No tardaron en darle recado de que acudiera al despacho ministerial. Cuando Francisco entró por la puerta, se dio cuenta de que el marqués de la Ensenada se encontraba esa mañana alterado, algo raro en él considerando la solidez de su carácter.
A través de sus embajadores, España estaba presente en La Haya negociando un tratado de paz entre las principales potencias, con el fin de acabar de una vez con la guerra que desangraba Europa desde hacía varias décadas. Las decisiones que empezaban a tomarse allí no eran favorables para este reino y el ministro se quejaba a sus secretarios de las pobres gestiones diplomáticas que, a su parecer, estaba dirigiendo Carvajal, secretario de Estado. Por mala fortuna, además, uno de sus ayudantes había extraviado el manojo de llaves que abrían baúles y armarios repletos de documentación que se guardaba en el despacho.
—Francisco, por lo que más quieras, arregla este desaguisado cuanto antes —le había suplicado Ensenada—. Descerraja lo que haga falta y vuelve a instalar cerraduras de máxima seguridad donde sea necesario. Lo mejor que tu invención sea capaz de crear. No me importa el coste, pero sí la celeridad de ejecución. A veces el contratiempo más absurdo puede arruinar un importante día de trabajo.
Mientras el ministro arreciaba con sus quejas, avergonzando al causante del fatal descuido, Francisco ya había empezado a faenar, concentrado en cumplir con presteza la labor encomendada. Le dejaron solo en el despacho, puesto que nada podía hacerse hasta que la documentación archivada estuviera disponible.
Armado con un potente berbiquí, practicó agujeros en armarios que parecían infranqueables, introduciendo a través de ellos ganzúas con las cuales el cerrajero descorrió pestillos con una facilidad impensable. Así fue dejando al descubierto, cerradura tras cerradura, toda la documentación de Estado, apilada en montones de informes atados con cintas y libros de baquetilla con lomos cosidos burdamente a mano. Se afanó por último en un arcón de madera y hierro. Logró abrir su pesada tapa y se extrañó de encontrar dentro de él los papeles revueltos, como si alguien los hubiera apilado allí con prisa, sin orden ni concierto. Entre ellos, llamó su atención un manojo de cartas. Una de ellas decía: «Mi señor dueño y amigo, 047.65.0236.99.71/546.8492.078/220.45.26.994. Beso las manos de vuestra merced. Su más atento y obligado servidor. Al señor don Agustín de Ordeñana». Se trataba de una carta cifrada. Francisco jamás había tenido a su vista un documento así y le pareció muy curioso. Al lado de esta había otra, que si bien a primera lectura parecía una carta rutinaria, fijándose después en el papel se apreciaba que entre líneas existía otro texto apenas perceptible. Se aseguró de que nadie andaba por el pasillo exterior. Tomó el papel en sus manos y lo puso al contraluz de una ventana. Curiosamente, cuanto más iluminado estaba, peor se leía el texto oculto, aunque con dificultad pudo apreciar que en una frase se incluía la palabra «Valdeparaíso». Sin pensarlo dos veces, se lo guardó por dentro de la camisa.
Esa misma tarde Francisco se presentó en casa de la condesa. Antes de atreverse a entrar, preguntó a la doncella Teresa por el conde y ella le contestó que había salido de caza, acompañando al rey, al real sitio de El Pardo. Sintió alivio de que así fuera, porque en realidad no pretendía visitarle a él. Le pidió entonces que avisara a su señora, pero al rato volvió Teresa con la orden de hacerle pasar directamente al laboratorio de alquimia. María Sancho Barona había aprovechado la ausencia de su esposo y su desvinculación esa tarde al servicio de palacio, para entregarse a las destilaciones de plantas y fabricación de ungüentos.
Encontrarse de nuevo en el ambiente de aquel pequeño cuarto, personalísimo y especial, le sensibilizó a Francisco de golpe los sentidos. Con su penumbra y las luces de las velas, el laboratorio de alquimia pareció de repente un íntimo refugio para amores furtivos. Aquel lugar ofrecía la soledad necesaria para hablar con libertad, ajenos a los ojos de nadie, y demostrarse los sentimientos que a cada uno afloraran.
