Miguel de Goyeneche pidió a Francisco que revisara la obra de su futura fundición de acero en Nuevo Baztán. La construcción estaba todavía en su fase inicial y cualquier idea era considerada como valiosa. El regreso a aquel lugar, siempre vinculado a su pasado, le parecía ahora motivador e ilusionante. Este proyecto podría ser la forma de contrarrestar la competencia que le hacía Jean Baptiste Platón con el real martinete para la Corona. Las deferencias que Goyeneche le brindaba, poniendo a su disposición carruaje y permitiendo que se aposentase en el palacio monumental de la familia, le parecía emocionante.
A lo largo de tres días, recorrió en Nuevo Baztán los terrenos, revisó cómo se preparaban los materiales para levantar los muros, hizo dibujos y cavilaciones en torno a los hornos de fundición y trató de dar soluciones a lo fundamental: la conducción de las aguas desde el arroyo de la Vega cercano. Otros proyectos de fábricas de acero habían fracasado ya, aun antes de ponerse en marcha y ser aprobados por el gobierno, ante la evidencia de que la falta de agua los haría inviables. Para Francisco, cada detalle suponía un quebradero de cabeza, al cual quería dar solución de la manera más satisfactoria posible. Hasta ahora, todo lo concerniente al acero y su fabricación industrial no le había supuesto más que obsesiones, búsquedas infructuosas y sueños sin cumplir, pero no pensaba desistir jamás de sus anhelos. De momento, su faceta artística comenzaba a ser justamente reconocida.
Los reyes habían decidido adelantar ese año su tradicional temporada en Aranjuez, coincidiendo con el temprano florecer de la primavera. Giacomo Bonavía les hizo llegar la sugerencia de que ordenaran dar vía libre, de una vez por todas, a la instalación de la grandiosa escalera. Para su sorpresa, la autorización fue concedida antes de lo imaginado. Sin tiempo para que Francisco, que se hallaba en Nuevo Baztán, organizara el viaje, Bonavía dispuso apresuradamente lo necesario para que los esplendidos paneles de hierro, arrumbados en los almacenes, se ensamblasen de inmediato en los tramos de escalera. El resultado fue sobrecogedor. Debido al tiempo que la obra había permanecido detenida, ya nadie recordaba la belleza de este conjunto artístico. El contraste del encaje de hierro logrado en las barandillas por el talento estético de Francisco era el complemento ideal a la pureza blanquecina del mármol y al efecto teatral del espacio creado por su amigo, el arquitecto italiano.
—Debo reconocer que esta escalera tiene nobleza y grandiosidad, majestad —dijo sir Benjamin Keene a doña Bárbara.
El embajador británico acompañaba esa mañana a la reina en su paseo por el palacio y los jardines. Keene sentía admiración por la soberana. No le dolían prendas en admitir que si Bárbara no hubiera nacido princesa, hubiera triunfado igualmente en la escala social. Le parecía una mujer inteligente y sabia, cuya conversación resultaba siempre interesante.
—Tienes razón, Keene. Ha sido un acierto ordenar que se terminara. Es obra de Bonavía, como sabrás, y del cerrajero Barranco; dos talentos de los que se siente orgullosa la Corona. Hay quien opina que es incluso demasiado grandiosa para este palacio.
—No les falta razón, aunque soy de los que piensan que la escalera principal es siempre el corazón de un edificio. Sus curvas y sus rectas, su amplitud o su estrechez, su oscuridad o su luz, son los elementos que proporcionan emoción y magia a una casa.
—Te veo muy filosófico, Keene —sentenció entre risas la reina—. Es siempre un placer hablar contigo…
Pasaron entonces a comentar las noticias intranscendentes de la corte. El rey había salido esa mañana de caza, y había abatido una loba, dos jabalíes y cuatro zorros; la flota de las Indias había arribado a La Coruña con un extraordinario cargamento de millones de reales en especias, principalmente índigo destinado a la exportación, lo cual iba a suponer una magnífica entrada de riqueza para el país en las próximas semanas; la casa de Alba se sentía molesta porque el hermano del duque de Berwick había contraído matrimonio con la viuda de José de Campillo, antiguo ministro de Felipe V, mujer elegante y fina, pero de menor condición social que su futuro esposo. Hablaron del viaje a Zaragoza que la reina pensaba realizar próximamente, si su salud se lo permitía, para postrarse ante la Virgen del Pilar, de la cual era gran devota y, finalmente, de las damas favoritas de Bárbara, de quienes el embajador se preciaba de ser amigo: las duquesas de Solferino, de Béjar, de Sesto, de Medina Sidonia y la condesa de Valdeparaíso.
