Capítulo 29

Josefa salió de casa con su hijo de la mano. El pequeño había cumplido ya dos años. El pelo oscuro, como sus padres, y unos intensos ojos negros le daban un aspecto alegre y sano. Pasado un mes del riguroso luto por la muerte de Felipe V, se aproximaba ya la ceremonia de coronación de los nuevos reyes. El pueblo de Madrid andaba alborozado, porque realmente anhelaba los cambios que el reinado de Fernando VI prometía. Era fácil encontrar a diario, en cualquier rincón de las céntricas plazas, diversión en tertulias, charangas y teatros callejeros. La capital se había llenado de comerciantes ambulantes, atraídos por la facilidad para el gasto que se presumía en esta ciudad inmersa en ambiente festivo. A Josefa le apeteció pasear con el niño entre el gentío y escudriñar las exóticas novedades de los tenderetes foráneos.

Se sorprendió al ver cómo avanzaba hacia su puerta un carruaje nobiliario, por cuya ventanilla se asomó una dama. Era la condesa de Valdeparaíso; la recordaba de haberla conocido años atrás en palacio. El tiempo no parecía haber pasado por ella, pensó Josefa. Seguía siendo aquella mujer hermosa y enigmática de siempre. Un lacayo la ayudó a descender de la carroza.

—¿Eres tú la mujer de Barranco? —inquirió la condesa.

—Lo soy, señora. Josefa de Flores, para serviros —contestó con amabilidad, preguntándose la razón que traía a su hogar a aquella dama.

María Sancho Barona se fijó en que Josefa llevaba al cuello su collar de perlas; aquel que le regaló Miguel de Goyeneche y que ella misma entregó en Sevilla a Francisco. Aunque la joya sobrepasaba en lujo la decente modestia de sus vestidos, le gustaba lucirla en estas escasas ocasiones festivas.

—Tienes un niño precioso —dijo, mientras se agachaba para besarle la mejilla—. Es tan guapo como… su madre.

—Gracias, señora. Se cría bien y un hijo es siempre una bendición de Dios.

—Qué razón tienes, Josefa… —Se hizo un incómodo silencio durante un momento, hasta que la condesa se atrevió a preguntar—. ¿Está tu marido en casa?

—Lo está, señora. Revisando documentación en la fragua… —Josefa dudó sobre lo que debía hacer, aunque no quería ser descortés—. Pero entrad, por favor, no os quedéis ahí. Si traéis algún asunto para mi marido, no creo que debáis tratarlo en la calle.

La condesa aceptó la amable invitación y entró detrás de Josefa. La casa era modesta; quizás más de lo que Francisco podría permitirse, dada su saneada economía después de las herencias recibidas de sus dos maestros, Sebastián y José de Flores, pero tenía el encanto de un verdadero hogar. Su olor era especial. Una mezcla entre jabón de limpieza y humo de fragua.

María esperó en la sala principal a que Josefa avisara de su presencia a Francisco. Se le hacía raro presentarse allí, después de tanto tiempo sin verse y sin preaviso. La exigencia de sus ocupaciones junto a la nueva reina Bárbara de Braganza la mantenían en esta época retenida, casi prisionera a todas horas de la corte. El escaso tiempo para sí misma se le esfumaba rápido entre sus obligaciones conyugales, cuando el conde de Valdeparaíso reposaba en Madrid y la exigente relación que el marqués de la Ensenada le imponía. Tal como expuso a Francisco en aquel último encuentro en su recóndito laboratorio, hacía lo posible por sobrevivir en el intrigante ambiente de palacio de la manera más pragmática posible. Se diría que María había sellado por completo su corazón y se había entregado a las relaciones interesadas. Había llegado a casa del cerrajero también movida por una necesidad, por un interés material y concreto. A pesar de la aparente frialdad con que se había presentado en la fragua, por dentro venía, sin embargo, carcomida por los nervios. No estaba segura de cómo iba a sentirse cuando estuviera frente a Francisco de nuevo. Sabía por experiencia, que, a pesar de las circunstancias adversas, del espacio y el tiempo que mediara entre ellos, verse cara a cara había sido siempre, en cada ocasión, una emoción añadida a su existencia.