El recibimiento de la condesa le pilló por sorpresa. Al verle franquear la pequeña puerta, María avanzó sin titubear hacia él. Ese día estaba impulsiva, tenía ganas de libertad. Se abrazó a él sin miramientos y tras un instante de sentir sus cuerpos, se besaron en los labios tiernamente. La inesperada efusividad de la dama dejó a Francisco anonadado. Radiantes, rieron juntos. En esta valiosa intimidad, junto a él, la condesa rebosaba felicidad y sosiego. En el laboratorio encajaba mejor la refinada sensibilidad de su carácter que en cualquier fulgurante salón palaciego.
Consciente del valor de cada minuto que estaba junto a la condesa y la necesidad imperiosa de no desperdiciarlos, Francisco pasó con premura a contarle el motivo de su visita. Relató su ocupación de esa mañana y el encuentro fortuito de la extraña carta, que traía escondida y entregó a la condesa para su lectura. María le aplicó la luz de una vela, pero se percató, al igual que le había pasado al cerrajero, de que el fulgor de la llama hacía desaparecer las letras.
—Creo tener una ligera noción del método que han empleado para ocultar la información —dijo la condesa, excitada ante el reto que se le presentaba delante, mientras hurgaba con prisa entre sus libros ordenados en los estantes.
Cogió uno, titulado Secretos de artes liberales y mecánicas, y pasó páginas hasta encontrar lo que buscaba.
—¡Mira! Fíjate en esta receta: «Letras que sólo se pueden leer de noche». Dice que mezclando hiel de ranas, madera podrida de sauces y escamas de peces a partes iguales, machacando todo en polvo y unido a una clara de huevo, se forma un ungüento líquido que resulta una especie de fósforo natural con el cual se puede escribir en papel y paredes, de forma que únicamente será leído en la más absoluta oscuridad —explicó María, a medida que iba consultando el tomo—. ¡Probemos a leerla a oscuras!
Cerraron las contraventanas de madera de un pequeño ventanuco por donde se filtraban los rayos de sol y Francisco tapó con su chaquetilla las rendijas de la puerta. En la negrura del cuarto, las letras del documento empezaron a relucir. Juntos, rostro con rostro, se apresuraron a descifrar con avidez el texto.
Se trataba de la información que dirigía al marqués de la Ensenada una mujer anónima, pero a la que le unía sin duda una estrecha confianza. Relataba las actividades, conversaciones, compañías y hasta los gestos que se le habían visto hacer a la condesa de Valdeparaíso. Era evidente. María estaba siendo espiada por encargo de su amante, el poderoso ministro.
—El trasfondo de intrigas en que se mueve esta corte da miedo… —reconoció la condesa, cuyo gesto serio denotaba la preocupación que de repente se había instalado en su mente.
—María, estáis en peligro. ¿Tenéis idea de quién puede estar vigilándoos desde tan cerca? —preguntó muy intranquilo Francisco.
—La autoría de la carta puede deberse a cualquiera de las damas que beben los vientos por Ensenada; las que le auparon a lo más alto y lo protegen.
—¿Ensenada? ¿Insinuáis que el ministro ha encargado que alguien os espíe?
—Sí. Seguro que se trata de él.
—¿Y por qué habría de hacerlo? —dijo Francisco, silenciando que sabía que Ensenada era su amante.
—Por el interés de mi lugar en la corte junto a doña Bárbara y por la definición política de mi esposo, del lado de Carvajal, su opositor.
—Y esa dama que os espía, ¿puede ser la marquesa de la Torrecilla?
—Te veo bien informado… Bien podría ser ella, doña Eugenia Rodríguez de los Ríos —dijo María en tono pomposamente burlesco—. La esposa del marqués de la Torrecilla y dama de honor de la reina. Sí, claro que será ella. Ha sido amante casual de Ensenada y no me perdona que su hombre galante la sustituya por mí.
María se dio cuenta de que acababa de confesar abiertamente a Francisco la existencia de su relación con el ministro. Ingenua, pensaba que ese era un secreto bien guardado entre Ensenada y ella, por el interés de ambos. Ignoraba que el orgulloso don Zenón se había jactado de su conquista en otros ambientes, como aquel día en que se lo comunicó a Miguel de Goyeneche, en presencia del cerrajero.
—Francisco, creo que eres consciente de lo que acabo de revelarte. Sí. Hace tiempo que formo parte de la intimidad de Ensenada. Te ruego, por favor, que esa noticia jamás salga de estas cuatro paredes.
