Fue avisado para que se presentara con urgencia en el despacho del ministro. Era evidente, pensó Francisco mientras se encaminaba hacia el encuentro con el marqués de la Ensenada, que algo relativo a su oficio no marchaba bien. La habitual simpatía de don Zenón empezaba últimamente a brillar por su ausencia. La seriedad de su rostro denotaba según los días una profunda preocupación, tanto por los asuntos de gobierno como por su propia situación personal. Se presagiaban luchas internas y complots entre camarillas. Nadie parecía estar a salvo en su puesto.
Junto al ministro, Francisco sentía siempre la necesidad de permanecer constantemente alerta. A su lado todo era intenso y enérgico. Era imposible no sentirse inmerso en la vorágine de las intrigas de la corte.
—Tal como me temía, Carvajal se ha salido con la suya en este asunto del hierro. Ese francés, Platón, está sirviendo de maravilla a sus fines. No sé qué ocultos intereses tiene en ello, aunque creo que el primero y primordial es favorecer mi ruina política. Y para eso cualquier medio y situación les parece válido —arguyó Ensenada, con la tensión marcada en el rostro, según Francisco tomaba asiento al otro lado de la mesa de trabajo.
—Vuestra señoría me ha mandado llamar y supongo que se trata de esta cuestión, pero necesitaría más detalles para saber de qué estamos hablando exactamente —contestó Francisco.
—De la provisión de hierro a las obras de palacio, Francisco, de eso estamos hablando —contestó impaciente el ministro—. Carvajal acaba de aprobar la concesión de ese negocio a un tal Joaquín Benito Sáez, un comerciante de la lonja de Madrid. Jean Baptiste Platón ha elaborado un informe aprobatorio de la calidad del hierro que ofrece y se le ha firmado una contrata en exclusiva, con importante reducción de impuestos y grandes beneficios económicos.
—Conozco a ese tipo. No tiene ninguna vinculación con el mundo del hierro, pero goza de fama como mediador de transacciones dudosas en otros sectores. No me extrañaría que fuera simplemente la cara visible de un amaño más turbio.
—Es exactamente lo que yo creo. Están buscando la forma de acusarme de enriquecimiento ilícito, pero empiezo a pensar que Carvajal, a quien tenía por hombre honesto, así como su camarilla, está cayendo en lo mismo que quieren imputarme. No se dan cuenta de que realmente a quien benefician es a nuestros enemigos internacionales.
—Os referís a Francia e Inglaterra, supongo —dijo Francisco—. Por lo que entiendo, les interesa que el gobierno español malgaste su tiempo en peleas internas y no se ocupe de la política exterior.
—Eso es. Gracias a la diligente gestión de Fernández de Isla en su astillero, nuestra Armada estaría lista bien pronto para proteger la posesión y el comercio de nuestras colonias, lo único que hace grande a España y presentar cara a franceses e ingleses en igualdad de condiciones. Tenía prevista la concesión de esa misma contrata del hierro para Isla; era importante para favorecer sus ferrerías, sus industrias, sus avances pioneros y, en definitiva, el rearme de la Marina —decía enfadado Ensenada—. Pero el cerrajero francés ha venido a culminar el desastre.
—Entonces, es probable que os interese cierta información… —sugirió Francisco, en tono misterioso.
—Juzgaré el interés cuando lo escuche…
—Han visto a Jean Baptiste Platón entrando de noche por una puerta lateral de la embajada de Francia. Le estaban esperando…
El ministro se alzó de su silla, como empujado por un resorte. Con las manos cruzadas en la espalda, se giró para observar los jardines del Buen Retiro a través de la ventana. El detalle que acababa de comunicarle Francisco podía ser de vital importancia en determinados enredos políticos. Así permaneció callado y pensativo durante unos segundos, que a Francisco se le hicieron eternos.
—Barranco —dijo Ensenada, volviéndose hacia él con resolución—, te lo encomiendo: vigila los pasos de Platón, averigua qué se trae entre manos y analiza con lo que experimenta en su fragua. Es una petición que te hago como colaborador, o si lo prefieres, una orden que te doy como ministro. Elige la que te convenga. Sólo te exijo que la cumplas.