—¿Puede ser que esa bella condesa, vuestra dama, esté en relaciones con el marqués de la Ensenada? —preguntó Keene con astuta curiosidad.
—Mi querido sir Benjamin, me estás pidiendo una información, que aun en el caso de que la tuviera, jamás haría uso de ella —contestó con elegancia la reina—. María es una mujer encantadora. Ha sido un gran apoyo para mí y la adoro, pero… ¿qué te hace pensar que eso es así?
—Acabáis de decir que no deseabais hablar de ello, majestad…
—Keene, prosigue, te lo ordeno.
—Ya conocéis la facilidad de Ensenada para engatusar a las señoras. No es una novedad que yo os cuento. Y más que engatusarlas, diría… manipularlas. ¿No os preocupa que una de vuestras damas pueda estar pasando información al ministro?
—Sé que María jamás haría eso…
—De todas formas os digo que la condesa está jugando con fuego. ¿No es su marido un hombre de Carvajal? Entonces, ¿cómo es posible que se complique en amoríos con su principal enemigo?
—Carvajal y Ensenada no son enemigos. Son las dos personas más valiosas del reino; se respetan y complementan. Por eso al rey y a mí nos convence, mientras sea viable, este gobierno con dos cabezas.
—Bien, admito que ellos no quieran mostrarse en público como rivales, pero sus camarillas no tienen reparos en hacerlo. Y no olvidemos, majestad, que representan dos tendencias de política internacional opuesta… y de gran trascendencia para Europa —sentenció Keene, cuyo rostro había comenzado a denotar excesiva seriedad para un plácido paseo con la reina. Se percató inmediatamente de ello y decidió relajar el tono—. Insisto, si tanto apreciáis a la condesa de Valdeparaíso, deberíais aconsejarle que tenga cuidado con su actividad entre camarillas.
—De cualquier manera, Keene, ¿cómo puedes asegurar que lo que insinúas sobre María y Ensenada es cierto?
—Majestad, ¿aún no conocéis los entresijos de vuestra corte?
El marqués de la Ensenada había logrado convencer a Fernando VI de las cualidades extraordinarias del brillante empresario cántabro, Juan Fernández de Isla. El ministro andaba desesperado ante la lentitud con que los astilleros estatales llevaban a cabo la construcción de los primeros navíos que inauguraban el programa de refuerzo de la Armada. Decidió por ello proponer al rey traspasar el proyecto a la gestión privada de aquel empresario.
Urgieron a Fernández de Isla a personarse en Madrid, y en presencia de Fernando VI, el marqués de la Ensenada le explicó los graves problemas a los que el país se enfrentaba, a la vista de la amenaza de una guerra. Le confió secretos de Estado y le rogó que se encargara personalmente de levantar en la pequeña localidad cántabra de Guarnizo, donde sólo existía un modestísimo puerto y una playa desierta, un astillero capaz de construir allí para la Marina nada menos que ocho navíos en un plazo de dos años.
Aceptar el proyecto parecía una locura, cuando los propios astilleros del Estado, con todos los materiales necesarios ya provistos y el personal cualificado en marcha, no estaban siendo capaces de llevarlo a cabo. Fernández de Isla tendría que empezar desde cero y exigir a sus colaboradores tremenda energía y excesivo trabajo. Se sintió presionado, pese a ello, por la deferencia y el honor que le hacía el rey al confiar en él. Acabó aceptando. No sabía a ciencia cierta de qué manera iba a organizar la empresa, cuál sería su coste económico y ni siquiera si iba a suponerle la ruina, como alguno de sus socios vaticinaba; confiaba ante todo en su celo y capacidad para los negocios. Fernández de Isla calculó mal, sin embargo, la animadversión que el favoritismo del rey hacia él iba a despertar en los demás astilleros, a quienes de un día para otro se suprimió el trabajo. La envidia por el éxito repentino del empresario se extendió como una gota de aceite. El cuerpo general de la Armada hizo causa común, y tanto desde dentro como fuera del país comenzó a fraguarse contra él una conspiración. Los rumores sobre las interesadas relaciones financieras entre Fernández de Isla y Ensenada emborronaron de malas intenciones el programa de rearme ideado para España.
