Capítulo 33

Los peores presagios de Francisco se confirmaron durante el tórrido mes de agosto de 1751.

José de Carvajal vertió todo su favoritismo sobre el cerrajero Jean Baptiste Platón, al cual se concedieron, en cuestión de pocas semanas, todos los privilegios y cargos por los que Barranco llevaba toda una vida luchando. La supuesta aportación de secretos robados a su país, que el francés iba a hacer en beneficio del Estado español, pesó mucho sobre el ánimo del rey, que se dejó convencer por su primer ministro para colmar al artesano extranjero de honores. Jean Baptiste Platón fue nombrado herrero y cerrajero de cámara, además de director de las reales fraguas de palacio, con un extraordinario salario. No se podía cesar a Francisco como cerrajero de confianza en palacio, un puesto vitalicio y bien merecido. De todos modos, fue relegado en todas sus funciones para la obra de palacio. Por otra parte, el francés recibió encendidas alabanzas de Fernando VI por el martinete para trabajar hierros que había construido junto a la nueva residencia regia. De manos del soberano salió el decreto que le concedió la patente exclusiva sobre la invención de su ingenio:

A don José de Carvajal:

Enterado de la útil e ingeniosa máquina que ha inventado y executado en el recinto de mi nuevo real palacio para toda obra de hierro, Juan Bautista Platón, he resuelto hacerle maestro herrero y cerrajero mío para que como tal haga todo lo que se ofrece de hierro en mi nuevo real palacio, usando de la citada máquina y mandando y dirigiendo todos los que trabajen en esta materia y siempre bajo vuestras órdenes. Asimismo le concedo el sueldo de cuarenta y ocho reales cada día por todos los de su vida, y si él faltare, la mitad que son veinticuatro reales cada día a su mujer.

Mando que ninguno pueda hacer esta máquina sin licencia mía dada por medio vuestro, y convenga el mismo artífice, para que con eso pueda lograr alguna gratificación de su invento.

Cuidad de que se disfrute la máquina y habilidad de su autor en beneficio y ornamento de mi nuevo real palacio y que se apliquen los oficiales de estos reinos a perfeccionarse en los adelantamientos, que uno y otro ofreciere, como lo fío de vuestro celo.

Yo, el rey

La protección de Carvajal a Platón abandonó el disimulo inicial; se hizo pública y hasta motivo de orgullo. Desde la secretaría de Estado se dieron órdenes de saldar todas las deudas que el cerrajero hubiera contraído al instalarse en Madrid, conceder aumentos de sueldo a sus oficiales, darle libertad absoluta de adquisición de herramientas, facilidades para amueblar su casa recién construida junto al martinete y salvoconducto para entrar y salir, a cualquier hora, del recinto tapiado de la obra. Jean Baptiste Platón había llegado a Madrid bajo la promesa de obtener un sustento seguro para el resto de su vida, y desde luego lo había logrado. Carvajal era hombre de palabra y estaba convencido del acierto de haber traído a España a un hombre que, desde las entrañas mismas de palacio, iba a ser capaz de revolucionar la industria metalúrgica del reino. Y ello sin interferir en la complicada red de espionaje industrial en Europa que Ensenada había diseñado.

El malhumor y el desánimo hicieron presa en Francisco durante una temporada. El sonido del martillo en la fragua de su taller parecía retumbar con más rabia que nunca. La compañía de su hijo, que ya iba a cumplir los diez años, era lo único que sosegaba su ánimo. Se veía reflejado en él cuando empezó a aprender el oficio, bajo la estricta enseñanza de José de Flores. El pequeño José Barranco tenía suerte, porque su padre no pensaba ser tan estricto como fueron con él. Quería enseñarle la pasión por el oficio y las ansias de progresar, basándose en el gusto por la perfección, por el trabajo bien hecho, por el enamoramiento de la obra de arte. A pesar de su corta edad, el niño mostraba gran interés y, sobre todo, una extraordinaria admiración por su padre. La educación del pequeño, sin embargo, había sido hasta ahora responsabilidad de Josefa. Ella había volcado en José todo su instinto de madre, ya que jamás podría verterlo sobre otro hijo. Aquel parto tan difícil fue el primero y último, puesto que el trance la había dejado para siempre estéril. Josefa seguía siendo la misma mujer cálida y dulce de su adolescencia. Amaba a su marido con igual intensidad que siempre, aunque era consciente de que había entregado su corazón a un hombre que la quería, pero en el cual no era capaz de despertar pasiones. Hacía mucho que la relación matrimonial de Francisco y Josefa se había acomodado a una tibia vida doméstica, sin complicaciones. El hogar se había convertido para el cerrajero en un remanso de paz, a veces excesiva, en medio de la vorágine profesional en la que siempre estaba metido.