El cerrajero dudó por un instante la conveniencia de contarle que el supuesto secreto íntimo no lo era tanto, puesto que el propio ministro la traicionaba, alardeando de ella como un trofeo. Prefirió callar de momento, tragándose la inquina de los celos, pero movido por la intención de no provocar ningún daño en el ánimo de María.
—Podéis confiar en mí. Yo jamás os traicionaría. Lo juro —aseveró con emocionada firmeza—. Pero, María, ¿por qué lo hacéis? Creo que esa relación no puede aportaros más que angustia, presión y sufrimiento. Se percibe en vuestro ánimo. ¿Un amante que os es-pía? ¿Es sólo por intereses políticos? Me resisto a aceptar que una mujer de vuestras cualidades se deje manipular de esa manera. Pensad bien lo que hacéis. En cada relación vacía, se pierde algo del alma y el corazón de uno.
Las palabras de Francisco afectaron de lleno a la condesa. Bajó los ojos, como avergonzada, y pareció meditar durante unos segundos. Ella misma se reconocía una mujer cada vez más infeliz ante las incongruencias de su vida; las diferencias insalvables entre lo que sentía, pensaba, decía y hacía; entre su delicado mundo interior y el frívolo y pragmático externo. A estas alturas, no se sentía capaz, sin embargo, de desenredar sola la madeja de su vida; de diferenciar entre el bien y el mal, entre lo que le hacía bien y lo que arañaba su espíritu; entre quien la amaba y quien buscaba únicamente aprovecharse de sus influencias. Ante su confusión, dolorida por no poder disfrutar en su vida de un amor verdadero, María optaba por esconderse bajo su frívolo papel de cortesana, como si fuera la actriz de un teatro. Endurecía a ratos su corazón para no sufrir por los desengaños.
—La corte tiene sus propias leyes y sólo yo sé por qué lo hago —contestó sumida ahora en ese papel, que tanto desconcertaba a Francisco—. De cualquier forma, volviendo a la marquesa de la Torrecilla, tengo entendido que está enferma de tisis y más pronto que tarde asistiremos a su entierro. Mientras tanto, estoy segura que se sirve de cualquier persona de mi servicio para espiarme. Mi esposo, el conde de Valdeparaíso es hombre de Carvajal, y en cierto sentido es lógico que los ensenadistas no se fíen de mis intenciones. Yo misma podría estar pasando información comprometida…
—¿Lo hacéis…? —le siguió la corriente.
—No. No lo hago. Me gustan las ideas de Ensenada y las personas que más aprecio, están de ese lado… Quizás de quien deba protegerme en el futuro será de la camarilla contraria; mi propio marido y todos los que están por debajo. Quién sabe en qué terminará tanta estrategia oculta y tanto espionaje.
—Estáis en lo cierto. Creo que todos debemos vigilar bien nuestros actos.
—No nos pongamos trascendentales, Francisco. Sigamos con nuestras investigaciones. Con Goyeneche y Ensenada como aliados, tu progreso, tus proyectos, que son los suyos, están asegurados.
—Si así lo queréis… No soy más que un peón sometido a vuestros designios.
—Sí. Así lo deseo, Francisco. Perdóname mis bruscos cambios. Ni siquiera yo me entiendo a veces —se quejó de sí misma, compungida.
—Quizás sea la única persona a quien no necesitáis dar explicaciones. No soy quien para exigirlas. Si alguna vez os doy mi opinión, será desde mi modestia y por vuestro bien. Y siempre con el amor que os profeso. Lo siento, si mis palabras suenan a veces atrevidas. Yo no cambio, son las circunstancias, vuestras circunstancias, las que se transforman.
—Lo sé, Francisco, lo sé —contestó María, con la zozobra reflejada en su cara.
—Me tendréis siempre a vuestro lado.
—Gracias. También lo sé. Aunque debo ser capaz de arreglármelas yo sola.
María alargó la mano para que se despidiera protocolariamente y Francisco se la besó con la admiración de siempre. El contraste entre el ardoroso recibimiento y la tibia despedida no era más que el símbolo de su especial relación, acotada entre los límites de lo anhelado y lo imposible. Francisco no pensaba renunciar a nada: ni a la amorosa mujer ni a la altiva condesa, que, dependiendo del día y del momento, sabía ser María Sancho Barona. Cuando salió a la calle se dio cuenta de que otra vez, tras su encuentro con la ella, iba sumido en el más emocionante desconcierto.
