Capítulo 27

Con los cambios políticos que se avecinaban, Francisco podía estar de enhorabuena.

Un solo personaje iba a ser capaz de transformar en pocos años el monopolio ejercido durante siglos por la nobleza sobre el gobierno y el servicio a la familia real. La creencia de que a ellos correspondían esos privilegios por el mero hecho de haber nacido en buena cuna se terminaba de un plumazo por la personalísima incidencia de un riojano de extracción humilde y hecho a sí mismo. Era Zenón de Somodevilla, marqués de la Ensenada, hombre de fuerte personalidad, carácter altivo, inteligente y rebosante de ideas. Se preciaba de ser un gran trabajador, de madrugar y acostarse tarde, aprovechando el día con intensidad. Testarudo, astuto y simpático. Tuvo claro desde su juventud que llegaría muy arriba en el gobierno de España. Su paso por las altas esferas iba a ser como un vendaval que barriera rancias ideas y dejara espacio a una nueva filosofía de vida: la del ascenso social por méritos propios. Su enfrentamiento a la soberbia del poder establecido y de los nobles, que vieron peligrar con él sus privilegios de clase, le costaría finalmente muy caro.

Corría la primavera de 1743, cuando la muerte repentina de José del Campillo, polifacético ministro de Felipe V e Isabel de Farnesio, dejó un gran vacío de poder. Su reemplazo, sin embargo, fue fácil porque el marqués de la Ensenada se postulaba ya para sucederle, aprovechando esta ocasión de evidente progreso. Gozaba de merecida fama por sus éxitos como marino, diplomático y consejero de los infantes Carlos y Felipe. Pero nada le iba a resultar más efectivo en el inicio de su carrera política que sus encantos de seductor.

En una corte dominada por Isabel de Farnesio, la influencia femenina era a veces la vía más eficaz para conseguir determinados logros. Zenón de Somodevilla se había dado cuenta muy pronto de esta circunstancia. Admiraba a las mujeres y había aprendido a sacar el máximo partido a sus relaciones con ellas. Y aunque nunca le iban a faltar damas interesadas en formar parte de su vida, valoraba en extremo su soltería. Tanto la marquesa de Torrecuso, Laura de Castellví, camarera mayor de la reina, como la marquesa de la Torrecilla, Eugenia Rodríguez de los Ríos, dama de honor, habían sido sus principales valedoras frente a la reina; especialmente la segunda, que pasaba por ser su amante más reconocida. De las dos se valió para introducirse en la corte, y a ambas debió la más encendida recomendación para que, una vez desaparecido el ministro Campillo, la soberana se inclinara por conceder a Ensenada, recién cumplidos los cuarenta años, las secretarías de Guerra, Marina, Hacienda e Indias. De la noche a la mañana, Zenón se convertía en el político más poderoso, tras el marqués de Villarías, secretario de Estado y también su mentor.

Consciente de los recelos que iba a despertar en personas de rancio abolengo, procuró rodearse de ayudantes extremadamente fieles a su persona, que llegarían a formar un partido propio: el ensenadista. Y frente a aquellos envidiosos que hacían mofa de su extracción humilde y le habían colocado el apodo de «En sí nada», Zenón sacó brillo a las únicas armas que valoraba para encumbrarse: lealtad a la Corona y capacidad de trabajo. Esta peculiar religión iba a procurarle una cohorte de seguidores plenamente identificados con sus esfuerzos, entre los cuales figuraba Francisco Barranco.

Ensenada era un hombre de Isabel de Farnesio. A ella debía todo. De todos modos, tenía bien presente que la enfermedad mental de Felipe V era un cruel lastre que acabaría pronto con la vida del soberano, y que para Fernando y Bárbara de Braganza se acercaba cada vez más el ascenso al trono. Con estos supuestos en mente, maquinó su hábil estrategia de futuro. Le convenía estar informado de cuanto pasaba en el entorno de los príncipes herederos. Ganarse su amistad y confianza. Era consciente de que las decisiones de poder en el siguiente reinado iban a seguir estando en manos femeninas. Al lado del futuro rey Fernando VI, la influencia de Bárbara iba a ser decisiva. Y puesto que el interés entre la princesa portuguesa y el marqués de la Ensenada por mantener una buena relación era mutuo, resultó fácil que el vínculo entre ellos se afianzara.