Traspasó la puerta de las reales fraguas y preguntó al primer aprendiz con el que se cruzó por el responsable de las instalaciones. Sin pronunciar palabra, el chico señaló con el dedo hacia un cuartito donde tomaba asiento un hombre viejo, enfrascado en la lectura de un grueso libro de cuentas.

—Buenos días, vengo a ser contratado.

—Lo siento —contestó el administrador sin levantar la vista de sus papeles—, la fragua no necesita más personal. Ya tenemos suficientes oficiales y aprendices.

—Soy maestro cerrajero. El señor Platón me necesita.

—¿Te conoce el mesié? —dijo de nuevo el hombrecillo, bromeando con el tratamiento caballeresco del francés y la petulancia del cerrajero que tenía delante.

—No me conoce ni sabe que existo, pero me espera.

El administrador alzó por fin los ojos ante la tajante respuesta de ese hombre, que traía cara de pocas bromas y osaba hablarle de una manera tan irrespetuosa.

—Platón está ocupado en los ajustes del martinete, pero le avisaré de tu presencia. ¿Tu nombre?

—Félix Monsiono. Esperaré aquí a que salga.

El cuñado y rival de Francisco, en efecto, había regresado a Madrid, después de un largo destierro. Monsiono había cumplido fuera de la capital su condena, ausentándose incluso más años de lo estipulado en la sentencia. Pero durante el castigo no había perdido el tiempo. Logró instalarse en la pequeña villa de Iriepar, cercana a Guadalajara, junto a Manuela y su hijo, que a estas alturas ya era un adolescente. Desde allí, ejerciendo como artesano del hierro en la comarca y alrededores, logró sobrevivir y ahorrar para acceder a la maestría, que obtuvo con un paupérrimo nivel de calidad en la obra presentada. La falta de destreza en su mano derecha, disminuida por la amputación de un dedo desde la niñez, no le permitía trabajar bien con las herramientas más menudas, necesarias para elaborar llaves y cerraduras de cierta precisión mecánica y belleza. Su mala fama le precedía, por ende, y los dos examinadores de aquel gremio provincial no quisieron enemistarse con aquel compañero mal encarado. Prefirieron otorgarle título de maestro y favorecer su marcha a otro lugar, donde pudiera ejercer lejos de ellos.

Durante todos esos años había estado atento, no obstante, a las noticias que llegaban de la villa y corte, referentes tanto a palacio, como al gremio de cerrajeros. No quería perder la pista a Francisco Barranco. Se había jurado a sí mismo no permitir que se saliera con la suya; vengar las afrentas aunque tuviera que esperar toda la vida. Para cobrarse esa deuda tenía infinita paciencia. Por ello, acabó enterándose, aunque tarde y a destiempo, de las muertes de Sebastián y José de Flores, así como del consiguiente ascenso de Francisco Barranco en el escalafón de artesanos auspiciados por el trono. La casualidad había procurado, además, que Jean Baptiste Platón y su mediador, el comerciante Berger, se detuvieran en una posada próxima a Guadalajara en su camino hacia Madrid. El comerciante, más indiscreto de lo debido bajo los efectos del vino, habló al posadero de la identidad de su acompañante y su próximo cometido en las reales fraguas de palacio. Y la noticia voló desde allí a todos los cerrajeros y herreros del entorno, deseosos de trasladarse a Madrid en busca de mejor sustento. La familia Monsiono recogió sus pocas pertenencias en Iriepar y se encaminó de vuelta a la capital, donde se instaló provisionalmente en una casa de muy modesta condición.