—Creo que puedo hacerlo —contestó Francisco meditabundo—, aunque desde luego necesitaré respaldo.
—Cuenta con mi protección, hasta donde alcance a dártela. Pero será mejor que busques tus propios cómplices, si es que los necesitas. Cuantos menos rastros dejes que te lleven hasta mí, mejor será para tus intereses. No te falta el dinero; adelántalo para los sobornos y yo te reintegraré lo gastado. Basta con que me informes con la máxima discreción de lo que descubras.
—Está bien. Así lo haré, señor ministro.
Sólo había una persona a quien Francisco se atrevía a confiar su misión, con la total seguridad de que nunca traicionaría su secreto: Pedro Castro. Después de tantos años de amistad y confidencias, el cómico era su más sólido apoyo moral. Por otro lado, era indudable que Pedro tenía habilidad y experiencia para sonsacar información de cualquier parte y manejarse en la frontera entre lo legal y lo peligroso. Por ello escuchó con atención sus consejos sobre las acciones que podría emprender en el seguimiento al cerrajero francés. Él mismo le ayudaría a comprobar si las visitas de Platón a la embajada francesa eran frecuentes.
Francisco siempre había tenido a su cargo en las reales fraguas a un oficial de cerrajero, Santiago García, un joven aplicado e inteligente, a quien consideró su principal ayudante y discípulo mientras ejercía como director de estos talleres. Santiago debía su empleo y progresión al maestro Barranco, por quien conservaba su más alta consideración y lealtad, a pesar de trabajar ahora para Jean Baptiste Platón, como muchos otros de estas fraguas. Francisco conocía bien al padre del muchacho, un modesto cerrajero perteneciente al gremio, y le fue fácil localizar su domicilio, en la cava baja de San Francisco, donde abundaban las tiendas de cerrajería. Hasta allí se encaminó una tarde y esperó deambulando por la calle hasta que Santiago regresara del trabajo, ya casi anochecido. El oficial se asombró de encontrar al maestro junto a su casa. A petición de Francisco, se retiraron discretamente a un callejón contiguo y allí le informó de las circunstancias por las cuales requería sus servicios. Necesitaba que el oficial espiara a Platón en su taller, que sustrajera muestras de las sustancias que probablemente añadía al hierro en sus trabajos, que se fijara con atención y disimulo en todos los procedimientos. Cuanto mayor fuera la precisión en los detalles, mejor sería la recompensa económica que recibiría de Barranco. El joven no dudó en jurar al admirado maestro su total compromiso a hacer con eficacia y discreción lo que le pedía.
De hecho, a las pocas semanas, Santiago García ya se las había ingeniado para salir de las reales fraguas con los bolsillos de su vieja chaquetilla llenos de unos papelitos doblados que contenían muestras de variadas sustancias. Prefería no dar explicaciones a Francisco sobre sus métodos para conseguirlas. Unas veces se las arreglaba para llegar antes que nadie a la fragua; otras para salir más tarde que ninguno y otras para simular quedarse dormido dentro a la hora de la siesta, aprovechando cualquier descuido para acceder al cubículo donde Platón guardaba herramientas de calidad, botes con diversos polvos y sus cosas del oficio. Con suma rapidez tomaba muestras de cuanto podía en esos papelitos doblados, que escondía entre sus ropas. Era difícil, sin embargo, seguir de cerca los movimientos del maestro francés en la zona del martinete donde trabajaba, ya que con mucha frecuencia lo hacía intencionadamente solo, sin permitir que nadie le observara.
Francisco había acordado con Santiago que cuando tuviera algo que entregarle lo introdujera en un hatillo de tela, y fuera al encuentro casual del pequeño José Barranco, a su salida de las clases de dibujo en la Academia de Bellas Artes de San Fernando. El niño, que era espabilado y cumplidor con sus responsabilidades, tomaría el hatillo del oficial, sin detenerse siquiera a hablar, y lo llevaría con rapidez a casa a su padre. Francisco era consciente de que estaba implicando a su hijo en un asunto de cierto peligro, pero el niño pasaría totalmente desapercibido en la calle y nadie sospecharía de este intercambio. Al fin y al cabo, parecía la manera de contactar más adecuada para la seguridad de todos.