La realidad fue que con la puesta en marcha del astillero de Guarnizo y la construcción de la flota de guerra, Fernández de Isla revolucionó el mercado del hierro.
El marqués de la Ensenada convocó una reunión en su casa madrileña para brindar con el empresario cántabro por su buena fortuna. Miguel de Goyeneche y Francisco Barranco fueron igualmente invitados a conocer al personaje y compartir con él conocimientos e intenciones. Para el cerrajero, la sabiduría y el empuje de este caballero, de su misma generación, resultaba sorprendente. Fernández de Isla habló con propiedad sobre el enorme proyecto que se traía entre manos y el despliegue de gestión económica que había producido en su entorno. Los cuatro se habían sentado en grandes sillas de brazos, alrededor de la mesita donde reposaban los vasos con el vino de rioja, traído de la tierra natal del marqués de la Ensenada. Este pidió a sus invitados que se pusieran cómodos. Estaba cansado tras una agotadora jornada de papeleos de Estado y deseaba disfrutar de una reducida y tranquila tertulia. No hizo falta que Francisco se despojara de la peluca, puesto que en su condición de artesano jamás la había utilizado, pero sí lo hicieron los otros tres caballeros, dejando al aire sus cabezas despejadas.
—Habréis de saber que Juan ha puesto del revés el comercio internacional del hierro —comenzó alabando Ensenada a Fernández de Isla.
—No exageres, Zenón. Me atribuyes más importancia de la que tengo —contestó el empresario cántabro.
—¿Acaso no es revolucionar el mercado del hierro el hecho de lograr la fuerte subida de precios que ha experimentado recientemente? —volvió a insistir Ensenada—. Hacía décadas que el quintal de hierro no costaba tanto. Y ello se debe al aumento de la demanda que tú has propiciado para la urgente construcción de los barcos.
—¿Es verdad que las ferrerías de Cantabria han empezado a desbancar con este asunto a las tradicionales de las Vascongadas? —inquirió Goyeneche.
—Sí, es cierto. No cabe duda de que hemos necesitado aumentar el número de ferrerías en mi tierra para poder abastecer al astillero. Y no voy a negarlo, muchas son de mi propiedad; algunas de nueva fundación, otras las he adquirido en desuso y las he restaurado con motivo del reciente negocio —explicó Fernández de Isla—. Tampoco me duelen prendas en reconocer que se ha logrado aumentar en ellas la productividad, gracias a la introducción que hemos hecho del carbón de piedra desde Inglaterra, donde llevan utilizándolo décadas por su falta de bosques.
—Aquí donde lo veis, Juan es todo un pionero de la industria metalúrgica en España —apuntó Ensenada.
—Pero, ¿no es cierto, don Juan, que el carbón de piedra es caro y eleva mucho los costes? —preguntó con interés Francisco—. Entre nosotros no hay tradición de su uso, porque requiere extracción en minería y teniendo carbón vegetal de calidad y en abundancia, no nos resulta rentable…
—Tienes razón, Barranco, su extracción es cara, pero produce temperaturas más elevadas en el horno y por lo tanto es más efectivo. Sin duda, será el futuro de las fundiciones, estoy seguro.
—Tomaremos buena nota —añadió Miguel de Goyeneche.
—Y sin embargo, Juan, estamos recibiendo quejas en el ministerio desde los astilleros de El Ferrol y Cádiz por la mala calidad de los herrajes que salen de tus fraguas para los navíos. Lo achacan precisamente al uso de carbón de piedra, ¿qué dices a eso? —preguntó de nuevo Ensenada.
—Sabes bien, Zenón, que sus razones no son esas. No saben ya por dónde atacarme y hacer que pierda todos mis contratos con la Corona para proveer de hierro a los arsenales y los astilleros. Sé de buena tinta que los más grandes comerciantes del hierro de Bilbao están deseando defenestrarme. Les pone muy nerviosos mi competencia…
—¿Españoles? —preguntó Goyeneche.