Esa alianza entre dos caballeros de igual inteligencia, empuje y protagonismo fue pronto fructífera. Con el cambio de reinado, Miguel de Goyeneche, conde de Saceda, también había abandonado a Isabel de Farnesio y traspasado el cargo de tesorero real a un pariente. No lamentaba la cesión del puesto. Cerca de la reina viuda no tenía ya progresión política y en verdad sus negocios propios necesitaban de mayor atención, si es que no quería arruinarlos. Además, otros familiares más jóvenes, sus primos Tomás y Pedro de Goyeneche, habían sido nombrados para la tesorería de la obra de palacio, apuntalando el dominio de esta familia sobre las finanzas de la casa real.
Miguel se sentía recientemente fascinado por el emergente negocio editorial. Correspondiendo a la oferta de otros dos modestos socios, acababa de fundar una pequeña compañía para la edición de libros. La vida de Santo Domingo de Guzmán, impresa en 1747, era su primera publicación. Esperaba obtener de esta actividad pingües beneficios. Pero nada le quitaba más el sueño que la dirección y gestión de su afamada Gaceta de Madrid. La condición de este periódico, adquirida desde el siglo anterior, de ser el principal vehículo de las noticias oficiales del gobierno, lo había convertido en la forma más poderosa de propaganda del Estado. Con una tirada que alcanzaba ya los doce mil ejemplares, se repartía por toda España y las colonias americanas. Aunque su público se reducía a las personas letradas, era indudable que estas eran las protagonistas de la vida social, económica y política del país. Por esa razón, La Gaceta de Madrid era no sólo un poderoso instrumento de expansión de la cultura, sino también una eficaz herramienta de control político.
A Ensenada, imbuido de modernidad, no se le escapaba ese crucial detalle. Sabía que el control de las gacetas era fundamental para forjar su imagen, ya que cualquier crítica zafia o chisme publicado podía arruinar los méritos de un ministro. Su estrategia de sobornos a editores de periódicos hacía ya tiempo que se había puesto en marcha con éxito. De todas formas, Miguel de Goyeneche no necesitaba ser sobornado para prestar su periódico a la buena imagen de su amigo Zenón de Somodevilla. Estaba de su lado. Y pensaba obtener de él, a cambio, el apoyo necesario para sus renovados proyectos industriales.
Para sorpresa de Francisco, el propio Pedro Castro le confesó que él también había sido captado por las «hechuras de Ensenada» para ponerse al servicio de su causa. Era un actor segundón, pero conocía bien los entresijos del teatro, de los artistas y los escritores. Y además ahora hacía labores de ayudante y gestor en los montajes teatrales destinados a la corte. Su cometido en el entramado iba a ser el de captar literatos que necesitaran congraciarse con el poder político para sobrevivir. El oficio de las letras no producía sino penuria en las familias de quienes se dedicaban a él, y el estar al servicio de la cultura oficial era para ellos el único medio posible de prosperar. El poder necesitaba a su vez del compromiso de los intelectuales, porque cualquier sátira escrita por una pluma afilada, en los diálogos de una comedia popular o las frases de un panfleto callejero, podía ser utilizada por el enemigo para derrocar a un ministro. En esta situación, incluso los rumores maliciosos contados boca a boca en los mentideros, las tabernas, los mesones y hasta desde los púlpitos, demostraban el poder de la palabra para construir o destruir la imagen de un gobierno. El soborno, disfrazado de culto mecenazgo, fue así otra arma eficaz de Ensenada. Y el sagaz cómico Pedro Castro, su promotor en los medios y bajos fondos teatrales.
Francisco obtuvo, por decreto real, la confirmación de su cargo de cerrajero de cámara de Fernando VI, con nuevas responsabilidades como veedor y examinador perpetuo del gremio de cerrajeros. Hubo de presentarse ante la sala de alcaldes de casa y corte para que se le tomara juramento. Con su mano derecha colocada sobre una vieja Biblia leyó con solemnidad ante las autoridades el compromiso que rubricaba: «Francisco Barranco, maestro cerrajero y de cámara de su majestad, digo que en atención a mis servicios y demás motivos que se han tenido presentes, se me ha nombrado por uno de los examinadores y veedores que los maestros de cerrajería de esta corte se nombran para visitar sus oficios en la misma conformidad y con las propias facultades y circunstancias que han concedido a mi antecesor, Flores, y a los demás que lo han sido…». El privilegio llevaba anexo, sin embargo, importantes servidumbres.