A Félix no le importó la espera hasta que Platón apareciera. Estaba aún impresionado de la magnitud de la obra del nuevo palacio real. La última vez que puso el pie en este lugar, los escombros quemados del viejo alcázar aún humeaban. Mientras aguardaba a que el francés le recibiera, aspiró varias veces profundamente, llenando sus pulmones de ese aire con olor a carbón ardiente y hierro, que era el aroma de su existencia. Se vio trabajando de nuevo a las órdenes de un gran maestro, bajo la presión de los encargos importantes, y decidió, desde luego, que no saldría de allí sin el ofrecimiento de un salario y un cargo que encajara en su ansiado proyecto, que no consistía sino en destruir la carrera de Francisco Barranco.

La sensación de desagrado que sufrió Jean Baptiste Platón al tener delante a Félix Monsiono fue la misma que este provocaba siempre al primer encuentro. Sus ojos penetrantes, su mandíbula desencajada, su aspecto desaliñado y la agresividad latente de su trato producían invariablemente un fuerte rechazo.

Después de las presentaciones, el maestro francés tardó poco en interesarse vivamente por lo que Félix le ofrecía. Monsiono relató la parte de su vida que podía contar, especialmente lo que a Platón le interesaba: que había sido discípulo de José de Flores, que conocía bien los entresijos del manejo del hierro en palacio y, sobre todo, que tenía relación familiar con Francisco Barranco, contra cuyos intereses estaba dispuesto a maquinar cuanto hiciera falta. Se ponía a disposición de Platón, no sólo como maestro cerrajero, sino para cualquier otro fin que le fuera recompensado. Félix salió de las reales fraguas figurando ya en la lista de contratados. Al día siguiente podría empezar a trabajar en aquellos espléndidos talleres.

Antes de abandonar el recinto de la construcción regia, Félix quiso llevar a cabo una acción, que desde su precipitada marcha había dejado pendiente. Cada día transcurrido durante su exilio se había acordado del libro manuscrito que robó en casa del maestro Flores y por el cual se peleó con los pintores al servicio de Jean Ranc, aquella fatídica noche del incendio del alcázar. A pesar del exceso de alcohol que nublaba sus sentidos en aquella ocasión, Félix recordaba haber tenido tiempo de enterrar el libro en los jardines, envuelto en un hatillo de tela, a salvo de la humedad, en el interior de una acequia por la que no corría el agua. Tuvo que escarbar tierra para levantar la tapa de aquel hueco, que luego disimuló al cerrarlo. Pensó entonces que volvería al día siguiente a rescatar el valioso ejemplar, pero el voraz incendio y las circunstancias posteriores lo hicieron imposible. Pensaba que aún tenía la oportunidad de recuperarlo, en el caso de que nadie lo hubiera descubierto. Pero era muy difícil reconocer el lugar exacto donde escondió el volumen. Las recientes edificaciones habían cambiado por completo el terreno. En el lugar donde estaba la acequia se habían hecho zanjas y desmontes para los cimientos del palacio. Era incluso probable que en el curso de las obras alguien hubiera dado por casualidad con el libro. Quizás estuviera guardado, Dios sabe dónde, o simplemente ya destruido.

Esta vez la celebración era en la casa de Miguel de Goyeneche. El rey Fernando VI acababa de inaugurar una de las más brillantes realizaciones de su reinado. La Real Academia de Bellas Artes de San Fernando era formalmente constituida bajo su patronazgo, tras varias décadas de proyectos y juntas preparatorias. La institución, a imagen y semejanza de otras europeas, nacía para ser el lugar de formación de los artistas dedicados a las tres nobles artes: pintura, escultura y arquitectura. Goyeneche, que, aparte de hombre de negocios, era un genio cultivado, llevaba años comprometido con la idea de la academia. En agradecimiento a ello, el rey le nombraba ahora primer consiliario de la misma, un cargo lucido y relevante, que incrementaba aún más su prestigio social. Antonia de Indaburu, su esposa, se había encargado de que los salones de la casa lucieran esa noche más espléndidos que nunca para celebrar este acontecimiento que añadía brillo al apellido familiar. Lo más granado de la corte se daba de nuevo cita en un banquete donde la mayor diversión era ver y ser visto, enfundado cada cual en sus mejores galas: vestidos y casacas de sedas floreadas, encajes por doquier, pelucas empolvadas, diamantes hasta en los botones y extravagantes joyas.