Después de su primera visita a los aposentos de los herederos y su reencuentro con la condesa de Valdeparaíso, Zenón había tomado la decisión de cortejar a la bella aristócrata. Aparte de sus evidente encantos, su aire liberal y sus costumbres «a la moda», lo que más atraía a Ensenada de ella era el creerla una mujer inteligente y bien informada sobre asuntos de la corte, una leal confidente de Bárbara, que podría ser pieza interesante en el tablero de juego político. El marqués buscaba ocasiones propicias para coincidir con ella. No podía correr el riesgo de presentarse en los cuartos de la princesa con la frecuencia que deseaba, puesto que ello suponía exponerse al enfado de Isabel de Farnesio, a quien debía su nombramiento como ministro. Así que más de una vez merodeaba por las galerías y los jardines del Buen Retiro buscando el encuentro fortuito con la condesa.

De esta forma se hallaron un día, por primera vez a solas, frente a frente. María Sancho Barona llegaba en su carroza al patio principal del Buen Retiro, cuando el marqués de la Ensenada acababa de hacer lo mismo en la suya propia. Aprovechó para acercarse a la portezuela del carruaje y, adelantándose al lacayo, le ofreció su mano para ayudarla a poner pie en el suelo sin tropezarse. La condesa se sintió halagada, aunque sin duda desconfiaba del excesivo interés que Ensenada ponía en su persona. Sabía que más de una vez había preguntado a las criadas de palacio por su paradero, si es que andaba acompañando a doña Bárbara en el paseo por los jardines. Le había visto alguna mañana rondando por donde ella pasaba. Por supuesto, María no creía que este afán por encontrarla fuera fortuito. Era evidente que Ensenada buscaba en ella algo que le interesaba sobremanera. Todavía herida en su intimidad por los momentos vividos con Francisco Barranco, durante esas últimas semanas rehuía cualquier flirteo en la corte. Es más, sin que Zenón de Somodevilla se percatara, María ya le había esquivado en otras ocasiones en las estancias del Buen Retiro.

Esta vez, al encontrarse sus carrozas, no tenía escapatoria. Ensenada le pidió el honor de acompañarla hasta el cuarto de doña Bárbara y María contestó con impostada coquetería que sería un placer que así lo hiciera. La conversación que mantuvieron a lo largo del trecho de galería que recorrieron juntos fue amena y agradable. Ensenada rebosaba simpatía y la condesa encanto suficiente para encandilar a cualquier hombre. No se le pasó por alto al marqués un curioso detalle: la condesa llevaba colgando del bajo del corpiño, sujeta con una cinta de raso azul, una preciosa llave de hierro. Le preguntó si ese objeto tenía algún significado especial y ella replicó que era la llave de una de sus casas manchegas, sin desvelar que se trataba de la pieza de maestría regalada por Francisco Barranco. La llevaba colgada a modo de talismán, le explicó, pues estaba segura de que traía buena fortuna.

—María, tú no necesitas objetos para atraer la suerte. Tú misma eres un talismán para cualquier caballero que tenga el honor de cortejarte —se aventuró a decir Ensenada, decidido a dejar claro sus intenciones de galanteo. No le gustaba perder el tiempo y estaba seguro de su conquista.

—Ensenada, ¿te olvidas de que soy una mujer casada?

—Lo sé. Y aprecio mucho al conde de Valdeparaíso, pero no es menos cierto que otro caballero, de cuya amistad me precio, tiene o ha tenido, privilegios contigo que para mí quisiera…

—No creas todos los rumores que llegan a tus oídos —contestó la condesa incomodada—. Zenón, soy admiradora de tus logros, pero permíteme decirte que esta conversación está tomando un cariz un tanto arriesgado.

—¿Arriesgado? Asumir riesgos por una dama como tú es un aliciente para un hombre de formación militar como yo… No hay nada que más motive a un soldado que una conquista difícil que merezca el botín conquistado…

—Creo que debo apresurarme. La princesa me estará esperando para el paseo matutino —contestó airosa María, eludiendo la sensación de agobio que comenzaba a sentir frente al ministro, al cual alargó con gracia su mano para despedirse—. Hasta pronto, Zenón, ha sido un placer.