Barranco apareció en la sala, a los pocos instantes, azorado y atónito. A María le pareció que tenía en su frente alguna arruga donde antes no las había. La curtida madurez de los años se notaba ya en él, pero le aportaba a cambio el atractivo de la experiencia, de la serenidad y el aplomo. Ignoraba la condesa que el cerrajero, al verla, sentía otra vez el corazón palpitar acelerado. La agitación interior le hacía respirar profundo, como si le faltara el aire. También él se percató de los cambios sufridos en la belleza de la dama, no tanto por el paso de los años, sino por la seriedad que se había incrustado en su rostro a falta de una sonrisa que lo iluminara en estos últimos tiempos. María tenía las pupilas tristes y Francisco sintió rabia de lo injusta que era con ella la vida. Poseía toda la belleza, posición social y riqueza que se pudiera desear, pero en su alma se notaba un gran vacío. Al volver a encontrarla, se dio cuenta de que seguía deseando, con todas sus fuerzas, ver la felicidad reflejada en el rostro de esa mujer. Si él no podía estar a su lado para proporcionársela, aunque ese fuera el gran anhelo de su vida, se conformaba con que otro caballero de postín la amara de verdad como se merecía.

En presencia de Josefa, el saludo entre la condesa y Francisco fue estrictamente protocolario. El cerrajero le besó la mano y preguntó de un modo extrañamente servil en qué podía ayudarla. Al tocarse las manos, ambos se las notaron temblorosas.

—Barranco, supongo que te extraña mi presencia aquí. No creo que vengan muchas damas de visita a la fragua —dijo María, con intencionada soberbia aristocrática.

—Desde luego, señora condesa. Estáis en lo cierto. Esta es una morada de artesano, donde no solemos recibir a gente titulada…

—Me obliga a venir un importante recado de palacio. La reina doña Bárbara te necesita, como otras veces en el pasado. Es un asunto confidencial…

Josefa entendió entonces que su presencia sobraba. Le dolía dejar a su esposo solo con aquella mujer altiva y hermosa. Había notado los nervios de Francisco al ponerse delante de ella, pero era su obligación retirarse. Su esposo se lo indicaba con la mirada y las cuestiones de palacio estaban por encima de los intereses personales. Obedeció mansamente y salió de la estancia hacia el patio.

Francisco invitó entonces a la condesa a sentarse a la mesa del comedor, cara a cara. Se mantuvieron un instante en silencio y poco a poco fue apareciendo en sus rostros una tímida sonrisa, dedicada uno a otro. La complicidad de antaño parecía haberse mantenido viva. Resurgía en ese momento al volverse a mirar a los ojos y encontrar en ellos el mismo brillo de otros tiempos.

—Tengo muchas cosas que decirte, Francisco —habló ella—. Y realmente no sé cuál es la más importante. Ante todo, quiero felicitarte por ese precioso hijo que tienes. Te envidio por este aire de hogar que aquí se respira…

—Muchas gracias, condesa —contestó Francisco, aún con la emoción contenida de pensar que tenía a María Sancho Barona sentada frente a él—. Estoy orgulloso de mi familia, de Josefa y del pequeño Francisco. No puedo quejarme. Por lo demás, ¿en qué puedo ayudaros? Estad segura de que nada, repito, nada, podía enorgullecerme más que volver a seros de utilidad.

—Gracias, Francisco. Es curioso constatar cómo se repiten, con insistencia, nuestras circunstancias… Pero antes de pedirte un nuevo favor, quería también contarte que sigo avanzando en mis pesquisas sobre el manuscrito.

—¿De veras? ¿Es eso cierto? Pensé que habíais abandonado la idea. Os imaginé tan ocupada en la corte que supuse que ya no os interesaban las indagaciones alquímicas de este modesto artesano.

—Me hace gracia tu falsa modestia, Francisco. ¿Crees que no he estado al tanto de tus éxitos artísticos junto a Bonavía? ¡Pero si no se hablaba de otra cosa que de ese magnífico proyecto para la escalera de Aranjuez! Y me he alegrado tanto, siempre, de ello… Te lo mereces.

—Gracias ahora a vos, condesa. Ya sabréis entonces que el proyecto se detuvo por razones políticas que aún ignoramos.

—Lo sé. La corte a veces es un nido insoportable de intrigas. Las sufro a diario. Por desgracia para mi sosiego, estoy inmersa en ellas.

—Se os nota en el gesto cansado y… en vuestros ojos tristes.

María se sintió cohibida y emocionada ante el perspicaz comentario. Se dio cuenta de que el cerrajero la conocía bien. Sabía más de su intimidad y su mundo oculto que nadie de su entorno y por eso era capaz de juzgarla, de entender lo que le ocurría, por debajo de su frívola apariencia. Una mueca de seriedad volvió a instalarse en su rostro y dos furtivas lágrimas se le escaparon de los ojos. Francisco se alzó de su asiento y guardando la distancia que la mesa imponía entre ellos, recogió delicadamente con su índice las gotas que se deslizaban por las mejillas de la condesa. La cogió después de una mano para transmitirle compañía y consuelo. Le hubiera gustado acercarse más ella y abrazarla. Le pareció que esas lágrimas eran una llamada de atención, un signo de que la condesa hacía mucho tiempo que no recibía verdadero cariño.