Algunas de las sustancias así obtenidas por García eran ya conocidas para Francisco: harina de huesos, sal marina, hollín, incluso azufre; nada nuevo, aunque siguiera empeñado en experimentar con sus cantidades y mezclas.
Jean Baptiste Platón se percató una mañana de que alrededor de esos tarros, en los que guardaba sustancias traídas por él desde Francia, había partículas esparcidas de su contenido. Le extrañó mucho. Él era sumamente cuidadoso con estos elementos. Según había aprendido en algún libro de química, ciertas sustancias podían ser peligrosas al mezclarse con otras. Cuando él manipulaba sus botes, cuidaba bien de no dejar caer restos por fuera, y si lo hacía, lo limpiaba después a conciencia. Era evidente que alguien estaba hurgando en sus cosas. No dijo nada dentro del taller; simplemente tomó nota y se mantuvo alerta.
A los pocos días los centinelas encargados de la guardia de palacio entraron por sorpresa en la fragua. Traían permiso de José de Carvajal para revisar, uno a uno, a todo el personal que allí trabajaba. Los oficiales y aprendices protestaron al unísono. Se sentían ofendidos por la desconfianza y el maltrato. Amenazaron con abandonar conjuntamente la fragua, pero sus quejas fueron del todo inútiles. El maestro Platón había denunciado varios robos y otros tantos intentos frustrados dentro del propio martinete. Según él, faltaban materiales, herramientas, e incluso algún dibujo de los antepechos de hierro que estaban fabricando para las ventanas de palacio. Constaba en su declaración que alguien había asaltado el taller de noche, entrando por las buhardillas, y había llegado a matar cruelmente al perro guardián del maestro, que dormía habitualmente encerrado en la fragua. Los guardias registraron las ropas de todos los empleados. Nadie, sin embargo, pudo ser acusado ni detenido por ladrón. La buena fortuna había evitado que Santiago García fuera descubierto. Ese día no había accedido al cubículo de Platón y tampoco había traído la chaquetilla que solía usar a diario, y que podría estar manchada en el interior de los bolsillos con restos de polvos que lo hubieran delatado. Santiago dio gracias a la providencia por haber escapado de la guardia, pero esa tarde salió de la fragua con la extrañeza y la preocupación reflejada en su cara.
Varios días después Santiago García volvía a la carga con la misión de espionaje encomendada en el real martinete. Pasaba ahora más miedo que nunca, pero necesitaba el dinero que le había prometido el maestro Barranco. Al cruzarse una tarde en la calle con el pequeño José, como hacían habitualmente para la entrega de información y sustancias, el niño le dio recado de que se presentase más tarde en la fragua de su padre. El oficial había respondido a la petición y, en efecto, dos horas después estaba delante de Francisco Barranco.
—Santiago, ¿es cierto todo lo que se cuenta de ese robo en las reales fraguas? —preguntó el maestro al oficial.
Se habían sentado junto a la chimenea del hogar. Josefa había ofrecido al chico un tazón de sabroso caldo, que a esas horas y tras una intensa jornada de trabajo agradeció profundamente.
—Es un asunto muy raro, maestro. Ni mis compañeros de fragua ni yo nos atreveremos a contradecir al maestro Platón, vista la protección que goza de las más altas instancias, pero creo que esa denuncia de robo es falsa. Puede que falte alguna herramienta, incluso el perro guardián ha desaparecido de nuestra vista, pero hay detalles en la declaración que no cuadran.
—¿Y por qué habría de inventarse Platón un robo? ¿Para obligar a que refuercen la seguridad de la fragua? —preguntó extrañado Francisco.
—Puede ser por eso, maestro. Platón ha querido meter miedo a los oficiales que trabajamos con él. Ha sido su forma de avisarnos de que está alerta a cualquier cosa extraña que perciba en su entorno. El caso es que unos días después de que nos inspeccionaran, puesto que no hay suficiente guardia en la obra de palacio, la vigilancia del taller ha vuelto a relajarse.
—Es necesario mantener las pesquisas en torno a Platón, Santiago. Te ruego que cumplas nuestro trato durante algún tiempo más. Sólo debes extremar el cuidado e intentar no dejar huella de lo que haces.