—Hasta pronto, María —le besó la mano caballerosamente—. Estoy seguro de que los intereses que nos unen nos obligarán a dar juntos muchos paseos como este…

No pasaba un día desde entonces en que la condesa de Valdeparaíso no recibiera en su casa algún regalo del marqués de la Ensenada. Los envíos coincidían siempre con las ausencias de su esposo. Flores, abanicos, piezas de encaje, cintas de raso parisino o guantes perfumados iban acumulándose sobre el tocador de su dormitorio, sin que María les prestara atención. No deseaba complicarse la existencia con este nuevo galanteo, que de seguro traería anejo intrigas y complicaciones en la corte. Lo ocurrido con Francisco Barranco le había trastocado el corazón y ya sufría por otro lado a consecuencia de su relación pasada con Miguel de Goyeneche. Quería tener ahora la mente bien despierta para el asunto que más le ilusionaba: el descubrimiento de aquella fórmula referida al hierro.

Los éxitos en las campañas militares que España mantenía en Italia a favor de los hijos de Isabel de Farnesio se celebraban en Madrid con notable regocijo. Era raro el mes en que el rey no decretaba tres días de gala, besamanos y luminarias con motivo de las halagüeñas noticias que llegaban de aquellos confines. La familia real, ministros, nobleza y alta servidumbre lucían entonces sus mejores atavíos en el bellísimo entorno de cualquiera de los sitios reales que en ese momento sirviera de residencia a la corte.

Fue uno de esos días, en el Buen Retiro, cuando la condesa de Valdeparaíso cambió radicalmente de parecer respecto a su relación con el marqués de la Ensenada.

Adornada por el extraordinario fulgor de miles de candiles, Farinelli había organizado una velada de luminarias y función musical en uno de los salones del palacio. La famosa Joyela iba a cantar sus mejores arias. Los reyes y los Príncipes de Asturias, acompañados de la corte, asistían a la representación, arrebujados en sus grandes sillones de terciopelo encarnado. Detrás de ellos, sentados en taburetes, sillas o simplemente de pie, según correspondiera a su rango, el resto de los invitados.

María había acudido sola y estaba situada entre las primeras filas, no lejos de doña Bárbara. Antes de comenzar la obra vio entrar en la sala a Miguel de Goyeneche, escoltando a una joven dama que hasta ahora no había visto en la corte. Vestía un traje de lujosa seda brocada y el pelo recogido en bucles, blanquecido a los polvos de arroz. No tardó en enterarse de que se trataba de una lejana pariente del marqués de Villarías, el secretario de Estado, y que respondía al nombre de Antonia de Indaburu. Había llegado a Madrid con la clara intención de aprovechar la influencia de su poderoso tío para introducirse en la corte y concertar un buen matrimonio. Esa tal Antonia era indudablemente encantadora, pensó la condesa, y Goyeneche parecía tan complacido con su compañía, que esa noche apenas reparó ella. María sintió que el corazón se le encogía, más por su dignidad herida que por el amor que pudiera quedarle hacia ese hombre. Le dolió constatar que ya había sido remplazada por otra. Con despecho, paseó su mirada por donde se situaban los ministros del gobierno. Sabía bien que la marquesa de la Torrecilla, amante oficial de Ensenada, figuraba ese día entre los invitados, pero estaba dispuesta a jugar con las mismas cartas que los demás en su entorno. Esperó a cruzar su vista con el flamante ministro y agitó coquetamente el abanico, en señal inequívoca de interés hacia su persona. Ensenada sonrió, convencido de que su táctica de conquista comenzaba a derribar muros. Cuando regresó a su casa esa noche, la condesa de Valdeparaíso tenía su decisión tomada. No tardaría en producirse el encuentro íntimo con Ensenada, que había captado el mensaje y jamás titubeaba en sus relaciones con las damas.