María estuvo tentada de mostrar entonces a Francisco su más celoso secreto. Escondida bajo el corpiño, atada por una cinta de raso azul, seguía llevando siempre la llave de maestría que él le había regalado. Jamás había tenido intención de quitársela. Seguía creyendo en su poder como talismán y ya la había hecho tan suya que sentía incluso pudor de enseñarla a su verdadero propietario. Parecía dispuesta a hacerlo, y empezó a rebuscar entre su ropa, intentando abrir algún botón de su corpiño, ante la asombrada mirada de Francisco. El ruido de una puerta abriéndose desde el patio la dejó paralizada, recordándoles que no estaban solos. Josefa trajinaba por la casa, amenazando con estorbar aposta, celosa e inquieta por la entrevista de la dama con su marido. A los dos les hubiera apetecido una conversación más íntima, una confesión de sus preocupaciones vitales, las pasadas durante el tiempo que no se habían encontrado, las presentes y futuras, pero se vieron obligados a disimular y retomar la charla formal sobre sus proyectos y el recado que traía hasta allí a la dama.

—¿De veras seguís investigando en el manuscrito? —insistió Francisco—. ¡Magnífico! ¿Qué más podemos saber al respecto?

La condesa se recompuso y siguió hablando en un tono graciosamente científico.

—Ese árbol dibujado, con un dragón enroscado… Analicé significados en varios libros de alquimia. Según las viejas leyendas medievales, el dragón es un símbolo del fuego. Y en relación al árbol… estoy segura de que se trata de una alusión al carbón de leña. Madera y fuego. Es obvio.

—Visto con estudio y clarividencia, desde luego. Enhorabuena, condesa. No importa el tiempo que tardemos, daremos con el resultado final. El dios Marte por el hierro, las copas de vidrio por el silicio y el manganeso; ahora el árbol y el dragón, como símbolos del carbón… ¿Y la calavera? No podría estar ahí, no como un símbolo de la muerte, sino simplemente por los huesos en sí… es decir por la cal de los huesos… De hecho, en sus anotaciones, Réaumur habla de añadir polvos de carbón y hueso calcinado a la fundición de hierro para obtener buen acero…

—Sí. Tienes razón. Es más que probable que se trate de eso…

—Tendré que empezar a hacer mis propios experimentos, pero aún me faltan medios…

—Con tesón, lo acabarás logrando —dijo sonriente y orgullosa María—. Quería además felicitarte por tu intervención en la huelga de canteros. También se habló de ti en este asunto por los pasillos de palacio. Salvaste de la muerte a dos individuos que estaban siendo apaleados por defender su trabajo, y eso abrió los ojos a todos para poner fin al problema…

—Sólo hice lo que hubiera hecho cualquier persona de bien, con sentido común, si se encontrara esa escena en la puerta de su casa —interrumpió el cerrajero.

—Bueno, a veces pareciera como si las personas de bien y sentido común hubieran desparecido de la tierra… —respondió la condesa.

—Intuyo que os referís a algún asunto en concreto…

—Así es. Es la reina Bárbara quien me trae hasta aquí. Como sabrás, la ceremonia de la coronación se celebrará dentro de unos días. Habrá besamanos de gala en los cuartos de los reyes. Después, el conde de Altamira, regidor perpetuo de Madrid, levantará el pendón de Castilla proclamando al soberano, y un solemne cortejo partirá desde el ayuntamiento hasta la plaza principal del Buen Retiro, donde los reyes se dejarán ver ante los madrileños para ser aclamados. Y, finalmente, asistirán a la iglesia de San Jerónimo para ser coronados ante los grandes de España y los consejos del reino.

—Será emocionante. Se trata de un acontecimiento histórico —apostilló impresionado Francisco.

—Pues sí. Doña Bárbara quiere por ello lucirse de una manera impresionante. Han sido muchos años de aislamiento y humillaciones como para no presentarse ahora ante sus súbditos con toda la pompa que la ocasión merece —dijo con orgullo la condesa—. El caso es que doña Isabel ha querido jugársela hasta el último minuto. Como sabes, desde el incendio del alcázar, las valiosas joyas de la corona se custodian en la casa arzobispal. Pues bien, antes de que doña Isabel se marchara del Buen Retiro, se las ingenió, a través de su mayordomo mayor, para obligar al guardajoyas a entregarle la llave del cuarto donde estaban depositadas las alhajas.

—¿Cómo pudo hacer eso? Esas llaves son sagradas.