—Así procuro hacerlo, maestro, se lo juro.
Unas semanas más tarde, después de haber propiciado la entrega de otras pequeñas muestras de sustancias sustraídas en las reales fraguas, el oficial se presentó directamente en casa de Francisco Barranco, saltándose las normas acordadas para sus furtivos encuentros. El maestro tenía también visita de Pedro Castro, que había aparecido para informar del resultado negativo de su seguimiento a Platón, que parecía no haber vuelto a pisar por la embajada francesa. Santiago García venía nervioso y justificó su intempestiva presencia a que esta vez creía haber hallado algo importante.
Relató haber visto a Platón hablando con aire misterioso a un maestro cerrajero español que siempre estaba a su lado; «un tipo tan huraño como el propio francés», comentó con cara de desagrado. Le pareció escuchar que le explicaba cómo al añadir cierta sustancia blanquecina al hierro candente, su calidad mejoraba notoriamente, al proporcionarle una dureza y temple parecido al de los aceros más puros. No le había visto realizar la acción a la que se refería, pero supo poco después que Platón y el otro maestro español se ausentarían de la fragua durante un rato, y aprovechó raudo para tomar una muestra generosa de ese polvo blanco y maloliente al cual el francés había hecho referencia. Lo traía envuelto en un pañuelo de tela.
—Hagamos el experimento, Francisco —sugirió el cómico—, y sabremos qué es lo que se trae Platón entre manos.
—Está bien, entremos en el taller y veamos qué ocurre.
Así lo hicieron. A la vista de sus acompañantes, Francisco tomó con las tenazas una barra de hierro y lo enterró entre las brasas, atizadas con el fuelle, hasta que se puso al rojo vivo. Lo extrajo después con las tenazas, sujetas en su mano derecha, y con la izquierda espolvoreó sobre la barra un puñado de ese polvo blanco. De inmediato, una fuerte llamarada se alzó de improviso hasta alcanzar a Francisco, que cayó al suelo, tapándose la cara con las manos, aturdido y chamuscado. Santiago pegó un alarido, espantado, creyendo que el maestro se había abrasado el rostro. Pedro le ordenó pedir auxilio a Josefa, que trajinaba en la casa, mientras él mismo inspeccionaba las quemaduras que había sufrido su amigo. Por suerte, eran leves; sólo las pestañas y una de las dos mejillas habían sufrido la quemazón de la llamarada.
Sacaron a Francisco de la fragua y quisieron llevarle en volandas a la cama, hasta que se le pasara el sobresalto. El cerrajero, sin embargo, se empeñó en ir por su propio pie a sentarse en la mesa del comedor. Sentía un doloroso escozor en la mejilla, pero tranquilizó a todos. Estaba bien. No había sido más que un susto. Josefa sacó unos vasos y sirvió a todos un poco de vino. Después se fue a buscar un paño limpio y agua fresca, para limpiar la quemadura y el humo negro pegado a la cara de su marido. No había presenciado el accidente, pero estaba terriblemente inquieta por la herida que había sufrido Francisco. Poco a poco fueron recuperando la calma y comenzaron a analizar lo ocurrido.
—Creo que ha sido culpa mía, maestro. Quizás debería haber esperado a enterarme bien de qué sustancia hablaba el señor Platón. A lo mejor no era lo que yo pensaba —se excusó compungido el oficial.
—No, Santiago, el error ha sido mío. Debí comprobar antes el carácter de esos polvos. A fuerza de experimentar, he adquirido un conocimiento químico básico. Creo que eso que has traído es fósforo, un elemento descubierto por alquimistas, que se encuentra como impureza en el acero, y que resulta incompatible con el fuego. De ahí la llamarada que ha estado a punto de abrasarme —explicó Francisco—. Con las ansias de descubrir algo nuevo, me he precipitado. Debí haber pensado esto mismo antes.
Pedro estaba pensativo, dando pasos sobre sí mismo alrededor de la estancia y escuchando las palabras de uno y otro. Parecía haber llegado a una conclusión sobre lo que estaba pasando.
—Santiago, ¿puedo preguntarte algunos detalles? —dijo el cómico.
—Claro, señor.