Dos días más tarde, María se hallaba en su gabinete, inmersa en la revisión de los ejemplares de alquimia que Francisco le había regalado. Andaba tras la pista de ciertos símbolos que aparecían en la fórmula del manuscrito. Desvelar el significado de ese árbol con un dragón enroscado era ahora su objetivo. Ya intuía, por la aparición de la figura del dios Marte como representación del hierro, que todo el jeroglífico se refería a este metal en su conjunto. Se dio cuenta por ello de que el árbol con el dragón enroscado debía de estar relacionado con la metalurgia y encontró así varias explicaciones referidas a esa cuestión. El dragón era un símbolo del fuego; un fuego que abrasaba la madera del árbol. Madera y fuego. Es decir, que era una representación del carbón. Lo vio claro y se sintió extraordinariamente satisfecha. Poco a poco, se veía capaz de desenredar aquel galimatías. Mojó su pluma en el tintero e hizo anotaciones en un papel, dejando pendiente comunicárselo a Francisco en cuanto tuviera la siguiente ocasión.

En estas disquisiciones se hallaba, cuando escuchó el ruido de carruaje cercano a la fachada de su casa, seguido del golpeo de la aldaba sobre el portón. A través de la ventana pudo ver al marqués de la Ensenada plantado frente a la puerta. Corrió hacia su alcoba y ante el espejo del tocador se empolvó el pelo, se untó ungüento de coral en las mejillas y los labios y se perfumó con su agua de lavanda. Se sentía preparada para la inesperada cita. Esta vez se veía pausada y tranquila; sabía a ciencia cierta lo que estaba dispuesta a hacer y por qué lo hacía. Al momento, Teresa, la doncella, subió a buscarla. Había hecho pasar a la biblioteca al ministro del rey. María lo encontró allí curioseando los títulos de esos centenares de volúmenes que había ordenado recientemente en los estantes. Otro criado trajo al momento la bandeja de agua de azahar y pastas de anís, propia para las visitas. La condesa de Valdeparaíso y Ensenada se sentaron cómodamente en sendos butacones, uno al lado del otro, y comenzaron a charlar.

El marqués demostraba en cada frase estar plenamente informado de todo lo que acontecía en la corte. Tenía una cabeza privilegiada para los asuntos de gobierno. Se dirigía a María con confianza, como si diera por supuesta su discreción sobre las confidencias que le hacía. La estrategia hacia ella era evidente. Le entregaba información hasta donde le era posible, pero a cambio le iba a exigir reciprocidad. Habló de sus perspectivas de seguir ascendiendo en el gobierno hasta el cargo de más alta responsabilidad; un rango que se merecía tanto si Felipe V se mantenía unos años más en el trono, como si se producía la proclamación de Fernando como nuevo rey. Mencionó sus ambiciosos planes de reforzar militar y navalmente a España, un objetivo que sólo se podría alcanzar mediante la revitalización de la economía y la obtención de caudales suficientes para que la Corona pudiera sufragar los gastos. Confesó sus buenas impresiones sobre lo que podría ser el próximo reinado. Veía a Fernando y Bárbara capacitados para protagonizar una época de gloria y él quería ser parte inspiradora de la misma. Su intención era lograr que ambos tuvieran total confianza en él. Dado que, de momento, por ser ministro de Isabel de Farnesio, no podía forzar un acercamiento público a los príncipes, necesitaba la sutil colaboración de alguien próximo a ellos, que fuera cimentando su buena imagen. Y nada le parecía más relevante que la influencia que María Sancho Barona podía ejercer sobre la princesa Bárbara. Ensenada le prometía que no iba a arrepentirse de estar a su lado. A cambio de su mediación, podría obtener incluso favores para ese proyecto de fábrica de acero en el que ella se había embarcado junto a Goyeneche y otros personajes de interés, como ese cerrajero, Francisco Barranco, que tanto prometía en muchos sentidos. Ensenada se mostraba favorable al proyecto.

María analizó el interés del ofrecimiento y se dejó llevar. Por encima del hecho de ser físicamente agraciado, Ensenada conquistaba por su impulsivo entusiasmo y la audacia para imponer su autoridad. Tenía el atractivo del poder. El ministro tomó la mano de la condesa y la besó con ansia de seducción. Las caricias que prosiguieron en aquel gabinete fueron el comienzo de esta interesada relación, en la que el amor poco tenía que ver, pero al menos, sabiendo a qué atenerse, no le causaba a María ningún indeseado sufrimiento.