—Lo hizo porque era muy poderosa y tenía criados leales y amedrentados. El caso es que doña Bárbara no tiene acceso a las famosas joyas que habría de lucir toda reina de España: la perla Peregrina y el diamante El Estanque. Ella misma había guardado allí algunos de sus adornos favoritos. Durante el tiempo que han sido Príncipes de Asturias, don Fernando le ha regalado impresionantes joyas; brazaletes con hilos de perlas y brillantes, piochas en forma de cornucopias, pavos reales, mariposas, ramos de flores, leones… Ha sido siempre su forma de decirle que la ama. Y la reina quiere lucirlas ahora en todo su esplendor.

—Y… ¿me está pidiendo que descerraje el guardajoyas?

—Quiere evitar a toda costa la humillación que Isabel de Farnesio ha pretendido infligirle. Por esa razón, es imprescindible que no trascienda el hecho. No desea que nadie se entere; ni siquiera el rey. Pretende solucionarlo ella misma de la forma más digna posible. Y no, no quiere que descerrajes esa cerradura. La reina pide… que le prestes una llave maestra, la de cerrajero de cámara. Ella misma abrirá el cuarto con ayuda de su mayordomo mayor. Te la devolverá de inmediato. Supongo que después habrá tiempo para solucionar la disposición de cerraduras y llaves nuevas en toda la casa real, como corresponde a cada cambio de reinado…

—No seré yo quien contradiga a la reina Bárbara. La aprecio y estoy orgulloso de haber hecho cuanto ha estado en mis manos por ella, pero… ¿sabe que me está pidiendo violar los principios básicos de mi cargo de cerrajero de cámara?

—Lo sabe. Y te estima. Pero es por una buena causa… y nadie va a enterarse de ello —contestó ufana la condesa, poniendo impulsivamente sus manos sobre las del cerrajero, que reposaban encima de la mesa.

Las sostuvieron así, en silencio, durante unos instantes. De nuevo reaccionó Francisco, visiblemente agitado, ilusionado:

—Lo haré, condesa, lo haré. No se hable más —contestó, levantándose de la silla para adentrarse raudo en la fragua, de donde volvió en seguida con la llave maestra de palacio que le pedían—. Y lo hago sobre todo por vos… Si lo que estoy haciendo trasciende, me veré desterrado de la corte.

—Eso no pasará, Francisco. Te lo juro. Antes pongo mi honor en tu defensa, porque soy yo quien te lo estoy pidiendo, y sé, en efecto, que es por mí por quien haces todo esto… —concluyó María, con la voz embargada por la emoción y la intensa mirada de cariño y ternura que Francisco le estaba dedicando.

Josefa se decidió a entrar intempestivamente en ese momento. Sabía que se exponía a la reprimenda de su marido, si es que su presencia seguía siendo inoportuna, pero no soportaba más el aire de confidencias que se apreciaba entre la condesa y Francisco. Le pareció que cuanto más se alargara la visitaba de esa dama, más arriesgaba ella en perder la intensidad afectiva de su matrimonio.

Sonó al mismo tiempo el relinchar de los caballos del carruaje. La condesa se dio cuenta de que debía marcharse de inmediato. El rato pasado frente a Francisco había transcurrido volando. Entendía las razones de la evidente inquietud de Josefa. De nuevo sentía envidia por la plácida estabilidad de esa sencilla mujer, que podía vivir junto al hombre que amaba; que las dos amaban. Era inútil negárselo a sí misma, por mucho que se resistiera durante años a reconocerlo. Francisco le traspasaba el alma. Sin más remedio, volvió a su realidad y se acordó de repente de que la reina la esperaba con impaciencia y con la seguridad de que su astuta dama traería consigo la solución al problema del guardajoyas. María tenía ya la llave maestra que franquearía sus puertas, cobijada en su bolsito de terciopelo.

—Josefa, gracias por abrirme tu hogar —dijo con intencionada amabilidad la condesa, al tiempo que alargaba otra vez la mano al cerrajero, para despedirse protocolariamente—. Francisco, gracias en nombre de la reina. Se te devolverá puntualmente lo que ahora me entregas.

Con la llegada del nuevo reinado, la posición de María Sancho Barona en la corte se había visto reforzada. Pasados unos meses de la coronación de Fernando VI, se esperaba que empezaran a producirse importantes cambios en el gobierno. Era lógico pensar que los nuevos soberanos escogiesen a sus hombres de confianza. Se daba inicio a un periodo de intensas luchas cortesanas. Ganarse el favor real era imprescindible para mantenerse o ascender en la carrera política. Y aún lo era más el ser merecedor de las simpatías de Bárbara de Braganza. En este tercer reinado de un Borbón en España, de nuevo la soberana se convertía en el verdadero árbitro de la corte. Por ello, gozar de la amistad de las damas y los favoritos de la reina era el medio más eficaz para lograr recomendaciones y nombramientos. Así lo pensaba el marqués de la Ensenada, que vio en su relación con la condesa de Valdeparaíso su tabla de salvación para los cambios que se avecinaban.

