y serenidad.
—Sí, tienes razón. Pero presiento que la buena obra de nuestro gobierno va a deshacerse como un azucarillo. Hay mucha gente que aprecio en mi entorno y que veo en serio riesgo, pero no puedo hacer nada por ellos.
—¿Quiénes son esas personas, majestad? —preguntó la condesa.
—El primero, Ensenada; le he tenido siempre la más alta estima, pero su carácter prepotente le puede. Creí que iba a ser más comedido. Su connivencia con el embajador Duras y la corte francesa es excesiva, como también lo es su afán industrializador, a costa del rearme de la Armada, y su rápido enriquecimiento.
—Pero… no hay que olvidar que su principal objetivo ha sido siempre recuperar la grandeza de España frente a otras potencias que nos aplastan.
—Tienes razón, y es loable, pero no con esas prisas y esos métodos… Además, no deberías defenderle, María… tú también estás en riesgo —dijo con afecto la reina—. Sabes lo mucho que te aprecio. Dios me libre de entrometerme en tu vida sentimental, pero creo que ahora debes estar del lado de tu esposo. El rey valora mucho sus consejos, y el conde es quien ha recomendado a Ricardo Wall como secretario de Estado.
—¿Os convence el nombramiento de Wall?
—No. Si te soy sincera, el irlandés no me inspira confianza; no me agrada como persona. Pero conoces mi inclinación hacia Inglaterra; la llevo en mi sangre portuguesa…
—Dicen que el embajador Keene ha gastado más de doscientas mil libras esterlinas en sobornos en la corte, entre vuestros más íntimos, para convencer al rey y a vos de la necesidad de una alianza con Inglaterra. Se habla incluso de Farinelli…
—Si ha utilizado el dinero para eso, lo ha malgastado. A mí no necesitan convencerme. Quizás lo haya empleado con más eficacia en promover el complot contra Ensenada, y auguro que ahí Keene va a tener éxito…, para desgracia de esta corte, puesto que los complots políticos de esta envergadura no convienen a ningún reinado.
Bárbara de Braganza estaba en lo cierto, aunque ella misma, presionada por las circunstancias, era la desertora más importante del apoyo al marqués de la Ensenada en el gobierno.
El flamante secretario de Estado, Ricardo Wall, llegó a Madrid semanas después para asumir su responsabilidad en este cargo. De inmediato, su principal misión, azuzado por Huéscar, Valdeparaíso y el embajador británico, fue acusar a Ensenada de corrupción, malversación, exceso de lujos y enriquecimiento ilícito; de estar tramando a escondidas con la desterrada Isabel de Farnesio el regreso de su hijo Carlos como futuro rey de España y, sobre todo, de maquinar a espaldas del rey el estallido de una guerra contra Inglaterra en las colonias de Honduras, para precipitar así la alianza que el ministro ansiaba con Francia. Ante tamañas acusaciones, aunque sin pruebas, los reyes no tuvieron más opción que retirarle su favor y dejarle a merced de los conspiradores.
Era un caluroso día del mes de julio de 1754, cuando Ensenada acudió al palacio del Buen Retiro, tal como solía hacer habitualmente. Tocaba despachar personalmente con Fernando VI y así solicitó hacerlo al mayordomo mayor, el duque de Huéscar. Pero se le negó ver al rey por la mañana, puesto que su majestad marchaba de caza a El Pardo y no quería disgustos ni contrariedades. Le dijeron simplemente, con una descortesía poco habitual, que esperara en la antesala de los aposentos regios hasta que el soberano regresara, cosa que no ocurrió hasta las nueve de la noche. Y aun entonces se ordenó a Ensenada retirarse sin haber conseguido audiencia, puesto que el rey había llegado muy cansado.
Ante la escenificación de esos desprecios, Zenón de Somodevilla entendió que había llegado su hora, máxime cuando un confidente en palacio le informó de que esa misma noche, después de la cena, el rey había emplazado a Wall, Valdeparaíso y Huéscar a una reunión con carácter inmediato.
El ministro subió en su carroza y marchó veloz hacia su casa. Descendió en la puerta, pero dio órdenes al cochero de seguir camino hasta la fragua del cerrajero Francisco Barranco, recogerle y traerle de vuelta con urgencia.
En el hogar de los Barranco Flores, estaban a punto de extinguirse las velas que iluminaban la estancia principal, señal de que llegaba la hora de retirarse a la cama. Francisco había estado observando junto a su hijo algunos delicados dibujos de ornamentos que este había realizado en la academia. Se sentía orgulloso de sus progresos. Se escuchó de repente el ruido de la carroza detenerse ante la casa, seguido del fuerte golpeo en la puerta. Al abrir, Francisco se topó con el apresurado requerimiento que le hacía el cochero de Ensenada de subir a la carroza y acompañarle. No lo dudó un segundo, consciente de que algo grave pasaba.