—No, extranjeros. Arturo Lynch y Domingo Kelly, dos irlandeses afincados en Bilbao desde hace décadas. Son los mayores exportadores de hierro de este reino —explicó Fernández de Isla.
—Es una lástima, pero como no hagamos algo, el atraso industrial de este país irá para largo —se quejó Goyeneche.
—Vosotros, los artesanos —dijo Fernández de Isla, dirigiéndose especialmente a Francisco—, debéis promover también grandes cambios. Y gente como tú, que gozas de responsabilidad y liderazgo entre tus compañeros de oficio, debe colaborar con la evolución económica.
—Explícate mejor, Juan. Estoy seguro de que Barranco tomará buena nota —dijo Ensenada.
—La llegada masiva de artífices extranjeros, protegidos por la Corona, será inevitable. De momento, es la única manera de avanzar rápidamente en calidad y conocimientos. Tampoco se podrá evitar que con el aumento de población y demanda comercial surjan cada vez más compañías mercantiles e industrias privadas. Extranjeros e industrias harán una competencia atroz a los gremios locales y no sirve de nada que estos traten de defender sus tradicionales monopolios.
—Y ante esta situación, ¿cuál es vuestro consejo? —inquirió Francisco.
—En tu caso, adaptarse al nuevo escenario. No trates de defender la exclusividad y los monopolios. Acepta la libre competencia y procura, simplemente, competir con tu calidad y mejores precios. Así lograrás un mayor enriquecimiento y progreso que el resto de los maestros.
—Isla, eres un utópico… —concluyó Ensenada—. De nada sirve el talento si no va respaldado de una buena estrategia para darlo a conocer al resto del mundo.
—Yo sólo sugiero no perder el tiempo. Creo que es hora ya de poner en marcha determinados proyectos —sentenció Miguel de Goyeneche, cuando la noche empezaba a descender sobre Madrid y el tiempo de las tertulias y las brillantes ideas, por ese día, llegaba a su fin.
La construcción del nuevo palacio real estaba prácticamente acabada, doce años ya después de haberse comenzado. Sólo era necesario seguir ascendiendo los muros hacia los pisos superiores. La gran capilla regia, en el centro de la fachada norte, acababa de iniciarse. Pero a diferencia del palacio de Aranjuez la escalera principal del edificio seguía sin estar resuelta, sometida a intenso debate. La indecisión entre las propuestas de Sacchetti y de Bonavía, en directa competencia, bloqueaba los avances.
La corte, mientras tanto, se preparaba para nuevos fastos. La boda de la infanta María Antonia, hija menor de Isabel de Farnesio y hermanastra de Fernando VI, iba a paralizar momentáneamente la vida política del país, volviendo más festivo y relajado el ambiente cortesano. Hasta Madrid llegaron varias sacas de diamantes, destinados a fabricar las joyas del ajuar que la infanta habría de lucir en la corte de su esposo, Víctor Amadeo III de Saboya. La época de carnaval se sumó a los festejos previstos. Las óperas y los bailes se sucedían a diario en el palacio del Buen Retiro. Con motivo de esta boda hispano-italiana, Farinelli preparó la puesta en escena más impresionante que jamás se había visto en una ópera. La Armida aplacata, con música de Mele y libreto de Metastasio fue la elegida para pasar a la historia. Tramoyas dibujadas por los maestros Amiconi y Jolli, llegados a España para pintar en palacio; iluminación con más de dos mil candeleros de diferentes tamaños; orquesta estrenando libreas de escarlata y plata; escenas con paisajes ajardinados y ocho fuentes que vertían verdaderos chorros de agua; final con representación del templo del sol, con globos celestiales de cristal colgando del techo y dos mil estrellas de plata rotando al mismo tiempo. Impresionantes efectos de luz jamás vistos, que causaron tal impacto en los reyes y el público cortesano que valieron a Farinelli la concesión de la cruz de la Orden de Calatrava, que lo consagraba como caballero. Era el reconocimiento máximo que se podía hacer al valor de un artista.
La buena fortuna había endiosado a Farinelli, pero su éxito contrastaba con la lucha que otros muchos artistas y artesanos de su entorno seguían manteniendo por su reconocimiento.