—¿De dónde cogiste esos polvos? ¿Los tenía escondidos Platón en alguna parte?
—No, señor. La verdad es que esta vez pude tomar la muestra con cierta facilidad, porque el maestro la había dejado sobre un banco de trabajo que tiene para su uso exclusivo.
—Es evidente… —dijo Pedro.
—Evidente… ¿el qué, Pedro? ¿De qué hablas? Explícate —le instó impaciente Francisco.
—Antes de que apareciera esta tarde Santiago me contaste lo de los falsos robos denunciados por Platón; y ahora se deja casualmente una sustancia altamente peligrosa a la vista, puesta a propósito para que alguien se la lleve…
—¿Crees que todo es intencionado? —preguntó el cerrajero.
—Desde luego. Estoy seguro de que lo que ha ocurrido hoy no es una casual fatalidad. Es una trampa. Creo que Platón sabe que uno de sus trabajadores le está espiando. Es listo. Probablemente conozca hasta la identidad del espía y para quién lo hace. Es decir, que ha hecho que muerdas su anzuelo y ha procurado, incluso, hacerte daño. Podrías haberte quemado de veras, o haber incendiado tu casa con el experimento.
—Es decir, que me está entreteniendo y haciendo perder el tiempo en pistas falsas sobre los experimentos que realiza con el hierro —comentó desilusionado Francisco.
—Eso creo —sentenció Pedro.
—¿Y la conversación con el maestro español al cual explicaba el uso de esa sustancia? —preguntó intrigado el oficial.
—Seguro que es su cómplice. Simularon, a sabiendas de que lo oirías. Pensándolo bien, creo que buscaban comprobar que eres tú quien está sustrayendo las muestras. ¿Te conoce ese maestro español? ¿Sabe de tu antigua relación con Barranco?
—No estoy seguro, señor. Podría ser… Realmente no sé quién es.
Tanto Francisco como Pedro Castro concluyeron que el asunto se estaba volviendo peligroso. Iba a ser necesario, a partir de ahora, extremar la cautela y la vigilancia sobre su entorno y sobre ellos mismos.
Por suerte para Francisco, el ambiente de efervescencia creativa de la corte se mantenía, a pesar de las intrigas cortesanas, muy vivo. Y él había sabido conservar y seguir consolidando su prestigio como artista del hierro. De la noche a la mañana, y para compensarle de tantos sinsabores, le llegó un interesante encargo con el cual ya no contaba. Fernando VI había aprobado la ejecución de una monumental puerta que abriera paso desde Madrid al cercano real sitio de El Pardo. Un ingeniero francés, de apellido Nangle, sería el encargado de su construcción, y al afamado escultor Olivieri, autor de la ingente obra de escultura en las fachadas del palacio real, le correspondería elaborar su bella decoración externa. Lo más importante para Francisco era que él iba a ser el encargado de confeccionar una hermosa reja a modo de puerta. Y fue tanto el afán artístico que volcó en esa pieza, que tuvo el honor de que el conjunto se conociera a partir de entonces por la obra debida a Francisco, es decir como «Puerta de Hierro». El rey alababa la pieza cada vez que atravesaba por aquel lugar en carroza para ir a sus jornadas de caza en El Pardo, y con tal nombre se acabó designando el entorno.
Este trabajo le había hecho olvidar con rapidez las heridas sufridas durante el fatal experimento del fósforo. Con el fin de elaborar con perfección y urgencia el encargo, había preferido encerrarse en una de las fraguas de su propiedad que tenía en alquiler en la casa que heredó de Sebastián de Flores. Sin interrupciones ni visitas, había permanecido allí enclaustrado, hasta que no se curara la quemadura sufrida en su cara. Si es que alguien le vigilaba, cosa posible a estas alturas, no quería dar muestras evidentes de haber caído en la trampa tendida por Platón.
Un buen día, al término de su jornada, caminaba Francisco hacia su hogar desde la calle de Segovia, donde se hallaban enclavadas las antiguas fraguas de Sebastián de Flores, cuando vio descender de una carroza a la cantante Joyela. La diva regresaba a su casa de un banquete ofrecido por sir Benjamin Keene, en temprano horario inglés, en la embajada de Inglaterra. Se alegró de encontrarse con Francisco, puesto que a pesar de ser vecinos, no era tan frecuente que ellos coincidieran en la calle.