Al llegar a la casa del ministro, se encontró en su interior un contenido nerviosismo. Los criados habían recibido órdenes de esconder en sacos cuantos objetos y enseres de plata y bronce estuvieran a la vista. Desconcertado por el ir y venir de los servidores, que no reparaban en su presencia, Francisco decidió buscar por sí mismo al ministro. Lo encontró en la biblioteca, junto al secretario Solís, que parecía demudado. Ambos estaban de pie, frente a un armario abierto, que se encontraba oculto detrás de unas estanterías de libros. Sin perder tiempo más que para revisar por encima el carácter de los documentos, el ministro y Solís introducían también en sacos de tela multitud de papeles que se guardaban en su interior.
—¡Barranco! —exclamó Ensenada con energía al verle entrar en la biblioteca—. No te asombres por lo que ves y simplemente… colabora. Todas las manos son pocas.
—Señor… —balbuceó Francisco, esperando una explicación a lo que estaba ocurriendo.
—Creo que mi cese es inminente. No tardarán en venir a buscarme. Es imprescindible retirar papeles comprometidos, que en manos de mis enemigos pueden llevarme hasta el patíbulo.
—¿En qué puedo ayudar?
—Te he hecho llamar por varias razones. Primera, porque tu nombre puede aparecer entre estos documentos. En cierto modo, estás implicado conmigo; quería que lo supieras. En segundo lugar, porque me puedes ser útil. No eres un político ni medras ostensiblemente en la corte. Nadie reparará en ti, de momento, así que quiero que seas tú quien escondas todos estos papeles. Se me ocurre que incluso puedes quemarlos en tus hornos. Nadie se extrañará de ver fuego en la fragua en pleno mes de julio. Si yo hago lo propio en mis chimeneas, de inmediato sabrán que estoy quemando dosieres y se darán más prisa en prenderme.
—Estoy a vuestra total disposición, señor marqués, ya lo sabéis —contestó con lealtad y preocupación Francisco.
Sin mediar palabra, el cerrajero colaboró en la tarea de inspeccionar y guardar papeles en los sacos. Cuando el enigmático armario de la biblioteca estuvo vacío, ayudó a colocar los libros, que con las prisas habían caído desde las estanterías y estaban desparramados por el suelo. Cargó todo el material en la carroza, que se situó por la parte trasera de la residencia del ministro, y le llevaron de regreso a su casa, esta vez al paso tranquilo de los caballos, para no llamar la atención ni despertar al vecindario con el sonido de un agitado trote.
Llegó a su casa justo cuando el reloj del palomar de Luis de Rubielos tocaba las doce. Francisco pasó varias horas quemando papeles en la fragua. Por suerte, habían quedado ascuas encendidas de cierto trabajo de rejería que había terminado esa tarde. No quiso siquiera posar su vista ni leer lo que contenían las anotaciones. Con el corazón en un puño, pensó que era mejor deshacerse de esa peligrosa carga cuanto antes.
Mientras tanto, pasada la medianoche, treinta guardias a las órdenes de Ricardo Wall, encabezados por el marqués de Sarriá, hermano del difunto Carvajal, se presentaron en casa de Ensenada. Le leyeron la orden de arresto y no le dieron opción más que a ponerse su casaca y la peluca. Su caída resultaba más cruel de lo que esperaba; se imaginaba la destitución, pero no acaba de creer que fueran a detenerle como un reo. Le subieron a una diligencia de viaje, que arrancó con destino directo hacia Granada, donde iba a quedar prisionero en la cárcel. De igual modo, un tropel semejante de guardias se presentó en casa del duque de Duras. Le anunciaron su arresto domiciliario y su incomunicación, durante los próximos siete días, para que no pudiera escribir a Francia relatando lo que estaba ocurriendo. Duras había tenido gran culpa en el cese fulminante de Ensenada. Su indiscreta información a Versalles sobre los éxitos del ministro en el refuerzo militar de España alarmó en Londres de tal modo, que desde allí se diseñó la estrategia del complot y el golpe político para derribarle.