Ensenada, un reconocido farnesiano, que debía su influyente posición como ministro de Hacienda, Marina, Guerra e Indias al apoyo de Isabel de Farnesio, era en buena ley uno de los favoritos para ser defenestrado. Uno de los primeros objetivos de Bárbara de Braganza era cribar todo aquello que oliera al pasado de su suegra, y Zenón de Somodevilla tenía ese tufo, que supo ventilarse sin embargo con extrema inteligencia. Al igual que el astuto Farinelli, jugó bien sus cartas de la doble lealtad, al anterior y al nuevo reinado, para lograr salir airoso en los cambios. Cortejaba y presionaba a la condesa en su intensa relación hasta agobiarla y conseguir de ella, no sólo favores amorosos, sino fundamentalmente promesas de mediación ante doña Bárbara. María se sentía atada de pies y manos frente al poderoso Ensenada. Tenía encanto, autoridad y argucias para atrapar en sus redes a cualquier dama. Se arrepentía con frecuencia de haberse dejado llevar hasta la cama de Ensenada, de donde salía tan vacía de afecto como llegaba, pero se hacía ahora difícil abandonar ese vínculo de interés, sin salir socialmente perjudicada.

—Prometo compensarte, María, por hablarle a la reina en mi favor —le decía siempre, cuando se despedían tras sus noches de amores—. No te arrepentirás, porque en la batalla, mejor que estar del lado del más valiente, es estarlo del mejor estratega.

La maniobra del marqués fue un éxito. De una forma velada, sus colaboradores fueron responsables de alentar la huelga de los canteros de palacio, que acabó con el prestigio del marqués de Villarías, secretario de Estado. La caída de Villarías fue inevitable, cinco meses después del inicio del reinado. Ensenada, que había sido su protegido, apenas lamentó su cese. Eran cosas de la política, y él mismo lo había procurado. Por el contrario, fue astuto al apartarse de Villarías y fomentar en cambio la relación con el hombre que se postulaba como futuro secretario de Estado: José de Carvajal y Lancaster, el político más apreciado por Bárbara de Braganza. Era Carvajal un cincuentón adusto y serio; trabajador, poco amigo de palabrería fácil y carácter avinagrado. Soltero y solitario, modesto, aparentemente íntegro, de buena moral y costumbres. Pertenecía a una familia de rancia solera, la de los duques de Linares, y sus raíces portuguesas le habían acercado mucho a la reina desde que entrara en la administración a ejercer diversos cargos. Últimamente era presidente de la Junta de Comercio y Moneda, un hombre interesado pues en la economía y la industria del reino.

Junto a él, pertenecientes a su camarilla política, estaban sus amigos, el duque de Huéscar, hijo de los duques de Alba, y el propio conde de Valdeparaíso, que después de ocuparse intensamente en los últimos años de su patrimonio manchego, regresaba de forma estable a Madrid para formar parte del gobierno.

Ensenada y Carvajal, dos personalidades opuestas y complementarias, hicieron el esfuerzo de entenderse y crear conjuntamente un partido reformador, que ilusionara y convenciera a los nuevos reyes. De esta forma, se puso en sus manos un gobierno bifronte, con un poder dividido a partes iguales. Carvajal sería el secretario de Estado, pero Ensenada estaría al cargo de diferentes ministerios. Ambos estaban de acuerdo en lo fundamental: la necesidad de procurar a España la paz y una definida política de neutralidad ante las demás potencias. Aunque para conseguir ese común objetivo, cada uno de ellos albergaba diferentes estrategias, medios y fines. En esto radicaba su principal diferencia, la que iba a apartarlos y a fomentar las intrigas entre sus camarillas. Carvajal apostaba por la vía diplomática, por la independencia respecto a los Borbones franceses y el acercamiento, en cambio, a Inglaterra. Ensenada, por el contrario, abogaba por la neutralidad armada; por preparar a España económica y militarmente para que pudiera defenderse bien ante una probable guerra entre Francia e Inglaterra. Quería crear una poderosa Marina, formada por una flota de imponentes navíos que defendiera a España de las ansias coloniales de Inglaterra. Su aliado favorito era sin duda Francia. Carvajal era el diplomático justo y honrado; Ensenada, el militar y estratega, para quien el fin justificaba los medios, y esos eran la intriga, el espionaje y el soborno, asuntos que en apariencia repugnaban a Carvajal y a su estricta moral cristiana.