Unas semanas más tarde, Francisco entraba en casa de Miguel de Goyeneche. Había solicitado permiso para acudir una tarde más a la biblioteca, pero se llevó la sorpresa de encontrar allí reunidos a su anfitrión y al marqués de la Ensenada. Creyó haberse equivocado de día y pidió permiso para retirarse, por no interrumpir aquel encuentro privado entre altos cargos de la Corona. Goyeneche le insistió, sin embargo, para que se sumara a la tertulia. De hecho, según dijo, le estaban esperando. Miguel estaba exultante. Por fin el rey se había dignado concederle un título nobiliario: el de conde de Saceda, en atención a sus méritos y su lealtad a la Corona. Recordaba la austeridad y el rechazo de su padre a los oropeles, pero los tiempos cambiaban y a él, desde luego, no le amargaba ese dulce. Los dos caballeros parecían repasar animadamente sus intereses en común, que abarcaban desde la obtención de su condición aristocrática, a lo político y lo económico, pasando incluso por lo sentimental.

—Porque tú y yo, Goyeneche, compartimos algo más que un mero proyecto de fomento de la industria metalúrgica… —dijo el ministro, fanfarroneando—. Tú y yo tenemos hasta el mismo gusto por las mujeres…

Ensenada procedió entonces a referirse sin tapujos a su amistad con la condesa de Valdeparaíso, seguro de que a Goyeneche no iba a importarle la circunstancia. Y para sorpresa de Francisco, así era. El caballero reaccionó con extrema frialdad ante la evidencia del nuevo rumbo sentimental que María Sancho Barona había tomado. Miguel también había ocupado ya el hueco dejado por la condesa con otra candidata, Antonia de Indaburu, más insulsa que su antecesora, pero portadora de una cuantiosa dote.

A Francisco se le hacía insoportable el tono de frivolidad con que se trataban las relaciones amorosas entre personas de alta alcurnia. Especialmente hiriente le resultaba todo lo que se refería a la condesa, pero en este momento su cabeza no daba para más. Tenía frente a sí nuevas oportunidades para demostrar su valía artística; se le presentaba la ocasión de transformarse de artesano en artista, un paso que no iba a resultar del todo fácil. Y no tanto por sus talentos, que los tenía, sino por los obstáculos e intrigas que las facciones políticas se iban a empeñar en desplegar en su camino.

La obra del palacio real avanzaba a buen ritmo y había llegado la hora de empezar a plantear los detalles ornamentales. El rey había tomado un interés excepcional en controlar cada elemento que se diseñara para la construcción de la que iba a ser la residencia representativa de su dinastía. Mandó que nada se hiciera sin su aprobación, ni siquiera los detalles más nimios. Esta orden afectaba ya a los hierros decorativos de palacio: las cerraduras de los salones principales y los balcones de la fachada.

Desde su cargo en las reales fraguas, Francisco se había ofrecido a realizar ambos cometidos con la mayor calidad de ejecución posible. Sin falsa modestia, se consideraba el maestro español más capacitado para llevarlos a cabo. Sacchetti se resistía, no obstante, a concederle ninguna oportunidad de sobresalir en su magna obra, puesto que lo consideraba un miembro del clan de Giacomo Bonavía, su más directo rival. De todas formas, Barranco gozaba de la protección consolidada de personajes de la influencia del marqués de Villarías, que abogaban por la fabricación en Madrid de estos elementos de hierro como exponente de la mejor artesanía nacional. El propio Felipe V se había encaprichado con la idea de dotar a su palacio real de la apariencia exterior de los palacios franceses donde pasó su niñez; ventanas con bellos balcones de hierro, que como un delicado encaje resaltaran sobre la superficie blanca de la fachada.