Al trabajo en palacio se sumaban ahora las funciones de liderazgo y control sobre sus compañeros de oficio. Francisco presidía las reuniones gremiales en el claustro del colegio de Santo Tomás, en las que debatía sólidamente las cuestiones que afectaban a su medio de vida, a sus trabajos. En esas ocasiones se acordaba más que nunca de sus dos grandes maestros, José y Sebastián de Flores, a quienes dedicaba siempre un sentido recuerdo. Se ocupaba igualmente de los exámenes de maestría, de las cuentas y revisión de ordenanzas, no sin muchos sinsabores e incluso enfrentamientos y rencillas con aquellos que le mostraban desacuerdo. Muchas noches en su casa, cuando ya Josefa y el niño se habían dormido, Francisco permanecía un buen rato revisando a la luz de la vela los documentos del gremio. Quería hacerse respetar y no le dolían prendas en demostrar que era implacable en el cumplimiento de leyes y acuerdos. Por eso, no era raro verle, de vez en vez, asaltando junto a la guardia de Madrid y otros compañeros de oficio los puestos ambulantes que chatarreros y herreros de viejo situaban en la plaza de la Cebada, donde la venta fraudulenta de cerraduras y llaves robadas era asidua en los días de mercado. Provistos de sombreros de ala ancha y largas capas, para infundir autoridad y temor, revisaban los objetos puestos a la venta, incluidos los escondidos tras los mostradores y procedían sin piedad a la detención de los infractores, derribando a patadas sus tenderetes para que sirviera a los demás de escarmiento. Francisco era ya el principal maestro cerrajero de la capital del reino.
Su dirección de las reales fraguas seguía estando cuestionada y sometida, desde las instancias de control de las obras de palacio, a continuas revisiones de cuentas, calidad y rapidez del trabajo. La presión sobre él se hacía incómoda; a veces incluso insoportable. Giacomo Bonavía, con quien seguía compartiendo la estrecha amistad que les había unido desde el principio, le servía a veces de confidente en sus quejas a este respecto. El brillante arquitecto, que residía habitualmente en Aranjuez, se acercaba a la villa y corte cuando los encargos de la casa real y cuestiones burocráticas reclamaban su presencia. Apareció así una mañana, al amanecer, en casa de Francisco, antes de que este hubiera salido camino de palacio. Había viajado prácticamente de noche. Bonavía estaba preocupado. Su salario y los pagos por las obras realizadas se retrasaban más de lo habitual en los últimos meses. Empezaba a tener problemas para sustentar a su amplia familia, formada ya por su esposa y varios hijos.
—Dado que ponen como excusa mi tardanza en firmar las cuentas en la tesorería de esta corte, he decidido darte plenos poderes para que actúes en mi nombre —explicó Bonavía a Francisco, mientras degustaban el desayuno que Josefa había preparado a ambos al recibir la inesperada visita—. Si no tienes inconveniente, nos acercaremos a casa de un escribano y firmaremos el poder que te otorgo para que cobres mi sueldo.
—Lamento tu situación, Giacomo. Y te agradezco el signo de confianza. Sabes lo mucho que te admiro. Y si necesitas dinero, estaré encantado de prestártelo —dijo con sinceridad Francisco.
—No te preocupes por mí. Si me viera en esa necesidad, te lo pediría.
—¿Cómo ves las novedades de la corte? ¿Notas algún cambio en el ambiente artístico? —preguntó Francisco.
—Desde luego. Este reinado ha cambiado rotundamente. En algunas cosas para bien. Fernando y Bárbara son personas sensibles y refinadas, que sólo quieren lujo y arte en su entorno. Pero en otros aspectos, la política y las camarillas de Carvajal y Ensenada lo han pervertido todo. Es más, pienso que el acoso que se hace a tu gestión en las fraguas no guarda ya relación con el mero enfrentamiento entre clanes artísticos. No te atosigan porque seas mi colaborador y yo sea la competencia del engreído Sacchetti. Esto tiene otro cariz diferente.
—¿A qué te refieres?
—Tú eres la cara visible y modesta de una lucha asociada a la alta política, la economía y al interés que tienen los dos ministros por las manufacturas, y quizás más específicamente, por el negocio del hierro.