—Querido Barranco, creo que ha sido Dios quien te ha puesto en mi camino —dijo pomposa la cantante—. Esta noche me acordé de ti en la embajada inglesa.
—¿De mí, Joyela? —contestó asombrado el cerrajero, al tiempo que la saludaba con galante cortesía y afecto.
—Pues sí, de ti. Pensaba habértelo contado más adelante, pero lo haré aquí mismo, si me concedes un instante.
—Por supuesto. Voy para casa, pero puedo detenerme lo que haga falta.
—Escucha. Asistí a cenar a la residencia de sir Benjamin Keene, porque tiene intención de conseguirme un contrato para ir a cantar a Londres.
—Mi más sincera enhorabuena… —interrumpió Francisco.
—Gracias, pero no es eso lo que quería contarte. Soy curiosa por naturaleza y estuve indagando por los salones y pasillos interiores de la casa, un poco más allá de donde los invitados podían acceder. Pude ver en un despacho, con la puerta entreabierta, cómo hablaban dos hombres; uno parecía secretario de embajada, el otro con peor pinta. Agitaba las manos, tratando de explicar algo y me fijé en que llevaba la derecha enguantada y le faltaba un dedo.
—Dios mío… Félix Monsiono —musitó Francisco, espantando.
—No sé quién diablos es ese, pero quiero advertirte de que les oí claramente pronunciar tu nombre, Francisco Barranco. Y cuando a uno lo mencionan sin estar presente, sólo caben dos alternativas: halagos o envidias. Me temo lo segundo. Puede que te estén vigilando.
Agradeció la información a su ilustre vecina y marchó raudo a su casa. Según abrió la puerta encontró a Josefa y a su hijo sentados para la cena. No se molestó en ocultar su rabia y preocupación.
—Escuchadme, Félix Monsiono está de vuelta en Madrid. Espero lo peor de él. Por lo que empiezo a saber, estoy seguro de que ha venido a vengarse de mí y va a procurar hacerme el mayor daño posible.
Josefa sintió entonces el peso de la mala conciencia. Quedó demudada ante lo que oía y tuvo que confesar lo que hacía algún tiempo venía escondiendo. Se levantó de la mesa y se acercó a Francisco con gesto de solicitar su comprensión a lo que iba a relatar. Ella ya tenía conocimiento de que Félix y Manuela habían regresado. Su hermana se había presentado en su casa, rogando perdón y pidiéndole consuelo y cariño. No había podido negarse. La quería por ser su hermana, no podía evitarlo, a pesar de su mal comportamiento en el pasado. Manuela le contó que Félix había cambiado y estaba buscando un trabajo decente para salir adelante e instalarse de nuevo en la villa y corte.
Josefa la creyó de buena fe, ignorando que su hermana le estaba mintiendo, puesto que le ocultaba que Félix ya era maestro de cerrajero y había entrado a trabajar en las reales fraguas de palacio.
—¿Cuántas veces ha venido tu hermana a esta casa? —preguntó Francisco indignado.
—No las he contado; varias a lo largo de las últimas semanas.
—¿Ha venido Félix con ella? ¿Ha pisado esta casa? —volvió a preguntar Francisco, fuera de sus casillas.
Josefa se tapó la cara con las manos y comenzó a llorar, mientras se derrumbada sobre un taburete. Confesó entonces que durante los días que él había estado ausente, encerrado en aquella otra fragua, Félix se había presentado de improviso acompañando a Manuela y a su hijo adolescente. Cuando se quiso dar cuenta, lo tenía metido dentro de casa. No se atrevió a echarlo. Después de tantos años, aún la intimidaba. En un momento dado, Josefa acompañó a su hermana a las habitaciones del piso superior, en donde aún permanecían algunos enseres pertenecientes al fallecido José de Flores; quería enseñárselos a su hijo. Josefa no sabría decir qué había hecho Félix durante ese tiempo que lo perdió de vista.