El maestro cerrajero Francisco Barranco era, en las fiestas de Ensenada y Goyeneche, ese invitado de diferente condición social que ofrecía interés y variedad al evento, parecido en todo lo demás a cualquier otro celebrado en las casas señoriales de la villa y corte. En esta ocasión, Pedro Castro figuraba también entre los invitados, junto al empresario Luis de Rubielos y su amada Joyela, bien consolidada como diva de la ópera. El marqués de la Ensenada y los condes de Valdeparaíso tampoco iban a faltar en esta cita.

La fundación de la Academia de Bellas Artes había despertado en Francisco algunas ideas novedosas y a priori descabelladas. En su desesperación por la pérdida de la responsabilidad como director de reales fraguas, pensaba más que nunca en el futuro de su hijo. Aunque siguiera su oficio como artesano del hierro, deseaba que tuviera desde el principio cierta formación como artista. El aprendizaje del dibujo, de las reglas del diseño, de las proporciones, las formas y el cálculo matemático le parecía imprescindible. Después de saludar con discreción a sus conocidos, se acercó a Goyeneche y se atrevió a plantearle esas sugerencias.

—Ahora que la academia es una realidad, don Miguel, deberían considerar abrir sus puertas a todo aquel que desee tener educación artística, aunque no vaya a dedicarse a las nobles artes.

—¿Estás proponiendo que los artesanos puedan acceder a estudiar en esta noble institución? —preguntó asombrado Goyeneche.

—Eso mismo. Por desgracia, los artesanos no tienen ningún otro lugar donde aprender los fundamentos del arte. Y sin esas enseñanzas, es difícil que progresen y que añadan a sus oficios cualidades estéticas. Es más, creo que debería ser obligatorio desde temprana edad, cuando se inician como aprendices —sugirió Francisco.

—La instrucción en la academia será costosa, estricta y difícil. ¿Crees que habrá muchos maestros cerrajeros que deseen emplear las horas de trabajo de sus hijos o aprendices en que aprendan dibujo?

—Por lo menos, de momento, hay uno. Se llama Francisco Barranco —dijo con solemnidad el cerrajero—. Y desea fervientemente que su hijo, José Barranco y Flores, entre en la academia.

—Me dejas impresionado, Barranco. La junta de la academia no ha previsto hasta ahora una idea tan novedosa. Pero, ¿sabes?, me gusta tu propuesta y la forma decidida en que la expones. Haces que parezca razonable. Es más, te aseguro que haré lo posible por recomendar la admisión de tu hijo en la clase de dibujo. Si tiene talento para ello y le aceptan, será toda una novedad.

Francisco no tenía la menor duda de que así sería: Goyeneche cumpliría su ofrecimiento, como siempre solía hacer. Por su parte, cruzaría los dedos para que su pequeño José Barranco fuera admitido en la academia; estaba seguro de que inteligencia y motivación para aprender no le iban a faltar, a pesar de su corta edad.

El marqués de la Ensenada se movía ufano entre los invitados, tratando de evitar un encuentro con el conde de Valdeparaíso que le obligara a un ejercicio de disimulo con respecto a la relación que le unía a su esposa. La marquesa de la Torrecilla, la amante oficial del ministro, seguía en cambio al marqués muy de cerca, empeñada en que este no perdiera el interés por sus favores.

—Espléndido banquete, Miguel, y espléndido su motivo —felicitó Ensenada a Goyeneche en un apartado del salón.

—Gracias, Zenón. Como buen amigo, te admito el cumplido.

—He sabido que tus negocios editoriales van viento en popa.

—Ojalá fuera como dices. No es para tanto, te lo aseguro.

—Sabrás que en estos días se acaba de fundar un nuevo periódico, con un contenido exclusivamente económico. Los Discursos Mercuriales, se titula. ¿Le auguras buen futuro? —preguntó Ensenada.

—La publicación de periódicos está tomando su auge. No lo puedo negar. Creo que está surgiendo una burguesía ávida de noticias sobre agricultura, economía y comercio. Habrá que admitir que el fomento de las industrias que vuestro gobierno proporciona ha aumentado el interés del pueblo llano por esas cuestiones. Y la prensa desde luego es un medio barato y fácil de ofrecer conocimientos a los súbditos, tú bien lo sabes…

—Estoy preocupado por la marcha del gobierno. Siento que hay cosas que se me escapan y que están cambiando muy rápidamente —confesó Ensenada, bajando el tono de voz para asegurarse de que nadie los escuchara.