Sacchetti presionaba, en cambio, para que se tomaran decisiones alternativas, en contra de la propia voluntad del rey. Insistía en que las más finas cerraduras habrían de realizarse en Inglaterra y que las balconadas fueran de piedra, y no de hierro, para no interferir en la armonía cromática del conjunto. Y era tanto el empeño de Sacchetti en estorbar el trabajo de Francisco, que aun a riesgo de menoscabar su propio prestigio, retardó cuanto pudo los diseños que se le pedían, a la espera de que Felipe V desistiera de su capricho o falleciera sin verlo realizado. De nada sirvieron los recados que el arquitecto recibía, comunicándole el enfado del rey por su retraso en el encargo. La tozudez del orgulloso italiano hizo que la obra tuviera que aminorar su marcha, a la espera de resoluciones. Bajo la influencia del propio marqués de Villarías, empezó a presentarse a Giacomo Bonavía como una alternativa posible para sustituir a Sacchetti en la obra del palacio real, si este se empeñaba en estorbar los proyectos. Pero la confianza que los soberanos habían depositado ya en él era demasiado sólida como para que cambiaran de parecer a la ligera. Ante el empeoramiento progresivo del monarca, sólo se buscaba ya rapidez de ejecución y eficacia en la toma de decisiones. El cambio de arquitecto podría afectar negativamente al diseño del edificio. Bonavía habría de contentarse pues con su responsabilidad en las obras del palacio real de Aranjuez, donde le esperaba junto a Francisco Barranco la puesta en marcha de una de las más bellas obras arquitectónicas de la corte española: su escalera principal.

Inmerso en las contrariedades de estos encargos, Francisco apenas pasaba tiempo en el hogar. Josefa seguía siendo la fiel compañera, dedicada en cuerpo y alma al cuidado de su padre y a la estabilidad familiar. No trascurrían los años en balde para nadie y la falta de embarazos en su matrimonio comenzaba a ser una seria preocupación. Había pasado casi una década desde su boda. Deseaba fervientemente tener hijos, procurar una descendencia que en su modesta condición fueran la continuidad de su dinastía de artesanos del hierro. Al no llegar el ansiado preñado, había acudido a los consejos femeninos de parientes y vecinas, y probado a espaldas de su marido mil y un remedios para favorecer su fertilidad. Por fin, el sueño se hizo realidad. Josefa pudo confirmar que se hallaba encinta. El cerrajero acogió la noticia con extraordinaria ilusión. Abrazó y besó a Josefa con una ternura ya casi olvidada para ellos, que se habían acostumbrado a su anodina relación matrimonial. A lo largo de los siguientes meses, Josefa iba a prestar atención especial a su gestación. Era una mujer ya entrada en años para tener hijos y el embarazo no le había sentado físicamente bien.

La noticia de su próxima paternidad fue grandemente celebrada por sus amigos más cercanos. Francisco la había compartido con especial jovialidad con Pedro Castro y Giacomo Bonavía, en quien tenía depositadas últimamente sus máximas aspiraciones de progreso artístico.

Bonavía no le iba a decepcionar. Para gran sorpresa de Francisco, se presentó una mañana a buscarle en las fraguas de palacio. Jamás pensó que el italiano fuera a pasar por aquel lugar, enclavado en el aparente feudo arquitectónico de su contrincante Sacchetti, que sin duda se pondría furioso si le viera merodear por allí. Venía eufórico, deseoso de compartir las ideas que rondaban su cabeza respecto a la obra del palacio de Aranjuez. El cerrajero dejó por un momento el trabajo organizado a sus oficiales y marcharon a casa para conversar con mayor discreción. Sentados a la mesa de comedor, Bonavía pidió papel y lapicero para trazar unos bocetos y explicarle a Francisco su idea.

Frente a las dificultades que planteaba Sacchetti en dar gusto a Felipe V con la realización de balcones de hierro para la fachada del palacio real, Bonavía planeaba llevar a cabo justo lo contrario. Si bien en un principio él mismo imaginó realizar la escalera principal del palacio de Aranjuez con balaustres de piedra, ahora había decidido un cambio drástico y sorprendente. Iba a diseñar una bellísima barandilla de hierro, repleta de volutas y chapas repujadas imitando el follaje, al modo francés, con la intención de epatar al rey y ver su capricho concedido.

—Tal como concibo esa escalera, nuestro trabajo conjunto resultará extraordinario; una obra maestra —dijo Bonavía, mientras deslizaba su mano sobre el papel, dibujando airosas formas de rocallas y hojas enroscadas al más puro estilo barroco.

—Confío plenamente en ti, Giacomo. Estoy seguro de que podremos realizar un magnífico diseño. Haré cuanto esté en mi mano. No habrá otra barandilla más bella en España.

—Esa escalera debe ser un placer para la vista, un elemento arquitectónico con vida; un espacio en el cual las medidas y las distancias, la luz, los materiales y tus hierros parezcan energías vivas, que envuelvan visual y físicamente a quien por allí transita. Un gusto para los sentidos.