Una mañana de domingo, Francisco, tras dejar atrás la Puerta del Sol, paseaba tranquilamente por la calle de Fuencarral en dirección hacia una zona de huertas donde se acababan los edificios. Mientras caminaba, iba soñando con poder juntar algún día el suficiente capital que le permitiera adquirir casas, como hacían los comerciantes enriquecidos. Se acercó por curiosidad al real hospicio de San Fernando, aquella construcción barroca que ponía fin a la calle, atrayendo hacia las afueras a los pobres míseros que no tenían un trozo de pan que echarse a la boca. Contempló la cola compuesta de las más variopintas personas, cada cual con su desgracia a cuestas, y se acordó de la vez que él mismo había guardado turno en su infancia, en una fila semejante en la que su madre suplicaba trabajo. Francisco se fijó de repente en una mujer decentemente vestida, acompañada de seis niños. Creyó reconocer a la señora y se acercó para comprobar los rasgos de su rostro. En efecto, era quien pensaba: la mujer de Giacomo Bonavía. No recordaba su nombre, pero la había conocido en Aranjuez y sabía bien que se trataba de ella. Se presentó ante el grupo e instó a la esposa de su amigo a contarle el porqué de su presencia en aquella cola para mendigos.
Con enorme vergüenza, la mujer reconoció que Bonavía estaba arruinado. Los pagos de la casa real se habían retrasado tanto, que se encontraba sin dinero para dar de comer a sus hijos. Alguien en la administración de palacio tenía interés en provocarle esta situación de impagos. Había recurrido, como buen italiano, al propio Farinelli, rogándole protección y mediación ante los reyes, pero el cantante andaba ahora henchido de gloria y no había respondido a su petición de auxilio. No querían abusar de las amistades de siempre, como la de Francisco. Y esperando a que la situación se resolviese pronto de algún modo, no les quedaba más remedio que acudir mientras tanto a la caridad del Estado.
—No puedo consentirlo —contestó Francisco—. Vamos a mi casa. Allí podréis comer hasta saciaros. ¿Cómo es posible que Giacomo no me haya confesado la gravedad de su situación?
—El orgullo y la dignidad, Francisco… —musitó cabizbaja la esposa del arquitecto.
—De orgullo y dignidad no se come, así que de momento llenemos el estómago. Luego pensaré qué puedo hacer por mi amigo. Estoy en deuda con él, y no merece pasar por esto.
Mientras la familia de Bonavía se acomodaba en casa del cerrajero para engullir en un santiamén el sabroso almuerzo que Josefa preparó para todos, Francisco tomó pluma y papel y se dispuso a escribir varias notas. La primera, para el propio Bonavía, regañándole entre líneas por no haberle confesado antes su desesperada situación, y prometiéndole ayuda económica y mediación, desde su modesta condición, en la corte. La segunda iba a dirigirla a la condesa de Valdeparaíso. Estaba seguro de que ella no le fallaría.
Al día siguiente se sirvió de un aprendiz de confianza para hacer llegar su misiva a casa de la condesa. En ella describía con emoción la injusticia de que un genio como Bonavía se viera abocado al desamparo económico, por un oculto afán de venganza contra él, urdido entre sus rivales artísticos. El aprendiz llegó de vuelta con la contestación, acompañada de una bolsita de terciopelo, que contenía una generosa cantidad de dinero. María Sancho Barona adelantaba por su cuenta los suficientes reales para que Bonavía saliera del apuro; prometía, además, hablar a la reina de ello, aunque otra vez se presentaban malos tiempos para las recomendaciones.
Con la llegada del otoño de 1750, doña Bárbara sufrió una fuerte recaída de salud. La muerte de su padre, Juan V de Portugal, la había afectado mucho. El luto decretado por el funesto acontecimiento iba a privar a la corte de óperas y bailes durante seis meses. La prolongada sequía del verano y el calor agobiante de la capital agravaron los sofocos y el crónico cansancio de la soberana. Fue sangrada varias veces por una fluxión en su dentadura y a las pocas semanas contrajo unas tercianas dobles que la mantuvieron en cama con fiebre durante varios días. La condesa de Valdeparaíso no se apartaba de su lado, colaborando con la marquesa de Aitona, solícita camarera mayor, en la atención a cualquier capricho regio. El proyectado viaje a Zaragoza de los soberanos quedó suspendido, al igual que la subsiguiente visita al convento de Santa Teresa de Ávila, donde Bárbara pensaba hacer votos y rogativas por su propia salud.