La presencia de su esposo en casa, de forma más continuada de lo acostumbrado, fue un contratiempo para la condesa de Valdeparaíso. Se alegraba del ascenso político del conde, pero tenerlo a su lado con frecuencia le resultaba incómodo. María se veía obligada a acentuar el disimulo en algunas facetas de su vida y sentía su ansia de libertad coartada. Las visitas a su escondido laboratorio eran cada vez más distanciadas. Y aunque su relación con el marqués de la Ensenada era de momento un secreto bien guardado, temía que cualquier indiscreción pudiera delatarla y procurar un escándalo en la corte, en perjuicio de su marido.

Por el contrario, el tiempo que pasaba en palacio, acompañando a Bárbara de Braganza, era ahora más interesante que nunca. El ambiente de la corte había cambiado radicalmente. Los reyes vivían una alegre rutina diaria, en la que nunca faltaba música, baile, teatro y ópera. Fernando y Bárbara desayunaban, comían y cenaban juntos y solos, haciendo gala de su buen entendimiento íntimo. A primera hora del día, después de escuchar misa, el rey disfrutaba de media jornada de caza, mientras Bárbara pasaba la mañana enfrascada en tertulias e interesándose por la vida pública. Siempre en compañía de sus damas favoritas, recibía a embajadores, ministros y cortesanos, en el afán de conocer de primera mano los asuntos más candentes que atañían al Estado. Por la tarde, la reina se dedicaba plenamente a la música. Guiada por los grandes maestros Farinelli y Scarlatti, Bárbara había logrado un altísimo conocimiento musical y un virtuosismo extraordinario tocando el clave. No era raro que se representaran en sus habitaciones comedias a la española, en las que actuaban las más famosas actrices del reino. En estas ocasiones era frecuente que Pedro Castro apareciera en palacio como ayudante y colaborador en el montaje de escenario. Por la noche, aún después de la cena, solía haber nueva velada musical y partida de cartas, juego al que los reyes eran francamente aficionados.

En esta festiva corte de portugueses y músicos, tal como Isabel de Farnesio la había bautizado despectivamente, no iban a faltar tampoco deseos de maledicencia y venganza, sobre todo contra aquellos que ahora relumbraban a costa de hacer borrón y cuenta nueva con su vinculación al anterior reinado.

—¡Lee esto, Ensenada! —ordenó doña Bárbara al ministro que la había visitado en su salita, aprovechando que estaba acompañada por la condesa de Valdeparaíso—. Quiero una explicación y una solución inmediata.

Zenón de Somodevilla tomó de manos de la reina el papel que le entregaba. Se trataba de correspondencia diplomática llegada al embajador de Portugal, leal consejero y confidente de la soberana. El texto hacía referencia al rumor que circulaba ya entre embajadas, dando pábulo a una posible relación amorosa entre Bárbara de Braganza y el cantante Farinelli.

—Majestad…, no sé de dónde ha podido salir semejante cosa… —dijo al terminar de leer la carta, aunque tenía sus sospechas sobre el origen del infundio.

—Su procedencia es evidente. Mi suegra está empeñada en hacernos, aun desde el destierro, todo el daño que pueda; o mejor dicho, que le dejemos hacer. No perdona a Farinelli que la abandonara, y a mí que la haya sustituido con más dignidad de la que esperaba. Tú la conoces bien y sabes que es muy capaz de eso.

La condesa de Valdeparaíso escuchaba atenta, pensando en que esto era consecuencia del evidente favoritismo que la reina profesaba por el divo italiano. Farinelli era un hombre inteligente y resolutivo, que repitiendo el esquema de la anterior pareja real, había sabido convertirse en agente terapéutico para las melancolías de Fernando VI y hombre de confianza para Bárbara. Había asumido con éxito la dirección de las óperas y las fiestas de palacio, logrando que la corte madrileña fuera uno de los más brillantes escenarios de Europa. Contagiada del extravagante espíritu del cantante, hasta doña Bárbara, a pesar de su fealdad, vestía con extraordinaria coquetería, pompa y lujo. Aunque puestos a considerar las intrigas, para algunos lo más interesante de Farinelli, para bien y para mal, eran las muchas horas que pasaba junto a la reina y el conocimiento que esto le proporcionaba de las intimidades regias.

—Es cierto, majestad, que doña Isabel mantiene contacto epistolar con los embajadores. No hay que olvidar que hasta hace bien poco ejercía el poder a manos llenas, y adaptarse a su obligado retiro debe de estar resultándole difícil —explicó el ministro.