—Lo que se dice, pura escenografía, Giacomo. Tu vena teatral llevada a las perspectivas, al tratamiento de la piedra y el hierro.

—Exacto. Debemos hacer de esa escalera un escenario, una escultura en sí misma. Si nos sale una obra hermosa, será nuestra consagración.

—Hagámoslo, Giacomo. Estoy preparado para ello —concluyó satisfecho Francisco.

Los siguientes meses fueron agotadores. Francisco recibió oficialmente el encargo de realizar la barandilla de Aranjuez que Bonavía le había propuesto. De entre todo el personal a su disposición en las reales fraguas, eligió a los dos oficiales más valiosos para ayudarle en esta obra. Necesitó recurrir al estudio de tratados arquitectónicos para refrescar su inspiración artística. Ansiaba tener noticias sobre las novedades de su oficio en Europa, conocer el estilo de los más afamados rejeros franceses. Volvió a acudir a la biblioteca de palacio, aquella que se había salvado milagrosamente del incendio del real alcázar. Fue ahí cuando empezó darse cuenta de la carencia que un artesano como él tenía en cuestiones de diseño. Si algún día le correspondía gobernar su gremio, pensaba, abogaría por la necesidad de enseñar a los aprendices la importancia del dibujo. Trabajó duro, codo a codo junto a Bonavía, viajando de continuo a Aranjuez, para realizar sobre tableros de madera el dibujo definitivo y a escala natural, que luego habría de interpretar en la fragua con el hierro candente.

Las semanas se le pasaban tan rápido con el disfrute de ese trabajo, que apenas se percató de que el embarazo de Josefa llegaba a término. Una ayudante de la partera vino a buscarle con urgencia a la puerta de las reales fraguas. Era media tarde y hacía rato que Josefa se había puesto de parto. El trance no presentaba buena pinta. La partera se quejaba de que el niño venía mal colocado. Francisco quiso acompañar a su esposa en la habitación y ayudar en lo necesario, pero pronto se dio cuenta de que era un estorbo para la comadrona. Decidió esperar en la sala principal de la casa, junto a la chimenea, sentado en compañía de su suegro José de Flores. Josefa, que desde niña había sido pudorosa y recatada, se resistía a quejarse y hacer de su dolor un espectáculo grotesco. Se limitó a sufrir durante horas, enmudeciendo sus gritos con un paño apretado entre los dientes, las maniobras de la partera para sacar al niño. Hubo momentos en que parecía que habría que decidir entre la vida de la madre o la de su hijo. Francisco fue avisado de los riesgos que se avecinaban y pasó el resto del tiempo acurrucado en una silla, rogando a Dios con las manos fuertemente entrelazadas para que ocurriera el milagro. Después de cinco largas horas de espera, el niño nacía amoratado, pero con vida. Josefa estaba exhausta. Había perdido mucha sangre y de no ser por la pericia de la experimentada partera, se habría entregado a la muerte en los últimos momentos. Iba a costarle un buen tiempo recuperarse del duro episodio.

Con su hijo entre los brazos, Francisco se sintió el hombre más feliz del mundo. Sentía profundo agradecimiento hacia su esposa y se acordaba más que nunca de sus padres. Se registró al recién nacido en el libro de bautismos de la parroquia de San Juan con el nombre de José Barranco y Flores. Su abuelo y su padre le auguraban ya un extraordinario futuro como el primer sucesor de esta saga de grandes artífices. Según explicó la comadrona, las complicaciones del parto harían muy difícil que Josefa pudiera tener más descendencia. Más les valía conformarse con esta criatura y procurarle la mejor educación que estuviera a su alcance. Orgulloso, Francisco soñaba con hacer del pequeño José un pionero de su profesión; un cerrajero con proyección industrial y verdadera formación artística.

La llegada del niño, además, vino acompañada de una extraordinaria noticia. Por mediación del marqués de Villarías, y en vista de la larga enfermedad de José de Flores y los méritos acumulados por su discípulo y yerno, por fin se concedía a Francisco Barranco el cargo oficial de cerrajero de cámara.

Todo parecía sonreír al flamante cerrajero del rey.