Las pertenencias y documentos de Zenón de Somodevilla fueron de inmediato requisadas. Un miembro del Consejo de Castilla se encargó de buscar en su casa papeles y sellar todos los muebles que tuvieran cajones, hasta que fueran concienzudamente revisados. Wall estaba empeñado en encontrar pruebas documentales con las que acusar a Ensenada de una manera irrefutable. De no ser así, temía que el rey se arrepintiera del injusto trato a su antiguo ministro y decidiera restaurarle en el cargo. De igual forma, se requisaron documentos y pertenencias a varios de sus más cercanos colaboradores, pero el hallazgo de indicios incriminatorios fue un total fracaso. Y junto a la detención de Ensenada, se produjeron en cascada, en las semanas siguientes, el arresto de sus más importantes «hechuras», entre ellas el empresario Juan Fernández de Isla, que fue vilmente acusado de estafa y fraude. El embargo y la ruina de las ferrerías de su pertenencia fue la consecuencia inmediata y más directa de este trato injusto.
Por el contrario, a los pocos días del descalabro, el conde de Valdeparaíso fue nombrado nuevo ministro de Hacienda, un cargo al cual quiso sumar el rey el de secretario de la reina Bárbara de Braganza.
La buena fortuna había salvado a Miguel de Goyeneche y a Francisco Barranco de la purga de personas afines al marqués de la Ensenada. Ni un solo papel podía demostrar su vinculación, más allá de la mera amistad del caballero o el cumplimiento de su servicio por parte del artesano.
La vida cambió mucho y bruscamente para la condesa de Valdeparaíso. La repentina detención y destierro de Ensenada, su amante aunque a veces le pesara reconocerlo, y la vinculación directa de su esposo con estos acontecimientos la dejó desconcertada. Temía que en cualquier momento saliera a la luz su relación con el ministro defenestrado. Estaba intranquila. Apenas dormía por las noches y se levantaba muchos días sobresaltada por las pesadillas.
Las obligaciones de gobierno del conde y su presencia continuada en Madrid y en la corte, siempre cerca de ella, le impedían asimismo acceder a su recóndito laboratorio de alquimia. Para no levantar sospechas sobre la existencia de este cuartito escondido en la parte posterior del solar, María entretenía a su marido lo más posible cuando este regresaba a casa, evitando que transitara libremente por aquel patio. El humor del conde era cada vez más agrio desde que se ocupaba del Ministerio de Hacienda y la fría relación matrimonial suponía a veces un suplicio para una mujer sensible y sentimental como ella. Las horas que la condesa pasaba entre aparatos de destilación y experimentos habían sido siempre un bálsamo para su alma. Si no podía hacerlo, tal como le impedían las circunstancias, se sentía marchitar como una flor mustia. Por ello, después de algunas semanas de abstinencia alquímica, la condesa volvió a utilizar los subterfugios y el disimulo para poder disfrutar a ratos de esta afición que llenaba su vida.
En la soledad de esta estancia, y ahora que se sentía insatisfecha y agobiada por los graves asuntos políticos de la corte, pensaba en Francisco Barranco más que nunca en los últimos meses. Anhelaba la confianza y la sencillez con que podía contarle las cosas, así como esa especial habilidad que tenía él para entender el sufrimiento de su alma. Francisco sabía ver su estado de ánimo con sólo mirarle a los ojos. María hubiera deseado en estos momentos desprenderse de la vida frívola y de artificio en la corte, quizás poner tierra por medio y marcharse a sus posesiones de La Mancha, donde el paisaje se correspondía a la llaneza y afabilidad del modo de vida. Quería dejar atrás las odiosas intrigas, que tanta inquietud le procuraban. No obstante, nada de todo eso podía hacer. Estaba la corte a punto de marchar para una breve temporada en el real sitio de El Escorial. Las órdenes de organizar la partida se habían dado con escaso tiempo de antelación. Hacía unos días que había llegado a Madrid la luctuosa noticia de la muerte en Lisboa de Mariana de Austria, reina viuda de Portugal y madre de doña Bárbara, y la triste novedad había afectado negativamente su salud. La urgente necesidad de un cambio de aires que aliviaran los ahogos de la reina, que vestiría luto por su madre durante los próximos seis meses, había impuesto este imprevisto traslado.
En la mañana previa al viaje cortesano, un muchacho se presentó en casa de los Valdeparaíso. Preguntó por la condesa, pero estaba ausente, acompañando a doña Bárbara a rezar con las monjas del convento de las Descalzas Reales. El chico, atendido por la doncella Teresa, traía un cajón de madera entre las manos, repleto de botes y saquitos con extraños productos de laboratorio; venía de parte del boticario don Bartolomé e insistía mucho y muy torpemente en que debía cobrar la factura. Teresa quiso espabilarle y convencerle de que regresara otro día, antes de que el conde, que casualmente permanecía aquel día en casa ordenando documentos, llegara a enterarse. Por más esfuerzos que hizo, Teresa no pudo evitar el contratiempo. El conde escuchó la discusión entre el chico y la doncella y se acercó a interesarse. Cuando vio el extraño carácter del pedido que su esposa había hecho al boticario, montó en cólera. Pagó sin rechistar la factura y él mismo se hizo cargo de las sustancias, que guardó en la biblioteca esperando a que María regresara y le diera una explicación convincente.