—No me importan sus razones. Quiero que detengas ese absurdo rumor cuanto antes. Llama a tu despacho a los embajadores y explícales que deben cortar ipso facto su comunicación con la reina viuda, puesto que no es del agrado del rey que mantengan contacto con ella. Y si alguno persiste en hacerlo a espaldas del gobierno, explícales que tendrá sus consecuencias.

—Haré como decís, pero sabéis, al igual que yo, que la información es la clave del poder y es obligación de todo embajador conseguir cuanta más mejor y del modo que sea… —razonó Ensenada.

Lo que por entonces ignoraba Bárbara de Braganza es que ella misma se había convertido en el objetivo principal del espionaje diplomático. Las principales potencias europeas estaban convencidas de que su influjo sería poderoso incluso en la política internacional, y sobre ella centraron sus redes de información. Francia e Inglaterra, inmersas en la mutua amenaza de una guerra latente, estaban deseosas de volcar a España de su lado. Los franceses confiaban en la astucia de Ensenada para contrarrestar la predisposición anglo-portuguesa de la reina; y los británicos confiaban en la privilegiada relación de Carvajal con la soberana, gracias a la sangre lusa de su familia. De esta forma, y a través de sus embajadores, el antagonismo de los dos países se trasladó a Madrid, convertido en centro neurálgico del espionaje europeo. Los intentos de soborno de ministros, damas, favoritos, secretarios y criados de toda condición estaban a la orden del día. En este mundo cortesano era importante cultivar la amistad y saber protegerse de las traiciones, siempre acechantes y repentinas.

Francisco se ocupaba de los cambios en la cerrajería del palacio de Buen Retiro, para garantizar, como siempre, el máximo de seguridad en el entorno de los reyes. Contaba ya con varios oficiales para realizar el trabajo grueso, pero le gustaba supervisar el resultado e intervenir en aquellos mecanismos secretos que sólo debía conocer el cerrajero de cámara. Se hallaba en la galería de despachos, cuando salió de uno de ellos el marqués de la Ensenada. Era media tarde y el ministro abandonaba palacio, puesto que esa noche tenía prevista una velada festiva en su propia casa. Francisco se sintió orgulloso de poder saludarle y de que el poderoso político, delante de sus oficiales, le reconociera y diera muestras de alegrarse por el encuentro.

—Barranco, ¿tienes algo que hacer cuando acabes aquí? —preguntó en tono jocoso Ensenada.

—Señor, lo habitual es que al terminar mi trabajo esté tan molido, que sólo desee regresar a casa, junto a mi mujer y mi hijo.

—Bueno, no te vendría mal un poco de diversión. Esta noche celebro una cena en mi casa. ¿Por qué no vienes? Me place mezclar personas de toda condición. Te aseguro que tu compañía puede interesarme más que la de algún rancio aristócrata…

Francisco dudó un instante sobre la conveniencia de aceptar, pero al momento vio claro que no debía dejar pasar una oportunidad tan interesante de progresar en la corte.

—Está bien, señoría. Os agradezco mucho vuestra invitación. Allí estaré.

Cuando el cerrajero abandonó con sus oficiales el Buen Retiro, varias horas más tarde, se extrañó de encontrar luz de candiles encendida en uno de los despachos oficiales. No pudo evitar fijarse en el interior de la habitación, a través de la rendija que dejaba la puerta medio abierta. El secretario de Estado, José de Carvajal, seguía despachando papeles, junto a un fiel secretario, único capaz de soportar sus interminables jornadas de trabajo. Francisco recordó haber escuchado que a Carvajal no le gustaban las fiestas; incluso la música le molestaba. Hacía lo posible por esquivar cualquier convite y hasta se permitía el lujo de rechazar las veladas íntimas con los reyes, cuando estos gustaban de jugar en deshabillé, sin pelucas, a las cartas. Carvajal no vivía más que para el trabajo y muchos días permanecía en su despacho, abrumado por la lectura y la firma de documentos, hasta altas horas de la madrugada. Francisco sintió tanta admiración por él como lástima. No estaba seguro de que tanto esfuerzo fuera alguna vez recompensado.