Francisco se temió lo peor y se dirigió rápido hacia la fragua. En efecto, encontró allí huellas de pisadas que no eran suyas, puesto que llevaba un tiempo sin trabajar en ella. Alguien había estado merodeando en el taller, y a estas alturas parecía obvio que había sido Félix. Se dio cuenta de que había hurgado en sus papeles, anotaciones y cuentas, que estaban en diferente orden a como él siempre solía guardarlos. Por supuesto, también había abierto el armario en el cual Francisco guardaba las sustancias destinadas a sus experimentos y parecía haber inspeccionado concienzudamente los hornos recientemente construidos para ese fin, puesto que las pisadas se cruzaban y entretenían en ese punto. La conclusión era clara: Félix le estaba espiando.
Francisco no tardó en comprobar en los días siguientes que Félix Monsiono estaba al servicio de Jean Baptiste Platón en las reales fraguas de palacio. Pero su presencia en la embajada de Inglaterra le tenía desconcertado. ¿Actuaba como confidente de los ingleses por mandato de Platón o por cuenta propia? Pensaba Francisco que Félix sería muy capaz de aceptar sobornos de unos y otros, y estar pasando información cruzada, sin lealtad más que a sí mismo, con el mero afán de ganar dinero y hacer daño cuando se presentara la ocasión propicia.
Una gran noticia llegó entonces a la corte. Los cuatro primeros navíos construidos por Fernández de Isla en su astillero de Guarnizo habían sido ya botados al agua. El ingeniero Jorge Juan, hombre de confianza del marqués de la Ensenada, se había desplazado hasta allí para examinarlos exhaustivamente. Su conclusión era determinante: estos navíos eran los mejores que jamás había tenido la Armada. La calidad de su ejecución y de sus materiales eran superiores a los de cualquier otro barco salido de los astilleros estatales. Todas las condiciones estipuladas en la contrata con el empresario habían sido puntualmente cumplidas con diligencia y ahorro de dinero para el Estado.
Aunque Ensenada tenía intención de mantener los planes de rearme en un cierto secretismo, no pudo evitar confesar su satisfacción por estos últimos logros al engreído y vanidoso duque de Duras, embajador de Francia. Y este, por el mero hecho de vanagloriarse ante su gobierno de las confidencias con que le honraba el ministro español, exageró cuanto pudo en su correspondencia diplomática sobre este asunto. Según las cartas engoladas de Duras, la fuerza de la Armada española era mucho mayor de lo que Ensenada quería confesar, y estaba ya preparándose para provocar un futuro conflicto bélico con Inglaterra, que obligaría a los reyes a decantarse por una fuerte alianza con Francia, tal como era del gusto del propio Ensenada.
Las indiscreciones de Ensenada y Duras iban a costar a los dos muy caras, puesto que la correspondencia diplomática francesa que salía de Madrid estaba siendo, sin duda, interceptada por agentes de Inglaterra.
La reacción a los éxitos de Fernández de Isla y de su protector, Ensenada, en el brillante asunto de la construcción de barcos y el aumento de la producción de hierro en las ferrerías de Cantabria se dejó sentir de nuevo en Madrid, en forma de luchas ocultas de poderes e intrigas entre camarillas.
Zenón de Somodevilla aún confiaba en lograr para Fernández de Isla, su protegido, la necesaria contrata para suministrar de hierro a la obra de palacio, potenciando ante los reyes las alabanzas al empresario cántabro y criticando, por el contrario, la nefasta actitud de Jean Baptiste Platón en su cargo, así como la sospechosa protección que Carvajal le brindaba. Pero los intentos de Ensenada en este sentido no hicieron sino desatar una incruenta guerra entre los partidarios del ministro y los del secretario de Estado. Si Carvajal atacaba, concediendo a Francisco de Mendinueta —empresario y competidor de los Goyeneche en el proyecto de la fábrica de acero— permiso para hacer sus ensayos en el martinete construido por Platón en palacio, los leales a Ensenada contraatacaban, provocando roturas en las tuberías de plomo que conducían el agua hasta dicho martinete, que quedaba paralizado y sin trabajo durante varios días.
El ambiente de rivalidades, llevadas ya a todos los ámbitos de la corte, ante la ignorancia de los pacíficos y refinados monarcas, Bárbara y Fernando, se hacía cada vez más asfixiante.