—¿A qué te refieres?

—Empieza a haber fuerte oposición contra mis planes de rearme de la Marina. Creo que desde Inglaterra, apoyando a algunos leales de Carvajal en Madrid, están jugando bien sus cartas. Ese embajador, sir Benjamin Keene, es extremadamente perspicaz. Me precio de su amistad, pero sé que su principal misión diplomática es defenestrarme y evitar los planes de refuerzo industrial y rearme.

—¿Sospechas de alguien más en concreto?

—Sí. Estoy seguro de que el conde de Valdeparaíso y el duque de Huéscar están haciendo de las suyas. Especialmente Huéscar. No me oculta su inquina, y sé que, como mayordomo mayor del rey, está influyendo sobre don Fernando para poner bajo sospecha mis actividades y decisiones de gobierno.

—No quiero alarmarte, pero me consta que el embajador de España en Londres, ese tal Ricardo Wall, ha venido últimamente a Madrid para visitar al rey. Es un protegido de Carvajal y al parecer don Fernando y doña Bárbara le han hecho muchos honores. De sobra es conocida la predisposición anglófila de la reina, pero es evidente que Inglaterra está inclinando la balanza a su favor en esta corte —añadió Goyeneche.

—Por supuesto que estoy al tanto de todo lo que cuentas —contestó tajante Ensenada, seguro como estaba de su eficaz red de espionaje.

—¿Y cómo van las cosas con Fernández de Isla? —inquirió Goyeneche.

—Con tu permiso, y después de tu padre, es el mejor empresario que ha dado este país en muchas décadas. La construcción de los navíos crece a una velocidad sorprendente.

—¿Y de sus ferrerías? ¿Algo interesante?

—Voy a intentar influir para que su hierro comience a suministrar las necesidades de la obra de palacio. A cambio de ello, su colaboración con tu proyecto podrá ser interesante. Ya ves que ha sido capaz de innovar con el uso del carbón piedra y lo hará con muchos otros elementos. Todo, claro, si ese extraño francés, Jean Baptiste Platón, no pone impedimentos.

—Los pondrá. Recuerda que viene favorecido y protegido por Carvajal.

—Lo sé. Y por ello es un hombre bajo sospecha… —concluyó el marqués de la Ensenada.

Francisco se había marchado pronto del banquete. Cuando la condesa de Valdeparaíso, que había deseado provocar un breve encuentro con él para adelantarle sus últimos descubrimientos sobre el manuscrito, quiso darse cuenta, ya había desaparecido de entre los invitados. María lo lamentó enormemente. Después de su fría despedida la última vez que se encontraron a solas, en el laboratorio alquímico, le echaba extraordinariamente de menos. Aunque no le había hecho caso, recordaba muchas veces los consejos personales que aquel lejano día Francisco le había proporcionado. Asimismo, le dolía dejar pasar las escasas ocasiones que tenía para seguir avanzando en las ideas que compartían. Puesto que su afición al teatro era de sobra conocida, pensó que nadie vería extraño que departiera durante un rato con el cómico Pedro Castro. Así que le abordó en cuanto pudo y simulando mantener una conversación sobre comedias y comediantes, pidió que la escuchara con atención y tomara buena nota de cierta información que debía transmitir a Francisco Barranco. Confiaba en su amistad y discreción. Pedro juró que así lo haría y puso sus cinco sentidos en retener el mensaje de la enigmática condesa.

Tan pronto amaneció, el cómico estaba ya plantado frente a la puerta del hogar de Francisco. A través de una ventana, Josefa le vio merodeando por la calle y le invitó a pasar. El desayuno estaba a punto en la mesa, y Pedro se sumó al convite. Había dormido poco esa noche, pero tenía el hambre bien despierta. De inmediato dio a entender a su amigo que traía noticias que contarle, y cuando tuvieron el estómago saciado, pasaron a la fragua familiar a charlar, sin que nadie les molestase.

—La condesa te estuvo buscando anoche…

—La vi bien acompañada por su esposo, e incluso algún otro caballero que la rondaba. No creo que necesitara nada de mí.