El marqués de la Ensenada apareció un día en la antesala de la reina. Venía acompañado por un caballero de rostro arrugado e interesante, enmarcado bajo los rizos de una elegante peluca. La condesa de Valdeparaíso, que se hallaba de guardia en los aposentos, fue quien casualmente les hizo los honores del recibimiento. María se sintió sacudida por intensas emociones. La primera, por la mirada abrasadora del ministro, que parecía a veces empeñado en demostrar en público la complicidad íntima que existía entre ellos. La segunda, al reconocer en el acompañante de Ensenada al erudito Andrés Piquer, médico y académico de la Universidad de Valencia y uno de los más prestigiosos científicos que contaba España en ese momento. Le había sido presentado con anterioridad en una de las tertulias de la «Academia del buen gusto». Ensenada le había convencido, honrándole con el cargo de médico de cámara, para que se instalara definitivamente en Madrid para tratar los males de la pareja real. Fernando VI ofrecía ya síntomas leves de la misma enfermedad mental que había sufrido su padre; mientras que Bárbara, obesa, asmática y cada vez más extrañamente enferma, comenzaba a ser una sombra de la mujer brillante que siempre había sido.
Para entonces, Piquer era ya el autor de célebres volúmenes, como Lógica moderna, Física moderna, racional y experimental y el famoso Tratado de calenturas. Aunque sus aportaciones no eran del todo originales, la condesa de Valdeparaíso lo admiraba profundamente desde hacía tiempo. Estaba al tanto de su obra y tenía el privilegio de contar en su nutrida biblioteca con los trabajos de este humanista ecléctico. Los acompañó hasta el dormitorio de la reina, que reposaba sentada en un cómodo sillón, esperando, enfundada en su lujoso deshabillé de cama, alguna visita que la distrajera. Aunque Bárbara era cada vez más reacia a los doctores, este parecía haber llegado en un momento oportuno. A pesar de su malestar, la soberana tenía ganas de conversación y no había perdido su fino sentido del humor. Piquer procedió a reconocerla con su instrumental médico y a hacerle preguntas sobre el carácter de sus dolores. Después, doña Bárbara invitó a todos a sentarse en la antesala y acompañarla en un agradable rato de tertulia, durante el cual no perdió tampoco ocasión para percatarse de la forma en que Ensenada y la condesa de Valdeparaíso se comportaban al estar juntos.
La conversación versó sobre los experimentos científicos que el doctor Piquer había publicado. María le hizo hablar sobre las propiedades curativas del hierro, de las que tantas veces había intentado convencer a la reina, sin lograrlo. Divertido ante los inusuales conocimientos de la dama, Piquer habló de las novedosas «tabletas marciales», unas píldoras fabricadas con limaduras de hierro, canela, azúcar y goma de tragacanto, recomendadas para las mujeres, y del llamado «bálsamo de acero», bueno para la gota y los dolores de articulaciones de los hombres. Entretenidos por las curiosidades de la ciencia, continuaron su charla hablando sobre la piedra imán, cuya principal propiedad era que atraía al hierro y apuntaba hacia los polos, cualidades que habían permitido la invención de la brújula. Terminaron después escuchando a Piquer relatar cómo había intentado probar el origen de los volcanes y los terremotos, enterrando bajo tierra una mezcla de limadura de hierro, azufre y agua, que a las doce horas provocaba temblores y explotaba en forma de llamas.
—¿Y de dónde sacáis inspiración para vuestros estudios? —preguntó al doctor, con simulada ansiedad, la condesa de Valdeparaíso.
—De todas partes un poco, aunque, en cualquier ciencia y oficio, es básico conocer bien todo lo que ya avanzaron y experimentaron nuestros antecesores. La lectura y el estudio son primordiales. Yo absorbo cuanto está a mi alcance, incluso los libros de alquimia…
—¿También estudiáis alquimia? ¿No tenéis miedo de que os puedan tachar de farsante y curandero? —volvió a preguntar la dama.