La doncella se dio cuenta de la delicada situación que se avecinaba para su señora y quiso ayudarla, acudiendo con desesperación a la única persona que sabía la verdad de todo aquello: Francisco Barranco. Teresa corrió a casa del cerrajero, y ante el asombro de Josefa, que aún recordaba a aquella mujer como la causante de algunas desavenencias con su marido en el pasado, le rogó que la acompañara para un asunto de vital importancia. Cuando estuvieron ya en la calle, donde Josefa ya no podía escucharles, Francisco empezó a indagar los porqués de esta urgencia.
—Te lo contaré según vamos andando hacia casa de los condes —empezó a hablar Teresa, con la respiración entrecortada por las prisas de paso que llevaban—. Pero a medida que lo oigas, debes ir pensando rápido en una solución convincente. No tenemos mucho tiempo, y si a mi señora le ocurre algo por este torpe error, prefiero morirme…
—¿Pero qué ha pasado…? —preguntó Francisco, preocupado e intrigado a la vez.
Un rato después, Francisco llamaba a la puerta principal de los condes de Valdeparaíso, muy serio y circunspecto. Traía entre las manos otro cajón de madera, procedente de la misma botica. La doncella, que había salido y entrado por la zona trasera sin que el conde notara su ausencia, se adelantó de nuevo a abrir al visitante. El cerrajero preguntó esta vez por el señor de la casa y, avisado por la doncella, don Juan salió a la puerta incomodado por el trasiego de visitas.
—Perdonad la molestia, señor conde —simuló—. Creo que me recordaréis. Soy Francisco Barranco, el cerrajero de palacio. Vengo de la botica de la calle Mayor y acabo de enterarme de que un ayudante de don Bartolomé ha confundido un pedido. Ha depositado aquí lo que son sustancias para el tratamiento del hierro en mi fragua, y en cambio me ha dejado este cajón de esencias de lavanda, que al parecer le pidió la condesa.
El conde observó a Francisco con extrañeza, como si estuviera analizando la veracidad de la historia. Estaba demasiado enfrascado en el orden de sus documentos, en verdad, como para dedicar más tiempo a un cajón de lavanda, así que decidió poner fin al asunto sin mayores consecuencias.
—Si le parece al señor conde, puesto que cada uno hemos pagado una factura equivocada, y la de mis sustancias es más elevada que la de esencias perfumadas, yo le entrego en este momento los reales de diferencia y me llevo mi pedido —dijo Francisco, sacando de su bolsillo unas monedas, al tiempo que Teresa, diligente, le facilitaba el cambio de cajones de botica.
Cuando María Sancho Barona regresó a su casa esa tarde, la doncella le relató los detalles de lo sucedido. Por suerte, su pedido de sustancias alquímicas había pasado inadvertido para su esposo, que ya consideraba el trueque de cajones de botica como una estúpida anécdota que le había robado demasiado tiempo esa mañana.
—El error ha sido mío, Teresa —confesó compungida la condesa, mientras la doncella procedía a peinar su cabello frente al tocador—. Le dije al boticario que lo enviara hoy a casa, pensando que esta mañana los planes iban a ser diferentes. La corte anda tan desconcertada, que se hace imposible anticipar acontecimientos. No debí arriesgar de ese modo, pero echo tanto de menos mis ratos de aprendizaje en el laboratorio…
—Francisco se ha portado como un caballero, señora —dijo Teresa—. Os ha sacado del problema con inteligencia y sin condiciones. Si vierais el gesto que me dedicó su mujer cuando aparecí por su casa…
—¿De veras? —inquirió curiosa la condesa.
—Sí. La verdad es que Francisco también ha arriesgado mucho en este asunto —añadió Teresa—. Quizás me meta donde no me llaman, pero creo que ese hombre merece al menos vuestro agradecimiento.
—Déjame pensar, Teresa… Estoy cansada en este momento —contestó María, que, con la mirada fija en la imagen que de su rostro le devolvía el espejo, no pudo quitar de su mente, siempre despierta a los sentimientos, el recuerdo intenso y tierno de los besos que había recibido del cerrajero.