—Te equivocas. Tenía gran interés en verte. De hecho, me pidió que me entrevistara contigo sin pérdida de tiempo. Tiene urgencia por compartir contigo una serie de descubrimientos, como si tuviera miedo a que pudiera pasarle algo y se quedaran perdidos en el olvido.

—Tú dirás. Soy todo oídos.

Escuchó entonces de Pedro, con máxima atención, la historia de los siguientes símbolos alquímicos del manuscrito que recientemente María había hallado: la figura del león, por el azufre, y del collar de eslabones en forma de S que el animal luce al cuello, por las sales. Como buen cómico, Pedro escenificó bien la forma en que la condesa había llegado a este convencimiento, a través de la conversación con el doctor Piquer y sus posteriores pesquisas en los libros de alquimia. Pero esta vez el asunto no quedaba en la mera comprensión del significado de las figuras.

—Francisco, la condesa cree que a los símbolos del manuscrito les falta explicar la conexión que existe entre ellos, que sin duda será la clave de una posible fórmula. Está segura de que en el libro de donde salió existía una hoja adicional, relacionada con los dibujos, con anotaciones de tiempos, temperaturas, medidas de cantidad y relación de unas sustancias con otras. Y si no figura por escrito, es que esa parte de la información era transmitida de forma oral en el seno de la familia…

—Tiene lógica lo que dice —argumentó el cerrajero—, pero, por desgracia, ni sabemos el paradero del libro, ni tenemos opción a la tradición oral, cuyo rastro parece haberse perdido por sucesivas muertes en las dinastías que poseyeron ese manuscrito…

—Entonces sólo cabe la posibilidad de seguir investigando y esperar un milagro. A veces ocurren casualidades, apariciones fortuitas, quién sabe.

—No creo en los milagros, Pedro. Lo sabes. La condesa está haciendo una excelente contribución. Es una dama extraordinaria desde todo punto de vista. Pero aún se me ocurren nuevas acciones con estos últimos hallazgos.

—Si te sirve de algo, me dijo también que te instara a seguir experimentando con las sustancias, especialmente con las que figuran en el manuscrito. Eso fue todo.

—¿No te dijo nada más? —inquirió Francisco.

—No, no me dijo nada más. Pero si lo que pretendes indagar es si preguntó por ti y tus asuntos personales, de una forma íntima, te digo que no.

—No sonrías por mi pregunta, Pedro. Eres mi amigo y sabes lo que siento y lo que pienso.

—Y precisamente porque te conozco bien y sé lo que piensas respecto a ella, te seguiré insistiendo hasta que me muera que debes olvidarla. No te conduce a nada, Francisco.

—Antes muerto que olvidarla, Pedro. Sólo el fin de mi vida podrá hacer que deje de pensar en ella. Desde que la conocí, es lo más hermoso que he tenido siempre en mis pensamientos.

—Tiene mérito lo tuyo. Debe de ser lo que llaman el verdadero amor, el que nada espera de la persona amada, más que verla feliz. En el fondo, tendré que acabar envidiándote por ello. Me las doy de listo, pero tú conocerás algo de la vida, ese sentimiento tan profundo, que quizás yo no llegue a experimentar.

—Gracias, Pedro. Eres un buen amigo.

—¿Quieres que le lleve algún recado de vuelta? Me está divirtiendo este papel de celestino de la ciencia…

—Tú y tus bromas… Descuida, buscaré la manera de hacer llegar personalmente mis noticias a la condesa, cuando sea necesario —concluyó el cerrajero, que ya estaba inquieto por poner en práctica la sucesión de ideas que tras esta conversación se le estaban ocurriendo.

Tras despedir a Pedro, volvió de inmediato a sus anotaciones, realizadas en tantas horas de lectura y estudio, sobre el libro de Réaumur. Tal como recordaba, el francés mencionaba precisamente azufres y sales como las dos sustancias presentes en el acero, cuyo exceso era la causa de que este se volviera malo y quebradizo. Y para reducir su proporción, el francés remitía al uso de polvo de carbón y de hueso calcinado, cuyos símbolos ya habían determinado como el árbol con el dragón y la calavera, en el manuscrito. Las piezas empezaban a encajar poco a poco, pero la condesa tenía razón. Faltaba atar cabos con los detalles de uso y conexión entre las sustancias.