La residencia del marqués de la Ensenada lucía esa noche fastuosa. Iluminada con hachones en su fachada y centenares de velas en los salones interiores, el fulgor de tanta llama la envolvía en un ambiente mágico. Francisco se había vestido con su mejor casaca de puño ancho y calzón a juego. Su atractiva apariencia estaba a la altura del prestigio que gozaba como artesano del más alto nivel en la corte. Se mezcló con discreción entre el bullicio de damas y caballeros, tan atraído por el colorido de sus vestimentas y la pomposidad de las pelucas, que apenas se fijó en el mobiliario ni los bellos objetos que decoraban la casa. Ensenada había cogido pronto el gusto a los muebles, cuadros, tapices y alfombras valiosos. Un cuarteto de violines amenizaban con su música a los invitados desde el rellano principal de la escalera que ascendía al piso superior. Oteaba con curiosidad, sin rumbo fijo, cuando escuchó detrás de él una voz femenina que le hablaba. De inmediato la reconoció. Era la condesa de Valdeparaíso. Lucía bella, coqueta y atractiva, como siempre.

—Qué sorpresa tan grata, Francisco. Ignoraba que ya te codearas con la célebre «farándula de don Zenón»… —le dijo con una pícara sonrisa—. Me alegro de verte…

—Gracias, condesa. El marqués insistió en invitarme, pero creo que sólo estaré un rato. La verdad es que me debo a mi trabajo.

—Si quieres un consejo, no tengas prisa por marcharte. Si te han requerido en este lugar, es por algo. Y hasta que ese algo no suceda, no debes abandonar el barco. Ensenada es zalamero y halagador, pero no hace favores a cambio de nada. Estate alerta, sospecho que van a hacerte alguna proposición…

—Una proposición… ¿de qué tipo?

—No quiero aventurarme en conjeturas. Escucho, observo, intuyo, pero no debo irme de la lengua. Sólo insisto en que tengas cuidado con lo que te comprometes —dijo María, clavando su mirada en la de Francisco, para que entendiera con el gesto que su advertencia no era en vano—. Creo que seré yo quien se retire pronto. Mi esposo ha venido por figurar y atemperar su relación con Ensenada, pero ya sabes que es leal a Carvajal y le repele este fatuo despliegue de lujo. Después de saludar al anfitrión, nos marcharemos de inmediato.

—Condesa, últimamente hemos de despedirnos siempre tan pronto… —dijo Francisco, anhelando alargar la oportunidad de conversar con ella, tenerla cerca, escuchar su voz, contemplar sus ojos, saber con sinceridad cómo se hallaba…

—Es así, Francisco. ¿Qué otra cosa podemos hacer? —contestó con brevedad la condesa, inquieta ante la presencia en la fiesta de su esposo, su anterior amante y también el actual.

—No lo sé. Pero a veces, lo reconozco, me desespera…

—Francisco. No pienses más en ello. Medita mejor sobre lo que acabo de advertirte. Ten cuidado, por favor. Te deseo suerte…

Esta vez obviaron el protocolario gesto de adiós. Sobraba ya entre ellos. Les hacía daño tratarse con arreglo a la fría etiqueta, aunque fuera por la necesidad del disimulo. El cruce de una cálida mirada, del intercambio de un mutuo sentimiento, les servía para entender el mensaje de su tierna y cómplice despedida. Al marcharse María, Francisco siempre tardaba un rato en regresar del estado de ensoñación en que le dejaba.

Tal como la condesa le había vaticinado, antes de que pudiera darse cuenta, Francisco se encontraba en una pequeña salita, apartado del gentío que se divertía en la fiesta, hablando en confidencia con Ensenada y Miguel de Goyeneche, también presente en el ágape. Defenestrado el marqués de Villarías, el financiero se había sumado con gran pragmatismo a la camarilla de don Zenón, puesto que este parecía el más interesado en fomentar desde el gobierno su proyecto industrial sobre el acero. El marqués de la Ensenada quería obtener de Francisco el compromiso firme a formar parte de su red de colaboradores. Uno de los éxitos del poderoso ministro había sido la creación de su propio partido de leales, hombres conocidos como las «hechuras de Ensenada», seguidores de su política hasta las últimas consecuencias. En ese núcleo figuraba Agustín Pablo de Ordeñana, su mano derecha, pero también otros miembros de secretarías y consejos, el propio Farinelli o el padre Rávago, confesor de Fernando VI. Junto a ellos, algunos jesuitas ilustres, personal de embajadas, oficinas de correos, ingenieros y científicos. También damas de alcurnia, como las marquesas de Salas, de Torrecuso, de González-Grigny y de la Torrecilla, sumadas a la condesa de Valdeparaíso. Cada uno de ellos dispuestos al espionaje y el soborno, con el fin de mantener a Ensenada en el gobierno y lograr sus objetivos políticos.

La colaboración de Francisco Barranco, por la curiosa relevancia de su cargo de cerrajero en palacio, era una aportación nada desdeñable a esta facción. Con facilidad le convencieron. Jamás imaginó Francisco las tormentosas consecuencias que traería el entregarse de tal modo a la intriga política.