—Puede que tengas razón, alguien insiste en querer quitarme de en medio y creo que tiene que ver con mi afinidad a Ensenada, a sus planes de rearme de la flota, a sus ideas para salvar a España del atraso tecnológico y, por qué no admitirlo, a su intención de fomentar el espionaje industrial, al igual que llevan haciendo otras potencias durante muchas décadas.
—Dime con sinceridad, Francisco. ¿Estás tú en esos planes?
—Sospecho que sí, Giacomo. He aceptado subir al barco de Ensenada y tendré que navegar hacia donde me lleve. Todavía estoy a la espera de acontecimientos…
El marqués de la Ensenada acababa de presentar a Fernando VI su plan estratégico de rearme. El documento, redactado de una forma literaria y resumida para no perder la atención del rey, que se aburría ostensiblemente cuando debía leer informes demasiado extensos, era el pistoletazo de salida al ambicioso programa de actividades de este ministro. Ensenada proponía convertir a la Armada española en una de las más fuertes de Europa, en un plazo de sólo ocho años. En ese tiempo, se procedería a la construcción de cuarenta navíos.
Para iniciar el proyecto, era preciso un margen previo de dos años, dedicados al necesario acopio de materiales, dibujo de planos y diseño de los buques, contratación de técnicos y distribución del trabajo en los diferentes astilleros españoles. Al margen de todo ello, Ensenada preveía igualmente un plan oficial de espionaje industrial a costa del Estado. Un plantel bien escogido de ingenieros y técnicos leales a Zenón de Somodevilla estaba listo para viajar en misión secreta hacia Europa, con el fin de visitar fábricas de metalurgia, para tratar de copiar de ellas métodos de fundición y aleaciones del hierro, acero y bronce utilizados en la fabricación de artillería y cañones.
Lo que Ensenada ignoraba es que José de Carvajal iba a tener, por su parte, sus propios planes de espionaje, tendentes a competir y contrarrestar los de su colaborador y competidor en el gobierno. La descoordinación y el torpe embrollo español de acecho a la industria europea iban a ser el escenario perfecto para que Francia e Inglaterra entorpecieran aún más con sus engaños al progreso técnico de España.
La condesa de Valdeparaíso acompañaba una mañana a la reina, en su habitual visita a los conventos de monjas de Madrid, cuando escuchó por casualidad la noticia que otras damas de honor comentaban animadamente en corrillo. Miguel de Goyeneche iba a contraer matrimonio. María se sintió sacudida por la novedad. Le dolía no haberse enterado por propia boca del caballero. A pesar del distanciamiento que dominaba entre ellos desde hacía unos años, antes les había unido una apasionada intimidad, todavía difícil de olvidar. Muy a su pesar, sintió curiosidad y preguntó por los detalles a las damas. La futura esposa era Antonia de Indaburu, aquella encantadora jovencita que el marqués de Villarías se había encargado de promocionar en la corte. Su acoso a Miguel de Goyeneche había resultado finalmente efectivo. El galante caballero dejaba de ser un codiciado soltero, justo en el momento en que un golpe de trágica fortuna daba a su vida un inesperado giro.
Su hermano mayor, Javier de Goyeneche, marqués de Belzunce, había muerto repentinamente en Nuevo Baztán, a los cincuenta y ocho años, sin dejar descendencia. De esta forma, el ingente mayorazgo heredado de su padre caía ahora íntegramente en manos del siguiente en la línea de sucesión, el propio Miguel de Goyeneche, conde de Saceda. Podría afirmarse que Miguel pasaba a ser uno de los hombres más ricos de la corte. El legado comprendía el lugar de Nuevo Baztán, con todas su fábricas y posesiones; dehesas, olivares y viñas en diversos lugares de Castilla; bienes en Navarra; casas en Zaragoza; propiedades en Pamplona, Guadalajara y otras tantas localidades del entorno de Madrid, aparte de numerosas casas en las calles principales de la villa y corte. Entre los más preciados objetos que ahora le pertenecían figuraba un valioso manuscrito con las cartas originales que la famosa monja sor María Jesús de Ágreda había escrito al rey Felipe IV, adquirido y conservado por los Goyeneche en una urna de cristal expuesta en el palacio de Nuevo Baztán para que pudiera ser venerado.