Durante los siguientes días se atrevió a probar en pequeña escala con la mezcla de hierro en fundición con manganesos, silicios y azufres, tal como suponían figuraba en el viejo libro de los Flores. Todo resultaba infructuoso. Sin tiempos, temperaturas ni medidas se hacía de momento imposible.

Una esperada noticia alegró a la familia Barranco. A sus nueve años, el pequeño José Barranco y Flores, y gracias a la saneada economía y condición de examinador perpetuo del gremio que gozaba su padre, fue aprobado como maestro cerrajero. Sólo le bastó contestar algunas preguntas referentes al oficio, que tenía bien sabidas. La perversión de entregar a un niño un título de maestría que a otros costaba toda una vida era un privilegio únicamente al alcance de maestros influyentes, como el propio Francisco. Se suponía que el chico tendría asegurada después una buena formación junto a su padre. Y el hecho de concederle este título no era sino una forma curiosa de favorecer otra aspiración aún más alta. Porque de acuerdo a lo que Miguel de Goyeneche había prometido, el niño fue también admitido para matricularse en la escuela de dibujo de la Real Academia de Bellas Artes. Giacomo Bonavía, que al fin pudo dejar atrás el mal trago de su ruina económica, había sido nombrado director del ramo de arquitectura en esta institución. Su mediación paralela para que el hijo de Barranco fuera aceptado fue la manera que encontró de agradecer al cerrajero su apoyo, en momentos del reciente pasado, especialmente duros para su familia.

Se estrenaba en el escenario de los Caños del Peral una obra de teatro novedosa, a medio camino entre la comedia y la ópera. Pedro Castro había animado a Francisco a acudir. Pensaba facilitarle la entrada gratuita al recinto, siempre ocupado al completo por el público cortesano. El cerrajero acudió puntual a la cita con su amigo, con tiempo suficiente para ver cómo se ultimaban, poco antes de dejar pasar a los espectadores, las tramoyas del escenario. Entre órdenes de última hora, Pedro se acercaba de cuando en cuando a conversar con Francisco, apartado a un lado de la sala.

—No quiero asustarte, pero creo que esta vez te ha surgido un competidor bien fuerte en tus aspiraciones —le dijo de pasada Pedro.

—¿Te refieres al francés, acaso?

—A ese mismo. Jean Baptiste Platón. Se codea con lo mejorcito de la corte. Le reciben hasta los embajadores, cosa que tú aún no has conseguido…

—¿De qué estás hablando? ¿Qué embajadores? —preguntó muy extrañado Francisco.

—Lo imaginaba… Creo que tengo, una vez más, información que puede interesarte…

—Pedro, de verdad, no sé cómo haces para estar siempre al tanto de cosas.

—Escucha. Anoche, cuando regresaba a casa después de cerrar el teatro, me topé por casualidad con ese individuo, Platón, andando solo por la calle. Le he visto salir otras veces por las puertas de la tapia de palacio y sé quién es. Su aspecto es inconfundible…

—¿Y…? —indagó con extrema curiosidad el cerrajero.

—Dado que no se había percatado de mi presencia, decidí seguirle un rato. Entró en la casa que ocupa el embajador de Francia. No lo hizo por la puerta principal, sino por la de servicio. Le estaban esperando, para que no se entretuviera en llamar en la calle.

—¿Estás seguro de que era él?

—Que me parta un rayo si me equivoco —afirmó el cómico—. No sé si tiene importancia, pero su comportamiento me pareció extraño y por eso te lo cuento.

—La tiene, Pedro. Te aseguro que la tiene, y mucha…

Según Francisco tenía entendido, Jean Baptiste Platón era un supuesto renegado de Francia. Bajo esa condición primordial había entrado a servir al rey de España, favorecido por salarios, privilegios y honores, a cambio de conocimiento y secretos de manufacturas. La visita a la residencia del duque de Duras, embajador de su país, aprovechando la oscuridad de la noche, ponía en duda su versión. Y si Platón escondía una verdad diferente a la que había contado al ministro Carvajal, responsable de su contratación, ante Francisco aparecía ahora la posibilidad de desenmascararle.