—No tengo miedo alguno. Es más, defiendo que cualquier aportación a la ciencia es válida, venga de donde venga, porque toda experiencia suma, tanto si es un éxito como un fracaso. Y no debemos olvidar que la alquimia ha sido y es, aún en nuestros días, la base de muchos conocimientos —explicó Piquer.
—María siempre anda curioseando cosas raras —bromeó la reina acerca de su dama, observando al mismo tiempo la extrañeza con que Ensenada miraba a su amante, buscando una explicación al interés que esta mostraba por los asuntos que el erudito exponía.
—A veces, querida condesa —prosiguió Piquer—, la alquimia es incluso más apasionante que la propia ciencia. Reconozco que la averiguación de sus recetas secretas y sus símbolos herméticos puede convertirse en una obsesión para cualquiera que se adentra en ello.
—¿Así lo creéis? —preguntó falsamente la condesa, a sabiendas de que ella era un ejemplo vivo de lo que su interlocutor decía.
—Sí. Estoy seguro. Sin ir más lejos, y ahora que he mencionado el azufre, algunas ideas sobre utilidad y su simbolismo desde la remota Antigüedad las aprendí de un viejo tratado de alquimia. Claro que gran parte del libro era del todo ininteligible e inútil.
—¿Y de qué símbolos se trata, Piquer? —indagó ahora doña Bárbara.
—En este caso se trata de la figura de un león, cuya representación es sinónimo del azufre.
María tomó buena nota de lo que acababa de escuchar. Se acordó de los dibujos del manuscrito de los Flores, pero no terminaba de creer en su suerte.
—¿Habéis dicho que el león es un símbolo alquímico del azufre? —recalcó la condesa.
—Sí. Eso he dicho. ¿Tenéis alguna teoría que rebatirme? —contestó el médico.
—No, por Dios, perdonadme. Es simplemente que no lo había entendido bien y me gusta sacar las nociones claras de estas interesantes intervenciones —explicó María, nerviosa ya por terminar la charla y poder marchar a su casa a comprobar lo que creía tener fresco en su memoria.
Al volver a su palacio, sin apenas despojarse de la capa y los guantes, se dirigió rauda al escondite donde tenía guardada la llave de su pequeño laboratorio secreto y corrió hacia este. Sólo su fiel doncella, Teresa, conocía siempre, y no sin preocupación, cada paso que daba su señora.
En la penumbra del laboratorio, alumbrada por un candil de aceite, sacó el papel donde figuraba copiado aquel dibujo lleno de símbolos referidos al hierro. En efecto, el león era uno de ellos. Ahora estaba segura de que se refería al azufre. Volvió a revisar precipitadamente sus libros de alquimia y allí lo encontró, tras pasar páginas y más páginas. Un viejo volumen, de letra extremadamente menuda, contenía en un apartado la descripción de los símbolos herméticos del león. Entre ellos estaba el del azufre.
El candil iluminó entonces el rostro emocionado y satisfecho de la condesa. Estaba orgullosa de sí misma y segura de haber descifrado un símbolo más.
Pero, ¿y el collar formado por eses entrelazadas que mostraba el león del manuscrito al cuello? ¿Qué significaba aquello? No se quiso dar por rendida y siguió analizando, una vez más, hoja tras hoja en sus libros, durante muchas horas y hasta bien entrada la noche, aprovechando que en esos días su esposo se hallaba ausente. De nuevo, recorriendo la misma senda que el simbolismo del león había abierto a su entendimiento, creyó encontrar algo. La forma de S era la representación básica de la sal común. Así de sencillo. Aunque todo parecía más simple y obvio cuando ya había sido capaz de desvelar su secreto. Era evidente, en fin, que la fórmula del manuscrito quería llamar la atención sobre la importancia del azufre y la sal en aquel asunto del hierro, en el cual también intervenían el carbón, el silicio y el manganeso. Para ella, era todavía difícil de explicar, sin embargo, la relación de unos elementos con otros. Le daría a Francisco —siempre Francisco—, en cuanto pudiera, la noticia de este nuevo logro y trataría de abrirle los ojos, de una manera intuitiva, a otras vías de experimentación en el hierro.