De todas formas, el mal estado financiero de la mayor parte de sus fábricas hacía que la herencia fuera un regalo envenenado. Si no actuaba de inmediato, la grave crisis por la que atravesaban le arrastraría inevitablemente a la ruina. Decidió por ello intentar su relanzamiento y recuperar la prosperidad que gozaron décadas atrás, cuando su padre las gestionaba, ayudado por la magnánima protección de Felipe V. De momento, Miguel se veía obligado a seleccionar unas cuantas fábricas, cuya salvación iba a procurar, en detrimento de otras menos rentables. Las de sombreros, paños y papel fueron las más beneficiadas, aunque los negocios comerciales eran ahora más difíciles, puesto que la competencia había aumentando y la economía era más liberal que nunca. Aun así, gracias a su afinidad con el marqués de la Ensenada, Miguel de Goyeneche obtuvo de Fernando VI la ampliación, por otra década, de las franquicias y privilegios económicos concedidos antaño a su padre.
Su espíritu emprendedor era, sobre todo, alentado por el proyecto pendiente de la fabricación industrial de acero. Goyeneche estaba decidido a tomar definitivamente cartas en el asunto, aprovechando que los vientos de la política volvían a soplar a su favor.
Instó a Francisco Barranco a presentarse una tarde en su casa. Hablaron con sinceridad y extraordinario interés sobre las renovadas posibilidades del proyecto. Goyeneche anunció que estaba dispuesto a adelantar el dinero de su propio capital para iniciar la construcción de la fábrica en terrenos próximos a Nuevo Baztán. Propuso al cerrajero que se ocupara de proporcionar las directrices necesarias para levantar los hornos de fundición. Francisco aceptó el encargo, con miras a que en un futuro pudiera ser el director de la empresa. Se comprometió a diseñar hornos que sirvieran para poner en práctica por fin la fórmula eficaz de producir el acero que estaban buscando. Pensó determinar la forma y medida de los mismos, analizando en profundidad la descripción de aquellos que habían servido para los experimentos del francés Réaumur. Se acordó, además, de aquellos otros que Sebastián de Flores había construido en su día en la casa de la calle de Segovia que ahora era suya. Se acercó por allí una tarde. Hacía tiempo que no visitaba a los inquilinos a quienes se la tenía arrendada, puesto que pagaban siempre puntualmente. Pidió a los cerrajeros que le dejaran entrar a ver la vieja instalación de hornos que había sido de Flores, pero, para su sorpresa y decepción, ante el desuso de los mismos los habían desmantelado por su cuenta y riesgo. Francisco lamentó entonces el error que había cometido Sebastián de no dejar anotaciones a posterioridad con el resultado de sus experimentos. Ahora él tendría que empezar muchas cosas de nuevo.
Miguel de Goyeneche le animó, por otra parte, con el supuesto beneplácito del marqués de la Ensenada, a que aprovechara para este fin los recursos que el Estado ponía en sus manos. Era absurdo no hacerlo. En caso de conflicto, el ministro trataría de protegerle. Y así, a deshoras y cuando menos oficiales tenía en su entorno, en los modestos hornos que poseían las reales fraguas de la obra de palacio, comenzó a experimentar con las diversas sustancias que podía añadir a la fundición de hierro, así como con el tiempo y las temperaturas del proceso. Probó con las mezclas que proponía Réaumur de carbón vegetal triturado, polvo de hueso, sal marina y ceniza. Pero también se atrevió con otros componentes que había aprendido en los libros, había escuchado mencionar o simplemente intuía por propia experiencia, como el alumbre, el bórax, el cobalto, el cinc y hasta el azufre, que tantos quebraderos de cabeza le había dado en el pasado con su cuñado Félix Monsiono. Don Bartolomé, el boticario de la calle Mayor, que tan bien conocía desde su juventud sus venturas y desventuras, le garantizó el suministro de todas esas sustancias, algunas de ellas de difícil localización en el mercado habitual de una botica. Francisco probó, una y otra vez, en los trabajos de las fraguas reales, con los pequeños tochos de acero resultantes de sus experimentos, pero ninguno le ofreció de momento el resultado apetecido. Sentía que la fórmula adecuada se le esfumaba entre los dedos; quizás la tenía sin darse cuenta delante de sus narices, pero seguía, de una forma tozuda, estando pendiente de hallarla.